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JEREMY Por Lena Valenti ©

Estoy cerca... muy cerca. La habitación está a oscuras. Ambos miramos hacia
la ventana cuyo calmo exterior permanece bañado por el azabache nocturno y el
alumbre plateado de la luna. Afuera, los reinos están en silencio.
En nuestra alcoba, en cambio, nuestros gemidos se entrelazan y creamos un
único sonido: el de la entrega y la rendición.
Él bombea en mi interior, adelanta sus caderas con fuerza, mientras me
sujeta del pelo y me muerde suavemente el lóbulo de la oreja. Y en ese limbo, en
esa antesala a la explosión, tengo una visión: reconozco que viví equivocada gran
parte de mi vida, confundida porque me enseñaron a creer en príncipes y princesas,
y eso me hizo mucho daño.
La realidad era, que siendo la mujer que soy, necesitaba a un caballero fuera
de la cama y a un saqueador dentro de ella. Ni castillos, ni besos castos, ni héroes,
ni comer perdices —que no me gustan—. Nada de eso iba conmigo. Y al final,
jugué tanto con principitos queel juego me salió rana y acabé aburrida.
Hubo un tiempo, no hace mucho, que pensé que el sexo estaba
sobrevalorado. Que era un medio solo para darse placer de vez en cuando, y no
necesariamente acompañado; un tiempo en que creía que la pasión era una ilusión
o un instante efímero, y el cariño, en cambio, era lo duradero, lo fiable. Así
vivíamos todos, ¿no?
Pero entonces no había conocido a Jeremy. Entonces el fuego sólo era un
elemento más, y no lo que atizaba mi anhelo y mis fantasías. En aquellos días no
sacudían mi alma y mi cuerpo como solo él sabe hacerlo, hasta el punto de
empujarme al precipicio y asomarme para descubrir mi verdadero reflejo.
Soy una mujer fuerte, una líder en mi vida profesional y también en la
personal. Jamás me había puesto en manos de nadie, pues no me gusta ceder las
riendas.
Sin embargo, con él no he podido dejar de hacerlo. Porque sabe cómo
llevarme, cómo tocarme, cómo llenarme. Sabe cómo hacer que me quede
pensando en el tiempo que he perdido con otros que, por no tener, no tenían ni
gracia.
Él me entiende. Hace que me sienta como un libro de braille abierto, porque
me lee con la yema de los dedos.
Con uno.
Con dos.
Con tres.
Los que hagan falta. Porque sus dedos no son solo invasores. Son
conquistadores.
Y es el primero que no me trata como si me fuera a romper en la cama o
como si yo fuese solo un recipiente en el que dejarse ir.
El sexo entre dos personas que se atraen y se vuelven locos el uno al otro
no debe ser de otro modo que no sea salvaje y libre. Debe ser un juego tan perverso
y sucio como estemos dispuestos a conceder. Y eso lo he entendido con él, sin
miedos, sin prejuicios, solo con la aceptación de nuestros deseos y nuestras
emociones.
Jeremy hace que me ofrende, porque en cada embestida él se sacrifica a sí
mismo. Nunca se corre antes que yo, se aguanta hasta que nos dejamos ir a la vez.
Como por ejemplo ahora: aprieto su miembro en mi interior, y tal y como
estoy pulsando, sabe que voy a llegar al orgasmo. Y es entonces cuando, sin
soltarme el pelo, me mordisquea el lateral del cuello y desliza su mano, la que sujeta
mi cadera, hasta mi sexo.
—Dios mío... —susurro. Siento sus dedos acariciar mi clítoris, que está
hinchado y busca su atención. Lo hace con círculos suaves y constantes.
—Aquí no hay dioses —murmura contra mi piel—. Solo yo y mi reina.
Acelera el ritmo de sus embestidas, presiona mi botón resbaladizo y
consigue que me corra con una fuerza aplastante y demoledora, al tiempo que él
se libera en mi interior.
Noto su cálida energía en mi vientre y su esencia quedándose en mí.
Jeremy se desploma sobre mi espalda, mis rodillas ceden y me aplasta contra
el colchón.
Estamos sofocados y sudorosos como si hubiésemos corrido un maratón.
Me acaricia los muslos y después retira las largas hebras de pelo rubio de mi
cuello y me da dulces besos de arriba abajo. Besos destinados a ofrecer calma y
cobijo. Es algo que me encanta.
Se queda dentro de mí un buen rato, como si nunca quisiese irse. Como si
dijera en voz baja: «mi casa».
—Adoro estar dentro de ti, Sara.
Yo cierro mis ojos y sonrío agradecida y maravillada. A él le gusta
contemplar mi sonrisa.
Todavía no se lo he dicho. No sé cuándo estaré preparada para hacerlo.
Pero yo le adoro a él.
Tal vez se lo diga la próxima vez.

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