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Satán

el origen del mito


© 2007, Jose Antonio Solís Miranda © 2007, Jose Antonio Solís
Miranda

Río Miño, 1
15173 La Coruña - España (Spain)
Correo Electrónico:
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ISBN: 978-84-96930-21-6

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Introducción:

Sed de Mal o El largo rabo de Satanás

“Cuando se recibe a un novicio por vez primera en la asamblea de


los endemoniados, se le muestra una especie de rana o un sapo.
Algunos le dan un beso infame en el trasero, otros en la boca,
llegando a poner su lengua en contacto con la lengua y las babas
del animal. El sapo tiene unas veces un tamaño normal y otras
puede llegar a ser como un ganso de grande. Tras este
nauseabundo saludo, el novicio es presentado a un hombre de
prodigiosa palidez, de ojos oscuros como la noche, con el cuerpo
tan delgado y consumido que parece que no tenga carne, sino sólo
piel y huesos. Entonces el novicio le besa y nota que está frío como
el hielo, sintiendo como se esfuma de su alma cualquier convicción
católica. A continuación, celebran todos juntos un banquete.

Una vez terminadas las viandas, se levantan y contemplan


expectantes a una estatua que ha presidido la reunión, de la que
surge un gato negro, de buen tamaño, andando hacia atrás y con la
cola levantada. El novicio, en primer lugar, le besa el trasero al
animal, y después el oficiante y los demás presentes por turno; mas
sólo aquellos que, al parecer, se lo han merecido. En cuanto a los
demás, los que no pueden disfrutar del inmundo privilegio, les da la
paz el oficiante. Después de un silencio, el que oficia el rito dice
mirando al gato: “Perdónanos”; palabra que repite el que está tras
él, a lo que el siguiente añade: “Lo sabemos, señor”; y otro más
completa con un: “Hemos de obedecer”.

Concluida la ceremonia, se apagan las luces y todos se abandonan


a la lubricidad más abominable, sin tener en cuenta sexo, edad ni
parentesco; lo que dura hasta que sus cuerpos desfallecidos por los
actos más nefandos, vuelven a ocupar sus antiguas posiciones y se
encienden de nuevo las velas, iluminando la estancia.

En ese momento, sale de la oscuridad un hombre cuya parte


superior resplandece como el sol, pero de pelo áspero y oscuro de
caderas para abajo. El oficiante corta un trozo de las vestiduras del
novicio y se lo entrega al extraño personaje, mientras le dice: “Amo,
éste se me ha dado; y a mi vez yo te lo doy”; a lo que responde el
dilógico ser: “Bien me has servido, mejor me servirás aún; lo que me
has dado póngolo bajo tu custodia”. Y dicho esto, desaparece.

Estas gentes, todos los años, en la festividad de Pascua, se acercan


a comulgar y retienen la hostia consagrada en sus bocas, teniendo
mucho cuidado de no romperla ni tragarla; para después arrojarla
entre las inmundicias en ultraje del Salvador, contra el que
blasfeman con verdadera furia. Creen estos degenerados que el
Señor fue malvado al precipitar por envidia a Lucifer en los abismos,
ya que éste fue el creador de los cuerpos celestes. Y también, que
tras la caída del Señor, Lucifer recuperará su gloria. Por eso estiman
que no hay que seguir los mandatos de Dios, sino lo que al Señor le
desagrada; pues sólo con el señor de las tinieblas alcanzarán la
felicidad eterna”.

Esta escena, junto con otras acusaciones de realizar imágenes de


cera, practicar todo tipo de hechicerías y perseguir a los religiosos,
aparece narrada en la bula que el papa Gregorio IX dirigió a los
obispos de Ratzeburg, Lubeck y Minden, en el año 1232. Se trata de
una admonición contra los habitantes de la región de Stedingerland,
en Oldenburgo, quienes se distinguían por su comportamiento
herético y por su negativa a pagar diezmos al arzobispo de Brema.

¿Estamos ante la descripción fidedigna de un sabbat o, por el


contrario, no es otra cosa que la transposición deformada, quimérica
y deliberadamente mal intencionada que hizo el líder de un culto
oficial que se sentía amenazado?
Son muchos los que piensan que la figura del Diablo, como entidad
personificada del Mal, fue una creación de la Iglesia para denigrar a
aquellos dioses que se resistían a desaparecer, a la vez que un
pretexto para perseguir a sus adoradores. Un Diablo que aparecía
siempre que se planteaba un conflicto; unas veces de poder
espiritual y otras de índole más bien terrenal. Al fin y al cabo, la
Iglesia no hacía más que seguir la trayectoria de otras religiones a
las que se atribuye la creación de los dioses malignos; y, para los
cristianos, todas las manifestaciones de dioses cornudos eran
maléficas (salvo algunas excepciones, como Moisés), ya que en su
mayoría estaban relacionadas con ritos de la fertilidad. Sin embargo,
y pese a esta creencia que puso en el mismo caldero al Cernuno de
los celtas y al Pan de los grecorromanos con otras deidades de la
fecundidad, las religiones prehistóricas carecían de Diablo.

Tanto las diosas madres, como los dioses cornudos, eran deidades
dualistas que, más parecidas al hombre, contenían en sí mismas
aspectos positivos y negativos, manifestándose para el bien o para
el mal según los acontecimientos. La aparición de dioses
intrínsecamente malvados se debía, en cambio, a ciertos avatares
en la fusión de las tribus. Normalmente, si estos dioses eran de
diferente género, se les casaba, y si eran del mismo pasaban a ser
hijo o hermano, lo que enriquecía el espectro de la religión
triunfante. Solamente en caso de conquista, los dioses de la tribu
sometida pasaban a simbolizar lo maligno. Así nacieron el Seth
egipcio, el Loki escandinavo, el Shiva hindú o los Djinn orientales.

De esta forma, sería un gran burla del Mal, -si como tal existe-, el
deber a una de las principales religiones que en el mundo habitan,
su mayor y mejor dotado aparato de propaganda. La fe cristiana
creó un símbolo para exterminar a sus competidores, sin reparar en
que, de hecho, estaba creando un vehículo que canalizaría toda la
oposición a su credo. Al igual que la fiera del circo termina por
volverse contra su domador, el Diablo arropó bajo su capa escarlata
a todos aquellos descontentos por la imposición de una religión
castradora y en muchos casos sanguinaria. A lo largo de la historia,
esta figura maléfica, se ha ido nutriendo, como un vampiro, de
cuantas represiones, fantasías y crímenes se le impusieron, hasta
engrandecerse y revelarse como una entidad con existencia propia.
Fue la Iglesia misma quien, contradictoriamente, le dio vida para
matarla; pero ella supo alimentarse de la sangre de sus propios
mártires (que no fueron pocos). Como tal se manifiesta en todos los
subconscientes y se encarna con distintas variantes,
-no todas ellas peyorativas-, en nuestro propio lenguaje.

Así, su denominación originada en el griego “diabolos”, que significa


“el que desune o calumnia”, o también en el “daimonion” que alude a
una “divinidad inferior”, equipara a este ser con todo aquello
malvado, traidor y pernicioso, lo que se refleja en expresiones como
“las armas las carga el diablo”, “sabe a mil demonios”, “por todos los
diablos” o “así paga el demonio a quien bien le sirve”; pero, tampoco
el lenguaje olvida su papel de víctima, ni su sabiduría ancestral o su
gran destreza para lograr sus fines, y como tal lo encontramos en
locuciones como “pobre diablo”, “más sabe el diablo por viejo que
por diablo” o “corre como alma que lleva el demonio”.

De ningún modo, podemos dejar a un lado la sutil estrategia de la


Iglesia con respecto a este Ángel Caído, que si unas veces lo señala
como enemigo, otras ha querido transformarlo en servidor. El
demonio no sólo es adversario de Dios, sino también su artífice en
el castigo de aquellos que se alejan de su voluntad. De esta forma,
está abocado a desempeñar, paradójicamente, dos funciones en el
Gran Teatro de la Creación: por un lado la de víctima, pues su lucha
es inútil, y por otro la de verdugo, de aquellos que no son del gusto
de la divinidad. El demonio es el tentador, pero también el “coco”
con que la religión asusta a quienes se atreven a poner en duda sus
dogmas. Se le ataca y se le denigra, aunque nunca deja de ser
conveniente; como la existencia de insurrectos justifica la arbitraria
represión de un dictador.

A tanto se ha llegado en rizar el rizo teológico que muchos


afirmaron, y afirman, que la propia existencia del maligno confirma la
gloria de Dios y su Plan Divino; ya que la propia frustración de la
lucha del Maligno ha sido trazada por el Creador para manifestar su
Misericordia. ¿Es pues el Diablo un comparsa en el espectáculo
celestial o se trata de un ser cuya soberbia y odio le conducen en su
ceguera a la muerte eterna?

De una u otra manera, fue la misma Iglesia quien contribuyó a


engrandecer el imaginario diabólico, aportando innumerables
descripciones del Maligno, de sus poderes y de los actos en donde
se le adoraba. Ningún psiquiatra actual podría negar que tras
muchos de esos retratos se esconde la propia imaginación
calenturienta de quienes, en una represión llevada al paroxismo,
reflejaron sus propias fantasías sexuales, por lo general mucho más
perversas que las de los que pretendían acusar. Tanta obsesión por
el Mal, no puede tener otra razón que la propia necesidad de una
realidad contrapuesta, de un ansía por llenar el vacío que deja una
religión cercenadora de la personalidad y totalmente ajena a la
complejidad de la naturaleza humana.

No se trata aquí de “ponerle una vela a Dios y otra al Diablo”, sino


de dar testimonio de la importancia de esta enigmática figura en
nuestra civilización, su presencia en nuestras vidas y su enorme
capacidad de fascinación que parece extenderse cada vez más,
reclutando innumerables adeptos para su causa. Muchos de ellos
tratando de rescatar los misterios que un día se ampararon tras sus
cuernos y otros, adorándolo como a un dios distinto, a veces
vengador, a veces encarnación de sus propias obsesiones y
desconciertos.

BRUNO BETZ
Establecer el primer contacto es lo más difícil, y este ha de hacerse de forma natural, cómo
si de una cita normal se tratase, nada que pueda llamar la atención ni aparentar
sospechoso.
Parte 1: Una temporada en el infierno

El discreto encanto de cierta burguesía

Extracto de las declaraciones de un miembro de los Cuerpos de


Seguridad del Estado sobre la presencia de élites satanistas en el
Norte de España:

“Para ese tipo de gente, no resulta nada difícil disponer de una casa
aislada en el campo, donde nadie les moleste. Un pazo o un chalet
con altos muros y abundantes jardines alrededor, lo suficientemente
amplios para que nadie pueda sorprenderlos en sus tareas. Lo
compran o alquilan a través de una agencia inmobiliaria; del mismo
modo que encargan las reformas a empresas que nunca son de la
zona. Pagan bien y únicamente exigen discreción.

Ninguno de los que trabajan en la casa se detiene a tomar una


cerveza en alguno de los bares del pueblo cercano. Ni el jardinero,
ni los de la limpieza, hablan nunca con nadie. Llegan, hacen su
trabajo y se van en su furgoneta. Los repartidores no pasan más allá
de la puerta de la cocina y, además, cuando traen las provisiones,
siempre es en ausencia de los señores y la casa está vacía, a
excepción de alguno de los sirvientes.

Los vecinos de las inmediaciones sólo conocen que se trata de


gente rica, que viene con sus buenos coches a pasar unos días, de
vez en cuando. Suelen ser personas con buenos ingresos y mejores
contactos, así que a ningún guardia civil se le ocurriría acercarse a
echar un vistazo. Además no molestan a nadie. Usan vehículos con
cristales oscuros, como los de la gente importante, de esa que tiene
que tomar precauciones. Y nunca se paran de camino en el pueblo.

Por el ajetreo de los servicios de “catering” que vienen cargados


desde la capital, se sabe que montan fiestas por las noches, pero no
se escucha ninguna música; tan sólo se adivinan las luces a través
de las cortinas, siempre cerradas. Sin embargo, es imposible
acercarse a curiosear sin ser sorprendido por su cuerpo de
seguridad, que vigila todo el perímetro con la ayuda de perros
adiestrados.

Al cabo de unos días, se ve pasar a gran velocidad una larga


caravana de coches y la casa vuelve a quedarse vacía”.

Así de discreto y así de fácil se lo monta la “jetset” de los


adoradores de Lucifer. Únicamente, de vez en cuando, hay que
advertir al sacerdote de la parroquia de que reprima sus ansías de
proselitismo; (una dirección de un administrador en la ciudad y un
cheque substancioso hacen el resto). Lo mismo pasa con el alcalde,
que no necesita más que una llamada, desde Madrid, de un pez
gordo del partido, para saber que no debe meter las narices donde
no le llaman.

Todo muy diferente al escenario que suelen compartir las pandillas


de “heavies” y algunos asiduos a clubes de tecno, acostumbrados a
realizar sus ceremonias en cementerios solitarios, a base de velas
de Cadena 100 y botes de spray. Ellos, muy pocas veces, consiguen
ser invitados a mansiones como la referida, salvo que sus méritos o
las necesidades de “carne joven” lo requieran. Por lo demás, se
limitan a dar rienda suelta a su imaginación, realizar algún pequeño
rito y profanar alguna tumba para robar “objetos de poder”, como
ropas o miembros de los muertos, que luego se venden en las
trastiendas de algunos establecimientos de artículos esotéricos.

Ni que decir tiene que también existe una clase más popular,
conformada en su mayoría por mujeres de bajo nivel cultural, a las
que la vida no les ha dado más que sinsabores, y algunos individuos
solitarios que, sospechosamente, utilizan estas prácticas para
resolver sus necesidades pecuniarias. Este último grupo es el que
suele ocupar con más asiduidad las primeras páginas de los
periódicos o las cabeceras de los programas sensacionalistas de
televisión. La improvisación, la chapucería y su incapacidad para
borrar adecuadamente las huellas de sus rituales, son la causa de
tanto protagonismo. Una notoriedad que suele dar una imagen
bastante falsa en cuanto a todo lo que se refiere a un verdadero
culto satanista; ofreciéndonos un grupo de individuos donde
proliferan los estafadores, las víctimas ingenuas, el analfabetismo y
unas prácticas basadas en cuatro recortes de revistas esotéricas,
cinco libros mal digeridos y la mezcla más heterogénea de
curanderismo, ufología y supersticiones cristianas.

Los aludidos en la descripción policial, en cambio, suelen poseer


unos buenos conocimientos culturales y, como tal, desempeñan
profesiones bien consideradas socialmente. No les mueven
intereses económicos,
-al menos, no como razón para practicar este tipo de cultos-; y,
tampoco, como se ha insistido equivocadamente hasta la saciedad,
se amparan en el satanismo para dar rienda suelta a sus fantasías
sexuales, (cualquiera de ellos tiene suficiente capacidad económica
para montarse el “numerito” que más le apetezca).

Son, en realidad, la cúpula más alta de una religión. Conectados


internacionalmente, tienen a su servicio toda una estructura mundial
que les permite realizar sus ritos, sin temor a las consecuencias, en
una sociedad que no comprendería tales prácticas. Los pocos
indicios que denotan su existencia surgen, a veces, motivados por
disputas internas a causa de la supremacía dentro de los distintos
conventículos o en las discrepancias sobre la realización de ciertas
prácticas; pero estas controversias atacan por igual a todas las
iglesias y religiones.

Esta élite es la que participa de las grandes celebraciones, donde no


se escatima en nada: ni en los instrumentos rituales, que
normalmente fueron adquiridos en prohibitivas subastas; ni en las
vestimentas bordadas; ni en drogas y brebajes ad hoc; ni en
manuscritos auténticos, que en muchos “índices” figuran como
desaparecidos o simplemente como de existencia legendaria pero
improbable; ni en altares y decoraciones apropiadas al culto y
realizadas por artistas cuyo renombre sorprendería a más de uno;
así como tampoco en cuerpos de jóvenes víctimas propiciatorias, -
para los más extremistas-, facilitados con la máxima discreción por
alguna mafia internacional (desde que la opinión popular presiona a
la policía sobre la desaparición de adolescentes, es más seguro
traerlas del Tercer Mundo o de países del Este).

El satanismo, como cualquier otra religión, cuenta con pequeñas


capillas; pero, también, con catedrales. Y acceder a tales círculos,
supone toda una intrincada serie de contactos que adquieren una
dimensión hiperbólica, si los comparamos a la, de por sí, complicada
tarea de conseguir una audiencia privada con el Papa.

No obstante, la suerte y el empeño contumaz, pueden dar en


ocasiones algún resultado. Ocasiones en las que uno se topa con
un mundo prácticamente desconocido por la mayoría de la
sociedad; pero que está en plena vigencia, más allá de las
interpretaciones espeluznantes que nos ofrece el cine.

Las reglas del juego

El primer encuentro personal, (antes se sucedieron toda una


abundante serie de entrevistas con “correveidiles” de segunda y
explicaciones por correo electrónico), tuvo lugar en un casino del
norte de España. A mediados de semana y primeras horas de la
noche, el establecimiento ofrecía su habitual aspecto, muy lejano de
esas versiones sofisticadas que acostumbramos a ver en las
películas: pocos jugadores, los habituales, y un silencio sobre el que
únicamente sobresalía el tintineo de las fichas, la cantinela
desangelada de los croupieres y algún exabrupto farfullado por el
hastiado ludópata de turno.
Con el pelo color platino casi rasurado, sus ojos azul pálido, y un
impecable traje chaqueta de color musgo, una mujer medio albina
que rondaba la cincuentena, pero conservaba un físico todavía
atrayente, le tendía con dejadez una placa de cien mil al croupier
para que realizara su jugada. El empleado anunciaba
mecánicamente “27 y vecinos y 36 y vecinos, por cinco mil”,
mientras ella, abandonada a una espera que no parecía angustiarle
precisamente, permanecía sentada al borde de la ruleta francesa,
anotando en una hojita los últimos números reflejados en el tablero
electrónico.

Me senté descaradamente a su lado, a pesar de que, debido a lo


temprano de la hora, había tres sillas libres en el otro costado de la
mesa. Cambié en fichas de quinientas, y como un reflejo
subconsciente, pedí que me colocaran la jugada de “Huérfanos”.
Salió el “32” y el croupier, sin ninguna conmiseración, barrió con el
rastrillo todas las fichas de la mesa.

- Este es un juego diabólico -comentó, mientras aplastaba en el


cenicero un cigarrillo manchado por el deslumbrante rojo carmín de
sus labios, sin dignarse a dirigirme la mirada.
- ¡Sólo tiene que sumar los números para comprobarlo! -contesté,
recordando que cualquier jugador sabe que la suma total de los
números de la ruleta da el inquietante resultado de 666.

Fue entonces cuando me miró fijamente y escribió unas pocas


líneas sobre el dorso de un posavasos que reproducía el círculo de
una ruleta: “En 5 min. Parada de taxis”. El contacto estaba hecho.
Ella se levantó en dirección a la caja y yo, para hacer tiempo, repetí
la jugada; también sin fortuna.

Ella había pronunciado en alto la dirección, antes de meterse en el


taxi, para evitarme el bochorno de un “¡siga a ese coche!”. Cogí el
siguiente y, tras un corto recorrido hasta una céntrica plaza, le
indiqué al chofer que se detuviera a una prudente distancia,
siguiendo a aquella mujer hasta las profundidades de un
aparcamiento público. Allí me esperaba, de pie, junto a un Mercedes
negro, de cristales ahumados. Al acercarme, sin mediar una sola
palabra, se metió en el coche; lo que yo hice también, no sin antes
reparar en una sonrisa de complicidad de otro conductor testigo de
la escena, que denotaba, claramente, una interpretación bastante
más libidinosa de aquella cita.

Durante todo el trayecto que nos llevó hasta las afueras de la


ciudad, intenté sondear algo en su actitud que me descubriera que
clase de persona era aquella mujer. El coche estaba inmaculado, y
salvo algunas colillas en el cenicero, no había ningún otro objeto
que me pudiera aportar una pista. Conducía hábilmente y fumaba
con tranquilidad. Parecía estar disfrutando con la situación.
Consciente de que me infundía respeto, jugaba a ponerme nervioso
con su silencio, hasta el punto que pude notar un atisbo de
coquetería en su forma de comportarse.

Por fin, enfilamos la entrada de la autopista y, al poco rato, detuvo el


coche en la primera área de descanso.

- No estamos seguros de que usted sea la persona más indicada -


soltó de golpe, sin apartar sus ojos del parabrisas-, pero Demian
está convencido de su poca imaginación y de que se limitará a
transcribir lo que le mostremos sin más añadiduras.

Aquel comentario no me hizo ninguna gracia; pero, después de


meses recorriendo los más sórdidos ambientes para conseguir una
oportunidad como aquella, no iba a permitir que mi orgullo diera al
traste con lo que se me prometía. Así que permanecí callado.

- Sólo podrá asistir a una parte de la ceremonia siguió diciendo, pero


esta vez mirándome directamente a los ojos-, y si se porta bien, y no
hace preguntas, puede que tenga una agradable sorpresa, -esto
último lo pronunció esbozando una sonrisa que consiguió helarme la
sangre.
- Pero..., ¿cómo? -alcancé a balbucir, tratando de reprimir un
nerviosismo que iba en aumento. Me encontraba, de noche, en una
solitaria área de descanso de una autopista, con una mujer que
pertenecía a una de las sectas satánicas más poderosas de Europa;
una mujer cuyas credenciales hablaban de que estaba dispuesta a
todo, hasta lo más abyecto, y que tenía los mejores medios para
lograrlo. No me gustaba aquel sitio, ni la certeza de estar a su
merced y la de los posibles esbirros que, seguramente, nos
vigilaban escondidos desde alguno de aquellos oscuros matorrales.
- Le dije que no hiciese preguntas -me interrumpió-. Únicamente
limítese a mirar y contar lo que ve. Y no se preocupe. Mañana, a
primera hora, vaya a la biblioteca de la Diputación y pida “El Diablo”
de Giovanni Papini. En la página 165 encontrará instrucciones sobre
lo que tiene que hacer.

Dicho esto, sacó una cajetilla de su bolso y, encendiendo otro


cigarrillo, me observó lentamente, recorriéndome con la misma
precisión de un escáner. Había algo en aquella mujer que me hacía
presentir una fuerza oculta, una insolencia de “mantis religiosa” que
hecha una última mirada a su consorte antes de devorarlo. De
improviso abrió los cerrojos del coche, -ignoro cuando los había
cerrado-, y encendió el motor.

- Ahora, bájese -añadió apartando la vista-; dentro de unos minutos


vendrá un taxi a buscarlo.
Me apeé y contemplé, con alivio, como se alejaba. No comprendía
aquel juego, el por qué de llevarme hasta aquel paraje para
intercambiar cuatro palabras. Supuse que intentaban darme a
entender algo o, simplemente, desorientarme. Acto seguido,
procedente de los matorrales, pude escuchar el crepitar de dos
motores que segundos más tarde se me revelaron como dos motos
de cross alejándose entre los árboles. Los hombres que las
conducían llevaban cascos negros, al igual que los trajes de cuero
en que iban enfundados. Estaba en lo cierto, pensé, cuando me
iluminaron los faros de un coche. Era el taxi.

Al contrario de lo que se nos suele hacer creer, en la mayoría de estos rituales la gente va
con la cara descubierta, lo de las máscaras queda muy bien en Hollywood, pero nada más.

En la selva oscura

Mientras permanecía con los ojos vendados, en aquel coche que me


llevaba a la ansiada cita, intentando calcular inútilmente la distancia
que estábamos recorriendo, recordaba los extraños acontecimientos
que habían tenido lugar desde mi encuentro con la misteriosa dama.

La jornada había comenzado con una sinfonía de crispación.


Cuando llevaba apenas conciliadas tres horas de sueño, el estrépito
de un fuerte golpe y los gritos de dos hombres discutiendo bajo la
ventana de mi hotel, habían conseguido despertarme tras una larga
noche de darle vueltas a la cabeza. Estaba amaneciendo, y en la
avenida, frente al paseo marítimo, un conductor de autobús y un
repartidor de pasteles discutían sobre quien tenía preferencia,
mientras las gaviotas se arremolinaban sobre ellos, produciendo una
insoportable algarabía con sus estridentes chillidos. El autobús y la
furgoneta estaban trabados en la mitad de la calle e impedían el
paso a una creciente fila de automóviles, que impacientes
comenzaban a hacer sonar su claxon. En poco tiempo, los gritos de
los dos hombres, los chillidos de las gaviotas y el resonar de
múltiples bocinas, se impusieron al fragor del mar embravecido.

Parecía que nada fuese igual tras el enigmático encuentro del


casino. Desde el primer momento en que me bajé del taxi que me
había recogido en la autopista, mi percepción de la realidad había
cambiado. En cada rostro, en cada gesto, creía adivinar una
amenaza. Nadie era en realidad lo que aparentaba; los camareros
me acechaban detrás de la barra y la gente que bailaba en los
numerosos pubs que visité esa noche, en un intento desesperado
para volver a la cotidianidad, daba la impresión de estar realizando
una danza premeditada, una parodia cuyo único objetivo era
vigilarme de cerca.

Quizás, me estaba volviendo paranoico y aquella escena dantesca


que se desarrollaba bajo mi ventana, en otras condiciones, sólo me
hubiera ocasionado el fastidio habitual de quien conoce el típico
caos de una gran ciudad. Podía ser que no estuviese preparado
para ese tipo de experiencias, que la tarea me viniese demasiado
grande. No tenía intención de dejarme arrastrar por aquella
sensación de pánico. Sin embargo, como en un sádico intento por
aumentar la confusión, se descargó un gran aguacero y con él
sobrevino la insufrible sirena de una ambulancia que trataba de
abrirse paso.

Sometido a la oscuridad, el espeso silencio de mis acompañantes


en el coche, no me prometía nada bueno. Recordé mi huida matinal
por las calles atestadas de gente presurosa en dirección al trabajo;
mientras yo iba alternando, sin pausa, los bares atestados de caras
entumecidas por el calor reciente de la almohada. Tenía que hacer
tiempo hasta la hora de apertura de la biblioteca, pero la ciudad
parecía un inmenso campo de batalla donde era imposible encontrar
un refugio para guarecerse.
Fui el primero en entrar, y pedí el libro sin más dilación, ignorando
groseramente los buenos días de la empleada. Tenía los nervios a
flor de piel y la espera empezó a hacérseme interminable. Después
de un rato, que se me antojó horas, la mujer abandonó por un
momento su hibernación para recoger el libro del pequeño
montacargas y acercármelo. Aunque me vino a la mente, me negué
a interpretar su penetrante mirada como un gesto de confabulación,
y me dirigí rápidamente a la sala de lectura.

“El diablo y los imbéciles”, así rezaba el título en la parte superior de


la página. Al parecer, aquella gente tenía un muy peculiar sentido
del humor. El texto hacía referencia al poeta Paul Valéry, y sus
conclusiones acerca de la impotencia del Diablo con los imbéciles:
“los pobres de espíritu que creen con “sancta simplicitas” y
conservan intacta su fe, son imbéciles que se han salvado de las
insidias de Satanás simplemente porque son imbéciles”. No sabía si
tomarme aquello como un insulto o como una advertencia de que
era preferible elegir la ignorancia. Sin pensármelo más, abrí un
pequeño sobre que al hojear el libro se había desprendido de las
páginas. “Hoy viernes. 22:30. Entrada del Acuario”. El mensaje era
corto, pero suficientemente apropiado; como pude comprobar horas
después.

Cuando llegué al lugar fijado, ya era de noche y me vi obligado a


refugiarme de la intensa lluvia bajo la mampara del hall por donde
se accedía a la entrada principal del acuario, que ya estaba cerrado.
Un negro océano a mis espaldas saltaba furioso sobre la calzada
desierta y durante una eternidad no vi pasar un alma; ni pienso que
ninguna se hubiera atrevido a salir en una noche tan desapacible,
aunque le hubieran ofrecido la salvación eterna. Por fin, una sombra
encapuchada, que por la voz resultó ser una de joven muchacha, se
me acercó.

- ¿Esperas a Demian? -preguntó con el rostro oculto bajo la sombra


de su capucha. Asentí; y, sin sacar las manos de los bolsillos, con
un gesto de su cabeza, me indicó que la siguiera en dirección a un
callejón, donde aguardaba un coche con las luces de posición
encendidas.

El mismo automóvil que, mientras rememoraba estas escenas,


sentía aminorar hasta pararse del todo. Un instante después, pude
percibir el sonido de apertura de una verja y el coche arrancó de
nuevo sobre lo que parecía ser un pavimento más suave. Se
acercaba el momento y no podría asegurar si estaba aterrorizado o,
simplemente, me había sumido en una especie de resignación.

Prácticamente nada que ver este ritual con los que se celebran las noches de luna llena y
luna nueva en muchos cemente
rios abandonados a lo largo de la geografía española.

Demian aparece

En aquel pequeño cuarto sólo había unos cuantos accesorios de


limpieza, fregonas, escobas, trapos, un recogedor y una veintena de
productos que podían ser adquiridos en cualquier supermercado. En
definitiva, nada que sobresaliera de lo corriente y me aportara algún
indicio, en lo que parecía ser una casa como cualquier otra. Me
habían introducido sin brusquedades, aunque instándome a que me
apresurara; sin embargo, tuve el tiempo necesario para captar sin
esfuerzo un tumulto de voces que parecían conversar
animadamente, y el llanto de un niño, que me pareció distinguir en el
momento de cerrarse la puerta.

Siguiendo sus instrucciones, me había despojado del pañuelo que


tapaba mis ojos y de toda mi ropa, dejándola sobre la única silla que
había en la estancia. Luego me había puesto la vestimenta que ellos
me habían indicado. Estaba desnudo, bajo una túnica azul oscuro
con capucha, y me sentía ridículo.

Tuve tiempo de sobra, o al menos así me pareció a mí, para


arrepentirme una y mil veces de meterme en aquellos berenjenales.
Allí estaba, en una casa en alguna parte del norte de España,
disfrazado de fantoche y aguardando para contemplar la celebración
de un rito diabólico del que no estaba muy seguro si iba a acabar
como víctima para el sacrificio. Me habían encerrado con llave y a
través de la puerta no era capaz de percibir si las voces de antes
habían cesado o el cuarto estaba bien aislado. No se oía
absolutamente nada. De pronto, aquella leve percepción del llanto
de un niño, ¿o había sido un gato?, me heló la sangre,
inundándome de terribles presentimientos. Empecé a buscar un
cigarrillo entre mis ropas y, en esto, se abrió la puerta, desde la que
dos personas vestidas también con túnicas, pero de color
intensamente negro, me hacían gestos para que las acompañase.

La intensa penumbra en que estaba sumergido el pasillo hacía difícil


percibir algo más que la siniestra silueta que me precedía; a la cual,
para mi turbación, pisé más de una vez hasta que mis ojos
consiguieron acostumbrarse. Sobre las paredes pendían cuadros
que, tras varios esfuerzos, pude adivinar que contenían escenas de
caza: ciervos heridos con flechas, un halcón atrapando en vuelo lo
que parecía ser una paloma, perros acosando a un zorro ante la
presencia de varios jinetes con chaquetillas encarnadas, y otros por
el estilo. Subimos un pequeño tramo de escaleras y me topé frente a
unas puertas de cristal opaco, tras las que se entreveían los
resplandores de varias antorchas.
Si me hubieran dicho que se trataba de un decorado de película
medieval de alto presupuesto, lo habría creído a pies juntillas. En un
enorme salón iluminado por velas negras y antorchas adornadas
con motivos que no pude identificar, se congregaban una veintena
de personas. Todas desnudas, bajo túnicas en su mayoría negras,
aunque también había algunas color púrpura y, para mi relativa
tranquilidad, también dos azul marino. Todos estaban en silencio,
alrededor de un círculo dibujado con ceniza sobre el brillante
pavimento de madera. Dentro del círculo quedaban algunos restos
de cera, unos fragmentos de lo que parecía ser verbena (una planta
muy utilizada en este tipo de ritos) y tiras carbonizadas de piel que
sugerían la realización, antes de mi llegada, de algún ritual de
invocación. Tal vez, pensé, habían trazado alguna versión del “Gran
Grimorio” de Antonio del Rabinno, en el que también se utilizaban
tiras de cabrito virgen para trazar el círculo donde se evocaba a
Lucifer; pero, no podía ser lo mismo, porque el veneciano
especificaba claramente que el círculo debía ser formado con las
tiras del animal sacrificado, fijadas al suelo con clavos de un ataúd
de un niño. Debería tratarse de algún otro tipo de círculo para la
evocación de espíritus; en los últimos años había contemplado tal
variedad en los tratados de brujería que, aunque hubiera estado
completo, me habría sido casi imposible identificarlo.

Al fondo de la estancia resplandecía una altar trapezoidal de mármol


negro, de algo más de un metro de alto. Un magnífico puñal con
empuñadura profusamente decorada y de larga hoja curva reposaba
sobre la pulida superficie del ara, iluminada por dos altos
candelabros
Se dice que de una secta o se sabe todo o mejor no saber nada, pues un conocimiento a
medias puede provocar un más que probable síntoma de paranoia, pues cualquier persona
puede estar detras de estos pasamontañas, desde su hija hasta su cartero, nunca se sabe
quien puede estar
colaborando con ellos.

en los que ardían sendas gruesas velas, una blanca, la única que
había en todo el local, que estaba a la derecha del altar, y otra
negra, a la izquierda. No era muy complicado interpretar aquella
disposición de los cirios. El negro, (una sensación de repulsión me
invadió al recordar que podía estar fabricado con grasa de
ahorcado), simbolizaba el “Poder de las Tinieblas” y a su fuego se
sometían las bendiciones satánicas escritas en los pergaminos. El
blanco, representaba a los traidores sacerdotes de la magia blanca,
partidarios del “Sendero Derecho”, y en él se quemaban las
maldiciones destinadas a los enemigos.

Toda la escena se alzaba delante de un gran cortinón negro,


estampado con pentagramas invertidos, bordados primorosamente
con hilo de plata (el dorado está prohibido por su abundante
utilización en los ritos cristianos), sobre el que destacaba un enorme
crucifijo colgado al revés, y que por la excelente talla del crucificado
presumí que se trataba de una joya del barroco español,
seguramente producto de alguno de los múltiples robos que sufren
nuestras iglesias.

Ensimismado por estas reflexiones, tardé un poco en reparar en la


presencia de un rostro que me observaba fijamente. Unos ojos
lechosos que se clavaban insistentemente en mí, se revelaron al
instante como los de mi inquietante compañera de juego. La
abertura de su túnica me confirmó con rotundidad mis apreciaciones
anteriores del casino; aquella mujer, a pesar de sus años,
conservaba un cuerpo admirable, con unos pechos firmes y un
vientre tan liso como el de una jovencita. Quizás aquella excelente
forma física era una de las consecuencias de su pacto con Lucifer;
pero me incliné más a pensar que se debía a las virtudes de una
carísima cirugía.
En su roja boca se dibujaba el mismo rictus que esbozó cuando en
el coche me hablaba de una sorpresa. No podía negarse que era
una aventajada discípula de su maléfico señor: en ella se unían la
belleza más cautivadora y el vértigo de las tinieblas, lo que la hacía
aún más tentadora. La posibilidad no me hubiera desagradado en
otra ocasión, -lo cierto es que se trataba de una mujer imponente-,
pero un oscuro presentimiento me advertía que se trataba de un
bello frasco donde se guardaba el más mortífero de los venenos.

Estaba invocando la ayuda de San Antonio Abad, que resistió con


firmeza las tentaciones del Diablo, cuando sentí el contacto leve de
una mano sobre mi hombro.

- Hola, soy Demian.

Nada más volverme me enfrenté a un hombre de baja estatura, de


rostro enjuto, pero de suaves rasgos. Con un perfecto bronceado y
un marcado acento italiano, a pesar de su excepcional
pronunciación, tenía toda la apariencia de esos potentados que
atracan sus yates en cualquier puerto de lujo del mediterráneo.
Durante un momento me pasó por la cabeza preguntarle a qué
venía lo de mi poca imaginación, pero sus elegantes maneras al
conducirme a un rincón de la estancia me convencieron de que era
mejor olvidarlo; además, puede que aquel comentario no fuera más
que otro de los chistes de la “mantis” de pelo rubio.

- Muchas gracias por su presencia -me dijo, con el mismo tono de


quien recibe a un invitado a una gala diplomática; aunque nada más
reparar en el estupor de mi rostro, añadió-, tiene que disculpar tanta
precaución, pero comprenderá que nuestra situación es un poco
delicada.

Empezaba a creer que todo aquello no era otra cosa que una
perversa inocentada. ¿Situación delicada? Que yo supiera se
trataba más bien de gentes con una afición un poco malsana; nada
que ver con regatas, cócteles y torneos de golf, que era lo que todo
el mundo hubiera esperado de ellos. Si alguien se encontraba en
una circunstancia complicada, ése era yo, que ya empezaba a
imaginarme sobre el altar, con el pecho abierto por aquella enorme
daga y la mirada fija de la albina mientras me devoraba las
entrañas. Demian pareció presentir mis temores y volvió a
conducirme a mi posición anterior junto al círculo.

- No tiene nada que temer. Limítese a observar y transcribir con la


máxima objetividad lo que aquí ha contemplado. Como podrá
comprobar, nuestra única intención es ser fieles a nuestras
creencias que, por desgracia, se ven atacadas por toda clase de
enemigos -increíblemente, al decir esto, se asemejaba más un
franciscano en tierra de infieles que a un devoto de Lucifer-. Y, por
favor, cuando le pidan que se retire, hágalo sin la más mínima
dilación.

La verdad es que tenía las mismas maneras de un insigne prelado.


Lo que me hizo recordar que para la realización de una misa negra
era necesaria la participación de un cura renegado. ¿Sería Demian
uno de aquellos sacerdotes que secretamente practicaban ritos
contra su propia iglesia y el dios al que habían sido consagrados,
aquellos a los que aludía Pablo VI, cuando el 20 de junio de 1972,
en el noveno aniversario de su coronación, aseguraba que “por
alguna hendidura ha entrado el humo de Satanás en el templo de
Dios”? Si así era, ¿cómo se atrevía a presentarse sin máscara ante
un extraño? ¿Estaba tan seguro de mi discreción o es que sabía con
certeza que las consecuencias de aquella reunión tendrían como
resultado mi silencio eterno? Un temblor frío me recorrió todo el
espinazo.
Momentos de tribulación

Seguía sin acertar a comprender su interés por mi presencia. Es


cierto que yo había mostrado vivamente mi disposición por asistir a
un ritual de las altas jerarquías del satanismo; había realizado
innumerables gestiones y me había introducido en todo tipo de
ambientes,
-alguno de los cuales sólo me deparó la pérdida de tiempo y dinero-,
con la única intención de presenciar en vivo y en directo algo que
sólo conocía a través de terceros. Los relatos medievales tenían en
su mayoría la firma de la propia Iglesia y los conventículos de ciertas
pequeñas sectas a las que accedí sólo me habían mostrado la
pobreza de unas parodias más cercanas a la estética de los comics
o los juegos de rol que a la pervivencia de un verdadero rito,
realmente enmarcado en una tradición. Por mis investigaciones
sabía de la existencia de algunos grupos que no habían sucumbido
tras el siglo XVIII y que, tras atravesar la difícil época del esplendor
positivista, resistían agazapados tras el secreto, conservando con la
máxima pureza, (si puede emplearse este término sin ofenderles),
todas sus ceremonias. Se hablaba de instrumentos rituales y
manuscritos transmitidos durante generaciones entre unas pocas
familias, e incluso de ritos secretos que la dura persecución sufrida
durante siglos no había podido desvelar. De ahí mi fascinación, la
posibilidad de contemplar un universo todavía desconocido, en un
planeta que, bajo la atenta vigilancia de los satélites artificiales,
parecía no ocultar ya ningún nuevo misterio. La debilidad actual de
la Iglesia y una sociedad imbuida por un espíritu laico, me indujeron
a intentarlo, esperando encontrarme con muchas menos trabas y
desconfianzas.

Durante todo el tiempo que duraron mis pesquisas, el nombre de


Demian me había salido al encuentro en más de una ocasión.
Algunos lo identificaban como el auténtico protagonista de la
homónima novela de Herman Hesse y otros con el esperado
Anticristo. Se le mencionaba de pasada en alguna página de
internet y en una oportunidad pude escuchar que mencionaban su
nombre junto al de otros espíritus diabólicos en algún ritual. La
impresión general era la de que se trataba de un auténtico “papa
negro” y corrían rumores de que la sola mención de su nombre
ponía nervioso al conocido fundador de “La Iglesia de Satán”, el
americano Anton Sandor La Vey, fallecido en 1997. (Al parecer,
Demian, que se tomaba las cosas con más seriedad, no veía con
agrado el excesivo papel de “showman” del antiguo actor de
striptease). La mayoría coincidían en considerarlo como la autoridad
intelectual y espiritual más importante dentro del universo satanista.
A él parecían deberse la adquisición y conservación de valiosos
documentos, algunos sustraídos de la mismísima biblioteca secreta
del Vaticano, (lo que vendría a confirmar su condición de sacerdote),
y también le atribuían la depuración de ciertos ritos que después de
tantos siglos habían sido contaminados por otras creencias como la
santería, el vudú y otros cultos africanos y orientales. Sobre sus
orígenes se afirmaba que pertenecía a la dinastía generada a partir
de los amores incestuosos del papa Juan XII, que gobernó la Santa
Sede desde el 954 al 964, y que fue acusado seriamente de
prácticas heréticas y adoración al Diablo. Según aquellas quiméricas
fuentes, la estrecha consanguinidad conseguida con estas prácticas
había pervivido hasta la actualidad, produciendo durante los mil
años de historia transcurridos abundantes monstruos, pero también
seres dotados de una suprema inteligencia.

Tanto enigma y devoción en torno a ese hombre motivaron que


condujese todos mis esfuerzos a encontrarle o, por lo menos, a
conseguir toda la información posible sobre quien parecía ser el
depositario de la auténtica tradición satanista. Su nombre me abrió
muchas puertas, pero igualmente me granjeó algún que otro
disgusto. La práctica totalidad de los entrevistados desconocían su
existencia, o fingían ignorarla, y si en algún momento reconocían
que les sonaba de algo, lo hacían con verdadero temor, como si la
simple aceptación de tal contingencia, pudiera suponerles una
terrible desgracia. Estaba claro que Demian, aquel refinado
caballero que apoyaba su mano sobre mi hombro mientras me
explicaba las condiciones de visita, era tan admirado por sus
seguidores como temido. Fuera quien fuese, estaba seguro de que
mi presencia había dependido directamente de su aprobación. No
había que ser muy observador para darse cuenta del respeto que
inspiraba entre los otros encapuchados. A su paso se apartaban e
inclinaban la cabeza con el mismo fervor de quien contempla a un
líder. Él se mostraba aparentemente tranquilo, pero no cabía la
menor duda de que controlaba personalmente toda la situación; un
mínimo gesto suyo, una mirada casi imperceptible, era atendida
inmediatamente sin necesidad de que pronunciara una sola palabra.
La conexión era tan absoluta, que llegué a sospechar que se valían
de algún sistema telepático.

El secreto de Madame

No puedo explicar como sucedió, pero cuando volví de nuevo la


vista hacia el altar, una joven completamente desnuda estaba
tumbada boca arriba, toda a lo largo, sobre la superficie de oscuro
mármol. Parecía tranquila, como si estuviera durmiendo, y, no sé
porque razón, me asaltó la sospecha de que se trataba de la misma
muchacha que me había recogido en la puerta del Acuario. Los
encapuchados seguían tranquilos, con la cabeza inclinada; no
obstante, algo había cambiado. Una extraña vibración, que se
desprendía de su inmovilidad, parecía surgir de lo más profundo de
sus cuerpos y extenderse por todo el salón en dirección hacia la
joven desnuda. El temblor aumentó perceptiblemente y dio paso a
un rumor que surgía de sus pulmones, más que de sus gargantas.
Afiné el oído y pude captar algo así como una turbia serie de
vocablos que repetían constantemente y con la misma entonación.
Tenían un cierto aire a un grupo de viejas rezando el rosario, pero el
sonido de sus voces semejaba más la reverberación del eco en un
pozo muy profundo. Busqué con disimulo a la mujer que momentos
antes tanto me había inquietado y la encontré igual que los demás,
con la cabeza inclinada, las manos cruzadas sobre el pecho e
inmersa en el sopor de aquella insólita letanía. Solamente cuando la
voz de Demian resonó diáfana sobre el zumbido que inundaba la
sala, irguió un poco su cabeza y, saliendo del grupo, se dirigió hacia
donde éste la esperaba.

Había escuchado perfectamente, Demian había dicho “Madame


Deshayes”. ¿Deshayes? En el transcurso de nuestra conversación
en el casino y durante todo el trayecto realizado en el coche, en
ningún momento percibí un mínimo acento francés en sus palabras.
Se expresaba correctamente en castellano, con esa entonación
neutra que tienen los presentadores de los noticiarios o las personas
que suelen cambiar con frecuencia de país; pero nunca se me
habría pasado por la cabeza que fuera francesa. En todo caso
noruega o alemana; su palidez, su cabello, sus ojos tan claros,
podían atribuirse a un origen nórdico, incluso americano... Sin
embargo, no podía tratarse de una confusión, “Madame Deshayes”
era el nombre que había pronunciado claramente Demian, a pesar
de su acento italiano.

No sólo mis nervios estaban a flor de piel, sino que mi memoria


actuaba a rápidos espasmos, como impulsada por un instinto de
supervivencia. Mi cerebro se comportaba como el de un animal
acosado que utiliza todo su registro de imágenes memorizadas para
reconocer cualquier posible agresión. Y en aquel preciso instante,
había saltado la alarma indicando sobre la pantalla del ordenador de
mi mente una inconcebible asociación: La época rondaba la
segunda mitad del siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, y el
nombre que aparecía era “La Voisin”.

“Catherine Deshayes, más conocida como la Voisin, pasó a la


historia como una de las más crueles y famosas sacerdotisas de
Satanás. Además de preparar pócimas y venenos, solía realizar
misas negras en las que participaban grandes damas de la corte y
más de una favorita del rey Luis, como Madame de Montespan, que
participó en varios rituales, prestándose complacida a servir de altar
viviente; su intención era hechizar al monarca, con la ayuda de
Satanás, para que nunca renunciara a sus favores. La Voisin fue
ajusticiada el 13 de marzo de 1679”.

Podía tratarse simplemente de una casualidad o, incluso, de un


sobrenombre voluntariamente adoptado como resultado de una
profunda admiración; pero este último supuesto hacía más
escalofriante la impresión que me causaba aquella mujer. La seguí
con la mirada, hasta que se perdió tras la gran cortina negra,
acompañada por dos de los encapuchados. Al supuesto sacerdote
italiano no parecía escapársele una y, cuando me quise dar cuenta,
me tope con sus ojos, tan fijos en mí, que no tuve la menor duda
que ardían en deseos de atravesarme. No me extrañaría mucho que
hubiera sido capaz de adivinar mis pensamientos con respecto a su
favorita; y me dio la impresión de que no eran de su agrado.

Las gárgolas

Como si nuestra pugna mental les hubiera distraído de sus rezos, el


murmullo se interrumpió y los encapuchados volvieron a adoptar
una actitud erguida. Fue entonces cuando reparé en un detalle, o
mejor podría decir en varios detalles, que hasta el momento me
habían pasado totalmente desapercibidos. Tras la abertura de una
de las túnicas de color púrpura descubrí algo que en un principio no
me cuadraba y que atribuí a los efectos de alguna sombra. ¡Aquella
mujer de generosos senos y largas piernas, lucía entre los muslos
un prominente sexo masculino! En un principio, pensé que se
trataba de alguna especie de prótesis ceremonial, una
representación ritual de lo andrógino; pero tras cerciorarme que las
aberturas de los otros purpurados, -sobre todo de uno que se
encontraba a escasos dos metros de mi posición-, ofrecían el mismo
aspecto, pude confirmar que se trataba de transexuales. O al menos
eso es lo que cualquier persona hubiera pensado. Lo que no
comprendía era el motivo de aquella distinción en los hábitos. Los
satanistas no se distinguían precisamente por ser muy críticos con
las diferentes opciones sexuales; muy al contrario, siempre habían
preconizado la libertad sexual, y la transexualidad era una
alternativa tan legítima para sus creencias como cualquier otra.
Entonces, ¿por qué ellos, y solamente ellos, llevaban túnicas rojas?

Hacía ya tiempo que la actitud vacilante de los dos encapuchados


con túnica azul marino me había revelado su calidad de novicios o,
tal vez, de meros observadores como yo. En más de una ocasión,
les había sorprendido curioseando, amparados en la concentración
de los restantes; incluso uno se atrevió a mirarme abiertamente dos
veces. Sin embargo, los encapuchados de color púrpura
participaban en la reunión con la misma devoción que los demás
participantes, pudiendo llegar a afirmarse que en ellos se apreciaba
una mayor naturalidad. La respuesta a mis interrogantes, -era visto
que mis pensamientos estaban al alcance de cualquiera aquella
noche-, no tardaría en llegar, y de una forma que todavía me
estremece con sólo recordarla.

Uno de aquellos seres, -no puedo denominarlos de otra manera-,


levantó la cabeza y me miró directamente, mientras se
desembarazaba de la capucha. La visión que se mostró ante mis
ojos era realmente espeluznante. Su cráneo carecía totalmente de
vello, al que sustituían unas excoriaciones ennegrecidas, como si
hubieran sido impresas con un hierro al rojo vivo, formando unos
complicados dibujos de espirales que se perdían en dirección a la
nuca. Su frente estrecha y visiblemente inclinada hacia atrás carecía
cejas y en la profundidad exagerada de sus cuencas lo que debería
ser el blanco de sus ojos se mostraba enteramente ensangrentado.
Los pómulos, al igual que sus pequeñas orejas, estaban perforados
por innumerables agujas que atravesaban la carne en todas las
direcciones, enmascarando lo que parecía ser una total ausencia de
nariz. Pero lo que más me revolvió en mis adentros, fue aquella
boca negra que encerraba unos dientes afilados como los de un
tiburón, de la que surgió un larga y afilada lengua roja, que se agitó
en el aire con la obscenidad más abominable que he contemplado
en mi vida.

Cualquiera puede encontrar en internet, o en revistas especializadas


en tatuajes y piercing, esas fotos grimosas de individuos que, con un
dudoso gusto estético, se atraviesan distintas partes de su cuerpo
con pendientes e imperdibles. También, hay quien gusta de tatuarse
el cuerpo hasta que no queda ni un sólo espacio reconocible de su
piel. El ansia por la novedad y los imperativos de ciertas modas
producen, a veces, estos despropósitos. Pero lo que yo contemplé
en el rostro de aquella criatura, no podía ser producto de alguna
tendencia de vanguardia; ningún ser humano que no hubiera
perdido totalmente el juicio y el menor asomo de dignidad, podía
haberse sometido voluntariamente a tan horripilante desfiguración.
Y, sin embargo, allí estaba, retándome con su perversa fisonomía;
como si una de esas aterradoras gárgolas, que acechan desde los
aleros de las catedrales, se hubiera materializado ante mis ojos para
demostrarme la oculta vigencia de otra realidad, de un mundo que
amenazaba en las sombras.
¿Era posible que su desmesurada devoción por

Satán les hubiera llevado a infligirse una transformación tan


extrema? Son abundantes los testimonios sobre sacerdotes de
antiguos cultos que sometían sus cuerpos a brutales mutilaciones,
llegando incluso hasta la castración. Sin embargo, en aquellas
criaturas su parte sexual había permanecido intacta, añadiéndole,
por el contrario, los atributos del otro sexo, con la implantación de
senos y, seguramente el consumo de hormonas que habían
dulcificado la hechura de sus cuerpos. Se diría que pretendían
representar la conjunción de todos los apetitos sensuales, pero
todos ellos sometidos a la naturaleza contradictoria de Lucifer:
belleza que esconde el horror, placer que se revela como la
máscara del más terrible de los infortunios.

No pude por menos que recordar las palabras de Guazzo en su


“Compendium Maleficarum”: “Pueden crear una apariencia de sexo
que ellos no tienen naturalmente, y seducir a los hombres bajo
forma femenina y a las mujeres bajo forma masculina, y yacer
encima de las mujeres y debajo de los hombres”. Se refería a los
íncubos (masculinos) y a los súcubos (femeninos), de cuyo proceder
existen numerosos testimonios a lo largo de los siglos. Y aunque a
nadie se le escapa que detrás de aquellas declaraciones se
escondían, en la mayoría de los casos, las íntimas fantasías
sexuales de los declarantes, aquellos seres que aguardaban bajo
sus capuchas encarnadas el inicio de la ceremonia eran reales. Tal
vez, premeditadamente, pero nunca menos inquietantes que los que
aparecían en los relatos medievales.

El sonido repentino de unos pasos, acabó con la actitud burlesca de


aquel demonio y dio paso a la aparición de varios encapuchados
que portaban en su manos humeantes incensarios. Los colocaron
alrededor del altar y su aroma se extendió rápidamente por todo el
salón, produciéndome un efecto muy parecido al experimentado con
el cannabis. Sentía una especie de embriaguez que, lejos de
inquietarme, consiguió atenuar el nerviosismo producido por aquella
pavorosa visión. Al poco rato, el bienestar dio paso a imprecisas
imágenes que me desorientaban. Tan pronto contemplaba toda la
escena con exagerada nitidez, llegando a percibir el más mínimo
detalle en las rugosidades del entarimado, como advertía extrañas
figuras que se desplegaban por las paredes y el techo y que
parecían desvanecerse al entrar en contacto con el aire.
Seguramente los incensarios contenían alguna hierba alucinógena y
yo estaba sucumbiendo sin remedio a su poder.

La utilización de jóvenes mujeres como cebo para obtener


más adeptos es una estrategia muy utilizada.
El anfitrión

Tras el altar surgió una enorme figura de la cabeza de un chivo, con


un pentagrama invertido a modo de corona. La estatua, que
portaban con delicadeza cuatro de los encapuchados, fue colocada
en uno de los extremos del altar, junto a la cabeza de la muchacha
que seguía sin dar signos de vida. Por un instante creí distinguir un
leve movimiento de las mandíbulas de aquel negro animal, pero lo
atribuí a los efectos de la droga; la posibilidad de una explicación
racional me resultaba más tranquilizadora.
Tenía una sensación de eternidad, como si el tiempo se hubiera
detenido o los segundos pasaran tan lentamente que apenas eran
apreciables. Hubiera jurado que habían transcurrido varias horas
desde que mis vigilantes me habían acompañado hasta aquel salón
y, sin embargo, lo sucedido no alcanzaba a llenar ni un cuarto de
hora.

Los adeptos formaron una larga cola en dirección al Baphomet, -así


se le nombraba en los tratados de demonología y por su supuesta
adoración perecieron en la hoguera muchos de los Templarios-.
Habían comenzado a entonar otra letanía mientras iniciaban su
marcha hacia el ídolo, y aunque lo hacían a un volumen
apreciablemente más alto, las palabras pronunciadas continuaban
siendo ininteligibles para mí. Impulsado por un inexplicable instinto
gregario, estaba incorporándome a la fila, cuando sentí que el dorso
de un brazo me detenía. Era Madame Deshayes que, de espaldas a
mi, vigilaba el lento discurrir de la procesión. En aquel momento,
comprendí que se me brindaba la mejor oportunidad para confirmar
mis suposiciones sobre su afinidad con la brutal sacerdotisa
francesa.

- ¿Catherine? -susurré acercándome lo más posible a la altura de su


oído.
Tras un minuto de silencio, -en el que me sentí completamente
ridículo y, por otro lado, incomprensiblemente decepcionado-, volvió
lentamente su rostro hacia mí, con aquella sonrisa inquietante en
sus labios; pero sus ojos irradiaban una fiereza que no tuve más
remedio que apartar los míos. Se me acercó, diría que demasiado
estrechamente, y ya sin sonrisa, aunque con la mirada más
templada, me comunicó que acababa de perderme la agradable
sorpresa.
No sabía si sentir alivio o desilusión. Estaba claro que ella había
comprendido perfectamente a qué me refería cuando la llamé
Catherine, y que esa intromisión había sido la causa de su enfado;
pese a lo cual no parecía particularmente inquieta. Era bastante
lógico que un estudioso del fenómeno satanista conociese la célebre
historia de La Voisin, y a ella, como integrante del mismo culto, no
tendría por qué sorprenderle. Tal vez, la fastidió que me hubiera
comportado de una manera tan previsible o, simplemente, consideró
aquello como una falta de respeto. Ante aquel fiasco, me limité a
permanecer en mi sitio y a dedicarme a observar, que, al fin y al
cabo, era el motivo de mi presencia en aquel salón.

Uno a uno, todos los encapuchados pasaban junto a la efigie del


macho cabrío, depositando un beso bajo su barba picuda. Demian
se había situado tras el altar y, ajeno a la procesión, observaba con
interés el cuerpo de la muchacha tendida. En su mano izquierda
blandía el puñal que yo había distinguido a mi llegada sobre el altar,
y en la derecha sostenía un falo de plata que agitaba como un
hisopo sobre el cuerpo desnudo.

La comitiva había vuelto a su punto de partida y, concluidas las


oraciones, todos asistían en silencio a las evoluciones del oficiante.

- ¡In nomine Dei nostri Satanas Luciferi excelsi! atronó sobre


nuestras cabezas la voz de Demian, que parecía proceder de un
centenar de gargantas.

Sostenía el puñal en alto, con las dos manos, y su rostro reflejaba


una salvaje tensión, como si a través del acero estuviera
absorbiendo una inmensa energía que parecía a punto de
desplomarle. Su pulso temblaba, y el filo curvo del puñal, iluminado
por el resplandor de las velas, se asemejaba a una luna inestable
sobre el lóbrego cielo del cortinón.

Después, exhausto, depositó la espada entre los senos de la


muchacha y continuó con una larga invocación, también en latín, en
la que creí reconocer ciertos pasajes, como aquel que se dirige a
Jesús diciéndole:
“¡Confeccionador de supercherías, acaparador de homenajes,
ladrón por natural tendencia, oye: desde el día que saliste de las
entrañas elegidas de una virgen, has faltado a tus juramentos, has
mentido en tus promesas, durante siglos se ha llorado esperando al
Dios Fugitivo, al Dios Mudo!”

Para después entonar a Lucifer una serie de alabanzas:

“¡Esperanza de las virilidades, angustia de vacías matrices, Lucifer,


Tú no reclamas las inútiles pruebas de los castos lomos [...] Torre de
plomo de las histerias, vaso ensangrentado de las violaciones,
tenedor de los viejos odios. Ven a nosotros, oh gran desove de los
abismos...!”.

Los asistentes a la ceremonia empezaron a agitarse, y nunca mejor


dicho, como posesos. Gemían y pronunciaban el nombre de Lucifer
con voz lastimera. Uno de ellos, sostenía una campanilla que hacía
sonar estridentemente en cada pausa de la ceremonia; otro sostenía
un cáliz de plata a la altura del pubis de la muchacha.

En esto, los cuatro diablos purpurados se adelantaron y fueron


colocándose alrededor del altar, uno en cada dirección. Se habían
despojado de sus hábitos y mostraban sin rubor su delirante aspecto
que solamente se diferenciaba en los adornos de la cabeza. El
hombre que sostenía el cáliz, se lo cedió a Demian, que lo hizo
desaparecer entre sus piernas. Por primera vez, el cuerpo de la
joven que se hallaba tendida sobre el altar comenzó a recobrar el
movimiento. Primero con un suave temblor, que parecía recorrerle
todo el cuerpo desde la cabeza hasta los extremos de las piernas;
después con unos violentos espasmos que la alzaban en el aire
para devolverla violentamente sobre la negra superficie del altar. Las
cuatro repugnantes criaturas y Demian, se inclinaron sobre ella...

Pero no pude ver más. Con la virulencia de un rayo fui arrebatado


por mis dos vigilantes y conducido, casi en el aire, a lo largo de todo
el pasillo, hasta el cuarto donde me habían encerrado a mi llegada.

- Espera aquí -me dijo el más corpulento de los dos, y cerraron la


puerta.
De nada valieron mis protestas, ni los golpes que repetidamente
descargué sobre la puerta. Estaba convencido de que en aquel
salón, a pocos metros de donde me encontraba, esa joven estaba
siendo sometida a la más aberrante de las torturas. ¿Qué otra cosa
podía esperarse de unos seres desfigurados hasta la repulsión?
Como un animal enjaulado, me desplazaba de un lado a otro del
cuarto presa de una incontrolable inquietud. Intentaba convencerme
de que nada de aquello podía ser cierto, se trataba de una sádica
parodia, una broma macabra, que una pandilla de ricos aburridos
habían preparado para entretener su exceso de tiempo libre.
Después de un rato, el frío de la habitación me recordó mi desnudez
y comencé a vestirme.
Busqué el tabaco en los bolsillos de mi gabardina y encendí un
cigarrillo. Quién sabe si porque los efectos de la droga que
derramaban los incensarios estaban aún muy recientes o tal vez por
la impresión que me había causado aquella escena, tras la primera
calada, prorrumpí en unas violentas arcadas que no cesaron hasta
que vomité todo sobre uno de los cubos de las fregonas. Me sentía
francamente mal; no había comido ni bebido nada desde hacía
muchas horas y el estómago me ardía como si alguien estuviera
revolviéndome las entrañas. Pero aquello no quería ni pensarlo.
Máscara del carnaval veneciano representando un demonio.
Bautismo de incertidumbre

Llevaba bastante tiempo sentado y nadie parecía interesado en mi


persona. Por un momento, rondó sobre mi cabeza la idea de que
habían decidido abandonarme en aquella improvisada celda; pero la
abundancia de productos de limpieza me sugirió que, seguramente,
se realizaba un mantenimiento diario. Durante el tiempo que había
permanecido en las otras dependencias de aquella casa pude
observar que todo se hallaba impoluto; hasta aquel mismo cuarto, -
ahora que me fijaba-, estaba en unas condiciones excelentes, a
pesar de que sólo estaba destinado a guardar trastos. Sólo tendría
que esperar hasta la mañana siguiente y algún empleado, superada
la primera sorpresa, me liberaría de mi encierro.

Excepto porque sabía, hasta cierto punto, cómo se las gastaba este
tipo de gente cuando se empeñaban en seguir lo que ellos
consideraban como el único camino verdadero; no podía concebir
cómo alguien se las podía ingeniar para desterrar completamente de
su cerebro cualquier vestigio de humanidad. No tenía nada que
objetar al mal que se infligiera cada uno a si mismo, eran muy
dueños de autodestruirse si con ello creían haber alcanzado su
sueño; pero aquel sadismo con otro ser humano me parecía
deplorable, y empecé a borrar de mi voluntad cualquier disposición a
mantener el más mínimo entendimiento.

Había leído muchos testimonios sobre atrocidades; pero aquellos


que tanto se habían quejado de la inmisericorde crueldad de la
Inquisición, no eran, en realidad, mucho mejores que sus enemigos.
¿Dónde estaba su dios de la Libertad, el mismo que había inspirado
a tantos revolucionarios un eterno deseo de liberación, extrapolado
hasta los orígenes del universo? El Mal por el Mal era tan estúpido
como el Bien por el Bien; nada que pudiera considerarse justo tenía
una sola medida. Y aquella atrocidad a la que, momentos antes, me
habían impedido asistir, no podía tener otra justificación que el
desahogo de sus mentes enfermizas. Aquello no era una opción,
sino una perversión en todos los sentidos imaginables.

Inmerso en estas tenebrosas reflexiones, no reparé en un primer


momento que la puerta estaba abierta. Solamente la voz de Demian,
llamándome, me hizo recobrar el sentido y una furia desmedida que
me lanzó como una flecha contra su persona.

- ¡Tranquilo! -acertó a decir, cuando todo mi cuerpo, que se


abalanzaba furioso sobre él, fue detenido en el aire por los brazos
de los dos matones-, le presento a Tanit. Ella es una de nuestras
más alentadoras promesas.

Me quedé tan perplejo, que tuve que esperar un rato antes de ser
capaz de reaccionar. Ante mis ojos, y totalmente intacta, estaba la
muchacha que yo había imaginado víctima de los más atroces
tormentos. Ni una señal aparecía en la franja de su cuerpo que
dejaba vislumbrar la abertura del hábito. ¿Acaso me estaba
volviendo loco o había sido todo consecuencia de una alucinación?

- Pero, yo la vi agitarse horrorizada entre aquellos monstruos... -


alcancé a decir, entre balbuceos.
- Usted vio lo que creyó ver -aclaró Demian- y, por imprevisión
nuestra, alcanzó a ver demasiado. Por eso se vieron obligados a
expulsarlo de malas maneras. Le ruego que disculpe, pero ya le
avisamos que ciertas ceremonias solo pueden ser contempladas por
los devotos de nuestra creencia.
- No lo entiendo -le dije entre indignado y confuso-, sino no son nada
malo, porqué ocultarlas. Con eso sólo consiguen que se sigan
extendiendo falsos rumores.
- ¿Quién le dice a usted que son falsos?
Demian sonreía mientras acariciaba tiernamente el cabello de la
muchacha, cuyo rostro reflejaba todo menos candidez. Por un
momento creí estar ante Catherine, pero treinta años más joven. El
resto, su mirada, su porte, ofrecían la misma impresión de altivez y
descaro; una sensación de malignidad extraña que en aquella joven
todavía no alcanzaba la sutileza de Madame Deshayes,
manifestándose de una manera más intempestiva, sin las veladuras
que conseguían ese enigmático atractivo.
- Ahora, vaya a lavarse un poco, está sudando. Tanit le acompañará
hasta el baño. Y no se preocupe por nada más. A partir de este
momento, ya puede andar libremente por toda la casa; eso sí, sólo
por el interior.

La presencia de Tanit me incomodaba. Sentía su agresividad


contenida y, aunque trataba de comportarse con amabilidad, no
disimulaba su fastidio por tener que acompañarme. A ratos, se
divertía adoptando posturas incitantes, consciente de que yo podía
ver su reflejo en el espejo; pero le duraba poco tiempo, hasta volver
a adoptar una actitud de fastidio.

- ¿A donde vamos ahora? -le pregunté, más por romper el hielo que
por curiosidad. Estaba convencido de que nada dependía de mí y
que aquella noche mi libre albedrío había sido aplazado hasta nueva
orden.
- ¿No te han dicho que no hagas preguntas? Pareces decidido a
arruinarte por completo la noche.
Aquella cantinela comenzaba a aburrirme. Sino fuera porque me
encontraba completamente aturdido le hubiera contestado dos o tres
palabras que se estaba mereciendo. Por suerte, mi cerebro me dictó
una actitud más prudente. Como había comprobado escasos
momentos antes, nada de lo que yo pudiera imaginar tenía
asegurada su certidumbre. Lo que parecía ser, a veces no lo era y a
veces sí. “¿Quién le ha dicho a usted que los rumores son falsos?”,
había respondido Demian, para darme a entender que no debía
tenerlas todas conmigo. Todavía no estaba seguro de si saldría vivo
de aquella situación; así que era mejor permanecer callado y bien
alerta.

Sumergí mi cabeza bajo el grifo y dejé que el agua fría barriera


todas aquellas imágenes de mi cerebro. Estaba confuso. Todas
aquellas personas, esas escenas rituales llevadas a cabo con la
mayor seriedad, sin llegar a los extremos de paroxismo habituales
en otras sectas, me tenían despistado. Salvo aquellos repugnantes
seres andróginos y los espasmos de la joven sobre el altar, no podía
afirmar que hubiera contemplado alguna escena desagradable. En
realidad, todo aquello transcurría de una forma más inocente de lo
que yo hubiera esperado de unos adoradores de lo infernal.
Entonces, ¿por qué me sentía tan agitado interiormente?, ¿a qué
venía aquella sensación profunda de horror que me envolvía hasta
asfixiarme?

Cerré el grifo y envolví mi cabeza con una toalla, comprobando que


Tanit había desaparecido. Todo en aquella casa era igual a mi
rostro, cegado por una suave normalidad que, al dejarla a un lado,
evidenciaba el recuerdo de una presencia maléfica, de un algo que
no se dejaba ver, pero que estaba ahí, por todas partes, acechando.
Y aquella invisibilidad, aquella incertidumbre, lo hacía todavía más
terrible, pues daba paso a las imágenes más soterradas de mi
inconsciente. Alguien dijo que las peores películas de terror eran
aquellas en que no se veía ni una gota de sangre, lo que se llama
terror psicológico; y mis anfitriones parecían estar siguiendo, línea a
línea, el manual de instrucciones.

Me arreglé el pelo como pude y, con la excusa de estar buscando un


peine por si era sorprendido, me dispuse a curiosear en todos los
armarios del cuarto de baño. Nada. Estaban completamente vacíos.
Únicamente la presencia de algunas toallas nuevas, un dosificador
de jabón empezado y una bolsa abierta de rollos de papel higiénico,
parecía indicar que aquella estancia había sido utilizada por alguien
más que yo. Inspiré profundamente y salí al pasillo.

Durante unos minutos recorrí la planta, entrando en habitaciones


totalmente amuebladas, pero sin rastro de presencia humana.
Encontré el salón donde había contemplado la ceremonia del puñal;
por desgracia, con las puertas firmemente cerradas. Y una amplia
cocina, ésta sí, con los armarios bien nutridos de todo tipo de
viandas. Había restos de lo que debió ser una generosa cena.
Fuentes con pescado, bandejas de fruta, moldes para tartas y una
pieza de carne que, el súbito recuerdo del llanto infantil, me quitó de
golpe las ganas de probar algo; a pesar de que mi estómago,
completamente vacío después de haber regurgitado durante mi
encierro lo poco que debía de tener, clamaba por algo sólido, si no
quería terminar desfallecido.

Encaré el frigorífico, con la misma expectación que Howard Carter


en el momento de abrir la tumba de Tutankhamón, y a la voz de tres,
me dispuse a abrirlo en busca de algún bote de refresco, sellado, sin
estrenar y adornado con alguna marca de publicidad que, nunca en
mi vida, creí que pudiera apasionarme de tal manera.

- No te molestes -me interrumpió la voz de Tanit, paralizándome


como un latigazo-, Demian te espera para cenar.

El fragor de la batalla
Seguí a la bella Tanit por el pasillo hasta llegar al descansillo de
unas escaleras. De abajo surgía un alboroto de risas y gritos, y
algunos sonidos más que denotaban lo subido de tono de la fiesta.
Quizás aquella era la sorpresa a la que se refería Catherine
Deshayes y que mi excesiva curiosidad me había hecho perder. Lo
cierto es que sentí un gran alivio cuando Tanit me indicó con un
gesto que subiera hacia el piso de arriba. Así lo hice; mientras ella,
como una niña que ha sido interrumpida en sus juegos y que por fin
se ve liberada, bajó a todo correr las escaleras, sin preocuparse
mucho de si yo le había hecho caso.

- Siéntese, por favor.

Demian estaba sentado al extremo de una mesa mediana, sobre la


que reposaban bandejas con la misma comida que, momentos
antes, había contemplado en la cocina. El salón estaba decorado
provisionalmente con algunas reproducciones de estampas
medievales en las que aparecían todo tipo de representaciones
diabólicas y sobre el aparador, con un gran parecido a los demonios
purpurados que contemplara en el salón, descansaba una estatuilla
de terracota de un diablo amenazante con cuatro alas.

- Es Pazuzu, hijo de Hampu, rey de los demonios aéreos del período


asirio-babilónico -me indicó Demian, empeñado en presentir al
instante cualquiera de mis pensamientos-. Una pieza magnífica,
aunque se trata de una copia, el original se halla en el Museo del
Louvre. Pero, discúlpeme -se detuvo, esbozando una amplia
sonrisa, mientras hacía el ademán de servirme con una botella-,
¿vino?. ¡Es un excelente rioja!

El hambre me había hecho olvidar cualquier norma de educación y


asentí mientras daba buena cuenta de una exquisita lubina. Antes,
había separado la bandeja de la carne sin preocuparme por
disimular un gesto de repulsión. Naturalmente, Demian se había
percatado y, burlón, no se privó de darme las oportunas
explicaciones.

- No desconfíe. Si no le acompaño es porque ya he cenado.


Además, el gato sigue perfectamente, por si está preocupado.

No sé muy bien describir la sensación que me producía aquel


hombre. Acostumbrado a que mi mente fuese para él como un libro
abierto, seguía inquietándome el doble sentido que parecían tener
todas sus frases. ¡Así que había sido un gato, lo que yo había
escuchado, un gato! Pero, ¿se refería de verdad a un gato o era su
forma solapada de referirse al niño para burlarse de mis temores?
Preferí cambiar de tema.

- ¿A qué se refiere cuando dice período asiriobabilónico? - Aquella


pregunta no era la que más me urgía, pero me servía para situarme
frente a frente con él. Al fin y al cabo, yo estaba allí para aprender o,
por lo menos, eso era lo que yo creía.
- Digamos que ustedes tienen su cronología histórica particular y
nosotros la nuestra. En esta guerra establecida desde el inicio de los
tiempos, diferentes creencias y culturas nos han atribuido los más
variados nombres y cualidades, por lo que no ha quedado más
remedio que rastrear nuestra presencia a través de los tiempos. El
Shiva hindú, el Plutón de los clásicos, el Loki escandinavo, el dios
Seth egipcio, el Mictlantecuchtli azteca y todos cuantos pudiéramos
mencionar, son distintos frentes en la misma batalla. Reconocernos
en esta multiplicidad de tradiciones, es recuperar un origen muy
anterior a ese “negativo” del Cristianismo que ustedes nos atribuyen.
- Para empezar -dije, con el estómago ya saciado y la mente más
tranquila por lo que prometía ser una interesante conversación-,
nadie les está atribuyendo nada, es algo plenamente comprobado.
Hace un momento, he sido testigo de un ceremonial con grandes
similitudes a la liturgia cristiana, y no sólo eso, sino que utilizan
símbolos cristianos, por mucho que estén trastocados.
- Me decepciona usted. Cualquier estudioso de las religiones sabe
que su Yahveh, en un principio no era más que un primitivo dios
pastoral israelita. Además, todo el cristianismo está salpicado de
influencias egipcias, mitraicas y de otras religiones llamadas
“paganas”. Su culto no es más que un sistema de referencias, ¿por
qué tendría que ser distinto en el nuestro? En cuanto a lo de utilizar
sus símbolos de forma alterada, es precisamente para significar
nuestra oposición a su credo, como un ejército que quema la
bandera de su enemigo antes de entrar en combate.

Su continua insistencia en adjudicarme una filiación cristiana,


empezaba a cansarme. Yo no estaba allí para defender a la Iglesia;
simplemente quería informarme de primera mano. Y así se lo hice
saber.

- Ya, usted es un agnóstico -comentó entre irónico y resignado.


- ¿Le molesta?
- En absoluto. Sólo que me parece una posición muy débil. Me
gustan más los interlocutores con las ideas claras.
- ¿Hubiera preferido que fuera un ateo? - pregunté un poco
indignado por su intolerancia.
- Si fuera usted un ateo, no tendríamos nada de que hablar, ¿no le
parece? Los ateos no nos interesan más que como fuerza de
choque, como artillería pesada que dispara sin saber a dónde, pero
muy útil para abrirnos camino. Por muy extraño que le parezca,
nuestra intención no es que olviden la existencia de su dios, sino
que comprendan su verdadera naturaleza para que renieguen de él.
- Perdone, pero me resulta muy difícil creer que todo el mundo se
pase al..., por así decirlo, bando del Mal.
Me pareció percibir un atisbo de enfado en el gesto con que Demian
agarró la botella para servirme más vino. Lo que no quedó tan claro
era si se debía a lo desdeñoso de mi comentario o al mero hecho de
interrumpirle. Por si acaso, a partir de aquel momento, decidí
permanecer callado, salvo que mi interlocutor me indicase lo
contrario.
- ¡El Mal! ¿Qué entiende usted por el Mal? En la Biblia el Mal no
apareció separado del Bien, hasta muy avanzado el tiempo. Es más,
para los judíos primitivos no existía la maldad fuera de Dios. Ellos
concebían a Dios como el creador de todas las cosas, ¡y digo todas!
En ese dios se daban todas las facetas, porque no puede existir el
uno sin su contrario, y suponían que nada podía haber fuera de
Dios. Otra cosa es que estuvieran equivocados acerca de la
naturaleza de ese dios. Y, tampoco tenemos por qué creernos la
interpretación oficial del “Libro de Enoch”. Como usted debería
saber, en ese libro judío escrito en el siglo II antes del Traidor se
refería naturalmente a Jesucristo-, se dice que cuando los hijos de
los hombres se hubieron multiplicado, aconteció en aquellos tiempos
que de ellos nacieron hijas hermosas. Y los ángeles, hijos del cielo,
las vieron y las desearon. Acaudillados por Azazel, descendieron a
la tierra doscientas huestes celestiales, sobre el monte Hermón,
donde tomaron mujeres de la tierra. Luego, esos ángeles llamados
Vigilantes, les enseñaron a sus compañeras terrestres como realizar
hechizos y recolectar raíces. Al parecer, de esas uniones nacieron
unos gigantes que devoraban a los hombres y pecaban contra los
animales. Por eso Dios mandó a sus esbirros, los arcángeles Rafael
y Miguel, para castigar a Azazel y los Vigilantes, arrojándolos al
desierto hasta el día del Juicio Final, en que serían arrojados al
fuego eterno.
¿Qué le parece? El gran pecado de aquellas doscientas huestes
fue, lo que llamaríamos hoy en día, pasarse de demócratas. No sólo
se mezclaron, sino que encima tuvieron el descaro de transmitirles a
sus esposas el conocimiento. De eso sabe también algo el pobre de
Prometeo.
- ¿Quiere decir que en realidad se trató de un intento civilizador
frustrado? -me atreví a comentar, ya que se había dirigido a mí
directamente.
- Quiero decir que siempre fue lo mismo. En la historia de Adán y
Eva, también empezaron los problemas por eso. Aquella pareja se
atrevió a comer del Árbol del Conocimiento, y Dios no lo pudo
soportar. Quería una tribu de ignorantes que le rindieran pleitesía;
los mismos que corrían el peligro de ser devorados, es decir,
dominados por los descendientes de los Vigilantes en el “Libro de
Enoch”. La tercera copa de vino había conseguido envalentonarme
hasta el punto de olvidar mi anterior propósito de mantenerme en
silencio.
- Me parece todo demasiado bonito, tal como usted me lo pone.
- No pretendo engañarle -repuso Demian, que parecía abandonar
toda actitud defensiva para pasar a entablar una discusión franca-.
Lo que yo le estoy diciendo, puede encontrarlo en los libros. Sólo
hace falta que sepa interpretarlos sin ninguna clase de prejuicios.
Únicamente se trató de una rebelión contra un dios injusto y
despótico, un dios que no podía aceptar que nadie estuviese a su
altura; en definitiva, un dios acomplejado, con tan poca confianza en
sí mismo, que teme enfrentarse a su creación en igualdad de
condiciones.
- ¿Por eso Luzbel se rebeló, porque se consideraba más apto para
ese puesto?
- Exactamente. Y en la misma esencia de mi señor Lucifer se hallan
las respuestas a tanta mentira. ¿Piensa usted, acaso, que un Dios
todopoderoso iba a crear un ángel que pudiera enfrentársele en
algún momento? ¿Si es el amo de los tiempos, cómo no pudo
presagiar esa traición? Y, por otra parte, ¿cómo el ángel más
perfecto, aquel que era tan bello que era el preferido de dios, y se
supone, por tanto, que dotado de gran sabiduría, iba a iniciar, ¡por
orgullo!, un combate destinado al fracaso de antemano ante un dios
invencible?
Demian, quizás también por influencia del vino, se mostraba
pletórico mientras desarrollaba toda esta batería de razonamientos.
Había en sus ojos un brillo místico, parecido al de un santo que
había alcanzado, en este caso, la Gracia de Lucifer.
- ¡Ahí está la respuesta! -prosiguió con su torrente de palabras-. El
combate era difícil, pero no imposible. Y la causa no debía de ser
tan despreciable, cuando tantos ángeles se unieron a ella, sin
preocuparles la amenaza de un castigo eterno. ¿Por qué el Dios
todopoderoso no los destruyó con su poder? -Aquí se levantó de la
silla y como poseído levantó un brazo amenazador al cielo- ¡Porque
no podía! ¡Porque mi señor Lucifer no era una creación suya, sino
otro dios, también poderoso! ¡He ahí la gran farsa!
- Aunque fuera así -objeté, tratando de que mi voz adoptara el tono
más respetuoso-, Lucifer salió derrotado.
- Es verdad. No se lo niego. Pero perder una batalla no es perder la
guerra y la lucha continúa. Una lucha para derrotar al mayor tirano
de todos los tiempos y a toda su clase sacerdotal.
- Sin embargo, el Apocalipsis dice que finalmente la victoria será de
Jesús.
- ¿El Apocalipsis? -y comenzó a reírse a carcajadas-. Eso es como
pedirle a un “tifosi” que profetice el resultado de su equipo antes del
partido. ¿Qué espera que diga? Pese a todo, Juan se vio en la
obligación de reconocer que el combate sería muy duro. Y fíjese,
durante todo el relato, más de tres cuartas partes hablan de la
supremacía de Lucifer; sólo, al final, corrige de un plumazo y le
otorga la victoria al Traidor.
Había en todo aquello algo que no cuadraba. Sabía que estábamos
hablando de leyendas, pero notaba que algo se me estaba
escapando. De pronto, se hizo la luz.
- ¡Espere un momento! Hay dos cosas que no entiendo. ¿Por qué se
refiere a Jesús como el Traidor?, al fin y al cabo, como un buen hijo,
defiende a su padre. Y, además, ¿quién nos asegura que Lucifer no
es el verdadero tirano?
Demian miró por encima de mis hombros y, no podría explicarlo,
pero presentí que quien se encontraba a mis espaldas era
Catherine. Le hizo un gesto para que esperara y, mirándome
fijamente, me contestó.
- Ya veo por dónde va. Mire, Jesús es un traidor a la raza humana.
Se presentaba como un libertador, pero lo único que anunciaba era
un credo para esclavos, una filosofía del sometimiento, basada en el
engaño. ¡Bienaventurados los humildes! -gritó con un tono de
parodia- Lo que en verdad estaba diciendo era: “Tenéis que seguir
siendo los alfeñiques, los esbirros que mi padre desea que estén a
su servicio. Mi padre no quiere a seres libres, sino a estúpidos que
se sacrifiquen por él; imbéciles que después de maltratarlos, todavía
ofrezcan la otra mejilla”. ¿Qué se puede esperar de un dios que sólo
ofrece promesas a cambio de sufrimiento? Mi señor Lucifer,
comprende mejor a la raza humana. Él no exige otro sacrificio que
participar junto a sus huestes en esta batalla universal. Y premia los
servicios prestados en esta vida. Porque comprende al hombre y
sabe de sus ansiedades. Por eso, quien le sirve no tiene porque
esperar a una vida futura para ver colmados sus anhelos. Él, como
siempre hicieron los dioses, concede a sus fieles aquello que más
desean. ¿Y qué desea el hombre en su fuero interno? Placer,
dinero, poder. ¡Sólo una raza de esclavos enajenados puede desear
como premio a su fe el martirio y la abstinencia! -Entonces, se
levantó de golpe y, sin más preámbulos, se despidió- Ahora, si me
disculpa...

Las visiones

Un brillante rastro de sudor sobre el labio superior y en el nacimiento


del pecho denotaban una reciente e intensa actividad física.
Catherine se arrebujaba dentro de la túnica, que cerraba en torno a
su cuerpo como si se tratase de un albornoz, tal vez notando la
diferencia de temperatura entre aquella habitación y las llamas de
placer que minutos antes la habían devorado escaleras abajo. Sin
embargo, sus ojos reflejaban la misma gélida fiereza que había
observado desde el primer momento en que la conocí; como si la
mente que se expresaba a través de ellos se encontrara muy por
encima de las servidumbres físicas. Presentí que aquel espíritu era
demasiado fuerte y mezquino para alojarse sin dificultad en aquel
cuerpo, hasta el punto que parecía sobrepasarlo, anulando, incluso,
la percepción de sus bellas formas. Quizás el alma perversa de
Catherine Deshayes era demasiado potente para poseer un
organismo y pasar desapercibida.

- Así que nuestro investigador prefiere charlar a entretenerse con


actividades menos edificantes -dijo, extrayendo un pitillo de una
cajetilla que, sin saber cómo, había aparecido sobre la mesa.
- Parece que no soy el único -contesté.
- ¿No lo dirás por Demian? -soltó asombrada, casi atragantándose
con la risa- Esos temas le fascinan; pero te puedo asegurar que
ardía en deseos por terminar la conversación y dedicarse a sus
“jueguecitos”.

Aquel sonsonete cínico estaba a punto de sacarme de mis casillas.


No sabía qué me molestaba más, si su actitud arrogante o mis
dificultades para disimular la turbación que me causaba. Pese a
todo, decidí no amilanarme.

- ¿Qué clase de “jueguecitos”?


- Desde el principio se te advirtió de que te portaras bien si querías
recibir una sorpresa; pero has resultado demasiado impertinente.
Por eso Demian decidió mantenerte al margen de algunas
situaciones.

Mientras hablábamos, ella había posado sus manos sobre mis


hombros, bajando por completo mi túnica hasta dejarme la espalda
desnuda. Yo me dejaba hacer, sucumbiendo a aquel agradable
masaje y al fuerte olor que se desprendía de su cuerpo, que sentía
tan cercano al mío. Sus manos estaban tan húmedas que parecían
untadas en aceite y se deslizaban desde mi nuca hasta el final de mi
espalda provocándome un placer indescriptible. Sentía como mi
cuerpo se volvía una masa blanda entre sus manos, que poco a
poco se iban apoderando de él hasta que terminaba evaporándose
entre aquellos dedos que subían y bajaban, desprendiendo un
aroma extraño e hipnotizante.
En poco tiempo, me había abandonado a su poder y mi cerebro
parecía no existir si no era alrededor de sus palabras, de aquellos
labios que exhalaban unas frases que nunca antes había
escuchado, pero cuyo significado tenía un profundo efecto en mi
interior.

En la oscuridad, apenas alcanzaba a reconocer de quien eran los


brazos que tiraban de mi cuerpo hacia sí, hundido como estaba en
aquel océano negro de criaturas gesticulantes, aturdido por
histéricos bramidos que no parecían proceder de gargantas
humanas. Había perdido el sentido de la orientación o, al menos,
eso tenía que ser si no quería admitir que estaba caminando cabeza
abajo. Imágenes en barrido. Zumbidos atronadores que me
desmadejaban a su paso, como un borracho en medio de una
autopista. Y el terror de avanzar a duras penas sabiendo que, a
escasa distancia, era perseguido por aquellas gárgolas demoníacas,
que me rodeaban como las hienas lo hacen con su presa,
apareciendo y desapareciendo, sorprendiéndola y atemorizándola,
hasta conseguir su agotamiento.

Tenía que huir, pero ¿adónde? Mis ojos parecían dos lentes
cóncavas que deformaban cuanto era capaz de percibir y los
continuos golpes y arañazos, me hacían cambiar una y otra vez de
sentido, para no hundirme en el abismo de miembros entrelazados
de aquella marabunta. Al mínimo contacto sentía un dolor en toda la
carne, como si estuviera desprovista de piel, y mi estómago ardía
sumido en violentos estertores que no parecían tener fin. Dedos
hurgándome, dientes mordiéndome, uñas arañándome y puños que
se estrellaban contra mis costados con la fiereza de un mortero
hidráulico, repetitivos e incansables.

De pronto, un espeso líquido surgió de todas partes empapando mi


cuerpo y los de todos aquellos seres que me rodeaban. No tarde
mucho en identificar aquella lluvia ponzoñosa como un gigantesco
bautizo de sangre, que lo teñía todo por igual, confundiéndonos en
una viscosa masa roja. En la cúspide de aquella montaña de
miembros encarnados, alcancé a distinguir a Tanit, sentada sobre
los hombros de Catherine, mientras agitaba en alto el cadáver de un
niño como un espeluznante hisopo que derramaba, en todas
direcciones, los jugos de la desgraciada víctima. Aparté mi vista de
aquel pavoroso espectáculo e intenté alejarme cuanto pude...

Súbitamente, me hallé amarrado con grilletes a un banco. Estaba en


una gran sala con paredes de piedra, ocultas bajo enormes tapices
con motivos heráldicos y religiosos. A los lados se repartían una
serie de largas mesas, ocupadas por escribanos y algunos frailes
dominicos que me observaban con fijeza, la misma que expresaban
a mis costados dos alguaciles que no me sacaban ojo de encima.
En la pared central, presidiendo la escena, bajo una enorme talla de
Cristo en la cruz, un largo palco con tres atriles elevados, tras los
que sobresalían las cabezas de un hombre vestido de negro y otros
dos dominicos, que cuchicheaban entre ellos.

Bajo el gorro con forma de mitra de obispo me escocían las heridas


del brutal trasquilamiento al que había sido sometido; en el que no
había un baño abundante de alcohol para luego prenderlo. Una
camisola amarilla con un aspa roja y otros dibujos bordados cubría
mi cuerpo enflaquecido y con un olor tan pestilente, que un leve
movimiento, producía arcadas en mi propia persona.

No podía creer lo que veían mis ojos: Aquello era un tribunal de la


Inquisición, y yo iba vestido como cualquier reo de la época, con la
coraza en la cabeza y una ultrajante vestimenta llamada sambenito.

Una voz, que al instante reconocí, rebotó el la bóveda de la sala y


se extendió por todo el recinto, atronando los oídos de todos los
presentes que, exceptuándome a mí, no dieron la más mínima
muestra de alterarse.
- A usted se le acusa de hereje, y de creer y enseñar cosas
diferentes a las que la Santa Iglesia cree
-escuché sin oír, pues toda mi atención se hallaba prendida de aquel
rostro que me retaba desde la sombra de una capucha negra. ¡Era
Demian! Demian, enfundado en un hábito blanco y negro de
dominico, y que parecía presidir el tribunal que me estaba juzgando.

Intenté llamarle por su nombre y levantarme del banco; pero un


fuerte manotazo en la boca de uno de los alguaciles me derribó de
golpe, mientras me requería una actitud más respetuosa.

- Usted dice que su fe es cristiana -prosiguió Demian, el inquisidor-,


puesto que usted considera la nuestra como falsa y hereje. Pero le
pregunto, ¿ha creído usted en una fe diferente a la que la Iglesia
Romana declara como la verdadera?

Había leído bastantes transcripciones de procesos inquisitoriales y


sabía de las artimañas que utilizaban los jueces para hacerte decir
lo que no querías; así que procuré ser lo más cauto posible.

- Señor -dije, mostrando la más aparente humildad-, usted sabe que


soy inocente de esto, y que nunca he tenido fe diferente a la del
cristianismo verdadero. Creo la fe verdadera que la Iglesia Romana
cree, la cual usted nos predica abiertamente.

Demian frunció el ceño, lo que parecía indicar que había descubierto


mi estrategia. Y arremetió contra mí de forma más directa; pero
usando deliberadamente una sintaxis compleja que me llevara al
engaño.

- Quizás hay algunos miembros de su secta en Roma, a quienes


usted considera la Iglesia Romana. Yo, cuando predico, digo
muchas cosas, algunas de las cuales son comunes entre nosotros,
por ejemplo, que Dios vive, y usted cree algunas de las cosas que
predico. No obstante usted puede ser un hereje debido a que no
cree otras cuestiones que debieran creerse.

No podía adivinar sobre qué me estaba hablando. ¿Hacía acaso


referencia a nuestra conversación anterior en la casa? Estaba tan
confuso, que me limité a responder con generalidades.

- Creo todas las cosas que un cristiano debe creer.


- Conozco sus artimañas. Lo que los miembros de su secta creen es
lo que usted dice que un cristiano debe creer. Pero malgastamos
tiempo en esta treta. Diga claramente, ¿cree usted en un Dios el
Padre, y en el Hijo, y el Espíritu Santo?
- Creo.
- ¿Cree en Cristo nacido de la Virgen, quien sufrió, fue resucitado, y
ascendió al cielo?
- Creo -seguí contestando; midiendo cuidadosamente cada palabra.
A esas alturas, no estaba, todavía, seguro de si se trataba de un
tribunal de la Inquisición o de una parodia demoníaca para llevarme
al sacrificio.
- ¿Cree usted que el pan y el vino en la misa realizada por los
sacerdotes se transforma en el cuerpo y la sangre de Cristo por
virtud divina?
- ¿No tendría que creerlo? -repuse, temiendo que al decir sí, se
desencadenaría su cólera.
- No le pregunto si debe creerlo, sino si usted lo cree.
- Creo todo lo que usted y los otros doctores me ordenen a creer.
- Esos otros doctores son los maestros de su secta; si yo digo algo
de acuerdo con ellos usted cree en mis palabras; si no, no.
Estaba a punto de volverme loco. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué
habían sido las alucinaciones infernales que había contemplado
poco antes de verme en el banquillo de los acusados? ¿Sería
verdad que había retrocedido en el tiempo y estaba siendo juzgado
por herejía? Tal vez, Demian, me estaba haciendo pasar por lo
mismo que habían soportado sus adeptos durante siglos. Confié en
que no incluyera a la tortura dentro de la experiencia. Mientras tanto,
proseguí el juego dialéctico.
- Creo voluntariamente lo que usted cree, si usted enseña lo que es
bueno para mí.
- Usted lo considera bueno si enseño lo que sus otros maestros
enseñan. Diga, entonces, ¿cree usted que el cuerpo de nuestro
Señor Jesucristo está en el altar?
- Creo que un cuerpo está allí, y que todos los cuerpos son de
nuestro Señor.
- Le pregunto -dijo alzando la voz con tal seriedad, que comencé a
dudar que se tratase del verdadero Demian-, si el cuerpo que está
es el del Señor, que nació de la Virgen, fue colgado en la cruz, se
levantó de entre los muertos y ascendió a los cielos..
- ¿Y usted, señor, usted no lo cree?
- Lo creo enteramente -dijo con convicción, desarmándome por
completo. - Creo de modo igual -respondí, plegándome por
completo a lo confuso de la situación.
- Usted cree que yo lo creo, pero no es eso lo que le pregunto, sino
si usted lo cree.
- Si usted desea interpretar todo que afirmo de otro modo diferente a
lo que en realidad digo simple y llanamente, entonces no sé qué
decir -objeté, sintiendo que tarde o temprano acabaría cayendo en
su trampa-. Soy un hombre sencillo e ignorante. Le ruego que no me
haga tropezar en mis palabras.
- Si usted es sencillo, responda simplemente, sin evasiones.
- De acuerdo.
- ¿Jura entonces que usted nunca ha aprendido nada contrario a la
fe que creemos verdadera?
Aquello era de locos. Sentí deseos de gritarles que todos ellos no
eran más que una maldita pesadilla de la que tarde o temprano
despertaría. Y que a nadie le importaban mis creencias salvo a mi
mismo. Naturalmente, si es que tenía alguna después de
exponerme a aquel galimatías que sólo buscaba mi muerte.
- Si debo jurar, juraré -acepté, presa del agotamiento.
- No le pregunto si usted debe jurar, sino si usted jura.
- Si usted me ordena a jurar, juraré.
- Yo no le fuerzo a jurar, porque como usted cree que todos los
juramentos son ilícitos, usted transferirá el pecado a mí que lo forcé;
pero si usted jura, yo lo escucharé.
- ¿Por qué debo jurar si usted no me lo ordena?
-pregunté sin dejar de escabullirme. Aquello empezaba a
escapárseme de las manos.
- Para poder eliminar la acusación de que usted es un hereje.
- Es que todavía no he comprendido en dónde he cometido herejía.
Demian o el inquisidor, -en ese momento ya no estaba
completamente seguro de nada-, se levantó y, haciendo un gesto de
desagrado, les indicó a los alguaciles que me sacaran del recinto.
Parte 2: La lucha que no cesa

Explicaciones en la retaguardia

Madrid. Hospital de la Paz. Planta de Traumatología. Recuperado el


conocimiento, pasados tres días del ingreso, me pude enterar que
había sido recogido a las afueras de la capital con manifiestas
señales de haber recibido una fuerte paliza. Mi piel estaba plagada
de arañazos y se observaban varios hematomas con hemorragia
interna en la zona lumbar. Pero lo que más les extrañaba a los
médicos era la escasa cantidad de sangre detectada en mis venas y
la presencia de atropina, un poderoso alcaloide que se encuentra en
plantas como la belladona, la mandrágora y el beleño.

La ausencia de documentación y aquella situación anómala hicieron


pensar a la policía que debía de ser un vagabundo, al que unos
desaprensivos le habían extraído una gran cantidad de sangre,
después de drogarlo. “Un poco más y no lo cuenta”, había dicho el
internista, sin reparar en que le estaba oyendo.

El inspector Molina estaba muy interesado en mi recuperación.


Tenía que formularme algunas preguntas sobre el contenido de una
pequeña libreta, hallada a escasos metros de donde me habían
encontrado, en la que figuraban los nombres de varias
organizaciones satánicas: “Diablo Vanidad 69”, “Hijas del Halo de
Belcebú”, “Toro-Vaca”, “Orden Iluminati”, “Templo de Set”, etc.
Aquella larga lista de nombres, algunos desconocidos para la propia
policía, mencionaba a muchas de las sectas más peligrosas que
operaban en ese momento en España. La falta de sangre en mis
venas, le sugería a Molina un síntoma de la moda, cada vez más
extendida, de adeptos al vampirismo.

- Veamos. Dígame su nombre y cuénteme que relaciones ha


mantenido usted con los círculos satánicos.
Por un momento, llegué a creer que aún me encontraba frente al
tribunal medieval y que la cosa iba más en serio.

- Le he dicho que juraré lo que usted quiera.


- ¿Cómo dice? -preguntó extrañado el inspector.
- Discúlpeme. Es que la cabeza todavía me da

vueltas y, por momentos, me olvido de dónde estoy.


- Le preguntaba por su nombre y qué relación
tiene con los grupos satanistas. ¿Pertenece usted a
alguna secta? ¿Le tenían amenazado?
- Ya le he dicho que estoy muy confuso. No sé si
lo que recuerdo ha pasado de verdad o sólo lo he soñado.
- ¿Y la libreta?
- No sé de qué libreta me habla -respondí,
sabiendo que la única manera de zafarme de todo aquel
jaleo era manteniéndome al margen. Demian y los suyos
me habían demostrado de manera muy convincente que
no se andaban con chiquitas. Aquello sólo era una
advertencia para que me ciñera a lo pactado. Y yo no
pensaba separarme ni un centímetro. Molina se impacientaba
visiblemente. La mancha amarilla que cubría sus dedos, denotaba
que la prohibición de fumar le estaba haciendo trizas los nervios; y
esa ansiedad la traspasaba entera a un bolígrafo que hacía
girar con la habilidad de una majorette.
- Esta bien. Veamos si una imagen le dice algo
más. ¿Le suena de algo esta chica? -me tendió una foto
de una muchacha peinada con una coleta y un poco
maquillada para la ocasión; la típica foto de estudio que
uno puede encontrarse en cualquier aparador de familia,
junto a la de la comunión de los gemelos y el retrato de
los abuelos en su viaje a Lourdes. No había ninguna
duda. Tal vez, con un año menos y un aspecto más inocente; pero
en sus ojos ya comenzaba a reflejarse ese
frío mohín que yo había presenciado hacía tan poco
tiempo. En efecto, era Tanit. Y por las indicaciones de
Molina, supe que se le había perdido el rastro desde
hacía medio año. Al parecer, sus padres no habían
detectado nada, pese a que últimamente frecuentaba la
compañía de un grupo de adolescentes bastante siniestros,
aficionados a desplazarse los fines de semana
hasta Valencia, donde realizaban fiestas nocturnas en las playas de
la zona. El cabeza de familia era un importante industrial, muy
relacionado con el partido en el poder, y el asunto tenía prioridad
absoluta. Varias llamadas de la propia implicada, habían dejado
bastante claro que no se trataba de un secuestro, sino, más bien,
que había sido captada por un secta en la que afirmaba encontrarse
perfectamente integrada; y amenazaba con revelar a la prensa
ciertos asuntillos de su padre si no la dejaban en paz. La familia
estaba desesperada. Sobre todo, desde que la idea de un alto
rescate monetario fue rechazada con burlas por los nuevos
amiguitos de su hija. Según parece, la Interpol llevaba varios años
tras la pista de una secta formada por gente de elevada posición;
algunos de ellos, procedentes de la americana “Iglesia de Satán”,
tras la muerte de su fundador Anton Sandor La Vey.

El físico de Molina no tenía nada de particular. Al igual que un


muñeco sin pilas, se limitaba a pasar desapercibido en un rincón,
mientras yo le daba algunas indicaciones que, estaba seguro, no le
iban a servir de mucho. Solamente, cuando de improviso algo
inquietante pulsaba el interruptor de su mente, el muñeco
comenzaba a moverse gesticulando de forma exagerada, sin mirar a
nadie ni a nada, tropezando contra los muebles en sus idas y
venidas por la habitación del hospital.

- Todo lo que le he contado, inspector, es material caduco. Puede


investigarlo si quiere, pero estoy seguro de que no encontrará el
más mínimo rastro. Ya le dije que disponían de las mejores
infraestructuras y, a estas alturas, sabe Dios en qué país estarán.

Molina, se rascaba con perseverancia cada centímetro de su


cabeza; a la vez que depositaba una mirada desdeñosa sobre mí.

- La culpa de todo lo que pasa la tiene gente como usted.


Escribiendo sobre esas pandillas de tarados no consiguen otra cosa
que excitar la imaginación de los jóvenes. Y luego, pasa lo que
pasa. A veces pienso que, por mucho que digan, ustedes no son
más que su aparato de propaganda.

En realidad, pensaba que Molina estaba siendo demasiado


condescendiente. La sensación que yo tenía en aquel momento, era
la de ser un perfecto imbécil, un inocente que, llevado por el
entusiasmo, no había sabido medir las consecuencias de todo
aquello y se había convertido en un divertimento para burgueses
degenerados. “Seamos serios”, había comentado Demian; pero él
mismo no había podido contenerse y continuar aquella
conversación, abandonándose enseguida a sus bajos instintos.

Y luego la artimaña de Catherine, untándome con el mismo


ungüento que utilizaban las brujas, para que el potente alucinógeno
penetrara por mi piel. ¡Me sentía tan estúpido! Imagino sus risas
mientras manipulaban las alucinaciones de mi mente a su antojo.
¡Sabe Dios lo que hicieron conmigo! La juerga debió ser buena, a
juzgar por los arañazos y magulladuras que salpicaban todo mi
cuerpo. Y luego Catherine. ¿Cómo no se me ocurrió que aquella
apariencia albina podía obedecer a sus costumbres noctámbulas.
¿Así que la despampanante señora pertenecía a esos que ahora
juegan a ser vampiros? Seguramente, debió beberse un buen trago
a mi salud.

La visita del guerrero


Quince días después, y casi recuperado por completo, ocupaba mi
tiempo en poner orden en aquellos acontecimientos, amparado por
el anonimato de un discreto hostal en el centro de Madrid. El
continuo ajetreo de turistas me permitía entrar y salir sin llamar la
atención, en mis desplazamientos diarios a un “ciber” cercano,
desde el que intentaba averiguar si, en el lado oscuro de la red, se
hacía alguna referencia a los personajes que yo había conocido.
Decepción total. No sólo no aparecía ninguna alusión a Catherine,
Tanit y el grupo, sino que Demian había borrado las pequeñas
huellas por las que yo le había localizado.

Durante una semana navegué por un mar que ofrecía una calma,
más bien, sospechosa. Algunas páginas no se podían abrir;
casualmente, aquellas que siempre habían ofrecido mejor
información; y las accesibles, mostraban el escaparate habitual de
diablillos animados, secciones porno y conceptos generales. Alguien
había dado unas instrucciones muy precisas para que todo se
mantuviese en calma por un tiempo.

Cuando ya estaba a punto de rendirme y regresar a mis cuarteles de


invierno, surgió la luz entre aquel revoltijo de tinieblas. En una web
italiana, dedicada al esoterismo cristiano, se hacía referencia, de
pasada, a las denuncias de un monje franciscano, sobre las
actividades satánicas de un sacerdote renegado. No me faltó ni un
minuto para ponerme en contacto con ellos y reclamarles toda la
información disponible sobre el tal P. Girolamo Carrandi, que así se
llamaba el denunciante.

Como suele suceder en este prodigioso mundo de Internet, la


información no tardó en llegar. El padre Carrandi era un párroco
apenas conocido que había saltado a las páginas de algunos diarios
por su denuncias sobre aquellos que hacían un uso fraudulento del
sagrado oficio de exorcista. Junto a sus llamadas de atención sobre
la actividad de los que él denominaba “soldados de Satán”, había
señalado con mucha antelación las sospechosas actividades de
Monseñor Milingo, arzobispo de Lusaka, Zambia, que había sido
trasladado a Roma por su utilización de las prácticas tradicionales
africanas de brujería medicinal y una aplicación muy sui géneris del
exorcismo, basándolo en un equívoco culto de la personalidad.
(Mientras escribo estas líneas, recorre el mundo la noticia de que
Milingo se ha casado con una experta en acupuntura coreana, por el
rito de la secta Moon, lo que le ha valido la excomunión y la pérdida
de su condición de sacerdote).

----------------

Aquí termina la experiencia, que hemos narrado en primera


persona, según el testimonio de un joven periodista de investigación
en prácticas, cuyo verdadero nombre no ha querido, por razones
evidentes, que fuera divulgado.
Parte 3- Parafernalia satanista hoy, y varios
contactos.

El siglo XIX está llamado a ser el comienzo de una nueva era, “la
era de la comunicación”. Evidentemente en plena edad medieval
constituía todo un riesgo para estos adoradores del diablo el ir en
busca de nuevos adeptos para su religión o secta. El tener que
tratar con las personas cara a cara, siempre supuso un riesgo muy
grande. Hoy en día, los medios divulgativos permiten reclutar
nuevos adeptos sin el más mínimo esfuerzo o peligro.

Internet es un escaparate perfecto (no hay reglas, no hay límite, no


hay control) el anonimato está asegurado en un alto porcentaje, y el
número de usuarios se incrementa anualmente de forma vertiginosa.
Si durante los siglos XVI y XVII, la Iglesia Romana veía en America
una tierra virgen con miles de almas que convertir para su Dios, el
mismo concepto tienen estas sectas de los millones de usuarios que
se conectan a la red.

Como bien hemos explicado con anterioridad, estas páginas web


son creadas y administradas por simples siervos de estas religiones
ocultas. Son como antaño eran los monjes franciscanos que
pregonaban la Biblia entre las tribus aborígenes del Amazonas con
más de una pérdida por parte de la Iglesia, sin que ello pareciera
enturbiar lo más mínimo la tranquila vida de los obispos y demás
cardenales europeos, a salvo y seguros en sus catedrales y
abadías.

Creemos conveniente aclarar esto, para que la gente tenga en


cuenta que en estas páginas web solamente van a contactar con los
peones (tal como piezas de ajedrez) que son el escalafón más bajo
de una organización gerárquica de muy difícil acceso (no es fácil
llegar a lo más alto empezando desde la base).
Así, de la misma manera que existen estas páginas web de fácil
acceso, nos consta de la existencia de otras páginas que no se
encuentran en los buscadores, y con claves de acceso para poder
entrar en ellas y saber cuando será la próxima “fiesta privada” que
organiza cualquiera de estas sectas.

No es nuestra intención el asustar al lector si decimos que lo que


usted se puede encontrar en internet o escuchar en los noticiarios
sobre supuestos raptos a manos de sectas satánicas, son algo muy
similar a un iceberg, del cual sólo el 10% flota visiblemente por
encima del agua.

Los diseñadores y administradores de estas páginas saben que la mayoría de los usuarios
de internet son jóvenes adolescentes, así pues intentan captar su atención con frases
directas e
imágenes atractivas para estos futuros adeptos.
Parece evidente que la mezcla de sexo y ocultismo funciona bastante bien como reclamo,
ello lo deducimos de la gran
cantidad de “páginas pricipales” que siguen este patrón.

El poder captar al mayor número de personas es el objetivo de muchos de estos lugares; y


si bien algunos de estos sitios pueden llegar a parecer poco serias e incluso cómicas o
patéticas, no por ello dejan de hacer su pequeña aportación de futuros adeptos.
Esas ansias de reveldía contra lo establecido suele ser el punto débil del que se suelen
aprovechar muchas de estas sectas para captar nuevos adeptos entre la clase más joven
de la sociedad, ya sea para ejercer de sirvientes o de captores entre los suyos, es evidente
que estas sectas no tienen el mismo trato con dos adeptos si uno es de una clase social
superior al otro.
Tratar de mostrarse como una institución limpia y transparente es un método que suele dar
buenos resultados cuando el futuro miembro es una persona indecisa y no tiene muy claro
lo que está haciendo.
Los contadores de visitantes de una página se pueden “trucar” fácilmente, y una página
que es visitada por un gran número de personas tranquiliza al visitante, mostrándole y
haciéndole entender que “tanta gente no puede estar equivocada”, y que por tanto “no es
tan malo como algunos lo quieren hacer ver”.
En muchas de estas páginas se ofrece información gratuita de cómo realizar un conjuro de
invocación menor, así como
enlaces a otras páginas o venta de productos satánicos.
Consejos y pequeñas introducciones a la invocación son muy comunes en este tipo de
escaparates de esta religión en alza. ¿Qué mejor forma de captar nuevos adeptos que una
pequeña muestra de poder?.
Si una de las mayores preocupaciones de los adolescentes (las del sexo femenino en
especial) es el atraer la atención del sexo opuesto, ¿Qué mayor reclamo para estas
jóvenes
inicadas que una solución “mágica” a sus pretensiones?.
Ciertos rituales satánicos son explicados en muchas de estas páginas, pero la mayoría
resultan infructuosos por tratarse de burdas copias de libros esotéricos de dudosa
reputación en el mundo de la magia negra.
Referencias a la historia de las sectas satánicas son muy comunes en estos escaparates
de internet. Aunque si la
Iglesia Católica lo enfoca todo desde su punto de vista, los de las sectas satánicas no iban
a ser menos.
La preparación de pócimas, elixires, ungüentos, así como bebidas y comidas en general
con ciertos poderes añadidos a los meramente alimenticios, también son explicados en
estos lugares.
Las referencias hacia el “Necronomicón” en estas páginas es una constante. Todo esto le
da un ambiente un tanto
romántico al satanismo, pero, al igual que la base submarina del capitán Nemo, no es más
que la invención de otro de los grandes escritores de ciencia ficcición que la literatura
universal nos ha dado. Nos referimos obviamente a que se trata todo de una invención de
Edgar Allan Poe.
Como en toda página de internet que se precie,
encontraremos una sección dedicada a enlaces o “links” a otras páginas del mismo tema
con documentación distinta o cuando menos con presentación distinta.
Existen varias páginas que fueron creadas como punto de unión entre varios pequeños
grupos satánicos dispersos por todo el planeta pero que les une una devoción afín al
mismo ser.
Muchos de estos enlaces nos terminan conduciendo a otras páginas dedicadas a todo tipo
de pornografía, de donde estas sectas sacan gran parte de sus fondos económicos; y
como muchos de los seguidores de estas sectas, con quienes hemos mantenido contacto,
sostienen; “Si la Iglesia Católica se aprovecha del trabajo, en monasterios y escuelas, de
sus siervas (monjas) para sacar provecho económico, ¿por qué no ibamos nosotros a
aprovecharnos del trabajo de las nuestras, aunque este sea distinto?”
Las tiendas de “souvenirs” demoníacos también son un buen reclamo para poder llenar un
poco las arcas de estas sectas, y es que tal como están los tiempos, la fe ya no mueve
montañas, el dinero sí. Aunque no hay nada nuevo bajo el sol, pues el movimiento
protestante empezó en el siglo XVI por la venta del perdón celestial para los creyentes, a
cambio de donaciones de dinero para la Iglesia de Roma.
Son muchos los de la opinión de que estos escaparates del mundo satánico deberían
suprimirse, pero lo mismo intentó hacer la autoritaria Iglesia Católica siglos atras, y todos
conocemos los resultados de una persecución, represeión y ajusticiamiento brutal. Por eso
creemos que lo mejor que se puede hacer es la explicación y desmitificación de lo oculto.
Evidentemente no todas las páginas web relacionadas con el mundo satánico están
ideadas para captar adeptos, las hay que, al igual que este libro, sólo intentan dar una
explicación a algo que por tabú nos ha sido ocultado durante milenios.
Parte 4- Para los amantes de lo clásico
Lo mismo que en los cultos de todas las religiones hay ceremonias tradicionales que se
mantienen inmutables a través de los siglos, o al menos con pocos cambios, en los
satanistas hay una serie de ceremonias que se mantienen desde tiempos inmemoriales.
Las más llamativas y, al menos teóricamente, importantes, son las invocaciones directas a
Satanás, al príncipe de las tinieblas y el resto de seres diabólicos; bien para solicitar su
presencia o recibir algún favor o poder inmediato. Se trata de los grimorios de invocación y
protección, tan conocidos por el gran público por sus frecuentes (e incorrectas) apariciones
en las películas cinematográficas de terror. Aquí seleccionamos la aplicación moderna de
algunos de los más corrientes y extendidos entre los practicantes actuales.

Si se va a efectuar un pacto con algún espíritu, hay que saber que no existirá pacto alguno
sino le es entregada cualquier cosa de nuestra pertenencia (por lo general el valor de esta
cosa tendrá que ser equivalente con el valor de nuestra petición) y, sobre todo, hemos de
estar bien alerta.

Según la magia negra clásica, existen tres espíritus malignos superiores, que son Lucifer,
Belcebú y Astarot; estos tienen distintas áreas de influencia, siendo Lucifer el mal supremo
en los continentes europeo y asiático, mientras que Belcebú influye sobre el continente
africano y Astarot sobre el americano.

Gerárquicamente por debajo de estos tres espíritus malignos superiores existen gran
infinidad de demonios a su servicio, de entre los cuales destacamos y explicamos breve

mente a dieciocho de ellos, no porque sean los más poderosos de estos demonios, sino
porque son los más utilizados en las invocaciones de brujería:

Glauneck: Tiene poder sobre las riquezas y puede ayudar tanto a encontrar tesoros
escondidos como a darnos ese golpe de suerte necesaria para conseguir una buena
cantidad de dinero.

Musisin: Tiene poder sobre reyes, políticos y embajadores. Es el demonio del poder
político y mando sobre masas, que muestra quienes son nuestros aliados y nuestros
enemigos.
Bechaud: Tiene poder sobre ciclones, tempestades y en definitiva sobre las fuerzas
climatológicas.
Frimost: Tiene poder tanto sobre las mujeres como sobre los hombres, y ayudará a quien
lo invoque a que estén siempre dispuestos a satisfacer sus deseos.
Klepoth: Ayuda a comprender todo tipo de sueños y de visiones.
Khil: Tiene poder sobre la tierra, pudiendo provocar grandes terremotos y erupción de
volcanes.
Mersilde: Posee el poder de transportar a cualquiera a donde se le ordene y en el instante.
Clisthert: Hará que el día se vuelva noche y viceversa en el momento en que se le ordene.
Sirchade: Puede mostrar todo tipo de seres naturales y sobrenaturales.
Segal: Hará que se produzcan toda clase de prodigios.

Hicpacth: Tiene el poder de conducir ante su presencia a cualquier persona por muy lejos
que se encuentre.
Humots: Uno de los demonios de la sabiduría, quien podrá conseguirnos el libro que
deseemos.
Frucissière: Tiene el poder de viajar al mundo de los muertos y traerlos a la vida.
Guland: Provoca toda clase de enfermedades en nuestros adversarios.
Surgat: Tiene el poder de abrir toda clase de cerraduras y descifrar toda clase de enigmas
o códigos.
Morail: Tiene el poder de la invisibilidad y puede hacer

que cualquier cosa desaparezca a la vista de los demás.

Frutimière: Puede preparar cualquier clase de fiesta o divertimiento para el invocador.


Huictiigaras: Tiene el poder de provocar el sueño o el insomnio sobre la persona escogida
por el invocador.

Cómo ya hemos explicado, cuando se hace un pácto con un espíritu hemos de saber que
nos va a exigir una compensación acorde, incluso puede que excesiva, pero como mínimo
equivalente.
Un reclamo fácil y sencillo puede ocultar algo interesante.

Círculo de protección para el invocador.


Por orden de izquierda a derecha, los grimorios de invocación de Lucifer, Astarot y
Belcebú.
El gran pentáculo de Salomón, es quizas el más visto de todos los grimorios de invocación.
Su poder de invocación es muy grande, pudiendo ser

utilizado para invocar a cualquier ser de las tinieblas y tal como afirmó el Papa Honorio “Si
deseas la presencia de uno de estos espíritus, nombralo y él aparecerá”.
A estos símbolos hay que añadir la pronunciación de los conjuros así como el correcto
movimiento de todas las partes del cuerpo del conjurador, no siendo hecho esto igual por
parte de cada uno, ya que, por así decirlo, “cada maestrillo tiene su librillo”.

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