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Nayeli G. Follow

Nov 22, 2016 · 13 min read

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Necroescritura y archivo: la escritura


documental de Cristina Rivera Garza
“Vista de un campanario frente al cerro Zempoaltépetl”, fotografía de Juan Rulfo (1962)
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Un nuevo libro de Cristina Rivera Garza acaba de salir de prensas, se trata de Había
mucha neblina o humo o no sé qué, publicado en octubre de este año por Random
House. Me parece importante traer a colación el hecho por su relación con el tema
que nos ocupa: Había mucha neblina es, sin lugar a dudas, escritura documental.
Quizá lo primero que haya que decir es que se trata de una serie de ensayos, relatos
breves, crónicas y algunos versos que registran, representan y reescriben el amor
de una lectora por los textos de Juan Rulfo. En el prólogo, Rivera Garza explica:

Y la curiosidad, en este caso, no mató a gato alguno, sino que me condujo a los caminos
que recorrió Rulfo en Oaxaca, y luego al Archivo Histórico del Agua de la Ciudad de
México, y más tarde a husmear entre los periódicos de la hemeroteca. Había estado en sus
palabras pero ahora quería, válgame, estar en sus zapatos. Y si eso no es amor, ¿entonces
qué es? (Había mucha neblina, p. 16)

¿Por qué la curiosidad (o el amor) la condujeron a las carreteras transitadas por


Rulfo, al Archivo Histórico del Agua o a la hemeroteca? Porque para Rivera Garza la
escritura es, ante todo, un trabajo. Por lo tanto, su acercamiento a los textos de
Rulfo no fue sólo metafísico y espiritual, sino más bien material y concreto.
Motivada por una afirmación de Ricardo Piglia, que sugería reconstruir la historia
de la literatura “investigando las múltiples maneras en que [los] autores se ganan la
vida” (Los muertos, p. 231), Rivera Garza exploró los registros históricos de los
trabajos (es decir, de las actividades remuneradas económicamente) que tuvo Rulfo
mientras escribía.

Ya desde Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (publicado en 2013


por Tusquets), Rivera Garza hablaba de la necesidad de entender la escritura como
un trabajo que ocurre bajo condiciones materiales específicas. Entendida de esta
manera, la escritura se muestra como una forma de subvertir relaciones de
dominación y autoridad que rigen, en gran medida, el medio literario y, en
términos generales, nuestro mundo. Esta subversión constituye, según se explica en
ese mismo libro, un proceso de necroescritura. Lo fundamental de este concepto, en
el que resuena el de necropolítica del filósofo camerunés Achille Mbembe, es el
desplazamiento radical del autor como figura dominante hacia el lector que,
además, se des-apropia del texto leído.
Esto quiere decir que estamos hablando de procesos de escritura en los que el lector
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se relaciona de forma no capitalista con el texto. En lugar de haber vínculos de
propiedad, los hay de pertenencia. El hecho de que estas subversiones en el
lenguaje y la escritura ocurran en contextos de alta mortandad, como los que
vivimos en México a raíz de la Guerra contra el Narcotráfico (2006–2012), nos
colocan en el terreno de la necroescritura. En Los muertos indóciles, Rivera Garza
relaciona con este tipo de procesos su aparición en “soportes que van del papel a la
pantalla digital”, precisamente por las posibilidades de autoría y relación con el
presente que ofrecen las nuevas tecnologías para la escritura.

Para algunos lectores de Había mucha neblina muy pronto resultará evidente la
relación íntima de este libro con el blog de Rivera Garza que lleva por nombre Mi
Rulfo mío de mí, en el que a lo largo de varios meses del año 2011 la escritora fue
practicando diversas formas de aproximarse a textos y fotografías de Rulfo. El libro
físico tardaría cinco años en fraguarse. Sin embargo, encontramos trazas de él en
algunos lugares previos. Por ejemplo, en el ensayo breve “¿Qué país es éste,
Agripina?”, incluido en Dolerse. Textos desde un país herido (Sur+, 2011). Allí, una
Cristina desolada por la violencia sistemática en México, responde así a la pregunta:
“Es el país en el que nos convertimos, Juan. Acaso por callar. Acaso por no escuchar
las voces de los otros. Acaso por cerrar los ojos” (p. 78).

¿Cuál es la función de la escritura en un contexto tal? ¿Cómo podemos


relacionarnos con el trabajo de escribir cuando la vulnerabilidad de nuestros
cuerpos es así de alta? ¿Qué puede hacer la palabra frente al horror? Éstas son sólo
algunas preguntas que articulan, en gran medida, el trabajo escritural de Rivera
Garza. De ahí la propuesta de la necroescritura como horizonte de posibilidades para
llevar a cabo procesos de des-apropiación, es decir, como vía de subvertir el orden
actual de las cosas. Para comprender mejor el sentido de esta sugerencia, es
necesario poner atención, por lo pronto, en tres cuestiones:

1. En la necroescritura la autoría deja de ser, necesariamente, una relación de


propiedad entre un individuo y las palabras. Lo que hay es, como dijimos antes,
relaciones de pertenencia. Estas relaciones no se establecen sólo entre personas
aisladas y textos, sino que se trata de la formación de lazos entre colectivos y
textos. La autoría es, en este sentido, comunal.

2. En la necroescritura el trabajo material que permite y conforma la escritura no se


oculta. Por el contrario, se vuelve explícito y se integra -en forma y contenido-
en el texto nuevo.
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3. En la necroescritura el escritor (entendido ya como parte de una red de trabajo


colectivo) responde por el mundo que lo circunda. Da la cara por ese mundo, se
involucra en él y, también -hay que decirlo- se deja interpelar por el contexto y
ensaya algunas respuestas. Este sentido de responsabilidad permite que las
condiciones de violencia extrema (vivimos, duele aceptarlo, en un país de
feminicidios y desapariciones forzadas) no restrinjan la escritura ni le resten
capacidad expresiva a las palabras.

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Sobre la autoría comunal y la relación de pertenencia
Nadie me verá llorar (1999), la primera novela de Rivera Garza, es una especie de
reverso textual de su tesis para optar por el grado de doctora en Historia en la
Universidad de Houston, sobre las políticas de salud pública de la modernidad
mexicana vigentes entre 1867 y 1930. La historia de Matilda Burgos, nombre de la
protagonista del relato, es una resonancia del expediente clínico de una interna del
Manicomio General de La Castañeda, llamada Modesta Burgos, consignado en el
Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS) “Rómulo Velasco Ceballos”,
ubicado en la Ciudad de México.

Sabemos de la relación entre el archivo institucional y la novela, en primer lugar,


por el apartado final de la obra donde se declara el vínculo que une la novela con los
expedientes clínicos y con la tesis de investigación. En la novela, el material
documental se concentra, sobre todo, en dos capítulos: “Todo es lenguaje” y “Vivir
en la vida real del mundo”. En ellos, por medio de distintas estrategias textuales
(como la re-escritura, la alusión y la cita textual), la escritura médica de los
expedientes consignados en el archivo se integra a la ficción.

Este ejercicio permite traer al presente de la lectura la dimensión material de los


expedientes, es decir, hacernos conscientes de que se trata de documentos que
fueron creados en situaciones determinadas -en este caso, dentro del proceso
burocrático de admisión a una institución de salud mental- con fines específicos:
crear la memoria material del Manicomio General y guardar registro del estudio de
la locura y de los métodos de diagnóstico y tratamiento en México.

Dentro de la ficción es posible poner en escena, literalmente, el momento de


elaboración del documento histórico con el afán de subrayar que estamos frente a
un modelo de representación de la realidad, que bien podría haber sido distinto. En
un pasaje memorable, el médico de guardia, Eduardo Oligochea, discute con el
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fotógrafo institucional, Joaquín Buitrago, sobre el estado mental de Matilda Burgos:

-¿De qué me está hablando, Buitrago? ¿Es que no leyó su expediente? Vea. Chancros
sifilíticos. Bubas. Placas en el labio inferior. Consumo de éter. ¿Y no ha notado su logorrea
al hablar? Ésa es su historia. La única historia. La historia real y no su romanticismo
trasnochado, Joaquín. No es que yo no sepa oír, lo que pasa es que usted está oyendo voces
que no existen.

-La prueba de Wassermann salió negativa.

-Cierto. Pero todos los síntomas de Matilda indican demencia. La verborrea, el sobresalto,
el exceso de movilidad, la anomalía de su sentido moral. No me vaya a decir que cree en la
veracidad de sus historias. ¿Una mujer como ésa trabajando en el Teatro Fábregas, en la
ópera de Bonesi? No. Imposible. ¿De qué me está hablando, Buitrago?

-De nada, Eduardo. En realidad no te estoy hablando de nada -antes de darle la espalda,
todavía con indecisión, Joaquín añade-: como todos ellos (p. 120).

La discusión pone en juego las ideas que Eduardo y Joaquín (uno científico, el otro
artista) se han creado de Matilda. No hay que olvidar que ambos caracteres
provienen del archivo institucional: la figura del fotógrafo está implícita en todas las
fotografías oficiales que encabezan los expedientes y la del doctor, en los formatos
de admisión y las historias clínicas. Desde luego, no se trata aquí de reproducir la
experiencia de dos sujetos específicos (por La Castañeda desfilaron decenas de
fotógrafos y médicos), sino de recuperar la dimensión humana oculta en los
expedientes clínicos por medio de formatos y formularios. De atraer hacia el
presente del texto las distintas autorías que atraviesan el documento histórico para
cuestionar, por ejemplo, la idea de que el archivo institucional sólo resguarda la voz
autorizada de los doctores.

En efecto, los archivos médicos contienen en sí la experiencia tanto de internos


como de médicos; contienen, en otras palabras, el registro de un encuentro. Por
medio de la escritura documental, Rivera Garza recupera esas partes silenciadas
por una lectura descorporizada de los documentos históricos y restituye su valor
humano.

La estructura misma de la ficción reproduce y re-crea la estructura de los


expedientes: los cambios de diagnóstico de un médico a otro, las temporadas sin
información, la consignación de datos contradictorios, se hacen presentes en la
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novela. De tal forma, Rivera Garza se deja atravesar por las autorías implícitas en los
expedientes clínicos y rehúye de la narración lineal y de la representación estable
(pilares de lo que por mucho tiempo se entendió como novela), para resaltar la
dimensión colectiva de su trabajo de escritura.

Sobre la escritura como trabajo


En Había mucha neblina, Rivera Garza recupera una anécdota significativa; cuando
en una entrevista le preguntaron a Rulfo sobre su proceso creativo, él respondió: “-
Lo que pasa es que yo trabajo”. ¿Qué significaba trabajar para alguien nacido en
1917 en una pequeña localidad de Jalisco y emigrado a la Ciudad de México en
1933?, y aún más, ¿cuál fue la influencia del trabajo, como forma de ganarse la vida,
en su oficio de escritor?

Fiel a su formación como historiadora, Rivera Garza se sumergió en varios archivos


institucionales para indagar cuáles fueron las funciones de Rulfo en, por ejemplo, la
compañía Goodrich-Euzkadi, en la Comisión del Papaloapan en Oaxaca o en el
Instituto Nacional Indigenista. A partir de estas búsquedas, emergieron algunas
conexiones entre eso que comúnmente llamamos el día a día y la creación estética
del autor. Literatura y vida, quizás lo intuíamos, no están desconectadas. Las
andanzas de Rulfo por el México de medio siglo como agente de ventas de la
compañía de llantas, su participación como fotógrafo y analista en la Comisión o su
labor de editor dentro del Instituto, determinaron e influyeron sus procesos de
escritura. Incluso constituyeron, en alguna medida y con el paso del tiempo, parte
de su producción artística.

En su libro, Rivera Garza colocó este proceso de investigación documental no sólo


como base implícita o como fuente referida en la bibliografía consultada, sino como
parte misma del texto. En la sección dedicada al comentario sobre algunas
fotografías tomadas por Rulfo para un informe sobre la región del Papaloapan, que
después serían retomadas como piezas artísticas de autor, la escritora introduce así
el trabajo con el archivo:

Hay que enfundar las manos en guantes y colocarse cubrebocas en el rostro. Hay que
llenar papeletas con letra clara para pedir cada uno de los documentos. ¿Usted quiere ver
las fotos del que ayudó al desalojo de los indios en el Papaloapan?, me preguntó, sin
ningún asomo de alevosía o de sarcasmo, una asistente de la archivista. Yo no sabía que
eso era lo que quería ver, pero le dije que sí. Hay que esperar. Y, cuando ya están ahí,
esparcidas sobre la mesa rectangular del archivo, hay que tocarlas con cuidado y calma,
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con una artificial familiaridad. Como quien no quiere la cosa, es una manera de decir y
de mirar. Las imágenes, que parecen estáticas, en realidad están haciendo un viaje
enloquecido de regreso. Vienen a toda prisa desde el mundo del arte en el cual las he visto
una y otra vez, colgando de infinidad de paredes blancas dentro de recintos con techos
muy altos, para aterrizar ahora, torpemente tal vez, en el mundo de la evidencia y la
documentación (p. 119).

Es inevitable para todo aquel que conozca el libro de ensayos de Rivera Garza sobre
La Castañeda (“hermano siamés” de Nadie me verá llorar y, a la vez, traducción y
adaptación de su tesis doctoral), no relacionar el pasaje que acabamos de leer con
este otro:

Quizás un conjunto de gestos lo explicaría todo: las manos que cierran el expediente con
total frustración; los ojos que, incapaces de dar crédito a lo que tienen frente a ellos, miran
hacia arriba; el cuerpo que, desesperado por falta de aire, cruza la puerta de salida. El
loco por excelencia no estaba por ninguna parte. La loca ideal brillaba en su ausencia. En
su lugar, capturadas en frases rotas y en terrible letra manuscrita, estaban las palabras (p.
13).

Conviene relacionar estas dos citas por su interés explícito de alterar ciertos usos
convencionales del material de archivo que buscan esconder su materialidad e
incorporarlo en el texto como si se tratara de una información pura, carente de
soporte. Como si la historia contenida en los documentos institucionales hubiera
aparecido un buen día y de repente.

La escritura documental de Rivera Garza, por el contrario, introduce en los


ejemplos que acabamos de leer el momento mismo de encuentro con el material de
archivo. La representación de ese instante, el llamado a escena del investigador (de
la investigadora en este caso), permite que el lector recuerde que lo que está
leyendo, lo que se trae -literalmente- entre manos, no es producto de un
conocimiento atemporal y desprovisto de materia, sino una práctica humana, es
decir, falible, vulnerable, histórica.

En ambos pasajes aparecen partes del cuerpo de Rivera Garza (o al menos, del
personaje narrador con el que identificamos a la escritora dentro del texto): están
sus manos, sus gestos, sus ojos, su postura en la mesa de trabajo. Y están, sobre
todo, sus expectativas sobre los documentos: reflexiones profundas sobre lo que
implica su hallazgo, un viaje del pasado en que fueron consignados al momento
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presente de su lectura y, aún más, de su re-escritura.

Sobre la escritura en medio de la violencia


En 2012, el colectivo de Periodistas de A Pie, publicó una antología con diez
crónicas sobre procesos de resistencia colectiva ante la violencia sistemática que
azota nuestro país desde hace una década. Entre las cenizas. Historias de vida en
tiempos de muerte tuvo como punto de partida una toma de conciencia colectiva
sobre la importancia de preservar la capacidad expresiva de la palabra en tiempos
de guerra. Cito un pasaje de la nota de las editoras, escrito a la par por Marcela
Turatti y Daniela Rea:

[Esta guerra] merece ser contada desde la dignidad de los sobrevivientes, desde las costuras
invisibles del amor que se asoman entre las ruinas, desde las personas sanadoras de almas,
desde quienes se hicieron escuchar cuando salieron a las calles a gritar su verdad en
público, desde las que se organizan con la inquietud de hacer algo (p. 9).

La primera edición de esta antología tiene un prólogo de Rivera Garza en el que la


escritora identifica el trabajo de sus compañeras como parte de “una larga tradición
de escritura documental que ha registrado la experiencia de los sufrientes, a
menudo con sus propias palabras” (p. 17). Para hablar de la experiencia dolorosa de
la violencia es necesario, en aras de minar el sistema que permite y sostiene un
estado de guerra, hacerlo desde la autoría colectiva, desde el trabajo reconocido
como tal y desde la toma de responsabilidad frente al presente.

Replicar la dominación y la estructura vertical de los sistemas literarios es una


forma de ceder el terreno de la escritura y la creación a las prácticas de destrucción
que cobran vidas día a día en nuestro país. La necroescritura es una posibilidad,
entre muchas, para subvertir una lógica capitalista, sostenida en nociones como el
progreso, la originalidad y la calidad estética, desde el ámbito de la escritura. Es,
también, una posibilidad para condolernos, para aceptar y nombrar lo
profundamente dolorosas que nos resultan las pérdidas humanas que la guerra en
México está cobrando.

En un ensayo Judith Butler habla de las formas que un Estado tiene de permitir
lamentaciones públicas y procesos de duelo por la pérdida de algunas vidas y de
cómo restringe las de otras. Para que la muerte de alguien merezca un espacio de
representación es necesario que en vida, la persona haya sido considerada como
tal. Quienes están fuera del paradigma de lo que es un ser humano “normal”, un
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“buen ciudadano”, no pueden entrar en la esfera pública del duelo. Su
representación se niega desde el discurso: para ellos no hay nombres, imágenes ni
biografías.

En otras palabras, por medio de la supresión o de la censura de su representación,


queda anulada la capacidad para sentir empatía por ellos. Es imposible, en ese
contexto, hacer un duelo público por la muerte de, por ejemplo, 72 migrantes
encontrados en San Fernando, Tamaulipas, con un tiro de gracia en la cabeza o
condolerse (y con este verbo me refiero a tomar responsabilidad de los cuerpos que
nos faltan) de la desaparición de 43 normalistas en Guerrero.

Por último, quizás haya que cerrar con la mención de un concepto que me he
guardado para el final porque es el que quiero que resuene tras mi lectura. Me
refiero al concepto de comunalidad de las comunidades mixes en Oaxaca que, según
el antropólogo Floriberto Díaz Gómez, se define por la presencia de los siguientes
elementos:

1. La Tierra como madre y como territorio.

2. El consenso en asamblea para la toma de decisiones.

3. El servicio gratuito como ejercicio de autoridad.

4. El trabajo colectivo como un acto de recreación.

5. Los ritos y ceremonias como expresión del don comunal.

La relevancia de estas cinco tesis en el pensamiento teórico y en el trabajo


escritural de Rivera Garza consiste en que, para ella, están contenidas allí algunas
posibles directrices para logar una escritura que escape de la lógica violenta y
neoliberal de la que hablamos arriba.

La incorporación de estas ideas dentro de las prácticas creativas que permiten


soportes digitales para la escritura son, quizás, la solución más cercana para lograr
hacer textos que -hago mías las palabras de Rivera Garza sobre Entre las cenizas-
sean capaces de salvar la vida de alguien.

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