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INFORME DE LECTURA 3 DEBATES HISTORIOGRÁFICOS:

Richard Evans, In Defence of History, Granta Publications, 2000:


Introducción, cap. 1 y epílogo.
Keith Jenkins, ¿Por qué la historia? Ética y posmodernidad, FCE, 2006:
“Sobre Richard Evans” p. 91- 106

Jorge Benítez Saavedra

En el presente informe pretendo abordar el problema de la objetividad y la veracidad de la


historia, enumerando algunos puntos que considero esenciales para discutir con el
posmodernismo en torno al estatuto epistemológico de la historiografía como disciplina. Para ello
tomaré como puntos de referencia el libro “In Defence of History” de Richard Evans (2000) y la
crítica posterior realizada por Keith Jenkins (2006) en el libro “¿Por qué la Historia?”, recogiendo
algunos de los elementos que marcaron las coordenadas del debate sobre el asunto y tratando de
plantear algunas conclusiones preliminares para la práctica historiográfica.

Evans parte de la base de que los planteamientos del posmodernismo han sembrado el pesimismo
entre los historiadores acerca de la posibilidad del conocimiento sobre el pasado, poniendo en
duda la viabilidad de la historiografía como empresa intelectual y aquellas condiciones
metodológicas que habían permitido distinguirla de la ficción. Para Evans, la Historia habría
mantenido una continuidad en torno a la pretensiones de verdad y objetividad, más allá de las
diferencias internas y discusiones sobre cómo alcanzarlas, operando como un horizonte que
compartirían autores con una mirada tan disímil sobre el ejercicio historiográfico como las de
Edward Carr y Geoffrey Elton; llegando a afirmar incluso que los principios de verificación de
fuentes planteados por Ranke a mediados del siglo XIX seguirían estando vigentes y constituyendo
uno de los pilares para la enseñanza de la historia.

In Defence of History, por lo tanto, constituye un esfuerzo por pensar la disciplina desde una
mirada que vuelva a poner la búsqueda de la verdad al centro de la práctica historiográfica,
sosteniendo la posibilidad de un conocimiento objetivo sobre el pasado en base al examen crítico
y riguroso de las fuentes; que son las coordenadas bajo las cuales tendría sentido el ejercicio de la
disciplina y que ahora estarían en riesgo debido al escepticismo instalado por las corrientes
posmodernas. Con ese objetivo, Evans realiza un recorrido por las discusiones que han atravesado
la disciplina en torno al carácter científico de la historia, el papel del juicio moral, la noción de
“hecho histórico”, la relación entre las fuentes y su interpretación, así como entre el pasado que
se busca estudiar y el presente del historiador, entre otros.

El desarrollo del libro permite demostrar que este tipo de debates y cuestionamientos no han sido
ajenos a los historiadores, siendo reeditados a través de las diferentes generaciones y permitiendo
una mayor autoconciencia sobre los alcances y limitaciones de su oficio, sin abandonar la
aspiración por conocer y comprender el pasado desde su facticidad. En ese sentido, el
posmodernismo no sería una interpelación novedosa a las pretensiones de objetividad de la
historiografía, sino más bien una respuesta novedosa a los dilemas epistemológicos y
metodológicos que se arrastran desde antiguo; una respuesta que en el fondo consiste en
renunciar a la respuesta, desestimando así la importancia que revestiría la comprensión racional
de los hechos históricos en el devenir de la humanidad.
A través de este recorrido Evans se desmarca tanto del empirismo positivista tradicional como del
hiperrelativismo posmodernista, deslizando una posición epistemológica que busca hacerse cargo
de las limitaciones de la disciplina desde una concepción de objetividad que se podría entender
como “blanda” o “moderada”, defendiendo la autonomía de la historia respecto a otras formas de
narrativa sobre la base del uso crítico de las fuentes. Para clarificar el carácter anti-empirista de
esta postura, Evans agrega la siguiente frase en el último párrafo de la edición estadounidense: “ la
historia objetiva en el último análisis es la historia que se investiga y se escribe dentro de los límites
puestos en la imaginación histórica por los hechos de la historia y las fuentes que los revelan, y que
están vinculadas por el deseo del historiador de producir una explicación verdadera, clara, y
adecuada del tema en cuestión”.

En el capítulo IV de ¿Por qué la Historia? Keith Jenkins responde al planteo de Evans en defensa de
los principios del posmodernismo, cuyos argumentos apuntan básicamente en tres direcciones. En
primer lugar, realiza una crítica, sobrecargada de recursos retóricos y figurativos, a lo que
denomina como “asimilacionismo”, donde acusa a Evans de atribuirse la autoridad para hablar en
nombre de toda la disciplina y establecer el canon de lo que sería una historia “apropiada”,
excluyendo así las voces “contra-hegemónicas” que se desmarcan de los parámetros de
objetividad impuestos por la racionalidad moderna. Siendo ese su trasfondo ideológico, el
“asimilacionismo” de Evans intentaría recuperar algunas expresiones inoculadas de esa minoría
disidente para poder disfrazar el discurso dominante con los ropajes de la tolerancia, justificando
la extirpación de aquellas expresiones que le resulten más peligrosas. De esta manera, la
argumentación seguida por Jenkins sobre este punto parece responder a una trama bastante
típica de las corrientes “deconstruccionistas”, y que consiste precisamente en atacar la posición
contraria por la vía de presentar sus afirmaciones como si fueran definiciones totalitarias que
pretenden excluir lo extraño, lo novedoso y lo diferente, ubicándose a ellos mismos como víctimas
de dicha operatoria.

La segunda dirección que asume la réplica de Jenkins, ya en el terreno de una argumentación más
sistemática, consiste en acusar a Evans de “rankeano” para luego deslizar una crítica anti-empirista
a los tres principios de Ranke, enfatizando la imposibilidad de describir la totalidad de unidades de
acontecimiento de forma simultánea y sin ningún tipo de conocimiento sobre el futuro. De
acuerdo a Jenkins, todas las historias han de escribirse inevitablemente desde el presente y no
pueden ir más allá de las preocupaciones del tiempo histórico en el que fueron escritas, razón por
la cual resulta imposible la reconstrucción de la “historia en sus propios términos”. Desde mi
punto de vista estos planteamientos no logran responder al debate propuesto por Evans, pues
éste compartiría de buena gana las apreciaciones planteadas por Jenkins en cuanto a las
dificultades para reconstruir el pasado de una manera plenamente transparente y fidedigna,
apostando a un conocimiento que aun así vale la pena ser reconstruido en comparación a otros
tipos de ejercicios narrativos que no consideran la evidencia empírica como base de demostración.

Por esa razón, Jenkins cede cierto terreno y abre una tercera vía argumentativa orientada a
derribar la postura de Evans, explicando que la crítica posmoderna, sostenida por autores como
Hyden White y Ankersmit, no apuntaría tanto a la negación del estatuto factual de las fuentes,
sino al carácter artificioso de las narrativas bajo las cuales se selecciona, agrupa y otorga sentido
de unidad a una determinada colección de eventos históricos singulares. De esta manera,
siguiendo los planteos de Partner, Jenkins argumenta que, si bien existen narraciones
completamente imaginadas y otras no del todo imaginadas, ambas son ficciones en tanto
presuponen caracterizaciones figurativas que no están contenidas a priori en los hechos a los
cuales dicen referirse. El argumento de Jenkins, por lo tanto, descansa en dos operaciones
persuasivas: a) Ampliar la definición del concepto de ficción – que en el sentido cotidiano solemos
entender como sustitución o modificación de la realidad - para incluir aquellas narrativas que, aun
teniendo por contenido elementos fácticos, son expresadas bajo un formato narrativo,
transfiriéndole su carga semántica b) Insistir en que ambos tipos de narración comparten la misma
naturaleza epistemológica, es decir, ficciones “en última instancia”, relevando aquellos aspectos
formales que tienen en común y soslayando las enormes diferencias que existen entre ambos en
el plano sustantivo.

Es como si de repente nos llamaran por teléfono avisándonos que un familiar nuestro ha sufrido
un accidente, nos narraran las circunstancias en las que éste ocurrió y nos pidieran una
transferencia bancaria para brindarle atención médica con urgencia; sin que fuera importante
verificar si acaso nuestro familiar efectivamente ha sufrido dicho accidente o si solo se trata de
una estafa, pues en ambos casos el modo de narrarlo podría ser idéntico. Claramente, para
cualquier ente racional finito (como le gustaba decir a Kant) resulta evidente que una narración
que pretende articular una trama de hechos que realmente ocurrieron es, “en esencia”,
completamente distinto a un relato en donde éstos son meramente inventados o imaginados.

Sin embargo, más allá de lo absurdo y contra-intuitivo que suena el razonamiento posmoderno
para el sentido común (que de alguna forma está sustentado en la modernidad), creo necesario
destacar algunas dimensiones del debate que resultan más o menos problemáticas desde un
punto de vista epistemológico y tratar de establecer algunas conclusiones y proyecciones básicas.
El primer punto que quiero destacar refiere a la discusión acerca del carácter científico o no de la
historiografía. Al respecto, creo necesario despejar de plano este asunto y considerar la
historiografía como parte de las ciencias empíricas, y no solo en el sentido genérico en el que se
entiende en la tradición alemana. Si bien la historia no siempre somete a su objeto de estudio a un
dispositivo explicativo - causal (en el sentido estricto de postular leyes necesarias y suficientes que
permitan la predicción), pues existe siempre un margen de contingencia que estaría dado por la
intencionalidad humana - sí es capaz de identificar algunas tendencias generales que operan bajo
cierto marco de determinación; y si no es capaz de aquello, al menos busca hacer inteligible los
cambios y continuidades que subyacen a una serie de fenómenos y procesos históricos, actuando
como una ciencia comprensivo-interpretativa. De hecho, como explica el mismo Evans, varias
disciplinas reconocidas legítimamente como ciencia no se basan en el modelo experimental, sino
en otros tipos de dispositivo de intelección, como el descriptivo-observacional o el estadístico-
correlacional.

En segundo lugar, se puede sostener que la historiografía constituye una ciencia empírica en tanto
dichas tendencias, determinaciones o intelecciones no son el resultado de meras especulaciones o
“ficciones”, como quieren presentarla las corrientes posmodernas, sino que se basan en el análisis
racional y sistemático de material empírico, el que, en última instancia, opera como respaldo de
dichas afirmaciones generales y sobre el cual se sostiene predominantemente la argumentación y
el debate al interior de la comunidad de investigadores. El problema sobre cómo se vinculan los
enunciados singulares obtenidos de los datos empíricos y las afirmaciones generales - que es lo
que discute Jenkins cuando habla de la traducción desde la sintaxis a la semántica - es algo que
amerita una mayor profundización y que aún encierra muchas zonas oscuras; pero antes de
comentar algo sobre este punto cabe señalar que éste dilema es transversal a todas las ciencias
empíricas, incluidas las llamadas “ciencias duras”.
En efecto, a lo largo de toda la trayectoria de la Filosofía de la Ciencia, no se ha podido encontrar
un fundamento que permita garantizar la veracidad de una teoría científica o al menos la
comprobación certera de una hipótesis general a partir de un enunciado particular. Así, ni el
verificacionismo de los empiristas, ni la demostración de los racionalistas, ni el falsacionismo
popperiano han logrado ofrecer una solución satisfactoria a este problema; y no por ello las
ciencias han dejado de operar, de facto, como ciencias; de modo que resultaría completamente
injusto exigírselo a la historiografía o negarle su estatuto de cientificidad por no brindarla.

Dicho esto, me gustaría puntualizar algunas cuestiones en torno a la relación entre las fuentes, los
hechos históricos y explicación histórica. Para el positivismo, las fuentes, reflejarían por sí mismas
y de forma plenamente transparente el hecho histórico, sin la participación del investigador salvo
en lo que tiene que respecta a la aplicación rigurosa de los métodos de verificación de fuentes, de
modo que el ejercicio historiográfico consistiría en el simple agrupamiento y asociación de estos
hechos. El contenido factual de las fuentes sería, por lo tanto, trasvasijado de manera unívoca y sin
ningún tipo de distorsión hacia el nivel de la descripción de acontecimientos.

Para el posmodernismo, por el contrario, el ámbito de lo factual sería pura contingencia, de modo
que cualquier operación de inteligibilidad histórica, identificación de regularidades o
determinación de tendencias sería “agregado” ex nihilo por el historiador; de ahí que se permitan
sostener que el relato histórico constituye “en última instancia” una ficción. Hay una referencia a
un pasado real, es cierto, pero no habría nada de este pasado que haya sido trasvasijado a la
narración histórica pues nada podemos saber sobre él en tanto es en sí mismo un transcurrir
múltiple, disperso y carente de toda significación para nuestro presente. Para que lo que está
contenido en la fuente se convierta en un hecho histórico, primero debe existir un relato que
permita seleccionarlo, recortarlo y darle un sentido a partir del cual éste tendría algún tipo de
papel que desempeñar. En otras palabras, la narración es epistemológicamente anterior al hecho
histórico, lo crea en cierto sentido, de manera que éste no tendría participación alguna en el
proceso de descubrimiento sino que, a lo sumo, podría formar parte del contexto de justificación.
Para el posmodernismo, por tanto, el historiador actúa como lo hace la Reina en “Alicia en el país
de las Maravillas”: primero se establece la sentencia y después se determinan las pruebas.

Para posturas como las de Evans, y con las cuales también me identifico en términos generales, la
historiografía buscaría trascender el empirismo ingenuo e ir más allá de la mera sucesión de
hechos, reconociendo el papel que juega el historiador en la interpretación de las fuentes y la
reconstrucción del relato histórico. Un mismo conjunto de datos podría tener más de una
interpretación y articular diferentes maneras de comprender un proceso histórico, pero la fuente
impone un cierto marco de interpretaciones posibles, lo que, sumado a las restricciones que
imponen las categorías universales de la razón y las reglas de traducción y validación empírica
consensuadas por la disciplina, limita el espectro de posibilidades de significación que un hecho
histórico podría revestir. Se trata, por tanto, de una aproximación hermenéutica, donde el proceso
interpretativo no estaría dado por una mera creación imaginaria del historiador sino por un
ejercicio de develamiento de aquellas relaciones de sentido que se establecen entre los hechos
registrados en las fuentes.

La facticidad del pasado, por tanto, participa tanto del proceso de descubrimiento en cuanto
hecho histórico como del contexto de justificación, adquiriendo al final del proceso investigativo el
carácter de evidencia. Ahora bien, en términos de la práctica historiográfica concreta no existe una
secuencia lineal donde estarían primero los hechos - lo dado - y luego éstos serían interpretados
en función de ciertos marcos analíticos. Más bien se trata de un proceso interpretativo dinámico
donde las fuentes dialogan de forma simultánea y progresiva con las categorías conceptuales del
investigador, de tal manera que estas categorías permiten seleccionar y significar nuevos hechos,
los que a su vez van ampliando y modificando los esquemas interpretativos iniciales.

En ese marco ¿Qué papel juegan los marcos conceptuales e ideológicos previos del historiador en
el proceso de investigación? ¿Cómo éstos e podrían incluir en el proceso de investigación y al
mismo tiempo asegurar un margen mínimo de objetividad para la producción del conocimiento
histórico? Es indudable que las fuentes no develan por sí mismas ni de manera inmediata el
sentido histórico del pasado. Para extraer el hecho histórico es necesario una base mínima de
conocimiento previo sobre el contexto estudiado y un conjunto limitado de categorías analíticas
que permitan interrogar a las fuentes, forzarlas a develar sus formas de interpretación posible,
como lo hace el minero para extraer el mineral de la cantera. Ello no quiere decir, sin embargo,
que la realidad histórica deba ser encasillada en modelos teóricos prefabricados que la cercenen y
desarraiguen violentamente de su contexto original - de ahí la dura crítica que dirigió Edward
Thompson contra Louis Althusser en “La Miseria de la Teoría” – pero sí es necesaria la utilización
de herramientas conceptuales básicas que orienten el proceso de interpretación de la fuente hacia
la pregunta de investigación. No es posible identificar los cambios y continuidades de un proceso
histórico sin una categoría que ofrezca alguna definición o indicador respecto al cual los
fenómenos se transforman o se mantienen. Siempre hay algo del pasado que se pierde al ser
atravesado por el concepto, es cierto, pero es la única manera de poder obtener algún valor
histórico de él; es el precio, mayor o menor, que se debe pagar si se quiere avanzar desde la mera
descripción positivista hacia la inteligibilidad y comprensión histórica.

Por último, quisiera referirme al papel que juega el compromiso político e ideológico del
historiador y su relación con la objetividad. Los posmodernistas tienen razón al señalar que todo
relato histórico se escribe desde el presente y que inevitablemente la interpretación del pasado
estará permeada por las preocupaciones de su tiempo y los compromisos ideológicos previos del
historiador. No obstante, éstos no necesariamente condicionan de manera absoluta el
conocimiento producido, como han sostenido las corrientes posmodernas. Es cierto que el
historiador interroga al pasado desde un determinado lugar, desde cierto marco ético y político
que lo vincula con el presente y, de alguna manera, su pregunta ya arrastra determinados
supuestos sobre la realidad histórica e incluso condiciona el marco de alternativas que puede
asumir la respuesta. Es más, dichos supuestos suelen ser inamovibles, no son refutables ni están
sujetos a contrastación empírica, manteniéndose como una constante a lo largo del proceso de
investigación. No obstante, todavía queda un vasto margen de aspectos que no están definidos de
antemano por los supuestos iniciales; problemas que son desconocidos por el historiador y que
hacen que una pregunta de investigación sea realmente una pregunta, cuya respuesta solo se
puede encontrar al ser contrastada con los hechos.

De hecho, los representantes del posmodernismo a menudo suelen omitir esta distinción entre
hipótesis y supuestos, debatiendo con otras posturas predominantemente a nivel de los supuestos
y no a nivel de la evidencia empírica. Toda práctica científica debe poder transparentar los
supuestos de investigación de los cuales arranca, que no son contrastables ni falseables, y
distinguirlos de lo que constituyen hipótesis de investigación, que son las que finalmente serán
contrastadas con los hechos históricos. De este modo, el punto de partida y el punto de llegada del
proceso de investigación historiográfica nunca pueden ser idénticos; no se puede descubrir solo lo
que ya se sabía de antemano, ni recurrir a las fuentes solo para confirmar o legitimar una “ficción”
cuya trama estaba definida de antemano bajo criterios de carácter estéticos, como da a entender
Jenkins en la siguiente cita:

“Si Evans de veras estuviera defendiendo las historizaciones del pasado per se y no su
propio interés ideológico, debería dar la bienvenida a las imágenes históricas de otros.
Porque si fuera eso lo que está haciendo, no habría razón para que no pudiera relajarse,
disfrutar y gozar intelectualmente las apropiaciones del pasado de tipo semiótico,
lacaniano, foucaultiano, neohistoricista, posestructuralista, posmoderno o cualquier otro,
en lugar de atacarlas. Podría celebrar o impulsar la causa de la otredad, la extrañeza, la
novedad. Podría maravillarse con la manera en que los seres humanos pertenecientes a
lugares de toda índole y por razones de todas clases producen identidades, significados, y
posibilidades creativas en tiempo pasado o futuro”

Las palabras de Jenkins reflejan una posición de peligrosa indiferencia disfrazada de tolerancia y
pluralismo. Contra ello, podemos afirmar que la objetividad del conocimiento es importante
porque importan las preguntas que nos hacemos y porque importan las causas que las motivan y
la eficacia de las acciones que se derivan de ellas, no es solo un ejercicio de celebrar, gozar,
maravillarse o deleitarse intelectualmente con la multiplicidad de creaciones que son capaces los
seres humanos. Para eso está el arte. En ese sentido, la afiliación política e ideológica del
historiador no lo exime de la búsqueda genuina y objetiva de la verdad histórica; por el contrario,
la pretensión de alcanzar la mayor objetividad posible constituye incluso un deber militante para
el historiador comprometido.

Es precisamente la actitud científica y las pretensiones de objetividad de aquellos historiadores


que nos sostenemos desde el campo del marxismo y de las izquierdas en general, lo que
contribuye a la necesaria autocrítica y al conocimiento de aquellas determinaciones históricas a
partir de las cuales planificar la acción política y aportar al desarrollo las potencialidades históricas
de la clase obrera y los oprimidos. De lo contrario, si solo se recurre a la historiografía como un
gesto de demostración heroica, justificación o mitificación de las políticas ya decididas, entonces
no habría ningún deslinde entre la ciencia y el ámbito de la propaganda. Por su puesto que el
conocimiento científico siempre es parcial, provisorio y sujeto a discusión; y en sentido, la
objetividad ya no se entiende tanto como la búsqueda de una verdad inamovible, sino más bien
como la posibilidad de llegar a conclusiones verosímiles y confiables, lo que siempre puede ser
debatido racionalmente a nivel de las fuentes, los hechos históricos y sus posibilidades de
interpretación.

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