Está en la página 1de 124

Jean Baudrillard se ha convertido en el sociólogo por antonomasia de la era

«post-marxista». Sus análisis sobre el mundo de los signos, el fin de los


social, del delirio de explicarlo todo, se han hecho celebres. Un atentado
terrorista, ¿es una farsa política? La búsqueda de pruebas «objetivas» se
pierde en el vértigo interpretativo. El caso es que nos enfrentamos con una
lógica de la simulación que no tiene ya nada que ver con la lógica de los
hechos. La simulación se caracteriza por la precisión del modelo sobre el
hecho.
En mundo entero ya no es real sino que pertenece al orden de lo hiperreal y
de la simulación. No se trata ya de interpretar falsamente la realidad
(ideología) sino de ocultar que la realidad ya no es necesaria.
Las masas absorben toda la electricidad de lo social y de lo político; la
neutralizan sin retorno. Las masas no son buenas conductoras, no irradian
sino que, al contrario, absorben toda la radiación de la Historia, de la
Cultura, del Sentido. Las masas son inercia; son el poder de lo neutro, un
fenómeno altamente implosivo.
Con una prosa nerviosa y sincopada, con un aliento cuasi profético, con una
sensibilidad ya post-moderna, Jean Baudrillard va desarrollando sus mas
provocativas ideas a lo largo de los ensayos que componen este libro.
Jean Baudrillard

Cultura y simulacro
ePub r1.1
Titivillus 20.01.2023
Título original: Simulacres et simulation
Jean Baudrillard, 1977
Traducción: Pere Rovira & Antoni Vicens

Editor digital: Titivillus


Primer editor: Ascheriit (r1.0)
ePub base r2.1
Índice de contenido

Cubierta

Cultura y simulacro

La precesión de los simulacros

El efecto Beaubourg

A la sombra de las mayorías silenciosas

El fin de lo social

Acerca del autor

Notas
LA PRECESIÓN DE
LOS SIMULACROS

Si ha podido parecemos la más bella alegoría de la simulación aquella


fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan
detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio (aunque el
ocaso del Imperio contempla el paulatino desgarro de este mapa que acaba
convertido en una ruina despedazada cuyos jirones se esparcen por los
desiertos —belleza metafísica la de esta abstracción arruinada, dando fe del
orgullo característico del Imperio y a la vez pudriéndose como una carroña,
regresando al polvo de la tierra, pues no es raro que las imitaciones lleguen
con el tiempo a confundirse con el original) pero esta es una fábula caduca
para nosotros y no guarda más que el encanto discreto de los simulacros de
segundo orden.
Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del
espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una
referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de
algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al
mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio
—PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera preciso
retomar la fábula, hoy serían los jirones del territorio los que se pudrirían
lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los
del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no
son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real.
De hecho, incluso invertida, la metáfora es inutilizable. Lo único que
quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con
el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo
real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Pero no se trata ya ni de
mapa ni de territorio. Ha cambiado algo más: se esfumó la diferencia
soberana entre uno y otro que producía el encanto de la abstracción. Es la
diferencia la que produce simultáneamente la poesía del mapa y el embrujo
del territorio, la magia del concepto y el hechizo de lo real. El aspecto
imaginario de la representación —que culmina y a la vez se hunde en el
proyecto descabellado de los cartógrafos— de un mapa y un territorio
idealmente superpuestos, es barrido por la simulación —cuya operación es
nuclear y genética, en modo alguno especular y discursiva. La metafísica
entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y
de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de
la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de
células miniaturizadas, de matrices y de memorias, de modelos de encargo
—y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. No
posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o
negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que
nada imaginario lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis
irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera.
En este paso a un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni la de
la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de todos
los referentes —peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas de
signos, material más dúctil que el sentido, en tanto que se ofrece a todos los
sistemas de equivalencias, a todas las oposiciones binarias, a toda el álgebra
combinatoria. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de
parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es
decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble
operativo, máquina de índole reproductiva, programática, impecable, que
ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias.
Lo real no tendrá nunca más ocasión de producirse —tal es la función vital
del modelo en un sistema de muerte, o, mejor, de resurrección anticipada que
no concede posibilidad alguna ni al fenómeno mismo de la muerte. Hiperreal
en adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo
imaginario, no dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a
la generación simulada de diferencias.
Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que
no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la
cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que
finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que
está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos
síntomas de ella». (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el
principio de realidad: hay una diferencia clara, solo que enmascarada. Por
su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y
de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no
está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas?
Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no-enfermo.
La psicología y la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la
enfermedad inencontrable en lo sucesivo.

Pues si cualquier síntoma puede ser «producido» y no se recibe ya como un


hecho natural, toda enfermedad puede considerarse simulable y simulada y la
medicina pierde entonces su sentido al no saber tratar más que las
enfermedades «verdaderas» según sus causas objetivas. La psicosomática
evoluciona de manera turbia en los confines del principio de enfermedad. En
cuanto al psicoanálisis, remite el síntoma desde el orden orgánico al orden
inconsciente: una vez más este es considerado más «verdadero» que el otro.
Pero ¿por qué habría de detenerse el simulacro en las puertas del
inconsciente? ¿Por qué el «trabajo» del inconsciente no podría ser
«producido» de la misma manera que no importa qué síntoma de la medicina
clásica? Así lo son ya los sueños.
Claro está, el médico alienista pretende que «existe para cada forma de
alienación mental un orden particular en la sucesión de síntomas que el
simulador ignora y cuya ausencia no puede engañar al médico alienista». Lo
anterior (que data de 1865), para salvar a toda costa un principio de verdad
y escapar así a la problemática que la simulación plantea —a saber: que la
verdad, la referencia, la causa objetiva, han dejado de existir
definitivamente. ¿Qué puede hacer la medicina con lo que fluctúa en los
límites de la enfermedad o de la salud, con la reproducción de la enfermedad
en el seno de un discurso que ya no es verdadero ni falso? ¿Qué puede hacer
el psicoanálisis con la repetición del discurso del inconsciente dentro de un
discurso de simulación que jamás podrá ser desenmascarado al haber dejado
de ser falso?
¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente, los
desenmascara y los castiga en base a patrones fijos, y preclaros, de
detección. Hoy por hoy, puede reformar al mejor de los simuladores como si
de un homosexual, un cardíaco o un loco «verdaderos» se tratara. Incluso la
psicología militar retrocede ante las claridades cartesianas y se resiste a
llevar a cabo la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el síntoma
«producido» y el síntoma auténtico: «Si interpreta tan bien el papel de loco
es que lo está». Y no se equivoca: en este sentido, todos los locos simulan, y
esta indistinción constituye la peor de las subversiones. Precisamente contra
ella se ha armado la razón clásica con todas sus categorías, pero las ha
desbordado y el principio de verdad ha quedado de nuevo cubierto por las
aguas.
Más allá de la medicina y del ejército, campos predilectos de la
simulación, el asunto remite a la religión y al simulacro de la divinidad:
«Prohibí que hubiera imágenes en los templos porque la divinidad que anima
la naturaleza no puede ser representada». Precisamente sí puede serlo, pero
¿qué va a ser de ella si se la divulga en iconos, si se la disgrega en
simulacros? ¿Continuará siendo la instancia suprema que solo se encarna en
las imágenes como representación de una teología visible? ¿O se volatilizará
quizá en los simulacros, los cuales, por su cuenta, despliegan su fasto y su
poder de fascinación, sustituyendo el aparato visible de los iconos a la Idea
pura e inteligible de Dios? Justamente es esto lo que atemorizaba a los
iconoclastas, cuya querella milenaria es todavía la nuestra de hoy[1]. Debido
en gran parte a que presentían la todopoderosidad de los simulacros, la
facultad que poseen de borrar a Dios de la conciencia de los hombres; la
verdad que permiten entrever, destructora y anonadante, de que en el fondo
Dios no ha sido nunca, que solo ha existido su simulacro, en definitiva, que
el mismo Dios nunca ha sido otra cosa que su propio simulacro, ahí estaba el
germen de su furia destructora de imágenes. Si hubieran podido creer que
estas no hacían otra cosa que ocultar o enmascarar la Idea platónica de Dios,
no hubiera existido motivo para destruirlas, pues se puede vivir de la idea
de una verdad modificada, pero su desesperación metafísica nacía de la
sospecha de que las imágenes no ocultaban absolutamente nada, en suma, que
no eran en modo alguno imágenes, sino simulacros perfectos, de una
fascinación intrínseca eternamente deslumbradora. Por eso era necesario a
toda costa exorcizar la muerte del referente divino.
Está claro, pues, que los iconoclastas, a los que se ha acusado de
despreciar y de negar las imágenes, eran quienes les atribuían su valor
exacto, al contrario de los iconólatras que, no percibiendo más que sus
reflejos, se contentaban con venerar un Dios esculpido. Inversamente,
también puede decirse que los iconólatras fueron los espíritus más
modernos, los más aventureros, ya que tras la fe en un Dios posado en el
espejo de las imágenes, estaban representando la muerte de este Dios y su
desaparición en la epifanía de sus representaciones (no ignoraban quizá que
estas ya no representaban nada, que eran puro juego, aunque juego peligroso,
pues es muy arriesgado desenmascarar unas imágenes que disimulan el vacío
que hay tras ellas).
Así lo hicieron los jesuitas al fundar su política sobre la desaparición
virtual de Dios y la manipulación mundana y espectacular de las conciencias
—desaparición de Dios en la epifanía del poder—, fin de la trascendencia
sirviendo ya solo como coartada para una estrategia liberada de signos y de
influencias. Tras el barroco de las imágenes se oculta la eminencia gris de la
política.
Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder
mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo,
del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la identidad
divina. A este poder exterminador se opone el de las representaciones como
poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo Real. Toda la fe y la
buena fe occidentales se han comprometido en esta apuesta de la
representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del sentido, que
un signo pueda cambiarse por sentido y que cualquier cosa sirva como
garantía de este cambio —Dios, claro está. Pero ¿y si Dios mismo puede ser
simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de él? Entonces, todo el
sistema queda flotando convertido en un gigantesco simulacro —no en algo
irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo trocarse por lo real pero
dándose a cambio de sí mismo dentro de un circuito ininterrumpido donde la
referencia no existe.

Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia,


de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión
y eliminación de toda referencia. Mientras que la representación intenta
absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la
simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como
simulacro.
Las fases sucesivas de la imagen serían estas:
• es el reflejo de una realidad profunda;
• enmascara y desnaturaliza una realidad profunda;
• enmascara la ausencia de realidad profunda;
• no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y
puro simulacro.
En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la representación
pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una mala apariencia y
es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una apariencia y
pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no corresponde al orden
de la apariencia, sino al de la simulación.
El momento crucial se da en la transición desde unos signos que
disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros
remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún
la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la
simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio
Final que separe lo falso de lo verdadero, lo real de su resurrección
artificial, pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano.
Cuando lo real ya no es lo que era, la nostalgia cobra todo su sentido.
Pujanza de los mitos del origen y de los signos de realidad. Pujanza de la
verdad, la objetividad y la autenticidad segundas. Escalada de lo verdadero,
de lo vivido, resurrección de lo figurativo allí donde el objeto y la sustancia
han desaparecido. Producción enloquecida de lo real y lo referencial,
paralela y superior al enloquecimiento de la producción material: así
aparece la simulación en la fase que nos concierne —una estrategia de lo
real, de neoreal y de hiperreal, doblando por doquier una estrategia de
disuasión.

La etnología rozó la muerte un día de 1971 en que el gobierno de Filipinas


decidió dejar en su medio natural, fuera del alcance de los colonos, los
turistas y los etnólogos, las pocas docenas de Tasaday recién descubiertos en
lo más profundo de la jungla donde habían vivido durante ocho siglos sin
contacto con ningún otro miembro de la especie. La iniciativa de esta
decisión partió de los mismos antropólogos que veían a los Tasaday
descomponerse rápidamente en su presencia, como una momia al aire libre.
Para que la etnología viva es necesario que muera su objeto. Este, por
decirlo de algún modo, se venga muriendo de haber sido «descubierto» y su
muerte es un desafío para la ciencia que pretende aprehenderlo (¿acaso no
ocurre así con toda ciencia, incluso con las no humanas?). Esta queda
instalada sobre una estrecha franja, sobre la cornisa paradójica a que la
somete la evanescencia de su objeto en su aprehensión misma, y la reversión
implacable que ejerce sobre ella este objeto muerto. Como Orfeo, la ciencia
se vuelve siempre demasiado pronto hacia su objeto, y, como Eurídice, este
regresa a los infiernos.
Es contra este infierno de la paradoja contra lo que los etnólogos
quisieron prevenirse cerrando el cinturón de seguridad de la selva virgen en
torno a los Tasaday. Nadie podrá rozar siquiera su mundo: el yacimiento se
clausura como si fuera una mina agotada. La ciencia pierde con ello un
capital precioso, pero el objeto queda a salvo, perdido para ella, pero
intacto en su «virginidad». No se trata de un sacrificio (la ciencia nunca se
sacrifica, siempre ha preferido el homicidio), sino de un sacrificio simulado
de su objeto a fin de preservar su principio de realidad. El Tasaday
congelado en su medio ambiente natural va a servirle de coartada perfecta,
de fianza eterna. Se inicia a sí una «antietnología» interminable de la que,
bajo otro prisma, dan variado testimonio Jaulin y Castaneda. De todos
modos, la evolución lógica de la ciencia consiste en alejarse cada vez más
de su objeto hasta llegar a prescindir de él: tal autonomía es una fantasía más
y afecta en realidad a su forma pura.
El indio así recluido en el ghetto, en el ataúd de cristal de la selva
virgen, se reconvierte en el modelo de simulación de todos los indios
posibles de antes de la etnología. Esta se permite de este modo el lujo, y la
ilusión, de encarnarse en una especie de más allá de ella misma, en la
realidad «bruta» de estos indios completamente reinventados por ella —
salvajes que le deben a la etnología; él seguir siéndolo. No está mal el giro y
no es pequeño el triunfo para una ciencia que parecía consagrada a
destruirlos.
Naturalmente, estos salvajes son ya póstumos: congelados, esterilizados,
protegidos «hasta la muerte», se han convertido en simulacros referenciales
y la ciencia misma ha devenido simulación pura. Lo mismo se ha hecho en
Creusot museificando sobre el terreno, como testimonio «histórico» de su
época, barrios obreros enteros, zonas metalúrgicas vivas, una cultura
completa, hombres mujeres y niños comprendidos, con su lenguaje y sus
costumbres, fosilizados en vida en una prisión a la vista de todos. El museo,
en vez de quedar circunscrito a un reducto geométrico, aparece ya por todas
partes, como una dimensión más de la vida. Así, la etnología, en vez de
circunscribirse a su papel de ciencia objetiva, va en adelante a
generalizarse, liberada de su objeto, a todas las cosas vivas y va también a
hacerse invisible, como una cuarta dimensión omnipresente, la dimensión del
simulacro. Todos nosotros somos ya Tasaday, indios reconvertidos en lo que
eran, es decir en lo que la etnología los ha convertido, indios-simulacro que
proclaman en definitiva la verdad universal de la etnología.
Todos nosotros somos pasados vivientes bajo la luz espectral de la
etnología, o de la antietnología, que no es más que la forma pura de la
etnología triunfal, bajo el signo de las diferencias muertas y de la
resurrección de las diferencias. Es pues de una inocencia mayúscula el ir a
buscar la etnología entre los salvajes o en un Tercer Mundo cualquiera,
porque la etnología está aquí, en todas partes, en las metrópolis, entre los
blancos, en un mundo completamente recensado, analizado y luego
resucitado artificialmente disfrazándolo de realidad, en un mundo de la
simulación, de alucinación de la verdad, de chantaje a lo real, de asesinato
de toda forma simbólica y de su retrospección histérica e histórica; muerte
de la que los salvajes, nobleza obliga, han pagado los primeros la cuenta,
pero que hace mucho tiempo que se ha extendido a todas las sociedades
occidentales.
Pero al mismo tiempo, la etnología nos brinda su única y última lección,
el secreto que la mata (y que los salvajes conocen mucho mejor que ella), la
venganza del muerto.
La clausura del objeto científico es idéntica a la de los locos y a la de
los muertos. De igual modo que la sociedad entera está irremediablemente
contaminada por el espejo de la locura que ella misma ha colocado ante sí,
la ciencia no pueda más que morir contaminada por la muerte de un objeto
que es su espejo invertido. Aparentemente es ella quien lo domina, pero de
hecho él la inviste en profundidad, según una reversión consciente, no dando
más que respuestas muertas y circulares a una pregunta muerta y circular.
Nada cambia cuando la sociedad rompe el espejo de la locura (abole los
asilos, devuelve la palabra a los locos, etc.), ni cuando la ciencia parece
romper el espejo de su objetividad (abolirse frente a su objeto como en
Castaneda, etcétera) e inclinarse ante las «diferencias». A la modalidad del
encierro sucede la de un dispositivo innombrable, pero nada ha cambiado. A
medida que la etnología se hunde en su institución clásica, se sobrevive en
una antietnología cuya tarea es la de volver a inyectar diferencia-ficción
entre los salvajes, o salvaje-ficción en todos los intersticios, para ocultar
que es este mundo, el nuestro, el que vuelve a ser salvaje a su manera, es
decir, devastado por la diferencia y por la muerte.
Del mismo modo, siempre bajo el pretexto de salvar el original, se ha
prohibido visitar las grutas de Lascaux, pero se ha construido una réplica
exacta a 500 metros del lugar para que todos puedan verlas (se echa un
vistazo por la mirilla a la gruta auténtica y después se visita la
reproducción). Es posible que incluso el recuerdo mismo de las grutas
originales se difumine en el espíritu de las generaciones futuras, pero no
existe ya desde ahora diferencia alguna, el desdoblamiento basta para
reducir a ambas al ámbito de lo artificial.
La ciencia y la técnica se han movilizado también recientemente para
salvar la momia de Ramsés II tras haberla dejado pudrirse durante varias
décadas en el fondo de un museo. El pánico invade de pronto a occidente
ante la idea de no poder salvar lo que el orden simbólico había sabido
conservar durante cuarenta siglos, aunque lejos de las miradas y de la luz.
Ramsés no significa nada para nosotros, solo la momia tiene un valor
incalculable puesto que es la que garantiza que la acumulación tiene sentido.
Toda nuestra cultura lineal y acumulativa se derrumbaría si no fuéramos
capaces de preservar la «mercancía» del pasado al sacarla a la luz. Para
esto es preciso extraer a los faraones de sus tumbas y a las momias de su
silencio: hay que exhumarlos y rendirles honores militares. Estos viejos
cadáveres son el blanco de la ciencia y de los gusanos al mismo tiempo.
Solo el secreto absoluto les garantizaba su poder milenario —dominio de la
podredumbre que significaba el dominio del ciclo total de intercambios con
la muerte. Nosotros solo sabemos poner nuestra ciencia al servicio de la
restauración de la momia, es decir, solo sabemos restaurar un orden visible,
mientras que el embalsamiento suponía un trabajo mítico orientado a
inmortalizar una dimensión oculta.
Precisamos un pasado visible, un continuum visible, un mito visible de
los orígenes que nos tranquilice acerca de nuestros fines, pues en el fondo
nunca hemos creído en ellos. De ahí la histórica escena de la recepción de la
momia en el aeropuerto de Orly, ¿acaso porque Ramsés fue una gran figura
despótica y militar? Posible mente, pero sobre todo porque nuestra cultura
sueña, tras este poder difunto que intenta anexionar, en un orden que no haya
tenido nada que ver con ella, y sueña en él porque lo ha exterminado al
exhumarlo, igual que su propio pasado.
Estamos fascinados por Ramsés igual que los cristianos del
Renacimiento lo estaban por los indios de América, aquellos seres
(¿humanos?) que nunca habían oído la palabra de Cristo. Hubo también, en
los inicios de la colonización, un momento de estupor y deslumbramiento
ante la posibilidad de escapar a la ley universal del Evangelio. Una de dos:
o se admitía que esta ley no era universal, o se exterminaba a los indios para
borrar las pruebas. En general, se contentaron con convertirlos o
simplemente con descubrirlos, lo que bastaba para exterminarlos lentamente.
De este modo, habrá bastado con exhumar a Ramsés para exterminarlo
museificándolo. Las momias no son consumidas por los gusanos sino que
perecen al trasladarlas desde el ritmo lento de lo simbólico, dueño de la
podredumbre y de la muerte, al orden de la historia, la ciencia y el museo, el
nuestro, que nada domina ya, que solo sabe volcar a lo que lo ha precedido a
la podredumbre y a la muerte para tratar acto seguido de resucitarlo
mediante la ciencia. Violencia irreparable hacia todos los secretos,
violencia de una civilización sin secreto, odio de toda una civilización
contra sus propias bases.
Igual que la etnología jugando a desligarse de su objeto para reafirmarse
mejor en su forma pura, la desmuseificación es una vuelta más en la espiral
de la artificialidad. Ejemplo de ello, el claustro de Sant Miquel de Cuixà
que va a ser repatriado, con grandes gastos, desde los Cloysters de New
York para reinstalarlo en su lugar de origen… Y todo el mundo aplaude esta
restitución (como en la «operación experimental de reconquista de las
aceras» de los Campos Elíseos). Así, si la exportación de los capiteles fue,
efectivamente, un acto arbitrario, si, en efecto, los Cloysters de New York
son un mosaico artificial de todas las culturas (según la lógica de la
centralización capitalista del valor), la reimportación a los lugares de origen
es aún más artificial: constituye el simulacro total que recupera la
«realidad» mediante una circunvolución completa.
Vista la cosa en profundidad, sería mejor que el claustro permaneciera
en New York, aquel es su lugar, en un ambiente simulado, una especie de
Disneylandia de la escultura y de la arquitectura que por lo menos no engaña
a nadie. Repatriarlo no es más que un subterfugio suplementario para poder
actuar como si nada hubiera ocurrido y gozar de la alucinación retrospectiva.
Una mistificación más honda todavía.
Los americanos se vanaglorian de haber hecho posible que la población
india vuelva a ser la misma que antes de la conquista. Como si nada hubiera
sucedido. Se borra todo y se vuelve a empezar. La restitución del original
difumina la exterminación. Incluso llegan a presumir de mejoras, de
sobrepasar la cifra original. He aquí la prueba de la superioridad de la
civilización: llegará a producir más indios de los que estos mismos eran
capaces de producir. Por una siniestra irrisión, tal superproducción es una
forma más de exterminio: la cultura india, como toda cultura tribal, se apoya
en la limitación del grupo y en el rechazo de todo crecimiento demográfico
«libre», como puede apreciarse en Ishi. Se da, pues, ahí, en la promoción
«libre» de los indios por parte de los americanos, un contrasentido total, un
paso más en la exterminación simbólica.
De este modo, por todas partes vivimos en un universo extrañamente
parecido al original —las cosas aparecen dobladas por su propia
escenificación, pero este doblaje no significa una muerte inminente pues las
cosas están en él ya expurgadas de su muerte, mejor aún, más sonrientes, más
auténticas bajo la luz de su modelo, como los rostros de las funerarias.
Disneylandia con las dimensiones de todo un universo.

Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros


entremezclados. En principio es un juego de ilusiones y de fantasmas: los
Piratas, la Frontera, el Mundo Futuro, etcétera. Suele creerse que este mundo
imaginario es la causa del éxito de Disneylandia, pero lo que atrae a las
multitudes es, sin duda y sobre todo, el microcosmos social, el goce
religioso, en miniatura, de la América real, la perfecta escenificación de los
propios placeres y contrariedades. Uno aparca fuera, hace cola estando
dentro y es completamente abandonado al salir. La única fantasmagoría en
este mundo imaginario proviene de la ternura y calor que las masas emanan y
del excesivo número de gadgets aptos para mantener el efecto multitudinario.
El contraste con la soledad absoluta del parking —auténtico campo de
concentración—, es total. O, mejor: dentro, todo un abanico de gadgets
magnetiza a la multitud canalizándola en flujos dirigidos; fuera, la soledad,
dirigida hacia un solo gadget, el «verdadero», el automóvil. Por una extraña
coincidencia (aunque sin duda tiene que ver con el embrujo propio de
semejante universo), este mundo infantil congelado resulta haber sido
concebido y realizado por un hombre hoy congelado también: Walt Disney,
quien espera su resurrección arropado por 180 grados centígrados.
Por doquier, pues, en Disneylandia, se dibuja el perfil objetivo de
América, incluso en la morfología de los individuos y de la multitud. Todos
los valores son allí exaltados por la miniatura y el dibujo animado.
Embalsamados y pacificados. De ahí la posibilidad (L. Marín lo ha llevado
a cabo excelentemente en «Utópiques, Jeux d’Espaces») de un análisis
ideológico de Disneylandia: núcleo del «american way of life», penegírico
de los valores americanos, etc., trasposición idealizada, en fin, de una
realidad contradictoria. Pero todo esto oculta otra cosa y tal trama
«ideológica» no sirve más que como tapadera de una simulación de tercer
orden: Disneylandia existe para ocultar que es el país «real», toda la
América «real», una Disneylandia (al modo como las prisiones existen para
ocultar que es todo lo social, en su banal omnipresencia, lo que es
carcelario). Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de
hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles,
América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y
de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la
ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto,
de salvar el principio de realidad.
Lo imaginario de Disneylandia no es ni verdadero ni falso, es un
mecanismo de disuasión puesto en funcionamiento para regenerar a
contrapelo la ficción de lo real. Degeneración de lo imaginario que traduce
su irrealidad infantil. Semejante mundo se pretende infantil para hacer creer
que los adultos están más allá, en el mundo «real», y para esconder que el
verdadero infantilismo está en todas partes y es el infantilismo de los adultos
que viene a jugar a ser niños para convertir en ilusión su infantilismo real.
Además, Disneylandia no es un caso único. Enchanted Village, Magic
Mountain, Marine World… Los Angeles está rodeada de esta especie de
centrales imaginarias que alimentan con una energía propia de lo real una
ciudad cuyo misterio consiste precisamente en no ser más que un canal de
circulación incesante, irreal. Ciudad de extensión fabulosa, pero sin espacio,
sin dimensión. Tanto como de centrales eléctricas y atómicas, tanto como de
estudios de cine, esta ciudad, que no es más que un inmenso escenario y un
travelling perpetuo, tiene necesidad del viejo recurso imaginario hecho de
signos infantiles y de espejismos trucados.
Disneylandia muestra que lo real y lo imaginario perecen de la misma
muerte. A una realidad diáfana responde una imaginación exangüe.
Pero hubo un tiempo de poder para lo imaginario de igual modo que
hubo una fase de poder de lo real, aunque ambas se hayan cumplido ya hoy
en día. Los juegos de la ilusión tuvieron su momento triunfal desde el
Renacimiento hasta la Revolución, en el teatro, el Barroco, la pintura y las
peripecias «menores» del engaño visual. Este presenta en dos dimensiones
lo que en realidad tiene tres: el universo «real», pero de repente da un salto
hasta la cuarta, la que precisamente le falta al espacio realista del
Renacimiento. Nunca se vio con mayor claridad que se trata de seccionar lo
real para abrirse a lo imaginario. Escamotear una verdad tras otra, un hecho
tras otro, una palabra tras otra, escamotear lo real a lo real, tal es la potestad
de la seducción. Si el poder tiene tres dimensiones, la seducción se inicia
con una dimensión de menos. Esto es justamente lo que nos revela el
«studiolo» del Palazzo Ducale de Urbino.
Minúsculo santuario engañoso en el corazón del inmenso espacio del
palacio. Todo el palacio es el triunfo de una sabia perspectiva
arquitectónica, de un espacio desplegado de acuerdo con las reglas. El
«studiolo» es un microcosmos inverso: separado del resto del palacio, sin
ventanas, sin espacio propiamente dicho, el espacio está en él perpetrado
por simulación. Si todo el palacio constituye el acto arquitectónico por
excelencia, el discurso manifiesto del arte (y del poder), ¿qué pasa con la
ínfima célula del «studiolo» que, como una especie de otro lugar sagrado,
flanquea la capilla desprendiendo cierto tufillo a sacrilegio y alquimia? Lo
que se baraja ahí con el espacio y, por tanto, con todo el sistema de
representaciones que ordena el palacio y la república, no está muy claro.
Se trata de un espacio privadísimo, es patrimonio del príncipe como el
incesto y la transgresión fueron monopolio de los reyes. Tiene lugar aquí un
cambio total de las reglas del juego que conduce a suponer que todo el
espacio exterior, el del palacio y, más allá, el de la ciudad, que el espacio
mismo del poder, el espacio político, puede que no sea más que un efecto de
perspectiva. Un secreto tan peligroso, una hipótesis tan radical, el príncipe
se preocupa de guardarlos para él, solo para sí y en la intimidad más
rigurosa: quizás reside ahí justamente el secreto de su poder. Después de
Maquiavelo los políticos quizás han sabido siempre que el dominio de un
espacio simulado está en la base del poder, que la política no es una función,
un territorio o un espacio real, sino un modelo de simulación cuyos actos
manifiestos no son más que el efecto realizado. Es este punto ciego del
palacio, este lugar cercenado de la arquitectura y de la vida pública, el que,
en cierto modo, rige el conjunto, no según una determinación directa, sino
por una especie de inversión metafísica, de transgresión interna, de
revolución de la regla operada en secreto como en los rituales primitivos, de
agujero en la realidad —simulacro oculto en el corazón de la realidad y del
que esta depende en toda su operación.
Ocurre igual con el «studiolo» de Montefeltre: es el secreto inverso
(¿perverso?) de la no existencia en el fondo de la realidad, secreto de la
siempre posible reversibilidad del espacio «real» en lo profundo, incluido
el espacio político —secreto que rige lo político—, y que se perdió luego
por completo, en la ilusión de la «realidad» de las masas.
En el truco visual no se trata nunca de confundirse con lo real, sino de
producir un simulacro, con plena conciencia del juego y del artificio. Se
trata, mimando la tercera dimensión, de introducir la duda sobre la realidad
de esta tercera dimensión y, mimando y sobrepasando el efecto de lo real, de
lanzar la duda radical sobre el principio de realidad. Pues la tercera
dimensión, la de la prospectiva, es también la dimensión de la mala
conciencia del signo para con la realidad y toda la pintura desde el
Renacimiento está podrida de esta mala conciencia.
Si existe una especie de milagro del truco, jamás se da en la ejecución
«realista» —las uvas de Zeuxis, tan reales que los pájaros las picoteaban.
Absurdo. El milagro no puede darse nunca en el colmo del realismo, sino
precisamente al contrario, en el desfallecimiento repentino de la realidad y
en el vértigo que produce hundirse en él. Esta pérdida del escenario de lo
real es la que revela la familiaridad súbita, surreal, de los objetos. Cuando
la organización jerárquica del espacio real bajo el privilegio de la visión,
cuando esta prospectiva simulada —pues no es más que un simulacro— se
deshace, surge otra cosa que, a falta de algo mejor, expresamos en términos
de tacto, de una hiperpresencia táctil de las cosas, «como si fuera posible
tocarlas y llevárselas». Pero no nos engañemos, este espejismo de presencia
táctil no tiene nada que ver con nuestro sentido real del tacto: es una
metáfora de la «aprehensión» correspondiente a la abolición de la escena y
del espacio representativo. De golpe, esta aprehensión, que es el milagro del
engaño visual, resurge sobre todo el llamado mundo «real» circundante,
revelándonos que la «realidad» nunca es otra cosa que un mundo
jerárquicamente escenificado, objetivado según las reglas de la profundidad,
y revelándonos también que la realidad es un principio bajo cuya
observancia se regulan toda la pintura, la escultura y la arquitectura de la
época, pero nada más que un principio, y un simulacro al que pone fin la
hipersimulación experimental del engaño visual.

Watergate. Escenario idéntico al de Disneylandia, efecto imaginario


ocultando que no existe ya realidad ni más allá ni más acá de los límites del
perímetro artificial. Efecto de escándalo en este caso, ocultando que no hay
diferencia alguna entre los hechos y su denuncia (los métodos usados por los
hombres de la CIA y por los periodistas del Washington Post son idénticos).
La misma operación de disuasión destinada a regenerar ya, por medio del
escándalo, un principio moral y político, ya, a través de lo imaginario, un
principio de realidad en extinción.
La denuncia del escándalo es siempre un homenaje tributado a la ley.
Con Watergate se ha logrado ante todo imponer la idea de que Watergate fue
un escándalo —lo que en este sentido ha constituido una operación de
intoxicación prodigiosa, una buena dosis de reinyección de moral política a
escala mundial. Puede decirse con Bourdieu: «Lo característico de toda
tensión de fuerzas es disimularse como tal y lograr toda su potencia
precisamente gracias a este disimulo», entendiendo lo anterior de este modo:
el capital, inmoral, y sin escrúpulos, solo puede ejercerse tras una
superestructura moral, quienquiera que regenera esta moralidad pública (sea
a través de la indignación, de la denuncia, etc.) trabaja espontáneamente para
el orden del capital. Así lo hicieron los periodistas del Washington Post.
Pero esto no sería más que la fórmula de la ideología y cuando Bourdieu
lo enuncia sobreentiende la «relación de fuerzas» como verdad de la
dominación capitalista y, también él, denuncia esta relación como escándalo,
situándose en la misma posición determinante y moralista que los periodistas
del Washington Post. Lleva a cabo el mismo trabajo de purga y
relanzamiento de un orden moral, de un orden de verdad donde se engendra
la auténtica violencia simbólica del orden social, más allá de todas las
relaciones de fuerzas que no son sino su configuración movediza e
indiferente en la conciencia moral y política de los hombres.
Bourdieu enmascara que el capital no significa en modo alguno un orden
de la racionalidad, de la moralidad o de las relaciones de fuerzas, y como
los periodistas del Washington Post, no hace más que simular para
denunciarla, una instancia ideal del capitalismo. Ahora bien, esto es todo lo
que el capital nos pide: recibirlo como racional o combatirlo en nombre de
la racionalidad, recibirlo como moral o combatirlo en nombre de la
moralidad. Se trata de lo mismo, y semejante peripecia puede leerse bajo
otra forma: antaño se ponía empeño en disimular un escándalo, hoy el
empeño se pone en ocultar que no lo es.
Watergate no es un escándalo, he aquí lo que es preciso decir a toda
costa, pues es lo que todo el mundo, y antes que nadie los denunciantes, se
dedican a ocultar. Semejante disimulo enmascara un ahondamiento de la
moralidad, de la (puesta en) escena primitiva del capital: su pánico moral, a
medida que nos acercamos a la crueldad instantánea, su incomprensible
ferocidad, su inmoralidad fundamental —he aquí lo realmente escandaloso,
inaceptable para el sistema de equivalencia moral y económica que
constituye el axioma del pensamiento de la izquierda desde el Siglo de las
Luces hasta el comunismo. Se le imputa al capital la idea del contrato, pero a
él le tiene sin cuidado pues es una empresa monstruosa, sin principios, un
punto y nada más. El pensamiento iluminado es el que intenta controlarlo
imponiéndole reglas y toda recriminación con avisos de pensamiento
revolucionario está hoy acusando al capital de no seguir las reglas del juego:
«el poder es injusto, su justicia es una justicia de clase, el capital nos
explota…», como si el capital estuviera ligado por un contrato a la sociedad
que rige. Es la izquierda la que tiende al capital el espejo de la equivalencia
esperando que quede prendido en él, prendido en la fantasmagoría del
contrato social y cumpliendo sus cláusulas, redistribuyendo su deuda entre
toda la sociedad (al mismo tiempo, la revolución ya no es necesaria: basta
con que el capital se adhiera a la fórmula racional del cambio).
Pero el capital no ha estado nunca unido por un contrato a la sociedad
que domina. Es una hechicería de la relación social, un desafío a la
sociedad, y como a tal debe respondérsele. No es un escándalo que
denunciar según la racionalidad moral o económica, es un desafío que hay
que aceptar según la regla simbólica.
Watergate no ha sido, pues, más que una trampa tendida por el sistema a
sus adversarios —simulación de escándalo con fines regeneradores. Esto
estaría encarnado en el film por el personaje de «Deep Throat», de quien se
ha dicho que era la eminencia gris de los republicanos manipulando a los
periodistas de izquierda para desembarazarse de Nixon. ¿Por qué no?, todas
las hipótesis son posibles aunque esta, además, es superflua: la izquierda se
basta muy bien para realizar ella sola, y sin complejos, el trabajo de la
derecha. Sería, pues, muy inocente encontrar ahí una especie de amarga
buena conciencia, ya que la derecha, por su parte, realiza también
espontáneamente el trabajo de la izquierda. Todas las hipótesis de
manipulación son reversibles en el seno de un torniquete sin fin: la
manipulación es una causalidad flotante donde positividad y negatividad se
engendran y se recubren, donde ya no existe activo ni pasivo. Solo con la
detención arbitraria de esta causalidad giratoria podrá ser salvado un
principio de realidad política. Solo mediante la simulación de un campo de
perspectiva restringido, convencional, en el que las premisas y las
consecuencias de un acto o de un suceso sean calculables, puede mantenerse
cierta verosimilitud política (y, naturalmente, el análisis «objetivo», la
lucha, etc.). Si se contempla el ciclo completo de no importa qué acto o
suceso en un sistema donde la continuidad lineal y la polaridad dialéctica ya
no existan, en un campo trastornado por la simulación, toda determinación se
esfuma, todo acto queda abolido tras haber aprovechado a todo el mundo y
haberse aireado en todas direcciones.
Un atentado en Italia, por ejemplo, ¿es obra de la extrema izquierda,
provocación de la extrema derecha o un montaje centrista para desprestigiar
los extremismos terroristas y reafirmarse en el poder?, más aún, ¿se trata de
una farsa policíaca, de un chantaje a la seguridad pública? Todo ello es
verdadero al mismo tiempo y la búsqueda de pruebas, es decir, de la
objetividad de los hechos, no es capaz de detener semejante vértigo
interpretativo. La cuestión es que nos hallamos en medio de una lógica de la
simulación que no tiene ya nada que ver con una lógica de los hechos. La
simulación se caracteriza por la precesión del modelo, de todos los
modelos, sobre el más mínimo de los hechos —la presencia del modelo es
anterior y su circulación orbital, como la de la bomba, constituye el
verdadero campo magnético del suceso. Los hechos no tienen ya su propia
trayectoria, sino que nacen en la intersección de los modelos y un solo hecho
puede ser engendrado por todos los modelos a la vez. Esta anticipación, esta
precesión, este cortocircuito, esta confusión del hecho con su modelo (ya sin
desviación de sentido, sin polaridad dialéctica, sin electricidad negativa,
implosión de polos opuestos), es la que da lugar a todas las interpretaciones
posibles, incluso las más contradictorias, verdaderas todas, en el sentido de
que su verdad consiste en intercambiarse, a imagen y semejanza de los
modelos de que proceden, en un ciclo generalizado.
Los comunistas se las tienen con el P. S. como si pretendieran romper la
unión de la izquierda, pero dejan que prospere la idea de que sus resistencia
proceden de disensiones internas (¡simulación de democracia!). De hecho,
¿podría quizá tratarse de que, en bloque y realmente, no desean el poder?,
pero ¿no lo quieren en esta coyuntura o no lo quieren por definición? Cuando
Berlinguer declara: «No hay que temer ver a los comunistas en el poder en
Italia», esto puede significar a la vez:
• que no hay de qué temer, pues los comunistas, si llegan al poder, no
cambiarán nada de su mecanismo capitalista fundamental;
• que no existe peligro alguno de que lleguen al poder (por la sencilla
razón de que no lo desean), y suponiendo que llegaran a ocuparlo, no harán
otra cosa que ejercer el poder por procuración;
• que de hecho, el poder, lo que se dice un verdadero poder, ya no existe
y no hay pues riesgo alguno de que alguien pueda tomarlo;
• más aún: Yo, Berlinguer, no temo que los comunistas tomen el poder en
Italia, lo que puede parecer una perogrullada, pero no lo es tanto si tenemos
en cuenta que:
• ello puede querer decir lo contrario (no es necesario el psicoanálisis
para comprenderlo): tengo miedo de que los comunistas tomen el poder (y
existen buenas razones para tenerlo, incluso para un comunista).
Todo esto es verdadero al mismo tiempo. Es el secreto de un discurso
que ya no solo es ambiguo, como puedan serlo los discursos políticos, sino
que revela la imposibilidad de una posición determinada ante el poder y la
imposibilidad de una posición determinada ante el discurso. Y esta lógica no
pertenece a ningún partido, sino que atraviesa todos los discursos aunque no
lo deseen. ¿Quién será capaz de desenredar este embrollo? El nudo gordiano
podía por lo menos cortarse. De la división de la banda de Moebius resulta
una espiral suplementaria en la que no queda resuelta la reversibilidad de
las caras (en el caso que nos ocupa, la continuidad reversible de las distintas
hipótesis). Infierno de la simulación que no es ya el de la tortura, sino el de
la torsión sutil, maléfica, inabacable, del sentido[2]. Un ejemplo más: los
condenados en el proceso de Burgos fueron un regalo de Franco a la
democracia occidental a la que brindó la ocasión de regenerar su propio
humanismo vacilante, pero ¿acaso la protesta indignada de los demócratas
consolidó el régimen franquista aglutinando a las masas españolas contra
semejante intervención extranjera? ¿Qué ha sido de la verdad en una maraña
tal de complicidades admirablemente tejida sin advertirlo ni sus propios
autores?
Conjunción del sistema y de su alternativa más lejana llegando ambos a
tocarse como los dos extremos de un espejo cóncavo. Curvatura «viciosa»
de un espacio político en adelante imantado, circular y reversible de derecha
a izquierda —torsión parecida al genio maligno de la conmutación—, el
sistema entero, lo infinito del capital se repliega sobre su propia superficie.
¿Acaso no ocurre lo mismo con el deseo y con el espacio libidinal?
Conjunción del deseo y del valor, del deseo y del capital, del deseo y del
poder. Conjunción del deseo y de la ley, último goce metamorfoseado de la
ley (lo que explica porqué esta se encuentra tan generosamente a la orden del
día): solo goza el capital, decía antes de llegar a pensar que nosotros
gozamos también en el interior del capital. Versatilidad aterrante del deseo
en Deleuze, giro enigmático que quizás conduce al deseo, «revolucionario en
sí mismo, casi involuntariamente, solo por querer lo que quiere», a desear su
propia represión y a investir sistemas paranoicos y fascistas. Torsión
maligna que deja a la revolución del deseo sometida a la misma ambigüedad
fundamental de la otra revolución, la histórica.
Todos los referentes mezclan su discurso en una compulsión circular,
«moebiana». Sexo y trabajo fueron no hace mucho tiempo términos
ferozmente opuestos, hoy se resuelven ambos en el mismo tipo de demanda.
Antaño, el discurso de la historia tomaba toda su fuerza de oponerse
violentamente al de la naturaleza y el discurso del deseo de oponerse al del
poder, hoy intercambian sus significantes y sus campos de acción.
Sería demasiado largo de correr todo el abanico de la negatividad
operativa, el abanico de todos estos escenarios de disuasión que, como
Watergate, intentan regenerar un principio moribundo mediante el escándalo,
el espejismo y la muerte simulados —especie de tratamiento hormonal para
la negatividad y la crisis. La cuestión es probar lo real con lo imaginario, la
verdad con el escándalo, la ley con la transgresión, el trabajo con la huelga,
el sistema con la crisis y el capital con la revolución, del mismo modo que
se probó la etnología (los Tasaday) desposeyéndola de su objeto. Todo ello
sin contar

probar el teatro con el anfiteatro


probar el arte con el antiarte
probar la pedagogía con la antipedagogía
probar la psiquiatría con la antipsiquiatría
etc. etc.

Todo se metamorfosea en el término contrario para sobrevivirse en su


forma expurgada. Todos los poderes, todas las instituciones, hablan de sí
mismos por negación, para intentar, simulando la muerte, escapar a su agonía
real. El poder quiere escenificar su propia muerte para recuperar algún
brillo de existencia y legitimidad. Por ejemplo, el caso de los presidentes
norteamericanos: los Kennedy morían porque tenían aún cierta dimensión
política; los demás, Johnson, Nixon, Ford, debían contentarse con atentados
de pacotilla a base de asesinato simulado. Sin embargo, precisaban el aura
de una amenaza artificial para ocultar que no eran más que marionetas del
poder. Antaño, el rey debía morir (también el dios) y en ello residía su
fuerza. En la actualidad, el líder se afana miserablemente en la comedia de
su muerte a fin de preservar la gracia del poder. Sin embargo, esta gracia se
ha perdido ya.
Buscar sangre fresca en la propia muerte, relanzar el ciclo a través del
espejo de la crisis, de la negatividad y del antipoder, es la única
solución-coartada de todo poder, de toda institución que intente romper el
círculo vicioso de su irresponsabilidad y de su inexistencia fundamental, de
su estar de vuelta y de su estar ya muerto.

La imposibilidad de escenificar la ilusión, es del mismo tipo que la


imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de realidad. La ilusión ya no es
posible porque la realidad tampoco lo es. Este es el planteamiento del
problema político de la parodia, de la hipersimulación o simulación
ofensiva. Toda negatividad política directa, toda estrategia de relación de
fuerzas y de oposición, no es más que simulación defensiva y regresiva. Por
ejemplo, sería interesante comprobar cuándo el aparato represivo reacciona
más violentamente, si ante un hold-up simulado o ante un hold-up real. Pues
el segundo no hace más que cambiar el orden de las cosas, el derecho a la
propiedad, mientras que el primero atenta contra el mismo principio de
realidad. La transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan
más que el reparto de lo real. La simulación es infinitamente más poderosa
ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley
mismos podrían muy bien no ser otra cosa que simulación (recordar el
engaño de Urbino).
Pero la dificultad está cortada a la medida del peligro: ¿cómo fingir un
delito y probar que fingíamos…? Simule usted un robo en unos almacenes y
haga que le descubran (sino, ¿dónde estaría el juego?). ¿Cómo persuadir al
servicio de vigilancia de que se trataba de un hurto simulado?, no existe
diferencia «objetiva» alguna. Se trata de los mismos gestos y de los mismos
signos que en un robo real y, además, los signos no se inclinan ni de un lado
ni de otro. Para el orden establecido son, sin duda, signos pertenecientes a la
esfera de lo real.
Organice usted un falso hold-up. Asegúrese de que sus armas sean
totalmente inofensivas y utilice un rehén cómplice a fin de que ninguna vida
sea puesta en peligro (pues de lo contrario acabará en la cárcel). Exija un
rescate y procure que la operación alcance la mayor resonancia. En suma,
intente que el asunto resulte «verdadero» para poder poner a prueba la
reacción del sistema ante un simulacro perfecto. No va usted a lograrlo: su
red de signos artificiales se liará inextrincablemente con elementos reales
(un policía disparará de verdad; un cliente del banco se desvanecerá y
morirá de un ataque cardíaco; puede que incluso le paguen el rescate). Total,
que sin haberlo querido se encontrará usted inmerso de lleno en lo real —
una de cuyas funciones es precisamente la de devorar toda tentativa de
simulación, la de reducir todas las cosas a la realidad—. Este es
precisamente el orden establecido, y lo era ya mucho antes de la puesta en
juego de las instituciones y de la justicia.
Dentro de esta imposibilidad de aislar el proceso de simulación hay que
constatar el peso de un orden que no puede ver ni concebir más que lo real,
pues solo en el seno de lo real puede funcionar. Un delito simulado, si ello
puede probarse, será o castigado ligeramente (puesto que no ha tenido
consecuencias), o castigado como ofensa al ministerio público (por ejemplo,
si se ha hecho actuar a la policía «para nada»), pero nunca será castigado
como simulación pues, en tanto que tal, no es posible equivalencia alguna
con lo real y, por tanto, tampoco es posible ninguna represión. El desafío de
la simulación es inaceptable para el poder, ello se ve aún más claramente al
considerar la simulación de virtud: no se castiga y, sin embargo, en tanto que
simulación es tan grave como fingir un delito. La parodia, al hacer
equivalentes sumisión y transgresión, comete el peor de los crímenes, pues
anula la diferencia en que la ley se basa. El orden establecido nada puede en
contra de esto, está desarmado ya que la ley es un simulacro de segundo
orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo
verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las
distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento de todo
orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la ausencia de lo real, donde
hay que enfocar el orden, no en otra parte.
Por eso el orden escoge siempre lo real. En la duda, prefiere siempre la
hipótesis de lo real (en él ejército se prefiere tomar al que finge por
verdadero loco), aunque esto se va haciendo cada vez más difícil, pues si
resulta prácticamente imposible aislar el proceso de simulación a causa del
poder de inercia de lo real que nos rodea, también ocurre lo contrario (y esta
reversibilidad forma parte del dispositivo de simulación e impotencia del
poder), a saber, que a partir de aquí deviene imposible aislar el proceso de
lo real, incluso se hace imposible probar que lo real lo sea.
Por ello, todos los hold-up, secuestros de aviones, etc., son de algún
modo hold-up simulados, en el sentido en que están todos sometidos a priori
al desciframiento y a la orquestación ritual de los mass-media que se
anticipan a su escenificación y a sus posibles consecuencias. En definitiva,
en el sentido en que funcionan como un conjunto de signos sometidos a su
carácter de signos, en modo alguno a su finalidad «real». Pero guardémonos
de tomarlos como irreales o como inofensivos, Al contrario, es en tanto que
sucesos hiperreales, no teniendo ni contenido ni fines propios, pero
refractados los unos por los otros (del mismo modo que los llamados
sucesos históricos: huelgas, manifestaciones, crisis, etc.), es en tanto que
tales que llegan a ser incontrolables para un orden que solo puede ejercerse
sobre lo real y sobre lo racional, sobre causas y fines. Orden referencial que
solo puede reinar sobre lo referencial, poder determinado que solo puede
reinar sobre un mundo determinado, pero que no puede nada contra esta
recurrencia indefinida de la simulación, contra esta nebulosa ingrávida que
no se somete a las leyes de la gravitación de lo real. El poder mismo acaba
por desmantelarse en este espacio y deviene una simulación de poder
(desconectado de sus fines y de sus objetivos, abocado a efectos de poder y
de simulación de masa).
La única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo de
referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social, de
la gravedad de la economía y de las finalidades de la producción. Para
lograrlo se desvive, es lo más claro de su acción, en prodigar crisis y
penuria por doquier. «Tomad vuestros deseos por la realidad» puede llegar a
entenderse como un eslogan desesperado del poder. En un mundo sin
referencias, la referencia del deseo, o incluso la confusión del principio de
realidad y del principio de deseo, son menos peligrosas que la contagiosa
hiperrealidad. Quedamos entre principios y en esta zona el poder siempre
tiene razón. La hiperrealidad y la simulación disuaden de todo principio y de
todo fin y vuelven contra el poder mismo la disuasión que él ha utilizado tan
hábilmente durante largo tiempo. Pues, en definitiva, el capital es quien
primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo
referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones
ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley
radical de equivalencias y de intercambios, la ley de cobre de su poder. Él
es quien primero ha jugado la baza de la disuasión, de la abstracción, de la
desconexión, de la desterritorialización, etc., y si él es quien viene
fomentando la realidad, el principio de realidad, él es también quien primero
lo liquidó con la exterminación de todo valor de uso, de toda equivalencia
real de la producción y la riqueza, con la sensación que tenemos de la
irrealidad de las posibilidades y la omnipotencia de la manipulación. Ahora
bien, esta lógica misma es la que, al radicalizarse, está liquidando hoy por
hoy al poder, el cual no intenta otra cosa que frenar semejante espiral
catastrófica secretando realidad a toda costa, alucinando con todos los
medios posibles un último brillo de realidad sobre el que fundamentar
todavía un brillo de poder (pero no logra otra cosa que multiplicar sus
signos y acelerar el papel de la simulación). Mientras la amenaza histórica
le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación
desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos
equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de
volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la
baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales,
económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es
demasiado tarde.
De ahí la histeria característica de nuestro tiempo: la de la producción y
reproducción de lo real. La otra producción, la de valores y mercancías, la
de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido propio
desde hace mucho tiempo. Aquello que toda una sociedad busca al continuar
produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por
eso, tal producción «material» se convierte hoy en hiperreal. Retiene todos
los rasgos y discursos de la producción tradicional, pero no es más que una
metáfora. De este modo, los hiperrealistas fijan con un parecido alucinante
una realidad de la que se ha esfumado todo el sentido y toda la profundidad y
la energía de la representación. Y así, el hiperrealismo de la simulación se
traduce por doquier en el alucinante parecido de lo real consigo mismo.
Desde hace mucho tiempo, el poder no sueña más que en producir signos
de su realidad. De pronto, ha entrado en escena otra figura del poder, la de la
demanda colectiva de signos de poder, unión sagrada que se produce en
torno a su desaparición y para conjurarla. Todo el mundo se adhiere más o
menos a esta demanda por terror al hundimiento de lo político. Así llegamos
a un punto en que el juego se reduce a multiplicar la obsesión crítica del
poder, obsesión de su vida y de su muerte, a medida que se esfuma. Cuando
nada quede de él, nos encontraremos todos, según una lógica de
autodisuasión progresiva, bajo la alucinación total del poder. Una obsesión
tal que se perfila ya por todas partes, expresando a la vez la compulsión de
deshacerse del poder (nadie lo quiere ya, todos lo dejamos para los otros), y
el nostálgico pánico de su pérdida. La melancolía de las sociedades sin
poder, ella fue una vez quien suscitó el fascismo, la sobredosis de un
referencial fuerte en una sociedad que no puede culminar su enlutada
vocación.
Seguimos en el mismo sitio y no encontramos salida: no sabemos guiar el
cortejo fúnebre de lo real, del poder, de lo social mismo, implicado también
en la depresión en que nos agitamos. Y es precisamente por un
recrudecimiento artificial del poder, de lo real y de lo social por lo que
intentamos escabullimos. Esto, sin duda, acabará produciendo el socialismo.
Por una torsión inesperada, por una ironía que no es ya la de la historia, será
de la muerte de lo social de donde va a surgir el socialismo, como brotan las
religiones de la muerte de Dios. Advenimiento retorcido, energía inversa,
reversión ininteligible para la lógica de la razón. Como lo es el hecho de que
el poder no esté ahí más que para ocultar que ya no existe poder. Simulación
que puede durar indefinidamente: a diferencia del «auténtico» poder que es,
que fue, una estructura, una estrategia, una relación de fuerzas, una apuesta,
el poder del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda
social, será objeto de la ley de la oferta y la demanda y no estará ya sujeto a
la violencia y a la muerte. Completamente expurgado de la dimensión
política, depende, como cualquier otra mercancía, de la producción y el
consumo masivo (mass-media, elecciones, encuestas). Todo destello político
ha desaparecido, solamente queda la ficción de un universo político.
Lo mismo ocurre con el trabajo. Ha desaparecido la chispa de la
producción, la violencia del trabajo y de lo que en él se juega. Todo el
mundo produce aún, y cada vez más, pero el trabajo se ha convertido en otra
cosa: una necesidad, como lo contemplara idealmente Marx, pero en modo
alguno en el mismo sentido, sino en el sentido de que el trabajo es objeto de
una «demanda» social, como el ocio, al que se equipara en el funcionamiento
general de la vida. Ahora bien, tal demanda es exactamente proporcional a la
pérdida del rumbo en el proceso del trabajo[3]. Idéntica peripecia que en el
caso del poder: el escenario del trabajo se monta para ocultar que lo real del
trabajo, de la producción, ha desaparecido. Y también lo real de la huelga,
que ya no consiste en detener el trabajo, sino en su alternativa en la cadencia
ritual de la anualidad social. Todo ocurre como si cada cual hubiera
«ocupado», tras la declaración de huelga, su lugar y puesto de trabajo y
retomado, como es de rigor en una ocupación «autogestionaria», la
producción exactamente en los mismos términos que antes, pese a declararse
(y a estar virtualmente) en estado de huelga permanente.
Sin embargo, aunque las cosas continúen como si no hubiera pasado
nada, todo ha cambiado de sentido. No se trata de un sueño de ciencia
ficción, sino del doblaje del proceso del trabajo y del proceso de la huelga
—huelga incorporada como la obsolescencia en los objetos, como la crisis
en la producción. No puede hablarse ya de huelga y de trabajo, sino de
ambos a la vez, es decir, de algo completamente diferente: una magia del
trabajo, un engaño, una escenificación del drama de la producción (por no
decir de su melodrama), dramaturgia colectiva en el escenario vacío de lo
social.
No es ya la ideología del trabajo lo que es cuestión —viejo discurso,
moral caduca que ocultaría el proceso «real» de trabajo y el funcionamiento
«objetivo» de la explotación. El hecho es que el trabajo sigue ahí tan solo
para ocultar que no hay ya trabajo. De igual modo, la cuestión no está ya en
la ideología del poder, sino en la escenificación del poder para ocultar que
este no existe ya. La ideología no corresponde a otra cosa que a una
malversación de la realidad mediante los signos, la simulación corresponde
a un cortocircuito de la realidad y a su reduplicación a través de los signos.
La finalidad del análisis ideológico siempre es restituir el proceso objetivo,
y siempre será un falso problema el querer restituir la verdad bajo el
simulacro.
Por eso el poder está en el fondo tan de acuerdo con los discursos
ideológicos y los discursos sobre la ideología, porque son discursos de
verdad —válidos siempre, sobre todo si son revolucionarios, para
oponerlos a los golpes mortales de la simulación.

A semejante ideología de lo vivido, de exhumación de lo real desde su


banalidad de base, es decir, desde su autenticidad radical, se refiere la
experiencia americana de «TV-verdad» llevada a cabo en 1971 con la
familia Loud: 7 meses de filmación ininterrumpida, 300 horas de toma
directa, sin script ni escenografía, la odisea de una familia, sus dramas, sus
alegrías, sus periperipecias, en suma, un documento histórico «en bruto», y
el «más bello logro de la televisión, comparable, a escala de nuestra
cotidianeidad, al film del primer alunizaje». El asunto se complica con el
hecho de que la familia se deshizo durante el rodaje: estalló la crisis, los
Loud se separaron, etc… Tras esto, una controversia insoluble: ¿es
responsable la TV? ¿Qué habría sucedido si la TV no hubiese estado allí?
Resulta más interesante todavía el espejismo de filmar a los Loud como
si la TV no estuviera. El realizador basaba el acierto de su trabajo en la
afirmación: «Han vivido como si nosotros no estuviéramos», fórmula
absurda y paradójica; ni verdadera ni falsa, simplemente utópica. Esta utopía
y esta paradoja son las que han fascinado a los veinte millones de
teleespectadores, mucho más incluso que el placer «perverso» de violar una
intimidad. No se trata en semejante experiencia ni de secreto ni de
perversión, sino de una especie de escalofrío de lo real, o de una estética de
lo hiperreal, escalofrío de vertiginosa y truculenta exactitud, de
distanciación y de aumento a la vez, de distorsión de escalas, de una
transparencia excesiva. Placer por exceso de sentido precisamente cuando el
nivel del signo desciende por debajo de la línea de flotación habitual del
sentido: la filmación exalta lo insignificante, en ella vemos lo que lo real no
ha sido nunca (pero «como si estuviera usted allí»), sin la distancia de la
perspectiva y de nuestra visión en profundidad (pero «más real que la vida
misma»). Gozo de la simulación microscópica que hace circular lo real
hacia lo hiperreal (es algo parecido a lo que ocurre con el porno, cuya
fascinación es más metafísica que sexual).
Pero, por otra parte, esta familia era ya hiperreal por el hecho mismo de
su selección: típica familia americana, casa californiana, 3 garajes, 5 niños,
estatus profesional y social desahogado, housewife decorativa, nivel por
encima de la media. Semejante perfección estadística condena de algún
modo a esta familia a morir bajo el ojo de la TV. Heroína ideal del
American Way of life, es escogida, como en los sacrificios antiguos, para ser
exaltada y morir entre las llamas del médium. Pues el fuego del cielo ya no
cae sobre las ciudades corrompidas, ahora es el objetivo el que recorta
como un láser la realidad vivida para matarla. «Los Loud: sencillamente una
familia que ha aceptado abandonarse a la TV y morir», dirá el realizador. Se
trata, pues, claramente de un sacrificio ofrecido como espectáculo a 20
millones de americanos. El drama litúrgico de una sociedad de masas.
«TV-verdad», término admirable por su carácter anfibio, pues ¿de qué
verdad se trata, de la de esta familia o de la verdad de la TV? De hecho, la
TV es la verdad de los Loud, solo ella aparenta verdad en todo este asunto.
Verdad que no es ya ni la reflexiva del espejo ni la perspectiva del sistema
panóptico y de la mirada, sino la verdad manipuladora del test que sondea e
interroga, del láser que recorta, de las matrices que guardan nuestras
secuencias perforadas, del código genético que gobierna nuestras
combinaciones, de las células que informan nuestro universo sensorial. A
este tipo de verdad se sometió la familia Loud por medio de la TV, y en este
sentido puede hablarse sin duda de condena a muerte.
Final del sistema panóptico. El ojo de la TV ya no es la fuente de una
mirada absoluta y, por otra parte, el ideal de control ya no es el de la
transparencia. Este presupone todavía un espacio objetivo (el del
Renacimiento) y la todopoderosidad de una mirada despótica. Se trata aún,
si no de un sistema de contención, por lo menos de un sistema cuadriculado.
Más sutil, pero siempre en exteriores, jugando con la oposición del ver y del
ser visto, incluso en el caso de que pueda ser ciego el punto focal del
panóptico.
Cuando, como en el caso de los Loud, «usted no mira ya la TV, es la TV
la que le mira a usted», o «usted ya no escucha “Pas de Panique”, sino que es
“Pas de Panique” quien le escucha a usted», se ha producido un giro del
dispositivo panóptico de vigilancia (vigilar y castigar) hacia un sistema de
disuasión donde está abolida la distinción entre lo pasivo y lo activo. Se
acabó el imperativo de sumisión al modelo o a la mirada, «USTED es el
modelo», «USTED es la mayoría…». Tal es la vertiente de una socialización
hiperrealista donde lo real se confunde con el modelo, como en la operación
estadística donde lo real se confunde con el médium, igual que en la
operación Loud. Este es el estadio ulterior de la relación social, el nuestro,
que no es ya el correspondiente a la perspectiva (represiva) ni a la
persuasión, sino el correspondiente a la disuasión. «Usted es la información,
usted es lo social, usted es la noticia, le concierne a usted, ¡usted tiene la
palabra!, etc., etcétera[4]». A causa de este cambio resulta imposible de
localizar cualquier tipo de proceder (del modelo, de la mirada, del poder, ni
siquiera el proceder del médium en el caso de los Loud). Ya no hay punto
focal, no hay centro ni periferia, solo queda el médium, pura flexión o
inflexión. Se acabaron la violencia y la vigilancia: la «información»,
virulencia secreta, reacción en cadena, implosión lenta y simulacro de
espacios y de perspectivas donde viene a jugar todavía el proyecto de lo
real.
Se acabaron la distorsión de lo real y la manipulación. Esta hipótesis,
moral aún, es solidaria de todos los análisis clásicos sobre la esencia
objetiva del poder. Aquí cabe además otra cosa: la abolición de lo
espectacular y del efecto médium (en sentido literal), en adelante
inalcanzable, incorporado y difuso en lo real sin que ni siquiera pueda
decirse que este resulte alterado. El médium ya no ejerce, como una fuerza o
una mirada, violencia objetiva, es una virulencia, una modalidad
microscópica y molecular.
No obstante, hay que tomar precauciones ante el giro negativo que el
discurso impone: «virulencia», «infección», pues no se trata ni de
enfermedad ni de afección virulenta. Es preciso pensar los mass-media como
si fueran, en la órbita externa, una especie de código genético que conduce a
la mutación de lo real en hiperreal, igual que el otro código, micromolecular,
lleva a pasar de una esfera, representativa, del sentido, a otra, genética, de
señal programada.
Lo que se cuestiona es todo el modo tradicional de causalidad,
determinista, activo, crítico, analítico; distinción de causa y efecto, de lo
activo y lo pasivo, de sujeto y objeto, del fin y de los medios. Acerca de él
puede decirse: la TV nos contempla, la TV nos aliena, la TV nos manipula,
la TV nos informa… En medio de todo esto se sigue siendo tributario de la
concepción analítica de los mass-media, la de un agente exterior activo y
eficaz, la de una información en «perspectiva» que tiene como punto de fuga
el horizonte de lo real y del sentido.
Es preciso concebir la TV en plan ADN, es decir, como un efecto donde
se desvanecen los polos adversos de la determinación, según una
contracción, una retroacción nuclear del viejo esquema polar que mantenía
siempre una distancia mínima entre causa y efecto, entre sujeto y objeto:
precisamente la distancia del sentido, el desvío, la diferencia, la menor
separación posible, irreductible bajo pena de resorción en un proceso
aleatorio e indeterminado del que el discurso ni siquiera puede ya dar
cuenta, dado que él mismo es un orden determinado.
Esta brecha es la que se desvanece en el proceso del código genético,
donde la indeterminación no es tanto la del azar de las moléculas como la de
la abolición pura y simple de la relación. En el proceso de ordenamiento
molecular, el cual «va» del núcleo ADN a la «sustancia» que él informa, no
hay ya puesta en camino de un efecto, de una energía, de una determinación o
de un mensaje. «Orden, señal, impulsión, mensaje»: todo ello intenta
volvernos la cosa inteligible, pero por analogía, volviendo a transcribir en
términos de inscripción, de vector, de descodificación, una dimensión de la
que nada sabemos —puede que ni siquiera estemos ya ante una «dimensión»,
o quizá se trate de la cuarta dimensión que, según la relatividad, se define
por la absorción de polos distintos del espacio y del tiempo. De hecho, todo
este proceso no podemos entenderlo más que en forma negativa: nada separa
un polo del otro, el inicial del terminal, se da una especie de aplastamiento
recíproco, de penetración de los dos polos tradicionales el uno en el otro.
Así pues, IMPLOSIÓN —absorción de la manera radiante de la causalidad, del
aspecto diferencial de la determinación, con su electricidad positiva y
negativa—, implosión del sentido. Ahí es donde comienza la simulación.
En cualquier dominio, ya sea político, biológico, psicológico, donde la
distinción de los dos polos no pueda mantenerse, se penetra en la
simulación, es decir, en la manipulación absoluta. No se trata de pasividad,
sino de confusión entre lo activo y lo pasivo. El ADN realiza esta reducción
aleatoria del sentido a nivel de la sustancia viviente. La TV, en el ejemplo de
los Loud, alcanza también un límite de indefinición donde los Loud no son
frente a la TV ni más ni menos activos o pasivos de lo que lo es una
sustancia viviente ante su código molecular. En uno y otro caso, una sola
nebulosa indivisible en sus elementos simples, indescifrable en su verdad.

La apoteosis de la simulación es lo nuclear. Sin embargo, el equilibrio del


terror no es más que la vertiente espectacular de un sistema de disuasión
insinuado desde el interior en todos los intersticios de la vida. El suspense
nuclear no hace más que sellar el sistema banalizado de disuasión que se
encuentra en el corazón de los mass-media, de la violencia sin más que reina
por doquier en el mundo, del dispositivo aleatorio de todas las opciones que
se nos presentan. El menor de nuestros gestos está regulado por signos
neutralizados, indiferentes, equivalentes, como los signos que regulan la
«estrategia de los juegos». Pero la verdadera ecuación está más allá y lo
desconocido es precisamente la variante de la simulación que hace del
mismo arsenal atómico una forma hiperreal, un simulacro que nos domina a
todos y que reduce cualquier evento al nivel de escenografía efímera,
transformando la vida que se nos concede en supervivencia, en una apuesta
sin apuesta, ni siquiera en una letra girada contra la muerte, sino en un papel
mojado.
Lo que paraliza nuestras vidas no es la amenaza de destrucción atómica
sino la disuasión. Y esta disuasión nace del hecho de que incluso la guerra
atómica real queda excluida —excluida por anticipado, como la
eventualidad de lo real en un sistema de signos. Todo el mundo finge creer
en la realidad de la amenaza (lo cual es comprensible en el caso de los
militares y en el discurso de su «estrategia», pues todo lo serio de su oficio
está en juego), pero precisamente a este nivel no es cuestión de estrategia, y
toda la originalidad de la situación reside en lo improbable que resulta la
destrucción.
La disuasión excluye la guerra, arcaica violencia de los sistemas en
expansión. La disuasión es la violencia neutralizante de los sistemas. No
existen ya ni un sujeto privilegiado ni un adversario de la disuasión, se trata
de una estructura planetaria de anonadamiento de opciones. Nada sucederá a
nivel atómico. El riesgo de una pulverización nuclear no sirve más que de
pretexto —a través de una falsa competición en la sofisticación de las armas
— para la instalación de un sistema de seguridad universal, de un cerrojo
para la destrucción y para la escalada —cuya ficción se alimenta en lo
posible para mantener en vilo a las gentes— de un sistema universal de
prevención, de control, cuyo efecto disuasivo no apunta en modo alguno al
enfrentamiento atómico (este no ha sido nunca cuestionado, salvo quizás en
los inicios de la guerra fría, pues se ha confundido el aparato nuclear con la
guerra tradicional), sino a la probabilidad de todo evento real. Los dos (o
tres, o múltiples en el futuro) protagonistas del peligro nuclear no se
disuaden el uno al otro (según una estrategia cuya misma sofisticación es un
síntoma de nulidad), sino que, conjuntamente, disuaden a todo el resto y, al
propio tiempo, a sí mismos. Lo que se trama a la sombra de este dispositivo,
bajo el pretexto de una amenaza «objetiva» máxima y gracias a semejante
espada nuclear de Damocles, es la puesta a punto del mayor sistema de
control que jamás haya existido y la satelitización progresiva de todo el
planeta mediante tal hipermodelo de seguridad.
Lo mismo vale para las centrales nucleares pacíficas. La pacificación no
establece diferencias entre lo civil y lo militar: en cualquier parte donde se
elaboren dispositivos irreversibles de control, donde la noción de seguridad
se convierta en todopoderosa, donde la norma de seguridad reemplace al
viejo arsenal de leyes y de violencia (la guerra comprendida), lo que crece
es el sistema de disuasión, y en torno a él crece el desierto histórico, social
y político. Una gigantesca involución obliga a todo conflicto, a toda
finalidad, a todo enfrentamiento a contraerse a la medida del chantaje que
los interrumpe, los neutraliza y los congela. Ni revuelta ni historia alguna
pueden desplegarse según su propia lógica pues se exponen al
anonadamiento. Ninguna estrategia es ya posible y la escalada no es más que
un juego pueril en manos de los militares. La opción política ha muerto, no
quedan más que simulacros de conflictos y apuestas cuidadosamente
circunscritas.
La «aventura espacial» ha jugado exactamente el mismo papel que la
escalada nuclear. Por este motivo ha podido relevarla tan fácilmente en los
años 60 (Kennedy/Krouchtchev), o desarrollarse paralelamente bajo un
aspecto de «coexistencia pacífica». Pues ¿cuál es la función última de la
carrera espacial, de la conquista de la luna, del lanzamiento de satélites?, no
puede ser otra que la institución de un modelo de gravitación universal, de
satelitización del que el módulo lunar es el embrión perfecto: microcosmos
programado donde nada puede ser dejado al azar. Trayectoria, energía,
cálculo, fisiología, psicología, entorno —nada puede ser abandonado a la
contingencia, se trata del universo total de la norma— ahí la ley ya no existe,
es la inmanencia operativa de todos los detalles la que legisla. Universo
expurgado de toda amenaza de sentido, en estado de asepsia y de ingravidez
—lo que es fascinante es semejante perfección. Pues la exaltación de las
masas no provenía del hecho del alunizaje ni del paseo de un hombre por el
espacio (esto sería, sobre todo, el final de un viejo sueño), no, la
estupefacción nace de la perfección del programa y de la manipulación
técnica. Fascinación por la norma llevada al máximo y por el control de la
probabilidad. Vértigo del modelo, que se une al de la muerte, pero sin
espanto ni pulsión. Pues si la ley, con su aura de transgresión, y el orden, con
su aura de violencia, arrastraban aún cierta imaginación perversa, la norma
fija, fascina, asombra e involuciona todo aspecto imaginario. Ya no se puede
fantasear acerca de la minuciosidad de un programa, su sola observancia es
vertiginosa, pues pertenece a un mundo que no desfallece. Hay que tener en
cuenta que el mismo modelo de infalibilidad programática, de seguridad y de
disuasión máximas, es el que rige hoy el campo de lo social. He aquí el
último rizo de la parábola nuclear: la operación minuciosa de la técnica
sirve de modelo para la operación minuciosa de lo social. Nada será ya
dejado al azar, y, sin embargo, esta es la socialización que se inició hace
siglos, pero que acaba de entrar en su fase acelerada, hacia un límite que se
creía explosivo (la revolución), y que de momento se traduce en un proceso
inverso, implosivo, irreversible: disuasión generalizada de todo azar, de
todo accidente, de toda transversalidad, de toda finalidad, de toda
contradicción, ruptura o complejidad, en una socialidad irradiada por la
norma, volcada a la transparencia de señales de los mecanismos de
información. De hecho, los modelos espacial o nuclear no tienen fines
propios: ni el descubrimiento de la luna, ni la superioridad militar y
estratégica. Su verdad consiste en ser los modelos de simulación, los
vectores modelo de un sistema de control planetario (en el que ni siquiera
las potencias vedettes de semejante escenario están libres, todo el mundo
está satelitizado[5]).
Resistir ante la evidencia: en la satelitización, el que resulta satelitizado
no es quien pensamos. Mediante la inscripción orbital de un objeto espacial,
el que se convierte en satélite es el planeta tierra, es el principio terrestre de
realidad el que deviene excéntrico, hiperreal e insignificante. Mediante la
instalación orbital de un sistema de control como la coexistencia pacífica,
todos los microsistemas terrestres resultan satelitizados y pierden su
autonomía. Todas las energías, todos los eventos son absorbidos por esta
gravitación excéntrica, todo se condensa e implosiona hacia el único
micromodelo de control (el satélite orbital), como inversamente, en la otra
dimensión biológica, todo converge e implosiona hacia el micromodelo
molecular del código genético. Entre los dos, en este tenedor de lo nuclear y
lo genético, en la asunción simultaneizada de los dos códigos fundamentales
de la disuasión, todo principio de sentido es absorbido, todo despliegue de
lo real es imposible.
La simultaneidad de dos sucesos en el mes de julio del 75 ilustró lo
anterior de un modo apabullante: la reunión en el espacio de los dos
supersatélites americano y ruso, apoteosis de la coexistencia pacífica. La
supresión por parte de los chinos de la escritura ideogramática y su puesta
en marcha del alfabeto romano. El segundo de estos sucesos significa la
instalación «orbital» de un sistema de signos abstractos y modelizado en
cuya órbita serán absorbidas todas las formas, antaño singulares, de estilo y
de escritura. Satelitización de la lengua: es la manera china de penetrar en el
sistema de la coexistencia pacífica, el cual queda inscrito en su cielo
simultáneamente gracias al acoplamiento de los dos satélites. Esta es su
manera de relegar un sistema autónomo para unirse a un sistema homogéneo
de signos del que, además, forman parte «su» bomba H y su ideología. Vuelo
orbital de los dos Grandes, neutralización y homogeneización de todos los
demás en el suelo.
Sin embargo, pese a tal implosión, involución y disuasión mediante el
factor orbital —código nuclear o código molecular— los sucesos continúan
sobre la tierra, las peripecias incluso son cada vez más numerosas dado el
proceso mundial de contigüidad y de simultaneidad de la información. Pero
no tienen ya sentido, no son más que el efecto duplicado de la simulación en
la cumbre. No existe un ejemplo mejor que la guerra del Vietnam puesto que
se dio en la intersección de una alternativa histórica y «revolucionaria»
máxima con la instalación de este elemento orbital de simulación. ¿Qué
sentido ha tenido esta guerra? ¿No habrá sido quizás el de sellar de algún
modo el fin de la historia en el suceso histórico culminante y decisivo de
nuestra época? ¿Por qué esta guerra tan dura, tan larga, tan feroz, se disipó
de un día al otro como por encanto?
¿Por qué la derrota (el mayor revés de la historia de los USA) no ha
tenido ninguna repercusión interna en América? Si realmente había
significado el fracaso de la estrategia planetaria de los Estados Unidos, tenía
que haber sacudido también el equilibrio interno y el sistema político
americano. Nada de esto sucedió.
Otra cosa, pues, ha tenido lugar. Esta guerra, en el fondo, no habrá sido
más que un episodio crucial de la coexistencia pacífica. Habrá señalado la
incorporación de China a esta coexistencia. La no intervención china,
obtenida y concretizada a través de largos años, el aprendizaje por parte de
China de un modus vivendi mundial, el paso de una estrategia de revolución
mundial a una estrategia de reparto mundial de las fuerzas y de los imperios,
la transición de una alternativa irreductible, radical, a otra de simple poder
político integrado a un sistema mundial en adelante regulado por lo esencial
(normalización de las relaciones Pekín-Washington): esto era lo que estaba
en juego en la guerra del Vietnam, y en este sentido, los USA evacuaron
Vietnam, pero ganaron la guerra. Y la guerra terminó «espontáneamente» una
vez que se hubo logrado el objetivo. De ahí que todo acabara con tanta
facilidad.
El mismo proceso estratégico se puede detectar sobre el terreno. La
guerra duró mientras duraron los elementos irreductibles a una sana política
y a una disciplina de poder, aunque se tratara de un poder comunista. Una
vez que la guerra quedó en manos de las tropas regulares del Norte y escapó
a las de los maquis, pudo terminar, su objetivo se había cubierto. La cuestión
estaba, pues, en el traspaso de poder, en el relevo político. Cuando los
vietnamitas hubieron probado que no eran portadores de una subversión
indomable y que eran susceptibles de encajar bien en el orden social, se les
pudo ya dejar a sus anchas. Al fin y al cabo, el que se trate de un orden
comunista no es muy grave en el fondo: ha dado suficientes pruebas de que
se puede confiar en él. Es incluso más eficaz que el capitalismo en lo
concerniente a la liquidación de las estructuras precapitalistas «salvajes» y
arcaicas.
Encontramos exactamente el mismo telón de fondo en la guerra de
Argelia. El otro aspecto de esta guerra (sin duda el fundamental en toda
guerra moderna), es el siguiente: tras la violencia armada, el antagonismo
mortal de los adversarios, que parece una cuestión de vida o muerte, que se
interpreta como tal (si no la gente no se dejaría matar por estas historias),
tras este simulacro de lucha a muerte y de despiadado juego mundial, los dos
adversarios son fundamentalmente solidarios contra otra cosa, innombrada,
nunca dicha, pero de la que el resultado objetivo de la guerra, con igual
complicidad por parte de los dos adversarios, supone la liquidación total:
las estructuras tribales, comunitarias, precapitalistas, todas las formas de
intercambio, de lengua, de organización simbólica, todas las formas
anteriores a la socialización racional y terrorista —esto es lo que se quiere
abolir, lo que la guerra quiere exterminar— situada en su inmenso objetivo
espectacular de muerte no es otra cosa que el encubrimiento de este proceso
de racionalización terrorista de lo social, el homicidio por excelencia sobre
el que podrá instaurarse el orden social, la socialización, ya sea comunista o
capitalista. Complicidad total, o reparto del trabajo entre dos adversarios
(capaces de soportar por todo esto sacrificios inmensos) con la misma
finalidad de racionalización y de domesticación de las relaciones sociales.
De neutralización y de unión de energías. De colonización en el pleno
sentido de la palabra.
«A los Norvietnamitas se les recomendó prestarse a representar la
liquidación de la presencia americana, representación en la que, claro está,
había que salvar la cara».
La escenografía: los terribles bombardeos sobre Hanoi. Su carácter
insoportable no debe ocultar que no eran más que un simulacro para permitir
a los vietnamitas la apariencia de prestarse a un compromiso y a Nixon
hacer tragar a los americanos la retirada de sus tropas. Todo estaba previsto,
objetivamente no estaba en juego más que la cara ideológica. La guerra no es
menos atroz por ser solo un simulacro. Que los moralistas de la guerra, los
poseedores de valores de referencia de la guerra no se desolen demasiado:
se sigue sufriendo en la propia carne, y los muertos y los excombatientes que
de estas guerras simuladas cuestan lo mismo de siempre. En cierto sentido,
este objetivo se sigue alcanzando —lo mismo que el de domesticación de un
territorio, de imposición de una socialización disciplinaria. Lo que ya no
existe es la adversidad de los adversarios, la realidad de las causas
antagónicas, la seriedad ideológica de la guerra. Tampoco existe la realidad
de la victoria o de la derrota, aunque la guerra es un proceso que triunfa
siempre muy por encima de estas apariencias.
Así pues, es preciso leer todos los sucesos por el reverso, más allá de su
montaje oficial. Todo el mundo es cómplice, en especial los mass-media, de
mantener la ilusión de la posibilidad de ciertos hechos, de la realidad de las
opciones, de una finalidad histórica, de la objetividad de los hechos. Todo el
mundo es cómplice de salvar el principio de realidad.
De este modo, es posible arañar la verdad de una guerra, a saber: que
terminó mucho antes de acabar, que se puso fin a la guerra en su mismo
corazón, que probablemente esta guerra no llegó a comenzar nunca. Muchos
otros sucesos (la crisis petrolíferas, etc.) tampoco han empezado nunca ni
han llegado a existir más que como peripecias artificiales[6], trucajes
históricos, catástrofes y crisis destinados a mantener bajo hipnosis un cerco
histórico.
Que todos estos pseudoacontecimientos (los comunistas al poder en
Italia, el redescubrimiento póstumo, o, por lo menos «retro», del Gulag y de
los disidentes soviéticos, así como el descubrimiento, casi contemporáneo,
por una etnología moribunda de la «diferencia» perdida de los salvajes),
todas estas cosas que llegan demasiado tarde, en medio de una espiral de
retraso, que han agotado su sentido desde hace largo tiempo y no viven más
que de una efervescencia artificial de signos, que todos estos sucesos se
desarrollan sin lógica, en medio de una equivalencia total de las más
contradictorias y de una indiferencia profunda por sus consecuencias
(aunque la realidad es que no tienen consecuencia alguna: se agotan en su
promoción espectacular y se olvidan), esto lo sabe todo el mundo aunque
nadie lo acepte —no es extraño que la película de la «actualidad» produzca
una impresión siniestra de kitsch, de «retro» y de porno a la vez. La realidad
de la simulación es insoportable, más cruel que el teatro de la crueldad de
Artaud, que fue la última tentativa de una dramaturgia de la vida, el último
sobresalto de una idealidad del cuerpo, de la sangre, de la violencia en un
sistema que lo arrastraba ya hacia la absorción incruenta de todas las
opciones. Nuestra suerte está echada. Toda dramaturgia e incluso toda
escritura real de la crueldad ha desaparecido. La simulación es quien manda
y nosotros no tenemos derecho más que al «retro», a la rehabilitación
espectral, paródica, de todos los referentes perdidos, que todavía se
despliegan en torno nuestro, bajo la luz fría de la disuasión (incluido Artaud
que, como el resto, tiene derecho a su «revival», a una segunda existencia
como referente de la crueldad).

Por eso la diseminación nuclear no debe ser tomada como un riesgo más a
añadir a los ya existentes de estallido o accidente atómico —salvo durante
el intervalo crítico, durante el que las «jóvenes» potencias pueden sentir la
tentación del uso no disuasivo, es decir, «real», como hicieron los
americanos en Hiroshima— aunque solo ellos han tenido hasta el momento
derecho al «valor de uso» de la bomba y cuantos logren tenerla serán
disuadidos de su uso por el hecho mismo de poseerla. El ingreso en el club
atómico, tan lindamente bautizado, borra rapidísimamente (como la
sindicación en el mundo obrero) toda veleidad de intervención violenta. La
responsabilidad, el control, la censura y la autodisuasión siempre crecen
más aprisa que las fuerzas o las armas de que se dispone: este es el secreto
del orden social. De ahí que la posibilidad misma de paralizar un país con
un simple interruptor haga que los técnicos en electricidad no lleguen a usar
jamás esta arma: todo el mito de la huelga general y revolucionaria se
derrumba en el mismo momento en que se dan las condiciones necesarias
para ella —pero, esta es otra cuestión, precisamente porque se dan tales
condiciones. En esto consiste el proceso de la disuasión.
Es, pues, muy probable que un día veamos a las potencias nucleares
exportar centrales, armas y bombas atómicas a todas las latitudes,
exportando al mismo tiempo el virus de la disuasión. Al control mediante la
amenaza atómica, hoy en día monopolio de unos pocos, sucederá la
estrategia mucho más eficaz de pacificación mediante tenencia de bombas.
Las «pequeñas» potencias, creyendo comprar su autonomía, comprarán su
propia neutralización oculta en la bomba disuasoria. Es el caso de las
«centrales» nucleares que se están repartiendo ya, pues, igual que bombas de
neutrones, neutralizan toda virulencia histórica y todo riesgo de explosión.
En este sentido, lo nuclear inaugura por doquier un proceso acelerado de
implosión, congelándolo todo a su entorno y absorbiendo toda energía viva.
Lo nuclear es a la vez el punto culminante de la energía posible, la
máxima energía disponible y, paralelamente y de un modo más rápido, la
culminación de los sistemas de control de toda energía. La encerrona y el
control crecen en la misma medida (y sin duda aún más aprisa) que las
posibilidades liberadoras. Esta fue ya la aporía de las revoluciones
modernas, de la Revolución. Con una envergadura mucho mayor, sigue
siendo la paradoja absoluta de lo nuclear. Las energías se congelan con su
propio fuego, se disuaden a sí mismas. No acaba de verse claro qué
proyecto, qué poder o qué estrategia se ocultan tras este cerco, esta
saturación gigantesca de un sistema con sus propias fuerzas ya neutralizadas,
inutilizables, ininteligibles e inexplosivas, de no ser la posibilidad de una
explosión hacia el interior, de una implosión en la que todas estas energías
se abolirían en un proceso catastrófico en sentido literal, es decir, en el
sentido de una reversión de todo el ciclo hacia el punto mínimo, de una
reversión de las energías hacia el más estrecho umbral.
EL EFECTO BEAUBOURG

El efecto Beaubourg, la máquina Beaubourg, la «cosa» Beaubourg —¿qué


nombre darle?—. Es un enigma este esqueleto de flujos y de signos, de redes
y de circuitos —veleidad última consistente en traducir una estructura que ya
no tiene nombre, la de las relaciones sociales expuestas a una valoración
superficial (revitalización, autogestión, información, mass-media), y a una
implosión irreversible en profundidad. Monumento a los juegos de
simulación de masa, el Centro funciona como un incinerador absorbiendo
toda energía cultural y devorándola —algo parecido al monolito negro de
2001: convección carente de sentido de todos los contenidos venidos a
materializarse, absorberse y anonadarse en esta oscura y misteriosa masa.
Los alrededores no son más que una pendiente de desagüe —
restauración, desinfección, design snob e higiénico—, pero se trata sobre
todo de un mecanismo de vaciado mental. En las centrales nucleares se
observa un engranaje semejante: el verdadero peligro que comportan no es
la inseguridad, la polución o la explosión, sino el sistema de seguridad
máxima que bulle en torno a ellas, la oleada de control y de disuasión que va
ganando terreno implacablemente, oleada técnica, ecológica, económica y
geopolítica. ¿Qué importa lo nuclear?, la central es una matriz donde se
elabora un modelo de seguridad absoluta, que va a generalizarse a todo el
campo social y que, más que cualquier otra cosa, es un modelo de disuasión
(es lo mismo que nos rige mundialmente bajo el signo de la coexistencia
pacífica y de la simulación de peligro atómico).
El mismo modelo, salvadas las proporciones, se elabora en el Centro:
fisión cultural, disuasión política.
Quiero decir que la circulación de fluidos es desigual. Ventilación,
refrigeración, tendidos eléctricos —los fluidos «tradicionales» circulan muy
bien por ellos. Lo que ya no está tan asegurado es la circulación de fluido
humano (la solución de las escaleras mecánicas envueltas en moldes de
plástico resulta arcaica, deberíamos ser aspirados, propulsados, qué se yo,
pero con una movilidad adecuada a esta teatralidad barroca de fluidos en
que consiste la originalidad del armazón). En cuanto al conjunto de obras,
objetos y libros, y al espacio interior supuestamente «polivalente», no
circulan ya en absoluto. Cuanto más nos adentramos, menos circulación hay.
Ocurre lo contrario que en Roissy, donde desde un centro futurista, diseño
«espacial», que irradia hacia «satélites», etc., se va a parar muy suavemente
a los… aviones tradicionales. Sin embargo, la incoherencia es la misma.
(¿Qué pasa con el dinero, ese otro fluido, qué se hace de su tipo de
circulación, de emulsión y de oscilación en Beaubourg?).
La misma contradicción se da incluso en el comportamiento del personal,
asignado al espacio «polivalente» pero sin espacio privado para su trabajo.
De pie y moviéndose, los individuos adoptan un comportamiento «cool»,
muy flexible, muy «design», adaptado a la «estructura» de un espacio
«moderno». Sentados en su rincón si es que así puede llamársele, se agotan
secretando una soledad artificial, envolviéndose en su propia burbuja. Es
una bonita táctica de disuasión: se les condena a usar toda su energía en esta
defensiva individual. Curiosamente, reencontramos de este modo la misma
contradicción del objeto Beaubourg: un exterior móvil, conmutativo, «cool»
y moderno —un interior crispado sobre los viejos valores.
Este espacio de disuasión, articulado sobre una ideología de visibilidad,
de transparencia, de polivalencia, de consenso y de contacto, y sancionado
por el chantaje a la seguridad, es, hoy por hoy, virtualmente, el espacio de
todas las relaciones sociales. Todo el discurso social está ahí y tanto en este
plano como en el del tratamiento de la cultura, Beaubourg es, en plena
contradicción con sus objetivos explícitos, un monumento genial de nuestra
modernidad. Es agradable pensar que la idea no se le ha ocurrido a ningún
espíritu revolucionario, sino a los lógicos del orden establecido,
desprovistos de todo sentido crítico y, por tanto, más cercanos a la verdad,
capaces, en su obstinación, de poner en marcha una máquina incontrolable,
cuyo éxito mismo les escapa, y que es el reflejo más exacto, incluso en sus
contradicciones, del estado de cosas actual.
Naturalmente, todos los contenidos culturales de Beaubourg son anacrónicos,
pues a semejante envoltorio arquitectónico solo podía corresponderle el
vacío interior. La impresión general es de coma irreversible, de una
animación que en realidad no es más que reanimación, y esto es así porque
la cultura está muerta, cosa que Beaubourg perfila admirablemente aunque de
una manera vergonzosa. Lo mejor hubiera sido aceptar triunfalmente esta
muerte y erigir un monumento o un antimonumento equivalente a la inanidad
fálica de la torre Eiffel en su época. Monumento a la desconexión total, a la
hiperrealidad y a la implosión de la cultura —hecha hoy por nosotros en
plan de circuitos transistorizados siempre bajo la sombra acechante de un
cortocircuito gigantesco.
Beaubourg es ya una compresión a lo César —figura de una cultura tal
que se hunde bajo su propio peso— como los automóviles congelados de
pronto en el seno de un sólido geométrico. Así los coches de César recién
librados de un accidente ideal, no exterior sino inherente a la estructura
metálica y de carne humana aparece cortado a la medida geométrica del más
pequeño espacio posible —de modo parecido en Beaubourg la cultura es
triturada, retorcida, recortada y comprimida en sus menores elementos
simples— manojo de transmisiones y metabolismo difunto, helado como un
mecanoide de ciencia ficción.
Pero en lugar de romper y de comprimir toda la cultura en este armazón
que, de todos modos, tiene aspecto de compresión, en lugar de esto, se
expone ahí precisamente a César. Se expone a Dubuffet y a la contracultura y
la simulación inversa sirve como referente de la cultura difunta. En este
esqueleto que habría podido servir como mausoleo de la operatividad inútil
de los signos, son expuestas las máquinas efímeras y autodestructivas de
Tinguely bajo el signo de la eternidad de la cultura. Se neutraliza de este
modo todo el conjunto: Tinguely queda embalsamado en el museo,
Beaubourg se ve rebajado en su pretendido contenido artístico.
Felizmente, todo este simulacro de valores culturales es anticipadamente
negado por la arquitectura exterior[7]. Pues esta, con sus redes de tuberías y
su aire de edificio de exposición o de feria universal, con su fragilidad
(¿calculada?) disuasiva de toda mentalidad o monumentalidad tradicionales,
proclama abiertamente que nuestro tiempo ya nunca será tiempo de duración,
que nuestra única temporalidad es la correspondiente al ciclo acelerado y al
reciclaje, la del circuito y del tránsito de fluidos. Nuestra única cultura es en
el fondo la de los hidrocarburos, la de la refinación, la del «cracking», la del
rompimiento de moléculas culturales para volver a combinarlas en productos
de síntesis. Esto, Beaubourg-Museo quiere ocultarlo, pero
Beaubourg-armazón lo proclama. Y es esto también lo que origina la belleza
del armazón y el fracaso de los espacios interiores. De todos modos, la
ideología misma de «producción cultural» es antitética de toda cultura, igual
que la de visibilidad y la de espacio polivalente: la cultura es el ámbito del
secreto, de la seducción, de la iniciación, de un intercambio simbólico
restringido y altamente ritualizado. Nada se puede hacer contra ello. Tanto
peor para las masas y tanto peor para Beaubourg.
¿Qué había pues que meter en Beaubourg?
Nada. El vacío que habría significado la desaparición de toda cultura del
sentido y del sentimiento estético. Pero esto es aún demasiado romántico y
desgarrador, semejante vacío habría valido aún como obra maestra de la
contracultura.
¿Un remolino quizá de luces estriando un espacio en el que la multitud
aportaría el elemento móvil de base?
De hecho, Beaubourg ilustra perfectamente la cuestión de que un orden
de simulacros solo se sostiene merced a la coartada del orden anterior. Aquí,
un armazón hecho de flujos y conexiones de superficie se da como contenido
la cultura tradicional de la profundidad. Un orden de simulacros anteriores
(el orden del sentido) suministra la sustancia vacía de un orden ulterior, el
cual ni siquiera conoce la diferencia existente entre el significante y el
significado, el continente y el contenido.
Por lo tanto, la pregunta: «¿Qué había que meter en Beaubourg?» resulta
absurda. No puede haber una respuesta porque la distinción tópica entre el
interior y el exterior no debería ya plantearse. Ahí está nuestra verdad,
verdad de Moebius —utopía irrealizable, sin duda, pero a la que Beaubourg
da sin embargo razón en la medida en que cualquier de sus contenidos es un
contrasentido y se ve anticipadamente negado por el continente.
Y no obstante… si alguna cosa debería haber en Beaubourg tendría que
ser una especie de laberinto, una biblioteca combinatoria infinita, una
redistribución aleatoria de los destinos mediante el juego o la lotería —en
suma, el universo de Borges— o quizá las Ruinas circulares: un
encadenamiento de individuos soñados los unos por los otros (no una
Disneylandia del sueño, un laboratorio de ficción práctica). Una
experimentación de los distintos procesos de la representación: difracción,
implosión, encadenamientos y desencadenamientos aleatorios —un poco
como en el Exploratorium de San Francisco o en las novelas de Philip Dick
— en definitiva, una cultura de simulación y de fascinación, y no la de
siempre de producción y de sentido: he aquí lo que podría ser propuesto que
no fuera una miserable contracultura. ¿Es ello posible? No aquí,
evidentemente. Pero este tipo de cultura se está haciendo por ahí, en todas
partes y en ninguna en concreto. En adelante, la única verdadera práctica
cultural será la de las masas, la nuestra (se acabó la diferencia) es una
práctica manipulatoria, aleatoria, de laberintos de signos, que ya no tiene
sentido.

Sin embargo, visto de otro modo, no es cierto que en Beaubourg haya


incoherencia entre el continente y el contenido. Será cierto si se da crédito al
proyecto cultural oficial, pero lo que allí se hace es exactamente lo contrario
de este proyecto. Beaubourg no es más que un inmenso trabajo de
transmutación de la famosa cultura tradicional del sentido en el orden
aleatorio de los signos, en un orden de simulacros (el tercero)
completamente homogéneo con el de los flujos y canales de la fachada. Y se
invita a las masas a venir para conducirlas a este nuevo orden «semiúrgico»,
aunque sea bajo el pretexto contrario de educarlas en el sentido y en la
profundidad.
Hay que partir, pues, de este axioma: Beaubourg es un monumento de
disuasión cultural. En un escenario museístico que solo sirve para salvar la
ficción humanista de la cultura, se lleva a cabo un verdadero asesinato de
esta, y a lo que en realidad son convidadas las masas es al cortejo fúnebre
de la cultura.
Y las masas acuden. Es la suprema ironía de Beaubourg: las masas se
vuelcan no porque les crezca la saliva ante una cultura que las viene
frustrando siglo tras siglo, sino porque por primera vez tienen ocasión de
participar multitudinariamente en el inmenso trabajo de enterrar una cultura
que en el fondo siempre han detestado.
Es, pues, un absoluto malentendido denunciar Beaubourg como una
mixtificación cultural de masas. Estas se precipitan en Beaubourg para gozar
de la ceremonia fúnebre, del descuartizamiento, de la prostitución operativa
de una cultura al fin verdaderamente liquidada, incluido cualquier tipo de
contracultura que siempre será una apoteosis de aquella. Las masas se
agolpan en Beabourg del mismo modo que se agolpan en los lugares de
catástrofe, con el mismo impulso irresistible. Mejor dicho: las masas son la
catástrofe de Beaubourg. Su número, sus pasos, su fascinación, su prurito de
verlo y de manipularlo todo, revelan un comportamiento objetivamente
mortal y catastrófico para todo el tinglado. No solo su peso pone en peligro
el edificio, sino que su adhesión, su curiosidad niegan los contenidos
mismos de esta cultura de animación. Lo sucedido no tiene nada que ver con
el objetivo cultural perseguido, sino que supone su negación radical,
precisamente por su exceso y por su éxito. Es, pues, la masa quien interpreta
el papel de agente catastrófico en esta estructura de catástrofe, es la propia
masa la que pone fin a la cultura de masas.
Circulando por el espacio de la transparencia, la masa es convertida en
flujo, pero al mismo tiempo, con su opacidad y su inercia, pone fin a este
espacio «polivalente». Se la invita a participar, a simular, a jugar con
modelos, pero hace algo mejor: participa y manipula tan bien que borra todo
el sentido que se quería dar a la operación y pone en peligro incluso la
infraestructura del edificio. De este modo, una especie de parodia, de
hipersimulación en respuesta a la simulación cultural, transforma a las
masas, que no debían ser más que el ganado de la cultura, en el agente
exterminador de esta cultura, de la que Beabourg solo era una vergonzosa
encarnación.
Aplaudamos este éxito de la disuasión cultural. Todos los antiartistas,
«gauchistas» y despreciadores de la cultura no han sospechado ni de lejos la
eficacia disuasiva de este monumental agujero negro que Beabourg es.
Estamos ante una operación verdaderamente revolucionaria, precisamente
porque es involuntaria, insensata e incontrolada, mientras que toda operación
sensata de liquidación de la cultura no hace, como es sabido, más que
resucitarla.
A decir verdad, el único contenido de Beabourg es la masa misma, a la
que el edificio trata como un convertidor, como una cámara oscura, o, en
términos de «input-output», exactamente como trata una refinería un producto
petrolífero o un flujo de materia bruta.
Jamás estuvo tan claro que el contenido —aquí la cultura, en otros casos
la información o la mercancía— no es más que el soporte aparente de la
operación del médium, cuya función es siempre inducir masas, producir un
flujo humano y mental homogéneo. Movimiento inmenso de vaivén parecido
al de los operarios de suburbio, absorbidos y vomitados a horas fijas por sus
lugares de trabajo. Y precisamente de un trabajo se trata aquí, trabajo de
test, de sondeo, de interrogatorio dirigido: las gentes acuden a seleccionar
objetos-respuesta a todas las cuestiones que puedan plantearse, o mejor,
ellos mismos acuden en respuesta a la pregunta funcional y dirigida que
constituyen los objetos. Más que de una cadena de trabajo se trata, pues, de
una disciplina programática cuyas contrariedades se difuminan tras una
cortina de tolerancia. Mucho más allá de las instituciones tradicionales del
capital, el hipermercado, o Beabourg «hipermercado de la cultura», es ya el
modelo de toda forma futura de socialización controlada: nueva totalización
en un espacio-tiempo homogéneo de todas las funciones dispersas del cuerpo
y de la vida social (trabajo, ocio, mass-media, cultura), retranscripción de
todos los flujos contradictorios en términos de circuitos integrados.
Espacio-tiempo de toda una simulación operativa de la vida social.
Para esto, es preciso que la masa de consumidores sea equivalente u
homologa a la masa de los productos. La confrontación y la fusión de estas
dos masas que se dan tanto en el hipermercado como en Beaubourg, hacen de
este algo muy distinto de los lugares tradicionales de la cultura (museos,
monumentos, galerías, biblioteca, casas de cultura, etc.). Aquí se elabora la
masa crítica, más allá de la cual la mercancía deviene hipermercancía y la
cultura hipercultura —es decir, que ya no está ligada a intercambios distintos
o a necesidades determinadas, sino a una especie de universo total de los
signos, o de circuito integrado que un impulso recorre de parte a parte,
tránsito incesante de opciones, de lecturas, de referencias, de marcas, de
descodificación. Aquí los objetos culturales, como allá los objetos de
consumo, no tienen otra finalidad que la de mantenerle a uno en estado de
masa integrada, de flujo transistorizado, de molécula imantada. Lo que se
percibe en un hipermercado es la hiperrealidad de la mercancía y lo que se
percibe en Beaubourg es la hiperrealidad de la cultura.
Con el museo tradicional se inicia la compartimentación, el
reagrupamiento, la interferencia de todas las culturas, la estetización
incondicional que ocasiona la hiperrealidad de la cultura, pero el museo
supone todavía una memoria. Nunca como en el caso que nos ocupa había la
cultura perdido la memoria en provecho del almacenamiento y de la
redistribución funcional. Esto traduce un hecho más general: por doquier en
el mundo «civilizado» la construcción de «stocks» de objetos ha llevado
consigo el proceso complementario de los «stocks» de hombres, las colas,
las esperas, los embotellamientos, las concentraciones, los campings. La
«producción de masa» es esto, no en el sentido de una producción masiva o
al uso de las masas, sino en el de producir masa. La masa como producto
final de toda actividad social y liquidando de golpe este tipo de actividades,
pues esta masa que se nos quiere hacer creer que es lo social, es, al
contrario, el lugar de implosión de lo social. La masa es la esfera cada vez
más densa donde implosiona todo lo social y es devorado en un proceso de
simulación ininterrumpido.
De ahí este espejo cóncavo: viendo la masa en el interior es como las
masas se ven tentadas a entrar. Típico método de marketing: toda la
ideología de la transparencia cobra aquí su sentido. Más aún: poniendo en
escena un modelo reducido ideal se espera una gravitación acelerada, una
aglutinación automática de cultura y una aglomeración automática de las
masas. Es el mismo proceso: operación nuclear de reacción en cadena y
operación espectral de magia blanca.
De este modo, Beaubourg es por primera vez a escala de la cultura lo
que el hipermercado es a escala de la mercancía: el operador circular
perfecto, la demostración de lo que sea (la mercancía, la cultura, la multitud,
el aire comprimido) mediante su propia circulación acelerada.
Pero si los stocks de objetos acarrean un almacenamiento de hombres, la
violencia latente en el stock de objetos acarreará la violencia de los
hombres.
Cualquier stock es violento, y existe una violencia específica en
cualquier masa humana por el hecho de que implosiona —violencia
adaptada a su gravitación, a su densificación en torno a su propio foco de
inercia. La masa es foco de inercia y por ende foco de una violencia nueva,
inexplicable y diferente de la violencia explosiva.
Masa crítica, masa implosiva. Por encima de 30 000 puede hacer ceder
la estructura de Beaubourg. Si la masa imantada por la estructura deviene
una variante destructora de la masa misma, suponiendo que sus creadores lo
hayan querido (pero ¿cómo suponerlo?), si han sido capaces de programar la
liquidación con un solo golpe de la arquitectura y de la cultura, entonces
Beaubourg se convierte en el objeto más audaz y en el happening más
logrado del siglo.
¡VAMOS A HUNDIR A BEAUBOURG! Nueva consigna revolucionaria. Es
inútil incendiarlo y es también inútil contestarlo. ¡Acudid a él! Es la mejor
manera de destruirlo. El éxito de Beaubourg ha dejado de ser un misterio:
las gentes van a eso, se aglomeran en este edificio, cuya fragilidad huele ya a
catástrofe, con la única intención de hundirlo.
A decir verdad, obedecen al imperativo de la disuasión: se les da un
objeto que consumir, una cultura que devorar, un edificio que manipular.
Pero, al mismo tiempo, apuntan expresamente y sin saberlo a esta
aniquilación. La acometida es el único acto que la masa puede producir en
tanto que tal —masa proyectil que desafía al edificio de la cultura de masas,
que replica con su peso, es decir con su aspecto más hueco de sentido, el
más estúpido, el menos cultural, al desafío de culturalización que Beaubourg
le lanza. Al desafío de incorporación masiva a una cultura esterilizada, la
masa responde con una irrupción destructora que se prolonga con una
manipulación brutal. A la disuasión mental la masa responde con la
disuasión física directa. Es su propio desafío. Su estratagema consiste en
responder en los mismos términos en que es solicitada, pero llevándolos al
límite; en responder a la simulación en que se la encierra con un proceso
social entusiasta que rebasa los objetivos calculados y actúa como
hipersimulación destructora[8].
Las gentes sienten deseos de llevárselo todo, de saquearlo, de comérselo
todo, de manipularlo todo. Ver, descifrar, aprender, no les afecta. Su
inclinación masiva es la manipulación. Los organizadores (y los artistas e
intelectuales) están horrorizados ante semejante veleidad incontrolable, pues
solo contaban con iniciar a las masas en el espectáculo de la cultura. No
habían contado con esta fascinación activa, destructora, respuesta brutal y
original a la oferta de una cultura incomprensible, atracción que tiene todas
las trazas de un allanamiento y de violación de un santuario.
Beaubourg habría podido, o debido, desaparecer al día siguiente de su
inauguración, desmontado y arrasado por la multitud, pues esta habría sido la
única respuesta posible al desafío absurdo de transparencia y de democracia
de la cultura —llevándose cada cual un perno fetiche de esta cultura
fetichizada.
Las gentes se acercan a tocar, miran como si al mirar tocaran, su mirada
es un aspecto más de la manipulación táctil. Se trata claramente de un
universo táctil, no visual o discursivo, y las gentes quedan directamente
implicadas en un proceso: manipular/ser manipulado, evaluar/ser evaluado,
circular/hacer circular, que no pertenece ya al orden de la representación, ni
de la distancia, ni de la reflexión. Es algo vinculado al pánico, a un mundo
pánico.

Pánico al ralentí, sin móvil externo. Es la violencia inherente a un conjunto


saturado. LA IMPLOSIÓN.
Beaubourg difícilmente puede arder, todo está previsto. El incendio, la
explosión, la destrucción no son ya la alternativa imaginaria para este género
de edificio. La implosión es la forma de abolición del mundo «cuaternario»,
cibernético y combinatorio.
La subversión y la destrucción violenta son las respuestas al mundo de la
producción. Las respuestas a un universo de redes, de combinatoria y de
flujos son la reversión y la implosión.
Es lo que ocurre con las instituciones, el Estado, el poder, etc. El sueño
de ver estallar todo esto a fuerza de contradicciones, justamente no es más
que un sueño. Lo que sucede en realidad es que las instituciones implosionan
por sí mismas, a fuerza de ramificaciones, de «feed-back», de circuitos de
control superdesarrollados. El poder implosiona, esta es su manera actual de
desaparecer.
Ejemplo, la ciudad. Incendios, guerras, peste, revoluciones,
marginalidad criminal, catástrofes: toda la problemática de la anticiudad, de
la negatividad interior o exterior a la ciudad, tiene algo de arcaica en
relación con su verdadero modo de aniquilación.
Incluso el escenario de la ciudad subterránea —versión china de entierro
de las estructuras— resulta inocente. La ciudad ya no se multiplica según un
esquema de reproducción todavía dependiente del esquema general de la
producción, o según un esquema del parecido dependiente aún del esquema
de la representación. (De este modo se continúa restaurando todavía después
de la Segunda Guerra Mundial). La ciudad no puede resucitar, ni siquiera en
profundidad, sino que se rehace desde una especie de código genético que
permite repetirla un número indefinido de veces a partir de la memoria
cibernética acumulada. Está agotada incluso la utopía de Borges de un mapa
de extensión igual a la del territorio, al que reproduce totalmente: hoy en día
el simulacro ya no pasa por el doble y la reduplicación, sino por la
miniaturización genética. Final de la representación e implosión, aquí
también, de todo el espacio en una memoria infinitesimal que no olvida nada
y que no es memoria de nadie. Simulación de un orden irreversible,
inmanente, cada vez más denso, potencialmente saturado y que nunca
conocerá la explosión liberadora.
Nosotros fuimos la cultura de la violencia liberadora (la racionalidad).
Aunque se trate de la del capital, de la liberación de las fuerzas productoras,
de la extensión irreversible del campo de la razón y del campo del valor, de
un espacio conquistado y colonizado hasta lo universal —aunque se trate de
la violencia de la revolución que se anticipa a las fuerzas futuras de lo social
y a su energía— el esquema es el mismo: el de una esfera en expansión, con
fases lentas o violentas, el de una energía liberada, el aspecto imaginario de
la irradiación.
La violencia que lo acompaña nace de un mundo más vasto: es la
violencia de la producción. Esta violencia es dialéctica, energética y
catártica. Es la que aprendimos a analizar y que nos resulta familiar: la que
traza los caminos de lo social y que conduce a la saturación de todo el
campo de lo social. Es una violencia determinada, analítica, liberadora.
Otra violencia muy distinta aparece hoy a la que ya no sabemos analizar
porque escapa al esquema tradicional de la violencia explosiva: violencia
implosiva que resulta no ya de la extensión de un sistema, sino de su
saturación y de su retracción, como ocurre con los sistemas físicos estelares.
Violencia correspondiente a una desmesurada densificación de lo social, al
estado de un sistema superregulado, de una red (de saber, de información, de
poder) demasiado espesa y de un control hipertrófico sobre todo pasadizo
intersticial.
Esta violencia nos resulta ininteligible porque toda nuestra imaginación
gira en torno a la lógica de los sistemas en expansión. Es indescifrable
porque es indeterminada. Quizá ni siquiera dependa ya del esquema de la
indeterminación, pues los modelos aleatorios que han relevado a los
modelos de determinación y de causalidad clásico, no son fundamentalmente
diferentes. Traducen el paso desde sistemas de expansión definidos a
sistemas de producción y de expansión azimut —en estrella o en rizoma, da
igual—, todas las filosofías de despliegue de energías, de irradiación de
intensidades y de molecularización del deseo van en el mismo sentido, el de
saturar hasta lo intersticial y hasta lo infinito las redes. La diferencia entre lo
molar y lo molecular no consiste más que en una modulación, la última
quizás, en el proceso energético fundamental de los sistemas en expansión.

Otra cuestión es el paso desde una fase milenaria de liberación y de


despliegue de energías a una fase de implosión, tras una especie de máxima
irradiación (revisar los conceptos de pérdida y despilfarro de Bataille en
este sentido, y el mito solar de una irradiación inagotable sobre el que funda
su antropología suntuaria: es el último mito explosivo y destellante de
nuestra filosofía, últimos fuegos de artificio de una economía general en el
fondo, aunque todo esto carece ya de sentido para nosotros), a una fase de
reversión de lo social —reversión gigantesca de un campo una vez
alcanzado el punto de saturación. Tampoco los sistemas estelares dejan de
existir una vez disipada su energía de irradiación: implosionan según un
proceso lento en principio que se acelera progresivamente —se contraen a
una velocidad fabulosa y devienen sistemas involutivos que absorben todas
las energías circundantes hasta convertirse en agujeros negros donde el
mundo, en el sentido en que lo entendemos, como destello y potencial
indefinido de energía, es abolido.
Quizá las grandes metrópolis —si esta hipótesis es válida ha de ser, sin
duda, aplicable a ellas— se han convertido en focos de implosión en este
sentido, focos de absorción y resorción de lo social mismo cuya edad de
oro, contemporánea del doble concepto de capital y de revolución, pertenece
ya al pasado. Lo social involuciona lentamente, o brutalmente, en un campo
de inercia que envuelve ya lo político. (¿La energía inversa?). Hay que
guardarse de tomar la implosión por un proceso negativo, inerte, regresivo,
tal como nos impone el lenguaje al exaltar la terminología contraria:
evolución, revolución, etcétera. La implosión es un proceso específico de
consecuencias incalculables. Mayo del 68 fue sin duda el primer episodio
implosivo, es decir, contrariamente a su reescritura en términos de
prosopopeya revolucionaria, fue una primera reacción violenta contra la
saturación de lo social, una retracción, un desafío a la hegemonía de lo
social, en contradicción con la ideología de los propios participantes cuya
intención era ir más lejos en el terreno de lo social —este es el punto
imaginario que nos domina siempre. Y de hecho es posible que buena parte
de los sucesos del 68 pertenecieran aún a la dinámica revolucionaria y a la
violencia explosiva, más al mismo tiempo se iniciaba otra cosa: la
involución violenta de lo social y la implosión consecutiva y súbita del
poder, en un breve lapso de tiempo, sí, pero que después ya no ha cesado —
lo que continúa en profundidad es la implosión de lo social, de las
instituciones y del poder, en modo alguno una dinámica revolucionaria. Al
contrario, la revolución misma… la idea de revolución, implosiona también,
y esta implosión es de mayores consecuencias que la propia revolución.
Ciertamente, tras el 68 y gracias a él, lo social, como el desierto, crece
—participación, gestión, autogestión generalizada, etc.— pero al mismo
tiempo se aproxima por mucho más puntos que en el 68 al desapego y a la
reversión total. Lento seísmo, inteligible para la razón histórica.
Algo parecido está en juego en Italia. Alguna cosa (en la acción de los
estudiantes, de los indios metropolitanos, de las radios piratas), que no
pertenece ya al orden de lo universal, ni, por tanto, al orden de la
solidaridad clásica (política), ni al de la difusión por los mass-media
(curiosamente, ni estos ni la solidaridad internacional «revolucionaria» se
hicieron eco de lo que ocurrió en febrero-marzo de 1977), es preciso, pues,
que algo haya cambiado para que unos mecanismos tan universales cesen de
funcionar (funcionaron aún con mucha eficacia en el 68 en Francia), es
preciso que haya ocurrido algo cuyo efecto de subversión se haya producido
de algún modo en sentido inverso, hacia el interior, mediante un desafío a lo
universal. Subversión de la universalidad por una acción de esfera limitada,
circunscrita, muy concentrada, muy densa, y que se agota en su propia
revolución. Se da, pues, aquí un proceso absolutamente nuevo.
El funcionamiento de las radios piratas es tan acorde con lo anterior,
que, más que focos de difusión, constituyen múltiples puntos de implosión.
Inabarcable hormigueo puntual, territorio movedizo, pero territorio de todos
modos, refractario al espacio político homogéneo. Por eso el sistema se ve
obligado a silenciarlas, no por sus contenidos políticos o militantes, sino
como localizaciones peligrosas, no extensibles, no explosivas, no
generalizares (extrayendo su singularidad y su violencia característica del
rechazo de ser un sistema de expansión).
A LA SOMBRA DE LAS
MAYORÍAS SILENCIOSAS

Todo el montón confuso de lo social gira en torno a ese referente esponjoso,


a esa realidad opaca y translúcida a la vez, a esa nada: las masas. Esa bola
de cristal de las estadísticas, está «atravesada por corrientes y flujos», a
imagen de la materia y de los elementos naturales. Es así al menos cómo nos
las representan. Aunque puedan estar «magnetizadas», y lo social pueda
envolverlas como una electricidad estática, la mayor parte de las veces
hacen «tierra» o «masa» precisamente, o sea que absorben toda la
electricidad de lo social y de lo político y la neutralizan sin retorno. No son
ni buenas conductoras de lo político, ni buenas conductoras de lo social, ni
buenas conductoras del sentido en general. Todo las atraviesa, todo las
manta, pero todo se difunde en ellas sin dejar rastro. Y la apelación a las
masas, en el fondo, siempre se quedó sin respuesta. No irradian, sino que al
contrario absorben toda la radiación de las constelaciones periféricas del
Estado, de la Historia, de la Cultura, del sentido. Son la inercia, el poder de
la inercia, el poder de lo neutro.
Es en este sentido que la masa es característica de nuestra modernidad, a
título de fenómeno altamente implosivo, irreductible a cualquier práctica y
teoría tradicionales, quizás incluso a toda práctica y a toda teoría sin más.
En la representación imaginaria, las masas flotan en alguna parte entre la
pasividad y la espontaneidad salvaje, pero siempre como una energía
potencial, un stock de socialidad y de energía social, hoy referente mudo,
mañana protagonista de la historia, cuando tomen la palabra y dejen de ser la
«mayoría silenciosa» —ahora bien, justamente las masas no tienen historia
que escribir, ni pasada, ni futura, no tienen energías virtuales que liberar, ni
deseo que cumplir su potencia es actual, está aquí intacta, y es la de su
silencio. Poder de absorción y de neutralización, ya desde ahora superior a
todos los que ejercen sobre ellas. Poder de inercia específica, cuya eficacia
es diferente a la de todos los esquemas de producción, de irradiación y de
expansión sobre los cuales nuestro imaginario funciona, incluso con la
voluntad de destruirlos. Figura inaceptable e ininteligible de la implosión
(¿se trata una vez más de un «proceso»?) tope de todos nuestros sistemas de
sentido, y contra el cual se arman todas sus resistencias, que cubre con un
recrudecimiento de todas las significaciones, con una llamarada de todos los
significados el hundimiento central del sentido.
El vacío social está atravesado por objetos intersticiales y por montones
cristalinos que dan vueltas y se cruzan en un cerebral claroscuro. Así es la
masa, reunión en el vacío de partículas individuales, de desechos de lo
social y de impulsos mediáticos: nebulosa opaca cuya densidad creciente
absorbe todas las energías y todos los haces luminosos que la rodean, para
finalmente derrumbarse bajo su propio peso. Agujero negro en el que lo
social se precipita.
Exactamente lo inverso pues de una acepción «sociológica». La
sociología no puede hacer otra cosa sino describir la expansión de lo social
y sus peripecias. No vive más que de la hipótesis positiva y definitiva de lo
social. La reabsorción, la implosión de lo social se le escapan. La hipótesis
de la muerte de lo social es también la de su propia muerte.
El término de masa no es un concepto. Leitmotiv de la demagogia
política, es una noción blanda, viscosa, lumpenanalitica. Una buena
sociología intentará superarla en unas categorías «más finas»:
socioprofesionales, de clase, de estatuto cultural, etc. Error: es merodeando
alrededor de esas nociones blandas y acríticas (como lo fue en otros tiempos
el «maná») como se puede llegar más lejos que la sociología crítica
inteligente. Por lo demás nos daremos cuenta retrospectivamente de que los
conceptos de «clase», de «relación social», de «poder», de «estatuto», de
«institución», y el mismo concepto de «social», todos esos conceptos
demasiado claros que son la gloria de las ciencias legítimas, nunca fueron
otra cosa que unas nociones confusas, pero sobre las cuales nos hemos
puesto de acuerdo con fines misteriosos, los de preservar un cierto código
del análisis.
Querer especificar el término de masa es justamente un contrasentido —
es endosarle un sentido a lo que no lo tiene. Se dice: «la masa de los
trabajadores». Pero la masa no es nunca la de los trabajadores, ni la de
ningún otro sujeto u objeto social. Las «masas campesinas» de otros tiempos
no eran justamente unas masas: solo hacen masa los que están liberados de
sus obligaciones simbólicas, «rescindidos» (cogidos en «redes» infinitas) y
destinados a no ser más que la innumerable terminal de los mismos modelos,
que no llegan a integrarlos y que no los producen finalmente más que como
desperdicios estadísticos. La masa es un ser sin atributo, sin predicado, sin
cualidad, sin referencia. Ésa es su definición, o su indefinición radical. No
tiene «realidad» sociológica. No tiene nada que ver con ninguna población
real, ningún cuerpo, ningún agregado social específico. Toda tentativa para
calificarla es solo un esfuerzo para volverla a verter en la sociología y
arrancarla de esa indistinción que no es siquiera la de la equivalencia (suma
ilimitada de individuos equivalentes: 1 + 1 + 1 + 1 —esa es la definición
sociológica), sino la de lo neutro, es decir ni uno ni otro (ne-uter).
Se acabó la polaridad de uno y otro en la masa. Es lo que hace ese vacío
y ese poder de derrumbamiento que ejerce sobre todos los sistemas, que
viven de la separación y de la distinción de los polos (dos, o múltiples en
los sistemas más complejos). Eso es lo que hace imposible que circule algún
sentido en ella: se dispersa instantáneamente como los átomos en el vacío.
Es lo que hace también la imposibilidad de la masa, de estar alienada,
puesto que ni uno ni otro existen ya en ella.
Masa sin habla que está ahí para los portavoces sin historia. Admirable
conjunción de los que no tienen nada que decir y de las masas que no hablan.
Pesada nada de todos los discursos. Ni histeria ni fascismo potencial, sino
simulación por precipitación de todos los referenciales perdidos. Caja negra
de todos los referenciales, de todos los sentidos que no han echado raíces,
de la historia imposible, de los sistemas de representación inencontrables, la
masa es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo social.
En cuanto a la imposibilidad de hacer circular algún sentido en ella, el
mejor ejemplo es el de Dios. Las masas retuvieron apenas su imagen, y
jamás su Idea. No han sido alcanzadas jamás ni por la Idea de Dios, que se
quedó en cosa de clérigos, ni por las congojas del pecado y de la salvación
personal. Lo que retuvieron, es el mundo mágico de los mártires y de los
santos, el del juicio final, el de la Danza de la muerte, es la brujería, es el
espectáculo y el ceremonial de la Iglesia, la inmanencia del ritual —contra
la trascendencia de la Idea. Paganas fueron y asi se quedaron a su manera;
sin que jamás las haya visitado la Instancia Suprema, sino viviendo de las
monedillas de imágenes, superstición y diablo. ¿Prácticas degradadas en
relación con el riesgo espiritual de la fe? Ciertamente. Es su manera propia,
a través de la banalidad de los rituales y de los simulacros profanos, de
tener en jaque el imperativo categórico de la moral y de la fe, el imperativo
sublime del sentido, que siempre rechazaron. No se trata de que no hayan
podido acceder a las luces superiores de la religión: las Ignoraron. No
rehúsan morir por una fe, por una causa, por un ídolo. Lo que rechazan es la
trascendencia, es el suspenso, la diferencia, la espera, la ascesis que forman
el término sublime de la religión. Para las masas, el Reino de Dios siempre
estuvo ahí sobre la tierra, en la inmanencia pagana de las imágenes, en el
espectáculo que de él daba la Iglesia. Desviación fantástica del principio
religioso. En la práctica hechicera y espectacular que tenían de la religión,
las masas la absorbieron.
Todos los grandes esquemas de la razón sufrieron la misma suerte. No
describieron su trayectoria, no siguieron el hilo de su historia más que sobre
la delgada cresta de la capa social detentadora del sentido (y en particular
del sentido social), pero por lo esencial no penetraron en las masas más que
al precio de un desvío, de una distorsión radical. Así sucedió con la Razón
histórica, con la Razón política, con la Razón cultural, con la Razón
revolucionaria —así sucedió con la Razón misma de lo social, la más
interesante puesto que es la que parece inherente a las masas, y la que parece
haberlas producido en el hilo de su evolución. ¿Las masas son el «espejo de
lo social»? No, no reflejan lo social, ni reflexionan en lo social— es el
espejo de lo social el que viene a romperse sobre ellas.
La imagen no es ni tan siquiera justa, puesto que evoca aún la idea de una
sustancia plena, de una resistencia opaca. Ahora bien, las masas funcionan
más bien como un gigantesco agujero negro que doblega, curva y retuerce
inexorablemente todas las energías y radiaciones luminosas que se
aproximan a ella. Esfera implosiva, en la que la curvatura de los espacios se
acelera, en la que todas las dimensiones se encorvan sobre sí mismas e
involucionan hasta anularse, no dejando en su sitio y lugar más que una
esfera de engullimiento potencial.

EL ABISMO DEL SENTIDO


Así sucede con la información.
Sea cual fuere su contenido político, pedagógico, cultural, el propósito
es siempre el de incluir algún sentido, de mantener a las masas bajo el
sentido. Imperativo de producción de sentido que se traduce por el
imperativo sin cesar renovado de moralización de la información: Informar
mejor, socializar mejor, elevar el nivel cultural de las masas, etc. Tonterías:
las masas se resisten escandalosamente a este imperativo de la comunicación
racional. Se les da sentido, quieren espectáculo. Ningún esfuerzo pudo
convertirlas a la seriedad de los contenidos, ni siquiera a la seriedad del
código. Se les dan mensajes, no quieren más que signos, idolatran el juego
de los signos y de los estereotipos, idolatran todos los contenidos mientras
se resuelvan en una secuencia espectacular. Lo que rechazan, es la
«dialéctica» del sentido. Y no sirve para nada alegar que están mistificadas.
Hipótesis siempre hipócrita que permite salvaguardar el confort Intelectual
de los productores de sentido: las masas aspirarían espontáneamente a las
luces naturales de la razón. Eso para conjurar lo inverso, a saber que es en
plena «libertad» como las masas oponen su rechazo al sentido y su voluntad
de espectáculo al ultimátum del sentido. Desconfían como de la muerte de
esa transparencia y de esa voluntad política. Olfatean el terror simplificador
que está tras la hegemonía ideal del sentido, y reaccionan a su manera,
abatiendo todos los discursos articulados hacia una única dimensión
Irracional y sin fundamento, allí donde los signos pierden su sentido y se
agotan en la fascinación: lo espectacular.
No se trata otra vez de mistificación: se trata de su exigencia propia, de
una contraestrategia expresa y positiva —trabajo de absorción y de
aniquilación de la cultura, del saber, del poder, de lo social. Trabajo
inmemorial pero que toma hoy toda su envergadura. Antagonismo en
profundidad que obliga a invertir todos los escenarios recibidos: ya no es el
sentido la línea de fuerza ideal de nuestras sociedades, lo que se le escapa
ya es solo un desecho que está destinado a ser reabsorbido un día u otro —al
contrario, es el sentido el que es sólo un accidente ambiguo y sin
prolongamiento, un efecto debido a la convergencia ideal de un espacio
perspectivo en un momento dado (la Historia, el Poder, etc.), pero que en el
fondo no concernió más que a una fracción mínima y a una película
superficial de nuestras «sociedades». Y eso es cierto de los individuos
también: no somos más que episódicamente conductores de sentido, en lo
esencial hacemos masa en profundidad, viviendo la mayor parte del tiempo
en un modo pánico o aleatorio, más acá o más allá del sentido.
Ahora bien, todo cambia con esta hipótesis inversa.
Sea un ejemplo entre mil de ese desprecio del sentido, de ese folklore de
las pasividades silenciosas.
La noche de la extradición de Klaus Croissant, la tele retransmite un
partido de fútbol en el que Francia se juega su clasificación para la copa del
mundo. Algunos centenares de personas se manifiestan ante la cárcel de la
Santé, algunos abogados corren por la noche, veinte millones de personas
pasan su velada nocturna ante la pantalla. Explosión de alegría popular
cuando Francia gana. Anonadamiento e indignación de los espíritus
ilustrados ante esa escandalosa indiferencia. Le Monde: «21 horas. A esa
hora el abogado alemán fue sacado ya de la cárcel de la Santé. Dentro de
unos minutos, Rocheteau marcará el primer gol». Melodrama de la
indignación[9]. Ni una sola pregunta sobre el misterio de esa indiferencia.
Una sola razón siempre invocada: la manipulación de las masas por el
poder, su mistificación por el fútbol. De todas maneras, esa indiferencia no
debiera ser, no tiene, pues, nada que decirnos. En otros términos, la
«mayoría silenciosa» es desposeída incluso de su indiferencia, no tiene
derecho a que le sea reconocida e Imputada, es necesario además que esa
apatía le haya sido inspirada por el poder.
¡Qué desprecio tras esa interpretación! Las masas, mistificadas, no
podrían tener un comportamiento propio. Se les concede, de tanto en cuando,
una espontaneidad revolucionaria por la que entrevén la «racionalidad de su
propio deseo», eso sí, pero Dios nos proteja de su silencio y de su inercia.
Ahora bien, es justamente esa indiferencia la que exigiría ser analizada en su
brutalidad positiva, en lugar de ser remitida a una magia blanca, a una
alienación mágica que siempre desviaría a las multitudes de su vocación
revolucionaria.
Pero por otra parte, ¿cómo es que consigue desviarles? ¿Podemos
preguntarnos sobre ese hecho extraño de que después de varias revoluciones
y un siglo o dos de aprendizaje político, a pesar de los periódicos, de los
sindicatos, de los partidos, de los Intelectuales y de todas las energías
puestas para educar y para movilizar al pueblo, se encuentren aún (y se
encontrarán exactamente igual dentro de diez o dentro de veinte años) mil
personas para levantarse y veinte millones para permanecer «pasivas» —y
no solamente pasivas, sino para preferir francamente, con toda la buena fe y
con alegría y sin siquiera preguntarse por qué, un partido de fútbol a un
drama humano y político? Es curioso que esa constatación no haya hecho
mover el análisis, sino que lo ha reforzado al contrario en su visión de un
poder todopoderoso en la manipulación, y de una masa postrada en un coma
ininteligible. Ahora bien, nada de todo eso es cierto, y ambas cosas son una
trampa: el poder no manipula nada, las masas no están ni perdidas ni
mistificadas. El poder está demasiado contento de poder gravitar sobre el
fútbol una responsabilidad fácil, incluso de poder tomar sobre sí la
responsabilidad diabólica de embrutecimiento de las masas. Eso le conforta
en su ilusión de ser el poder, y le aparta del hecho mucho más peligroso de
que esa indiferencia de las masas es su verdadera, su única práctica, que no
hay otra ideal que imaginar, que no hay nada que deplorar, sino que está todo
por analizar ahí, en ese hecho bruto de retorsión colectiva y de rechazo de la
participación en los ideales —por otra parte luminosos— que les son
propuestas.
Lo que las masas ponen en juego no está ahí. Por más que se levante acta
de ello, y que se reconozca que toda esperanza de revolución, toda esperanza
en lo social y en el cambio social no pudo funcionar hasta aquí más que
gracias a ese escamoteo, a esa denegación fantástica. Por más que se vuelva
a partir, como Freud lo hizo en el orden psíquico[10], de ese resto, de ese
sedimento ciego, de ese desperdicio de sentido, de lo inanalizado y quizás
inanalizable (hay una buena razón para que esa Inversión copernicana no
haya sido jamás emprendida en el universo político —es que quien corre el
riesgo de pagar la cuenta es todo el orden político).

GRANDEZA Y DECADENCIA
DE LO POLÍTICO
Lo político y lo social nos parecen inseparables, constelaciones gemelas,
desde la Revolución Francesa al menos, bajo el signo (determinante o no) de
lo económico. Pero eso no es verdadero sin duda más que por lo que hace a
su declinación simultánea, para nosotros hoy.
Cuando hacia el Renacimiento surge lo político de la esfera religiosa y
eclesial, para ilustrarse en Maquiavelo, no es al principio más que un puro
juego de signos, una pura estrategia que no se preocupa por ninguna
«verdad» social o histórica, sino que juega al contrario con la ausencia de
verdad (tal como más tarde la estrategia mundana de los Jesuitas con la
ausencia de Dios). El espacio político es el comienzo del mismo orden que
el teatro de máquinas del Renacimiento, o del espacio perspectivo de la
pintura, que se inventa en el mismo momento. La forma es la de un juego, no
de un sistema de representación —semiurgia y estrategia, no ideología— su
uso es de virtuosismo, no de verdad (tal es el juego, sutil y corolario de éste,
de Baltasar Gracián en El discreto). El cinismo y la inmoralidad de la
política maquiaveliana está ahí: no está, como lo vio erróneamente la
acepción vulgar, en el uso sin escrúpulo de los medios sino en la
desenvoltura frente a los fines. Ahora bien, es ahí, Nietzsche lo vio muy
bien, en ese desdeño por una verdad social, psicológica, histórica, en ese
ejercicio de los simulacros como tales, donde se localiza el máximo de
energía política, donde lo político es un juego y donde aún no se dio una
razón.
Es desde el siglo XVIII, y singularmente desde la Revolución, cuando lo
político se desvía de una manera decisiva. Se carga con una referencia
social, lo social lo inviste. A la vez, entra en representación, su juego es
dominado por los mecanismos representativos (el teatro sigue un destino
paralelo: se convierte en un teatro representativo —sucede lo mismo con el
espacio perspectivo: de maquinaria que era al comienzo, pasa a ser el lugar
de inscripción de una verdad del espacio y de la representación). La escena
política se convierte en la de la evocación de un significado fundamental: el
pueblo, la voluntad del pueblo, etc. Ya no trabaja sobre signos solos, sino
sobre sentido; y a la vez es conminada para que signifique lo mejor posible
esa realidad que expresa, conminada a hacerse transparente, a moralizarse y
a responder al ideal social de una buena representación. Sin embargo habrá
aún por mucho tiempo un juego de balanza entre la esfera propia de lo
político y las fuerzas que se reflejan en él: lo social, lo histórico, lo
económico. Ese juego de balanza corresponde sin duda a la edad dorada de
los sistemas representativos burgueses (la constitucionalidad: Inglaterra en
el XVIII, los Estados Unidos de América, la Francia de las revoluciones
burguesas, la Europa de 1848).
Es con el pensamiento marxista en sus desarrollos sucesivos que se
inaugura el fin de lo político y de su energía propia. Ahí comienza la
hegemonía definitiva de lo social y de lo económico, y la conminación, para
lo político, a que sea el espejo, legislativo, Institucional, ejecutivo, de lo
social. La autonomía de lo político es inversamente proporcional a la
hegemonía creciente de lo social.
El pensamiento liberal vive siempre de una especie de dialéctica
nostálgica entre las dos, pero el pensamiento socialista, él, el pensamiento
revolucionario, postula francamente una disolución de lo político en el
término de la historia, en la transparencia definitiva de lo social.
Lo social venció. Pero en ese punto de generalización, de saturación, en
el que no hay más que el grado cero de lo político, en ese punto de
referencia absoluta, de omnipresencia y de difracción en todos los
intersticios del espacio físico y mental, ¿en qué se convierte lo social
mismo? Es el signo de su fin: la energía de lo social se Invierte, su
especificidad se pierde, su cualidad histórica y su idealidad se desvanecen
en provecho de una configuración en la que no solamente lo político se
volatilizó, sino en la que lo social mismo ya no tiene nombre. Anónimo. LA
MASA. LAS MASAS.

LA MAYORÍA SILENCIOSA
Lo político pierde una pura disposición estratégica para un sistema de
representaciones, y después en el escenario actual de neofiguración, es decir,
donde el sistema se perpetúa bajo los mismos signos multiplicados pero que
no representan ya nada y ya no tienen su «equivalente» en una «realidad» o
una sustancia social real: ya no hay investidura política porque no hay ni
siquiera referente social de definición clásica (un pueblo, una clase, un
proletariado, condiciones objetivas) para que dé fuerza a unos signos
políticos eficaces. Simplemente ya no queda significado social para que dé
fuerza a un significante político.
El único referente que funciona todavía, es el de la mayoría silenciosa.
Todos los sistemas actuales funcionan sobre esa entidad nebulosa, sobre esa
sustancia flotante cuya existencia ya no es social, sino estadística, y cuyo
único modo de aparición es el del sondeo. Simulación en el horizonte de lo
social, o más bien en el horizonte donde lo social desapareció.
Que la mayoría silenciosa (o las masas) sea un referente imaginario, no
quiere decir que no exista. Eso quiere decir que ha dejado de haber una
representación posible de ella. Las masas ya no son un referente porque ya
no son del orden de la representación. No se expresan, se las sondea. No se
reflejan, se las somete a test El referéndum (y los media son un referéndum
perpetuo de preguntas/respuestas dirigidas) ha sustituido al referente
político. Ahora bien, sondeos, tests, referéndum, media, son dispositivos que
no responden ya a una dimensión representativa, sino simulativa. Ya no
apuntan a un referente, sino a un modelo. La revolución aquí es total respecto
a los dispositivos de la socialidad clásica (de la que forman parte todavía
las elecciones, las instituciones, las instancias de representación, e incluso
de represión): en todo eso, algún sentido social pasa todavía de un polo a
otro, en una estructura dialéctica que deja sitio para un riesgo político y para
las contradicciones.
Todo cambia en el dispositivo de simulación. En la pareja
sondeo/mayoría silenciosa, por ejemplo, ya no hay polo ni términos
diferenciales, así pues tampoco hay ya electricidad de lo social: está en
corto circuito por la confusión de ios polos, en una circularidad total de
descripción (exactamente como sucede con la regulación molecular y de la
sustancia que informa en el ADN y en el código genético). Esa es la forma
Ideal de la simulación: derrumbamiento de los polos, circulación orbital de
los modelos (es también la matriz de todo proceso implosivo).
Bombardeadas por estímulos, por mensajes y por tests, las masas no son
más que un yacimiento opaco, ciego, como esos montones de gas estelares
que no se conocen más que a través del análisis de su espectro luminoso —
espectro de radiaciones equivalente a las estadísticas y a los sondeos —pero
justamente: ya no puede tratarse de expresión o de representación,
escasamente de simulación de algo social para siempre Inexpresable e
Inexpresado. Tal es el sentido de su silencio. Pero ese silencio es paradójico
—no es un silencio que no habla, es un silencio que prohíbe que se hable en
su nombre. Y en ese sentido, lejos de ser una forma de alienación, es un
arma absoluta.
De nadie puede decirse que represente a la mayoría silenciosa, y ésa es
su revancha. Las masas ya no son una instancia a la que uno pueda referirse
como en otros tiempos a la clase o al pueblo. Retiradas en su silencio, ya no
son sujeto (y sobre todo no de la historia), ya no pueden pues ser habladas,
articuladas, representadas, ni pasar por el «estadio del espejo» político y el
ciclo de las identificaciones imaginarias. Se ve qué poder resulta de ello: no
siendo ya sujeto, ya no pueden estar alienadas —ni en su propio lenguaje (no
tienen), ni en ningún otro que pretendiese hablar por ellas. Fin de las
esperanzas revolucionarias. Pues éstas siempre especularon con la
posibilidad para las masas, como para la clase proletaria, de negarse en
tanto que tales. Pero la masa no es un lugar de negatividad ni de explosión,
es un lugar de absorción y de implosión.
Inaccesible a los esquemas de liberación, de revolución y de
historicidad; pero ése es un modo de defensa, su modo propio de represalia.
Modelo de simulación y referente imaginario para uso de una clase política
fantasma que ya no sabe desde ahora qué clase de «poder» ejerce sobre ella,
es al mismo tiempo la muerte, el fin de ese proceso político al que se le da
por supuesto que es quien la rige. En ella se sume lo político como voluntad
y representación.
Pudo parecer durante mucho tiempo que la estrategia del poder se
fundamentaba sobre la apatía de las masas. Cuanto más pasivas eran, más
seguro estaba. Pero esa lógica no es característica más que de la fase
burocrática y centralista del poder. Y es ella la que se vuelve contra él: la
inercia que fomentó se convierte en el signo de su propia muerte. Es por ello
que busca invertir las estrategias: de la pasividad a la participación, del
silencio a la palabra. Pero es demasiado tarde. El umbral de la «masa
crítica», el de involución de lo social por inercia está franqueado[11].
Por todas partes se busca hacer hablar a las masas, se las urge a existir
socialmente, electoralmente, sindicalmente, sexualmente, en la participación,
en la fiesta, en la expresión libre, etcétera. Hay que conjurar el espectro, y
que diga su nombre. Nada muestra con más esplendor que el único
verdadero problema hoy en día es el silencio de la masa, el silencio de la
mayoría silenciosa.
Todas las energías se agotan en mantener a esa masa en emulsión
dirigida y a impedir que recaiga en su inercia pánica y en su silencio. Como
ya no es del reino de la voluntad ni de la representación, cae bajo el golpe
del diagnóstico, de la adivinación pura y simple —de ahí viene el reino
universal de la información y de la estadística: hay que auscultarla,
presentirla, hacer que salga de ella algún oráculo. De ahí viene la furia de
seducción, de solicitud y de solicitación alrededor de ella. De ahí viene la
predicción por resonancia, los efectos de anticipación y de horizonte de
multitud en trompe-l’oeil: «El pueblo francés piensa… La mayoría de los
alemanes reprueban… Toda Inglaterra vibra por el nacimiento del
Príncipe…, etc.» —espejo tendido a un reconocimiento siempre ciego,
siempre ausente.
De ahí viene ese bombardeo de signos, y se le supone a la masa que los
devuelve en eco. Se la interroga con ondas convergentes, estímulos
luminosos o lingüísticos, exactamente como a las estrellas lejanas o a los
núcleos que se bombardean con partículas en un ciclotrón. Eso es la
Información. NO un modo de comunicación ni de sentido, sino un modo de
emulsión incesante, de input-output y de reacciones en cadenas dirigidas,
exactamente como en las cámaras de simulación atómicas. Hay que liberar la
«energía» de la masa para hacer con ella algo «social».
Pero es un proceso contradictorio, pues Ia información bajo todas sus
formas, la seguridad, bajo todas sus formas, en lugar de intensifica o de
crear la «relación social», son al contrario unos procesos entrópicos, unas
modalidades del fin de lo social.
Se deben estructurar las masas inyectando en ellas información, se
piensa liberar su energía social cautiva a fuerza de información y de
mensajes (no es tanto la cuadrícula institucional, es más bien la cantidad de
información y la tasa de exposición a los media lo que mide hoy en día la
socialización). Pero es todo lo contrario. En lugar de transformar la masa en
energía, la Información produce siempre más masa. En lugar de informar
como pretende, es decir de dar forma y estructura, neutraliza siempre más el
«campo social», crea más y más masa inerte impermeable a las instituciones
clásicas de lo social, y a los mismos contenidos de la información. A la
fisión de las estructuras simbólicas por lo social y a su violencia racional
sucede hoy en día la fisión de lo social mismo por la violencia «irracional»
de los media y de la información —siendo justamente el resultado final la
masa atomizada, nuclearizada, molecularizada— resultado de dos siglos de
socialización acelerada y que pone fin a ella sin apelación.
La masa no es masa más que porque su energía social se enfrió ya. Es un
stock frío, capaz de absorber y de neutralizar todas las energías calientes. Se
parece a esos sistemas medio muertos en los que se inyecta más energía de
la que se retira, a esos yacimientos agotados que se mantienen a precio de
oro en estado de explotación artificial.
La energía que se consume para paliar la baja tendencial de la tasa de
inversión política y la fragilidad absoluta del principio social de realidad,
para mantener esa simulación de lo social e Impedirle que haga total
implosión, esa energía, es inmensa, y el sistema se sume en ella.
En el fondo, sucede con el sentido como con la mercancía. Le fue
suficiente al capital con producir unas mercancías, pues el consumo
funcionaba solo. Hoy en día hay que producir a los consumidores, hay que
producir la demanda misma y esa producción es infinitamente más costosa
que la de las mercancías (lo social nació en gran parte, a partir de 1929
sobre todo, de esa crisis de la demanda: la producción de la demanda
recubre muy ampliamente la producción de lo social mismo)[12]. Así le fue
suficiente al poder durante mucho tiempo con producir sentido (político,
ideológico, cultural, sexual), y la demanda le iba a la zaga, absorbía la oferta
y la excedía además. Faltaba el sentido, y todos los revolucionarios se
ofrecían para producir aún más. Hoy en día todo cambió: el sentido ya no
está en falta, se produce por todas partes, y siempre más —es la demanda la
que se echa a faltar. Y es la producción de esa demanda de sentida la que ha
llegado a ser crucial para el sistema Sin esa demanda, sin esa receptividad,
sin esa participación mínima en el sentido, el poder no es más que simulacro
vacío y efecto solitario de perspectiva. Mas, también ahí, la producción de
la demanda es infinitamente más costosa que la producción misma del
sentido. En el límite, es imposible, todas las energías reunidas del sistema
no alcanzarían. La demanda de objetos y de servicios puede siempre ser
artificialmente producida, a un precio elevado, pero accesible; el sistema
dio prueba de ello. El deseo de sentido, cuando falta, el deseo de realidad,
cuando se echa a faltar por todas partes, no pueden ser colmados y son un
abismo definitivo.
La masa absorbe toda la energía social, pero no la refracta. Absorbe
todos los signos y todo el sentido, mas ya no devuelve ninguno. Absorbe
todos los mensajes y los digiere. Devuelve a todas las preguntas que le son
dirigidas una respuesta tautológica y circular. No participa jamás.
Atravesada por los flujos y los tests, es, como masa, una toma de tierra, se
contenta con ser conductora de los flujos, pero de todos los flujos; buena
conductora de la información, pero de toda la información; buena conductora
de las normas, pero de todas las normas; y con remitir así lo social a su
transparencia absoluta, con no dejar sitio más que a efectos de social y de
poder, constelaciones flotantes alrededor de ese núcleo imperceptible[13].
La masa se calla como las bestias, y su silencio vale por el silencio de
las bestias. Por más que se la sondee hasta la muerte (y la solicitación
incesante a la que está sometida, la información, equivale al suplicio
experimental, el de los animales en los laboratorios), no dice ni dónde está
la verdad: ¿en la derecha, en la izquierda? Ni lo que prefiere: ¿la
revolución, la represión? Es un ser sin verdad y sin razón. Se le pueden
prestar ya todas las hablas artificiales. Es un ser sin consciencia y sin
inconsciente.
Ese silencio es insoportable. Es la incógnita de la ecuación política, la
incógnita que anula todas las ecuaciones políticas. Todo el mundo le
pregunta, pero jamás en tanto que silencio, siempre para hacerla hablar.
Ahora bien, el poder de inercia de las masas es insondable: literalmente
ningún sondeo lo hará aparecer, puesto que están ahí para borrarlo. Silencio
que hace bascular a lo político y a lo social en la hiperrealidad que le
conocemos. Pues si lo político busca captar las masas en una cámara de eco
y de simulación social (los media, la información), son las masas en retorno
las que se convierten en la cámara de eco y de simulación gigantesca de lo
social. No hubo jamás manipulación. La partida se jugó por ambas partes,
con las mismas armas, y nadie sabría decir quién ha ganado hoy en día: la
simulación ejercida por el poder sobre las masas o la simulación inversa
tendida por las masas al poder que se sume en ellas.

NI SUJETO NI OBJETO
La masa realiza esa paradoja de ser a la vez un objeto de simulación (no
existe más que en el punto de convergencia de todas las vibraciones media
que la describen) y un sujeto de simulación, capaz de refractar todos los
modelos y de verterlos de nuevo por hipersimulación (su huperconformismo,
forma inmanente del humor).
La masa realiza la paradoja de no ser un sujeto, un grupo-sujeto, pero de
no ser tampoco un objeto. Todos los esfuerzos para hacer de ella un sujeto
(real o mítico) topan con una estrepitosa imposibilidad de toma de
consciencia autónoma. Todos los esfuerzos para hacer de ella un objeto, para
tratarla y analizarla como una materia bruta, según leyes objetivas, topan con
la evidencia inversa de la imposibilidad de una manipulación determinada
de las masas o de una aprehensión en términos de elementos, de relaciones,
de estructuras y de conjuntos. Toda manipulación se inmerge, se arremolina
en la masa, absorbida, desviada, reversibilizada. Imposible saber a dónde
conduce; lo más verosímil es que se agote en un ciclo sin fin, desbaratando
todas las intenciones de los manipuladores. Ningún análisis podría contener
esa realidad difusa, descentralizada, browniana, molecular: la noción de
objeto se pierde en ella como en el horizonte de la microfísica en el análisis
último de la «materia» —imposible captarla como objeto en ese límite
infinitesimal en el que, a la vez, el mismo sujeto de la observación se
encuentra anulado. Ya no queda objeto de saber, ya no queda sujeto de saber.
La masa actualiza la misma situación límite e insoluble en el campo de lo
«social». Ya no es objetivable (en términos políticos: ya no es
representable), y anula a todos los sujetos que pretendan captarla (en
términos políticos: anula a todos aquellos que pretendan representarla).
Únicamente pueden dar cuenta de ella (como en física matemática la ley de
los grandes números y el cálculo de probabilidades) los sondeos y las
estadísticas, pero se sabe que ese encantamiento, ese ritual meteórico de las
estadísticas y de los sondeos no tiene objeto real; y menos que ninguno las
masas que se supone que estarían expresadas en ellos. Simula simplemente
un objeto que se escapa, pero cuya ausencia es intolerable. Lo «produce»
bajo forma de respuestas anticipadas, de señales circulares que parecen
circunscribir su existencia y testimoniar su voluntad. Signos flotantes —así
son los sondeos— signos instantáneos, destinados a la manipulación, y cuyas
conclusiones pueden intercambiarse. Todo el mundo sabe la indeterminación
profunda que reina sobre las estadísticas (en el cálculo de probabilidades
los grandes números corresponden también a una indeterminación, a una
«flotación» del concepto de materia, a lo cual aún no corresponde una
noción cualquiera de «ley objetiva»).
Por otra parte, no es seguro que los procedimientos de experimentación
científica en las ciencias llamadas exactas contengan mucha más verdad que
los sondeos o las estadísticas. La forma de pregunta codificada, dirigida,
«objetiva», deja sitio, en ninguna disciplina, sea cual fuere, solo a ese tipo
circular de verdad, en el que su mismo objeto de atención está excluido. En
todo caso, está permitido pensar que la incertidumbre sobre esa empresa de
determinación objetiva del mundo continúa siendo total y que incluso la
materia y lo inanimado, intimados a responder, en las diversas ciencias de la
naturaleza, en los mismos términos y según los mismos procedimientos que
las masas y lo viviente «social» en las estadísticas y los sondeos, remiten
también ellos las mismas señales conformes, las mismas respuestas
codificadas, con el mismo conformismo exasperante, incesante, solo para
escapar mejor en última instancia, exactamente como las masas, a toda
definición en tanto que objeto.
Habría una ironía fantástica de las masas en su mutismo, o en su discurso
estadístico tan conforme a las preguntas que se le hacen; esa ironía se
acercaría a la eterna ironía de la femineidad de la que habla Hegel —la
ironía de una falsa fidelidad, de un exceso de fidelidad a la ley, simulación
de pasividad y de obediencia finalmente impenetrable, y que anula de
retorno la ley que les gobierna, según el Inmortal ejemplo del soldado
Schweik.
De ahí partiría en el sentido literal una patafísica o ciencia de las
soluciones imaginarias, ciencia de la simulación y de la hipersimulación de
un mundo exacto, verdadero, objetivo, con sus leyes universales,
comprendiendo en ellas el delirio de aquellos que lo interpretan según esas
leyes. Las masas y su humor involuntario nos introducirían en una patafísica
de lo social que nos desembarazaría por fin de toda esa metafísica de lo
social que nos estorba.
Eso contradice del todo la acepción de recibo del proceso de verdad,
pero éste no es quizás más que una ilusión del sentido. El científico no puede
creer que la materia, o lo vivo, no respondan «objetivamente» a las
preguntas que se le plantean, o que respondan demasiado objetivamente para
que sus preguntas sean las buenas. Esta sola hipótesis le parece absurda e
impensable. No la formulará nunca. No saldrá jamás del círculo encantado y
simulado de su interrogante.
La misma hipótesis sirve por todas partes, el mismo axioma de
credibilidad. El publicitario no puede dejar de creer que la gente cree en él
—por poco que sea, es decir que existe una probabilidad mínima de que el
mensaje alcance su meta y sea decodificado según su sentido. Todo principio
de incertidumbre está excluido en la materia. Si se mostrase que el índice de
refracción de ese mensaje sobre el destinatario es nulo, la publicidad se
derrumbaría en el mismo instante. No vive más que de ese crédito que se
concede a sí misma (es la misma apuesta que la de la ciencia sobre la
objetividad del mundo) y que no busca demasiado verificar, en el terror de
que la hipótesis inversa pudiese ser igualmente cierta, a saber que la
inmensa mayoría de los mensajes publicitarios no llega jamás a destino, que
los lectores ya no perciben ninguna diferencia entre contenidos que se
refractan en el vacío —funciona así sólo como efecto de ambiente y juega
como espectáculo y fascinación. MEDIUM IS MESSAGE, profetizaba Mac
Luhan: fórmula característica de la fase actual, la fase «cool» de toda cultura
mass-mediática, la de un enfriamiento, de una neutralización de todos los
mensajes en un éter vacío. La de una glaciación del sentido. El pensamiento
crítico juzga y elige, produce unas diferencias, es por la selección que vela
sobre el sentido. Las masas, ellas, no eligen, no producen diferencias, sino
indiferenciación —conservan la fascinación del medio que prefieren a la
exigencia crítica del mensaje. Pues la fascinación no compete al sentido, es
proporcional a la desafección del sentido. Se obtiene neutralizando el
mensaje en provecho del medio, neutralizando la verdad en provecho del
simulacro. Ahora bien, es en ese nivel donde funcionan los media. La
fascinación es su ley, y su violencia específica, violencia masiva hecha al
sentido, violencia negadora de la comunicación mediante sentido en
provecho de otro modo de comunicación. ¿Cuál?
Hipótesis para nosotros insostenible: que sea posible comunicar fuera
del medio del sentido, que la intensidad misma de la comunicación esté en
proporción a la reabsorción del sentido y de su derrumbamiento. Pues no es
el sentido ni el sobrante de sentido los que producen violentamente placer,
es su neutralización la que fascina (cf. el Witz, la operación del chiste, In
L’Echange Symbolique et la Mort). Y no por ninguna pulsión de muerte, lo
cual dejaría sobreentendido que la vida está aún del lado del sentido, sino
por desafío simplemente, por alergia a la referencia, al mensaje, al código y
a todas las categorías de la empresa lingüística, por denegación de lodo eso
en provecho únicamente de la implosión del signo en la fascinación (ya no
queda significante ni significado: reabsorción de los polos de la
significación). Ninguno de los guardianes del sentido puede entenderlo: toda
la moral del sentido se levanta contra la fascinación.
También la esfera política vive sólo de una hipótesis de credibilidad, a
saber que las masas son permeables a la acción y al discurso, que tienen una
opinión, que están presentes tras los sondeos y las estadísticas. Es a ese
único precio que la clase política puede aún creer que habla y que es oída
políticamente. Mientras lo político de algún tiempo a esta parte ya no hace
más que oficio de espectáculo en la pantalla de la vida privada. Digerido
sobre el modo de la diversión, medio deportista, medio lúdico (véase el
billete ganador de las elecciones americanas, o las veladas de elecciones en
la radio o en la TV), sobre el modo a la vez fascinado y guasón de las viejas
comedias de costumbres. El juego electoral vino a reunirse desde hace
tiempo en la consciencia del pueblo con los juegos televisados. El pueblo,
que siempre sirvió de coartada y de figurante en la representación política,
se venga dándose la representación teatral de la escena política y de sus
actores. El pueblo ha llegado a ser público. Son el partido o la película o el
cómic los que sirven de modelos de percepción de la esfera política. El
pueblo disfruta incluso día a día, como de un cine a domicilio, de las
fluctuaciones de su propia opinión en la lectura cotidiana de los sondeos.
Nada de todo esto compromete una responsabilidad cualquiera. En ningún
momento las masas están comprometidas política o históricamente de un
modo consciente. No lo estuvieron jamás si no fue para jugarse el pellejo, en
plena irresponsabilidad. Y eso no es una huida ante lo político, sino el
efecto de un antagonismo inexpiable entre la clase (¿casta?) portadora de lo
social, de lo político, de la cultura, dueña del tiempo y de la historia, y la
masa informe, residual, desprovista de sentido. Continuamente uno busca
perfeccionar el reino del sentido, investir, asediar, saturar el campo de lo
social, continuamente el otro desvía todos los efectos de sentido, los
neutraliza o los pliega. En ese enfrentamiento, quien salió ganando no es en
absoluto el que parece.
Eso puede verse en la inversión de valor entre historia y cotidianeidad,
entre esfera pública y esfera privada. Hasta en los años 60, la historia se
impone como tiempo fuerte: lo privado, lo cotidiano, no es más que el
reverso oscuro de la esfera política. En el mejor de los casos juega una
dialéctica entre los dos, y se puede pensar que un día lo cotidiano, como lo
individual, resplandecerá más allá de la historia, en lo universal. Pero en la
espera, no podemos más que deplorar el repliegue de las masas sobre su
esfera doméstica, su rechazo de la historia, de la política y de lo universal, y
su absorción en la cotidianeidad embrutecida del consumo (felizmente
trabajan, lo que les deja con un estatuto histórico «objetivo», en espera de la
toma de consciencia). Hoy en día hay una Inversión del tiempo fuerte y del
tiempo débil: se comienza a entrever que lo cotidiano, los hombres en su
banalidad, podrían efectivamente no ser el reverso Insignificante de la
historia —más aún: que el repliegue sobre lo privado podría muy bien ser un
desafío directo a lo político, una forma de resistencia activa a la
manipulación política. Los papeles se invierten: es la banalidad de la vida,
la vida corriente, todo lo que había sido estigmatizado como pequeño
burgués, como abyecto y como apolítico (comprendiendo en esto al sexo) lo
que llega a ser el tiempo fetén, mientras la historia y lo político desarrollan
en otro lugar su cualidad abstracta de conjunto de acontecimientos.
Hipótesis vertiginosa. Las masas despolitizadas no estarían más acá sino
más allá de lo político. Lo privado, lo innombrable, lo cotidiano, lo
insignificante, las pequeñas trampas, las pequeñas perversiones, etc., no
estarían más acá sino más allá de la representación. Las masas ejecutarían en
su práctica «inocente» (y sin haber esperado los análisis sobre el «fin de lo
político») la sentencia de anulación de lo político, serían espontáneamente
transpolíticas como son translingüísticas en su lenguaje.
Pero ¡atención! De ese universo privado y asocial, que no entra en una
dialéctica de representación y de superación hacia lo universal, de esa
esfera involutiva que se opone a toda revolución en la cumbre y se niega a
jugar el juego, algunos quisieran en efecto hacer (en particular en su versión
sexual y de deseo) una nueva fuente de energía revolucionaria, quisieran
devolverle sentido y restituirlo como negatividad histórica, en su banalidad
misma. Exaltación de los microdeseos, de las pequeñas diferencias, de las
prácticas ciegas, de las marginalidades anónimas. Último sobresalto de
Intelectuales para exaltar la insignificancia, promover el sinsentido en el
orden del sentido. Y reverterlo a la razón política. La banalidad, la inercia,
el apolitismo eran fascistas, están convirtiéndose en revolucionarlos —sin
cambiar de sentido, es decir sin dejar de tener sentido. Microrevolución de
la banalidad, transpolítica del deseo —una maña más de los
«liberadores»—. La denegación del sentido no tiene sentido.

DE LA RESISTENCIA AL
HIPERCONFORMISMO
La emergencia de las mayorías silenciosas espera aún ser vuelta a colocar
en el ciclo entero de la resistencia histórica o lo social. Resistencia a lo
social, está claro, pero también resistencia a la medicina, resistencia a la
escuela, resistencia a la seguridad, resistencia a la información. La historia
oficial no registra más que el progreso ininterrumpido de lo social,
relegando a las tinieblas, a la manera de las culturas anteriores, como
vestigios bárbaros, todo lo que no concurría a ese glorioso advenimiento.
Ahora bien, contrariamente a lo que se pudiera creer (que lo social ganó
definitivamente, que el movimiento es irreversible, que el consenso sobre lo
social es total), la resistencia a lo social bajo todas sus formas progresó más
rápidamente aún que lo social. Simplemente tomó otras formas que las que,
primitivas y violentas, fueron resorbidas a continuación (lo social bien,
gracias, no quedan más que unos locos que se sustraigan a la escritura y a la
vacuna y a las ventajas de la seguridad). Esas resistencias frontales
correspondían aún a una fase frontal y violenta de la socialización, y venían
aún de grupos tradicionales que buscaban preservar su cultura propia, sus
estructuras originales. No es la masa en ellos la que resistía, sino al
contrario unas estructuras diferenciadas, contra el modelo homogéneo y
abstracto de lo social.
Es una vez más ese tipo de resistencia con la que nos encontramos en el
«two steps flow of communication» que analizó la sociología americana («el
doble escalón de la comunicación»): la masa no constituye en absoluto una
estructura pasiva de acogida de los mensajes de los media, ya sean políticos,
culturales o publicitarios. Los microgrupos y los individuos, lejos de
alinearse sobre una decodificación uniforme e Impuesta, decodifican los
mensajes a su manera, los Interceptan (a través de los líderes) y los
trasponen (segundo nivel), oponiendo al código dominante sus subcódigos
particulares, y acabando por reciclar todo lo que les llega en su ciclo
propio, exactamente como los primitivos reciclan la moneda occidental en su
circulación simbólica (los Siane de Nueva Guinea) o como los corsos
reciclan el sufragio universal y las elecciones en su estrategia de rivalidades
de clanes. Esta manera de malversación, de absorción, de recuperación
victoriosa por los conjuntos del material difundido por la cultura dominante,
esa astucia, es universal. Es ella también la que impone el uso «mágico» del
médico y de la medicina en las masas «subdesarrolladas». Comúnmente
remitido a una mentalidad arcaica e irracional, hay que leer en él al
contrario una práctica ofensiva, una corrupción por exceso, un rechazo
inanalizado, pero consciente «sin saberlo» de los estragos en profundidad de
la medicina racional.
Pero eso es aún una acción de grupos estructurados, de pertenencia y de
implicaciones tradicionales. Otra cosa es el fracaso en la socialización que
viene de la masa, es decir de un grupo innumerable, innombrable y anónimo,
y cuyo poder viene de su destructuración y de su inercia mismas. Así, en el
caso de los media, la resistencia tradicional consiste en reinterpretar los
mensajes según el código propio del grupo y en dirección a sus propios
fines. Las masas, ellas, lo aceptan todo y lo desvían todo en bloque hacia lo
espectacular, sin exigencia de otro código, sin exigencia de sentido, sin
resistencia en el fondo, sino haciéndolo deslizar todo en una esfera
indeterminada que no es siquiera la del sinsentido, sino la de la
fascinación/manipulación en todas las direcciones.
Siempre se creyó —es la ideología misma de los mass-media— que son
los media los que envuelven las masas. Se buscó el secreto de la
manipulación en una semiología encarnizada de los mass-media. Pero se
olvidó, en esa lógica inocente de la comunicación, que las masas son un
médium más fuerte que todos los media, que son ellas las que los envuelven
y los absorben —o que al menos no hay ninguna prioridad de uno sobre otro
—. El de la masa y el de los media es un único proceso. Mass(age) is
message.
Así sucede con el cine, cuyos inventores lo soñaron al comienzo como un
medio racional, documental, informativo, social y que se deslizó muy rápida
y definitivamente hacia lo imaginario.
Así sucede con la técnica, con la ciencia y con el saber. Consagrados a
una práctica mágica y a un consumo «espectacular». Así sucede con el
consumo mismo. Los economistas no pudieron jamás racionalizar el
consumo, ante su estupor, dada la seriedad de su «teoría de las necesidades»
y el consensus general sobre el discurso de la utilidad. Pero es que la
práctica de las masas dejó de tener muy aprisa, o no tuvo jamás) nada que
hacer con las necesidades. Hicieron del consumo una dimensión de estatuto y
de prestigio, de afán de emulación inútil o de simulación, de potlatch que de
todos modos excedía al valor de uso. Por más que se intento por todos lados
(propaganda oficial, asociación de consumidores, ecólogos y sociólogos)
inculcarles el buen uso y el cálculo funcional en materia de consumo, es sin
esperanza. Pues es por el valor/signo y la puesta en juego desenfrenada del
valor/signo (en el que los economistas, incluso cuando intentan integrarlo
como variable, no dejan de ver en él un desvío de la razón económica), es
así como las masas hacen jaquea la economía, se resisten al imperativo
«objetivo» de las necesidades y a la ponderación racional de los
comportamientos y de los fines. Valor-signo contra el valor de uso, es ya una
desviación de la economía política. Y que no se diga que todo eso
aprovecha en definitiva al valor de uso, es decir al sistema. Pues si el
sistema se libra muy bien de ese juego, e incluso lo favorece (las masas
«alienadas» en los gadgets, etc.), eso no es lo esencial, y lo que ese
deslizamiento, ese derrape inaugura a largo plazo —inaugura a partir de
ahora mismo— es el fin de lo económico, cortado en todas sus definiciones
por el uso excesivo, mágico, espectacular, desviado y casi paródico que se
hace de él por las masas. Uso asocial, que resiste a todas las pedagogías, a
todas las educaciones socialistas —uso aberrante por el que las masas
(nosotros, vosotros, todo el mundo) pasaron ya desde ese mismo momento al
otro lado de la economía política. No esperaron a las revoluciones futuras ni
a las teorías que pretendían «liberarlas» de él por un movimiento
«dialéctico». Saben que uno no se libera de nada, y que no se abole un
sistema más que empujándolo hacia lo hiperlógico, y empujándolo a un uso
excesivo que equivale a un amortiguamiento brutal. «Queréis que se consuma
—pues bien, consumamos siempre más, y cualquier cosa; con todos los fines
inútiles y absurdos».
Así con la medicina: la resistencia frontal (que por otra parte no ha
desaparecido) ha sido sustituida por una forma más sutil de subversión, un
consumo excesivo, indomable, de la medicina, un conformismo pánico a las
conminaciones de la salud. Escalada fantástica del consumo médico que
desafía completamente los objetivos y las finalidades de la medicina. ¿Qué
mejor medio de abolerla? A partir de ahora los médicos ya no saben lo que
hacen, lo que son, manipulados como están mucho más de lo que manipulan.
¡Queremos cuidados, médicos, medicamentos, seguridad, salud, más,
siempre más, sin límites! ¿Alienadas, las masas, en la medicina? En
absoluto: están arruinando su institución, haciendo estallar la Seguridad
Social, poniendo a lo social mismo en peligro y exigiendo siempre más,
como una mercancía. ¿Qué mayor irrisión puede haber que esa exigencia de
lo social como bien de consumo individual, sometido al afán de emulación
de la oferta y de la demanda? Parodia y paradoja: a causa de su misma
inercia en las vías de lo social que le han sido trazadas las masas
sobrepasan su lógica y sus límites, y deshacen todo el edificio.
Hipersimulación destructora, hiperconformismo destructor (como en el caso
de Beaubourg analizado en otra parte que tiene todas las apariencias de un
desafío victorioso) nadie medirá el poder de ese desafío, de la reversión que
ejercía sobre todo el sistema. Es ahí dónde está lo que verdaderamente se
pone en juego hoy en día, en ese enfrentamiento sordo, ineluctable, de las
mayorías silenciosas con lo social que se les impone, en esa hipersimulación
que redobla la simulación y la extermina según su propia lógica —no en
ninguna lucha de clases ni en el batiburrillo molecular de las minorías en
ruptura de deseo.

MASA Y TERRORISMO
Estamos pues en el punto paradójico en el que las masas rehúsan el bautismo
de lo social, que es al mismo tiempo el del sentido y de la libertad. No
hagamos de ellas una nueva y gloriosa referencia. Pues no existen. Pero
constatemos que todos los poderes vienen a derrumbarse silenciosamente
sobre esa mayoría silenciosa, que no es ni una entidad ni una realidad
sociológica, sino la sombra proyectada del poder, su sima en hueco, su
forma de absorción. Nebulosa fluida, moviente, conforme, muy demasiado
conforme a todas las solicitaciones y de un conformismo hiperreal que es la
forma extrema de la no participación: tal es el desastre actual del poder. Y
así es también el desastre de la revolución. Pues esa masa implosiva no
explotará jamás por definición, y toda palabra revolucionaria implotará
también en ella. A partir de entonces, ¿qué hacer con esas masas? Son el
leitmotiv de todos los discursos. Son la obsesión de todo proyecto social,
pero todos fracasan sobre ellas, pues todos permanecen enraizados en la
definición clásica de las masas, la de una esperanza escatológica de lo
social y de su cumplimiento. Ahora bien, las masas no son lo social, son la
reversión de todo lo que es social y de todo lo que es social y de todo
socialismo. No pocos teóricos sin embargo hicieron el proceso del sentido,
denunciaron las emboscadas de la libertad y las mistificaciones de lo
político, criticaron radicalmente la racionalidad y toda forma de
representación —cuando las masas, ellas, pasan a través del sentido, de lo
político, de la representación, de la historia, de la ideología, con un poder
sonambúlico de denegación, cuando realizan aquí y ahora todo lo que la
crítica más radical pudo entrever, mientras ésta no sabe ya qué hacer con
ellas, y se obstina en soñar en una futura revolución —revolución crítica,
revolución de prestigio, la de lo social, la del deseo. Ésta, revolución por
involución, no es la suya: no es explosiva-crítica, es implosiva y ciega.
Procede por inercia, y no de una negatividad fresca y gozosa. Es silenciosa e
involutiva —exactamente lo inverso de todas las tomas de palabra y tomas
de consciencia. No tiene sentido. No tiene nada que decirnos.
Del mismo modo, el único fenómeno que está en relación de afinidad con
ella, con esas masas en las que se juega la última peripecia de lo social y de
su muerte, es el terrorismo. Nada más «separado de las masas» que el
terrorismo y ello por más que el poder las alce uno contra otra. Pero nada
más extraño, más familiar tampoco, que su convergencia en la denegación de
lo social y el rechazo del sentido. Pues el terrorismo pretende efectivamente
tener al capital en el punto de mira (al imperialismo mundial, etc.) pero se
equivoca de enemigo, y haciéndolo apunta a su verdadero enemigo, que es lo
social. El terrorismo actual apunta a lo social en respuesta al terrorismo de
lo social. Apunta a lo social tal como es producido hoy en día —red orbital,
intersticial, nuclear, tisular, de control y de seguridad—, que nos acosa por
todas partes y nos produce, a todos nosotros, como la mayoría silenciosa.
Socialidad hiperreal, imperceptible, que opera no ya por la ley y la
represión, sino por la infiltración de los modelos, no ya por la violencia,
sino por la persuasión-disuasión, a eso el terrorismo responde por un acto él
mismo hiperrreal de entrada abocado a las ondas concéntricas de los media
y de la fascinación, de entrada abocado no a alguna representación o
consciencia, sino a la desmultiplicación mental por contigüidad, fascinación
y pánico, no a la reflexión ni a la lógica de las causas y de los efectos, sino a
la reacción en cadena por contagio —desprovisto de sentido, pues es
indeterminado como el sistema que combate, en el que más bien se inserta
como un punto de implosión máxima e infinitesimal— terrorismo no
explosivo, no histórico, no político: implosivo, cristalizante, apabullante— y
por ello homólogo en profundidad del silencio y de la inercia de las masas.
El terrorismo no tiene la dirección de hacer hablar, resucitar o movilizar
lo que fuese; no tiene prolongación revolucionaria (en este sentido sería más
bien una contrahazaña total, lo cual se le reprocha violentamente, pero eso
no es lo que pone en juego), apunta a las masas en su silencio, silencio
magnetizado por la información, apunta, para precipitar su muerte
acentuándola, a esa magia blanca de lo social que nos envuelve, la de la
información, de la simulación, de la disuasión, del control anónimo y
aleatorio, a esa magia blanca de la abstracción social con la magia negra de
una abstracción mayor aún, más anónima, más arbitraria y más aleatoria aún:
la del acto terrorista.
Es el único acto no representativo. Es en eso en lo que es afín a las
masas, que son la única realidad no representable. Eso no quiere decir sobre
todo que de nuevo el terrorismo represente el silencio y lo no dicho de las
masas, o que exprese violentamente su resistencia pasiva. Eso quiere
simplemente decir: no hay otro equivalente al carácter ciego, no
representativo, desprovisto de sentido, del acto terrorista, que el
comportamiento ciego, desprovisto de sentido y fuera de representación que
es el de las masas. Tienen en común que son la forma actual más radical,
más exacerbada, de denegación de todo sistema representativo. Es todo.
Nadie sabe en el fondo qué relación puede establecerse entre dos elementos
que están fuera de representación, es un problema que nuestra epistemología
del conocimiento no permite resolver, puesto que postula siempre el medio
de un sujeto y de un lenguaje, el medio de una representación. Sólo
conocemos bien los encadenamientos representativos, no sabemos gran cosa
de los encadenamientos analógicos, afinitarios, inmediatizados,
irreferenciales y otros sistemas. Sin duda alguna cosa muy fuerte pasa entre
ellos (masas y terrorismo) que buscaríamos en vano en los precedentes
históricos de los sistemas representativos (pueblo/asamblea, proletariado/
partido, margínales-minorías / grupúsculos…) Y del mismo modo que una
energía social pasa entre los dos polos de un sistema representativo
cualquiera, una energía positiva, así se podría decir que entre masas y
terrorismo, entre esos dos no polos de un sistema no representativo, pasa
también una energía, pero una energía inversa, energía no de acumulación
social y de transformación, sino de dispersión social, de dispersión de lo
social, de absorción y de anulación de lo político.
No se puede decir que sea la «era de las mayorías silenciosas» la que
«produzca» el terrorismo. Es la simultaneidad de los dos la que es
apabullante, y lo que resulta un acontecimiento. El único, se acepte o no su
brutalidad, que marca verdaderamente el fin de lo político y de lo social. El
único que traduce esa realidad de una implosión violenta de todos nuestros
sistemas de representación.
El terrorismo no apunta en absoluto a desenmascarar el carácter
represivo del Estado (eso, es la negatividad provocadora de los
grupúsculos, que encuentran ahí una última posibilidad de ser
representativos ante los ojos de las masas). Propaga, por su propia no
representatividad, y por reacción en cadena (no por mostración y toma de
consciencia) la evidencia de la no representatividad de todos los poderes.
Ésa es su subversión: precipita la no representación inyectándola en dosis
infinitesimales pero muy concentradas.
Su violencia fundamental es de denegación de todas las instituciones de
representación (sindicatos, movimientos organizados, lucha «política»
consciente, etc.). Comprendiendo ahí todos los que Juegan a la solidaridad
con él, pues la solidaridad es aún un modo de constituirlo como modelo,
como emblema, y por tanto de asignarlo a la representación. («Murieron por
nosotros, su acción no es inútil…») Todos los medios son buenos para forzar
el sentido, para desconocer en qué medida el terrorismo no tiene legitimidad
social, ni prolongación política, ni continuidad en ninguna historia. Su único
«reflejo» no es Justamente una prolongación histórico: es su relato, su onda
de choque en los media. Ahora bien, ese relato no pertenece más a un orden
objetivo e informativo de lo que el terrorismo pertenece a un orden político.
Los dos están en otra parte, en un orden que no es ni de sentido ni de
representación —mítico quizá, simulacro sin duda.
El otro aspecto de la violencia terrorista, es la denegación de toda
determinación y de toda cualidad. En este sentido, hay que distinguir al
terrorismo del «bandidismo» y de la acción de comando. Ésta es una acción
de guerra que se dirige a un enemigo determinado (hacer saltar un tren,
ataque con bombas a la sede del partido adverso, etc.). El otro responde a la
violencia criminal tradicional (atraco a mano armada a un Banco, secuestro
a cambio de un rescate, etcétera). Todas esas acciones tienen un «objetivo»,
económico o guerrero. El terrorismo actual, Inaugurado por el apresamiento
de rehenes y el juego diferido de la muerte ya no tiene objetivo (si pretende
tenerlos, son irrisorios, o inaccesibles, y de todos modos, es precisamente el
método más ineficaz para alcanzarlos), ni enemigo determinado. ¿Los
Palestinos apuntan a Israel con rehenes interpuestos? No, es a través de
Israel interpuesto que apuntan a un enemigo mítico, incluso ni siquiera
mítico, anónimo, Indiferenciado, una especie de orden social mundial
presente en todas partes, no Importa cuándo, no importa quién, incluso en el
último de los «inocentes». Eso es el terrorismo, no es original, e insoluble,
más que porque golpea no importa dónde, no importa cuándo, no importa a
quién, si no no sería más que secuestro con rescate o acción de comando
militar. Su encegamiento es la exacta réplica de la indiferenciación absoluta
del sistema, que desde hace mucho tiempo ya no separa los fines de los
medios, a los verdugos de las víctimas. Su acción apunta, en la indistinción
asesina de la toma de rehenes, precisamente al producto más característico
de todo el sistema: el individuo anónimo y perfectamente indiferenciado, el
término sustituible por cualquier otro. Hay que decir paradójicamente: los
inocentes pagan el crimen de no ser nada, de ser sin destino, de haber sido
desposeídos de su nombre por un sistema también anónimo del cual son
entonces la encamación más pura. Son los productos finitos de lo social, de
una socialidad abstracta a partir de ahora mundializada. Es en este sentido,
en el sentido justamente en el que son cualesquiera, que son víctimas
predestinadas del terrorismo.
Es en este sentido, o más bien en ese desafío al sentido, que el acto
terrorista se acerca a la catástrofe natural. Ninguna diferencia entre un
terremoto en Guatemala y el desvío de un Boeing de Lufthansa con
trescientos pasajeros a bordo, entre la Intervención «natural» y la
Intervención «humana» terrorista. La naturaleza es terrorista, tal como lo es
la debilitación abrupta de todo sistema tecnológico: los grandes apagones de
Nueva York (65 y 77) crean situaciones terroristas más bellas que las
verdaderas, situaciones soñadas. Más aún: esos grandes accidentes
tecnológicos, como los grandes accidentes naturales, ilustran la posibilidad
de una subversión radical sin sujeto. La avería del 77 en Nueva York hubiese
podido ser fomentada por un grupo terrorista muy organizado, y eso no
hubiese cambiado en nada el resultado objetivo. Los mismos actos de
violencia, de saqueo, el mismo levantamiento, el mismo suspenso del orden
«social» hubiese seguido. Eso significa que el terrorismo no es la decisión
de violencia, sino que está en todas partes en la normalidad de lo social, de
un modo tal que puede de un momento a otro transfigurarse en una realidad
inversa, absurda, incontrolable. La catástrofe natural juega en este sentido y
es así como, paradójicamente, llega a ser la expresión mítica de la catástrofe
de lo social. O más bien, siendo la catástrofe natural por excelencia una
peripecia desprovista de sentido, no representativa (a no ser de Dios, y por
ello el responsable de la Continental Edison pudo hablar de Dios y de su
intervención en el episodio del último apagón de Nueva York), llega a ser
una especie de síntoma o de encarnación violenta del estado de lo social, a
saber de su catástrofe y del derrumbamiento de todas las representaciones
que lo sostenían.

SISTEMAS IMPLOSIVOS
SISTEMAS EXPLOSIVOS
Masas, media y terrorismo, en su afinidad triangular, describen el proceso
hoy en día dominante de implosión. Todo el proceso está afectado por una
violencia que no hace más que comenzar, violencia orbital y nuclear, de
aspiración y de fascinación, violencia de lo vacío (la fascinación es la
extrema intensidad de lo neutro), la implosión no puede ser, para nosotros y
hoy en día, más que violenta y catastrófica, porque resulta del fracaso del
sistema de explosión y de expansión dirigida que fue el nuestro en Occidente
desde hace algunos siglos.
Ahora bien, la implosión no es forzosamente un proceso catastrófico. Fue
incluso, bajo una forma dominada y dirigida, la dominante secreta de las
sociedades primitivas y tradicionales. Configuraciones no expansivas, no
centrífugas: centrípetas —pluralidades singulares que no apuntan jamás a lo
universal, centradas sobre un proceso cíclico, el ritual, y tendiendo a
involucionar en ese proceso no representativo, sin instancia superior, sin
polaridad disyuntiva, sin por ello derrumbarse sobre ellas mismas (salvo sin
duda ciertos procesos Implosivos inexplicables para nosotros, como el
colapso de las culturas tolteca, olmeca, maya, de las que no se supo nada
más, cuyos imperios piramidales desaparecieron sin dejar rastro, sin
catástrofe visible, como desinvestidos brutalmente, sin causa aparente, sin
violencia externa). Las sociedades primitivas vivieron así de una implosión
dirigida— murieron cuando dejaron de dominar ese proceso, y bascularon
entonces hacia el de la explosión (demografía, o excesos de producción
irreductibles, procesos de expansión indominables, o pura y simplemente
cuando la colonización los inició violentamente en la norma expansiva y
centrífuga de los sistemas occidentales).
A la inversa, nuestras civilizaciones «modernas» vivieron sobre una
base de expansión y de explosión a todos los niveles, bajo el signo de la
universalización del mercado, de los valores, económicos y filosóficos, bajo
el signo de la universalidad de la ley y de las conquistas. Sin duda incluso
supieron vivir, por un momento al menos, de una explosión dirigida, de una
liberación de energía dominada y progresiva, y esa fue la edad de oro de su
cultura. Pero, según un proceso de desbocamiento y de aceleración, ese
proceso explosivo llegó a ser incontrolable, alcanzó una velocidad o una
amplitud mortal, o más bien alcanzó los límites de lo universal, saturó el
campo de expansión posible y, del mismo modo que las sociedades
primitivas fueron arrasadas por la explosión por no haber sabido dominar
durante más tiempo el proceso implosivo, así nuestras culturas comienzan a
ser arrasadas por la implosión por no haber sabido dominar y equilibrar el
proceso explosivo.
La implosión es ineluctable, y todos los esfuerzos por salvar los
principios de realidad, de acumulación, de universalidad, los principios de
evolución que responden a sistemas en expansión, son arcaicos, regresivos,
nostálgicos. Comprendidos todos aquellos que quieren liberar las energías
libidinales, las energías plurales, las intensidades fragmentarias, etc. La
«revolución molecular» no traduce más que la fase última de «liberación de
las energías» (o de proliferación de los segmentos, etc.) hasta los límites
infinitesimales del campo de expansión que fue el de nuestra cultura.
Tentativa infinitesimal del deseo que sucede a la del infinito del capital.
Solución molecular que sucede a la catexis molar de los espacios y de lo
social. Últimos resplandores del sistema explosivo, última tentativa de
dominar aún una energía de los confines, o de retrasar los confines de la
energía (nuestro leitmotiv fundamental) a fin de salvar el principio de
expansión y de liberación.
Pero nada cortará el proceso implosivo, y la única alternativa que queda
es la de una implosión violenta y catastrófica, o de una implosión suave, de
una implosión en ralentí. Hay rastros de ésta, de tentativas de dominar los
nuevos impulsos antiuniversalistas, antirepresentativos, tribales, centrípetos,
etc.: las comunidades, la ecología, el crecimiento cero, las drogas —todo
esto pertenece sin duda a ese orden. Pero no hay que hacerse ilusiones sobre
la implosión suave. Está abocada a ser efímera y al fracaso. No hubo
transición equilibrada de los sistemas implosivos a los sistemas explosivos:
siempre sucedió violentamente, y tenemos todas las posibilidades de que
nuestro paso hacia la implosión sea también él violento y catastrófico.
EL FIN DE LO SOCIAL

Lo social no es un proceso claro y unívoco. ¿Las sociedades modernas


responden a un proceso de socialización o de desocialización progresivo?
Todo depende de la acepción del término; ahora bien, no hay ninguna segura,
y todas son reversibles. Así, unas instituciones que jalonaron los «progresos
de lo social» (urbanización, concentración, producción, trabajo, medicina,
escolarización, seguridad social, seguros, etc.) comprendiendo en ellas al
capital, que fue sin duda el medio de socialización más eficaz de todos, se
puede decir que producen o destruyen lo social en el mismo movimiento.
Si lo social está hecho de las instancias abstractas que se edifican unas
después de las otras sobre las ruinas del edificio simbólico y ritual de las
sociedades anteriores, entonces esas instituciones producen más y más, Pero
al mismo tiempo consagran esa abstracción devorante, devoradora quizás
justamente de la «sustantífica médula» de lo social. Desde este punto de
vista, se puede decir que lo social regresa en la misma medida del
desarrollo de sus instituciones.
El proceso se acelera y alcanza su extensión máxima con los mass-media
y la información. Los media, todos los media, la Información, toda la
información, juegan en los dos sentidos: producen más cosas sociales en
apariencia, neutralizan las relaciones sociales y lo social mismo en
profundidad.
Pero entonces, si lo social es a la vez destruido por lo que lo produce
(los media, la información), resorbido por lo que produce (las masas), se
sigue de ello que su definición es nula, y que ese término que sirve de
coartada universal de todos los discursos, ya no analiza nada, ya no designa
nada. No solamente es superfluo e inútil —por todas partes donde aparece
esconde otra cosa: desafío, muerte, seducción, ritual, repetición— esconde
que no es más que abstracción y residuo, e Incluso simplemente efecto de
social, simulación y trompe-l’oeil.
El mismo término de «relación social» es enigmático. ¿Qué es una
«relación social», un «contacto social», qué es la «producción de las
relaciones sociales»? Todo ahí es falsa evidencia. Lo social ¿es
instantáneamente, y como por definición, una «relación», o un «contacto», lo
que supone ya una serla abstracción y un álgebra racional de lo social —o
bien es otra cosa lo que el término de «relación» racionaliza por fuerza?
¿Quizás la «relación social» está ahí para otra cosa, señaladamente para lo
que destruye? ¿Quizás sella, quizás inaugura el fin de lo social?
Las «ciencias sociales» vinieron a consagrar esa evidencia y esa
eternidad de lo social. Pero hay que desengañarse. Hubo sociedades sin
social, tal como hubo sociedades sin historia. Las redes de obligaciones
simbólicas no eran justamente ni «relación», ni «social». En el otro extremo,
nuestra «sociedad» está quizás poniendo fin a lo social, enterrando lo social
bajo la simulación de lo social. Este tiene diversas maneras de morir —
tantas como definiciones. Lo social no habrá quizás tenido más que una
existencia efímera, en una estrecha gama entre las formaciones simbólicas y
nuestra «sociedad» en la que muere. Antes, no hay todavía. Después, ya no
queda. Solo la «sociología» puede parecer testimoniar su eternidad, y el
soberano galimatías de las «ciencias sociales» se hará eco de ello mucho
tiempo después que haya muerto.
La energía ininterrumpida de lo social desde hace dos siglos le llegó de
la desterritorialización y de la concentración bajo instancias cada vez más
unificadas. Espacio perspectivo centralizado que da sentido a todo lo que se
inserta en él por simple convergencia sobre una línea de fuga al infinito
(como el espacio y el tiempo, lo social abre en efecto una perspectiva al
infinito). No hay definición de lo social más que en esa perspectiva
panóptica.
Pero no olvidemos que ese espacio perspectivo (en pintura y en
arquitectura como en política o en economía) no es más que un modelo de
simulación entre otros, y que no tiene como característica más que el hecho
de que da lugar a unos efectos de verdad, de objetividad inauditos y
desconocidos en los otros modelos. ¿Quizás incluso no es más que una
añagaza? En cuyo caso todo lo que se tramó y emplazó en ese «escenario a
la italiana» de lo social no tuvo jamás importancia en profundidad.
Profundamente las cosas no funcionaron jamás socialmente, sino
simbólicamente, mágicamente, irracionalmente, etc. Es lo que se
sobreentiende en la fórmula: el capital es un reto a la sociedad. Es decir que
esa máquina perspectiva, panóptica, esa máquina de verdad, de
racionalidad, de productividad que es el capital no tiene finalidad objetiva,
ni razón: es antes que nada una violencia, y esa violencia, la ejerce por lo
social sobre algo social, pero en el fondo no es una máquina social, le
Importa un bledo tanto el capital como lo social en su definición a la vez
solidaria y antagonista. Es decir además que no hay contrato hecho entre
instancias distintas según la ley —todo eso se lo lleva el viento— no hay
nunca más que riesgos, retos, es decir alguna cosa que no pasa por una
«relación social». El reto no es una dialéctica, ni un enfrentamiento
respectivo de un polo a otro, de un término a otro, en una estructura plena. Es
un proceso de exterminación de la posición estructural de cada término, de
la posición de sujeto de cada uno de los antagonistas, y en particular del que
lanza el reto: abandona con ello toda posición contractual que pueda dar
lugar a una «relación». La lógica ya no es la del intercambio de valor. Es la
del abandono de las posiciones de valor y de las posiciones de sentido. El
protagonista del reto está siempre en posición de suicidio, pero de un
suicidio triunfal: es por la destrucción de valor, por la destrucción de
sentido (los suyos) que fuerza al otro a una respuesta nunca equivalente,
siempre sobrepujada. El reto es siempre el de lo que no tiene sentido,
nombre, ni identidad a lo que se prevale de sentido, de nombre, de identidad
—es el reto al sentido, al poder, a la verdad, a que existan como tales, a que
pretendan existir como tales. Solo esa reversión puede poner fin al poder, al
sentido, al valor, y jamás ninguna relación de fuerzas, por favorable que sea,
puesto que entra en una relación polar, binaria, estructural, que recrea por
definición un nuevo espacio de sentido y de poder[14].

Aquí son posibles varias hipótesis:


1. — Lo social, en el fondo, jamás existió. Jamás hubo «relaciones»
sociales. Nada funcionó jamás socialmente. Sobre ese fondo Ineluctable de
reto, de seducción y de muerte, no hubo jamás otra cosa que simulación de lo
social y de la relación social. De nada sirve en ese caso soñar una
socialidad «real», con una socialidad oculta, con una socialidad ideal. Es
hipostasiar un simulacro. Si lo social es una simulación, la única peripecia
probable es la de una desimulación brutal —al dejar lo social mismo de
asumirse como espacio de referencia y de jugar el juego, y poniendo fin a la
vez al poder, al efecto de poder y al espejo de lo social que lo eterniza.
Desimulación que toma ella misma el aspecto de un reto (reto inverso al que
el capital hace a lo social y a la sociedad): reto al capital y al poder a que
existan según su lógica propia— no tienen, se desvanecen como dispositivo
a partir del momento en el que la simulación de espacio social se
deshace[15]. Viene a ser exactamente aquello a lo que estamos asistiendo hoy
en día: a la disgregación del pensamiento de lo social, a la consunción y a la
involución de lo social, al debilitamiento del simulacro social, verdadero
reto al pensamiento constructivo y productivo de

2. — Lo social existió efectivamente, existe incluso más y más, lo


inviste todo, no hay más que eso. Lejos de volatilizarse, es lo que triunfa,
es la realidad de lo social lo que se impone por todas partes. Pero se puede
considerar, contra el prejuicio que hace de lo social un progreso objetivo de
la especie humana, dejando todo lo que se le escapa como residuo, que es lo
social mismo lo que es residuo, y que, si triunfó en lo real, es justamente en
tanto que tal. Residuo creciente y pronto universal de la dispersión del orden
simbólico, es lo social como resto lo que tomó fuerza de realidad[16]. Esa es
una manera de muerte más sutil.
En ese caso, estamos siempre efectivamente más en lo social, es decir,
en la deyección pura, en el atasco fantástico del trabajo muerto, de las
relaciones muertas e instanciadas en las burocracias terroristas, de los
lenguajes y de los sintagmas muertos (incluso los términos de «relación» y
de «contacto» tienen ya algo muerto, y algo de la muerte).
Entonces, está claro que no se puede decir que lo social muere, puesto
que es ya desde este momento la acumulación de lo muerto. Estamos en
efecto en una civilización de lo supersocial, y simultáneamente del residuo
indegradable, indestructible, que se ensancha en la misma medida de la
extensión de lo social.
Desperdicio y reciclado: así sería lo social a imagen de una producción
cuyo ciclo se salió desde hace mucho tiempo de las finalidades «sociales»
para llegar a ser una nebulosa espiral completamente exinscrita, que da
vueltas sobre ella misma y que se ensancha en cada una de las
«revoluciones» que describe. Así se ve a lo social crecer en el curso de la
historia como gestión «racional» de los residuos, y pronto como producción
racional de los residuos.
En 1544 se abrió el primer gran negociado de pobres en París:
vagabundos, dementes, enfermos, todos los que el grupo no integró y dejó
como restos serían tomados a su cargo bajo el signo naciente de lo social.
Este se extendería hasta las dimensiones de la Assistance Publique en el
siglo diecinueve, y después hasta las de la Seguridad Social en el siglo
veinte. A medida que se fortalece la razón social, es la colectividad entera la
que se convierte pronto en residual y por tanto, con una espira más, es lo
social lo que se extiende. Cuando el resto alcanza las dimensiones de la
sociedad entera, se tiene una socialización perfecta[17]. Todo el mundo está
perfectamente excluido y tomado a cargo, perfectamente desintegrado y
socializado.
La integración simbólica es reemplazada por una Integración funcional;
unas instituciones funcionales toman a cargo los residuos de la
desintegración simbólica —una instancia social aparece allí donde no la
había y ni siquiera había nombre para decirlo. Las «relaciones sociales»
cunden, proliferan, se enriquecen en la medida de esta desintegración. Y las
ciencias sociales vienen a coronar ei conjunto. Y de ahí el sabor de una
expresión como: «la responsabilidad de lo social para con sus miembros
desheredados», cuando se sabe que lo «social» no es justamente más que la
instancia que resulta de ese desamparo.
De ahí el interés de la rúbrica «Sociedad» del diario Le Monde, dónde
no aparecen paradójicamente más que los inmigrantes, los delincuentes, las
mujeres, etc.: todo lo que justamente no fue socializado, el «caso» social
análogo al caso patológico. Bolsas que reabsorber, segmentos que lo social
aísla a medida que se va extendiendo. Designados como residuales en el
horizonte de lo social, entran por eso mismo en J su jurisdicción y están
destinados a encontrar su lugar en una socialidad extendida. Es sobre ese
resto que la máquina social se reactiva y encuentra apoyo para una nueva
extensión. Pero ¿qué sucede cuando todo está socializado? Entonces la
máquina se detiene, la dinámica se invierte, y es el sistema social entero el
que se convierte en residuo. A medida que lo social en su progresión elimina
todos los residuos, se convierte él mismo en residual. Poniendo bajo la
rúbrica de «Sociedad» a las categorías residuales, lo social se designa a él
mismo como resto.
Ahora bien, ¿en qué se convierte la racionalidad de lo social, del
contrato y de la relación social, si éste, en lugar de aparecer como estructura
original, aparece como residuo, y gestión de residuos? Si lo social no es más
que resto, ya no es el lugar de un proceso o de una historia positiva, ya no es
más que el lugar del apilamiento y de la gestión usuraria de la muerte. Ya no
tiene sentido, puesto que está ahí por otra cosa, y desesperando por otra
cosa: es excremencial. Sin perspectiva ideal. Pues el resto, es la nada
superada, es lo que de la muerte es irreconciliable, y sobre él no puede
fundamentarse más que una política de lo muerto. Reclusión o forclusión. Lo
social fue primero, bajo el signo de la razón productiva, el espacio de la
gran Reclusión —ha llegado a ser bajo el signo de la simulación y de la
disuasión el espacio de la gran Forclusión. Pero ya no es más quizá un
espacio «social».
Es en esta perspectiva de gestión de los residuos que lo social puede
aparecer hoy en día como lo que es: un derecho, una necesidad, un servicio,
un puro y simple valor de uso. Incluso ya no una estructura conflictual y
política: una estructura de acogida. El límite del valor economista de lo
social como valor de uso, es en efecto el valor ecologista de lo social como
nicho. El buen uso de lo social como una de las formas del equilibrio de los
intercambios del individuo con su medio, lo social como ecosistema,
homeostasis y superbiología funcional de la especie —incluso ya no una
estructura: una sustancia, el anonimato caluroso y proteico de una sustancia
alimenticia. Especie de espacio letal de seguridad que viene a subvenir por
todas partes a la dificultad de vivir, proporcionando por todas partes la
calidad de vida, es decir, como el seguro a todo riesgo, el equivalente de la
vida perdida —forma degradada de la socialidad lubricante, de seguros,
pasivizante y permisiva— la forma más baja de la energía social: la de una
Utilidad del medio ambiente, del comportamiento— así para nosotros la
figura de lo social es —forma entrópica— otra figura de la muerte.

EXKURS: LO SOCIAL O EL
DESGLOSE FUNCIONAL DEL RESTO
Lo social está ahí para velar por que se enjugue el aumento de riqueza que,
redistribuido sin otra forma de proceso, arruinaría el orden social, crearía
una situación intolerable de utopía.
Esa reversión de la riqueza, de toda riqueza, que se operaba en otros
tiempos en el sacrificio sin dejar lugar a la acumulación de un resto, es
intolerable para nuestras sociedades. Es incluso en esto que son
«sociedades» —en el sentido de que producen siempre un excelente, un resto
— ya sea demográfico, económico o lingüístico —y que ese resto debe ser
liquidado (jamás sacrificado, es demasiado peligroso: liquidado pura y
simplemente).
Lo social lo es al doble título de: producir esto y aniquilarlo.
Si toda la riqueza fuese sacrificada, la gente perdería el sentido de lo
real. Si toda la riqueza llegase a estar disponible, la gente perdería el
sentido de lo útil y de lo inútil. Lo social está ahí para velar por la
consunción inútil del resto a fin de que los individuos sean asignados a la
gestión útil de su vida.
El uso y el valor de uso constituyen una moral fundamental. Pero no
existe más que en una simulación de penuria y de cálculo. Si toda la riqueza
fuese redistribuida, aboliría ella misma el valor de uso (es como para la
muerte: si la muerte fuese redistribuida, revertida, aboliría por ella misma a
la vida como valor de uso). Se haría súbita y brutalmente claro que el valor
de uso no es más que una convención moral feroz y desencantada, que
supone un cálculo funcional en todas las cosas. Pero nos domina a todos y,
Intoxicados como estamos por el fantasma del valor de uso, no
soportaríamos esa catástrofe de la reversión de las riquezas y de la
reversión de la muerte. No es preciso que todo sea revertido. Es necesario
que el resto sea. Y lo social es lo que vela sobre el resto.
Hasta ahora, el coche y la casa, y diversas «commodities» consiguieron
enjugar bien o mal las disponibilidades físicas y mentales de los individuos.
¿Qué sucedería si toda la riqueza disponible les fuera redistribuida?
Zozobrarían pura y simplemente —perdiendo el hilo derecho y la justa
medida de una economía bien temperada, perdiendo el sentido del cálculo y
de las finalidades. Desequilibrio brutal del sistema de valores (el aflujo
repentino de divisas es la manera más rápida y más radical de arruinar una
monada). O bien serían remitidos, como en la sociedad de afluencia, a una
extensión patológica del valor de uso (3, 4, n coches) en la que éste de todas
maneras se volatiliza en un funcionalismo hiperreal.
Todo excedente es adecuado para arruinar el sistema de equivalencias, si
es revertido en él sin medida, y es adecuado para desesperar a la vez nuestro
sistema mental de equivalencias[18]. Hay pues una especie de sabiduría en la
Institución de lo social como matriz preventiva de la extensión y de la
reversión de las riquezas, como medio de su dilapidación controlada.
En una sociedad incapaz de reversión total y asignada al valor de uso,
hay una especie de Inteligencia y de sabiduría en la institución de lo social y
de su despilfarro «objetivo»: las operaciones de prestigio, el Concorde, la
luna, los misiles, los satélites, hasta las obras públicas y la Seguridad Social
en su afán de emulación absurda. Inteligencia implícita de la estupidez y de
los límites del valor de uso. El verdadero candor es el de los socialistas y
humanistas de cualquier pelaje que quieren que toda riqueza sea
redistribuida, que no haya ningún gasto inútil, etc. El socialismo, campeón
del valor de uso, campeón del valor de uso de lo social, responde a un
contrasentido total sobre lo social. Cree que lo social puede llegar a ser la
gestión colectiva óptima del valor de uso de los hombres y de las cosas.
Pero lo social no es nunca eso. Es, a pesar de toda esperanza socialista,
algo insensato, incontrolable, una protuberancia monstruosa, que gasta, que
destruye sin cuidado con una gestión óptima. Y es así precisamente como es
funcional, es así (aunque con ello se haga rugir a los idealistas) como
cumple exactamente con su papel, que es, por el rodeo objetivo del
despilfarro, mantener a contrario el principio del valor de uso, salvar el
principio de realidad. Lo social fabrica esa rareza necesaria para la
distinción del bien y del mal, y para todo orden moral en general —rareza
que no conocen las «primeras sociedades de abundancia» descritas por
Marshall Sahlins. Es lo que no ve el socialismo, el cual, queriendo aboler
esa rareza y reivindicando el usufructo generalizado de la riqueza, pone fin a
lo social creyendo colmarlo.
El problema de la muerte de lo social en esa perspectiva es simple: lo
social muere por una extensión del valor de uso que equivale a una
liquidación. Cuando todo, comprendido en ello lo social, llega a ser valor de
uso, es un mundo que ha llegado a ser inerte, en el que se opera lo inverso de
lo que Marx soñaba. Él soñaba una resorción de lo económico en lo social
(transfigurado). Lo que nos sucede, es la resorción de lo social en la
economía política (banalizada): la gestión pura y simple.
Es el mal uso de las riquezas lo que salva a una sociedad. Nada cambió
desde Mandeville y su «Fábula de las Abejas». Y el socialismo no puede
hacerle nada. Toda la economía política fue inventada para resolver esa
paradoja, esa ambigüedad maléfica del funcionamiento social. Pero fracasó
siempre, por una especie de funcionalidad de segundo grado. ¿O bien está
teniendo éxito y después de haber visto a lo político abolerse y diluirse en lo
social, estamos viendo a lo social resorberse en lo económico —una
economía incluso más política, y desprovista de la ubris de la desmesura y
del exceso que caracterizaba aún a la fase capitalista?

3. — Lo social existió totalmente, pero ya no existe. Existió como


espacio coherente, como principio de realidad: la relación social, la
producción de las relaciones sociales, lo social como abstracción dinámica,
lugar de conflictos y de contradicciones históricas, lo social como estructura
y como apuesta, como estrategia y como ideal —todo eso tuvo un sentido,
eso quiso decir alguna cosa. Lo social no siempre fue una añagaza, como en
la primera hipótesis, ni un resto, como en la segunda. Pero justamente no
tuvo sentido, como el poder, como el trabajo, como el capital, más que en un
espacio perspectivo de distribución racional, espacio finalizado de
convergencia ideal, que es también el de la producción— en una palabra en
la horquilla estrecha de los simulacros de segundo orden, y muere hoy en día
resorbido en los simulacros de tercer orden.
Fin del espacio perspectivo de lo social. La socialidad racional del
contrato, la socialidad dialéctica (la del Estado y de la sociedad civil, de lo
público y de lo privado, de lo social y de lo Individual) deja lugar a la
socialidad del contacto, del circuito y de la red transistorizada de millones
de moléculas y de partículas mantenidas en una zona de gravitación
aleatoria, imantadas por la circulación incesante y los millares de
combinaciones tácticas que las electrizan. ¿Pero se trata aún de socius?
¿Dónde está la socialidad en Los Ángeles? ¿Y dónde estará más allá, en una
generación ulterior (pues Los Ángeles es aún la de la TV, del cine, del
teléfono y del automóvil), la de una diseminación total, la de una ventilación
de los individuos como terminales de información, en un espacio incluso
más medible, ni convergente: conectado, espacio de conexión? Ahora bien,
lo social no existe más que en un espacio perspectivo, muere en el espacio
de la simulación, que es también un espacio de disuasión.
El espacio de la simulación es el de la confusión de lo real y del modelo.
Ya no hay distancia crítica y especulativa de lo real a lo racional. No hay ni
siquiera exactamente proyección de modelos en lo real (lo que equivale otra
vez a la sustitución del territorio por el mapa en Borges), sino
transfiguración en el mismo lugar, aquí y ahora, de lo real en modelo. Corto
circuito fantástico: lo real es hiperrealizado. Ni realizado, ni idealizado:
hiperrealizado. Lo hiperreal es la abolición de lo real no por destrucción
violenta, sino por asunción, elevación a la potencia del modelo.
Anticipación, disuasión, transfiguración preventiva, etc.: el modelo opera
como esfera de absorción de lo real.
Eso se ve en unos rasgos sutiles, ligeros, imperceptibles, por los cuales
lo real aparece como más verdadero que lo verdadero, como demasiado real
para ser verdadero. Todos los media y la información tienen como tarea hoy
en día producir (entrevistas, en directo, cine, TV-ve-rlté, etc.) ese real, ese
añadido de real. Hay demasiado, se cae en lo obsceno y lo pomo. Una
especie de zoom como en el porno nos aproxima demasiado de lo real, que
nunca existió, no tuvo nunca sentido más que a una cierta distancia.
Disuasión de toda potencialidad real, disuasión por redoblamiento
minucioso, por hiperfidelidad macroscópica, por reciclado acelerado, por
saturación y obscenidad, por abolición de la distancia entre lo real y su
representación, por implosión de los polos diferenciados por los que pasaba
la energía de lo real: esa hiperrealidad pone fin al sistema de lo real, pone
fin a lo real como referencial exaltándolo como modelo.
Es ella también la que pone fin a lo social del mismo modo. Lo social, si
tuvo lugar como simulacro de segundo orden, ya no tiene siquiera ocasión de
producirse en los de tercer orden: está cogido de entrada en su propia
trampa, en su puesta en escena desmultiplicada y desesperada, en su propia
obscenidad. Los signos de esa hiperrealización de lo social están en todas
partes, los signos del redoblamiento de lo social y de su cumplimiento
anticipado. En todas partes la transparencia de la relación social es
pregonada, significada, consumida. La historia de lo social no habrá jamás
tenido tiempo para llevar a la revolución: habrá sido ganada por rapidez por
los signos de lo social y de la revolución. Lo social no habrá jamás tenido
tiempo de conducir al socialismo, habrá sido cortocircuitado por lo
hipersocial, por la hiperrealidad de lo social (¿aunque quizás el socialismo
no sea más que esto?). Así el proletariado no habrá tenido tiempo siquiera
para «negarse en tanto que tal»: el concepto de clase se habrá disuelto
mucho antes, en algún doble paródico, extensivo, tal como «la masa de los
trabajadores», o simplemente en una simulación retrospectiva de
proletariado. Así, antes incluso de que la economía política conduzca a su
superación dialéctica, a la resolución de todas las necesidades y a la
organización óptima de las cosas, antes de que se haya podido ver si había
algún fundamento en todo eso, habrá sido captada por la hiperrealidad de la
economía (la sobremultiplicación de la producción, la precesión de la
producción de la demanda sobre la de las mercancías, el escenario
indefinido de la crisis).
Nada llegó ni llegará desde ahora al término de su historia, pues nada
escapa a esa precesión de los simulacros. Y lo social mismo murió antes de
haber entregado su secreto[19].
Tengamos sin embargo un recuerdo emocionado para la increíble
inocencia del pensamiento social y socialista, por haber podido hipostasiar
así en lo universal y erigir como ideal de transparencia una «realidad» tan
totalmente ambigua y contradictoria, peor: residual o imaginaria, peor: ya
desde ahora abolida en su simulación misma: lo social.
JEAN BAUDRILLARD. Estudió Filología Germánica en La Sorbona,
ejerciendo como profesor de alemán en un instituto. Doctorado en
Sociología, fue profesor de esta materia en la Universidad de París X, y en
1986, profesor en el Institut de Recherche el l’Information Socio-
Economique en la Universidad de París. Desde el año 2002, lo fue de la
European Graduate School en Suiza. Es autor de libros y ensayos sobre el
cambio social y político de su tiempo, en especial de los medios de
comunicación.
Notas
[1] Cf. «Icônes, Visiones, Simulacres» de Mario Bergnola. <<
[2]Ello no desemboca forzosamente en la desesperación, sino a menudo en
una improvisación de sentido, de sin sentido, de múltiples sentidos
simultáneos que se destruyen. <<
[3] A esta debilitación de los atributos del trabajo, corresponde una baja
paralela de los atributos del consumo. Se acabó, por ejemplo, la satisfacción
directa, de uso o de prestigio, del automóvil; se acabó el discurso amoroso
que oponía netamente el objeto de placer al objeto de trabajo. Ha llegado el
turno de otro discurso que, por una mezcla paradójica, es un discurso de
trabajo sobre el objeto de consumo, ante un revestimiento activo,
constreñidor (gaste menos gasolina, cuide su seguridad, no corra, etc.) al que
tratan de adaptarse las características de los vehículos. Recuperar la
posibilidad de otra apuesta mediante el desplazamiento de un polo sobre el
otro. El trabajo se hace necesario, el automóvil deviene objeto de trabajo.
No existe mejor prueba de la escasa diferencia existente entre las bazas a
jugar. Por un deslizamiento parecido desde el «derecho» al voto hasta el
«deber» electoral se pone en evidencia la escasez de atribuciones de la
esfera política. <<
[4] Igual que en Orwell: «La guerra es la paz», etc. <<
[5]Paradoja: todas las bombas son limpísimas: su única polución es la
energía de control y de seguridad que irradian al no llegar a estallar. <<
[6]La crisis de la energía, la puesta en escena ecológica son por sí mismas
un «film de catástrofe», del mismo estilo (y del mismo valor) que los que
llenan actualmente las arcas de Hollywood. Es inútil cualquier
interpretación laboriosa de estos films y su relación con una crisis social
«objetiva» o, incluso, con un espejismo «objetivo» de la catástrofe. Lo que
ocurre es que lo social mismo, en el discurso actual, se está organizando
según una escenografía de film de catástrofe. <<
[7]Hay algo más que anonada al proyecto cultural de Beaubourg: la masa
misma que se agolpa para disfrutarlo (más adelante nos ocuparemos de
esto). <<
[8]En comparación con esta masa crítica y a su radical comprensión de
Beaubourg, cuán irrisoria resulta la manifestación de los estudiantes de
Vincennes la noche de la inauguración. <<
[9]Que viene a reunirse can la amargura de la extrema izquierda, y con su
cinismo «Inteligente» frente a la mayoría silenciosa. Charlie Hebdo por
ejemplo: «A la mayoría silenciosa le Importa todo un pimiento, mientras
pueda ronronear en sus zapatillas… La mayoría silenciosa, no te engañes, si
cierra el pico, es porque, o fin de cuentes, hace la ley. Vive bien, come bien,
trabaja justo lo que es preciso. Lo que le pide a sus jefes, es ser
paternalizada y tranquilizada lo que es preciso, con su pequeña dosis que no
sea peligrosa de Imaginario cotidiano». <<
[10]Aquí lo detiene la analogía con Freud, pues su acto radical resulta de una
hipótesis, la de lo reprimido y de lo Inconsciente, que abre aún hacia la
posibilidad, ampliamente explotada desde entraos de producción de sentido,
de una reintegración del deseo y del fe consciente en el reparto del sentido.
Sinfonía concertante, en le que la Irreductible reversión del sentido entra en
el escenario bien parado del deseo, a la sombra de una represión que abre
hacia la posibilidad inversa de liberación. De ahí el hecho de que la
liberación del deseo haya podido tan fácilmente tomar el relevo de la
revolución política, viniendo a colmar la debilitación de sentido en lugar de
profundizarla. Ahora bien, no so trata en absoluto de encontrar una nueva
interpretación de las masas en términos do economía libidinal (al
conformismo o el “fascismo” de las masas remitido a una estructura latente,
a un oscuro deseo de poder y de representación que se fomentaría
eventualmente en una represión primarla o en una pulsación de muerte). Tal
vez es hoy la única alternativa al análisis marxista que se está debilitando.
Pero es lo mismo, con una torsión más. Antes se endosaba a las masas un
destino de revolución contrariado por la servidumbre sexual (Reich), hoy en
día se les endosa un deseo de alienación y de servidumbre, o Incluso una
especie de microfasismo cotidiano tan incomprensible como su pulsión
virtual de liberación. Ahora bien, no hay más deseo de fascismo y de poder
que deseo de revolución. última esperanza: que las masas tengan un
inconsciente o un deseo, lo que permitiría reinvertirlas como soporte, o
agente de sentido. El deseo, reinventado por todas partes, no es más que lo
referencial de la desesperación política. Y la estrategia del deseo, después
de haberse rodado en el marketing de empresa, se ha afinado hoy en día en la
promoción revolucionarla de las masas. <<
[11] La noción de «masa critica», habitualmente relativa al proceso de
explosión nuclear, es retomada aquí a título de Implosión nuclear. A lo que
asistimos en el terreno de lo social y de lo político, con el fenómeno
involucionario de las masas y de las mayorías silenciosas, es a una especie
de explosión inversa de la fuerza de inercia —también ésa conoce su punto
sin retorno. <<
[12]No se trata ni siquiera de producción de lo social, pues entonces el
socialismo sería suficiente para ello, y hasta el propio capitalismo. De
hecho, todo cambia con la precesión de la producción de la demanda sobre
la de las mercancías. La relación lógica (de la producción al consumo] está
quebrada, y estamos del todo en otro orden, que ya no es ni de producción, ni
de consumo, sino de simulación de una y otro gracias a la Inversión del
proceso. A la vez, ya no se trata de una crisis «real» del capital, como lo
supone Attah, crisis justiciable de un poco más de social y de socialismo,
sino de un dispositivo completamente distinto, que ya no tiene nada que ver
ni con el capital ni con lo social. <<
[13]La misma configuración que para los agujeros negros. Verdaderas tumbas
estelares, su campo de gravedad es tan monstruoso que incluso la luz cae en
la trampa, satelizada, y después absorbida. Son pues unas regiones del
espacio de las que no puede llegar ninguna Información. So descubrimiento y
su toma en consideración Implican así una especie de trastocamiento de toda
ciencia o procedimiento de conocimiento tradicional. Esta se fundamenta
siempre en la información, el mensaje, la señal positiva (sentido),
vehiculado por un medio (ondas o luz), aquí aparece otra cosa cuyo sentido
o misterio da vueltas alrededor de La ausencia de Información. Eso no emite
ya, no responde ya. Una revolución del mismo orden entra en Juego con la
toma en consideración de las masas. <<
[14]Lo mismo vale para la seducción. Si el sexo y la sexualidad, tales como
en ellos mismos la revolución sexual los transforma, son efectivamente un
modo da Intercambio y de producción de las relaciones sexuales, la
seducción, ella, es a la inversa del Intercambio, y es próxima al reto. La
sexualidad no ha llegado a ser justamente «relación sexual», no ha podido
hablarse en esos términos ya racionalizados de valor y de intercambio, mis
que olvidando toda forma de seducción —del mismo modo que lo social no
llega a ser «relación social» más que cuando ha perdido toda dimensión
simbólica. <<
[15] Pero el reto a lo social puede tomar la forma Inversa a la de
recrudescencia del simulacro social, de la demanda social, de la demanda de
lo social. Hiperconformlsmo exacerbado, compulsivo, exigencia aún más
formal de lo social como norma y como discurso, lo social que nos domina.
Y eso de una sola vez, como si lo social no hubiese jamás existido.
Debilitación que tiene todos los rasgos de una catástrofe, no de una
evolución o de una revolución. Ya no una «crisis» de lo social, sino la
reabsorción de su dispositivo. Sin nada que ver con las defecciones
marginales (locos, mujeres, drogados, delincuentes), que sirven al contrario
de energías frescas para lo social que desfallece. Ese proceso ya no puede
ser socializado. Es la evaporación, como de un espectro con el canto del
gallo, del principio de realidad y de racionalidad social. <<
[16]Véase en L’Echange Symbolique et la Mort, la triple residualidad: del
valor en el orden económico, del fantasma en el orden psíquico, de la
significación en el orden lingüístico. Hay que añadir a ello pues la
residualidad de lo social en el orden… social. <<
[17]Véase entre los Guayaqui o los Tupi-Guaraní: cuando un residuo tal
aparece, es drenado por los líderes mesiánicos hacia el Atlántico, bajo la
forma de movimientos escatológicos, que purgan al grupo de sus residuos
«sociales». No solamente el poder político (Clastres), sino el mismo poder
social es conjurado como instancia desintegrada/desintegrante. <<
[18]Este vísteme de equivalencias no está forzosamente vinculado a la
economía política del capital. El equilibrio entre un trabajo y su
remuneración, entre el mérito y el disfrute, puede ser, más allá de leda moral
burguesa, una medida de si, y una forma de resistencia. Que alguna cosa os
advenga sin equivalente, y eso beneficio puede ser Inexplicable. La locura
de Holderlin le vino de esa prodigalidad de los Dioses, de esa gracia de los
Dioses que os sumerge y llega ser mortal si no puede ser redimida o
compensada por una equivalencia humana, la de la tierra, la del trabajo. Hay
ahí una especie ley que no tiene nada que ver con la moral burguesa.
Citemos, más cerca de nosotros, el desconcierto mortal de las gentes
sobreexpuestas a la riqueza y a le felicidad —así esos clientes de unos
grandes almacenes a los que se les ofrece que cojan lo que quieran: es el
pánico. O también esos viticultores a los que el Estado les ofrece más dinero
por desarraigar sus vidas del que ganaban trabajándolas. Son
desestructurados por esa prima inesperada mucho más que por la
explotación tradicional de su fuerza de trabajo. <<
[19]Cuarta hipótesis: La implosión de lo social en las masas. Esta hipótesis
viene a dar bajo otra forma (simulación/disuasión/implosión) a la hipótesis
3. Está desarrollada en A lo sombra de las mayorías silenciosas. <<

También podría gustarte