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En Borges esencial. Madrid, Real Academia Española – Alfaguara, 2017; pp. XXXI-XLVII.
Alberto Giordano
literarias) que profesa el “lector común”. Si pudiésemos leer el poema de Dante con
inocencia, conjetura Borges,
Para el lector avisado en el que se termina convirtiendo cualquier escritor, sobre todo
los que cuentan, como Borges, con un dominio reflexivo de sus recursos, la lectura
“inocente” es una especie de paraíso perdido en el que todavía no existían los prejuicios
culturales que se adquirieron con el oficio. Pero cuando el escritor se aventura por los
caminos del ensayo, para intentar configurar lo irrepetible de sus experiencias con
formas literarias que lo conmovieron íntimamente, la inocencia se transformar en utopía
crítica, una meta acaso inalcanzable pero deseada, a la que sólo es posible aproximarse
gracias a un ejercicio de desprendimiento y depuración de lugares comunes con
pretensión de verdad. Como en toda encrucijada ética, las decisiones del ensayista
tienen que interrogar, e incluso ignorar, el valor de las creencias consensuadas para dar
lugar a la afirmación singular de las propias potencias.
A los prejuicios que las instituciones culturales buscan establecer como
evidencias, cuando pretenden imponer criterios de valoración que justifiquen y
expliquen la existencia de lo literario, Borges les da el nombre de “supersticiones”.
Sergio Pastormerlo indicó la procedencia de este término que alude a creencias
convencionales o fingidas: los ensayos críticos de Paul Groussac sobre los clásicos. 4
También se lo puede remitir a la filosofía de Baruj Spinoza, en particular, al Prólogo del
Tratado teológico-político, ya que para Borges las supersticiones son, antes que
certidumbres falsas, creencias que apartan a la sensibilidad del lector de sus potencias
de actuar, de gozar e imaginar sin inhibiciones, conforme a lo intransferible de sus
apetencias. En “La supersticiosa ética del lector”, encontramos una descripción precisa
y convincente de esta afección que sufren los lectores demasiado informados y
complacientes con lo que reclaman las convenciones culturales:
3 Jorge Luis Borges, Nueve ensayos dantescos. Madrid: Espasa Calpe, 1982; p. 86.
4 Sergio Pastormelo, “Besos bárbaros: pretensión y privación cultural. La figura del supersticioso en la
crítica de Borges”. Orbis Tertius, 2000 4 (7); pp. 73-88.
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5 Jorge Luis Borges, “La supersticiosa ética del lector”, en Discusión. Buenos Aires: Emecé, 4ª
impresión; pp. 45-46.
6 Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones. Buenos Aires: Emecé, 6ª
impresión; p. 12.
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pero no para reducir el detalle a la representación del contexto, sino para hacer más
sensible el carácter irreductible de esa curiosidad, cómo se desprende de cualquier
totalidad de sentido y neutraliza su identificación con algún valor trascendente. Vale la
pena recordar algunos de los motivos dantescos que atraen y desencadenan la escritura
ensayística de Borges, para hacer evidente que se trata, en todos los casos, de puntos de
enrarecimiento o vacilación en los que la significación se configura como ambigua: una
“discordia” casi imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el
canto IV del Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del
canibalismo que Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; la
paradójica compasión con la que Dante escucha el relato de Francesca, condenada por la
voluntad moral del propio Dante al Infierno; dos “anomalías” en la representación
gloriosa de Beatriz cuando Dante la encuentra al entrar al Paraiso; la inquietante sonrisa
de la Amada al desaparecer de la vista del poeta definitivamente.
7 Ver, respectivamente, “La esfera de Pascal”, “Avatares de la tortuga” y “El tiempo y J. W. Dunne”, en
Otras inquisiciones (ed. cit.; pp. 13-17, 149-156 y 31-35, respectivamente).
8 Ver, respectivamente, “La duración del Infierno” y “Una vindicación de la cábala”, en Discusión (ed.
cit.: pp. 97-103 y 55-60, respectivamente).
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de algunas operaciones criticas o irónicas que realiza la escritura del ensayo sobre la
superficie discursiva de los saberes que aspiran a la pretenciosa condición de verdaderos
y definitivos.
10 Ver Alberto Giordano, “Borges ensayista: avatares de la lectura”, en Modos del ensayo. De Borges a
Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo, 2005; p. 70.
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Los modos en los que el ensayo borgiano procede con las disciplinas, para
desestabilizar sus fundamentos y usufructuar creativamente de su carácter ficcional, son
similiares a los que pone a prueba cuando dialoga con obras literarias expropiadas por la
Tradición. Volmamos sobre los Nueve ensayos dantescos. Se dejan leer como una serie
de notas al pie de página escritas a partir de un conjunto de detalles curioso hallados en
la Comedia. Pero no hay que confundir esta práctica de la notación marginal con los
afanes filológicos de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un
añadido a la monumental bibliografía especializada, algo más que un aporte personal a
la infatigable glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un
desplazamiento en el que se define la singularidad de su ética ensayística, Borges apunta
desde los márgenes hacia lo esencial de la Comedia, que no es su centro, sino, más bien,
el proceso de su descentramiento infinito (la escritura del ensayo dialoga con la
literatura cuando pone en obra este proceso incesante). Se podría afirmar que cada
detalle vale para Borges por todo el poema, no porque lo represente de acuerdo con una
lógica metonímica, porque dé una versión microscópica de su grandiosidad, sino porque
en la lectura de ese detalle circunstancial se pueden experimentar todas las potencias de
conmoción y de goce que envuelve la escritura de Dante. Si cada pormenor vale por la
totalidad de la Comedia es porque esa totalidad verbal se convirtió, para un lector
“inocente” atraído por su rareza, en objeto amoroso y, se sabe, basta con un rasgo de la
persona amada, incluso menos: con su recuerdo, para experimentar todo lo que puede la
pasión.
11 Jorge Luis Borges, “La poesía gauchesca”, en Discusión, ed. cit.: pp. 36-37.
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12 Ver “El encuentro en un sueño”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; pp. 145-153.
13 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 260.
14 Jorge Luis Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph, Obras Completas.
Buenos Aires: Emecé, 1974; p. 561.
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puede convertirse cuando se la reescribe con audacia y sin supertisticiones, como hizo
Borges con el Martín Fierro en dos cuentos y algunos ensayos.
La otra versión de “Sobre los clásicos” también ayuda a situar los alcances éticos
de los gestos ensayísticos de Borges, cuando actúa como un lector “inocente” que
desoye los imperativos de la Tradición. Después de examinar la situación de las
literaturas centrales (la francesa, la inglesa, la italiana y la alemana), e ironizar sobre la
decisión de erigir al Quijote en el clásico mayor de la literatura española, Borges
considera la promoción del Martín Fierro a epopeya nacional argentina. La tesis le
parece “estrafalaria”, como “burocráticos” y “caóticos” los argumentos que propusieron
Lugones y Rojas para sostenerla. Más allá de la diatriba, la inteligencia borgiana
descubre, en esos arrebatos nacionalistas, los síntomas de un vínculo errado, por lo
debil, con la condición subalterna o menor de nuestra cultura. Los “pedagogos” que
improvisan un clásico autóctono, sublimando la historia de un gaucho alzado en gesta
heroica comparable a la del Campeador, responden a la superstición de que no hay
ejercicio de las letras legítimo sin el respaldo de una tradición solida. Se equivocan
porque pretenden cumplir con una exigencia que excede las posibilidades de nuestra
literatura nacional, y, sobre todo, porque no advierten lo que esa imposibilidad entraña
de venturoso.
Es el argumento que Borges desarrolla en uno de sus ensayos más citados, “El escritor
argentino y la tradición”: somos ricos por lo que carecemos; toda la tradición occidental
puede convertirse en nuestro patrimonio, a condición de que la usemos sin
supersticiones, porque no disponemos de una tradicción autóctona a la que deveríamos
atarnos por una devoción especial. Para que la apropiación sea auténticamente creadora,
el escritor argentino debe actuar con “irreverencia”, no sólo sin inhibiciones, con un
atrevimiento “que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”.16
15 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor.
Estudio preliminar de Alicia Jurado. Buenos Aires: Celtia, 1982; p. 231 (el ensayo se publicó por primera
vez en Sur 298-299, 1966).
16 Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, ed. cit.; p. 161.
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Los Nueve ensayos dantescos son una prueba espléndida de las consecuencias
afortunadas que puede tener el diálogo irreverente con los textos canónicos. Borges
actúa como un lector “argentino” –según la idealización propuesta por él mismo, como
clave de su propia ética literaria– cuando decide exacerbar el interés de algunos detalles
curiosos y prescindir de las rutinas que reclama la exégesis alegórica, el protocolo de
interpretación tradicional. Para descifrar, en sus distintos niveles, los sentidos que
justificarían la existencia de cada episodio del poema, la hermeneútica especializada
actúa con “frigidez” y reduce las tramas de pormenores a “míseros esquemas”
alegóricos. Cuando el ensayista “argentino” intenta razonar sobre lo conmovedor o
extraño de un detalle, se afirma como un polo intransferible de atracciones y rechazos
circunstanciales, contra la postulación del carácter monumental y casi sagrado de la
Comedia: se la apropia para satisfacer sus propios intereses estéticos e intelectuales,
como si la hubiesen escrito para él. La lectura de y desde el detalle produce un
suplemento de significación irrecuperable para la economía y la lógica de la exégesis
hermenéutica, tal como la practicaron generaciones de autoridades críticas (el ensayista
irreverente las menciona con frecuencia, para mostrar que no las ignora, sino que
precisa desconocerlas porque busca experimentar un vínculo singular con el imaginario
dantesco, que acaso lo reavive). Borges se permitie los placeres y los riesgos de la
lectura “inocente” porque cree que la vida del poema depende de su plasticidad para
dejarse transformar en direcciones imprevistas, no de la permanencia de algunos
atributos eminentes.
Según un extendido consenso crítico, “La muralla y los libros” encabeza Otras
inquisiciones porque se lo puede leer como una poética de la forma ensayística que
Borges practicó con tal maestría que nos sentimos inclinados a considerarla una
invención de su talento: el ensayo conjetural. La escena de lectura que dramatiza el
incipit expone con elegancia el modo en que se implican inteligencia y afecto,
pensamiento y misterio, en el curso de la exposición ensayística:
Esta vez fue una curiosidad de la historia china, un detalle que los sinólogos no
ingnoran, pero en el que no advierten nada extraño, lo que salió al encuentro de Borges
bajo la apariencia, satisfactoria e inquietante, de una imagen incierta. Como en “El
sueño de Coleridge” o “El enigma de Edward Fitzgerald”, la respuesta que da el
ensayista a esa aparición inestable toma la forma de conjeturas, que al mismo tiempo
que proponen explicaciones, conservan activa una poderosa reserva de incertidumbre.
La etimología de “conjeturar” abre un haz de significaciones (“arrojar”, “lanzar”,
“exponer”) que se reagrupan en un término entredicho: “jugar”. La conjetura sería
entonces una modalidad de la apuesta, y el ensayista que arriesga explicaciones
probables, alguien que juega y se juega, frente a una comunidad de lectores, con las
armas equívocas de la imaginación. Históricas, mágicas o dramáticas, las explicaciones
que pone a prueba Borges en “La muralla y los libros” van configurando lo incierto
como una experiencia en la que el pensamiento y la escritura vacilan y se potencian,
hasta alcanzar el límite de sus posibilidades en los márgenes de la ficción. Las últimas
conjeturas, antes de que el movimiento se interrumpa, con sus variaciones sobre el tema
del doble y la forma secreta del mundo, ya son microrelatos borgianos.
19 “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; p. 108.
20 Ibíd.; p. 111.
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literario, goce físico, anterior y ajeno a todas las interpretaciones, que puede afectar el
cuerpo del lector “como la cercanía del mar o de la mañana”.21 Este goce inmediato es el
único fundamento de las valoraciones estéticas que podría reconocer un lector
“inocente”. Borges sabe que el campo de las instituciones artísticas está tramado por
juicios morales, los que se confrontan en las luchas por la legitimidad cultural, a las que
él tampoco permanece indiferente, pero también sabe, porque piensa todos los
problemas institucionales desde la perspectiva singular del lector, que “un hecho
estético (...) no puede autorizar un juicio moral”22 y que conviene actuar sobre el
anudamiento inevitable de la moral y la estética para liberar a esta última de la
servidumbre a valores que, en última instancia, la niegan. La afirmación de lo incierto,
por obra del ensayo conjetural, que señala mundos posibles sin precipitarse a su
corroboración, contamina de ambigüedad y misterio la trama moral con la que se tejen
las políticas de la literatura y ejerce un apreciable efecto de dicidencia.
La ironía es, según Beatriz Sarlo, la “cualidad escrituraria” que une los tres
rasgos distintivos del ensayo borgiano: la brevedad, la centralidad del detalle y el gusto
por lo menor.23 De Friedrich Schlegel a Oscar Wilde, por mencionar otra tradición que
Borges heredó creativamente, la ironía es un juego formal que usufructúa del carácter
equívoco de las referencias contextuales y descentra la significación: la afirmación
simultánea e indescidible de sentidos y valoraciones antagónicos en un mismo acto
textual. A veces es tan sutil, que pasa inadvertida. Como en la frase que cierra el
Prólogo a La invención de Morel, la que califica de “perfecta” la trama de la novela:
sólo quienes comparten la creencia en el valor relativo, e incluso negativo, del concepto
de “perfección” estética, pueden apreciar la ambigüedad del juicio.24 Lo interesante es
que el matiz irónico no arruina el impacto publicitario del elogio, le añade un
suplemento de caprichosa incomprensibilidad (¿el prologuista lo advirtió o la ocurrencia
se impuso a sus espaldas?, ¿calculó el efecto disuasorio o se dejó arrebatar por un
21 Jorge Luis Borges, “The Unvanquished, de William Faulkner”, en Textos cautivos. Buenos Aires:
Tusquets, 1986; p. 246.
22 Jorge Luis Borges, “Un libro sobre Paul Valéry”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 147.
23 Beatriz Sarlo, “Borges, un fantasma que atraviesa la crítica”. Entrevista de Sergio Pastormelo.
Variaciones Borges 3, 1997; p. 36.
24 En una reseña casi contemporánea de la escritura del Prólogo, Borges mismo advierte que “el
concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes”
(ver “Stories, Essays and Poems, de Hilaire Belloc”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 291).
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impulso irresistible?). Otras veces la ironia es tan obvia, en apariencia, que se la reduce
a una broma o a un modo indirecto de afirmar la seriedad de ciertos valores. Ocurre con
alguna de las máximas que Borges propuso circunstancialmente para violentar el
sentido común intelectual, como “Las invenciones de la filosofía no son menos
fantásticas que las del arte” o “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la
religión o al cansancio”.25 Estos hallazgos pierden parte de su poder desestabilizador, si,
por un exceso de comprensión, los desprendemos del fondo ambiguo en el que se
originan y hacia el que buscan precipitarse. Es probable que un lector informado sobre
las virtudes “teóricas” del borgismo las identifique de inmediato como ocurrencias
irónicas, pero en el sentido de verdades que expresan otro orden de razones, más lúcido
que el de las supersticiones tradicionales (uno en el que se reconoce que todo
pensamiento es imaginación y que la identidad textual es el efecto de una variación
originaria). Acaso el designio de Borges era que nos sirviesen para experimentar lo que
cualquier razonamiento desconoce de sí mismo para poder plantearse con seriedad, sus
inconsistencias lógicas. Según Friedrich Schlegel, en la ironía habita “una bufonería
auténticamente trascendental”: lo cómico y lo serio coexisten sin resolución ni
equilibrio, afectándose uno al otro en formas incalculables. El elemento bufo no sería
una instancia de pasaje entre dos interpretaciones, la segunda más inteligente que la
primera, sino un factor de interrupción que suspende la posibilidad de fijar el proceso
interpretativo en algún punto de certidumbre y valoración inequívoca. Las ocurrencias
borgianas tienen la forma de lo que los románticos alemanes llamaban Witz, en el que el
golpe de ingenio se deja interferir por lo cómico y lo involuntario para crear semejanzas
inauditas a partir de la reunión de lo heterogéneo, como la semejanza entre las
supersticiones religiosas, el agotamiento de la tensión intelectual y los propósitos de la
Filología en el Wits del “texto definitivo”. La ironía interfiere la lógica de la razón con
los recursos del juego, no para provocar un salto enriquecedor en el campo de un
determinado saber (la filología, la filosofía), sino para inducir al goce instantáneo de
otro saber que no es el de la discursividad analítica y la argumentación, el de los
encuentros azarosos. Como del hecho estético, de la ocurrencia irónica puede decirse
que depara un placer intelectual inmediato, que antecede a la interpretación y no
depende de ella.
25 En “Magias parciales del Quijote”. Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 68 y en “Paul Valéry. El
cementerio marino”, en Prólogos. Con un Prólogo de Prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero, 1975, p.
163.
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Los vínculos estructurales entre ensayo e ironía fueron señalados por uno de los
teóricos más brillantes del género, Georg Lukács. De ese vínculo dependería la
posibilidad de considerar al ensayo una forma artística, ya que su proceder expresa
irónicamente las tensiones entre concepto y experiencia, la insuficiencia del saber
cuando intenta ceñir lo irrepetible, pero también su poder de crear formas de vida
imaginarias. “El ensayista –dice Lukács– habla siempre de las cuestiones últimas de la
vida, pero siempre con un tono como si se tratara sólo de imágenes y libros, sólo sobre
los hermosos e insignificantes ornamentos de la gran vida”. 26. Es la estrategia borgiana
que consideramos en las páginas anteriores: apegarse al detalle curioso o anómalo, para
propiciar desde ese margen la reescritura virtual del centro y hacer que la totalidad
aparezca iluminada bajo una luz insólita (la Divina Comedia como un relato de amores
desdichados; la teología y la metafísica como ejercicios retóricos). Pero hay otra forma
todavía más indirecta de tensionar la articulación entre saber y experiencia en la
escritura del ensayo, una especie de ironía a la segunda potencia, que consiste en fingir
que se está hablando de las cuestiones últimas de la vida o de la literatura a partir de
algunos fragmentos circunstanciales, para impugnar la presuposición de que se podría
distinguir y jerarquizar lo circunstancial y lo definitorio en términos generales, fuera de
una experiencia de lectura singular. Es la operación de Borges en su desconcertante
“Elementos de preceptiva”, una breve nota publicada en el Nº 7 de Sur, en abril de
1933.
26 “Sobre la esencia y forma del ensayo (Carta a Leo Popper)”, en El alma y sus formas. Barcelona:
Grijalbo, 1970; p. 22.
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María Elena Arenas Cruz, “La abducción creativa en los ensayos de Borges”, en
Variaciones Borges 5, 1998.
Alberto Giordano, Modos del ensayo. De Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo,
2005.
Darío González, “La lógica de la lectura escéptica”, en Co-textes 38, 2001.
Sylvia Molloy, Las letras de Borges y otros ensayos. Rosario: Beatriz Viterbo, 1999.
José Miguel Oviedo, “Borges: el ensayo como argumento imaginario”, en Letras libres
56, 2003.
Sergio Pastormelo, Borges crítico. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.
27 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el
autor, ed. cit.; p. 120.
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