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Nayeli G. Follow
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Un nuevo libro de Cristina Rivera Garza acaba de salir de prensas, se trata de Había
mucha neblina o humo o no sé qué, publicado en octubre de este año por Random
House. Me parece importante traer a colación el hecho por su relación con el tema
que nos ocupa: Había mucha neblina es, sin lugar a dudas, escritura documental.
Quizá lo primero que haya que decir es que se trata de una serie de ensayos, relatos
breves, crónicas y algunos versos que registran, representan y reescriben el amor
de una lectora por los textos de Juan Rulfo. En el prólogo, Rivera Garza explica:
Y la curiosidad, en este caso, no mató a gato alguno, sino que me condujo a los caminos
que recorrió Rulfo en Oaxaca, y luego al Archivo Histórico del Agua de la Ciudad de
México, y más tarde a husmear entre los periódicos de la hemeroteca. Había estado en sus
palabras pero ahora quería, válgame, estar en sus zapatos. Y si eso no es amor, ¿entonces
qué es? (Había mucha neblina, p. 16)
Para algunos lectores de Había mucha neblina muy pronto resultará evidente la
relación íntima de este libro con el blog de Rivera Garza que lleva por nombre Mi
Rulfo mío de mí, en el que a lo largo de varios meses del año 2011 la escritora fue
practicando diversas formas de aproximarse a textos y fotografías de Rulfo. El libro
físico tardaría cinco años en fraguarse. Sin embargo, encontramos trazas de él en
algunos lugares previos. Por ejemplo, en el ensayo breve “¿Qué país es éste,
Agripina?”, incluido en Dolerse. Textos desde un país herido (Sur+, 2011). Allí, una
Cristina desolada por la violencia sistemática en México, responde así a la pregunta:
“Es el país en el que nos convertimos, Juan. Acaso por callar. Acaso por no escuchar
las voces de los otros. Acaso por cerrar los ojos” (p. 78).
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Sobre la autoría comunal y la relación de pertenencia
Nadie me verá llorar (1999), la primera novela de Rivera Garza, es una especie de
reverso textual de su tesis para optar por el grado de doctora en Historia en la
Universidad de Houston, sobre las políticas de salud pública de la modernidad
mexicana vigentes entre 1867 y 1930. La historia de Matilda Burgos, nombre de la
protagonista del relato, es una resonancia del expediente clínico de una interna del
Manicomio General de La Castañeda, llamada Modesta Burgos, consignado en el
Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS) “Rómulo Velasco Ceballos”,
ubicado en la Ciudad de México.
-¿De qué me está hablando, Buitrago? ¿Es que no leyó su expediente? Vea. Chancros
sifilíticos. Bubas. Placas en el labio inferior. Consumo de éter. ¿Y no ha notado su logorrea
al hablar? Ésa es su historia. La única historia. La historia real y no su romanticismo
trasnochado, Joaquín. No es que yo no sepa oír, lo que pasa es que usted está oyendo voces
que no existen.
-Cierto. Pero todos los síntomas de Matilda indican demencia. La verborrea, el sobresalto,
el exceso de movilidad, la anomalía de su sentido moral. No me vaya a decir que cree en la
veracidad de sus historias. ¿Una mujer como ésa trabajando en el Teatro Fábregas, en la
ópera de Bonesi? No. Imposible. ¿De qué me está hablando, Buitrago?
-De nada, Eduardo. En realidad no te estoy hablando de nada -antes de darle la espalda,
todavía con indecisión, Joaquín añade-: como todos ellos (p. 120).
La discusión pone en juego las ideas que Eduardo y Joaquín (uno científico, el otro
artista) se han creado de Matilda. No hay que olvidar que ambos caracteres
provienen del archivo institucional: la figura del fotógrafo está implícita en todas las
fotografías oficiales que encabezan los expedientes y la del doctor, en los formatos
de admisión y las historias clínicas. Desde luego, no se trata aquí de reproducir la
experiencia de dos sujetos específicos (por La Castañeda desfilaron decenas de
fotógrafos y médicos), sino de recuperar la dimensión humana oculta en los
expedientes clínicos por medio de formatos y formularios. De atraer hacia el
presente del texto las distintas autorías que atraviesan el documento histórico para
cuestionar, por ejemplo, la idea de que el archivo institucional sólo resguarda la voz
autorizada de los doctores.
Hay que enfundar las manos en guantes y colocarse cubrebocas en el rostro. Hay que
llenar papeletas con letra clara para pedir cada uno de los documentos. ¿Usted quiere ver
las fotos del que ayudó al desalojo de los indios en el Papaloapan?, me preguntó, sin
ningún asomo de alevosía o de sarcasmo, una asistente de la archivista. Yo no sabía que
eso era lo que quería ver, pero le dije que sí. Hay que esperar. Y, cuando ya están ahí,
esparcidas sobre la mesa rectangular del archivo, hay que tocarlas con cuidado y calma,
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con una artificial familiaridad. Como quien no quiere la cosa, es una manera de decir y
de mirar. Las imágenes, que parecen estáticas, en realidad están haciendo un viaje
enloquecido de regreso. Vienen a toda prisa desde el mundo del arte en el cual las he visto
una y otra vez, colgando de infinidad de paredes blancas dentro de recintos con techos
muy altos, para aterrizar ahora, torpemente tal vez, en el mundo de la evidencia y la
documentación (p. 119).
Es inevitable para todo aquel que conozca el libro de ensayos de Rivera Garza sobre
La Castañeda (“hermano siamés” de Nadie me verá llorar y, a la vez, traducción y
adaptación de su tesis doctoral), no relacionar el pasaje que acabamos de leer con
este otro:
Quizás un conjunto de gestos lo explicaría todo: las manos que cierran el expediente con
total frustración; los ojos que, incapaces de dar crédito a lo que tienen frente a ellos, miran
hacia arriba; el cuerpo que, desesperado por falta de aire, cruza la puerta de salida. El
loco por excelencia no estaba por ninguna parte. La loca ideal brillaba en su ausencia. En
su lugar, capturadas en frases rotas y en terrible letra manuscrita, estaban las palabras (p.
13).
Conviene relacionar estas dos citas por su interés explícito de alterar ciertos usos
convencionales del material de archivo que buscan esconder su materialidad e
incorporarlo en el texto como si se tratara de una información pura, carente de
soporte. Como si la historia contenida en los documentos institucionales hubiera
aparecido un buen día y de repente.
En ambos pasajes aparecen partes del cuerpo de Rivera Garza (o al menos, del
personaje narrador con el que identificamos a la escritora dentro del texto): están
sus manos, sus gestos, sus ojos, su postura en la mesa de trabajo. Y están, sobre
todo, sus expectativas sobre los documentos: reflexiones profundas sobre lo que
implica su hallazgo, un viaje del pasado en que fueron consignados al momento
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presente de su lectura y, aún más, de su re-escritura.
[Esta guerra] merece ser contada desde la dignidad de los sobrevivientes, desde las costuras
invisibles del amor que se asoman entre las ruinas, desde las personas sanadoras de almas,
desde quienes se hicieron escuchar cuando salieron a las calles a gritar su verdad en
público, desde las que se organizan con la inquietud de hacer algo (p. 9).
En un ensayo Judith Butler habla de las formas que un Estado tiene de permitir
lamentaciones públicas y procesos de duelo por la pérdida de algunas vidas y de
cómo restringe las de otras. Para que la muerte de alguien merezca un espacio de
representación es necesario que en vida, la persona haya sido considerada como
tal. Quienes están fuera del paradigma de lo que es un ser humano “normal”, un
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“buen ciudadano”, no pueden entrar en la esfera pública del duelo. Su
representación se niega desde el discurso: para ellos no hay nombres, imágenes ni
biografías.
Por último, quizás haya que cerrar con la mención de un concepto que me he
guardado para el final porque es el que quiero que resuene tras mi lectura. Me
refiero al concepto de comunalidad de las comunidades mixes en Oaxaca que, según
el antropólogo Floriberto Díaz Gómez, se define por la presencia de los siguientes
elementos: