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La casa de los salvajes , o La


casa del Conde de Miranda.
Por: Alexis Rodriguez D.

Un 22 de febrero, en tiempos ya de pos-pandemia, recorría


las calles de la vieja Madrid, allí me dejé llevar por mis pies
cansados de caminante del Camino de Santiago y avancé
buscando cosas diferentes, por esos lugares más allá de la
famosa Almudena, y anduve por los recovecos detrás del
Mercado San Miguel, esa modernidad consumista enmarcado
sobre lo que otrora fue el muy antiguo Mercado San Miguel, a
escasos metros de la Plaza Mayor de Madrid. 

Proseguí calle abajo buscando lo que no se me había perdido


y poco tiempo después estaba detenido frente a un sombrío
lugar, un espacio abierto rodeado de edificios antiguos color
ladrillo.
Miré a mi alrededor y no había nada físico que me atrajera. El
invierno aun castigaba al follaje de las pocas plantas del
lugar, pero al final después de recorrer con la mirada el lugar,
terminé poniendo mi vista sobre una losa colocada a lo alto
de una pared de la construcción la cual decía: “Plaza del
Conde de Miranda”.

¿Conde de Miranda?
No tiene nada que ver con Francisco de Miranda, me dije; así
que me dispuse a buscar en el internet de mi teléfono y
terminé recostándome de una pared mientras leía el macabro
relato que comparto a continuación:

La leyenda de la plaza del Conde de Miranda y las biblias


forradas con piel de niños.
La Villa de Madrid en el siglo XVIII, a caballo entre la ignorancia y la
superstición, es una fuente de cuentos y leyendas. Este pasaje tiene
que ver con una de las historias que, presuntamente, tuvieron lugar
en la época y de cómo la Inquisición demostró su poder. Si bien no
hay documentos que certifiquen esta crónica más allá de la
transmisión popular. Dicen estos escritos que, en la plaza del Conde
de Miranda, a unos pasos de sus homólogas de la Villa y Mayor, se
produjo la detención de una mujer que atormentó la ciudad por sus
aparentes prácticas impías.
Dice la leyenda negra de la Villa que a mediados del XVIII
una vendedora de biblias se hizo enormemente famosa en la zona.
Aunque cada ejemplar era extremadamente caro, era difícil encontrar
a alguien que no comprara o quisiera comprar uno de estos libros
sagrados. La explicación, reflejo de la idiosincrasia de aquella
sociedad, era que poseía condiciones milagrosas. Quien tuviera
una de estas biblias sería dichoso hasta los restos, hasta el punto de
que que tenía propiedades curativas y, como una suerte de lámpara,
concedía deseos a su propietario.
Sea como fuere, lo cierto es que la buena fama de estas biblias
pronto dio un giro radical. Acaso por envidias o competencias,
comenzó a extenderse la creencia de que no solo es que no tuviera
tintes divinos, sino todo lo contrario. Estaban malditas. Y para
apuntalar la teoría se dijo que el forro que revestía los ejemplares
estaba hecho a base de pieles de niños muertos. Era la propia
mujer quien, supuestamente, acudía a los cementerios para arrancar
la piel de los pequeños recientemente fallecidos. El bulo (o verdad)
surtió efecto y fue perseguida hasta que se dio con ella. La Santa
Inquisición la encontró en la plaza del Conde de Miranda y
la condenó a muerte. Aunque, efectivamente, no hay constancia del
castigo que se le impuso, no es descabellado pensar en los horrores a
los que fue sometida, dada la fama del tribunal.

Sin duda alguna, en esas ciudades antiguas encontramos historias,


leyendas y mitos que pueden llegar a impresionarnos. En esos
tiempos tan bizarros, donde cualquier cosa que se nos ocurra podía
suceder, no sería imposible que esta leyenda no este nutrida por
alguna verdad.

Alexis Rodriguez D.

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