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EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

ENSAYO DE AUTOCRÍTICA
1

Sea lo que sea aquello que esté en el fundamento de este libro problemático: tiene
que haber sido una cuestión de primer rango y de sumo interés, y además una cues-
tión profundamente personal — testimonio de ello es la época en la que surgió, a pe-
sar de la que surgió, la excitante época de la guerra franco-alemana de 1870-1871.
Mientras los ruidos atronadores de la batalla de Wörth se expandían por Europa, el
pensativo soñador y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro
estaba en algún rincón de los Alpes muy dentro de sus sueños y enigmas, por consi-
guiente muy preocupado y despreocupado al mismo tiempo, y ponía por escrito sus
pensamientos sobre los griegos, — el núcleo del libro singular y difícilmente accesi-
ble al que estará dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas después: y
él mismo se encontraba bajo los muros de Metz, sin haberse liberado aún de los sig-
nos de interrogación que había colocado a la presunta «serenidad» de los griegos y
del arte griego1; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión, cuando en Ver-
salles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo y,
curándose lentamente de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla,
comprobó en sí de manera definitiva el «nacimiento de la tragedia en el espíritu de la
música»2. — ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música-de-tragedia?
¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda, más bella, la que
ha sido más y mejor envidiada, la que más seduce a vivir de todos los seres humanos
que ha habido hasta ahora, los griegos — ¿cómo? ¿Tuvieron precisamente ellos ne-
cesidad de la tragedia? Más aún — ¿del arte? ¿Para qué — el arte griego?...
Se adivina en qué lugar se había puesto el gran signo de interrogación sobre el valor
de la existencia al plantear estas cuestiones. ¿Es el pesimismo necesariamente el signo del
declive, de la ruina, del fracaso, de los instintos fatigados y debilitados? — ¿como lo fue
entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros, los humanos y
europeos «modernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelec-
tual por lo duro, espantoso, malvado, problemático de la existencia, predilección que es
fruto del bienestar, de la salud desbordante, de la plenitud de la existencia? ¿Hay acaso un
1
  Alusión a las concepciones clasicistas de Winckelmann, que Nietzsche critica continuamente:
«Podría decirse que el concepto de “clásico” —, tal como Winckelmann y Goethe lo habían formu-
lado, no sólo no explicaba el elemento dionisíaco, sino que lo excluía de él». FP IV, 14 [35].
2
  Cfr. FP I, 9 [3].

[329]
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sufrimiento en la sobreplenitud misma? ¿Una tentadora valentía de la mirada más aguda,


valentía que desea vivamente lo terrible, como el adversario, el digno adversario en el que
puede probar su fuerza?, ¿en el que quiere aprender qué es «el sentir miedo»? ¿Qué sig-
nifica, precisamente en los griegos de la época mejor, más fuerte, más valiente, el mito
trágico? ¿Y el fenómeno tremendo de lo dionisíaco? ¿Qué significa, nacida de él, la tra-
gedia? — Y por otra parte: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral, la
dialéctica, suficiencia y serenidad del ser humano teórico — ¿cómo?, ¿no podría ser pre-
cisamente este socratismo un signo de declive, de fatiga y enfermedad, de unos instintos
que se disuelven anárquicamente? ¿Y la «serenidad griega» del helenismo tardío, sola-
mente un arrebol vespertino? ¿La voluntad epicúrea contra el pesimismo, solamente una
precaución de alguien que sufre? Y la ciencia misma, nuestra ciencia — sí, ¿qué significa
en general, considerada como síntoma de vida, toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dón-
de — toda ciencia? ¿Cómo? ¿Es quizá el cientificismo solamente un miedo y una evasiva
ante el pesimismo? ¿Una refinada y legítima defensa — contra la verdad? Y, hablando en
términos morales, ¿algo así como cobardía y falsedad? Hablando en términos no-mora-
les, ¿una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu secreto? Oh irónico misterioso,
¿fue ésa acaso tu — ironía? — —

Lo que yo conseguí agarrar entonces, algo terrible y peligroso, un problema con


cuernos, no necesaria ni precisamente un toro, en todo caso un problema nuevo: hoy
yo diría que fue el problema de la ciencia misma — la ciencia entendida por vez pri-
mera como problemática, como cuestionable. Pero el libro en el que entonces se ex-
teriorizaron mi juvenil valor y mi juvenil recelo — ¡qué tipo de libro imposible tenía
que resultar de una tarea tan contraria a la juventud! Construido todo él con vivencias
propias, prematuras y demasiado verdes, que estaban todas rozando el umbral de lo
comunicable, colocado en el terreno del arte — pues no se puede conocer el proble-
ma de la ciencia en el terreno de la ciencia —, un libro tal vez para artistas con la
disposición adicional de capacidades analíticas y retrospectivas (es decir, para una
especie-de-excepción de artistas, a quienes hay que buscar y ni siquiera se querría
buscar...), lleno de innovaciones psicológicas y de secretos-de-artista, con una meta-
física-de-artista en el trasfondo, una obra juvenil llena de coraje juvenil y de melan-
colía-de-juventud, independiente, obstinada-y-autónoma incluso allí donde parece
someterse a una autoridad y a una veneración propia, en pocas palabras, una obra pri-
meriza también en el mal sentido de la expresión, sujeta, a pesar de su problema senil,
a todos los defectos de la juventud, sobre todo a su «excesiva longitud», a su «tormen-
ta y arrebato» (Sturm und Drang): por otra parte, en lo que respecta al éxito que tuvo
(especialmente en el gran artista al que se dirigía como para un diálogo, en Richard
Wagner), un libro probado, quiero decir, un libro que, en todo caso, ha conseguido
satisfacer «a los mejores de su tiempo». Ya por esto se lo debería tratar con algún res-
peto y silencio; sin embargo, no quiero reprimir por completo cuán desagradable se
me aparece ahora, cuán extraño se encuentra ahora, dieciséis años después, ante mí
— ante un ojo más viejo, cien veces más exigente, pero que en modo alguno se ha
vuelto más frío, un ojo que tampoco se hizo más extraño a aquella tarea a la que este
libro audaz se atrevió por vez primera a acercarse — ver la ciencia con la óptica del
artista, y el arte, con la de la vida...
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Dicho una vez más, hoy es para mí un libro imposible — lo considero mal escrito,
pesado, molesto, repleto de imágenes que exasperan y confunden, sentimental, acá y
allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo [ritmo], sin voluntad de limpie-
za lógica, muy convencido y por ello dispensándose de dar demostraciones, desconfia-
do incluso de la conveniencia3 de dar demostraciones, como un libro para iniciados,
como una «música» para aquellos que han sido bautizado en la música, para aquellos
que desde el comienzo de las cosas están vinculados por experiencias-artísticas comunes
y raras, como signo de reconocimiento para parientes de sangre in artibus [en cuestiones
artísticas], — un libro arrogante y entusiasta, que de antemano se cierra al profanum vul-
gus [vulgo profano] de los «individuos con formación» más aún que al «pueblo», pero
que, como su incidencia demostró y demuestra, ha de ser también bastante experto en
buscar sus compañeros de entusiasmo y en atraerlos hacia nuevas sendas ocultas y pistas
de baile. Aquí hablaba en todo caso — esto se admitió con tanta curiosidad como aver-
sión — una voz extraña4, el discípulo de un «dios» todavía «desconocido», que por el
momento se había escondido bajo la capucha del docto, bajo la pesadez y el dialéctico
malhumor del alemán5, incluso bajo los malos modales del wagneriano; aquí se hallaba
un espíritu con necesidades extrañas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante de
preguntas, de experiencias, de oscuros secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre
Dioniso como un signo más de interrogación: aquí hablaba — así se dijo con desconfian-
za — algo que era como una alma mística y casi menádica, la cual con dificultades y de
manera arbitraria, casi indecisa sobre si quería comunicarse o quería ocultarse, balbucea-
ba por así decirlo en un idioma extraño. Hubiera debido cantar, esa «nueva alma» — ¡y
no hablar! Qué lástima que lo que entonces tenía que decir no me atreviera a decirlo
como poeta: ¡quizá lo habría podido conseguir! O, al menos, como filólogo: — ¡pues
todavía hoy casi todo sigue estando para el filólogo por descubrir y excavar en este ám-
bito! Sobre todo el problema de que aquí hay un problema, — y de que los griegos,
mientras no tengamos una respuesta a la pregunta «¿qué es lo dionisíaco?», seguirán
siendo completamente desconocidos e inimaginables...

Sí, ¿qué es lo dionisíaco? — En este libro hay una respuesta a esa pregunta — en
él habla una persona «que sabe», el iniciado y discípulo de su dios. Quizá ahora yo
hablaría con más precaución y menos elocuencia de una cuestión psicológica tan di-
fícil como la del origen de la tragedia entre los griegos. Una cuestión fundamental es

3
  Schicklichkeit, conveniencia. Cfr. sobre este término FW, Prólogo, af. 4, y el eco de ello en
NW, Epílogo.
4
  Esa voz extraña es la de alguien que concibe de un modo nuevo la tarea de la filología clásica:
«Reforma de los estudios sobre la Antigüedad. Winckelmann. Entiendo el estudio de la lengua. Pero
un filólogo clásico debe ser mucho más que un hombre de ciencia: debe ser el típico maestro...
¡Cómo se puede existir como «maestro»! Los filósofos griegos nos sirven de modelo. Apelo a mis
amigos. — Si la filología no tiene que ser un almacén de datos o una hipocresía, no es posible en-
tonces seguir viviendo en el antiguo círculo». FP I, 7 [74].
5
  Cfr. Blasche, S., «Hegelianismen im Umfeld von Nietzsches Geburt der Tragödie», en
Nietzsche Studien, 1986 (15), p. 59.
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la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad, — ¿permaneció esa rela-
ción idéntica a sí misma?, ¿o se invirtió? — esa cuestión de si realmente su cada vez
más fuerte deseo de belleza, de fiestas, diversiones, nuevos cultos, ¿surgió de la ca-
rencia, de la privación, de la melancolía, del dolor? Suponiendo, en efecto, que pre-
cisamente esto fuese verdadero — y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en el
gran discurso fúnebre—: ¿de dónde tendría que proceder entonces el deseo opuesto,
un deseo que predominó antes en el tiempo, el deseo de lo feo, la buena, estricta vo-
luntad del heleno primitivo, una voluntad de pesimismo, de mito trágico, de dar ima-
gen a todo lo terrible, malvado, enigmático, aniquilador y funesto que se encuentra en
el fondo de la existencia, — de dónde tendría que provenir entonces la tragedia?
¿Quizá del placer, de la fuerza, de una salud desbordante, de una plenitud sobrema-
nera grande? ¿Y qué significado tiene entonces, formulando la pregunta en términos
fisiológicos, aquella demencia de que surgió tanto el arte trágico como el cómico, la
demencia dionisíaca? ¿Cómo? ¿Acaso no es la demencia, necesariamente, el síntoma
de la degeneración, del declive, de la cultura sobremanera tardía? ¿Hay tal vez — una
pregunta para médicos de locos — neurosis de la salud?, ¿de la juventud-y de la ado-
lescencia-de-un-pueblo? ¿A qué remite aquella síntesis de dios y macho cabrío en el
sátiro? ¿Desde qué vivencia de sí mismo, para colmar qué necesidad apremiante tuvo
el griego que imaginarse al entusiasta dionisíaco y al dionisíaco ser humano primor-
dial como un sátiro? Y en lo que se refiere al origen del coro trágico: ¿hubo tal vez
éxtasis endémicos en aquellos siglos en los que el cuerpo griego florecía, en los que
el alma griega rebosaba de vida? ¿Visiones y alucinaciones que se comunicaban a
comunidades enteras, a asambleas enteras convocadas para el culto? ¿Cómo?, ¿y si
los griegos, precisamente en la opulencia de su juventud, tuvieron la voluntad de lo
trágico y fueron pesimistas?, ¿y si fue precisamente la demencia, para utilizar una
expresión de Platón, la que trajo las máximas bendiciones sobre la Hélade? ¿Y si, por
otra parte y de manera inversa, los griegos, precisamente en los tiempos de su disolu-
ción y debilidad, se volvieron cada vez más optimistas, más superficiales, más come-
diantes, también más ansiosos de lógica y de logicización del mundo, es decir, se
hicieron a la vez «más serenos» y «más científicos»? ¿Cómo?, ¿y si tal vez, a pesar
de todas las «ideas modernas» y los prejuicios del gusto democrático, pudieran la vic-
toria del optimismo, la racionalidad que ha llegado a ser predominante, el utilitaris-
mo práctico y teórico, al igual que la democracia misma, de la que aquél es coetáneo,
— ser un síntoma de fuerza declinante, de vejez inminente, de fatiga fisiológica? ¿Y
precisamente no — el pesimismo? ¿Fue Epicuro un optimista — precisamente en
cuanto era alguien que sufría? — — Se ve que es un cargamento entero de difíciles
cuestiones el que este libro se lanzó a asumir, — ¡añadamos además su cuestión más
difícil! ¿Qué significa, vista con la óptica de la vida, — la moral?...

Ya en el prólogo a Richard Wagner se presenta el arte —y no la moral— como la


actividad propiamente metafísica del ser humano; en el libro mismo retorna en varias
ocasiones la provocativa tesis de que sólo como fenómeno estético está justificada la
existencia del mundo. De hecho el libro entero sólo conoce un sentido-de-artista
(Künstler-Sinn) y un segundo-sentido-de-artista detrás de todo acontecer, — un
«dios», si se quiere, pero, ciertamente, tan sólo un dios-artista (Künstler-Gott) des-
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provisto por completo de escrúpulos y de moral, el cual, tanto en el construir como


en el destruir, tanto en el bien como en el mal, quiere darse cuenta de su placer y de
su autocracia, que son iguales, el cual, creando mundos, se libera de la necesidad de
la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis que en él se han concen-
trado. El mundo, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es la vi-
sión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más sufriente, más antitético,
más contradictorio, el cual sólo sabe redimirse en la apariencia: a toda esta metafísi-
ca-de-artista se la puede denominar arbitraria, ociosa, fantástica —, lo esencial al
respecto es que tal metafísica delata ya un espíritu que alguna vez, asumiendo todos
los riesgos, se defenderá contra la interpretación moral y el significado moral de la
existencia. Aquí se anuncia, quizá por vez primera, un pesimismo «más allá del bien
y del mal», aquí toma la palabra y se formula aquella «perversidad de los sentimien-
tos» contra la que Schopenhauer no se cansó de lanzar de antemano sus maldiciones
y sus rayos más furiosos, — una filosofía que se atreve a colocar, a degradar la moral
misma poniéndola en el mundo fenoménico, y no sólo entre los «fenómenos» (en el
sentido de este terminus technicus idealista), sino entre los «engaños», como aparien-
cia, ilusión, error, interpretación, arreglo, arte. Quizá se pueda apreciar de manera
óptima la profundidad de esta tendencia antimoral en el silencio precavido y hostil
con el que se trata al cristianismo en el libro entero, — el cristianismo como la más
aberrante transcripción del tema moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta
ahora. En verdad, respecto a la interpretación del mundo y la justificación-del-mundo
puramente estéticas, tal como se enseñan en las teorías de este libro, no hay ninguna
antítesis más grande que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser sólo una doctrina
moral, y con sus normas absolutas, por ejemplo, ya con su veracidad de Dios, relega
el arte, todo arte, al reino de la mentira, — es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena.
Detrás de semejante manera de pensar y de valorar, que, mientras sea de algún modo
auténtica, ha de ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la
vida, la aversión rencorosa y vengativa contra la vida misma: pues toda vida se basa
en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de las perspec-
tivas y del error. El cristianismo fue desde el inicio, de manera esencial y fundamen-
tal, asco y hastío de la vida respecto a la vida, los cuales, con la creencia en una vida
«distinta» o «mejor», sólo conseguían disfrazarse, sólo conseguían ocultarse, sólo
conseguían engalanarse. El odio al «mundo», la maldición de los afectos, el miedo a
la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá,
en el fondo un deseo ardiente de adentrarse en la nada, en el final, en el descanso,
hasta llegar al «sábado de los sábados» — todo esto, así como la voluntad incondicio-
nal del cristianismo de admitir sólo valores morales, me pareció siempre la forma
más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una «voluntad de ocaso», me
pareció, cuando menos, un signo de muy grave enfermedad, de muy profundos can-
sancio, desaliento, agotamiento, empobrecimiento de la vida, — pues ante la moral
(especialmente ante la moral cristiana, es decir, ante la moral incondicional) la vida
tiene que estar equivocada de manera constante e inevitable, porque la vida es algo
esencialmente amoral, — la vida, finalmente, oprimida bajo el peso del desprecio y
del eterno no, ha de sentirse como indigna de ser apetecida, como no-válida en sí. La
moral misma — ¿cómo?, ¿no sería la moral una «voluntad de negación de la vida»,
un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de
calumnia, un comienzo del final? ¿Y, en consecuencia, el peligro de los peligros?...
Contra la moral, así pues, se volvió entonces, con este libro problemático, mi instinto,
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como un instinto defensor de la vida, y se inventó una contradoctrina radical y una


contravaloración radical de la vida, una doctrina y una valoración opuestas puramen-
te artísticas, una doctrina y una valoración anticristianas. ¿Cómo denominarlas?
Como filólogo y como ser humano dedicado a las palabras las bauticé, no sin cierta
libertad — pues ¿quién sabría el nombre correcto del Anticristo? — con el nombre de
un dios griego: yo las llamé dionisíacas. —

¿Se entiende cuál es la tarea que me atreví ya a abordar con este libro?...
¡Cuánto lamento ahora que aún no tuviera entonces el coraje (¿o la inmodestia?)
de permitirme, en todos los aspectos, también un lenguaje propio para intuicio-
nes y audacias tan propias, — que intentara yo expresar a duras penas, con fórmu-
las schopenhauerianas y kantianas, valoraciones extrañas y nuevas, que iban ra-
dicalmente en contra del espíritu de Kant y de Schopenhauer, así como en contra
de su gusto! ¿Y de qué modo pensaba Schopenhauer sobre la tragedia? «Lo que
confiere a todo lo trágico el impulso peculiar hacia la elevación — dice en El
mundo como voluntad y representación, II, 495 — es la presentación del conoci-
miento de que el mundo, la vida no pueden dar una satisfacción auténtica, por
tanto, no son dignos de nuestro apego: en esto consiste el espíritu trágico —, ese
espíritu conduce, así pues, a la resignación». ¡Oh, de qué manera tan diferente me
hablaba a mí Dioniso! ¡Oh, qué lejos se hallaba entonces de mí precisamente todo
ese resignacionismo! — Pero en el libro hay algo mucho peor, que yo ahora la-
mento más aún que haber oscurecido y deteriorado presentimientos dionisíacos
con fórmulas schopenhauerianas: a saber, ¡que para mí quedó deteriorado, y de
forma absoluta, el grandioso problema griego, tal como a mí se me había presen-
tado, por la intromisión de las cosas más modernas! ¡Que puse esperanzas donde
no había nada que esperar, donde todo apuntaba de manera demasiado clara hacia
un final! ¡Que, basándome en la última música alemana, comencé a inventarme
fábulas sobre el «ser alemán», como si éste estuviera precisamente a punto de
descubrirse y de reencontrarse a sí mismo — y ello en una época en la que el es-
píritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido la voluntad de domi-
nio sobre Europa, la fuerza de ser guía de Europa, acababa de dimitir definitiva e
irrevocablemente y, bajo la pomposa excusa de una fundación-del-Reich, hacía su
tránsito a la mediocrización, a la democracia y a las «ideas modernas»! De hecho,
entre tanto he aprendido a pensar de manera suficientemente desprovista de espe-
ranzas y miramientos acerca de ese «ser alemán», al igual que de la música ale-
mana de ahora, la cual es romanticismo de los pies a la cabeza y la menos griega
de todas las formas posibles de arte: y todavía más, una destrozadora de nervios
de primer rango, doblemente peligrosa en un pueblo que ama la bebida y honra la
oscuridad como una virtud, es decir, en su doble propiedad de narcótico que em-
briaga y, a la vez, ofusca. — Al margen, obviamente, de todas las esperanzas
apresuradas y las erróneas aplicaciones prácticas al presente más inmediato con
las que me estropeé entonces mi primer libro, permanece el gran signo de interro-
gación dionisíaco, tal como en él está planteado, también en lo que se refiere a la
música: ¿cómo tendría que estar constituida una música que no fuera ya de origen
romántico, igual que el de la alemana — sino de origen dionisíaco?...
EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA335

— Pero, señor mío, ¿qué es romanticismo en el mundo entero si su libro no es ro-


manticismo? ¿Se puede atizar el odio profundo contra el «tiempo de ahora», la «reali-
dad» y las «ideas modernas» más allá de lo que se hizo en su metafísica-de-artista? —
¿la cual prefiere creer hasta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el «ahora»?
¿No se oye, saliendo por debajo de todo su arte-de-las-voces y de su seducción-de-los-
oídos contrapuntística, el zumbido de un bajo continuo de cólera y de placer destructi-
vo, una furiosa resolución contra todo lo que es «ahora», una voluntad que en modo
alguno está demasiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir «¡es preferible
que nada sea verdadero antes de que vosotros tengáis razón, antes de que vuestra verdad
siga teniendo razón!»? Escuche usted mismo, señor pesimista y deificador del arte, con
un oído más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje-de-los-matado-
res-de-dragones que no está desprovisto de elocuencia, y que puede sonar de manera
capciosa-atraparratas para oídos y corazones jóvenes: ¿cómo?, ¿no es ésta la genuina e
inequívoca profesión-de-fe-de-los-románticos de 1830 bajo la máscara del pesimismo
de 1850?, tras de la cual también se preludia ya el habitual finale-de-los-románticos, —
fractura, hundimiento, retorno y prosternación ante una vieja fe, ante el viejo dios...
¿Cómo?, ¿no es su libro-de-pesimista incluso una pieza de antihelenidad y de romanti-
cismo, incluso algo «tan embriagador como ofuscante», un narcótico en todo caso, has-
ta una pieza de música, de música alemana? Pero escúchese:
Imaginémonos una generación que crezca con ese denuedo en la mirada, con ese
heroico impulso hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de estos matadragones,
la orgullosa temeridad con la que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad
del optimismo, para «vivir resueltamente» en integridad y plenitud: ¿no debería ser ne-
cesario que el ser humano trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad
y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la
tragedia, como la Helena que le es inherente, y tuviese que exclamar con Fausto:

Y no debo yo, con violencia colmada de nostalgia,


traer a la vida esa figura de máxima singularidad?6.

«¿No debería ser necesario?»... ¡No, tres veces no!, jóvenes románticos: ¡no debe-
ría ser necesario! Pero es muy probable que eso acabe así, que vosotros acabéis así, es
decir, «consolados», como está escrito, pese a toda la autoeducación para la seriedad y
para el horror, «metafísicamente consolados», en suma, como acaban los románticos,
cristianamente... ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte del consuelo en el más
acá, — vosotros deberíais aprender a reír, mis jóvenes amigos, si, por otro lado, queréis
continuar siendo totalmente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como reidores,
algún día enviéis de una vez al diablo todo el consuelismo metafísico — ¡y la metafísi-
ca en primer lugar! O, para decirlo con el lenguaje de aquel duende dionisíaco cuyo
nombre es Zaratustra:

Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba! ¡más arriba!, ¡y no me ol-


vidéis tampoco las piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos bai-
larines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!
6
  Goethe, Fausto II, vv. 7438 ss.
336 OBRAS COMPLETAS

Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi
cabeza esta corona, yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado
suficientemente fuerte hoy para hacer esto.
Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dis-
puesto a volar, haciendo señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado
en su ligereza: —
Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no
un incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto
esa corona sobre mi cabeza!
Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arro-
jo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, aprendedme
— ¡a reír!

Así habló Zaratustra, cuarta parte, p. 877.

7
  Za IV, «Del hombre superior».

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