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Martín Deus

La anécdota
y otros relatos
Pototo

Estaba llegando a la canchita y ya iba pensando si ese sábado vendrías o no, te iba buscando con
la vista mientras me desataba las zapatillas y me ponía los botines, inútil esperar descubrir tu voz en
alguna conversación porque eras completamente mudo, pasabas desapercibido, a no ser por tu
increíble manejo de la pelota. Escuálido, morochito, tu cara recia no expresa nada, lo más que
hacías era escupir de costado, y alguna que otra vez se te arrugaba la frente del sufrimiento, cuando
te trababan con saña porque no te podían sacar la pelota. La tenías atada, lo que no decías con
palabras lo compensabas derrochando fútbol, como dicen los comentaristas. No se podía creer que
una cosita tan flacucha pudiera tener tanta garra, ¿cuánto calzarás? Treinta y ocho, treinta y nueve, y
las patas flacas y peludas, las tetillas oscuras color vino y el típico abdomen rectilíneo de los
jugadores de fútbol. Pibe de barrio, pibito chorro, ese corte rapado a los costados con cubas crespas
teñidas de rubio; las cicatrices, las pestañas profusas y rectas como flechazos, como pestañas de
llama del altiplano. Y ni una sola palabra, ni para pedir que te la pasaran. Matute te dicen, lo sé
porque cada tanto Quique te decía buena Matute o muuuucho, Matu. Y vos nada, ni una mirada de
condescendencia, siempre impertérrito, secándote las gotas de traspiración en la nariz como único
gesto. Yo te digo Pototo porque así decía la camiseta que llevabas siempre y así empecé a decirte
cuando no sabía cómo te llamabas.
Pero un día fue distinto, apenas llegábamos a diez sumando a un pendejito y a un tipo que
estaba mirando desde afuera y que invitamos, así que jugamos en un costado, cinco contra cinco.
Estábamos más cerca, era más íntimo todo. Vos me la pasabas y yo jugaba mejor que nunca, o si no
cuando metías algún gol, yo aprovechaba para chocarte las manos, para pasarte el brazo por el
hombro y hacerte comentarios elogiosos. Y en un momento que hice un chiste, milagro, te reíste.
Te reíste mucho, y me sentí tan contento. Un chiste sonso, un flaco se cayó solo sin que nadie lo
marcara y yo dije le pegó el hombre invisible, y de pronto te miré y fue un verdadero milagro ver
cómo la risa te agrandaba la cara y te arrugaba los ojos, yo desprevenido, te reías de mi chiste y yo
que sabía que era un chiste muy tonto, pero igual me sentía orgulloso, algo que había dicho yo te
había hecho reaccionar a vos, el impasible.
Así empezó ese diálogo indio, primitivo, de señas, yo te levantaba la mano y sabía que vos me
habías visto aunque no miraras, y entonces tu centro sacado de un lugar imposible y mi cabezazo
para ponerla abajo casi en el palo. Como para agarrarla, el pique justo en la línea. Golazo, pero igual
más mérito tu centro que mi cabezazo, y yo aproveché para abrazarte y decirte sos mi ídolo, cuando
sea grande quiero ser como vos, y vos te volviste a reír y yo contento de causarte gracia pero más
contento de haberme sacado de encima una verdad tan grande.
Te pienso ahora con nostalgia, escuchando el tema de Pototo, de Almendra, nada tiene que ver
con vos a no ser por esa cadencia lánguida y vital, de fogón, que ya empieza a tener mi nostalgia
cada vez que pienso en vos y desde que el último sábado me enteré que el grupo se disolvió, y que
los únicos que se están juntando son los viejos en una canchita de fútbol 5. Le pregunté a Quique
por vos y me dijo que no te dejaban ir por pendejo. Me pregunto dónde nos cruzaremos, con vidas
tan distintas. Para saber / cómo es la soledad, empieza el tema de Almendra, y yo siento que me
gustaría volver a verte, que me encantaría volver a verte, aunque no hayamos llegado a conocernos
mucho, me vuelve el recuerdo como esos olores en la ropa, un fugaz estallido de pequeños pedazos
de jugadas, de sábados compartidos, y esa anécdota onírica, ese equívoco, ¿lo habré soñado? Fue
una vez que llegué re tarde y ustedes ya estaban jugando, y medio apurado entré a la cancha,
terminando de acomodarme el short y la camiseta. Alguien me dijo pateás para allá y yo miré la
cancha en su totalidad como tratando de ubicarme, gran plano general y de pronto apareciste vos, a
mi lado, Pototo, el sol bañándote desde atrás, ¿acercándote a mí? No vi dónde estaba la pelota,
quizás ibas hacia allí, pero para mí fue como si vinieras a mi encuentro, vos que nunca me hablabas
ni le hablabas a nadie, vos que no tenías atención más que para el partido, para la jugada, te
acercaste a mí, y de pronto fue el sábado más feliz de mi vida, ¿lo habré soñado? incluso más feliz
que el día en que te pude pasar el brazo por el hombro y decirte que eras mi ídolo, porque te
acercaste a mí, que había llegado tarde y estaba un poco desorientado, y la situación era como
cuando llegás a tu casa y descubrís que te han organizado una fiesta sorpresa, y que están todas las
personas que te quieren y aún así a la felicidad le sobreviene el desconcierto, porque realmente no
estabas preparado para sentirte tan especial.
Golpeé los botines contra el suelo para acomodarlos, estiré una pierna para entrar en calor,
todos los de mi equipo levantaron la mano para que los identificara, sentí que toda la atención
estaba puesta en mí, yo era el del cumpleaños y vos Pototo, me diste el más dulce regalo, apareciste
a mi lado y, repito, ¿lo habré soñado? Lo soñé en el momento en que lo viví, ese dulce equívoco o
lo que equivale a decir que cada uno le da a las cosas el sentido que quiere, te acercaste a mí y
mirándome a los ojos, con esa voz que acaso escuché sólo esa vez en toda mi vida, me dijiste soy
tuyo.

7/06/08
R.

Éramos una banda de veinte pibes más o menos, andábamos por los once años, la mayoría eran
alumnos del Colegio San José, yo me había sumado porque tres de esos chicos jugaban conmigo al
básquet. Nos pasábamos todo el verano yendo al Club Universitario, a jugar al fútbol, o a la pelota
paleta, pero sobre todo a hacer vida social. Así como estábamos nosotros, había otros grupitos, uno
de chicos del Colegio San Luis, y otros dos de chicas, del Misericordia y del Inmaculada. Y habría
otros más, la verdad es que mi grupo se llevaba principalmente con éstos, obviamente que con los
del San Luis había pica y celos, pero también era con los que terminábamos pasando más tiempo
juntos o compartiendo más cosas, porque con las chicas, aunque existieran buenas relaciones, sólo
daba para ocasionales charlas. A mí me encantaba esa amistad tensa y competitiva que se daba entre
varones, aunque pasáramos días enteros juntos, la separación invisible entre los dos bandos siempre
se hacía sentir.
Era cosa de estar todo el tiempo en pose. La forma de relacionarse era tan snob, tan sofisticada.
Se trataba de un juego muy frívolo, de castas, alianzas y peleas, de hacerse aceptar por el grupo,
ganar reconocimiento, hacerse amigo del líder y también elegir enemigos que fueran interesantes. Y
lo más importante de todo, lograr que las chicas se fijaran en uno. Hay que decirlo, éramos unos
pendejos insoportables, típicos caretitas platenses, imitando anacrónicas reglas de sociedad que sólo
sobreviven en las novelas. Yo no lo elegí, la novedad me atrapó por completo. El descubrimiento
de todo ese mundo humano fuera de lo que hasta ese momento era pura niñez introspectiva y
triste, fue una experiencia deslumbrante y abrumadora.
A mí me faltaba linaje, porque yo no iba a un colegio católico, pero creo que lo compensaba con
mis ocurrencias y con un fuerte sentido del compañerismo. Tenía también algunas virtudes
deportivas, no era muy hábil con la pelota pero era el que más rápido corría. De todos. Eso me
hacía especial, o al menos así me sentía yo. Como al segundo verano, apareció un chico que de a
poco se fue sumando al grupo y que competía por quitarme el puesto. Se llamaba R., y tenía un
apodo, pero pongamos que le decían R., era igual de alto que yo, tenía ojos azules y el pelo crespo y
rubión. Era precioso. Pero en serio, no era una impresión mía. Era una certeza para todos: R. era
físicamente perfecto. Yo me acuerdo una vez que estábamos en el buffet comiendo un helado, y
una chica entró, se le paró enfrente y sin decirle nada, le sacó una foto e inmediatamente salió
despavorida, muerta de vergüenza. De los que estábamos ahí, nadie se sorprendió, había sido una
acción bastante violenta pero absolutamente comprensible. R. era abrumadoramente hermoso.
Fue muy curioso cómo se fue sumando al grupo. Él tampoco venía de un colegio católico, era
del barrio y durante el año jugaba al rugby en ese mismo club. Era un chico inexpresivo, básico, casi
insulso. Iba al club con tres o cuatro amigos más que nada a jugar a la paleta o hacer deportes. Era
bueno en todo: paleta, vóley, tenis, obviamente rugby. Al fútbol no era muy bueno, pero jugaba
mejor que yo. Me acuerdo que nos matábamos corriendo, secretamente competíamos a ver quién
podía correr más rápido. Al ping pong era infernal lo bien que jugaba. A lo único que yo le ganaba
holgadamente era al básquet y ese era mi mayor orgullo y único consuelo. Yo creo que lo que lo
incluyó en nuestro grupo fue el interés que rápidamente mostraron las chicas del Misericordia y del
Inmaculada. Ellas que eran tan católicas y tan orgullosas de sus apellidos, proyectaban una
personalidad distante, asexuada y desdeñosa. Saber de quién gustaba una de ellas era
complicadísimo, requería un trabajo de inteligencia y espionaje tremendo. Y la verdad que fue una
sorpresa muy grande para todos verlas con los ojos abiertos y la mandíbula desencajada cada vez
que R. les pasaba cerca. Curiosamente, en vez de verlo como un natural enemigo, los chicos
reconocimos su levante como un mérito y le dimos un lugar en el grupo.

Lo cierto es que más allá de su abrumadora facha, R. no tenía mayores encantos. O por lo
menos no parecía interesado en lo mismo que le interesaba al resto. Él realmente iba al club a hacer
más deporte que sociales. Las intrincadas reglas de conducta lo abrumaban, lo hacían verse más
ingenuo de lo que de por sí ya era. Por más que le hicieron gancho miles de veces, no se puso
nunca de novio con ninguna de las chicas. Hacia el final del verano, las inicialmente seducidas
terminaron por despreciarlo y los chicos lo tomaron de punto para bromas. Entre esas cargadas,
hubo una que recuerdo hasta el día de hoy: alguien lo estaba queriendo convencer de que fuera a
hablar con una de las chicas, pero él para variar, no le daba ni bola. Yo estaba, un poco por
casualidad, sentado a su lado, pasando mi brazo por encima de su hombro. Luego de mucho
insistirle para que fuera, el chico terminó por insinuarle que era puto, a lo que alguien sumó:
“miralo, con su novio”. R. respondió burlonamente: “ay sí, mi novio”, y me agarró un dedo de la
mano que colgaba sobre su hombro. Apenas un dedo. Aunque se trató de una broma, ese incierto
gesto de cariño me sobresaltó. Algo de la representación siempre queda impregnado en la realidad,
o acaso fueron mis ganas de creérmelo un poco. Yo lo estaba abrazando, estábamos tomados de la
mano. Eso duró unos segundos, pero yo sentí o quise sentir que fue un tiempo levemente más
largo que lo que había durado el tema de conversación.
Me acuerdo que por un tiempo, la broma de que R. y yo éramos novios siguió haciéndose. A la
distancia, me da la sensación de que era una broma infundada, no recuerdo que con R. fuéramos
tan amigos, ni pasáramos tanto tiempo juntos. Al menos no éramos tan amigos como yo hubiese
querido, ni me sentía nunca del todo satisfecho con los momentos que compartía con él. Me
acuerdo un detalle gracioso: yo me sabía de memoria su teléfono, pero nunca lo había llamado.
También me sabía de memoria su fecha de cumpleaños. Yo estaba realmente muy enamorado.
Tardé muchos años en darme cuenta de eso y de tantas cosas más. Recuerdo esos veranos en el
club como algo fascinante pero que me provocaba mucha ansiedad, de esa ansiedad que nunca se
llega a calmar y que lo va volviendo a uno loco. El cuerpo empezaba a pedir, y yo estaba
convencido de que no había en la vida sentimiento más placentero que la amistad. En esa
confusión, seguía haciendo la vida normal del resto, pero por algún motivo nunca llegaba a
ponerme de novio con ninguna chica. Una vez me llegué a dar un beso con una tal Florencia, y no
terminé de entender muy bien por qué me desagradó tanto. Simplemente dejé de hacerlo. La alarma
empezaba a sonar en mi cabeza.
Con el paso de los veranos, fuimos creciendo y el club fue dejando de ser lo que era, mucha
gente conocida ya no iba y otros chicos más chicos empezaban a ocupar los espacios que habían
sido nuestros. Quizás ya estábamos grandes para tantas pavadas. Me acuerdo con mucha angustia el
último verano, el inminente comienzo de clases, el mismo césped, los mismos árboles, el frontón, el
buffet, las parrillas, todo idéntico pero vacío. Éramos unos poquitos los que seguíamos yendo y yo
presentía que algo se acababa para siempre. Yo estaba tan triste, tan desolado. Esa melancolía que
me había acompañado toda la infancia volvía con más fuerza que nunca. Me senté en un muro
bajito que había, era de un puentecito que cruzaba una zanja, y ahí me encontró llorando la novia
del bufetero. Yo lloraba porque sabía que lo iba a extrañar, y no me importaba que los chicos me
cargaran, porque yo a él lo quería y para mí era un gran amigo y sabía que fuera del club no nos
íbamos a ver más. Dije todo esto y me acuerdo que ella me consoló, aunque no sin cierta
incomodidad. A la distancia, registro ese momento como mi primera confesión de ese amor que no
se atreve a decir su nombre, la primera vez que más o menos le ponía palabras a eso que me pasaba.
Yo seguí con mi vida. Mi único punto de contacto con él era a través del marido de mi prima,
que era amigo de su hermano. Muy de vez en cuando nos encontrábamos en casa de mi tía o para
las fiestas, e invariablemente en algún momento de la charla, así al pasar, yo le preguntaba qué sabía
de la vida de R.. Y él me contaba cosas poco importantes, que seguía viviendo con la madre, que
estaba jugando en la primera de rugby, que había echado un lomo tremendo, que estaba de novio,
cosas así. Creo incluso que siempre me contaba lo mismo, pero para mí era igual de emocionante
escucharlo. Me acuerdo también que en una época, luego de coincidir en varias fiestas de quince,
me terminé haciendo amigo de una chica que, por casualidad, iba al mismo colegio que él y había
resultado ser también su compañera de división. Se llamaba Laura, me parece. Un par de veces salí
del colegio rajando para pasar a buscarla a la salida del suyo, pero nunca llegué a tiempo como para
poder cruzarme con él, que para cuando preguntaba, justo ya se había ido.
Seguí jugando al básquet en el mismo club en el que R. jugaba al rugby, pero jamás nos
cruzamos. Una noche de invierno, recuerdo que por algún motivo, los de rugby en vez de usar su
vestuario vinieron al nuestro. Yo había bajado un momento a hacer pis, y a través de la pared me
pareció escuchar su voz en las duchas. Fue una impresión muy fuerte saberlo allí a tan pocos
metros míos, para colmo desnudo. Pensé por un instante en esperarlo afuera para saludarlo, pero
algo bastante curioso se me cruzó por la cabeza: todo ese tiempo yo lo había extrañado, lo había
añorado, tantas fantasías había construido en las noches, antes de acostarme, que al final
encontrármelo iba a ser más un desengaño que una alegría. Como una revelación, sentí en ese
momento la necesidad de conservar a R. en mi propio mundo de sueños, de quedarme con el R.
que yo había idealizado, el imposible, el que en mi fantaseo me ofrecía con gusto su amistad.
Porque aún con dieciséis años, yo seguía concibiendo la amistad como única forma posible de amor
entre dos hombres. Terminé de hacer pis y me fui.
La eternidad sólo existe en un instante. Vinicius decía que el amor es eterno mientras dura, y se
casó como cuatro veces. Con dieciséis años, podemos proyectar lo que será el resto de nuestra vida
y ese destino ineluctable es una certeza hasta que cambia por otro, igualmente ineluctable. Así,
vamos acumulando vidas enteras que no llegamos a vivir, porque nos pasamos a otra, pero que
quedan allí, intactas, concebidas en su totalidad hasta la muerte misma. Cuando lo que pudimos ser
es mejor que lo que somos, sobrevienen el arrepentimiento y la desdicha. En contrapartida, es un
gran alivio encontrarle variantes a lo que se avecinaba como trágico porvenir. Yo me salvé de ser un
tapado, un reprimido. Viajé, acaso me escapé, y así conocí mucha gente. La vida en las grandes
ciudades probablemente me mostró otra realidad; lo que era tabú, se volvió gozo. Me mostré a los
demás como lo que realmente era y descubrí que no era tan complicado ni tenía tantas
consecuencias. Muchos años después, mis andanzas me depositaron en Buenos Aires bastante más
reconciliado conmigo mismo. Supe reconciliarme también con mi ciudad natal y se me hizo
costumbre pasar los fines de semana en La Plata, con mi familia y mis amigos. En uno de esos
viajes en colectivo, un viernes a la noche, después diez años sin verlo, me tocó sentarme a su lado.
El viaje duraba mínimo una hora. Yo estaba tan tranquilo. Él tenía incipientes arrugas en los
ojos y tenía también el típico cuerpo de los rugbiers cuando envejecen. Estaba estudiando
educación física en la Universidad Austral, en Buenos Aires. Seguía viviendo con su madre y viajaba
todos los días. Durante un buen rato me detalló todas las ventajas de estudiar en esa universidad
privada, la excelente formación académica, la salida laboral asegurada. Luego me contó durante un
largo rato todos los detalles de la lesión que se hizo en la rodilla jugando un partido de rugby, la
posterior intervención quirúrgica y finalmente su retiro obligado del rugby profesional. La charla
era insípida, pero supongo que íntimamente a los dos nos consolaba haber encontrado algún tema
de conversación. Yo lo escuché con mucha atención: era su misma voz, su mismo hablar pausado.
Fue una verdadera experiencia ir recordando cosas, ese diente que tenía ligeramente superpuesto, el
color exacto de sus ojos, el timbre agudo de su voz. Era realmente increíble que dos perfectos
desconocidos pudieran hablar tan largo rato de sus vidas, así cordialmente. Yo no sé por qué pero
me sentía radiante, sentía un peso menos. Alguien menos a quién desear, un recuerdo doloroso al
que por fin le daba santas sepultura. Un fantasma recuperado al mundo terrenal. No lo noté muy
contento con su vida, aunque esas cosas jamás se digan. Quizás el problema de su rodilla, habiendo
él elegido el deporte como profesión, era mucho más grave de lo que yo podía entender. Creo que
ni intercambiamos mails. Nos despedimos cuando él se bajó en City Bell, y yo seguí hasta mi parada
sin poder parar de repetir “qué loco” de tanto en tanto.
Este relato llega a su fin -si acaso tiene fin- anoche a las dos de la mañana, cuando estoy tirado
en el sillón viendo por segunda vez Brokeback Mountain, y escucho a uno de los dos cowboys, el
morocho, decirle al entrañable Ennis del Mar que ellos podrían haber tenido la vida que querían,
que podrían haberse ido a vivir los dos juntos a un rancho, lejos de todo, y que si no lo hicieron fue
porque él no quiso o no tuvo las agallas. Y que a cambio terminaron los dos viejos, casados,
viéndose de vez en cuando un par de días, para después extrañarse durante meses. Y mientras veo
esta escena, pienso en R., más precisamente en una foto suya que encontré hace unos días por
casualidad, en una página de contactos gay, acompañada de un texto escueto, no muy original para
ser sinceros, algo así como “quisiera conocer a alguien y ver qué onda, para amistad y si se da, algo
más. Soy un pibe tranqui, normal. Espero que me escriban.” Era una foto de esas que se suelen
sacar los pudorosos para que no se les reconozca tan fácilmente, y de hecho creo que cumplió su
objetivo, no podría jurar que se trata con certeza de él.
Supongo que ese margen de duda desaparecerá cuando me lo cruce en algún boliche del gremio,
camuflado entre las tenues luces oscilantes y la música ensordecedora, pero definitivamente él, R.
M., acaso un poco alcoholizado pero no lo suficiente como para no percibir y rehuir a tiempo mi
mirada. Si nos hubiéramos animado, habríamos tenido rancho juntos y una adolescencia más feliz o
acaso menos traumática. Lo bueno a esta altura del partido es que yo pude encausar mi vida y acaso
vos, con estas incursiones nocturnas trago en mano, consigas encausar la tuya. Eso si es que te
animás a salir a bailar. Acaso me saludes. Y si no, pasarás, porque ya pasaste; pasarás y te veré pasar
como quien ve llover, sin apuro ni sobresaltos, como quien impávidamente ve pasar bajo la lluvia
por enfrente de su casa, en carroza fúnebre y seguido por los deudos y sus paraguas a un muerto de
otra vida, a un antiguo deseo fallecido.

26/12/07
Cuba

Me acuerdo cuando viví en Cuba, por las noches me iba a la esquina del cine Yara, que era el
lugar de encuentro de los gays y sobre todo de los pingueros. Me había hecho varios amigos, me
gustaba esa sensación de sentirme del otro lado, de jugar al marginal, de que no me vieran como un
posible cliente sino como uno más de la barra, que contaran confidencias en frente mío, de que me
llevaran con ellos a tomar algo cada vez que aparecía un gringo dispuesto a pagar los tragos. Era un
ambiente decadente pero seguro, con ese halo de candidez e irreverente intimidad que tiene todo en
Cuba. Mis “socios”, como le dicen allá a los amigos, eran el Moro y un rubio con cara de guajiro y
unos bigotitos de pelusa. El moro me volvía loco, era un mulato oscuro, en el entrevero, siempre
enterado de todo lo que pasaba en la cuadra, quién estaba trabajando a quién, qué gringo había
disponible para ponerse a conversar. Era macizo, practicaba lucha grecorromana y tenía prontuario.
Lo que más me calentaba de él eran sus paletas partidas, no sé por qué pero le quedaban preciosas.
El otro, el rubio, era un tipo absolutamente primario, agresivamente viril, cheo, con ese caminar
recio, cadencioso, como si estuviera bailando salsa. Andaba a veces con un jardinero de jean sobre
el torso desnudo. No tenía papeles para estar en La Habana y yo tenía el presentimiento de que
estaba siempre atento a la posible llegada de la policía. Una vez íbamos por la calle y a nuestro lado
se paró un taxi con dos jineteras dentro. Nos ofrecieron pagarnos la entrada al Gato Negro, un club
nocturno para extranjeros al que sólo dejaban entrar a los cubanos que fueran en pareja.
Al rubio y al Moro les gustaban las mujeres, aunque algunas veces los oí decir lo que le harían a
una de esas mariquitas que merodeaban siempre el Yara. Los extranjeros les pagaban para que se
los cogieran, ellos no eran de esos pingueros que le hacen el novio a los yumas, llevándolos a
comer, sacándolos a pasear, a bailar, y a veces asegurándose una mensualidad durante la ausencia.
Lo de ellos era más una transacción, y supongo que muchas veces un verdadero acto de coraje. Me
acuerdo que tenían un principio inalterable: nunca jamás habían entregado el culo y sólo lo harían a
cambio del pasaje para salir de Cuba. Si no era por eso, que ni las muchachitas con las que se
acostaban se atrevieran apenas a acariciarles una nalga. Para ellos, el culo era su hombría, no
importaba cuántos tipos se cogieran.

Los fines de semana, salían de la esquina del Yara unas máquinas que te llevaban a una fiesta,
que era el único baile gay de La Habana y que siempre se hacía en un lugar distinto, supuestamente
por razones de seguridad, aunque dudo que al gobierno se le escapara esa información. Pero bueno,
hasta último momento no se sabía dónde era, uno iba al Yara y se enteraba por los dueños de las
máquinas que salían. Las máquinas son los viejos autos americanos de los años ’50 en los que caben
ocho personas y a veces más. Cobraban un dólar a los cubanos y dos a los extranjeros, y ya el viaje
era una diversión en sí misma. A mí me cobraban un dólar y eso me llenaba de orgullo, me hacía
sentir un local. Me acuerdo que en uno de esos viajes me tocó viajar todo apretado, casi encima de
un chico que desde lejos (si es que cabe esa expresión en este caso) se notaba que era pinguero.
Tenía el pelo brillante de gel barato, una remera ajustada y esos zapatos aparatosos que vendían
sólo en Cuba. Era precioso y tenía muy buen cuerpo. Me hizo alguna pregunta, pero no se puso a
charlar. Luego de un largo tramo en silencio, me dijo: “cuando lleguemos, te voy a invitar un
trago”. Y así lo hizo, me pagó varios mojitos y la máquina de vuelta. Después de la fiesta, fuimos
caminando hasta donde yo alquilaba una habitación y en ese trayecto me contó su vida.
Había nacido en Holguín, en un rancho que estaba siempre lleno de barro, y él odiaba el barro.
“Yo odiaba el fango” dijo, y no sé por qué esa frase me quedó grabada, como un quejido doloroso
por esa infancia de desolación y precariedad. Cuando tenía once años, el camión en el que viajaba
con sus compañeros hacia la escuela chocó, y la mayoría fue a dar al piso. Él no se hizo nada, pero
tuvo que auxiliar a varios heridos e incluso ayudar a trasladarlos al hospital y hacer algunas
curaciones básicas. Este suceso le sugirió una vocación de médico, pero la vida lo llevó por otros
caminos. A los dieciséis años le dijo a su madre que él no era como los demás, que a él le gustaban
los hombres. Eso provocó malestar en su casa y varias peleas con el marido de su madre, algunas de
las cuales terminaron en golpes. Cuando terminó el colegio, se largó para La Habana. De ahí en
más, su vida siguió el mismo rumbo que el de tantos chicos del interior: sin posibilidades de
conseguir un trabajo formal, teniendo que subsistir como fuera, que pagar por hospedaje ilegal, que
comprar cada cuatro meses una carta de invitación falsa para poder estar en La Habana sin ser
multado.
Salvo en La Habana, en Cuba es casi imposible llevar una vida gay digna. Por eso todos
terminan yéndose a vivir allá y por eso en esas fiestas o en la puerta del Yara, uno tiene siempre la
sensación de que el noventa por ciento de los que están ahí aceptarían tener una relación por
conveniencia con algún extranjero. Quizás es algo parecido a lo que pasa en Argentina con los
travestis, que difícilmente consiguen insertarse laboralmente en otra cosa que no sea la prostitución.
El chico del que hablo había conseguido un “novio” italiano que viajaba cada tanto por negocios a
la isla y que le giraba un dinero de vez en cuando, pero que no le alcanzaba como para dejar de
procurar clientes. Esa noche, el pinguero se tomó franco, hizo la excepción conmigo y no sólo no
me cobró sino que además me pagó el trago. Eso me hizo sentir bastante especial y le añadió una
cuota de sensualidad a esa noche tan fogosa. Era viril y tenía un cuerpo precioso, con algunas
cicatrices superficiales, como si fueran raspones curados, que lo hacían más tosco y encantador a
mis ojos. Un tiempo después, vi Antes que Anochezca, la película sobre la vida de Reinaldo Arenas,
y esa escena del comienzo en la que el niño juega en un pozo de barro frente a su casa, me hizo
acordar inmediatamente a él, a su hablar pausado y lánguido, como si pensara cada palabra que
decía, en mi casa había fango por todos lados y yo siempre odié el fango, por eso me fui, la
sentencia descarnada, el mal recuerdo de la niñez, que a mí siempre se me ha representado como
algo triste, aunque no recuerde haberlo pasado mal pero sí solo. Yo siempre odié el fango, dijo con
su acento de guajiro, sus palabras cobrando repentinamente una lucidez brutal, que trascendía a la
contingencia de su vida de rebusques y a la levedad de la charla, como si la marginalidad y la
prostitución y la carencia hubieran sido un sacrificio necesario para cumplir con su destino de
hombre libre y limpio de fango.

13/06/07
La Anécdota

–Bañémonos juntos.
–Nos vamos a cagar de frío.
–Dale, no seas trolo.
–El que se queda afuera del chorro se caga de frío. Bañate vos primero que después me baño yo
–Bañate vos. Yo me iba a bañar para bañarme con vos.
–En el verano nos bañamos juntos.
–Con Patricio nos bañábamos juntos en el verano. A la tardecita, cuando salíamos del río, nos
dábamos una ducha para sacarnos la arena.
–Ah, había como unos vestuarios.
–Sí.
–¿Y se bañaban juntos?
–Sí, se suponía que era porque hacíamos más rápido. Cualquiera. Rocío nos esperaba afuera y se
ponía re celosa.
–¿Y como sabía que se bañaban juntos?
–Porque le habíamos dicho.
–Qué, ¿y llevaban shampoo y jabón?
–No, nos enjuagábamos así nomás. Él creo que una vez llevó shampoo y eso. Pero si no era así
nomás, y yo me iba después a mi casa y me bañaba de vuelta, bien. Y me re pajeaba.
–Jajajaja. ¿Y se tocaban?
–¡No!
–¿Y nunca se tocaron?
–No, pero una vez nos dimos un beso.
–¿En la ducha?
–No, en la ducha no. Bah, en las Fiestas nos dábamos piquitos también. Era medio raro eso, pero
como que para saludarnos a las doce o después cuando nos juntábamos, ponele que nos
abrazábamos y nos dábamos un beso, pero como re normal. Era re loco eso.
–Pero vos estabas hablando de un beso especial.
–Sí. Fue un beso que nos dimos después de hacer una cosa.
–¿Qué cosa?
–Una cosa que… Bueno, una cosa que después de hacerla estábamos muy eufóricos y nos dimos
un beso.
–¿Garcharon?
–¡Nooo!
–Me decís que nunca se tocaron. Si no fue garchar, la verdad que no se me ocurre qué.
–No, no tuvo que ver con el sexo. Ay, no sé para qué saqué el tema, yo no te quería contar eso.
–¿Por qué?
–Me da vergüenza, no quiero.
–¿Algo malo?
–Obvio.
–Rompieron algo.
–Eh, digamos que algo parecido. Algo rompimos, sí.
–Rompieron algo en el colegio.
–¡No!
–Se metieron en la iglesia y rompieron todo.
–¡Ay no! Pará de querer adivinar. No rompimos, robamos algo.
–¡Se robaron un santo!
–¡No! No tiene que nada que ver con iglesias. Bueno, te digo porque si no, no vas a adivinar nunca.
Nos robamos una caja… Esas que metés la plata adentro…
–¡Se robaron la caja de las limosnas!
–¡No! Te dije que no tiene nada que ver con la iglesia. Es de esas cajas en las que ponen a plata en
los negocios…
–Una caja fuerte.
–¡No! Donde te hacen la cuenta.
–Una caja registradora.
–Sí.
–…
–Ay por Dios, no me gusta contar esto, me pone re mal.
–¿Te robaste una caja registradora?
–Sí. Con Patricio.
–¿Y de dónde?
–De una heladería.
–¿Asaltaron una heladería?
–¡No! No me mires así. Resulta que estábamos al pedo. Estábamos muy al pedo, era verano, nos
tomamos una cerveza y después nos pusimos a caminar, y pasábamos por la cuadra de esta
heladería y no sé por qué a Patricio se le ocurrió ver si la ventana estaba abierta. Era una de esas
ventanas corredizas, y mientras pasábamos como que la tocó y la ventana se deslizó. Y ahí nos
frenamos y nos quedamos mirándonos, sorprendidos.
–¿Y no había nadie en la heladería?
–No, era de noche. En la calle no había nadie tampoco.
–Ah, claro. Yo me lo venía imaginando todo de tarde y pensaba, re cabezas estos, tomando cerveza
desde tan temprano.
–No. Bueno, la cuestión es que nos miramos como diciendo qué hacemos y Patricio dijo que se
podía meter y robarse unos helados.
–¿Cómo robar helados? ¿Se los iban a preparar? Medio complicado.
–No, porque había una heladera con helados de palito.
–Ah, helados de palito.
–Claro. Entonces yo le hice piecito y él se mandó y se empezó a meter Magnums adentro del buzo
como loco.
–Ah, ningún boludo.
–Y, ya que iba a robar. Igual fue una locura, nosotros éramos re tranquilos, nunca habíamos hecho
nada pero ni parecido, ni tocar timbre y salir corriendo. No sé, como que al saber que la ventaba
estaba abierta sentimos que algo había que hacer. La cuestión es que salió Patricio, me dio unos
cuantos helados que me metí en el bolsillo y nos fuimos caminando rápido para la casa de él.
–Me imagino los nervios.
–Sí, unos nervios bárbaros. Mirábamos para todos lados, por miedo a que alguien nos hubiera visto.
–Los helados les quemaban los bolsillos.
–Jajajaja, qué loco eso. De una. Y bueno, nos fuimos a un baldío que había cerca de la casa de él y
nos pusimos a comer helado. Re boludos, porque nos comimos dos helados cada uno y quedamos
recontra llenos y el resto los tuvimos que tirar.
–Re boludos.
–Y mientras comíamos los helados, empezamos a hablar, a pensar que por ahí podíamos entrar de
nuevo a la heladería, que algo más de valor tenía que haber, que por ahí podíamos llevar unos
destornilladores, unos fierros e intentar abrir la caja registradora.
–Ah bueno, a esa altura ya eran dos criminales sueltos ustedes.
–¡Sí! Bueno, yo tenía un poco de miedo, pero como él quería hacerlo, fuimos. Y entonces él se
volvió a meter y yo estaba ahí en la vereda mirando que no pasara nadie y escuchaba que el otro le
daba unos golpes bárbaros a la máquina, y se me subía el corazón a la boca cada vez que se oía un
golpe, y le decía Patricio, no hagas tanto ruido. Y el otro pa, pa, pa. Y no abría la hija de puta. Y en
un momento, veo que por la esquina doblan dos policías caminando.
–¿Y hasta ese momento no había pasado nadie?
–No, yo ya te dije que en Río Colorado, en el centro, de noche no hay nunca un alma. Es re pueblo.
Pero bueno, como te decía, resulta que vi venir a los dos canas, así que le avisé a Patricio y le dije
que se quedara ahí sin hacer ruido, que yo iba a dar la vuelta a la manzana para que no me vieran
ahí parado y que volvía enseguida.
–Qué feo quedarse ahí adentro sabiendo que va a pasar la policía por ahí.
–Sí. Así que di la vuelta, re rápido, con el corazón que no me daba más. Tenía miedo de dar vuelta a
la manzana y ver a los dos canas sacándolo a Patricio a los empujones de la heladería. O
apuntándole con un pistola, no sé, cualquier cosa me imaginaba. Pero por suerte cuando llegué los
tipos ya se habían ido. Pero le dije a Patricio, vámonos ya, como sea. Y él que no, que esperara un
poco más que la tenía que poder abrir de alguna forma. Y le pregunté, ¿es muy pesada? Y, más o
menos, me dijo. Bueno, la cuestión es que la agarró y me la pasó por la ventana. Un quilombo fue,
porque era re pesada, yo no la podía sostener, se me cayó al piso, hizo un ruido tremendo. Ahí casi
nos morimos del susto. Pero bueno, nos la llevamos.
–¿Se la llevaron caminando?
–¡Sí!
–¿Y no tenían miedo de que los vieran?
–Y sí.
–Estaban re locos.
–Para ese entonces, sí.
–¿Y a dónde se la llevaron?
–Patricio tiene adelante de la casa un lugar medio grande, donde el padre arregla autos. Así que nos
escondimos ahí y le seguimos dando golpes. Pero como no se podía hacer mucho ruido, hicimos
unos metros y nos fuimos hasta la vía, que ahí no hay nadie y es bien oscuro. Y le estuvimos
pegando yo no sé cuánto tiempo. Él le pegaba, y no había caso. Y yo ahí mirándolo. Esa parte fue
re divertida, a mí ya no me dio más miedo y él estaba medio traspirado ya y con las venas hinchadas
y estaba re caliente porque no la podía abrir, era re gracioso. Hasta que en un momento, después de
darle y darle, hizo clinc y se abrió.
¿No habrá sido que le tocaron ese botoncito que tiene atrás?
–No sé, ya se lo habíamos buscado y no se lo habíamos podido encontrar. Pero de pronto, re fácil,
hizo así, clinc, y se abrió.
–¿Y cuánta plata había?
–Trescientos pesos.
–Para ustedes era un montón de plata.
–Sí. Y el tema es que había muchas pero muchas monedas, así que nos fuimos para la casa con los
bolsillos re pesados. Yo metí todos los billetes en mi buzo, lo doblé, le hice un nudo y las monedas
nos las repartimos entre los dos y nos las metimos en los bolsillos. Y mientras íbamos caminando al
lado de la vía estábamos re contentos y re eufóricos por lo que acabábamos de hacer. Y ahí fue que
yo le dije, dame un beso. Y él así re contento me pasó el brazo por el hombro y me dio un beso en
la boca, sin parar de caminar, pero re intenso. Un piquito, no fue de lengua, pero un beso re
intenso.
–A esa altura habían transgredido tantas reglas que ya no les importaba nada.
–Sí, nos sentíamos un poco así, sacados. Como que estábamos del otro lado, habíamos cruzado una
línea. Como que habíamos hecho algo tan grave que ya no había vuelta atrás. Como una liberación,
no sé. Medio descabellado.
–¿Y a dónde fueron?
–A la terraza de la casa de él. Y ahí separamos la plata y la repartimos. Pusimos todas las monedas
en el piso y las fuimos contando, una por una.
–¿Y qué hicieron con la plata?
–Nos fuimos de Vacaciones a Las Grutas.
–¿Qué es eso?
–Es en la playa. ¿Conocés San Antonio Oeste?
–No.
–¿Conocés Monte Hermoso?
–De nombre. Pero sé que es en la costa.
–Bueno, es como Monte Hermoso pero más lindo.
–Qué romántico.
–¡No!
–¿Se fueron solos?
–No, con los idiotas de los amigos de él.
–Ah, re celoso.
–Sí, re celoso yo.

22/07/07
Gimnasio

La primera vez me miraste descaradamente. Me junaste de tal forma que tuve que hacerme el
desentendido, me apoyaste en el ascensor y yo tardé en darme cuenta de que no íbamos tan
apretados, de que no bajaba tanta gente. Y caminaste a mi lado hasta la esquina, era como si
fuéramos caminando juntos, pero no nos mirábamos, sintiendo la presencia del cuerpo fragante,
recién duchado, el vaho de cloro y de vestuario que no llegaba a saber si salía de mí o si me llegaba
de vos. Y en la esquina te dejé ir, y supuse que pensaste que ya habías hecho bastante.
La segunda vez nos agarró desprevenidos, pero me permití mirarte. Mirarte entero, desnudo,
frotándote con la toalla, morocho litoraleño, con esa barba tupida debajo de los maxilares, quizás la
única barba que te crece en esa cara lampiña, una extraña reminiscencia semita o un toque freak;
marcado por el esfuerzo de hace unos instantes, en las máquinas, las tetillas oscuras y los pies
callosos, los labios violáceos, el sexo gris oscuro. Te miré cuando no me mirabas, evalué con
displicencia si me gustabas o no. Te busqué los defectos, que es lo que hago cuando sé que no voy
a poder sostener una mirada.
La última vez te sentí un poco desanimado, como si al verme te hubieras reencontrado con una
antigua ansiedad, aplacado por un deseo que es más bien un recuerdo. Por primera vez te veía
realmente desnudo, lastimosamente dócil a mi mirada impune, mirándote detenidamente,
reparando en el nacimiento del pubis, esos pelitos debajo del ombligo que se transforman en forraje
espeso y negro, la lisura opaca de tu espalada. No debés tener más de veintiuno. Me pregunto qué
harás de tu vida, tenés pinta de laburante, o por ahí hacés changas, o sos taxi.
Te vi un poco triste, con pocas esperanzas, pero igual te bañaste rapidísimo y tuve la impresión
de que te apurabas para volver a compartir el ascensor conmigo. Tantas veces en casa,
recordándote, me había prometido ser más lanzado la próxima vez que te viera, o al menos
sostenerte la mirada. Pero metí mis cosas en la mochila tratando de hacerlo lo más lentamente
posible, y para cuando terminé, no me animé a esperarte. A veces siento que la gran lucha de mi
vida es conseguir desprogramar ese chip moral que llevo dentro y que puede más que mis
convicciones, esa estúpida decencia heredada no necesariamente de mi familia y que me arrastra a
un comportamiento innecesariamente correcto, represivo y bastante pelotudo. Lo que sí hice fue
esperarte en la calle, ya en la esquina, amparado por la cercanía al quiosco, como si la simulación de
estar comprando algo me redimiera vaya a saber de qué atroz pecado, y sin saber que esa cobarde
coartada sería finalmente una trampa y un gran error, porque pasaste frente mío, me miraste con
esos ojos plastificados, oscuros como tu piel, el blanco irritado por el agua de la ducha, ojos de
negro, mirándome inexpresivos y certeros como si caminaras a mi encuentro, con paso decidido y
apresurado, asombrándome con tu metro ochenta y pico que hasta ese momento no había notado,
tu mochila, tus jeans claros, tus zapatillas deportivas, aparatosas, entrando en la zona de la luz del
quiosco como una aparición espectral, la piel oscura arratonada por la luz pálida y verdosa de los
tubos y yo ahí, parado, esperándote, mirándote serio, poniendo la cara rígida como para impedir
que mis ojos se atrevan a evadirse. Pero te dejé ir, me hice el boludo y te dejé ir. En el momento en
que tendría que haber girado la cabeza para seguir mirándote -no digo extenderte una mano,
guiñarte un ojo, sino sólo seguir mirándote- me dejé caer, miré la hora en mi celular y te dejé ir.
Después me quedé un rato ahí parado, como si estuviera haciendo algo. ¿Actuando para quién?
¿Para el quiosquero? Haciendo como si estuviera esperando a alguien. Después me fui a mi casa y
me hice una paja. La peor paja de mi vida, la de los perdedores, los peores perdedores, los que
pierden contra sí mismos, los presos de su propia cabeza, como dice Silvio. De qué me sirve ahora
prometerme que la próxima vez te voy a decir algo, te voy a saludar, a hacer algún gesto de
complicidad. Mi única esperanza es que te animes.
Noche de Martes

Con Luisito compartimos las penas de amor, así que hace un par de martes decidimos hacer la
de Thelma y Louise y nos fuimos a bailar a Ramos Mejía. Yo hasta último momento en casa,
padeciendo los celosos mensajitos de texto de quien ya no quiere nada de mí. Es tan triste ese
último tramo del amor, cuando sólo restan odios y peleas. Como quien abandona su pasado atrás
dejé el celular sobre la mesa y nos fuimos a Plaza Miserere a tomar el tren. Viajamos gratis con los
crotos, los pibitos chorros y los borrachos. Luisito me preguntó por decimoquinta vez qué pienso
de su relación sentimental con E., su compañero de trabajo, un paraguayito de veinte años casado y
con una hija. Hace un año que se están viendo, cruzando miradas de fuego en el trabajo,
trasnochando en hoteles alojamiento, saliendo a bailar a Angel’s y peleando porque el muy bufarra
dice que no puede amar a otro hombre y que su destino es estar al lado de su mujer. Pero sus actos
demuestran lo contrario, cada vez le dice cosas más tiernas, le regala apasionadas tarjetas de amor y
se atreve a algo que hasta hace poco era impensado: besar a Luisito en la boca.
El primero de enero, E. se prometió empezar el año con el pie derecho, pero sus deseos de estar
con Luisito fueron más fuertes y ahí siguen, con sus idas y vueltas. Cada vez que van al hotel,
Luisito lo interroga a ver si ese día estuvo con la otra, y la mirada evasiva de E. es un puñal en su
corazón. Entonces llora, pelean y finalmente, después de los gritos, hacen el amor prometiendo
olvidarse el uno al otro. Luisito me pregunta y no se cansa de preguntarme, y yo le explico que el
corazón de E. dice una cosa pero su cabeza dice otra, dice lo que le enseñaron, prisionero de una
educación que no eligió, un varón y otro varón no se pueden amar. Luisito no se cansa de escuchar
lo que opino, que es siempre la misma frase, su corazón dice una cosa pero su cabeza dice otra y
vos no vas a poder cambiarlo. Pero a él no le importa si yo digo una cosa o lo contrario, todo lo
que tiene que ver con E., todo lo que lo nombra, le despierta suspiros y ganas de verlo.
El otro día Luisito se enteró de que hice un corto y me pidió verlo. Después de que se lo
mostré, me miró emocionado y me dijo que se sentía identificado. Fue una sensación tan linda,
aunque me tomó por sorpresa. Mi corto habla de dos compañeros del secundario que pasan todo el
día juntos y que de vez en cuando se tocan, esas cosas de la edad. Pero lo que uno de ellos no
imagina ni remotamente es que el otro está secretamente enamorado de él. Es la historia de un
amor que no osa decir su nombre, de un amor que se oculta detrás de la amistad. Mentira que tiene
que ver con lo que te pasa a vos con E., Luisito. Pero así como todas las canciones de amor hablan
de uno cuando se está con el corazón roto, vos ves mi corto con el filtro E., y ves tu cara y la de él
en las cabezas de mis personajes. O quizás tenés razón y todas las historias de amores imposibles,
casas más, casas menos, son la misma historia repetida.
Cuestión que antes de irse, Luisito me pidió que le quemara una copia. Parece ser que esa misma
noche él y E. fueron a un hotel alojamiento y como a las seis de la mañana, después del sexo y los
llantos, Luisito se acercó a la recepción y le pidió al encargado que le pusiera mi corto. Entre
películas porno y los canales de cable, algún desconocido en compañía de su amante puedo haber
sintonizado mi corto, que es una confidencia, un cacho de mi pubertad más íntima, aunque no haya
tenido el privilegio de tocarme con ninguno de los tantos amigos de los que me enamoré
perdidamente. Función de trasnoche en un telo, cosas a las que nos exponemos los artistas.
El tren llegó a Ramos, caminamos unas cuadras sin detenernos más que para hacer pis en un
árbol, y al llegar a la puerta del boliche tuvimos que pedir por favor que nos dejaran entrar. La caja
cerró hace cinco minutos, nos dijeron. Le explicamos al seguridad todo el viaje que habíamos
tenido hasta ahí, y entonces se compadeció y pegó un piquecito hasta adentro. Volvió con la buena
noticia, nos hizo el gesto de pasar y adentro el dueño nos dio la bienvenida con un ademán muy
ceremonioso. Y nos dejó entrar gratis, parece que cuando la caja se cierra no puede abrirse. A mi
entender, ese tipo de cosas que en Capital no pasa. Bailamos toda la noche, que duró como una
hora y media. Hacía tanto que no me divertía tanto. Necesitaba sentirme lindo y cortejado. Dios es
bicho y me conoce bien, el DJ esa noche fue San Antonio y como en un exorcismo, pude bailar con
entusiasmo y sin ponerme a llorar el tema de Dalila que alguna vez mi ex copió en mi computadora,

quítame ese hombre del corazón


quita de mi cuerpo su sensación

Sé que, como dijo Grondona, todo pasa. Sé que entre esos flacos que bailaron conmigo puede
estar el siguiente capítulo amoroso de mi vida. Por ahora, soy sólo una representación, un boceto
mí mismo queriendo rehacer mi vida. Mi cabeza dice que hay que seguir, pero mi corazón dice no
tan rápido, chiquito.

quítame esa idea de serle fiel


quítame el deseo de estar con él

A la salida, resultó que había un colectivo escolar contratado por el boliche para ir hasta el
Centro. Volvimos con las loquitas y los travestis, Luisito se durmió en mi hombro hasta que lo
desperté para bajamos en Santa Fe y Pueyrredón, sin pagar nada. Una salida gratuita, un free pass a
la tierra del olvido. Un regalo merecido, ¿o no? Decime vos, Luisito, qué no hemos pagado ya por
amor.

17/01/09
Martín Chang

Ojalá yo hubiera podido estar ahí, en otras tierras y con otros olores, y unos cuantos años más
chico de lo que hubiera tenido que ser para ser igual a vos, en esos patios de cemento calcinado,
con girnaldas y manteles de plástico sobre las mesas, vos tan chiquito y radiante como en esa foto
que me mostraste, acaso más morochito todavía, con unos jeans anchos y una gorrita para atrás, los
ojos negros y grandes, bailando perreo con tus amiguitas del barrio, reproduciendo movimientos
sexuales de los que todavía no sabías más que su pantomima.
Me hubiera gustado ese otro tiempo y espacio, que por momentos se me confunden
anacrónicos con retratos urbanos de alguna novela de Vargas Llosa. En el fondo, todo lo que
puedo imaginarme de vos está hecho de unas pocas historias que me contaste y de ese manojo de
fotos que guardás como escaso testimonio de tu infancia, y en el medio de esos insuficientes
brochazos de imagen, las impresiones aleatorias que recolecto por las calles de Once: los
restaurantes peruanos, el ceviche y el olor a frito, un par de albañiles en el subte que me hacen
acordar a vos, las canciones de Amapolita de Araguay que escucho por internet, los reagetones que
bailo en Angels y en Cero Consecuencia con ocasionales chabones.
Así te conocí y así me conquistaste. Imposiblemente pequeño para mi con tus magros 18, lo más
parecido a una criatura que jamás me haya sacado a bailar. Agarraba tu manito y sentía que era
como sostener una lauchita entre mis dedos. Bailamos tanto rato y ni dos palabras hablamos.
Recién a lo último reparé en tu acento, cuando mi amigo ya había optado por irse a su casa y yo
estaba medio que oficialmente agregado a tu grupito de amigos, bailando con vos, saliendo cada
tanto al patio para charlar o fumar un cigarro, enterándome mejor de tu cara con las luces de los
tubos en ese patiecito lleno de chatarra y de agua. Empezando a desearte.
Yo hubiera querido estar en esos recuerdos tuyos y mirarte de cerca jugar a la pelota con las
zapatillitas blancas que todavía tenés, o verte vender por la calle esa sangría de vino que me
explicaste cómo se hace y ya me olvidé. Vendías vino antes de tener edad suficiente para tomarlo y
bailabas fregando tu vientre contra el de tus amiguitas antes de saber lo que era el sexo. Y te viniste
a Argentina con una mano atrás y otra adelante, a vengarte de tu papá antes de saber si valía la pena.
Y el detierro te obligó a vivir extrañando a tu mamá y a saber lo que es vivir solo y arreglárselas,
empujado de lleno a la vida áspera, al trabajo de catorce horas, a los porteños y a los amores que te
abandonan.
Pero vos siempre con esa vitalidad y esa cosa canchera que te confiere el acento limeño, siempre
una frase para todo, la mueca en la boca de hablar de costado o de sonreir con malicia. Siempre tan
desconfiado de la gente, siempre fingiendo necedad y autosuficiencia, como un chico que ya no
quiere que le den la mano para cruzar la calle, como un aprendiz de hombre que ya no quiere que lo
ilusionen con grandes amores si después lo van a dejar solo.
Soberbio y radiante, incapaz de admitir una equivocacion, impulsivo y malicioso, así sos vos,
Martín Chang. A veces extraño tanto que me pelees.

23/10/07
Los galgos

De los perros, el galgo es el más rápido. Pareciera haber sido inventado sólo para correr:
angosto, escuálido, pero con unas patas desproporcionadamente largas. Con su hocico filoso va
cortando el viento y en el minúsculo receptáculo que por cráneo le ha sido otorgado, sólo existe la
idea de correr. A veces en mitad de las carreras, se arrancan los dedos de cuajo al pisar mal sobre
una piedra, y sin embargo no se detienen, su concentración está puesta por completo en ese señuelo
peludo que imita a un conejo y que se desplaza sobre un riel electrizado. El galgo carece de la
capacidad de ir aprendiendo, carrera tras carrera, que jamás alcanzará aquello que persigue.
Nacido para correr, el más veloz, aquel al que ninguna cavilación lo detiene. Pero esa virtud
fabulosa que posee es también su mayor enemigo en potencia. La gente de campo sabe que es
peligroso salir a cazar perdices con un galgo de pura raza; si acaso se llegara a cruzar con una liebre,
le tocaría una muerte segura. La liebre no es más rápida que el galgo, pero sí es más inteligente y
escurridiza, sabe pegar giros bruscos y dejar que su perseguidor se pase de largo con su propio
envión.
Cuando un galgo encuentra una liebre en el campo, la corre sin detenerse hasta que, luego de un
rato, el corazón le explota de un infarto y cae fulminado. Inútil es querer captar su atención para
que vuelva, llamarlo por su nombre a los gritos, esperar de él un mínimo instinto de supervivencia.
Ya se ha subido al inexorable tren de su destino fatal, ya es un muerto que corre desesperado detrás
de la gran fascinación de su vida.
Truman Capote dice que cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un
látigo, y que ese látigo sólo tiene por fin la autoflagelación. Es curioso que aquello que nos motiva a
hacer la mayoría de las cosas en la vida, pueda hacernos también sufrir profundamente.
Yo me creí dichoso de tener tanto amor para dar y ahora no sé cómo parar de correr a esta
liebre que se ha cruzado en mi camino.

24/04/09
Inventos del cine

Supongamos que secuestraban a alguien, que capturaban al héroe y que lo ataban de manos,
sentado en una silla, en algún galpón lúgubre o en un sofisticado laboratorio, y había que arrancarle
una confesión, hacerlo decir algo que era muy importante y secreto, y que los malos podían usar en
su provecho para joder a alguien o a muchos ciudadanos desprevenidos.
Pero era inútil torturarlo, el héroe era muy fuerte, capaz de soportar el dolor más hiriente. Por
eso usaban la droga de la verdad, que se inyectaba y era líquida y transparente como las palabras que
propiciaba. A los pocos segundos, la intravenosa actuaba en el héroe cautivo haciéndolo sudar y
cansándole los párpados. La boca se le ponía pastosa y como un ratón inmovilizado por el veneno
de una araña, podía presenciar con horrible consciencia cómo su boca lo traicionaba, dando
información vital y secretísima. Se lo veía luchar contra vaya a saber qué parte de su cuerpo, como
un paralítico que mira sus piernas y quiere que se muevan, pero esta vez todo lo contrario, haciendo
fuerza para evitar que las palabras fluyeran tan dócilmente de su boca, un enajenado, entregado a la
pregunta más ingenua, al interrogatorio más peligroso, un despojado de la voluntad de callarse.
En esos momentos de extrema crisis, el hombre tenía una sola escapatoria: la fuerza. Por más
incapaz que fuera de dominar los músculos de su boca, le quedaban los brazos y las piernas,
desatarse y agarrar a todo el mundo a las trompadas, buscar una ventana, una escalera de
emergencias, correr a toda velocidad a la espera de que se le pasara el efecto. A salvo de la
sinceridad, el héroe tenía todas las de ganar.

La droga de la verdad es el deseo.

14/12/06

El cine inventó las piñas que desmayan. Se dan en el mentón, con la suficiente certeza de que
hace falta una sola para producir el efecto. Lo usan mucho los buenos, porque no quieren matar a
sus oponentes, y también lo usan bastante los malos, que quieren darse el lujo de llevarse a sus
víctimas a la guarida, para poder atormentarlas con más dedicación y comodidad.
Pero también existe una variante melodramática que involucra dos buenos. Una escena muy
conmovedora puede ser la de alguien que deja inconsciente a otra persona para evitarle un daño
mayor o para impedir que sus nervios lo lleven a cometer un acto imprudente como gritar o
presenciar algo que lo convertirá en un testigo comprometedor. “Lo hago por tu bien” le dice, y
antes de que el otro llegue a comprender el sentido de la frase, lo derriba de un golpe.
El desmayo producido de esta manera, se revierte tirándole un vaso de agua en la cara al
desmayado.
El deseo es una piña que desmaya.

15/12/06

Hace días que intento escribir sobre la amnesia


pero no consigo hilar palabras
lo único que sé es que probablemente
el gran invento del cine no es la amnesia
sino la idea de que padecerla provoca angustia

Estoy seguro de que debe ser


una experiencia bastante copada
mirar todo lo de uno con ojos nuevos
el problema es para los otros,
que tienen que lidiar con los recuerdos
y su pérdida.

29/12/06
Cara de Subte

Ayer estaba esperando el subte, cuando de pronto un perro pasó caminando por las vías. Era un
perro mediano, cualunque, callejero. El ánimo de los presentes se vio inmediatamente modificado,
ahora todo el mundo miraba al perro a la vez que se desesperaba por la posible llegada de la
formación ferroviaria. Ajeno a todo peligro, el perro se paseaba de muy buen humor, casi
entretenido por la novedad de estar allí abajo. Unos operarios vestidos con mamelucos, cascos y
camperas fosforescentes se preparaban para bajar por unas escaleras. En un momento, oigo a una
mujer con tono desesperado gritar: ¡Roberto! ¡Roberto! “Lindo nombre para un perro”, pensé. Por
unos instantes supuse que era la dueña, hasta que vi acercarse también por las vías a un tipo de
unos treinta años. Corría detrás del perro y por arriba, sobre el andén, la mujer le pedía por favor a
quien sería su amigo o su pareja que se subiera cuanto antes.
Probablemente Roberto no había medido el riesgo que implicaba caminar sobre vías
electrificadas, por las que transitan trenes cada dos minutos. Definitivamente el perro no era suyo,
pero Roberto era una de esas personas que no distinguen entre humanos y animales. “Si mi mamá
estuviera aquí, ella también se habría echado a correr por las vías”, pensé, y recordé una imagen de
mi infancia, mi mamá sacándole gusanos con una pinza de depilar a mi perro Hurco de una herida
infectada, aguantando las arcadas, dándole besos en la boca para apaciguarle el ardor del agua
oxigenada burbujeando dentro del hueco inflamado, la cocina de mi casa convertida en quirófano,
cargada de un nauseabundo olor a podrido.
La gente intentaba llamar la atención del perro, para que se detuviera y Roberto pudiera
agarrarlo, pero sólo conseguían excitarlo más, y el perro iba y venía, se pasaba de una vía a la otra,
cosa que el bípedo no se animaba a hacer. El tipo finalmente desistió y con la ayuda de un
desconocido, se trepó al andén. No llegué a ver el probable abrazo de reproche de su amiga o novia
o esposa, porque ahora la atención general estaba puesta eran los operarios del subte los que corrían
detrás del perro. De pronto se empezó a oír el lejano chirrido del tren aproximándose. Los
operarios dejaron al perro y se subieron al andén, y todos los presentes empezamos a presentir la
fatalidad. A mí siempre me llamó la atención el carácter neutral del subte, un lugar donde nunca
pasa nada, donde no está bien que pase nada. Si en la calle uno puede permitirse cantar bajito o
entablar un breve diálogo con un extraño, o incluso llorar sobriamente, en el subte eso no se puede
hacer. Es violento. En el subte no se habla, el pasatiempo es observar caras, pero evitando el cruce
de miradas. En el subte no se puede estar ni alegre ni desprevenido, es como si hubiera que poner
cara de circunstancia, cara de subte, de que uno está ahí amontonado y privado de la luz solar por
razones que lo exceden, mal que le pese a los artistas del subte, las personas más masoquistas sobre
la faz de la tierra, si acaso la expresión.
Pero los órdenes sociales son endebles como una larga cuenta de multiplicación: un número mal
anotado, una columna corrida y el resultado es por lejos el equivocado. Sin ponernos de acuerdo,
los hombres hemos aceptado no orinar en las paredes y vestir más o menos la misma ropa, pero un
elemento ligeramente desfasado de su tiempo o de su espacio, digamos, un perro corriendo por las
vías del subte, puede provocar una cadena de transgresiones. Por suerte, la esperanza vino con una
linterna que uno de los operarios apuntó oscilante hacia el hueco negro por el que llegaría
inexorablemente el tren. ¿Era ese un código ferroviario para detenerlo? Sólo podíamos confiar en
que sí, en que la Empresa tenía previstas situaciones así, confiar en que el lenguaje, el mayor
invento y debilidad del hombre, nos salvaría del horror de esa enorme mole de cientos de toneladas
despedazando al perro. Por un momento sentí la ansiedad de no soportar el alarido desgarrador y
final del pobre bicho. El tren apareció de las sombras y yo me tapé los oídos y caminé lo más lejos
que pude del lugar donde sería la embestida. Lamenté ese don que me toca por humano, el de la
anticipación. En ese momento quise ser perro, correr a diez centímetros de una rueda para ladrarle
y no sentir miedo.
Las proporciones eran graciosas, el gigante se detuvo a escasos metros del cánido, y éste lo
observó con curiosidad y expectativa. Desde los controles de su cabina, el conductor le hizo luces y
el perro respondió con un leve movimiento de orejas. Por unos segundos, el sistema de transporte
público sufrió un imprevisto. Un pequeño retraso que no llegó a incomodar ni a los cientos de
miles de pasajeros que transitan diariamente por las venas soterradas de Buenos Aires, ni a las pocas
decenas de hombres y mujeres que presenciamos juntos, unidos por un mismo sentimiento y con el
corazón en la boca, algo que podría haber sido una catástrofe: un perro muerto y Roberto llorando.
Cartelito de pobre

Usted va a tener que disculpar, señora, el mal olor de estos pibitos mugrientos y de esa madres
gordas que los han parido, pero es que el tufo ya no sale con nada, ni con jabón ni cepillo ni nada,
los persigue a donde van como un estigma, imagínese que no pueden subirse a un colectivo ni
entrar a un negocio porque nadie aguantaría, y es verdad que es un olor muy penetrante, un olor a
pudrición acumulada durante muchos años, debajo de las uñas y en esos trapos que usan de ropa y
que apenas si les tapan las partes pudientes. Por si fuera poco, traspiran como condenados. Sumado
a la mugre, el olor rancio de sus axilas. Y cuando pareciera que más repugnancia no puede exhalar
un ser humano, resulta que andan meando en las paredes y cagando en las veredas o en donde
pueden, porque no es por defenderlos, pero imagínese que con ese olor no pueden ni pedir el baño
prestado en las confiterías ni mandarse disimuladamente para adentro del Mc Donnalds. Déjeme
decirle, entre emanar ese olor y andar con un cartelito de pobre en el cogote no hay mucha
diferencia. Yo me pregunto si lo aguantarán ellos mismos, si se aguantarán entre ellos, una vez que
llegan a sus casas, si es que tienen, y a la propia podredumbre hay que sumarle la de sus familiares.
Son como animalitos y sin embargo encontraron la forma de llegar hasta acá, hasta el centro. Yo
supongo que habrá sido el instinto más básico, el indio que llevan dentro, no sé. Habrán visto las
luces y el movimiento y se les habrá ocurrido que tal vez algo los podría salvar. Usted señora, igual
que yo, alguna vez debe haber padecido esa sensación de ser esclava del trabajo, de no dar abasto
con todo. Así que imagínese cómo será para esta gente que ni esclavos son, ni siquiera tienen un
trabajo o un patrón que les mande. Si por lo menos a alguien se le ocurriera explotarlos, pero ni
siquiera ese beneficio tienen. Son tan libres como hambrientos. El hombre, cuando pierde el tren
de la civilización vuelve al primer casillero, al de los aborígenes, a vivir como nómades, de la caza y
la recolección. Y como a estas alturas ya no hay frutos en los árboles ni liebres surcando las llanuras
del conurbano, empezaron a buscar en donde nadie los sacara rajando, en donde a nadie se le
hubiera ocurrido que podía llegar a haber algo que sirviera: en la basura, en esta renuncia a la
propiedad privada que hacemos diariamente los vecinos cuando las cosas nos empiezan a estorbar
o se nos pudren. Yo no sé si fue viveza o desesperación, pero lo que sí, es increíble la industria que
han armado, con esos carritos que vaya uno a saber dónde se los hacen y esos camiones que parece
un milagro que arranquen. Y ni que hablar de lo bueno que es el reciclaje para la ecología, señora.
Aunque ellos no deben ser muy conscientes de eso, pero igual no les vamos a quitar el mérito, me
parece.
Usted va a tener que disculpar que le hagan ese desastre en la puerta de la casa todas las noches,
pero es que para poder separar los cartones del resto de la basura tienen que abrir las bolsas, y lo
tienen que hacer a las apuradas, cuando todavía es de noche y no hay gente entrando a trabajar ni
negocios abiertos. En una época hicieron propaganda para que tiráramos los papeles en una bolsita
aparte, pero no sé en qué quedó todo eso. No parecía muy difícil, pero se ve que la gente no se hizo
de la costumbre, y ahí los tiene a los crotos estos, desatando los nuditos y metiendo mano en la
mezcolanza de porquerías.
Yo los he visto desesperarse en la puerta de un Burguer manoteando unas bolsas con panes, al
mismo tiempo que los recolectores iban tirando adentro del camión compactador lo que ellos no
alcanzaban a agarrar, una cosa tremenda le voy a decir. También me pasó la otra noche de salir a la
calle bien de madrugada a ver el eclipse y encontrar a los tipos mirando para abajo, chiqui, chiqui,
desmenuzando la basura con concentración y sin descanso, ¿Puede creer que ni uno solo espiaba
para arriba, al menos una vez? Y eso que era gratis. Y qué le va uno a decir que ese eclipse de luna
no se va repetir hasta el 2011 y que además los argentinos somos privilegiados porque en el
hemisferio Sur es desde donde mejor se ve ese fenómeno astronómico. A ellos les importa el día a
día y poco entienden de privilegios, me da la sensación. El día que no trabajan, no comen. Yo no sé
cómo harán los días de lluvia, esos días que a uno no le dan ganas ni de bajar al quiosco, y ellos con
todos los cartones mojados, vaya a saber si esos cartones así mojados se los aceptan.
Yo le entiendo todo lo que me dice, señora, pero a mí me dan pena, qué quiere que le diga. Por
lo menos no están robando. Imagínese que así como se hicieron recolectores, se podrían haber
hecho cazadores. Y mire que son muchos. Y que se han sabido organizar. Ojalá no llegue el día en
que la basura no les alcance para todos, porque entonces usted y yo no vamos a estar charlando tan
plácidamente aquí en la vereda.

3/04/08
Sueño

Deseaste profundamente a una persona de la que fuiste amigo y supiste con certeza que nunca
iba a poder corresponderte. La amistad te confirió ciertos privilegios en su vida, cierta intimidad. Y
muchos momentos compartidos. Lo viste cambiarse adelante tuyo y tu secreto te hizo sentir un
espía. Nunca te tiró onda, nunca tuvo gestos inciertos ni se emborrachó y te miró con otros ojos.
En cambio, fue contundente su forma de quererte como amigo, aún sabiendo que a vos te gustaban
los hombres. Te sentiste respetado, te halagó ser alguien en su vida. Sentiste culpa de desearlo.
Nunca le dijiste nada.
Pero una noche, entre sueños, después de muchos años de no verlo y de no tenerlo presente,
aparece. Es el mismo, la misma sonrisa de siempre, la misma voz, pero algo ha cambiado. El sueño
es pura sorpresa, él te confiesa que le gustás, que le gustabas. No tenés tiempo de lamentarte todo
lo que no pasó porque no sabías y porque él no se animó. Le tirás la boca y él te contesta con un
beso lleno de ganas. Lo besás sin poder creerlo. Es un sueño pero igual no podés creerlo. Lo
acariciás por debajo de su remera y es su misma piel, esa piel que nunca acariciaste. De a ratos parás
de besarlo y lo abrazás y luego estirás la cabeza para atrás para mirarlo un poco y lo volvés a besar.
Tenés ganas de mirarlo a los ojos y gritarle: “Boludo, no sabés cómo te quise!
Sentís paz, sentís que en el fondo la vida te está pagando una deuda. Sabés que estás desfasado,
que vos sos el de ahora y que él es el de hace cuatro, cinco años. Sabés también que es un sueño,
pero igual, qué importa, te sentís tan feliz. Y gracias a que sabés que es un sueño, podés ser práctico
y apurarte para que el clarear en la ventana o las ganas de levantarte a mear no te dejen sin eso que
tanto tenés ganas de hacer con él. Como por arte de magia (y ahí también agradecés que sea un
sueño), aparece un baño químico en el medio de un parque, estrecho e inestable, pero un bañito al
fin. Podrías haber soñado un baño un poco más lindo, pero bue, es lo que hay. Él alguna vez había
dicho al pasar la palabra cuiqui y vos habías entendido lo que en tu tierra, o sea miedo. Pero él, que
es tico y habla tan gracioso, se estaba refiriendo a otra cosa, al sexo de pocos segundos en lugares
más o menos públicos. Quicky se debe escribir seguro. Y te había contado, a modo de ejemplo para
hacerte entender, que él y su novia, en reuniones familiares atestadas de gente solían meterse en el
baño a hacer un quicky. Ella se levantaba la pollera y él se bajaba la bragueta y ahí nomás, de
parado, se la metía un par de veces. De la pollera para acá no te lo contó, lo imaginaste para
entender cómo sería y te calentaste horrores y muchas veces después, te pajeaste imaginándolo a él
y a su novia abstracta haciendo el quicky en el baño, contra la bacha, con apagados gemidos y olor a
Glade. Y ahora es tu oportunidad, te metés en el baño químico para hacer un quicky. Si los sueños
permitieran el montaje paralelo, desearías imaginar a su novia masturbándose en su casa,
imaginándolos a él y a vos cogiendo en ese baño químico. Por fin vos y ella a la misma altura, con
idénticos derechos sobre él.
La verdad que este sueño es un acto de justicia. Y sabés que el sexo entre hombres como
ustedes no es tan sencillo, así que en el baño sólo da para besarse con más fuerza y para pasarse la
mano por debajo del pantalón, para enjuagarle la oreja y el cuello con tu lengua, al amparo de
posibles miradas ajenas. Y como un quicky es una cosa de pocos segundos, es un operativo
comando entre dos amantes disimulados, enseguida y sin solución de continuidad estás con él en
una cama, probablemente ya es de noche y la intimidad impera como un bálsamo, una tranquilidad.
Están vos y él, dispuestos, saben lo que van a hacer, no quedan incertidumbres por resolver. Ya lo
que nunca pudo ser ahora va a ser. Ya él te desea exactamente de la misma manera en que lo
deseaste vos. Y te recostás sobre él y sentís el recibimiento. Y levantás una de sus piernas por sobre
tu hombro y no hay rechazo ni vaguedades. Y perdón si suena reiterativo, pero lo que más te
emociona es que él no te está haciendo ningún favor, no es un regalo que te da en agradecimiento
por tu fidelidad como amigo, por haberlo respetado como hombre, porque te aprecia y quiere lo
mejor para vos, ni ninguna bosta por el estilo. Él te tiene ganas, él te besa y su exhalación es como
un reflejo involuntario de su libido.
Humedecés un dedo, tanteás entre sus nalgas. Hay bastante trabajo por hacer. A él nunca le
gustaron los hombres hasta que te conoció. Tiene buena predisposición y eso es lo que cuenta. Al
principio y como es de esperar, su cuerpo admite con tensos reparos lo desconocido. Pero luego,
lentamente, el dedo comienza a abrirse paso y el placer que se avecina es una dulce tibieza de
bienvenida.

21/08/07

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