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JOSE HIERRO

REFLEXIONES SOBRE
MI POESIA

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041 ESCUELA UNIVERSITARIA DE FORMACION
DEL PROFESORADO DE E.G.B. «SANTA MARIA»
UNIVERSIDAD AUTONOMA
MADRID, 1983
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Kahle/Austin Foundation

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REFLEXIONES SOBRE
MI POESIA
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JOSE HIERRO

REFLEXIONES SOBRE
MI POESIA
Conferencia pronunciada en la Escuela Universitaria
de Formación del Profesorado de E.G.B. «Santa María»
el día 16 de diciembre de 1982

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OMT.

ESCUELA UNIVERSITARIA DE FORMACION


DEL PROFESORADO DE E.G.B. «SANTA MARIA»
UNIVERSIDAD AUTONOMA
MADRID, 1983
Publicaciones de la
ESCUELA UNIVERSITARIA DE FORMACION
DEL PROFESORADO DE E.G.B.
«SANTA MARIA»

Dirigidas por:
Joaquín Benito de Lucas

Cuaderno de Literatura núm. 2

© JOSE HIERRO

Dep. legal M. 38.654.-1983

T. G. Porrúa, S. A.
REFLEXIONES SOBRE MI POESIA

Lo que voy a decir esta tarde sobre la poesía y sobre


mi poesía no es nada nuevo. Ya en otras ocasiones lo he
manifestado, bien en prólogos a mis poesías completas o
en cualquier ocasión en que me he visto obligado a refle¬
xionar sobre la creación lírica. Dejado esto claro, empeza¬
ré diciendo que quien lee a un poeta descubre mucho de
éste, al tiempo que descubre mucho de sí. Y mucho de su
tiempo. Porque el poeta es un hombre sometido a cir¬
cunstancias temporales, zarandeado por los hechos, igual
que los demás hombres. El poeta es una hoja más entre
los millones de ellas que forman el árbol de su tiempo.
Raíces comunes las alimentan. Por eso, lo que dice de sí
mismo es válido para los demás. Lo único que distingue
al poeta no es su mayor sensibilidad, sino su capacidad
de expresión. Es una hoja que habla entre hojas mudas.

Estoy refiriéndome implícitamente a un tipo de poesía


que desdeña la belleza abstracta, el poema como hermoso
objeto fabricado, la evasión de la realidad circundante, y
prefiere arraigar en la vida concreta. Una poesía testimo¬
nial. El poeta de la belleza es como un perfume, algo de
lo que se puede prescindir, lujo o vicio. El poeta testimo-
nial es como un tónico, necesario para nuestra salud. El
primero es para tiempos felices y descuidados. El segun¬
do para tiempos dramáticos. Los poetas de la posguerra
teníamos que ser, fatalmente, testimoniales. Y ello no sig¬
nifica que si como creadores estamos condenados a la
poesía testimonial, como lectores seamos incapaces de
gustar la poesía de la belleza, escrita antes o ahora.

Entonces — afirmará alguno sacando conclusiones — ,


usted se inclina del lado de la poesía social. Contestaré,
primero, como lector: me tiene sin cuidado el adjetivo
que acompañe al nombre. Sólo pido que sea poesía (o que
a mí me lo parezca). La contestación del autor ya requiere
más matización, y me temo que la respuesta no resulte
suficientemente clara. Y es que yo no entiendo bien qué
quiere decirse cuando se habla de poesía social.

En el ámbito de la poesía de la vida — dejemos ahora


aparte la poesía esteticista — hay dos puntos extremos: lo
intimista y lo social. Por lo menos esto es lo que se viene
repitiendo. La distinción, hecha a ojo de buen cubero, sue¬
le ser ésta: el poeta intimista es el que elabora la materia
prima de sus experiencias singulares, en tanto que el poe¬
ta social interpreta sentimientos colectivos. El poeta inti¬
mista despierta en sus lectores el «yo»; el social, el «nos¬
otros».

¿Pero hasta qué punto lo individual no viene condicio¬


nado por lo colectivo? ¿Acaso no existe un denominador
común en cada época? ¿No ocurrirá que si yo hablo de
mi amor, de mi alegría o mi tristeza, el lector traduzca
nosotros, nosotros los enamorados, o los alegres, o los
tristes? ¿No pertenece mi concepto de las cosas a la mis¬
ma sociedad que lo conformó? Un noventa y nueve por

— 6 —
ciento de lo que pensamos, sentimos o expresamos es pa¬
trimonio común: cuando el poeta habla de sí mismo, está
hablando de los demás, aunque no quiera.

No se trata entonces de que la poesía baraje plurales,


sino de la índole de estos plurales. Social hace referencia a
la sociedad, a las agrupaciones históricas, a las colectivi¬
dades formadas por razones económicas, geográficas, po¬
líticas, etc. Poesía social será la que se refiera a un nos¬
otros circunstancial, creado por determinadas condiciones
materiales que un día desaparecerán al transformarse la
sociedad. El poeta, partícula de ese sujeto colectivo, hará
poesía social al referirse a los hombres sometidos a esa
circunstancia transitoria. De estas estructuras transitorias
que la sociedad ha creado, acaso ninguna tan caracteriza¬
da como las clases.

Caracterizando con brocha gorda, podríamos decir con


burdo esquematismo que un poema a un minero (en cuan¬
to símbolo de todos los mineros) pertenece sin discusión
a la poesía social. Un poema a un enamorado (aunque en
él se simbolice a todos los enamorados) no es un poema
social. Prescindamos de imaginar situaciones intermedas:
si un poema a un minero enamorado cae a uno u otro
lado de la frontera.

Sigamos ejemplificando el razonamiento. Si todos los


mineros pertenecen a una clase, no es menos cierto que
los miembros de los consejos de administración de las
compañías mineras pertenecen a otra. Entonces, ¿un poe¬
ma en que se hable de éstos sería poesía social? La res¬
puesta a esta extravagante pregunta no creo que admita
duda: sería poesía social si defiende al minero contra el
consejo de administración; no lo sería en caso contrario.

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Esto nos aclara, por deducción, otra de las características
de la poesía social: su sentido ético, su afán de justicia, su
solidaridad con el oprimido, su clamor contra el opresor.

Parece que ya estamos pisando terreno firme, pero


tampoco es así. Imaginemos que el poeta que clama con¬
tra la injusticia lo hace sobre la base de que las clases do¬
minantes han transgredido las enseñanzas evangélicas. El
minero debe dirigirse a Dios pidiéndole que encienda la
llama de la caridad en el corazón de los consejeros. El
poema que parecía social ha resultado religioso. De mane¬
ra que, según eso, sólo podemos afirmar si el poema es
social cuando se declara religioso o político, de cualquier
religión o de cualquier política. Si el poema se limita a la
mera denuncia, la solución tendrá que estar, por lo visto,
fuera del poema: en lo que sabemos que es su autor.

Admitiendo que lo que he dicho hasta aquí no pase de


ser un esquema caricaturesco, extremado, pero verdadero
— y yo lo creo — , no es admisible que la condición de «so¬
cial» esté sometida, en último grado, a la filiación política
o al credo religioso del poeta. Por eso yo prefiero hablar
de poesía «testimonial». El poeta denuncia. Es testigo de
la defensa o de la acusación. Hasta quien expone sus ín¬
timos sentimientos melancólicos está denunciando a los
que le hicieron infortunado. Con límites no demasiado
precisos, aunque sí suficientemente claros, yo encasillo a
los poetas en estetas (el hombre a solas con la belleza),
testimoniales (los que dan testimonio de su tiempo desde
el «yo» o desde el «nosotros»), políticos (los que al testi¬
monio añaden soluciones concretas desde el punto de vis¬
ta de una doctrina política) y religiosos (el hombre frente
a Dios). Cuatro grandes grupos que, como las razas, admi¬
ten infinidad de subgrupos y matizaciones. Y no olvide-
mos que un mismo poeta puede hacer, en etapas sucesivas
de su vida o en horas distintas del mismo día, poesía que
pertenezca a grupos distintos. No olvidemos tampoco que
estas calificaciones personales son modificadas por el ra¬
dio de acción — amplio o restringido, popular o minorita¬
rio — de cada obra.

Larga ha sido la digresión, al cabo de la cual no ha


quedado bien determinada la frontera de la poesía testi¬
monial, en la cual me incluyo. Testimonial, puede que pre¬
gunte alguno, ahora desde lo externo, ¿equivale a poesía
que desdeña la belleza formal? En absoluto. La poesía ver¬
dadera, sea cual sea el adjetivo que la matice, no puede
prescindir de la belleza de la palabra. Pero no entendemos
por belleza recargamiento, énfasis, imaginería, empleo de
materias verbales preciosas, sino precisión poética, ade¬
cuación de la forma al fondo. No existen, a efectos poéti¬
cos, palabras bellas y feas, sino palabras oportunas y otras
que no lo son dentro del poema. (Una columna dórica se¬
ría un disparate trasladada a la catedral de León; treinta
kilos es un peso monstruoso para un brillante, ridículo
para un caballo).

La forma modela, contiene exactamente el fondo, co¬


mo la piel al cuerpo humano. En el poema, fondo y forma
son inseparables. Si el fondo desborda a la forma poética,
estamos en la prosa; si la materia verbal ahoga con su
grasa al fondo, caemos en la retórica, entendida esta pala¬
bra en su sentido peyorativo. Cada fondo tiene su forma
justa, que por justa ya es bella.

Conviene aquí hacer una aclaración. No se identifique


«fondo» con «tema». Fondo es, para mí, un tema concebi¬
do por una personalidad singular. De no entenderlo así,

— 9 —
llegaríamos a la conclusión de que sólo existe un ganador
en una carrera. El tema, valiéndonos de un símil geomé¬
trico, es como una recta horizontal. El poeta es un punto
situado fuera de la línea. El poema perfecto es la recta
que une, perpendicularmente, el punto-poeta con la hori¬
zontal-tema. De ahí que existan tantos poemas posibles
sobre un tema como poetas existan. De ahí también que
se frustren los poemas cuando el poeta desciende no per¬
pendicularmente, sino oblicuamente. Y porque los puntos
pueden estar más o menos próximos a la línea del tema,
coexisten poesías ricas de palabras o avaras de ellas, se¬
gún sea mayor o menor el recorrido que el poema haya
de hacer. Lo importante es siempre esa línea del poema
que baje, sin desviaciones, siguiendo el camino más corto.
Y no se objete, superficialmente, que el camino más corto
es el de la prosa. Precisamente el don inestimable de la
poesía es que dice más con menos palabras. Y, sobre todo,
como agudamente escribía Pedro Salinas, la poesía dice y
hace: hace lo que dice.

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Haciendo un alto en estas reflexiones, voy a leer dos


poemas que pueden incluirse dentro de la poesía que he
llamado social.

REPORTAJE

Desde esta cárcel podría


verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.
Esta cárcel es como una
playa: todo está dormido


en ella. Las olas rompen
casi a sus pies. El estío,
la primavera, el invierno,
el otoño, son caminos
exteriores que otros andan:
cosas sin vigencia, símbolos
mudables del tiempo. (El tiempo
aquí no tiene sentido).

Esta cárcel fue primero


cementerio. Yo era un niño
y algunas veces pasé
por este lugar. Sombríos
cipreses, mármoles rotos.
Pero ya el tiempo podrido
contaminaba la tierra.
La yerba ya no era el grito
de la vida. Una mañana
removieron con los picos
y las palas la frescura
del suelo, y todo — los nichos,
rosales, cipreses, tapias —
perdió su viejo latido.
Nuevo cementerio alzaron
para los vivos.

Desde esta cárcel podría


tocarse el mar; mas el mar,
los montes recién nacidos,
los árboles que se apagan
entre acordes amarillos,
las playas que abre al alba
grandes abanicos,
son cosas externas, cosas
sin vigencia, antiguos mitos,
caminos que otros recorren.
Son tiempo
y aquí no tiene sentido.
Por lo demás todo es
terriblemente sencillo.

— 11 —
El agua matinal tiene
figura de fuente...
(Grifos
al amanecer. Espaldas
desnudas. Ojos heridos
por el alba fría). Todo
es aquí sencillo,
terriblemente sencillo.
Y así las horas. Y así
los años. Y acaso un tibio
atardecer del otoño
(hablan de Jesús) sentimos
parado el tiempo. (Jesús
habló a los hombres, y dijo:
«Bienaventurados los
pobres de espíritu»).
Pero Jesús no está aquí
(salió por la gran vidriera,
corre por un risco,
va en una barca, con Pedro,
por el mar tranquilo).
Jesús no está aquí. Lo eterno
se desvae, y es lo efímero
— una mujer rubia, un día
de niebla, un niño tendido
sobre la yerba, una alondra
que rasga el cielo—, es lo efímero
eso que pasa y que muda
lo que nos tiene prendidos.
Sed de tiempo, porque el tiempo
aquí no tiene sentido.

Un hombre pasa. (Sus ojos


llenos de tiempo). Un ser vivo.
Dice: «Cuatro, cinco años...».
Como si echara los años
al olvido.
Un muchacho de los valles
de Liébana. Un campesino.
(Parece oírse la voz
de la madre: «Hijo,

12 —
no tardes», ladrar los perros
por los verdes pinos,
nacer las flores azules
de abril...).
Dice: «Cuatro, cinco,
seis años...», sereno, como
si los echase al olvido.

El cielo, a veces, azul,


gris, morado o encendido
de lumbres. Dorado a veces.
Derramado oro divino.

De sobra sabemos quién


derrama el oro, y da al lirio
sus vestiduras, quién presta
su rojo color al vino,
vuela entre nubes, ordena
las estaciones...
(Caminos
exteriores que otros andan).
Aquí está el tiempo sin símbolo
como agua errante que no
modela el río.
Y yo, entre cosas de tiempo,
ando, vengo y voy perdido.
Pero estoy aquí, y aquí
no tiene el tiempo sentido.
Deseternizado, ángel
con nostalgia de un granito
de tiempo. Piensan al verme:
«Si estará dormido...».
Porque sin una evidencia
de tiempo, yo no estoy vivo.

Desde esta cárcel podría


verse el mar — yo ya no pienso
en el mar — . Oigo los grifos
al amanecer. No pienso
que el chorro me canta un frío

— 13 —
cantar de fuente. Me labro
mis nuevos caminos.

Para no sentirme solo


por los siglos de los siglos.

REQUIEM

Manuel del Río, natural


de España, ha fallecido el sábado
11 de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las 9,30 en St. Francis.

Es una historia que comienza


con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D’Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
— sobre las nubes — de las tierras
sumergidas ante Platón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia St. Francis.

Al fin y al cabo, cualquier sitio


da lo mismo para morir:
el que se aroma de romero
el tallado en piedra o en nieve,
el empapado de petróleo.
Da lo mismo que un cuerpo se haga
piedra, petróleo, nieve, aroma.
Lo doloroso no es morir
acá o allá...

— 14 —
Réquiem aeternam,
Manuel del Río. Sobre el mármol
en D'Agostino, pastan toros
de España, Manuel, y las flores
(funeral de segunda, caja
que huele a abetos del invierno),
cuarenta dólares. Y han puesto
unas flores artificiales
entre las otras que arrancaron
al jardín... Libérame Dómine
de morte aeterna... Cuando mueran
James o Jacob verán las flores
que pagaron Giulio o Manuel...

Ahora descienden a tus cumbres


garras de águila. Dies irae.
Lo doloroso no es morir
Dies illa acá o allá,
sino sin gloria...

Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empapaban de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el universo.
Los velaban no en D’Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras,
entre caballos y armas. Héroes
para siempre. Estatuas de rostro
borrado. Vestidos aún
sus colores de papagayo,
de poder y de fantasía.

El no ha caído así. No ha muerto


por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna). Vino un día

15 —
porque su tierra es pobre. El mundo
Libérame Dómine es patria.
Y ha muerto. No fundó ciudades.
No dio su nombre a un mar. No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas) Réquiem aeternam.
Y en D’Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el week-end.

Réquiem aeternam.
Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
por su alma.
Me he limitado
a reflejar aquí una esquela
de un periódico de New York.
Objetivamente. Sin vuelo
en el verso. Objetivamente.
Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.

* * *

No sé hasta qué punto puede encajar mi poesía entre


las sociales químicamente puras. Probablemente parezca
demasiado intimista para ser llamada social. Pero tam¬
bién es verdad lo contrario: que más de una vez se me ha
dicho que era demasiado social para ser intimista. Lo
cierto es que no me he propuesto, a priori, hacer éste o
aquel tipo de poesía: salió lo que salió, muchas veces algo

16 —
totalmente distinto de lo que pretendía. La verdad es que
me preocupa poco la cuestión de su encasillamiento, poco
la licitud o la ilicitud, modernidad o vejez del asunto tra¬
tado. La honestidad de mi poesía — no su valor — reside
en el hecho de que he escrito siempre para mí. Pero ¡cui¬
dado!, que escribir para uno no significa escribir para que
los demás no le entiendan, como ciertos fareros de las to¬
rres de marfil. El poeta tampoco puede escribir sólo para
que le entiendan los demás: escribe para entenderse a sí
mismo, que es la única manera de que puedan entenderlo
los otros, ya que somos una porción de esos otros. De la
misma manera que se acepta que sólo es universal y eter¬
no el que es local y muy de su tiempo, ha de aceptarse
que sólo puede hablarse a los demás cuando se habla para
uno mismo. Pero antes hay que haber vivido entre los de¬
más. De ellos procedemos y a ellos fatalmente hemos de
volver a través de la poesía, que es lo más noble que el
ser humano puede ofrecer a los demás.

Antes de seguir adelante voy a leer dos poemas más,


distintos, al menos en procedimiento, a los anteriormente
leídos.

LA FUENTE DE CARMEN AMAYA

No el mar, sino esta fuente junto al mar.


Y la ciudad, detrás. (Qué importa la ciudad.
La ciudad era tiempo: primero, Roma y sus murallas,
y sucesivamente, peces de barras rojas en el lomo,
rejerías y ojivas, el poderío de las naves
de la Corona de Aragón.
Más tarde, un diálogo de humos).
La ciudad era un diálogo de aguas
— la fuente, el mar — ; la vida, un diálogo de aguas,
una chiquillería desnudita y morena.
Y un griterío, un amontonamiento
en aquel aire cálido.

— 17 —
Y olor a hogueras, que no tienen tiempo.
Y nada más que ojos oscuros
para mirar, mirar, mirar...
Esto ocurría en lo que llaman,
los que no son de nuestra raza, pasado.

De noche me acercaba a las olas.


Las olas no ocultaban ruiseñores
como el agua del cántaro que yo apoyaba en la cadera.
De noche, entre las olas, de cara al tiempo congelado,
sonaba el mar a hojas de otoño, pisoteadas por los pájaros.
Ceñía mis tobillos de diamantes.
Allí era el reino del vaivén, del ritmo,
de lo eterno acunado. El mar tampoco,
como si fuera de mi raza, se encadenaba al tiempo.
Sonaba en mis oídos el ruiseñor del agua de la fuente,
oía los rumores del mundo.
Mi sangre era el mar mismo.
Me contagiaba de su movimiento.
Me enseñaban sus olas a no morir jamás.
Lo sin tiempo es la muerte. Y aquello, el ritmo,
el tiempo vivo, pero detenido; algo que no conoce
ni principio ni fin, que no parte ni llega.
Era el mar y la fuente junto al mar.
Y entre los dos estaba yo.

Igual que ahora. Nuevamente unidos.


Cuántos racimos de años habrá exprimido el mar.
Por cuántos sitios — horas y lugares, qué sé yo — , lo que dicen
países, he llevado el centelleo de la espuma,
el oleaje de la llama...
Es posible que yo parezca diferente.
También quizá la fuente parezca diferente a los demás.
Yo no lo sé. Juntos estamos el mar, la fuente, yo.
Vinieron las autoridades,
artistas, periodistas, gentes que leen mi nombre en los perió-
Me dijeron que era mía la fuente [dicos.
(cómo podían darme lo que era mío, mi vida, el mar, las nu-
No pudieron matar mi vida, restituirme al tiempo, [bes),
cuando hablaban y hablaban del ayer, la gitana
de Somorrostro, y otra vez aquello del arte y de la gloria,

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y más palabras sin sentido
que siguen pronunciando mientras me acerco hasta mi fuente,
y adorno mis muñecas con sus helados brazaletes,
y humedezco mis sienes, mezclo sus aguas con mis lágrimas.
Porque ahora pienso que he olvidado el cántaro,
y la tarde se queda sin ruiseñor que la ilumine,
y tengo miedo de volver sin agua,
y yo no sé dónde está el cántaro
y mi madre me va a reñir
porque a ver cómo vamos a guisar,
a lavar la ropita de los niños...
Y yo no sé qué le diré para que pueda comprenderlo.

LA CASA

Esta casa no es la que era.


En esta casa había antes
lagartijas, jarras, erizos,
pintores, nubes, madreselvas,
olas plegadas, amapolas,
humo de hogueras...
Esta casa
no es la que era. Fue una caja
de guitarra. Nunca se habló
de fibromas, de porvenires,
de pasados, de lejanías.
Nunca pulsó nadie el bordón
del grave acento: «Nos queremos,
te quiero, me quieres, nos quieren...».
No podíamos ser solemnes,
pues qué hubieran pensado entonces
el gato, con su traje verde,
el galápago, el ratón blanco,
el girasol acromegálico...
Esta casa no es la que era.
Ha empezado a andar, paso a paso.
Va abandonándonos sin prisa.
Si hubiera ardido en pompa, todos,
correríamos a salvarnos.

— 19 —
Pero así, nos da tiempo a todo:
a recoger cosas que ahora
advertimos que no existían;
a decirnos adiós, corteses;
a recorrer, indiferentes,
las paredes que tosen, donde
proyectó su sombra la adelfa,
sombra y ceniza de los días.
Esta casa estuvo primero
varada en una playa. Luego,
puso proa a azules más hondos.
Cantaba la tripulación.
Nada podían contra ella
las horas y los vendavales.
Pero ahora se disuelve, como
un terrón de azúcar en agua.
Qué pensará el gato feudal
al saber que no tiene alma;
y los ajos, qué pensarán
el domingo los ajos, qué
pensarán el barril de orujo,
el tomillo, el cantueso, cuando
se miren al espejo y vean
su cara cubierta de arrugas.
Qué pensarán cuando se sepan
olvidados de quienes fueron
la prueba de su juventud,
el signo de su eternidad,
el pararrayos de la muerte.
Esta casa no es la que era.
Compasivamente, en la noche,
sigue acunándonos.

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Volviendo a reflexionar sobre mi poesía, debo decir


aquí que hasta la publicación de mi primer libro escribí
muchas poesías sin ninguna personalidad. Eran calcos in-

20
voluntarios de los poetas del 27. Un día, en 1944, encontré
el «tono», lo personal. No significa esto que ahora esté
libre de influjos. La tradición y el ambiente son los que
nos forman, y para mí lo personal consiste en una manera
peculiar de combinar lo ya existente. Nadie inventa nada.

El lector advertirá que mi poesía sigue dos caminos. A


un lado, lo que podemos calificar de «reportaje». Al otro,
las «alucinaciones». En el primer caso trato, de una ma¬
nera directa, narrativa, un tema. Si el resultado se salva
de la prosa, ha de ser, principalmente, gracias al ritmo,
oculto y sostenido, que pone emoción en unas palabras
fríamente objetivas. Ejemplo de ello son los dos primeros
poemas leídos. En el segundo de los casos, todo aparece
como envuelto en niebla. Se habla vagamente de emocio¬
nes, y el lector se ve arrojado a un ámbito incomprensi¬
ble, en el que le es imposible distinguir los hechos que
provocan esas emociones. A él se refieren los poemas
«La fuente de Carmen Amaya» y «La casa».

En general, mi poesía es seca y desnuda, pobre de imá¬


genes. La palabra cotidiana, cargada de sentido, es la que
prefiero. Para mí, el poema ha de ser tan liso y claro como
un espejo ante el que se sitúa el lector. Del lado de allá
está el poeta, al que el lector ve cuando cree que se está
mirando a sí mismo. Me importa que un poema mío sea
recordado por el lector no como poema, sino como un
momento de su propia vida, al igual que ocurre con cier¬
tos personajes de novela que, pasado el tiempo, no sabe¬
mos si son reales o invenciones del autor. Es frecuente
que los versos aparezcan encabalgados en mi poesía. He
pensado alguna vez sobre ello, y creo que este juego de
concepto frío y ordenado y de verso y ritmo encrespado
crean una especie de conflicto interior que el lector puede

21
percibir. Un conflicto dramático entre orden mental y tur¬
bulencias del sentimiento.

No creo en los versos de belleza aislada. Supedito todo


al efecto general del poema. Pienso que éste ha de ser una
arquitectura firmemente organizada, y que cada verso
prepara el siguiente y recoge algo del anterior. Si la poe¬
sía es arte del tiempo, no del espacio, este orden temporal
ha de ser cuidadosamente regido. De ahí las reiteracio¬
nes, que van teniendo distinto sentido conforme el poema
avanza.

A continuación voy a leer, y con esto termino, cinco


poemas en prosa que, con el título genérico de Cabezas,
han servido para ilustrar literariamente cinco litografías
sobre cabezas del pintor Bar jola. De las litografías y de
estos poemas se ha hecho, conjuntamente, una edición re¬
ducida para bibliófilos.

CINCO CABEZAS

I
ESTA CABEZA HA ROZADO LOS LECHOS DE TODOS
los ríos. Ha rodado por los siglos de los siglos, esta cabeza
rodada, canto rodado, tajada por un rayo de espada para
purificarle, en Asiria, en la Europa de la Guerra de los
Cien Años, en la selva amazónica. La secaron los soles del
desierto, la royeron los buitres, la pulimentó la intempe¬
rie. Esta cabeza fue arrancada de un beato mozárabe, de

— 22 —
una Danza medieval de la Muerte, obispo, rey, guerrero,
siervo. La arrancó de su lugar exacto una mano del otro
lado de la vida. La capturó un muerto, un ángel, alguien
que la miraba y la representaba desde el lado de allá de
la laguna, igual que la contemplan los muertos, los que
ya son materia pura, agua de ruiseñores, cristal de brisas,
lágrima de estrella, los que ven a los vivos como podre¬
dumbre y horror. Alguien la ha visto igual que la veremos
cuando nos muramos, como hervor repugnante. Nos la ha
representado con la amarga clarividencia del moralista
que redacta, para alertarnos, una guía de descarriados.
Y ahora no podemos saber si es una víctima contemplada
por su verdugo; si es una víctima que se mira a sí misma
en el espejo de la muerte. Esta cabeza viene rodando so¬
bre las piedras de los ríos. Se ha ido astillando poco a
poco durante el viaje interminable. Y aún le faltan mu¬
chos siglos errantes para llegar a su final, para no alcan¬
zar nunca su final. Esta cabeza se ha cubierto de ceniza
de campana, de párpados de ascua. Es una fruta mineral,
aletazo de fiebre, amarillez de calavera. Todo esto no ha
ocurrido nunca. No va a ocurrir nunca, porque aquí, en
el lado de acá de la laguna, no existe el tiempo, no existe
la piedad. Podemos contemplar con indiferencia las figu¬
ras del otro lado del espejo. Con la misma indiferencia
con que vemos sufrir al morado, al rojo, al verde; con que
escuchamos las risas del amarillo o del celeste. Esta cabe¬
za ha rodado, ha rozado, los lechos de los ríos. Es una lar¬
ga nota de violonchelo que dura, y dura, y dura y nos da
la impresión de una gaviota, inmóviles las alas, congelada
en el aire. Una nota que se ha liberado de las cárceles del
tiempo, se ha hecho espacio. Esta cabeza es sólo espacio,
dolor de morado o verde, lágrima de amarillo, canto roda¬
do, cabeza rodada, descolorida, tajada por un rayo de es¬
pada purificadora y piadosa.

— 23 —
II

ESTA CABEZA HA SABOREADO LICORES NEGROS,


ha mordido panes amargos, frutos podridos. Esta cabeza
ha lamido cantiles arañados por las uñas crujientes de las
olas. El cielo ya no estaba. Las tempestades asfixiaban
con sus tentáculos, liberaban sus truenos negros, flecha¬
ban con sus relámpagos. Sucedió esto en los mares de hie¬
rro, en el vaivén herrumbroso donde esta cabeza agoniza¬
ba sin que jamás le llegase la muerte definitiva. La madera
de la embarcación sonaba a huesos aplastados por el olea¬
je de bronce. Esta cabeza ha sido suspendida por una
soga del palo mayor. Es la cabeza que vivía pendiente del
grillo embarcado en la costa española, y al que pedía que
cantase, que le atrajese un poco de la respiración de las
playas. Pero el grillo no cantaba. Las estrellas bajaban, al
crepúsculo, a dar miga de pan mojada en vino al grillo
silencioso. Y aquella gota de noche cristalizada seguía sin
cantar. Pero lo hizo cuando llegó hasta él la tibieza del li¬
toral. Y con el canto del grillo recordó toda la marinería.
Pero esta cabeza, pendiente de una soga de pus, no pedía
sonreír, aunque oyese la mágica música de élitros. Esta
cabeza, que había comido espinas, arena, óxidos, ceniza,
desgarrada por zarzas y cardos, hediendo podredumbre,
no podía sonreír. Vio, abajo, sus propios brazos soldados
al remo. Escuchaba su jadeo, se dolía del latigazo rojo del
cómitre. Esta cabeza sufriente saboreó elixires que el aire
transportaba en sus dedos transparentes. Saboreó la sal
que el mar doraba con sus llamaradas verdes, con sus cár¬
denos fuegos fatuos. Otra vez el sabor de la vida, como en
las cárceles de Su Majestad, como en la selva de reptiles
y ciénagas, como en las cumbres, ataviadas de cotas de
nieves, de volcanes domados. Al fin, todos se fueron, aban¬
donaron el navio silencioso, hervidero de insectos de oro,

— 24 —
catedral de la desolación. Se fueron dejando huellas en
la brisa. Un tambor, un yunque, un mosquete — quién sa¬
be qué — medía con sus campanadas, paulatinamente adel¬
gazadas, silenciosas hasta el terciopelo, la reverberación
del sol poniente. Y esta cabeza se reclinó en el regazo de
la sombra, saboreó su vida, lamió sus llagas, ya sin fuer¬
zas para volver a comenzar, desde los corales que se alza¬
ban marchitándose a la luna desde la helada habitación
verde salpicada de diamantes.

III

ESTA CABEZA HA OIDO HISTORIAS MARAVILLO-


sas, como la de los porqueros que deshincharon sus cer¬
dos, los plancharon, los plegaron, los colocaron ordenada¬
mente en sus zurrones, y montados en pequeñas nubes
grises cabalgaron hacia Occidente esquivando olas, esqui¬
vando estrellas, y durante el viaje las nubes fueron toman¬
do forma de caballos sin patas. Al llegar, hicieron patas
para sus caballos de la madera de unos árboles que jamás
habían visto hasta entonces. Luego volvieron a hinchar
sus cerdos, caminaron atravesando ríos, y llegaron a una
ciudad cuyas casas eran de oro y de plata. Allí vendieron
sus piaras y casaron con las hijas de los reyes. Esta cabe¬
za ha oído historias maravillosas. Como la del pescador
que planta un ciprés cuando nace una hija y lo cortan
cuando se casa para que sirva de mástil de la embarcación
en la que se irá con su marido. Historias maravillosas
como la del que se propuso asesinar al rey de un país le-

— 25 —
jano, y cabalgó bajo el sol y la luna, y un día halló a otro
jinete que llevaba el mismo rumbo, y compartieron los
alimentos, y conversaron bajo el sol y la luna, pero el
malhechor no habló de la razón de su viaje hasta que lle¬
garon a las puertas de la ciudad en que el rey tenía su pa¬
lacio, y entonces dijo: «Amigo, no es conveniente que te
vean conmigo; vengo a matar al rey de este país y, si me
cogen, te ahorcarían también a ti, considerándote mi cóm¬
plice». Y entonces, su amigo inclinó la cabeza y dijo:
«Cumple tu propósito, pues yo soy el rey». Y el malhechor
abrazó al rey, que ya era su amigo, y regresó a su país.
Esta cabeza recuerda historias maravillosas. Hay otras
historias que la han ido tallando lentamente. Están escri¬
tas sobre su piel, pero no las recuerda. Como la de los ni¬
ños que entraban en unos recintos para ser duchados con
gas. Como la del preso, en aquella cárcel de diciembre gla¬
cial, enfermo de fiebre, con el que sus compañeros dor¬
mían por turno para librarse del frío. Como la del que...
como la del que... como la del que... Esta cabeza ha oído
historias maravillosas e historias estremecedoras. Histo¬
rias estremecedoras que han modelado horriblemente su
rostro, pero que no recuerda. Sólo recuerda las historias
maravillosas. Son las que le permiten seguir viviendo to¬
davía.

IV

ESTA CABEZA HA VISTO, HA SIDO, SOL DE PIEDRA


rojiza, luna amarilla de agua sobre la tapia de cal, de ado¬
be. Ha visto candiles de aceite que buscaban en la noche
la moneda perdida por los rincones, la última moneda de

— 26 —
cobre. Ha visto los niños de la anemia, los cardos, Jas es¬
pinas, los alacranes de septiembre en Torre de Miguel
Sesmero, Jos galeones de Ja trilla, Jos vareadores del acei¬
te, los serones del vino, las cabras del erial. Esta cabeza
ha visto guerras y guerripaces, clavos, garfios, sogas de
sangre, ha estado acosada de chumberas, de higueras y
de pitas (cómo queréis que sea mañanicas floridas, gita-
nicos que vienen con la varita en la mano, cómo queréis,
esta cabeza de leña, de corteza, de hueso que se desnudó
sufriendo), esta cabeza estoqueada en la plaza de toros,
en la plaza mayor, plaza de pana, de pan, tomate, navaja,
agonía y esparto. Ha sido, esta cabeza ha sido, dentadura
mellada, quijada de marfil amarillo en el zaguán del ham¬
bre, el odio, la pena, la desolación. Ha visto reatas de ama¬
neceres con escarcha, collares de mediodías de zumbido,
cadenas de noches con su diosa peluda y herrumbrosa
cabalgando el heráldico gorrino de cerdas negras. Por la
penumbra azul de la pitarra, con el costado herido, el río
transcurría desangrándose, el padre río con arrugas en la
frente, con sus brazos de fango que acunaban a los muer¬
tos. Ha visto, pardo y negro, el parpadeo de la tormenta.
Pardo y negro, duro, todo barro cocido, harapos de barro
botijo, tinaja, lebrillo, barro mendigo de la lumbre, barro
de la espadaña con su cigüeña de ceniza, sus estrellas de
hierro, sus lágrimas de hiel, huérfanas de los ojos que
fueron su origen. Esta cabeza ha sido tallada por los días
y las estaciones hasta su forma definitiva de máscara de
cáñamo. Ha regresado del exilio del espanto, prendida a
sus pies la sombra del espanto, inseparable compañera.
Esta cabeza, lázara clavada a su podredumbre, oficia su
rito de cuero, su ceremonia de llama negra; es una cere¬
monia inventada cada vez, porque esta cabeza no recuer¬
da, no proyecta: vive en una mazmorra que está fuera del
tiempo, y allí espera, allí espera otra nada. Esta cabeza

— 27 —
ha visto, y ya no ve; ha visto y ya no quiere ver tanto cam¬
posanto de astillas de guitarra.

ESTA CABEZA HA OLIDO SANGRE. HACE TIEMPO


de eso. Y aún puede cerrar los ojos, dormir, dormir, no
oler la sangre. Puede dormir sin que la sangre hecha cris¬
tales le saje los ojos. Hace ya tiempo de eso, con viento
helado, bajo los astros lúgubres. Puede dormir. El viento
entre las cañas, el grillo, la chicharra, no le dejan oír los
gritos de terror, de desesperación, de desafío. Cuando se
mira las manos de pólvora y de sangre no verá en ellas
negro y ocre, pardo y oro, huellas de dientes que se aden¬
tran en el túnel. Esta cabeza no huele sangre, sino cara¬
melo, merengue, chocolate del nietecillo, cara de pájaro
picaro, que ha llegado volando a que le cuente una vez
más lo de las hadas y los príncipes, lo de los peces y los
dragones. Esta cabeza ha olido pólvora y sudor muy frío.
Caín uno tras otro, vestidos de escarcha y estertor, blas¬
femia, llanto, miedo. Y esta cabeza no dejaba de oler so¬
bre la nuca húmeda, y funcionariamente disparaba sin
siquiera cerrar los ojos. Ya no huele aquellas madrugadas
junto a la tapia blanca y lívida del alba. Hace tiempo de
eso. Tanto que cuando cierra los ojos esta cabeza de gra¬
nito, de harapo y surco, de ojos cautivos en las telarañas
de la vejez, puede dormir. Acaricia la mano del nieto, y
esa tibieza le regresa al cereal, a la moza, a la cabra, no
a la culata de madera, al acero. Esta cabeza está multi-
28
plicada en cientos, miles de ojos turbios, ojos de agua es¬
tancada, de nube. No sabe que en unos ojos ha quedado
grabada para la eternidad. Esta cabeza, grabada para siem¬
pre, congelada en unas pupilas empañadas. Fija allí, esta
cabeza, como una pisada sobre el barro. Aquellos ojos se
han disuelto para siempre. La lluvia los lleva en sus alas
hasta el reino de las raíces. Y aún siguen descendiendo
hacia lo oscuro y silencioso. Continúan hundiéndose en la
negra marea, tintineando como campanas de musgo, co¬
mo élitros de espanto. Continúan mirando, tratando de
precisar los rasgos de esta cabeza que vieron en la som¬
bra. Y esta cabeza va haciéndose, con el tiempo, más pre¬
cisa, más nítida. Empieza ya a ser nebulosa. Se solidifica,
se perfila, hasta ser el de entonces, el de aquel tiempo.
Porque ha pasado mucho tiempo, suficiente para olvidar
aquel olor de sangre, aquel olor de horror. Suficiente pa¬
ra que esta cabeza pueda cerrar sus ojos, dormir, dormir.
Corroborando que Dios es su beleño.

— 29 —
.

-
BIBLIOGRAFIA DE JOSE HIERRO
SELECCIONADA
POR MARGARITA HIERRO TORRES

TIERRA SIN NOSOTROS. Colección «Proel», Santander, 1947. Imp. Ta¬


lleres Tipográficos del Hogar Provincial de Santander. 2 h., 118 pá¬
ginas, 2 h., 24,5 x 18. Viñeta en la cubierta y portada, de José Luis
Hidalgo. Tirada, 500 ejs. Contiene: I, «Enfrente» (8 poemas); II, «Re¬
cuerdo» (6 poemas); III, «Nosotros» (7 poemas); IV, «Oraciones»
(7 poemas); V, «Tierra sin nosotros» (11 poemas); «Noche final. Epí¬
logo» (1 poema).
Dedicatoria: «A mi madre».

ALEGRIA. Colección «Adonais», Madrid, 1947. Imp. Gráficas Urquina,


Madrid. 2 h., 112 págs., 14,5 x 11. Tirada: 650 ejs.: 425 papel edi¬
ción, 100 papel especial numerados y 125 firmados y numerados
por el autor, 18 x 13. Contiene: I, «Alegría» (17 poemas); II, «Va¬
riaciones sobre el instante eterno» (11 poemas); III, «Alma herida»
(25 poemas).
Dedicatoria: «A Josefina y Francisco Ribes y su hija Margarita, esta
alegría que ellos impulsaron con su amistad, su inteligencia y su
entusiasmo».
Premio Adonais de 1947.

CON LAS PIEDRAS, CON EL VIENTO... Colección «Proel», Santander,


1950. Imp. Taller de Artes Gráficas de los Hermanos Bedia, Santan¬
der. 2 h., 122 págs., 2 h., 26 x 18. Viñeta en cubierta y portada de
Ricardo Zamorano. Tirada, 500 ejs. Contiene: I, «Fábula» (2 poemas);
«Tres fábulas para tiempos felices» (5 poemas); II, «Vehemencia»
(2 poemas); III, «Desaliento» (3 poemas); «Dos fábulas para tiempos
sombríos» (12 poemas); IV, «Demasiado tarde» (4 poemas); V, «Sen¬
cillez» (4 poemas); VI, «El solitario» (5 poemas).
Prólogo-dedicatoria a Gerardo Diego.
— 31
15 DIAS DE VACACIONES. Cuento. Colección «Tito Hombre», Santan¬
der, 1951. Imp. Taller de Artes Gráficas de los Hermanos Bedia. 2 h.,
36 págs., 2 h., 22 x 15. Dibujo de Carlos Rincón, coloreado a mano.
Tirada de 100 ejs. en papel edición, para los suscriptores de la co¬
lección; de 6 ejs. para autor y colaboradores, 28 x 20,5 en papel
Ingres especial de la casa Gvarro.

QUINTA DEL 42. Editora Nacional, Madrid, 1952. (En la portada dice,
por error, 1942). Imp. Taller de Artes Gráficas de los Hermanos Be¬
dia, Santander. 2 h., 166 págs., 23,5 x 17. Ilustraciones de José Caba¬
llero. Contiene: «El libro», «Para un esteta»; I, «Los hombres y las
horas» (12 poemas); II, «Una vasta mirada» (9 poemas); III, «Esfin¬
ge interior» (3 poemas); «Alucinación» (9 poemas); «Canto llano»
(11 poemas); IV, «La mujer de espaldas» (8 poemas).
Dedicatoria: «A Aurelio García Cantalapiedra, el amigo fiel, com¬
prensivo y entrañable. Adjetivos que parecen tópicos a los extraños.
Insuficientes a los amigos».

ANTOLOGIA. Santander, 1953. Tirada de bibliófilo, 100 ejs. + 9, nume¬


rados y nominados. Imp. Taller de Artes Gráficas de los Hermanos
Bedia. 6 h., 148 págs., 4 h., 36,5 x 25,5. Encarte: grabado de Joaquín
de la Puente, numerado y firmado por el dibujante. Un poema autó¬
grafo del autor, en cada ejemplar. Edición en rama, sobre papel
Ingres especial de la casa Gvarro, presentado en estuche de cartón
con dibujos de Angel Ferrant. Xilografía en la portada de Ricardo
Zamorano, coloreadas a mano. Ilustraciones en el interior, de Rafael
Alvarez Ortega. Letras iniciales de los poemas dibujadas por Carlos
Cañas, coloreadas a mano por Daniel Gil Pila. Contiene: «Juan Ra¬
món Jiménez»; «Dos poemas de compaña: 1, ‘Si la mar fuera más
grande'; 2, ‘Por tanta cuesta de tierra’». De Tierra sin nosotros,
7 poemas; de Alegría, 9 poemas; de Con las piedras, con el vien¬
to..., 6 poemas; de Quinta del 42, 6 poemas; de Cuanto sé de mí
(no recogidos en libro hasta esa fecha), 8 poemas. Partitura autógra¬
fa de Eduardo Rincón, Música para un poema («Ahora ni en mí,
alma mía...»).
Dedicatoria: «A Pablo Beltrán de Heredia, eminencia gris de toda
empresa generosa, padrino de esta antología».
Distinguido este libro con el Premio Nacional de Literatura para
Poesía de 1953.

ANTOLOGIA. Ediciones Cantalapiedra, Santander, 1954. 2.a edición. Imp.


Taller de Artes Gráficas de los Hermanos Bedia. 2 h., 126 págs.,
21 x 14. Dibujo en la cubierta de Angel Ferrant. Contiene el mismo
texto que la primera edición (tirada de bibliófilo).

ESTATUAS YACENTES. Colección «Clásicos de todos los años», de Pa¬


blo Beltrán de Heredia, Santander, 1955. Imp, Taller de Artes Grá-

— 32 —
ficas de los Hermanos Bedia, Santander. 2 h., 24 págs., 19,5 x 10,5.
En cubierta, fotografía parcial del sepulcro de D. Gutierre de Mon-
roy y doña Constanza de Anaya, en la Catedral Vieja de Salamanca.
Dibujos en el interior, de Joaquín de la Puente.

CUANTO SE DE MI. Ediciones Agora, núm. 17 de Colección «Agora»,


Madrid, 1957. Imp. Gráficas Orbe, S. L., Madrid. 2 h., 94 págs.,
17 x 15. Dibujo de Joaquín de la Puente, retrato del autor. Contie¬
ne: I, «Lo que vi» (7 poemas); II, «Torre de sueños» (4 poemas);
III, «Por lo que sé» (15 poemas).
Dedicatoria: «A Pedro Gómez Cantolla, patrón de Proel, porque no
me preguntó de dónde venía. Por la fe que siempre tuvo en este
viejo remero de su embarcación».
Premio de la Crítica de 1957 y Premio March.

POESIA DEL MOMENTO. Volumen 132, extra, de la Colección «Más


Allá», de Afrodisio Aguado, Madrid, 1957. 2 h., 260 págs., 12 x 8,5.
Sobrecubierta de Romero Escasi. Dibujo de Ricardo Zamorano, re¬
trato del autor. Contiene: «Prólogo del autor» (7 págs.) y los libros
Tierra sin nosotros y Alegría, en sus textos completos.

POESIAS ESCOGIDAS. Antología. Colección «Poetas de España y Amé¬


rica», de Editorial Losada, Buenos Aires, 1960. Imp. Artes Gráficas
Bartolomé U. Chiesina, Buenos Aires. 213 págs. + 4 págs. índice de
la colección, 21 x 15. Dibujo en la cubierta, de Baldellari. Contiene:
«Prólogo del autor» (4 págs.); del libro Tierra sin nosotros, 21 poe¬
mas; de Alegría, 24 poemas; de Con las piedras, con el viento...
16 poemas; de Quinta del 42, 15 poemas; de Cuanto sé de mí,
1 poemas; más el poema inédito «Alucinación de Salamanca», reco¬
gido después en el libro El libro de las alucinaciones.

POESIAS COMPLETAS. Volumen V de la Colección «Orfeo», Ediciones


Giner, Madrid, 1962. Imp. Maribel, Artes Gráficas, Madrid. 568 págs.,
19,5 X 13,5. En sobrecubierta, fotografía de J. Hierro por Lagos. Con¬
tiene: «Prólogo del autor» (8 págs.); Tierra sin nosotros, Alegría,
Con las piedras, con el viento..., Quinta del 42, Estatuas yacen¬
tes y Cuanto sé de mí, en sus textos completos. Como inédito
en esa fecha publica «Versos de circunstancia», con los poemas «Al
capitán Baroja en otoño», «Ilustración para el niño de la jaula va¬
cía», «Pinos», «A María Antonia Dans», «Cestillo de flores», «A
J. R. J. y Z. C. A.» y un avance del «Libro de las alucionaciones»:
«Alucinación en Dublín», «Nocturno», «Renunciación», «Marina im¬
posible», «Yepes cocktail» (fragmento), «El mar en la llanura»,
«Inauguración del monumento», «Los andaluces», «Alucinación en
Salamanca», «El pasaporte» y «Cae el sol».

33
LIBRO DE LAS ALUCINACIONES. Editora Nacional, Madrid, 1964.
Imp. Bolados y Aguilar, S. A., Madrid. 4 h., 106 págs., 21 x 15,5. Con¬
tiene «Teoría y alucinación de Dublín» (21 poemas), «Un es cansado»
(9 poemas) y «Epílogo» (1 poema).
Dedicatoria: «A mi mujer, estas palabras con la brisa y el oleaje de
nuestro mar y de nuestra vida».
Premio de la Crítica de 1964.

CUANTO SE DE MI. Colección «Biblioteca Breve», de Ediciones Seix


Barral, S. A., Barcelona, 1974. Imp. Talleres de Ariel, S. A., Esplugas
de Llobregat, Barcelona. 2 h., 498 págs., 19,5 x 13. Contiene: Tierra
sin nosotros, Alegría, Con las piedras, con el viento..., Quinta
del 42, Estatuas yacentes, Cuanto sé de mi, Libro de las aluci¬
naciones y cinco poemas no recogidos en libro: «Fuegos de arti¬
ficio en honor de D. Pedro Calderón de la Barca», «A María Antonia
Dans», «Pinos», «Villancico», «Verdi, 1874». Va precedido el libro de
los textos del autor «Palabras para la presente edición» y «Prólogo
a Poesías completas, 1962».

ANTOLOGIA. Volumen CXXIII de Colección «Visor de Poesía», Edito¬


rial Alberto Corazón, Madrid, 1980. Imp. Talleres Gráficos Montaña,
Madrid. 4 h., 316 págs. 19,5 x 12,5. Selección e introducción de Auro¬
ra de Albornoz. Contiene: Tierra sin nosotros (23 poemas), Ale¬
gría (29 poemas), Con las piedras, con el viento... (9 poemas), Quin¬
ta del 42 (25 poemas), Estatuas yacentes (completo). Cuanto sé de
mí (20 poemas), Libro de las alucinaciones (22 poemas), Poemas de
agenda (no recogidos en libro): «Fueron dos mil quilómetros los
que volé sobre las olas», «Estas palabras», «Unos dedos de plata»,
«Brahms, Clara, Schumann» y «La casa».

JOSE HIERRO. (Antología). Estudio y selección de poemas, de Aurora


de Albornoz. Colección «Los poetas, 31», Madrid, Ediciones Júcar.
Cubierta: J. M. Domínguez, sobre diseño de Jas Hayden. Fotogra¬
fía: Aurora de Albornoz y Javier Oroz Pérez. 1.a edición: enero de
1982. Imp. Romanya/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona).
205 págs. 18 x 11. Contiene Tierra sin nosotros (8 poemas). Ale¬
gría (8 poemas), Con las piedras, con el viento... (3 poemas), Quin¬
ta del 42 (9 poemas), Cuanto sé de mí (8 poemas). Libro de las alu¬
cinaciones (9 poemas) y Poemas de agenda (I, II, III, IV, V).

— 34 —
DATE DUE / DATE DE RETOUR

38-297
CARR MCLEAN

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