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En Borges esencial. Madrid, Real Academia Española – Alfaguara, 2017; pp. XXXI-XLVII.

Borges ensayista. La ética de un lector inocente

Alberto Giordano

En la breve nota que precede y da título a la compilación de sus ensayos


literarios, Virginia Woolf esbozó la figura de un lector capaz de decidir sobre la
grandeza poética de las obras que lo conmueven sin recurrir más que a su “instinto” y
sin pretensiones de sabiduría perdurable ni de objetividad. Lo llamó “lector común”,
citando una ocurrencia del doctor Johnson, para diferenciarlo del crítico y del
académico, que sí tienen que someter sus juicios estéticos al tribunal de las creencias
autorizadas por el deseo de imponerlos como verdades a una audiencia de consumidores
o de especialistas. Libre de compromisos institucionales, de la presión que ejercen las
morales intelectuales sobre quienes necesitan legitimar sus opiniones, el lector común
puede permitirse ser “apresurado, impreciso y superficial”, por lo mismo que se permite
“el afecto, la risa y la discusión” apasionada, porque sus criterios son soberanos, al estar
fundados únicamente en la propia convicción y la propia sensibilidad. 1 Cuando lo gana
el deseo de contar y reflexionar sobre sus experiencias por escrito, el lector común se
convierte en ensayista, alguien que, como quería Montaigne, no oculta sus inepcias, ni
se preocupa ante la posibilidad de equivocarse o contradecirse, ya que no pretende dar a
conocer las cosas sino a sí mismo, sus inclinaciones y sus facultades, con todo lo que la
subjetividad tiene de cambiante y equívoco.
Borges es un heredero prodigioso –por el talento para apropiársela
creativamente– de la espléndida tradición del ensayismo inglés. Un William Hazlitt
cimarrón, que sabe inquietar el buen juicio y las sutilezas del “estilo familiar” con
ocurrencias sintácticas que abren discretos intervalos de vacilación2. En el Prólogo de
Nueve ensayos dantescos, cuando se lamenta por la imposibilidad de frecuentar la
Comedia con la dichosa “inocencia” de alguien que desconociese su abrumadora
condición de monumento cultural, fantasea, sobre las huellas del doctor Johnson y
Woolf, con un lector capaz de encarnar la ética (el arte de vivir las intensidades
1 Virgina Woolf, “El lector común”, en El lector común. Selección, traducción y notas de Daniel Nisa
Cáceres. Buenos Aires: Lumen, 2009; pp. 9-10.
2 William Hazlitt, “Sobre el estilo familiar”, en Ensayos sobre el arte y la literatura. Introducción,
selección y traducción de Ricardo Miguel Alfonso. Madrid: Espasa, 2004; pp. 109-118.
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literarias) que profesa el “lector común”. Si pudiésemos leer el poema de Dante con
inocencia, conjetura Borges,

lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo


sublime o lo grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros
caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer
término quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y
afortunada invención de rasgos precisos.3

Para el lector avisado en el que se termina convirtiendo cualquier escritor, sobre todo
los que cuentan, como Borges, con un dominio reflexivo de sus recursos, la lectura
“inocente” es una especie de paraíso perdido en el que todavía no existían los prejuicios
culturales que se adquirieron con el oficio. Pero cuando el escritor se aventura por los
caminos del ensayo, para intentar configurar lo irrepetible de sus experiencias con
formas literarias que lo conmovieron íntimamente, la inocencia se transformar en utopía
crítica, una meta acaso inalcanzable pero deseada, a la que sólo es posible aproximarse
gracias a un ejercicio de desprendimiento y depuración de lugares comunes con
pretensión de verdad. Como en toda encrucijada ética, las decisiones del ensayista
tienen que interrogar, e incluso ignorar, el valor de las creencias consensuadas para dar
lugar a la afirmación singular de las propias potencias.
A los prejuicios que las instituciones culturales buscan establecer como
evidencias, cuando pretenden imponer criterios de valoración que justifiquen y
expliquen la existencia de lo literario, Borges les da el nombre de “supersticiones”.
Sergio Pastormerlo indicó la procedencia de este término que alude a creencias
convencionales o fingidas: los ensayos críticos de Paul Groussac sobre los clásicos. 4
También se lo puede remitir a la filosofía de Baruj Spinoza, en particular, al Prólogo del
Tratado teológico-político, ya que para Borges las supersticiones son, antes que
certidumbres falsas, creencias que apartan a la sensibilidad del lector de sus potencias
de actuar, de gozar e imaginar sin inhibiciones, conforme a lo intransferible de sus
apetencias. En “La supersticiosa ética del lector”, encontramos una descripción precisa
y convincente de esta afección que sufren los lectores demasiado informados y
complacientes con lo que reclaman las convenciones culturales:

3 Jorge Luis Borges, Nueve ensayos dantescos. Madrid: Espasa Calpe, 1982; p. 86.
4 Sergio Pastormelo, “Besos bárbaros: pretensión y privación cultural. La figura del supersticioso en la
crítica de Borges”. Orbis Tertius, 2000 4 (7); pp. 73-88.
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Los que adolecen de esa superstición [la superstición del estilo]


entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino
las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica,
los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la
propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra
es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el
derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser
trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas
en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general
esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por
conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje
una larga. [...] Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es
cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les
agencie un gusto especial, pienso que simulado también. 5

A estos lectores que actúan como críticos potenciales, porque subordinan la


emoción a las imposturas de un saber que consideran especializado, Borges opone la
ficción de un lector irresponsable, que aprendió a no dejar pasar la señales de lo
misterioso que a veces despuntan en una texto y a renunciar metódicamente a cualquier
certidumbre que pudiese obstruir o debilitar esa manifestación incierta. Si el hecho
literario es, quizá, una promesa de sentido que vive de su aplazamiento, la “inminencia
de una revelación, que no se produce” 6, la ocurrencia borgiana del lector “inocente”
sugiere que solo participará en ese acontecimiento paradójico quien pueda aligerar su
discurso de certidumbres teóricas o historiográficas, y desprenderlo de valoraciones
consensuadas e intimidatorias.

Cuando escribe sus lecturas de la Divina Comedia, en breves ensayos dirigidos a


un público no académico, Borges juega, con irresponsable seriedad, a ser un lector
“inocente” que no presta atención a lo que el poema tiene de "universal", "sublime" o
"grandioso", sino a la invención, a veces involuntaria, de "pormenores" novelescos.
Juega a desatender los imperativos de la Tradicción para recuperar el placer infantil de
los hallazgos curiosos. Por eso casi no muestra interés en la articulación de las grandes
secuencias simbólicas (los periplos míticos o místicos), ni en las intrincadas
combinaciones de temas y motivos, ni en los abigarrados conjuntos de personajes.
Cuando los tiene en cuenta, es sólo como contextos de aparición de un detalle anómalo,

5 Jorge Luis Borges, “La supersticiosa ética del lector”, en Discusión. Buenos Aires: Emecé, 4ª
impresión; pp. 45-46.
6 Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones. Buenos Aires: Emecé, 6ª
impresión; p. 12.
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pero no para reducir el detalle a la representación del contexto, sino para hacer más
sensible el carácter irreductible de esa curiosidad, cómo se desprende de cualquier
totalidad de sentido y neutraliza su identificación con algún valor trascendente. Vale la
pena recordar algunos de los motivos dantescos que atraen y desencadenan la escritura
ensayística de Borges, para hacer evidente que se trata, en todos los casos, de puntos de
enrarecimiento o vacilación en los que la significación se configura como ambigua: una
“discordia” casi imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el
canto IV del Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del
canibalismo que Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; la
paradójica compasión con la que Dante escucha el relato de Francesca, condenada por la
voluntad moral del propio Dante al Infierno; dos “anomalías” en la representación
gloriosa de Beatriz cuando Dante la encuentra al entrar al Paraiso; la inquietante sonrisa
de la Amada al desaparecer de la vista del poeta definitivamente.

La escritura como ejercicio retórico que señala y despliega los atractivos


intelectuales o estéticos de un detalle marginal, de algo que aparece como anómalo en el
contexto de una obra, una tradición o una disciplina, es el principio compositivo de
muchos ensayos borgianos. Si pensamos en la filosofía, a la que él considera otro
registro de la imaginación ficcional, lo motivos que atraen el interés de Borges forman
un conjunto heteróclito de ocurrencias que impresionan por su textura tropológica antes
que por su densidad conceptual: la metáfora pascaliana de la esfera infinita, que
entrecide la naturaleza ominosa de la divinidad y del universo; la paradoja de Aquiles y
la Tortuga, atribuida a Zenón de Elena, que abre “interstición de sinrazón” a través de
los que se revelaría el carácter ilusorio del mundo; la tesis “espléndida”, aunque poco
convincente, de J. W. Dunne sobre la regresión infinita, tesis según la cual el porvenir
ya existe, tal como lo probarían los sueños premonitorios. 7 También son curiosidades en
los límites de lo fútil los motivos que llevan a Borges a intervenir imaginariamente en
discusiones teológicas, como las que se tramaron alrededor de la duración del Infierno,
o a propósito de esa invención “teratológica” que es el dogma de la Trinidad. 8 Estos
ensayos de tema teológico, escritos por alguien que confiesa una atracción incrédula
pero persistente hacia sus complejidades, son la mejor ocasión para apreciar la audacia

7 Ver, respectivamente, “La esfera de Pascal”, “Avatares de la tortuga” y “El tiempo y J. W. Dunne”, en
Otras inquisiciones (ed. cit.; pp. 13-17, 149-156 y 31-35, respectivamente).
8 Ver, respectivamente, “La duración del Infierno” y “Una vindicación de la cábala”, en Discusión (ed.
cit.: pp. 97-103 y 55-60, respectivamente).
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de algunas operaciones criticas o irónicas que realiza la escritura del ensayo sobre la
superficie discursiva de los saberes que aspiran a la pretenciosa condición de verdaderos
y definitivos.

La atracción impía de Borges por las curiosidades teológicas, lo que él mismo


denomina su condición de “amateur”, lo sitúa desde un punto de vista justo para
recuperar el trasfondo de excentricidades y misterios sofocados que el dogma disimula y
envuelve. Desde ese punto de vista conviene examinar la composició de “La duración
del infierno” para advertir su carácter jueguetón e incidioso. En forma alternada y de
acuerdo con un orden de inverosimilitud creciente, Borges evalúa los argumentos que
niegan o validan la atribución de eternidad al Infierno. Los primeros efectos disuasorios
provocados por la perspectiva del “amateur” los identificamos con las resonancias que
despierta el uso de dos términos de procedencia retórica: “argumentos” e
“inverosimilitud”. A través de ese discreto expediente se abre una vía promisoria para
los desenmascaramientos. En la escritura del ensayo el corpus teológico deviene
disputatio: campo de batalla en el que se enfrentan interpretaciones antagónicas. El
desborde se acentúa cuando el ensayista valora los argumentos no por su consistencia
teológica, sino por lo que tienen de “importantes y hermosos”, por su eficacia
“dramática”, antes que por su virtud lógica. En esa misma dirección oblicua, otro sonoro
golpe de extrañamiento lo da la descalificación de “las razones elaboradas a favor de la
eternidad del Infierno” por “frívolas” y “engañosas”, primero, por “policiales” y
“disciplinarias”, después. Las impertinencias de Borges recuerdan las conclusiones a las
que llega Roland Barthes después de leer, al detalle, algunos textos etnográficos de
Georges Bataille: por la intrusión del valor, por la puesta en juego de valores que se
imponen como ajenos a un orden de razones establecido, la escritura del ensayo excede
e impugna las pretenciones del saber. Obligado por ese exceso a quitarse la máscara, el
saber descubre su verdadero rostro: se muestra como ficción interpretativa 9. ¿De qué
otro modo calificar los gestos borgianos, cuando muestran lo que escamotean los
argumentos teológicos, sino como excesivos? ¿Qué otro valor, más que el del exceso,
representa para la teología la afirmación de lo dramático, lo curioso o lo policial? La
mirada extrañada de Borges ilumina, con una luz sesgada, el corazón secreto de las
creencias piadosas: las especulaciones teológicas no serían más que ejercicios retóricos,
o, si se prefiere una fórmula más frecuentada, la teología no es sino una rama de la
9 Ver Roland Barthes, “Las salidas del texto”, en AA.VV., Bataille. Barcelona: Mandrágora, 1976; pp.
41-58.
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literatura fantástica. Se podría hablar aquí de “retorización de la teología”, como se ha


hablado de “literaturización del saber” a propósito de los ensayos borgianos de tema
filosófico (ensayos en los que la metafísica declina su condición de saber venerable para
convertirse en la ocasión de que un lector “amateur” experimente el más filosófico de
los afectos: el asombro ontológico).10

En la nómina de los procedimientos que traman, en “La duración del Infierno”,


la retorización de lo teológico, se pueden consignar: a) la construcción de series
heterogéneas, como la que encabeza “el cartaginés Tertuliano”, para enhebrar su
nombre con los de Dante, Quevedo, Torres Villaroel y Baudelaire, o como la que
yuxtapone “el infierno sabiano”, “el infierno de Swedenborg” y “el infierno de Bernard
Shaw” (en las dos series se advierte un mismo desplazamiento radical: el que va desde
un primer término teológico hacia los otros, literarios); b ) el ejercicio de la ironía,
cuando son convocados alrededor de “Infierno” una serie de términos tomados del
léxico comercial: “establecimiento”, “servicial”, “propaganda” (la referencia a la
etimología católica del último término, lejos de reducir la vibración irónica, la acentúa);
c) el recurso ladino a la reductio ad absurdum, en la refutación del segundo argumento
que sostiene la eternidad infernal, el que deriva la infinitud del castigo del carácter
infinito de Aquel contra quien se atentó (“argüir que es infinita una falta por ser
atentatoria de Dios que es Ser infinito, es como argüir que es santa porque Dios lo es, o
como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas”); d) la enunciación
de una creencia personal como forma intempestiva de cerrar la exposición en unas
páginas que se declaran “de mera noticia” (la creencia expone una paradoja que
potencia lo intempestivo de la conclusión: “Yo creo que en el impensable destino
nuestro, en que rigen infamias como el dolor carnal, toda estrafalaria cosa es posible,
hasta la perpetuidad de un Infierno, pero también que es una irreligiosidad creer en él.”).
El juego múltiple de estos procedimientos configura el ensayo como espacio
heterológico, en el que convergen, hasta confundirse, impulsos retóricos que en el orden
disciplinario deberían excluirse: la seriedad de lo que se pretende verdadero y el humor
irreverente de los simulacros; el recurso a la erudición para autorizar un argumento y el
hallazgo de una información curiosa, que impregne de rareza el conjunto de la
exposición.

10 Ver Alberto Giordano, “Borges ensayista: avatares de la lectura”, en Modos del ensayo. De Borges a
Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo, 2005; p. 70.
7

Los modos en los que el ensayo borgiano procede con las disciplinas, para
desestabilizar sus fundamentos y usufructuar creativamente de su carácter ficcional, son
similiares a los que pone a prueba cuando dialoga con obras literarias expropiadas por la
Tradición. Volmamos sobre los Nueve ensayos dantescos. Se dejan leer como una serie
de notas al pie de página escritas a partir de un conjunto de detalles curioso hallados en
la Comedia. Pero no hay que confundir esta práctica de la notación marginal con los
afanes filológicos de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un
añadido a la monumental bibliografía especializada, algo más que un aporte personal a
la infatigable glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un
desplazamiento en el que se define la singularidad de su ética ensayística, Borges apunta
desde los márgenes hacia lo esencial de la Comedia, que no es su centro, sino, más bien,
el proceso de su descentramiento infinito (la escritura del ensayo dialoga con la
literatura cuando pone en obra este proceso incesante). Se podría afirmar que cada
detalle vale para Borges por todo el poema, no porque lo represente de acuerdo con una
lógica metonímica, porque dé una versión microscópica de su grandiosidad, sino porque
en la lectura de ese detalle circunstancial se pueden experimentar todas las potencias de
conmoción y de goce que envuelve la escritura de Dante. Si cada pormenor vale por la
totalidad de la Comedia es porque esa totalidad verbal se convirtió, para un lector
“inocente” atraído por su rareza, en objeto amoroso y, se sabe, basta con un rasgo de la
persona amada, incluso menos: con su recuerdo, para experimentar todo lo que puede la
pasión.

El detalle que atrae la atención del ensayista y lo hace olvidar


circunstancialmente la totalidad canónica de una obra vale por ésta, no porque la
represente, sino porque instaura un nuevo punto de vista para pensarla, fundado en los
afectos que intervienen en la lectura de lo que entredice su aparición. La adición de un
recuerdo patético en el final de una sextina del Martín Fierro vale por todo el poema de
Hernández, no porque condense la eficacia del conjunto de sus técnicas compositivas,
sino porque desde su “postulación de la realidad” se puede leer el poema de un modo
inédito, como una novela.11 De la misma forma, los versos del Paraíso que contienen la
sonrisa equívoca de Beatriz antes de desaparecer definitivamente valen por toda la
Divina Comedia, no porque en ellos se condensen sus sentidos alegóricos, sino porque

11 Jorge Luis Borges, “La poesía gauchesca”, en Discusión, ed. cit.: pp. 36-37.
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desde el patetismo que los recorre, y que suspende la intencionalidad doctrinaria y


edificante, se puede, inesperadamente, leer el poema de Dante como una conmovedora
historia de amor no correspondido.12

La emergencia del detalle suplementario se convierte en una perspectiva


capaz de reformular conjeturalmente el sentido de la totalidad gracias a la convicción y
la emoción que intervienieron en el acto de localizarlo. El recorrido que traza la lectura
de los ensayos borgianos, a fuerza de “inocencia” e imaginación, más que de ingenio, va
–como se dijo– desde los márgenes de la obra, allí donde despunta el detalle insólito,
hacia lo esencial: su descentramiento y su metamorfosis. La potencia crítica de este
desplazamiento (si por “crítica” entendemos la posibilidad de suspender la reproducción
de evidencias para abrir la especulación a la inminencia de lo desconocido) se vuelve
más intensa cuanto mayor resulte la solidez institucial de lo que la padece, cuanto más
firme sea su valor como documento o monumento cultural. En el caso de la lectura
ensayística de los “clasicos”, esas obras que la Tradición juzga como venerables porque
darían voz al espíritu de una nación o un pueblo, las tensiones entre conservación y
exceso tienden a intensificarse. En dos ocasiones Borges se ocupó de formular los
problemas hermeneúticos derivados de esas tensiones, dos ensayos que llevan el mismo
título: “Sobre los clásicos”. El primero y más conocido ocupa las últimas páginas de
Otras inquisiciones a partir de la edición de 1966. Borges, que declara haber cumplido
más de sesenta años, decide hacer a un lado las definiciones autorizadas (Sainte-Beuve,
Arnold, Eliot) para comunicar sus propios pensamientos sobre la cuestión. No serían las
virtudes intrínsecas de las obras lo que permite considerarlas como “clasicos”, sino la
vida que le procuran quienes decidieron leerlas “como si en sus páginas todo fuera
deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. 13
Es lo que habría conseguido Borges, por una vía paradójica, con la Divina Comedia, al
despojarla de su grandiosidad y su apariencia de texto sublime para convertirla en una
“antología casual” de circunstancias felices o conmovedoras. “Clásico”, dice el narrador
de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, es un texto “capaz de casi
inagotables repeticiones, versiones, perversiones”14, aquello en lo que una obra venerada

12 Ver “El encuentro en un sueño”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; pp. 145-153.
13 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 260.
14 Jorge Luis Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph, Obras Completas.
Buenos Aires: Emecé, 1974; p. 561.
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puede convertirse cuando se la reescribe con audacia y sin supertisticiones, como hizo
Borges con el Martín Fierro en dos cuentos y algunos ensayos.

La otra versión de “Sobre los clásicos” también ayuda a situar los alcances éticos
de los gestos ensayísticos de Borges, cuando actúa como un lector “inocente” que
desoye los imperativos de la Tradición. Después de examinar la situación de las
literaturas centrales (la francesa, la inglesa, la italiana y la alemana), e ironizar sobre la
decisión de erigir al Quijote en el clásico mayor de la literatura española, Borges
considera la promoción del Martín Fierro a epopeya nacional argentina. La tesis le
parece “estrafalaria”, como “burocráticos” y “caóticos” los argumentos que propusieron
Lugones y Rojas para sostenerla. Más allá de la diatriba, la inteligencia borgiana
descubre, en esos arrebatos nacionalistas, los síntomas de un vínculo errado, por lo
debil, con la condición subalterna o menor de nuestra cultura. Los “pedagogos” que
improvisan un clásico autóctono, sublimando la historia de un gaucho alzado en gesta
heroica comparable a la del Campeador, responden a la superstición de que no hay
ejercicio de las letras legítimo sin el respaldo de una tradición solida. Se equivocan
porque pretenden cumplir con una exigencia que excede las posibilidades de nuestra
literatura nacional, y, sobre todo, porque no advierten lo que esa imposibilidad entraña
de venturoso.

Carecemos de tradición defenida –reconoce Borges,


carecemos de un libro capaz de ser nuestro símbolo perdurable;
entiendo que es privación aparente es más bien un alivio, una libertad,
y que no debemos apresurarnos a corregirla. También es líciro decir:
gozamos de una tradición potencial que es todo el pasado. 15

Es el argumento que Borges desarrolla en uno de sus ensayos más citados, “El escritor
argentino y la tradición”: somos ricos por lo que carecemos; toda la tradición occidental
puede convertirse en nuestro patrimonio, a condición de que la usemos sin
supersticiones, porque no disponemos de una tradicción autóctona a la que deveríamos
atarnos por una devoción especial. Para que la apropiación sea auténticamente creadora,
el escritor argentino debe actuar con “irreverencia”, no sólo sin inhibiciones, con un
atrevimiento “que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”.16

15 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor.
Estudio preliminar de Alicia Jurado. Buenos Aires: Celtia, 1982; p. 231 (el ensayo se publicó por primera
vez en Sur 298-299, 1966).
16 Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, ed. cit.; p. 161.
10

Los Nueve ensayos dantescos son una prueba espléndida de las consecuencias
afortunadas que puede tener el diálogo irreverente con los textos canónicos. Borges
actúa como un lector “argentino” –según la idealización propuesta por él mismo, como
clave de su propia ética literaria– cuando decide exacerbar el interés de algunos detalles
curiosos y prescindir de las rutinas que reclama la exégesis alegórica, el protocolo de
interpretación tradicional. Para descifrar, en sus distintos niveles, los sentidos que
justificarían la existencia de cada episodio del poema, la hermeneútica especializada
actúa con “frigidez” y reduce las tramas de pormenores a “míseros esquemas”
alegóricos. Cuando el ensayista “argentino” intenta razonar sobre lo conmovedor o
extraño de un detalle, se afirma como un polo intransferible de atracciones y rechazos
circunstanciales, contra la postulación del carácter monumental y casi sagrado de la
Comedia: se la apropia para satisfacer sus propios intereses estéticos e intelectuales,
como si la hubiesen escrito para él. La lectura de y desde el detalle produce un
suplemento de significación irrecuperable para la economía y la lógica de la exégesis
hermenéutica, tal como la practicaron generaciones de autoridades críticas (el ensayista
irreverente las menciona con frecuencia, para mostrar que no las ignora, sino que
precisa desconocerlas porque busca experimentar un vínculo singular con el imaginario
dantesco, que acaso lo reavive). Borges se permitie los placeres y los riesgos de la
lectura “inocente” porque cree que la vida del poema depende de su plasticidad para
dejarse transformar en direcciones imprevistas, no de la permanencia de algunos
atributos eminentes.

Según un extendido consenso crítico, “La muralla y los libros” encabeza Otras
inquisiciones porque se lo puede leer como una poética de la forma ensayística que
Borges practicó con tal maestría que nos sentimos inclinados a considerarla una
invención de su talento: el ensayo conjetural. La escena de lectura que dramatiza el
incipit expone con elegancia el modo en que se implican inteligencia y afecto,
pensamiento y misterio, en el curso de la exposición ensayística:

Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de


la casi infinita muralla china fué aquel primer Emperador, Shih Huang
Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores
a él. Que las dos vastas operaciones –las quinientas a seiscientas
leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la
11

historia, es decir del pasado– procedieran de una persona y fueran de


algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez,
me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta
nota.17

Esta vez fue una curiosidad de la historia china, un detalle que los sinólogos no
ingnoran, pero en el que no advierten nada extraño, lo que salió al encuentro de Borges
bajo la apariencia, satisfactoria e inquietante, de una imagen incierta. Como en “El
sueño de Coleridge” o “El enigma de Edward Fitzgerald”, la respuesta que da el
ensayista a esa aparición inestable toma la forma de conjeturas, que al mismo tiempo
que proponen explicaciones, conservan activa una poderosa reserva de incertidumbre.
La etimología de “conjeturar” abre un haz de significaciones (“arrojar”, “lanzar”,
“exponer”) que se reagrupan en un término entredicho: “jugar”. La conjetura sería
entonces una modalidad de la apuesta, y el ensayista que arriesga explicaciones
probables, alguien que juega y se juega, frente a una comunidad de lectores, con las
armas equívocas de la imaginación. Históricas, mágicas o dramáticas, las explicaciones
que pone a prueba Borges en “La muralla y los libros” van configurando lo incierto
como una experiencia en la que el pensamiento y la escritura vacilan y se potencian,
hasta alcanzar el límite de sus posibilidades en los márgenes de la ficción. Las últimas
conjeturas, antes de que el movimiento se interrumpa, con sus variaciones sobre el tema
del doble y la forma secreta del mundo, ya son microrelatos borgianos.

La poética del ensayo conjetural extrae sus fuerzas retóricas de la preeminencia


otorgada a la emoción por sobre el razonamiento. Lo que Borges hace en “La muralla y
los libros”, después de anunciar que indagará las razones del placer y la inquietud que le
deparó una coincidencia histórica, es mostrar cómo procede la emoción cuando razona,
cuando actúa como sujeto de la enunciación conjetural, y ensaya razonamientos que
encausen la ambigüedad de los impulsos afectivos. Las razones conjeturales no son “las
que explican la emoción, sino aquellas en las que la emoción busca explicarse” 18 y
potenciar, o al menos preservar, las posibilidades estéticas de la incertidumbre.

En otro ensayo dantesco, “El falso problema de Ugolino”, Borges reflexiona


sobre lo valioso que es conservar activos los factores de incertidumbre, cuando se
comenta un texto citiado por interpretaciones autorizadas, y pone a prueba el vigor de
17 Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 9.
18 Darío González, “La lógica de la lectura escéptica”, en Co-textes 38, 2001: p. 87.
12

esas reflexiones en la lectura de un verso, el número 75 del penúltimo canto del


Infierno. En este verso se localiza un problema que inquieta a los exégetas porque no
advierten la confusión entre arte y realidad en la que incurren cuando intentan
resolverlo. Después de recordar prolijamente lo que escribieron las autoridades críticas
tratando de dilucidar si Ugolino devoró o no los cadáveres de sus hijos, para no morir de
hambre mientras estaba en prisión, Borges da un salto magistral de lo histórico a lo
literario:

El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció


en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es,
evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy
otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que
Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne
de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo
pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de
su designio.19

En el desvío de la referencia histórica, Borges experimenta la afirmación de la


incertidumbre, a través de un único verso, como lo más intenso que puede depararnos el
encuentro con la literatura. Más tremendo que negar o afirmar el monstruoso delito de
Ugolino (en este juego de alternativas contrapuestas, de decisiones sin resto, se agotan
los estudiosos) es vislumbrarlo, sospechar que podría haber ocurrido. Para un crítico
que corteja los dones del lector “inocente”, la Comedia está hecha menos de una
rigurosa trama de sentidos superpuestos, que de su inesperada vacilación. Por eso
Borges busca dar una respuesta justa a las preguntas que formula el poema, una
respuesta que no las anules y las mantenga vivas, porque la vida de las obras literarias
depende, fundamentalmente, de su poder de interrogación. "Ugolino –dice la espléndida
conclusión borgiana– devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante
imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho”.20

La incertidumbre es el efecto de una ambigüedad irreductible, que no quiere


ser reducida. Por eso es un valor tan fuerte para la ética del ensayista: su afirmación
cumple una función crítica (impugna las supersticiones que inhibirían el cumplimiento
de la experiencia estética), al mismo tiempo que establece las condiciones para el goce

19 “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; p. 108.
20 Ibíd.; p. 111.
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literario, goce físico, anterior y ajeno a todas las interpretaciones, que puede afectar el
cuerpo del lector “como la cercanía del mar o de la mañana”.21 Este goce inmediato es el
único fundamento de las valoraciones estéticas que podría reconocer un lector
“inocente”. Borges sabe que el campo de las instituciones artísticas está tramado por
juicios morales, los que se confrontan en las luchas por la legitimidad cultural, a las que
él tampoco permanece indiferente, pero también sabe, porque piensa todos los
problemas institucionales desde la perspectiva singular del lector, que “un hecho
estético (...) no puede autorizar un juicio moral”22 y que conviene actuar sobre el
anudamiento inevitable de la moral y la estética para liberar a esta última de la
servidumbre a valores que, en última instancia, la niegan. La afirmación de lo incierto,
por obra del ensayo conjetural, que señala mundos posibles sin precipitarse a su
corroboración, contamina de ambigüedad y misterio la trama moral con la que se tejen
las políticas de la literatura y ejerce un apreciable efecto de dicidencia.

La ironía es, según Beatriz Sarlo, la “cualidad escrituraria” que une los tres
rasgos distintivos del ensayo borgiano: la brevedad, la centralidad del detalle y el gusto
por lo menor.23 De Friedrich Schlegel a Oscar Wilde, por mencionar otra tradición que
Borges heredó creativamente, la ironía es un juego formal que usufructúa del carácter
equívoco de las referencias contextuales y descentra la significación: la afirmación
simultánea e indescidible de sentidos y valoraciones antagónicos en un mismo acto
textual. A veces es tan sutil, que pasa inadvertida. Como en la frase que cierra el
Prólogo a La invención de Morel, la que califica de “perfecta” la trama de la novela:
sólo quienes comparten la creencia en el valor relativo, e incluso negativo, del concepto
de “perfección” estética, pueden apreciar la ambigüedad del juicio.24 Lo interesante es
que el matiz irónico no arruina el impacto publicitario del elogio, le añade un
suplemento de caprichosa incomprensibilidad (¿el prologuista lo advirtió o la ocurrencia
se impuso a sus espaldas?, ¿calculó el efecto disuasorio o se dejó arrebatar por un

21 Jorge Luis Borges, “The Unvanquished, de William Faulkner”, en Textos cautivos. Buenos Aires:
Tusquets, 1986; p. 246.
22 Jorge Luis Borges, “Un libro sobre Paul Valéry”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 147.
23 Beatriz Sarlo, “Borges, un fantasma que atraviesa la crítica”. Entrevista de Sergio Pastormelo.
Variaciones Borges 3, 1997; p. 36.

24 En una reseña casi contemporánea de la escritura del Prólogo, Borges mismo advierte que “el
concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes”
(ver “Stories, Essays and Poems, de Hilaire Belloc”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 291).
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impulso irresistible?). Otras veces la ironia es tan obvia, en apariencia, que se la reduce
a una broma o a un modo indirecto de afirmar la seriedad de ciertos valores. Ocurre con
alguna de las máximas que Borges propuso circunstancialmente para violentar el
sentido común intelectual, como “Las invenciones de la filosofía no son menos
fantásticas que las del arte” o “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la
religión o al cansancio”.25 Estos hallazgos pierden parte de su poder desestabilizador, si,
por un exceso de comprensión, los desprendemos del fondo ambiguo en el que se
originan y hacia el que buscan precipitarse. Es probable que un lector informado sobre
las virtudes “teóricas” del borgismo las identifique de inmediato como ocurrencias
irónicas, pero en el sentido de verdades que expresan otro orden de razones, más lúcido
que el de las supersticiones tradicionales (uno en el que se reconoce que todo
pensamiento es imaginación y que la identidad textual es el efecto de una variación
originaria). Acaso el designio de Borges era que nos sirviesen para experimentar lo que
cualquier razonamiento desconoce de sí mismo para poder plantearse con seriedad, sus
inconsistencias lógicas. Según Friedrich Schlegel, en la ironía habita “una bufonería
auténticamente trascendental”: lo cómico y lo serio coexisten sin resolución ni
equilibrio, afectándose uno al otro en formas incalculables. El elemento bufo no sería
una instancia de pasaje entre dos interpretaciones, la segunda más inteligente que la
primera, sino un factor de interrupción que suspende la posibilidad de fijar el proceso
interpretativo en algún punto de certidumbre y valoración inequívoca. Las ocurrencias
borgianas tienen la forma de lo que los románticos alemanes llamaban Witz, en el que el
golpe de ingenio se deja interferir por lo cómico y lo involuntario para crear semejanzas
inauditas a partir de la reunión de lo heterogéneo, como la semejanza entre las
supersticiones religiosas, el agotamiento de la tensión intelectual y los propósitos de la
Filología en el Wits del “texto definitivo”. La ironía interfiere la lógica de la razón con
los recursos del juego, no para provocar un salto enriquecedor en el campo de un
determinado saber (la filología, la filosofía), sino para inducir al goce instantáneo de
otro saber que no es el de la discursividad analítica y la argumentación, el de los
encuentros azarosos. Como del hecho estético, de la ocurrencia irónica puede decirse
que depara un placer intelectual inmediato, que antecede a la interpretación y no
depende de ella.

25 En “Magias parciales del Quijote”. Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 68 y en “Paul Valéry. El
cementerio marino”, en Prólogos. Con un Prólogo de Prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero, 1975, p.
163.
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Los vínculos estructurales entre ensayo e ironía fueron señalados por uno de los
teóricos más brillantes del género, Georg Lukács. De ese vínculo dependería la
posibilidad de considerar al ensayo una forma artística, ya que su proceder expresa
irónicamente las tensiones entre concepto y experiencia, la insuficiencia del saber
cuando intenta ceñir lo irrepetible, pero también su poder de crear formas de vida
imaginarias. “El ensayista –dice Lukács– habla siempre de las cuestiones últimas de la
vida, pero siempre con un tono como si se tratara sólo de imágenes y libros, sólo sobre
los hermosos e insignificantes ornamentos de la gran vida”. 26. Es la estrategia borgiana
que consideramos en las páginas anteriores: apegarse al detalle curioso o anómalo, para
propiciar desde ese margen la reescritura virtual del centro y hacer que la totalidad
aparezca iluminada bajo una luz insólita (la Divina Comedia como un relato de amores
desdichados; la teología y la metafísica como ejercicios retóricos). Pero hay otra forma
todavía más indirecta de tensionar la articulación entre saber y experiencia en la
escritura del ensayo, una especie de ironía a la segunda potencia, que consiste en fingir
que se está hablando de las cuestiones últimas de la vida o de la literatura a partir de
algunos fragmentos circunstanciales, para impugnar la presuposición de que se podría
distinguir y jerarquizar lo circunstancial y lo definitorio en términos generales, fuera de
una experiencia de lectura singular. Es la operación de Borges en su desconcertante
“Elementos de preceptiva”, una breve nota publicada en el Nº 7 de Sur, en abril de
1933.

El encuentro, a la manera del Witz, de cuatro páginas de apuntes circunstanciales


y análisis caprichosos, en los márgenes de una revista cultural, con un título que es el de
un género específico de tratados, los manuales de retórica literaria, provoca un enérgico
descentramiento del punto de vista argumentativo y una ostensible inestabilidad en el
horizonte de la comprensión. ¿Se busca subrayar el carácter incidental de los apuntes a
través de una referencia equívoca, con la que no hay modo de identificarlos? Este es el
juego de la ironía vulgar, que nos convierte en cómplices si aceptamos que se trata solo
de invertir la literalidad del título (leer resaltado “nota marginal” donde se señala
“tratado”). Pero hay dos frases del último párrafo que complican el juego, porque se las
puede leer, y se las ha leido, como la condensación de una teoría literaria, antes que
como su irrisión: “Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos

26 “Sobre la esencia y forma del ensayo (Carta a Leo Popper)”, en El alma y sus formas. Barcelona:
Grijalbo, 1970; p. 22.
16

momentos. (...) “La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”. 27 ¿Será


entonces que la distancia entre las pretensiones del título y lo modesto del texto quiere
darnos a entender que lo que un tratado de preceptiva promete sólo se puede conseguir a
través de un ejercicio fragmentario con lo circunstancial y lo indecidible? Entre el título,
con su aura prestigiosa, y las frases del final, con sus resonancias doctrinarias, el
proceso discontinuo del ensayo simula el de los análisis estilísticos, sobre un corpus
escandalosamente heterogéneo (una milonga “chabacana”, un verso del Paradise Lost,
una estrofa de Cummings, un cartel callejero). En ese juego, el “amateur” que simula
actuar como especialista reconoce aciertos sutiles e inventa virtudes paródicas con la
misma seriedad argumentativa. Si nos preguntamos qué lector presuponen estos
malabarismo retóricos, si un lector cómplice o uno que se reconozca burlado, tal vez lo
más conveniente para la ética ensayística sea actuar con “inocencia”, dejar en suspenso
la afirmación de una respuesta. La asunción de una u otra posición no haría más que
interrumpir el juego.

Referencias bibliográficas sobre Borges ensayista

María Elena Arenas Cruz, “La abducción creativa en los ensayos de Borges”, en
Variaciones Borges 5, 1998.

Daniel Balderston, “Borges, ensayista”, en Borges: realidades y simulacros. Buenos


Aires: Biblos, 2000.

Alberto Giordano, Modos del ensayo. De Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo,
2005.
Darío González, “La lógica de la lectura escéptica”, en Co-textes 38, 2001.
Sylvia Molloy, Las letras de Borges y otros ensayos. Rosario: Beatriz Viterbo, 1999.
José Miguel Oviedo, “Borges: el ensayo como argumento imaginario”, en Letras libres
56, 2003.
Sergio Pastormelo, Borges crítico. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.

27 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el
autor, ed. cit.; p. 120.
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Beatriz Sarlo, “Borges, un fantasma que atraviesa la crítica”. Entrevista de Sergio


Pastormelo. Variaciones Borges 3, 1997.

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