Abrió el cartapacio y leyó el epígrafe del primer folio: «Elena de Céspedes, alias Eleno. Cirujano. ¿HERMAFRODITA?». En ese momento oyó ruido abajo, en el patio. Dejó los anteojos sobre la mesa, se acercó a la ventana y la abrió para asomarse. No tardó en aparecer el reo. Desde arriba no alcanzaba a verle la cara. Tal como indicaba el documento que acababa de firmar, iba vestido de hombre. Se preguntó si lo era en realidad o pertenecía al sexo opuesto, o disponía de ambos, siendo hermafrodita. Su estatura y bulto resultaban grandes para mujer, aunque regulares para varón. La cabeza, agobiada; los cabellos, negros y cortos, con un poco de melena. Cuando Céspedes alzó el rostro, Lope de Mendoza pudo ver su color moreno, de membrillo cocido. No era hermoso, aunque sí de finos rasgos. Y traía compuesta en él una dignidad más bien rara en quienes pasaban por aquella puerta, que solía infundir pavor. El reo desapareció de su vista al salir del patio y entrar en la cárcel. Antes de cerrar la ventana, reparó en la planta que se agostaba sobre el alféizar. Fue a buscar la jarra para regarla. Sólo había otro ejemplar en toda España, en el jardín botánico instalado en Aranjuez por Felipe II. Era el regalo de un viejo amigo de Mendoza, el doctor Salinas, traído desde América. Una de tantas maravillas venidas de allí, que arrojaban nuevas luces sobre los tiempos que les tocaba vivir. También, nuevas dudas. Mientras la tierra sedienta de la maceta absorbía el agua, se preguntó si aquel reo no sería otro de esos cambios a los que deberían acostumbrarse. Los descubrimientos de allende el océano alteraban a cada paso el orden en el que se había petrificado la Península desde tiempo atrás. Aquel mundo en expansión empujaba a los más audaces a reacomodar sus orígenes, identidades y destinos. Vuelto a la mesa, se aplicó sobre el legajo, que debía sustanciar de inmediato. Al día siguiente empezarían los interrogatorios. Sólo contaba con el resto de la jornada y esa noche para asumir lo instruido por el juez en la villa de Ocaña. «Ya se ha perdido mucho tiempo allí —admitió—. Aquí, en Toledo, se esperará que procedamos de otro modo». Era inevitable, dada la formidable maquinaria del tribunal que presidía. Su jurisdicción alcanzaba a más de un millar de pueblos y dos millones de almas, en el mismo corazón de Castilla. Una nube de funcionarios estrangulaba sus recursos entre fiscales, abogados de prosos, receptores, calificadores,