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Colección de la Unidad

Jorge Jorge Abelardo Ramos (1921-

Jorge Abelardo Ramos


Presentamos en este nuevo volumen de la Colección de la Unidad
Sudamericana
Sudamericana una selección de las ideas esenciales de Jorge 1994) fue profesor universitario,
Ministerio de Relaciones Exteriores de
la República Argentina
Abelardo Ramos, un pensador que ha puesto en discusión el origen Abelardo Ramos historiador, periodista, político,
editor y uno de los más brillantes
mismo de nuestra nacionalidad. Como escribía en el inicio de su
intelectuales que inspiraron
recordado libro Las masas y las lanzas: “Somos un país porque
Introducción a la
Juan Domingo Perón el pensamiento nacional
América Latina: unidos o dominados no pudimos integrar una Nación y fuimos argentinos porque latinoamericano en el siglo XX.
Manuel Ugarte
La Patria Grande
fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama
y la clave de la revolución que vendrá”.
América Criolla Fue uno de los muy escasos
representantes de la izquierda
Jorge Abelardo Ramos argentina que, ya desde 1945,
Introducción a la América Criolla
El conjunto de su obra estuvo dedicado a la lucha por la unidad
reivindicó al peronismo como
continental. Estaba convencido de que era necesario reintegrar a un movimiento nacional
Miguel Ángel Barrios
Perón y el peronismo en el la América Criolla su conciencia histórica perdida y sabía que no se antiimperialista. A los 28 años
sistema-mundo del siglo XXI
trataba ésta de una tarea sencilla. Alguna vez dejó una definición publicó su primer libro, América

Introducción a la América Criolla


Salvador Cabral impecable para quienes hoy seguimos soñando con la Patria Latina: un país, secuestrado por la
Revolución y crisis en el Mercosur Policía Federal. Luego publicaría,
Grande: “Una gran época define su carácter por el tamaño de las
Alberto Methol Ferré entre muchos otros libros,
empresas que son capaces de concebir sus contemporáneos”.
Estados continentales y La alianza Revolución y contrarrevolución en
argentino-brasileña Con estas páginas que publicamos hoy, con este libro de Ramos la Argentina (1957) e Historia de
en particular y con toda la Colección de la Unidad Sudamericana
Co l ecció n d e l a U nid ad Sud am e r i ca n a la Nación Latinoamericana (1968),
José Martí
Nuestra América y otros escritos quizá sus obras más influyentes en
en general, pretendemos contribuir a la conformación de una
Graciela Maturo conciencia nacional sudamericana en las nuevas generaciones del la formación intelectual de varias
La identidad latinoamericana generaciones a lo largo de todo
continente.
Carlos Montenegro el continente. A nivel político fue
Las inversiones extranjeras en el inspirador en la Argentina de la
América Latina
Santiago Cafiero corriente conocida como Izquierda
Juan Bautista Alberdi Nacional y fundador de partidos
El crimen de la guerra y otros textos como el Partido Socialista de la
sobre el Paraguay
Izquierda Nacional (PSIN), el Frente
José María Torres Caicedo de Izquierda Popular (FIP) y el
La Unión Latinoamericana Movimiento Patriótico de Liberación
Sudamérica en la diversidad (MPL). Dos veces candidato a
(Compilación) presidente de la República, en
Celso Amorim
Pedro Godoy Perrín 1989 fue nombrado embajador en
Simón Rodríguez México, cargo que ejerció hasta
José Vasconcelos
Benjamín Carrión
1992, cuando fue desplazado por
Andrés Solís Rada diferencias políticas. Antes de su
Darcy Ribeiro
fallecimiento, convocó a sus amigos
Rufino Blanco Fombona
Pablo Gentili y compañeros a incorporarse al
Antonio Cafiero peronismo.

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AUTORIDADES

Presidente de la Nación Argentina


ALBERTO FERNÁNDEZ

Ministro de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto


CANCILLER SANTIAGO CAFIERO

Secretario de Relaciones Exteriores


EMBAJADOR PABLO ANSELMO TETTAMANTI

Directora de Asuntos Culturales


PAULA VÁZQUEZ
Jorge
Abelardo Ramos

Introducción a la
América Criolla

Col ecci ón de l a Unida d Sudamericana


Ramos, Jorge Abelardo
Introducción a la América criolla / Jorge Abelardo Ramos. - 1a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Relaciones Exteriores
y Culto, 2023.
154 p. ; 23 x 16 cm. - (De la unidad sudamericana)

ISBN 978-987-1767-45-8

1. Literatura Argentina. 2. Historia de América del Sur. I. Título.


CDD 306.098

© 2023, Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto

Primera edición: julio de 2023

Coordinación general: Paula Vázquez, Directora de Asuntos Culturales


Curaduría general de la colección: Víctor Jorge Ramos

Realización gráfica: Editorial Universitaria de Buenos Aires


Diseño de tapa: Alessandrini & Salzman

Este libro fue impreso en los talleres de Multigraphic, Av. Belgrano 520,
Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en noviembre de 2023.
Tirada 300 ejemplares.

Impreso en Argentina
Hecho el depósito que establece la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su alma-


cenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopia u otros
métodos, sin el permiso previo del editor.
PRÓLOGO
LA AMÉRICA INDIA, IBEROAMERICANA,
NEGRA, MESTIZA Y CRIOLLA

Santiago Cafiero

C
uando este año llegaron a Buenos Aires los presidentes de
la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC), tuve la oportunidad de obsequiar a cada uno
de ellos el libro de Jorge Abelardo Ramos, Historia de la Nación
Latinoamericana.
Para varios fue una sorpresa, ya que en este tipo de encuentros
se suele regalar por gentileza o protocolo algún souvenir de ocasión,
una carpeta o folletos más o menos institucionales, más o menos
ostentosos. Casi nunca, una obra de contenido político tan marcado.
En aquel momento me resultó más interesante la idea de entregar a
los mandatarios un texto donde se reunía en una sola la historia, la
de todos nosotros, los latinoamericanos.
En definitiva, la CELAC, como la Unión de Naciones
Suramericanas (Unasur) y el Mercado Común del Sur (Mercosur),
constituyen los intentos más sustanciales que hemos podido
construir en torno a los ideales integracionistas desde las guerras
de la independencia. Quizás no estemos tan lejos de la unidad
continental que necesitamos. Bien sabemos de los obstáculos e
intereses contrarios a la integración que se han debido superar
en el camino.
De esas ofensivas y embates contra la unión y asociación de
nuestros Estados ya dieron sobrado testimonio los tres grandes
Libertadores de América (Simón Bolívar, José de San Martín y José
Gervasio Artigas), quienes luego de cumplir tan gloriosa misión
sufrieron persecuciones, atentados, el ostracismo y el exilio. Y tam-
bién los luchadores y pensadores que a lo largo de los siglos XIX y
XX llevaron adelante esas banderas integradoras y por ello fueron

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Prólogo. La América india, iberoamericana, negra, mestiza y criolla

castigados por la intelligentzia de las grandes metrópolis del conti-


nente y los “círculos rojos” que las sostienen.
Justamente por describir la mezquindad de esas oligarquías por-
tuarias de América Latina, Jorge Abelardo Ramos es considerado en
muchas de las academias y casas universitarias de nuestro continente
como un escritor “maldito”, tan censurado por las historiografías
oficiales como antes lo había sido su precursor Manuel Ugarte.
Pero esa censura se originaba la mayoría de las veces en que el
Colorado (como se lo conocía) “desorientaba a muchos”, al decir de
Horacio González, en especial a los representantes de una elite su-
puestamente ilustrada que miraba con desprecio e incomprensión
a los movimientos e ideas reales de un pueblo real en una Nación
fragmentada pero real. A algunos de esos censores los describía bien
Arturo Jauretche como el “medio pelo” argentino.
No era, claro, el caso de Jauretche, que admiraba a Ramos y siem-
pre lo destacaba como “el único marxista con sentido del humor”.
O de Ernesto Laclau, que lo reivindicaba por “la originalidad de su
intervención teórica y el coraje político para nadar contra la co-
rriente y dar apoyo crítico al peronismo”. O de Juan José Hernández
Arregui, que lo consideraba “el más influyente de los representantes
de la izquierda nacional”. O de tantos otros, porque fueron más de
una generación los que entraron a la política y el debate de ideas a
partir de las lecturas de sus obras.
Su vida política se inició en sus años juveniles y le tocó estar una
tarde de octubre de 1945 en la Plaza de Mayo y presenciar cómo una mul-
titud enardecida rescataba de la prisión a un coronel rebelde y tomaba
el camino del fin de la Década Infame y el comienzo de una nueva era.
Junto al grupo que lo acompañaba, se distanciaron de la izquier-
da tradicional y se colocaron del lado del naciente movimiento bajo
la retórica del apoyo crítico. Creó el concepto de Izquierda Nacional,
apoyó a aquellos dos primeros gobiernos peronistas y, después de
1955, hizo de la lucha contra la proscripción una de sus banderas
fundamentales. Luego formaría dos partidos políticos, el Frente de
Izquierda Popular (FIP) y el Movimiento Patriótico de Liberación
(MPL), siempre integrando el movimiento nacional.
Cuando visitó a Perón en Madrid, en 1968, el general exiliado le
insistió para que se afiliara al justicialismo; y le dijo, con su cono-
cido humor socarrón, que si no lo hacía, él se afiliaría a la Izquierda
Nacional. Un poco después, en 1973, el FIP aportaría más de 900 mil
votos al regreso del General a la Presidencia de la República.

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Introducción a la America criolla

Presentamos en este volumen de la Colección de la Unidad


Sudamericana una selección de las ideas esenciales de un pensador
que ha puesto en discusión el origen mismo de nuestra nacionalidad.
Como escribía en el inicio de su libro Las masas y las lanzas: “Somos
un país porque no pudimos integrar una Nación y fuimos argentinos
porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro
drama y la clave de la revolución que vendrá”.
El conjunto de la obra de Abelardo Ramos está vinculada a la
América criolla. Sostuvo en su libro Crisis y resurrección en la li-
teratura argentina que el imperialismo realizaba su más profunda
penetración a través de un sistema de colonización pedagógica y
que la cultura funcionaba necesariamente en las semicolonias con
aliados nativos indispensables.
Al respecto, en el curso de una conferencia que dictara en Rímini,
Italia, en 1984, Ramos decía: “El imperialismo triunfará en la cabeza
de los latinoamericanos, sean de derecha o de izquierda, en tanto los
latinoamericanos conciban todas las fórmulas de redención, aun las
más atrevidas, excepto unirse en Nación o Confederación de Estados.
Un siglo de dispersión ha logrado borrar en la memoria histórica
colectiva que las veinte provincias deben confluir en la gran Nación
o privarse de un destino”.
“Reintegrar a la América Criolla su conciencia histórica perdida
–continuaba en el mismo encuentro—, quizá sea una aventura tan
azarosa como aquella que emprendieron Cristóbal Colón y Américo
Vespucio”. Y terminaba con una provocadora sentencia que me gusta-
ría adoptar para quienes hoy seguimos soñando con la Patria Grande:
“Una gran época define su carácter por el tamaño de las empresas
que son capaces de concebir sus contemporáneos”.
Con estas páginas que publicamos hoy, con este libro de Ramos
en particular y con toda la Colección de la Unidad Sudamericana en
general, pretendemos contribuir a la conformación de una conciencia
nacional sudamericana en las nuevas generaciones del continente.

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REDESCUBRIMIENTO DE UGARTE

T
engo en mis manos un retrato amarillento y algo borroso, de
ambigua retícula. Una muchacha francesa, con una chispa ma-
liciosa en los ojos, observa arrobada a un criollo sereno, bien
plantado. Es su marido. Joven todavía, en su pelo rizado se advier-
ten canas. El criollo, de traje, corbata y ancho cuello de camisa a la
moda, luce bigotes recortados a la 1914 y un aire formal. Ella se llama
Therese. El marido es Manuel Ugarte, un argentino en el destierro. La
escena se fija en un solemne estudio de Niza. Son años felices. Las
catástrofes del siglo XX aún se incuban en el inescrutable porvenir.
Pero Ugarte vive su estadía europea con melancolía.
No era para menos, pues en la irresistible Argentina del
Centenario, orgullosa y rica, el emporio triguero del mundo, no
había lugar para él. No solamente porque, como decía Miguel Cané,
escribir una página desinteresada en Buenos Aires equivalía a reci-
tar un soneto de Petrarca en la Bolsa de Comercio, sino a causa de
que Ugarte iría a desenvolver su vida contra la lógica de la factoría
euro-porteña: era socialista, aunque criollo y católico; argentino,
pero hispanoamericanista. Si bien es cierto que lucharía por la
neutralidad en las dos grandes guerras inter-colonialistas del siglo
debería hacerlo contra la opinión dominante del “rupturismo” demo-
izquierdista favorable a las potencias “democráticas”; más tarde,
asumiría la defensa de la industria nacional y de la clase obrera en
un país agropecuario, librecambista y antiobrero. En fin, al final de
su vida, apoyó al Coronel Perón y fue su embajador en México. La
obra de Ugarte no fue publicada nunca en la Argentina. El único libro
que vio la luz entre nosotros lo publiqué yo en 1953 cuando Ugarte
había muerto ya hacía dos años.

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Redescubrimiento de Ugarte

En realidad, se había convertido en “un muerto civil” mucho


tiempo antes. Sin el respaldo de un partido, de una capilla, de los
grandes diarios, o del “orden vigente”, ningún editor manifestó nunca
el menor interés por publicar algún libro de Ugarte. Semejante ma-
ravilla se explica porque la formación del gusto público, en 1914 o
en 1985, corría por cuenta de los intereses creados por la oligarquía
anglófila y su dócil clientela de la clase media urbana; en suma, el
cipayo ilustrado, que se cultiva a la orilla de los grandes puertos de
América Latina. La norma del prestigio consistía en que lo bueno se
impone. Según el sociólogo alemán Levin Schücking, corresponde
formularse la pregunta siguiente: ¿no será que aquello que se impone
es lo que después se considerará bueno?
Mi relación personal con Ugarte se redujo a una carta y una
frustrada llamada telefónica. En 1949 le envié a Cuba, donde era
embajador, un ejemplar de América Latina: Un país; me agradeció el
libro con una líneas. En 1951, vivía yo en España. Un día de diciem-
bre lo llamé por teléfono a su casa, pero había viajado a Niza, donde
conservaba un pequeño departamento. Tito Livio Foppa, el cónsul
general en Barcelona, me informó días más tarde que Ugarte había
muerto en Niza. No me ocultó el cónsul su creencia en un suicidio.
Esto último nunca fue esclarecido.
Al regresar de Europa, en 1953, edité El porvenir de América
Latina. Escribí un estudio preliminar, que se leerá a continuación,
como tributo de homenaje al gran precursor, desaparecido en la
oscuridad más completa. Al año siguiente, en noviembre de 1954, or-
ganicé una Comisión de Homenaje. Recibimos los restos de Ugarte en
el puerto de Buenos Aires, que llegaron con aquella Theresa Desmard
cuya foto hoy miro a través del tiempo.
Declinaba el gobierno de Perón. Un silencio sepulcral reinaba
sobre la República, en cuyo subsuelo toda la reacción conspiraba.
Pugnaban por derribar a Perón tanto la izquierda cosmopolita como
el nacionalismo puramente retórico de ciertos grupos de la derecha
antiobrera. En ese momento su viuda regreso al país con los restos
de Manuel Ugarte.
Enseguida organizamos en el salón “Príncipe George” un Funeral
Cívico en su homenaje. Hablaron en el acto Carlos María Bravo,
Rodolfo Puiggrós, John William Cooke y yo. Corría el mes de noviem-
bre. A pesar de la tensión reinante, congregamos unas cuatrocientas
personas. Salvo el presidente Perón, que envió un telegrama de ad-
hesión, ni el gobierno ni el peronismo oficial se hicieron presentes.

10
Introducción a la America criolla

Soplaba un viento gélido y en el espíritu colectivo palpitaban sór-


didos presagios. La contrarrevolución “democrática” estaba en mar-
cha. El año 1955, año clave para explicar la profundidad de la crisis
orgánica que hoy corroe a la sociedad argentina, ya estaba a la vista.
Al rendir justicia histórica a la solitaria lucha de Manuel Ugarte, no
perseguía un simple propósito de vindicación personal, por legítima
que fuese. Ugarte resumía en su largo exilio el infortunado destino del
pensamiento nacional y yo veía reflejarse en su peripecia individual la
suerte que corrían los disconformistas y rebeldes de todos los tiempos
en un país semicolonial. Exiliados en el espacio o en el tiempo, en la geo-
grafía o la historia, “emigrados interiores” gracias al olvido organizado,
la desfiguración o la murmuración irónica, todos los revolucionarios,
que ambicionábamos una Patria nueva de un modo u otro, diferencias
políticas aparte, sufríamos tribulaciones similares a las de Ugarte.
Decidí titular el ensayo sobre el Precursor, “Redescubrimiento de
Ugarte”. Desprendido del volumen de Ugarte El porvenir de América
Latina, al que servía de prólogo, el ensayo hizo una vida propia y
fue reeditado varias veces en la Argentina y en España. Ofrezco a la
paciencia del lector aquel prólogo de 1953, con los retoques piadosos
que la geriatría literaria exige a un viejo texto.

Febrero de 1985

UNA PASIÓN LATIONAMERICANA


Ha sonado la hora de restaurar una tradición trunca. Se trata de
la tradición del nacionalismo democrático revolucionario que hun-
de sus raíces en la historia argentina. El terrorismo ideológico del
imperialismo en las últimas décadas ha terminado por desfigurarla.
Se impone restablecerla. El nacionalismo revolucionario de un país
oprimido se manifestaría curiosamente en un socialista argentino,
un escritor ilustre y abanderado de la unión latinoamericana.
Ugarte nació en 1878. Procedía de una familia de la burguesía
rural de la provincia de Buenos Aires. Su padre era administrador
de estancias y ofreció a su hijo generosos recursos para desarrollar
su vocación literaria. Ciertamente las letras hubieran podido cons-
tituirse en su vocación decisiva, como la de tantos otros jóvenes
ricos de su tiempo, si un principio, de algún modo una pasión, no

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Redescubrimiento de Ugarte

se hubiera apoderado de su vida. Ese principio y esa pasión fueron


la lucha contra el imperialismo y la unidad de América Latina. Cosa
extraña en un escritor, dichos temas condicionaron su destino ulte-
rior, hicieron de un joven acaudalado un hombre maduro reducido a
la pobreza y dominaron completamente su existencia.
Era inimaginable para este joven atildado y galante del 900, de
cuello palomita y erizados mostachos, suponer que ese “idealismo
latinoamericano” que él sustentaba en los cenáculos literarios, lle-
garía a convertirse por la fuerza de las cosas, no sólo en un hecho
fundamental de su vida (y de su fracaso público) sino al mismo tiem-
po en la bandera de la América Criolla de nuestro tiempo. La inicial
inclinación estetizante asumió perspectiva histórica. Se convirtió
en algo de carne y de sangre.
La formación espiritual primera de Ugarte fue predominante-
mente francesa. A los siete años de edad sus padres lo llevaron a
Europa, para visitar la Exposición Universal de 1889. Allí aprendió la
lengua. Regresó nuevamente a los veinte años, en pleno despertar del
siglo, para ingresar a una estupenda generación literaria. Sus amigos
fueron Rubén Darío, Rufino Blanco Fombona y Leopoldo Lugones,
José Ingenieros, José Santos Chocano, Delmira Agustini, Alfonsina
Storni, Florencio Sánchez, Amado Nervo, Belisario Roldán, José María
Vargas Vila. Si se mira la trascendencia política de su obra, Ugarte
representó enteramente aquella generación hundida en la indife-
rencia, la pobreza y el descrédito. Pero no queremos hablar aquí de
la literatura sino de la revolución. Es preciso explicar en virtud de
qué circunstancias singulares un grupo intelectual tan notable se
convirtió en una generación perdida.

OLIGARQUÍA Y DESARRAIGO
El meditado olvido, la organizada ignorancia de las nuevas
promociones respecto a Ugarte, lo mismo que respecto a la vida y
muerte de sus compañeros de juventud y madurez, no obedecen a
causas fortuitas. Son el resultado de un sistema de fuerzas que han
enajenado a todos aquellos que combaten la enajenación. El olvido
como pena capital, tal es el código no escrito de la oligarquía argen-
tina y su prensa adicta.
Empecemos por decir que la función del intelectual en América
Latina ha sido humillada, despreciada y ahogada por las “roscas”

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Introducción a la America criolla

antinacionales que controlaron o controlan el poder político en el


continente. En Europa, por el contrario, la preeminencia del escritor
en la vida nacional es una realidad establecida. Los halagos mate-
riales prestigiosos que lo rodean, el interés de la opinión pública
por sus obras, resaltan de una manera patética si se los compara a
las circunstancias mezquinas de degradación económica y de ais-
lamiento personal de los escritores latinoamericanos. No hay aquí
nada de enigmático.
En los países imperialistas el intelectual y el escritor han crecido,
se han formado y se han ubicado desempeñando un papel privile-
giado a partir de la expansión de la sociedad burguesa. A su cargo
corre dar lustre y esplendor a la sociedad entera. Se envanecen de
ser la rama dorada de la decadencia general. En ellos se cifra la gloria
del Estado con el sugestivo pretexto de la exaltación de los “valores
puros del espíritu”. Ante los escritores existe un vasto mercado del
libro. Se trata de un mercado solvente y con poder adquisitivo, cuya
influencia idiomática se extiende más allá de las fronteras estaduales,
ya sea por las colonias que la metrópoli respectiva domina, o por
su influencia espiritual secular en países extraños. El libro francés
(escrito por franceses) se lee en Argelia, Buenos Aires o Toronto. En
cambio el libro argentino impreso en la Argentina, aunque escrito por
un norteamericano, un inglés o un francés apenas llega a Jujuy. Si
ha sido escrito por un argentino, resultará difícil que llegue a Jujuy.
La vida de Ugarte arroja una luz particular sobre la situación
social del intelectual en los países históricamente rezagados (“sub-
desarrollados”) aun en un país privilegiado del desprotegido Tercer
Mundo, como era la Argentina en su hora dorada.
Escritor y pensador sin partido, Ugarte se vio abandonado por
todos cuando demostró que aspiraba a predicar la ruptura del “sta-
tu quo”. Hablar contra el imperialismo abstracto podía admitirse,
pero batallar en los momentos y lugares cruciales contra las pater-
nales potencias del Río de la Plata resultaba intolerable. Ugarte era
incompatible con la estirpe de los “antiimperialistas del Puerto”,
simuladores de la política o las letras que cuando el imperialismo
amenaza las Malvinas, se ocupan de Nicaragua, o cuando los “ne-
gros” de la Argentina combaten contra la oligarquía, se enamoran de
los “negros” de Cuba. Desdeñan por “bárbaros” o “patoteros” a los
negros propios. Siempre están con las causas más nobles, cuando
son lejanas y nunca con las causas próximas, que son las argentinas
y que siempre parecen dudosas a los cipayos.

13
Redescubrimiento de Ugarte

Desde luego que los escritores de las semicolonias no pueden


gozar de condiciones mejores que las que disfrutaron los artistas y
poetas de aquella sociedad de la pre capitalista Europa, artísticamen-
te dominada por la nobleza. Peor aún, aunque los artistas europeos
del setecientos debían sufrir todo género de humillaciones y comer
de la mano de ciertos excepcionales aristócratas que abrían su bolsa
al genio indigente, estaba fuera de duda que si se les permitía escri-
bir una oda, componer un concierto o pintar un cuadro, resultaba
totalmente inconcebible que el sumiso protegido enarbolara una
bandera de rebelión contra el orden social vigente o la clase de sus
protectores.
A falta de un público burgués independiente, el artista de la so-
ciedad anterior al capitalismo no podía soñar con vivir de su obra y
de un público inconstituido. Su servidumbre era personal. Tal fue el
amargo destino de Mozart o Cervantes. Pero tampoco resultaba digno
vivir de la pluma. Era tarea vil. Voltaire viajó a Inglaterra y visitó a
un gran autor dramático de la época, Congreve. Le hizo saber que lo
saludaba atraído por su fama de poeta. A Congreve no le cayó bien
el homenaje y dijo a Voltaire que ante todo era un caballero más bien
que un poeta. Por cierto que Voltaire, que ya sentía soplar sobre sus
sienes el viento de la Revolución, le respondió que en su caso no
habría visitado a Congreve, el caballero.
Levin Schücking menciona otro caso: el de Lady Bradshaugh,
amiga del novelista Samuel Richardson que se avergonzaba de esa
amistad, y a Thomas Gray, poeta célebre del siglo XVIII que rehusó
cobrar derechos por la exitosa venta de su obra pues juzgaba que
“estaba por debajo de la dignidad de un caballero” recibir dinero de
un editor a cambio de sus “inventions”. Por su parte, Walter Scott
deseaba más bien ser considerado como hidalgo de provincia en
lugar de escritor. También en América del Sur, en el Buenos Aires
colonial, se recordaba el caso de un caballero español residente que
había demandado por injurias judicialmente a un vecino por haber
éste afirmado de aquél que “trabajaba”. El ofendido caballero probó
ante el Tribunal del Rey la calumnia, ya que por su limpieza de sangre
no le era posible ni deseable emplear su tiempo en cosa tan vulgar.
Cabe imaginar la situación de los escritores argentinos o latinoa-
mericanos que declaraban la guerra a la sociedad petrificada y opu-
lenta de la República señorial exportadora. O los domaba, a medias,
como a Lugones, que terminaría por suicidarse, o los obligaba a una
dura expatriación, como el caso de Ugarte. Exquisito de modales,

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Introducción a la America criolla

suave en la forma estilística, sobrio en una época retórica, Ugarte


fue inquebrantable en su visión hispanoamericana de la historia.
Esa conducta era imperdonable y la sociedad no tardó en hacérselo
saber al rico heredero que no se limitaba a escribir versos.
Las complicaciones aduaneras y monetarias de un continente
balcanizado limitaban permanentemente a un mercado grandioso
de lengua española. La miseria nacional condenaba al aislamiento,
la pobreza y la oscuridad a la mayoría de los escritores latinoame-
ricanos de su tiempo.
Lo que recuerda a aquella Alemania anterior al capitalismo y
a la unidad del Estado, donde florecían los grandes espíritus de la
Nación alemana inconclusa: Hegel, Fitchte, Heine, Marx, Schelling.
También era cierto que en los 37 minúsculos Principados había más
poetas de corte, monteros y halcones, que filósofos. Pero, como en
la América Latina de Ugarte, todo era desolación y tristeza. Faltaba
mucho tiempo aún para que la unidad por la gran literatura se vol-
viese irresistible en la lengua de García Márquez, Rómulo Gallegos,
Juan Bosch, Vargas Llosa, Carpentier, Augusto Céspedes, Carlos
Fuentes, Roa Bastos, Arturo Jauretche o Pablo Neruda.
Para emplear una metáfora diríamos que la unidad nacional de
América Latina debía cimentarse tanto en esa gran literatura como
en la hidrovía continental: el enlace del Orinoco con el Amazonas y
el Paraná dotarían a la Patria Grande de la arteria hídrica capaz de
unir y alimentar al Nuevo Mundo.
Las formidables ganancias que la explotación del mundo colo-
nial reportaba a las grandes capitales europeas o norteamericanas,
por el contrario, permitía a la burguesía imperialista arrojar algunas
migajas a los hombres de espíritu, a condición de que tales hombres
ofrecieran una justificación estética del mundo civilizado que los
protegía. Entre nosotros no prevalecía ni siquiera esa confortable
servidumbre. La completa subordinación de nuestras sociedades en
desarrollo al imperialismo extranjero, determinaba que el intelectual
no pudiera desempeñar ninguna función “socialmente necesaria” en
el seno de una sociedad embrionaria, estratificada e inerte. El escritor
resultaba una carga inútil y frecuentemente “un testigo molesto”.
Los que resultan más duros se convierten en “emigrados interiores”.
Si para la oligarquía ligada al capital extranjero la creación de
un mercado interno no revestía el menor interés, puesto que ese
es asunto que corre a cargo del imperialismo vendedor, el apoyo a
los escritores que escriben para el país, tampoco la atraía. Apenas

15
Redescubrimiento de Ugarte

subsistían los pequeños círculos “selectos,” formados generalmente


por los hijos de los ganaderos europeizantes, cuya vergüenza más
íntima era no haber nacido a orillas del Támesis o del Sena y cuya
función específica, como en el caso de la revista Sur residía en la for-
mación de una inteligencia traductora, capaz de proporcionar cipa-
yos letrados para justificar la perpetuación de la factoría pampeana.
En tal ambiente, el escritor se sentía acorralado y finalmente
vencido. En el mejor de los casos, era asimilado por un cargo buro-
crático, por el periodismo comercial o convertido en el vate oficial
del gobierno respectivo. La inexistencia de una atmósfera culta,
de una vida literaria intensa y creadora y de una crítica genuina
era explicable. Esa literatura y esa atmósfera se importaban en las
mismas bodegas que traían al continente bárbaro los productos ma-
nufacturados. Así, la literatura latinoamericana vivía generalmente
como un acto reflejo de la literatura europea o norteamericana. La
situación real, no hablo ya de la situación “espiritual” del escritor,
resultaba fácilmente imaginable. En las colonias y en las semicolo-
nias no existe mucha plusvalía a distribuir puesto que era saqueada
y explotada. El escritor vivía sumergido. Por esa causa los escritores
latinoamericanos del 1900 se evadían hacia Europa. La seducción que
el Viejo Mundo ejercía en la imaginación de los intelectuales jóvenes,
era irresistible. Las pequeñas capitales y ciudades latinoamericanas
en cambio, con su rutina provinciana, su falta de público lector en
castellano, su sopor, carecían de estímulos y de grandes emociones,
si dejamos a un lado caritativamente los golpes militares cíclicos o
los zarpazos territoriales norteamericanos.
Para la generación del 900, Europa, y en particular España, era el
modo de mirar a la Patria Grande como un todo. La aldea los sofocaba
y no les permitía ver, en su miseria, la magnitud de una Nación in-
mensa. En Europa reflorecía su espíritu americano. Muchos de ellos,
se volvían más revolucionarios y patriotas que nunca, al advertir
desde el otro lado del mar la razón profunda por la que vegetaban
sus patrias chicas.
En el mismo año que moría Ugarte en Niza, otro escritor, esta vez
arquetipo de la inteligencia oligárquica, huía de Buenos Aires rumbo
a París. Pero no acudía a Europa para ver desde lejos a su patria y a
la Nación Latinoamericana, sino para no verlas de ninguna manera.
Julio Cortázar, que adquirirá más tarde la nacionalidad francesa
(había nacido en Bruselas y hablaba el español con acento francés)
escribirá: “Me fui de Buenos Aires porque los bombos peronistas no

16
Introducción a la America criolla

me dejaban escuchar los Cuartetos de Bela Bartok”. Después, siem-


pre desde París, evocaba su antigua patria en estos términos dignos
de recordación: “Preferí ser nada en una ciudad que lo es todo, a ser
todo en una ciudad que no es nada”. Pululan en Buenos Aires devotos
de este curioso escritor.
Hechura perfecta del “snob”, supo ventear modas de su tiempo
con tal acierto que habiéndose formado en la revista Sur de la señora
Victoria Ocampo, y amasado un prestigio en la literatura de entrete-
nimiento, ganó una cuota extra de público de “izquierda” gracias a
sus inesperadas simpatías por Cuba y Nicaragua. Pues no resistiendo
su delicado oído los bombos peronistas, se deleitó en cambio con las
maracas cubanas. Pero lo hizo desde su sólida posición de ciudadano
francés. Todas las revoluciones son buenas, si disfrutan de un Estado
generoso para viajeros célebres y si ellas no tocan las orillas de su
domicilio. Semejante “espécimen” de simulador político que goza de
las ventajas simultáneas de Occidente y Oriente, constituye una de
las plagas que la vida solitaria y heroica de Ugarte jamás conoció y
que se revela como uno de los fraudes rentables más repulsivos de
las últimas décadas, justamente porque explota los sufrimientos y
las hazañas de millones de hombres.
Para comprender el rol de los intelectuales en la vida del con-
tinente, y explicarse la situación histórica de Ugarte, es preciso
admitir que el imperialismo actúa en las colonias o semicolonias de
una manera combinada y no puramente económica y financiera. No
sólo vence, sino que convence. Vale decir, no controla únicamente
las llaves maestras de la existencia nacional de la que extrae sus
dividendos, sino que también emplea instrumentos de dominación
más sutiles.
La creación de una mitología antinacional, el estímulo a todas
las formas culturales de la autodenigración, la veneración hacia
todas las expresiones de la cultura importada y una obsesión neu-
rótica hacia las creaciones o caprichos del espíritu europeo, que se
pretende inyectar por todos los medios de difusión locales a una
realidad nacional no equiparable, tales son los rasgos fundamentales
del influjo imperialista en su política de cultura.
Para impedir la formación de una ideología nacional que exprese
teóricamente los intereses de las masas trabajadoras y de la Nación
latinoamericana, el imperialismo y la oligarquía asociada elaboraron
un modelo histórico-cultural para uso interno de nuestros países.
Sus aplicaciones múltiples se propagan a la historia, la estética y la

17
Redescubrimiento de Ugarte

política. Va de suyo que semejante superestructura espiritual es el


complemento insoslayable de su dominación económica. Así hemos
visto la consolidación de la cultura satélite, que pretende sofocar o
ridiculizar el espíritu crítico y la creación autónoma.
Para ese país rico y frágil, de vacas gordas y peones flacos, de
estancieros afrancesados y dominantes gerentes británicos, donde
los votos del soberano se compraban a 10 pesos nacionales, con un
gran puerto exportador olvidado del olor a la pólvora y de las grandes
patriadas nacionales, ¿quedaba alguna esperanza?
Y esa marginal clase trabajadora, de criollos o inmigrantes,
archiexplotada, con sindicatos perseguidos, sin leyes sociales, con
mujeres abandonadas y humilladas, ¿podía creer en su destino?
Sus raros intelectuales jóvenes no lograban vender sus libros,
si lograban imprimirse, porque la competencia francesa dirigía el
gusto público y Garnier imprimía en París a precio vil volúmenes en
lengua española o francesa. Tampoco los escritores influían en la vida
nacional. La oligarquía de la prensa comercial a veces los alquilaba
para escribir editoriales y a duras penas publicaban sus versos en
los cementerios sepias de los deprimentes domingos.
¿Qué promesa les exhibía la República señorial? ¿Habría una
vida digna de ser vivida para ellos? La respuesta provino de un lugar
inesperado. Pero la decepción fue equivalente a la esperanza.
El nacimiento del Partido Socialista suscitó un movimiento de
cautivadora ilusión en la juventud intelectual. La oligarquía conser-
vadora, cuyos fundamentos sociales eran los ganaderos y los terra-
tenientes, burguesía comercial y grandes diarios porteños, gozaba
apaciblemente del dominio del poder político. Mientras, crecía con
lentitud una industria artesanal que agrupaba a miles de obreros,
en su mayor parte extranjeros. Los conflictos sociales en Buenos
Aires parecían repetir los choques similares de Europa. Las ideas
de la socialdemocracia del Viejo Mundo se expandían rápidamente
en Buenos Aires. La nueva generación sentía confusamente que el
socialismo constituía “la idea del siglo”. Los mejores representantes
de esa generación se convirtieron en socialistas: Leopoldo Lugones,
José Ingenieros, Alfredo L. Palacios, Manuel Ugarte.
La incorporación al Partido Socialista de estas grandes promesas
de la juventud argentina poseía sin embargo un carácter particular.
Representaba el despertar político de una corriente nacional —vale
decir, no cosmopolita— y su fusión con el movimiento obrero. En
tal sentido estos intelectuales socialistas fueron inasimilables por

18
Introducción a la America criolla

el partido que Juan B. Justo había logrado controlar algunos años


después de su fundación.
El Partido Socialista se integraba sobre todo por los obreros
europeos que trasplantaban la ideología de la socialdemocracia a
las condiciones semicoloniales de nuestro país. Dicha aplicación
automática de los principios de lucha del socialismo europeo de los
países imperialistas a las condiciones sociales y políticas de un país
oprimido, predeterminó que el Partido Socialista argentino fuera
desde su origen una agrupación europeizante, con un acopio origi-
nario de fuertes prejuicios occidentales contra las razas de color. No
sólo desconocía el carácter atrasado y semicolonial de la economía
nacional sino que nunca fue capaz de penetrar los problemas del
interior precapitalista para enlazarse con la tradición argentina, ni
de comprender los problemas de la unidad de América Latina. Así
quedó reducido a una agrupación electoralista de tipo municipal
que disputaba a los radicales de la Capital Federal la mayoría parla-
mentaria. No resulta sorprendente que la oligarquía conservadora
de la Capital apoyase electoralmente en sus zonas residenciales las
candidaturas del discípulo de Vandervelde, un belga librecambista.
Juan B. Justo sostenía que la Argentina era lisa y llanamente
un país capitalista. Por consiguiente, las luchas debían plantearse
directamente entre la burguesía y el proletariado. El imperialismo
extranjero no desempeñaba papel alguno. Nada mejor podía conve-
nirle a la oligarquía agropecuaria y al imperialismo que la conducta
del partido obrero argentino negase su existencia y hostigase al
sector industrial, ahogado por las bajas tarifas aduaneras y por un
mercado interior inconquistable. Bajo la máscara del “internacio-
nalismo”, que agitó en sus primeros años la agrupación de Juan B.
Justo, colaboraba al desarme ideológico de la clase trabajadora del
país y del continente. De ese modo dejaba sin dueño la bandera de
las reivindicaciones nacionales patrióticas y antiimperialistas capaz
de movilizar a las más amplias masas argentinas. Observaremos in-
cidentalmente que el partido de Justo era “internacionalista”: a una
exigencia histórica concreta contestaba con una abstracción que el
enemigo nacional y social no veía sino con simpatía.
Cuando Manuel Ugarte se afilia en 1904 al Partido Socialista, ve
en esta agrupación a la representante de los intereses nacionales del
pueblo argentino y de la clase obrera. Pero al mismo tiempo su alto
mérito fue comprender que no podía existir una autodeterminación
nacional y social del pueblo argentino, aislada de la liberación del

19
Redescubrimiento de Ugarte

conjunto de América Latina. Al rastrear nuestros orígenes históricos,


Ugarte llegó a la conclusión de que el proceso de “balcanización”
latinoamericana, iniciado al día siguiente de la Revolución de Mayo
por obra del capital europeo, tendía a profundizarse al aparecer en
el escenario continental el puño de hierro del imperialismo yanqui.
Resultó así que un Partido Socialista argentino debía contemplar
en su programa las tareas de la revolución nacional democrática
incumplida, ante todo la confederación de los Estados Unidos de
América Latina.
Imaginó que sólo las clases trabajadoras del continente po-
drían arrastrar en esa grandiosa empresa, ya intentada por San
Martín y Bolívar, a las vastas masas de campesinos y clases me-
dias de las ciudades. Pensó también, y con él toda su generación,
que el Partido Socialista era el partido que llegaba a la historia de
aquellos días para encabezar la gran tarea. Su error se hizo cada
vez más claro, ya que el grupo de Justo no representaba al país
sino que por desgracia estaba fuera de él. Manuel Ugarte persistió
en sus ideas. Escribió en 1910, desde París, el texto de El porvenir
de América Latina. Es justo decir que la edición de 1953, realizada
por Editorial Indoamérica, era la primera que de un libro de Ugarte
apareció en la Argentina. Este hecho escandaloso —teniendo en
cuenta que Ugarte es autor de más de cuarenta volúmenes— expli-
ca por sí mismo el método de exclusión empleado por la oligarquía
y el imperialismo hacia su incorruptible figura. En una campaña de
conferencias que duró varios años y cuyos discursos reunió luego
en su libro Mi campaña iberoamericana, Ugarte agitó la bandera
de la unidad de los Estados de América Latina como el único re-
curso para realizar nuestra revolución nacional inconclusa, una
continuación y remate de la misma iniciada un siglo antes por los
libertadores.
La lucha contra el imperialismo yanqui iba implícita en esa
campaña, puesto que este imperialismo controlaba los recursos na-
turales de la economía continental y sobre esa base estaba asociado
a las oligarquías terratenientes dominantes. Pero no se trataba de
una simple lucha contra el imperialismo. Debía inyectarse energía y
profundidad a una revolución necesaria, surgida de la historia misma
de nuestros pueblos, que ya habían realizado los Estados Unidos en
el siglo XVIII, y Francia y Alemania en el siglo XIX.
La quiebra del Imperio español dejó libradas las viejas regio-
nes coloniales a las fuerzas centrífugas del inmenso territorio. El

20
Introducción a la America criolla

imperialismo europeo y, sobre todo, Gran Bretaña intervinieron


entonces para balcanizar definitivamente las partes constituyentes
de una Nación, unidas por la lengua, la geografía, la cultura y las
costumbres. Así podría dominárselas mejor por separado. Ugarte
retomaba el pensamiento de los libertadores, en particular de San
Martín y Bolívar, y planteaba en términos modernos la necesidad
de una unión de Estados que no sólo hiciese frente al imperialismo
yanqui o cualquier otro imperialismo, sino que permitiese al conti-
nente ingresar a la historia moderna como gran Nación, desarrollar
su industria, elevar el nivel de vida de sus habitantes y forjar las
bases de una cultura nacional. Por su mismo carácter de precursor
intelectual del problema, Ugarte no pudo prever de qué manera la
evolución y la crisis del imperialismo plantearían prácticamente a
América Latina la exigencia de su unificación nacional.
Los Estados Unidos de Norteamérica lograron al fin unificarse, no
sin una áspera y sangrienta guerra civil en la que intervino el enemigo
extranjero de su unidad nacional, que en esa época era Gran Bretaña.
Esa unificación era el resultado de la expansión de las fuerzas produc-
tivas del capitalismo norteamericano. Italia y Alemania, por su parte,
lograron esa unidad nacional un siglo después no sólo como producto
del desarrollo económico de su burguesía. Los intereses dinásticos y
militares de Prusia pusieron en tela de juicio la fragmentación de la
Nación alemana y la monarquía italiana con la ayuda de la burguesía
de la península postuló una meta semejante en 1870. La necesidad
de controlar el mercado interno, cuyos límites están precisamente
constituidos por el radio idiomático, que legitima históricamente
las fronteras del Estado nacional moderno, jugó como es natural
su propio papel. Pero la exigencia de la unidad latinoamericana se
deriva no de nuestro desarrollo capitalista —raquítico, contrahecho
y asimétrico—, sino de la crisis mundial del sistema capitalista. Es
evidente que los países latinoamericanos están muy lejos de sobre-
pasar por su producción industrial las propias fronteras estaduales
actuales; aún permanecen en la etapa de satisfacer escasamente las
necesidades de su mercado interior.
La unidad política y económica del continente latinoamericano
se plantea por consiguiente como resultado de la descomposición
mundial del capitalismo en su fase imperialista, que para sobrevivir
debe apelar al estrangulamiento de los países coloniales o semicolo-
niales, doblegar a sus propios competidores independientes, asociar,
subordinándolos, a sus socios menores, y proceder a redistribuir las

21
Redescubrimiento de Ugarte

esferas económicas del mundo en su propio beneficio. En suma, el


imperialismo moderno expresa la hora de su agonía histórica en su
marcha febril hacia la guerra, y sobre todo en su necesidad inexorable
de aplastar el desarrollo económico de los países atrasados.
La única manera de otorgar a los Estados del Sur del Río Bravo las
plenas garantías para un desarrollo de las fuerzas productivas, consiste
en buscar las vías para nuestra unificación nacional, planificar los re-
cursos naturales en gran escala, levantar una industria pesada, y echar
las bases de todos los prerrequisitos técnicos de un crecimiento pro-
ductivo generalizado. Esta tarea colosal no puede ser realizada hasta el
fin por las burguesías nacionales de América Latina, demasiado ligadas
o comprometidas con el imperialismo en unos casos, o temerosas en
otros del movimiento independiente de las masas. Lo cual no implica
que estas burguesías no luchen contra el imperialismo y no preparen,
aun mezquinamente, el camino hacia la unificación, puesto que se ven
obligadas a oscilar políticamente entre la presión de las masas trabaja-
doras y la extorsión imperialista. Este movimiento pendular determina
las variaciones tácticas consiguientes, pero el curso mundial de los
días actuales, cuya relación de fuerzas es ampliamente favorable para
las revoluciones nacionales, predetermina un amplio margen para una
política de Frente Unico Antiimperialista.
En los años en los que Manuel Ugarte preparaba su gira por el
continente, el coronel peruano Don Mariano J. Madueño, residente
en Madrid y partidario de la unidad continental, invitaba a Miguel
de Unamuno a expresar su pensamiento sobre el problema. El ilustre
escritor vasco contestó en los siguientes términos:

Mi distinguido amigo: Paréceme un sueño espléndido su sueño


de una confederación latinoamericana y tenga en cuenta que
al llamarle sueño no es que quiera decir que lo creo irrealizable
en un porvenir más o menos remoto. Suelen ser con frecuencia
los sueños vaticinios de realidades.
Muy exacto cuanto dice del lenguaje como lazo de unión en-
tre los pueblos. Los de lengua inglesa repiten a menudo lo del
“english speakingfolk”, el pueblo que habla inglés.
El idioma es la sangre del espíritu y sobre las razas fisiológicas
—es decir: animales— cuya genealogía resulta más enmarañada
y oscura cada día, se alzan las razas históricas, las que se están
fraguando sobre la base de los idiomas. El francés es una raza
más clara que el franco o el celta actuales.

22
Introducción a la America criolla

Usted sueña con que se unan los pueblos americanos de lengua


española y portuguesa frente al gran pueblo yanqui, que amena-
za absorberlos. En lo que discrepamos es en el modo de la unión.
Me parece una fantasía generosa la de que estos pueblos se
unan espontánemente. Es más fácil que los una uno de ellos,
el que resulte más fuerte. Esa unión la espero de que alguna
de las repúblicas hispanoamericanas (no sé cuál) crezca, se
robustezca y se enriquezca tanto que se despierten en ella
pujos imperialistas y constituya para las demás repúblicas
de lengua española un centro de atracción frente a la actual
de los Estados Unidos. Será un pueblo el que una a los demás.
Parece ser que en la América Central hay agitación al presente:
para bien será si una de aquellas repúblicas lograse asimilarse
a las demás, y formar una sola Confederación, llamárase como
se llamase. Fue el Piamonte el que hizo la unidad italiana, fue
Prusia la que hizo la unidad germánica. Un Piamonte o una
Prusia es lo que deseo a la América española.
Y si los pueblos aquellos sintieran sus verdaderos intereses
elevados se dejarían de mezquindades y de una independencia
puramente nominal y aceptarían la hegemonía de uno de cual-
quiera de ellos, convencidos de que allí la verdadera patria es
América en la unidad del idioma. Cada uno de ellos cumpliría así
mejor su misión histórica. Queda suyo afectuosísimo y amigo,

Miguel de Unamuno
Salamanca, 1906

Del pensamiento de Unamuno parece deducirse una visión bis-


markiana de la unificación. Pero una solución de este tipo parecería
aparentemente excluida de las posibilidades prácticas de nuestro
continente por la tremenda desproporción entre las fuerzas de
cualquier burguesía latinoamericana o movimiento nacional con
respecto al poderío militar de Estados Unidos que se convertiría
automáticamente en el campeón de las “soberanías” restantes
“amenazadas”.
Sólo una movilización popular y revolucionaria de las grandes
masas trabajadoras de América Latina y de los sectores patrióti-
cos de sus Fuerzas Armadas podría echar las bases para la unidad
nacional y asegurar la continuidad de su revolución nacional
democrática.

23
Redescubrimiento de Ugarte

NACIONES OPRESORAS Y NACIONES OPRIMIDAS: MANUEL


UGARTE Y LA VANGUARDIA
La presencia de Ugarte en el Partido Socialista y la corriente
nacional que él representaba junto con Palacios plantearon agudos
problemas políticos. Ya en 1908, discutiendo la noción abstracta
del “internacionalismo” que esgrimía la dirección socialista, lo que
equivalía en la práctica a justificar la usurpación imperialista, los
despojos territoriales y el avasallamiento de la soberanía nacional
de los países débiles, Manuel Ugarte escribía:

Yo también soy enemigo del patriotismo brutal y egoísta que


arrastra a las multitudes a la frontera para sojuzgar otros pueblos
y extender dominaciones injustas a la sombra de una bandera en-
sangrentada: yo también soy enemigo del patriotismo orgulloso que
consiste en considerarnos superiores a los otros grupos, en admirar
los propios vicios y en desdeñar lo que viene del extranjero: yo
también soy enemigo del patriotismo ancestral, del de las supervi-
vencias bárbaras, del que equivale al instinto de tribu o de rebaño.
Pero hay otro patriotismo superior más conforme con los ideales
modernos y la conciencia contemporánea. Este patriotismo es
el que nos hace defender contra las intervenciones extranjeras,
la autonomía de la ciudad, de las provincias, del Estado, la libre
disposición de nosotros mismos, el derecho de gobernar y vivir
como mejor nos parezca.
En este punto todos los socialistas deben estar de acuerdo para
simpatizar con el Transvaal cuando se encabrita bajo la arremetida
de Inglaterra, para aprobar a los árabes cuando se debaten por
rechazar la invasión de Francia, para admirar a Polonia cuando
después del reparto tiende a reunir sus fragmentos en un grito
admirable de dignidad y para defender a América Latina si el im-
perialismo anglosajón se desencadena mañana sobre ella. Todos
los socialistas deben estar de acuerdo, porque si alguno admitiera
en el orden internacional el sacrificio del pequeño al grande, jus-
tificaría en el orden social la sumisión del proletario al capitalista,
la opresión de los poderosos sobre los que no pueden defenderse.

A estas palabras irrecusables escritas en 1908 respondía La


Vanguardia:

24
Introducción a la America criolla

No es exhibiendo el espantajo del imperialismo yanqui como


se van a redimir de la tiranía interna y de la presión exterior los
pueblos latinoamericanos... mucho y muy bueno tenemos que
aprender del gran pueblo norteamericano. Y lo único que debe-
mos y podemos oponer al dominio y expansión del capitalismo
yanqui es el despertar de la conciencia histórica del proletariado
latinoamericano, su organización en partido de clase.

Toda esta fraseología “revolucionaria” venía a significar que el


Partido Socialista de la Argentina se aislaba de la aplastante mayoría
de la población del continente, que no era obrera, que en consecuen-
cia no podía adquirir una “conciencia histórica proletaria”, y que no
podía organizarse en partido de clase porque en América Latina la
clase obrera era insignificante.
En este caso la abstracción “socialista” tendía a dejar en manos
de otros sectores de la sociedad (burguesía, clase media, etcétera)
la conducción de las luchas nacionales por la emancipación integral
de nuestros pueblos. Esto dejaba al imperialismo la posibilidad de
negociar con estas burguesías a espaldas de un movimiento nacional
revolucionario, cuando no de desviar los movimientos nacionales
hacia el pantano de la lucha por las “libertades democráticas” puras.
En el fondo, y también en la práctica, Juan B. Justo, el apóstol
de la mediocridad autosuficiente, disolvía la necesidad concreta de
la lucha contra el imperialismo y por la unidad de América Latina,
en la abstracción teórica de un “socialismo” elevado por encima de
la historia viviente. Dicha abstracción convenía perfectamente al
imperialismo anglo-yanqui, puesto que dejaba a las masas trabaja-
doras del continente sin una dirección política. Sólo un movimiento
revolucionario que contemplara en su programa los intereses de
las clases medias y masas explotadas del continente, lo mismo que
la reivindicación preeminente de la unidad nacional, podía llevar
hasta sus últimas consecuencias el desarrollo de nuestra revolución
democrática.
Al caracterizar a la Argentina como nación capitalista, Juan B.
Justo invalidaba en una misma frase nuestra categoría semicolonial
y nuestra condición de parte integrante de una nación inconclusa.
Con tal punto de partida el Partido Socialista llegó a transformarse
en propagandista de la participación argentina en las dos guerras
imperialistas. Luego, en la Oposición de Su Majestad ante el gobierno
bonapartista de Justo durante la Década Infame. Y, finalmente, en

25
Redescubrimiento de Ugarte

el nexo de la coalición demo-imperialista que en 1945 actuó en la


Argentina bajo la férula del embajador Braden.

LA POLÉMICA SOBRE COLOMBIA Y PANAMÁ


En una serie de resonantes conferencias, Manuel Ugarte reco-
rrió todo el continente latinoamericano, proclamando la necesidad
de fundar la unidad de nuestros Estados. Muchedumbres obreras y
estudiantiles aclamaron su prédica. Y se convirtió en la figura más
popular de su época. Los archivos periodísticos registran las cró-
nicas de sus discursos y atestiguan el enorme éxito que el escritor
encontraba en su gira. Pero cuando, a mediados de junio de 1913,
Ugarte llega de regreso a Buenos Aires, encuentra serias dificultades
para dictar una conferencia en la propia capital de su país. El diario
Última Hora escribe a este respecto:

Vuelto de su gira por América Latina y Estados Unidos, Manuel


Ugarte, el noble americanista, ha tenido que sufrir la habitual
descortesía de nuestras autoridades, descortesía que en este
caso se agrava aún más por ser él argentino, y porque los víto-
res que lo acompañaron durante su viaje fueron también para
nuestra patria, que se levanta destacándose para reivindicar su
personería ante la política absorbente de los Estados Unidos.

La Federación Universitaria de Buenos Aires apoyó la idea de la


conferencia, e invitó al público a asistir a ella con un manifiesto fir-
mado por las autoridades de los centros universitarios. Ugarte pidió
el Teatro Colón para su conferencia. El intendente municipal declinó
responder a este pedido. La Vanguardia no protestó: en esos mismos
días los dirigentes socialistas agasajaban al intendente municipal
con motivo de la inauguración de “El Hogar Obrero”. La conferencia
tuvo lugar al margen del Partido Socialista, ya ahogado por su alma
municipal, constituyendo un gran triunfo popular. Apartándose de
la dirección oficial del Partido, Alfredo L. Palacios escribía a Ugarte:

Mi querido Ugarte: Le envío un discurso que pronuncié el año


pasado pidiendo en nombre de la solidaridad latinoamericana la
condonación de la deuda de guerra y la devolución de los trofeos

26
Introducción a la America criolla

del Paraguay. Quiero así significarle una vez más mi adhesión


entusiasta por la campaña emprendida por Usted.

Las divergencias entre Manuel Ugarte y el grupo dirigente del


Partido Socialista se plantearon directamente con motivo del asunto
de Colombia. El 21 de julio de 1913 La Vanguardia publicaba un suelto
sobre el aniversario de Colombia que concluía así:

Como todas las repúblicas sudamericanas, este país estuvo


mucho tiempo convulsionado por las guerras civiles. Panamá
contribuirá probablemente a su progreso, entrando de lleno en
el concierto de las naciones prósperas y civilizadas.

Estas palabras inauditas aprobaban abiertamente la “revolución”


palaciega fabricada por el Departamento de Estado de Washington en
1903, que arrebató a Colombia su provincia norteña. Así se inventó la
“Soberanía” de la “República” de Panamá, lo cual abrió en el acto al
imperialismo yanqui el control del Canal de Panamá y de la región,
concesión a la que se negaba tenazmente el Senado de Colombia.
En síntesis, para obtener el derecho de construir el canal, Estados
Unidos arrebató una provincia a Colombia. Ya conocemos la opinión
de La Vanguardia. Ugarte contestó a dicho suelto afirmando:

Yo protesto contra los términos poco fraternales, y contra la


ofensa inferida a esa República, que merece nuestro respeto no
sólo por sus desgracias, sino también por su pasado glorioso y
su altivez nunca desmentida. Al decir que Colombia entrará al
concierto de las naciones prósperas y civilizadas, se establece
que no lo hecho aún, y se comete una injusticia dolorosa contra
ese país, uno de los más generosos y cultos que he visitado du-
rante mi gira. Al afirmar que Panamá “contribuirá a su progreso”
se escarnece el dolor de un pueblo que, víctima del imperialismo
yanqui, ha perdido en las circunstancias que todos conocen una
de sus más importantes provincias, y que resultaría “civilizado
por los malos ciudadanos que sirvieron de instrumento para la
mutilación del territorio nacional”.

La polémica se desarrolló en varias respuestas y contrarréplicas


que evidenciaron cada vez el pensamiento real del grupo dirigente del
Partido Socialista sobre la cuestión del imperialismo. En sus artículos

27
Redescubrimiento de Ugarte

contra Ugarte, La Vanguardia reiteraba una y otra vez que “no estaba
en contra de la noción del panamericanismo”, demostrando así que
no daba la menor importancia a la diferencia entre “panamericanis-
mo” y el “latinoamericanismo”. En una encuesta abierta en esos días
por el órgano socialista sobre el tema de la patria y el internaciona-
lismo, se publicaba una carta de un socialista europeo radicado en
Buenos Aires. En ella decía:

Los que como yo hemos venido de lejanas tierras y residimos


aquí desde hace varios años, conservamos tan sólo un tenue
recuerdo del país en el cual hemos nacido. ¿A cuál país creen
estos patriotas que debemos amar más? ¿Aquél en que residimos
o al origen? No hay duda de que la contestación más acertada
sería la del de residencia, pero como hoy podemos residir aquí
y mañana en otra parte, ahí tienen concretado el por qué no
podemos concretarnos en nación: todo el mundo, pues todos
somos hermanos.

Tales ideas “universales” con su correlativa indiferencia ante


los problemas nacionales de nuestra revolución eran usuales en este
tipo de “socialista golondrina”, que constituía la base fundamental
del partido de Juan B. Justo ¿Qué significación tenía para él esa
confusa abstracción llamada América Latina? La vaguedad “inter-
nacionalista” de Justo y Repetto que los unía a su patria de origen
y a la socialdemocracia europea revestía mucha mayor realidad. Se
comprenderá entonces el aislamiento de Ugarte.
Ya al estallar la guerra de 1914 la socialdemocracia, de la cual
el Partido Socialista era una simple réplica colonial, constituía un
“cadáver insepulto”, ligado al apogeo y a la descomposición del ca-
pitalismo mundial. Manuel Ugarte había sido el representante del
Partido Socialista ante el Buró de la Segunda Internacional. Había
asistido en tal carácter a las reuniones y congresos internacionales
de Europa. En ellas había defendido el derecho de las colonias a
luchar por su independencia nacional ante la explotación inicua de
las potencias “civilizadas”. Ahora era expulsado de su partido.
Juan B. Justo aplicaba a la Argentina semicolonial el mismo me-
tro político que al Imperio Británico, al país oprimido idéntica táctica
que al país opresor. Esta política sólo podía conducir a dificultar y
oscurecer la lucha por una revolución que surgiera de las necesida-
des del país y del continente. El Partido Socialista desempeñó ese

28
Introducción a la America criolla

papel diversionista con una política invariable. En ese hecho reside


la significación de la expulsión de Manuel Ugarte. Con su separación
del socialismo, sucumbía un posible socialismo nacional y se entro-
nizaba en la micro-secta un concepto estéril de la política argentina.
En los mismos días que el grupo de Justo separaba de sus filas
a Manuel Ugarte. La Vanguardia comentaba los disturbios civiles
de México. En el artículo se negaba la participación imperialista en
estos conflictos. Por el contrario, se responsabilizaba a los gobiernos
y al pueblo mexicanos del atraso del país en los siguientes términos:

Ya había salido de Estados Unidos el primer buque a vapor que


surcara los mares, ya cruzaban aquel país líneas férreas y el
teléfono, ya sus instituciones políticas llamaban la atención del
mundo y el dictador Santa Ana se oponía a la construcción del
primer ferrocarril porque según él iba a quitar el trabajo a los
obreros. Nada extraño, pues, que a mediados del siglo pasado
la exuberante civilización norteamericana, en dos pequeñas
expediciones militares, quitara extensos territorios no al pueblo
de México, formado por miserables y esclavizados peones, sino
a la oligarquía de facciosos que lo gobernaban.

Con estas sabias palabras, el órgano de Juan B. Justo justificaba


y aplaudía históricamente la piratería imperialista norteamericana,
realizada a costa del pueblo mexicano que intentaría más tarde,
con Emiliano Zapata y sobre todo con el general Lázaro Cárdenas,
reivindicar una parte de la soberanía nacional. Esta típica actitud
socialista, de capitulación completa ante el imperialismo en todos
los problemas, era incompatible con la afiliación de Manuel Ugarte.
Con su expulsión y con la de Palacios, el ala europeizante del Partido
Socialista afirmaba su dependencia de la ideología imperialista y
preparaba su ceremonioso ingreso al parnaso oligárquico como
aliado de todas las dictaduras.
Ugarte no sólo quedó al margen del Partido Socialista, sino del
país entero, de su prensa seria, como de su prensa amarilla. El valiente
escritor sintió que se hacía el vacío en torno suyo. Convertirse en el
predicador de la unión latinoamericana lo excluyó automáticamente
de un país que no se pertenecía a sí mismo. La oligarquía dominante
se sobrevivía en el poder rematando anualmente la soberanía en los
mercados internacionales y envenenando con su opacidad la atmós-
fera intelectual de la Nación.

29
Redescubrimiento de Ugarte

El divorcio de Ugarte con el Partido Socialista planteó el antago-


nismo entre el movimiento obrero y la comprensión de la revolución
nacional. Si Ugarte quedó aislado de la clase obrera, el proletariado
mismo quedó separado de las grandes masas argentinas. Debían
transcurrir varias décadas para que la “argentinización” de la clase
obrera, por obra del desarrollo industrial, permitiese al proletariado
retomar en sus manos la bandera nacional de la revolución e influir
por vez primera en los destinos del país. Todo lo cual se revelaría
con un súbito resplandor en 1945.

MANUEL UGARTE Y LA PRIMERA GUERRA IMPERIALISTA


El estallido del conflicto europeo dividió a la Argentina en
dos bandos irreconciliables. Sin embargo, Ugarte, lo mismo que
José Ingenieros y otras figuras antiimperialistas de la época,
permanecieron al margen de la formidable presión que los dos
imperios en pugna desarrollaban en la Argentina para inclinar
la opinión en su favor. Ugarte mantuvo una posición argentina
y latinoamericana de equidistancia, tendiente a salvaguardar la
soberanía de nuestros pueblos. En 1916 fundaba en Buenos Aires
el diario La Patria, que sólo vivió tres meses. El escritor decía en
su primer número:

Un país que sólo exporta materias primas y recibe del extran-


jero los productos manufacturados, será siempre un país que
se halle en la parte intermedia de su evolución. Y esa etapa
conviene sobrepasarla lo más pronto posible, fomentando de
acuerdo con las enseñanzas que surgen del enorme conflicto
actual, un gran soplo reparador de los errores conocidos, un
sano nacionalismo inteligente que se haga sentir en todos los
órganos de la actividad argentina...
Nos opondremos venga de donde viniere a todo acto de carácter
imperialista que pueda lastimar los derechos de las repúblicas
hermanas. Aprovechando la situación especial que determina
la guerra debemos hacer pues lo posible para crear los resor-
tes que nos faltan y no pasar de la importación europea a la
importación norteamericana, como un cuerpo muerto que no
puede moverse por sí mismo y siempre tiene que estar empu-

30
Introducción a la America criolla

jado por alguien. Los que arguyen que aumentará el precio de


los artículos se olvidan que precisamente desde el punto de
vista obrero, la industria resulta más necesaria. Abaratar las
cosas en detrimento de la producción nacional, es ir contra una
buena parte de aquellos que se trata de favorecer, puesto que
se le quita el medio de ganar el pan en la fábrica. Disminuir el
precio de los artículos y aumentar el número de desocupados
resulta un contrasentido. Interroguemos a millares y millares
de hombres que pululan en la calle buscando empleo a causa de
las malas direcciones de la política económica: preguntémosle
qué es lo que eligirían, vivir más barato o tener con qué vivir.
¿De qué sirve al obrero que baje el precio de los artículos si no
tiene con qué comprarlos? El temor a la vida cara es uno de los
prejuicios económicos más atrasados y lamentables. La vida es
siempre tanto más cara cuanto más próspero y triunfante es un
país. Todo se abarata en cambio en las naciones estancadas y
decadentes.
La vida es barata en China y cara en Estados Unidos, pero como
los salarios van en proporción con la suma de bienestar de que
esos grupos disfrutan, la única diferencia es que unos viven
en mayúscula y otros mueren en minúscula. Basados en estas
consideraciones vengo a dar el grito de alarma.
No se trata de teorías de proteccionismo o librecambio. Se trata
de una enormidad que no debe prolongarse. El proteccionismo
existe entre nosotros para la industria extranjera, y el prohibi-
cionismo para la industria nacional. Si queremos favorecer no
sólo los intereses de los habitantes de nuestro territorio, sino
las exigencias superiores de nuestra patria, si deseamos traba-
jar para el presente y para el porvenir, tendremos que prestar
atención a lo que descuidamos ahora. Se abre en el umbral del
siglo un dilema: la Argentina será industrial o no cumplirá sus
destinos.

El diario La Patria, que expresaba de una manera tan coherente


los puntos de vista del nacionalismo económico fue ahogado en
noventa días. Todavía las vacas hacían la política argentina. Si la
neutralidad pudo ser mantenida, ello se debió a la firmeza con que
el viejo caudillo radical Hipólito Yrigoyen concentró en esa política
las últimas energías del país. El aislamiento personal de Ugarte se
acentuaba. Cuando estalló la guerra,

31
Redescubrimiento de Ugarte

fui hispanoamericano ante todo. Defendí la integridad de Bél-


gica porque vi en ella un símbolo de la situación de nuestras
repúblicas. Pero no me dejé desviar por un drama dentro del
cual nuestro continente sólo podría jugar un papel subordinado
o de víctima: y lejos de creer como muchos, que con la victoria
de uno de los bandos se acabaría la injusticia en el mundo, me
enclaustré en la neutralidad, renunciando a fáciles popularida-
des, para pensar sólo en nuestra situación después del conflicto.

La actitud de Ugarte no obedecía a una improvisación, sino que


continuaba una política solitaria y audaz, tanto más patética frente a la
indiferencia general. Había iniciado su campaña latinoamericana en 1900,
en el diario La Época de Madrid, la había continuado en la Revue de París,
la prolongó en El País de Buenos Aires que dirigía el doctor Pellegrini,
mientras fundaba el comité Pro México para luchar contra la intervención
norteamericana en aquel país. Con esos mismos propósitos fundaba y
presidía durante la guerra mundial la Asociación Latinoamericana, a fin
de “fomentar el acercamiento de las repúblicas hispanas y combatir en
todas sus manifestaciones el imperialismo del norte”.
Poco después de desembarcar tropas yanquis en Santo Domingo,
Ugarte era invitado por varias universidades a dictar conferencias
en las Antillas y México.

A mí no me tocaba averiguar si el imperialismo estaba desarro-


llando en Europa una acción benéfica o no: lo que me concernía
era la acción y el reflejo de esa política en el Nuevo Mundo: y
como todo continuaba siendo fatal para nuestras economías,
combatí otra vez sin cuidarme de problemas extraños, ya que los
extraños se han cuidado en todo tiempo tan poco de nosotros.

En el curso de esas conferencias, Ugarte puntualizó: “Debe sa-


berse que no tengo más partido que el que se deriva de los intereses
de mi América”.
En numerosas oportunidades Manuel Ugarte repitió las palabras
de Taft, mientras era ministro de Teodoro Roosevelt, pronunciadas
en un discurso del 21 de febrero de 1906: “Las fronteras de los Estados
Unidos terminan virtualmente en Tierra del Fuego”.
Veinte años más tarde otro gran olvidado, José Ingenieros, her-
mano de Ugarte en la lucha antiimperialista, contestaría desde París
al imperialista Taft:

32
Introducción a la America criolla

Los latinoamericanos deben tender a formar una confederación


contra el panamericanismo, porque Río Grande no solamente es
la frontera de México sino de la América Latina.

JOSÉ INGENIEROS, LA REFORMA UNIVERSITARIA Y EL


ANTIIMPERIALISMO LATINOAMERICANO
Del mismo modo que a Ugarte, a José Ingenieros se lo aplastó
en vida. A diferencia de Ugarte, para quien el silencio es total, a
Ingenieros le han fabricado una gloria póstuma tejida de malen-
tendidos. Se ha olvidado de Ingenieros aquello que constituyó la
base de su prestigio continental, que fue su lucha antiimperialista
y su defensa de la unidad de América Latina. En su libro Escritores
Iberoamericanos del 1900, Ugarte evoca a José Ingenieros:

En la era de los generales, nuestra América alentó por lo menos


patriotismo: en la era de los “doctores” no cultivó más que am-
biciones individuales. La vida pública, al subalternizarse, tuvo
por eje la intriga de comité. Y los únicos intelectuales tolerados
por los políticos resultaron aquéllos que presentaban plenas
garantías de nulidad o un pasado de sometimiento que los ponía
al servicio de intereses menores. Huelga añadir en este caso
también que los últimos días de Ingenieros fueron inseguros. No
le perdonaron nunca las bravas verdades que dijo en El hombre
mediocre. En vano dio un salto a México. Inútilmente volvió a
Europa. No encontró grieta que le permitiese abrirse paso para
cumplir su destino. No hubo cuartel para su independencia. Ha-
bía practicado lo que más duramente se castiga: la sinceridad.
Teniendo voz continental, no disfrutó de la más vaga influencia
en un villorrio argentino.

De Ingenieros sólo sobreviven sus sermones morales, pero


del Ingenieros amigo de Felipe Carrillo (el caudillo agrario mexi-
cano), del Ingenieros fundador de la Unión Latinoamericana, del
luchador antiimperialista, de este Ingenieros nadie se acuerda.
Al evocar las sugerencias de Ingenieros a Felipe Carrillo, Sergio
Bagú escribe:

33
Redescubrimiento de Ugarte

A la distancia Ingenieros fue su consejero y en aquellas iniciati-


vas radicales que llevó a cabo coincidió en un todo las palabras
del pensador con las medidas del estadista. (Ingenieros) le dijo
que aun manteniendo la más completa solidaridad moral con la
Revolución Rusa, no convenía adherir a la Tercera Internacio-
nal ni ligarse al Partido Comunista, aunque descartando toda
vinculación con la Segunda Internacional y con los socialistas
reformistas que servían los intereses de las potencias aliadas
esencialmente reaccionarias en esa época. También le expuso
la necesidad de adaptar la acción de su partido al medio en
que actuaba, recordándole que la fuerza más grande de los re-
volucionarios rusos se debió al profundo sentido nacionalista
de su obra.
El diario El Popular de Mérida, al reproducir la extensa carta
en que le hablaba de esta política, interpretaba su criterio con
este título: “Un gobierno socialista resulta el más leal y sincero
defensor de los intereses nacionales”. No le ocultó la ventaja de
dar un carácter latinoamericano al movimiento, por considerar
que nuestros países están en la situación de Estados proleta-
rios frente al capitalismo imperialista de Estados Unidos que
representa el único peligro común para la independencia de
nuestros pueblos.

Tampoco fue ajeno Ingenieros al movimiento de la Reforma


Universitaria, que llevaría a través del continente las ideas expuestas
por Manuel Ugarte varios años antes y que cristalizaría en el Perú
con la fundación de un gran partido de masas: la Alianza Popular
Revolucionaria Americana, dirigida por Raúl Víctor Haya de la Torre.
Digamos brevemente que la guerra de 1914 planteó por primera
vez en un plano continental el problema de la unificación política
de América Latina y la realización de las tareas democráticas incum-
plidas. Su reflejo en el campo estudiantil lo constituyó la Reforma
Universitaria, cuyos dos aspectos principales eran: 1° Luchar por los
principios de la revolución democrática y por la unificación de América
Latina; y 2° Democratizar la vieja universidad de sus resabios feudales
a fin de preparar a los técnicos que construirían la nueva gran Nación.
Al fracasar la revolución sólo quedaron en pie los aspectos
formales de la Reforma; vaciada de su contenido antiimperialista y
latinoamericano, la Reforma fue una forma, que imbuyóse en el curso
de los años posteriores de un contenido diametralmente opuesto al

34
Introducción a la America criolla

de su origen. El imperialismo canalizó la voluntad de combate del


estudiantado, particularmente en la Argentina, y la “generación del
45” fue un melancólico testimonio del fracaso del movimiento refor-
mista: inaugurado en una lucha continental contra el imperialismo,
concluyó a su servicio.
Sólo en el Perú, donde el movimiento de la Reforma Universitaria
se expresó con la formación del APRA, profundizando y llevando al
combate político a la nueva generación, la Reforma Universitaria
pudo acreditarse un triunfo real. Allí vive. En la Argentina, por el con-
trario, y con la excepción de Gabriel del Mazo y Julio V. González, el
resto de sus inspiradores y teóricos o bien han muerto en la soledad
y en el olvido, como Deodoro Roca y Saúl Taborda, o bien se han pa-
sado con armas y bagajes a las filas del “imperialismo democrático”.
La Reforma sirvió posteriormente para que diversos grupos de
arribistas usufructuaran en camarillas enquistadas en la universidad
una vieja bandera prestigiosa. Los estudiantes de 1918, faltos del
apoyo de una Nación continental en marcha, debieron transformarse
en burócratas, venderse a las empresas imperialistas como técnicos
o vegetar en la oscuridad más completa.

LA FUNDACIÓN DE LA UNIÓN LATINOAMERICANA


El 21 de marzo de 1925 se fundaba la Unión Latinoamericana,
cuya acta inaugural era firmada por José Ingenieros, Gabriel del
Mazo, Alfredo L. Palacios, Julio V. González, Carlos Amaya y otras
figuras. Su programa afirmaba los principios sustentados por Manuel
Ugarte en sus campañas:

La Unión Latinoamericana ha sido establecida para mantener


y realizar estos propósitos fundamentales: coordinar la acción
de los escritores, intelectuales y maestros de América Latina,
como medio de alcanzar una progresiva compenetración polí-
tica y moral en la armonía por los ideales nuevos de la huma-
nidad. Orientar las naciones de la América Latina hacia una
confederación que garantice la independencia y la libertad
contra el imperialismo de los países capitalistas extranjeros,
uniformando los principios fundamentales del derecho públi-
co y privado, y proponiendo la creación sucesiva de entidades

35
Redescubrimiento de Ugarte

jurídicas, económicas e intelectuales de carácter continental.


La Unión Latinoamericana afirma su adhesión a las normas que
a continuación se expresan: solidaridad política de los pueblos
latinoamericanos y acción conjunta en todas las posiciones de
interés mundial, repudiación del panamericanismo oficial y
supresión de la diplomacia secreta. Oposición a toda política
financiera que comprometa la soberanía nacional y en particular
a la contratación de empréstitos que consientan o justifiquen
la intervención coercitiva de Estados capitalistas extranjeros.
Reafirmación de los postulados democráticos en consonancia
con los avances recientes de la ciencia política, nacionalización
de las fuentes de riqueza y abolición del privilegio económico.

Manuel Ugarte debía encontrar a José Ingenieros una noche


del mismo año de 1925 en París. El 29 de junio se realizaba en la rue
Danton un acto público que reunía a más de dos mil estudiantes la-
tinoamericanos. Para afirmar su lucha contra el imperialismo yanqui
y su defensa de la unidad de América Latina hablaron esa velada el
gran Miguel de Unamuno, el maestro de la juventud mexicana José
Vasconcelos, nuestro Manuel Ugarte, Eduardo Ortega y Gasset, el
caudillo aprista peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, el líder estu-
diantil uruguayo Carlos Quijano, más tarde director del semanario
Marcha y el poeta de Guatemala Miguel Ángel Asturias. Presidió el
acto José Ingenieros, quien debía encontrarse una vez más en la
misma trinchera antiimperialista con su amigo Ugarte.

LOS COMIENZOS DE LA DÉCADA INFAME


Al cumplirse el décimo aniversario del triunfo de la Revolución
de Octubre de 1917, Manuel Ugarte visitó Moscú en compañía de
algunos escritores invitados por el gobierno soviético para ocultar
bajo los oropeles del festejo el aplastamiento de sus opositores. Allí
conoció al diputado francés Couturier, al pintor mexicano Diego
Rivera, al escritor norteamericano Scott Nearing, autor del famoso
libro La diplomacia del dólar y también se entrevistó con Chicherín,
entonces comisario de Relaciones Exteriores.
Por esas vinculaciones con los “compañeros de ruta”, Ugarte
fue invitado a presidir el consejo de dirección del semanario Monde

36
Introducción a la America criolla

en compañía de Henri Barbusse, Máximo Gorki, Upton Sinclair y


Miguel de Unamuno. En Monde, Ugarte, siempre independiente de
toda tendencia política que no fuese su propia lucha por la unidad
latinoamericana, tuvo oportunidad de escribir varios artículos sobre
el tema de sus preocupaciones.
Ugarte reside en esos años en Niza o en París, solo y olvidado, le-
jos del país que lo desconocía y del continente que lo había aclamado
en sus giras triunfales. En 1932 Gabriela Mistral dirigía al presidente
de la Argentina, general Agustín P. Justo, un mensaje firmado por
Ramón Pérez de Ayala, José Vasconcelos. Francis de Miomandre,
Rufino Blanco Fombona, María de Maeztu, Jean Cassou, Enrique
Diez-Canedo, Alberto Insúa, Manuel Machado, Eduardo Santos y
otros conocidos escritores, solicitando para Manuel Ugarte el Gran
Premio Nacional de literatura argentina. El representante más ca-
racterístico de la oligarquía anglófila de esa época se abstuvo de
contestar el mensaje.
“Las memorias que se publicarán después de mi muerte —es-
cribía años más tarde Ugarte— y que se hallan, huelga decirlo en
lugar seguro, ayudarán a comprender la confabulación que desde
que abordé el problema continental no me ha permitido ocupar una
modesta cátedra de literatura ni obtener siquiera una jubilación
como periodista”.
Vivió en Francia durante los años convulsionados que precedie-
ron a la Segunda Guerra hasta que una nueva tentativa de reencon-
trarse con el país lo empujó a las playas argentinas en 1935. Llegaba
en pleno corazón de la Década Infame.
Las nuevas generaciones desconocen totalmente ese período
político de la historia argentina y no es ningún accidente que la lla-
mada “generación del 45” que actuó en el maquis pro-imperialista en
lucha abierta contra la clase obrera, haya sido el corolario inevitable
de la etapa iniciada con la revolución septembrina. La Década Infame
en la Argentina coincide con la etapa más negra de toda la historia
del capitalismo. Es el período de la marcha siniestra del fascismo, de
la derrota de la revolución española a manos de Franco y del frente
popular stalinista, de los procesos de Moscú, donde se extermina a
toda la vieja generación revolucionaria y del estallido de la segunda
hecatombe imperialista.
En la Argentina esa época se manifiesta por una actitud de
entrega total del país a la colonización extranjera. El yrigoyenismo
yace sofocado bajo la lápida de la camarilla alvearista comprometida

37
Redescubrimiento de Ugarte

con la oligarquía conservadora. El Partido Socialista alcanza su ma-


nifestación más reaccionaria. El Partido Comunista efectúa saltos
epilépticos del ultraizquierdismo más sectario al frentepopulismo
más abyecto. El movimiento obrero agrupa apenas a dos centenares
de miles de afiliados a la CGT, organización al servicio del imperialis-
mo, que introduce la desmoralización y la apatía en el proletariado.
En este ciclo funesto se extiende un piadoso olvido sobre aquella
generación frustrada de Manuel Ugarte, José Ingenieros, Leopoldo
Lugones y Alfredo Palacios, este último en perpetuo compromiso
con el ala reaccionaria de la Casa del Pueblo. Sometido a la disciplina
partidaria, Palacios sólo evoca circunstancialmente los ideales de
su juventud.
El “antifascismo” y el frentepopulismo corrompen todo lo que
tocan. El movimiento político “democrático” de la Argentina parece
circunscripto a la lucha “contra el fascismo”, en el mismo momento
en que el imperialismo yanqui y el imperialismo británico se dis-
putan el monopolio de nuestra soberanía política y económica. La
Reforma Universitaria de 1918 había dado nacimiento a una nueva
generación que se colocaba bajo la divisa de la lucha contra el im-
perialismo y por la unidad de América Latina. Los maestros y pre-
cursores de ese movimiento, Ugarte en primer lugar, desaparecieron
en la lobreguez de la Década Infame, pero no fueron reemplazados
por otros nuevos.
La lepra stalinista hizo de esa década su década. La oligarquía
en la Casa de Gobierno, el alvearismo en la Casa Radical, el “socialis-
mo” en la Casa del Pueblo, el stalinismo en el movimiento obrero, los
ganaderos en el Jokey Club y la Constitución Nacional refugiada en
la farola de La Prensa, tal era la situación espectacular de aquellos
años de fraude y de vileza imposibles de superar. Tal era la escena
y los actores que servían los designios del imperialismo —el verda-
dero poder detrás del trono—, el amo auténtico de todos ellos que
otorgaba a cada títere un papel de la comedia. Ese era el panorama
que descubrió Ugarte al desembarcar en 1935.
Dicho período consagró la celebridad política de Lisandro de la
Torre, un “progresista” liberal tolerado por la oligarquía. Del mismo
modo era consentida en Córdoba la “intransigencia” de Sabattini. Tan
bajo había caído el nivel moral y político del país que la oligarquía
triunfante podía permitirse el lujo de admitir su propia oposición y
de elegir a su cabeza al jefe de los ganaderos menores del Litoral. De
ese modo Lisandro de la Torre, cuya integridad personal está fuera

38
Introducción a la America criolla

de duda, recibió la consagración del stalinismo y de las “fuerzas


progresistas” que veían en el político santafesino al único lucha-
dor antiimperialista producido por esa época. Es preciso declarar
inequívocamente que el “antiimperialismo” de Lisandro de la Torre
se redujo a exigir a la oligarquía de Buenos Aires justicia económi-
ca para el grupo de ganaderos menores del interior que vendían al
mercado interno.
De la Torre reclamaba una participación de los pequeños pro-
ductores de carne en las sabrosas cuotas de exportación, la creación
de frigoríficos nacionales y el fortalecimiento de la CAP. Su nueva
“representación de los hacendados” menores destacaba que ellos
vendían al mercado interno a precios inferiores a los cobrados por los
grandes invernadores de la provincia de Buenos Aires en los mercados
internacionales. Se trataba, en el fondo, de un “antiimperialismo”
dirigido a una democratización de las cuotas de exportación y a la
exigencia de defender los precios frente al imperialismo comprador.
Todo el “resto” dejaba de interesarle, pero el resto era precisamente
todo. La lucha de un sector ganadero contra el núcleo privilegiado
de la oligarquía ligado directamente al capital británico fue inter-
pretada por el stalinismo y otras fuerzas semejantes como una lucha
“contra el imperialismo”.
El propio Don Lisandro, el último de los grandes liberales, no se
engañaba respecto a su misión política, que consideraba destinada al
fracaso. Se había acabado la época de un “liberalismo sano” y cuando
su mano empuñó el revólver que concluiría con su vida en 1939, el
gran orador sabía que no podía vencer a la oligarquía porteña en su
propio terreno. Cabe imaginar, si así trataba a De la Torre, qué acti-
tud observaba el sistema oligárquico hacia luchadores como Ugarte.

LA AGONÍA DE LA INTELIGENCIA
Con la década del 30 los socialistas disipan toda esperanza de
cumplir una misión histórica vinculada a la emancipación de los
trabajadores. Durante la Década Infame ocupan numerosas bancas
parlamentarias en el Congreso de la oligarquía. Legalizan así el régi-
men “falaz y descreído”. Manuel Ugarte, por su lado, había vivido en
Europa. Devoraba la amargura de un destierro voluntario, execrado
por el núcleo antinacional dominante. Había sido borrado de las co-
lumnas del periodismo paquidérmico para siempre. La Vanguardia,

39
Redescubrimiento de Ugarte

para mayor irrisión, deformaba malignamente la conducta política


de Ugarte. El diario de Juan B Justo decía:

El paladín de las oligarquías latinoamericanas hace bien en ocu-


par su puesto de puntal y defensor de la oligarquía argentina,
amenazada por el formidable empuje de la conciencia política
e histórica de su pueblo laborioso y fecundo, encarnada y re-
presentada por el Partido Socialista.

Es imposible obtener una muestra antológica más concluyente.


Ugarte vivió tres años en Buenos Aires. Asistió conmovido al
suicidio y el aniquilamiento moral y económico de toda una genera-
ción de escritores. Entre 1937 y 1941 se suicidaban Horacio Quiroga,
Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, Enrique Loncán, Edmundo
Montagne. En este grupo figuraban algunos de los más originales
artistas del país. Las fugaces necrológicas, los discursos de circuns-
tancia, no se detuvieron a explicar el sentido profundo de la trage-
dia. No faltó algún comedido que redujera el asunto a la anécdota
inmediata, a la razón precisa, clínica o económica.
Ugarte percibió de modo más hondo el problema. ¡Como para
dudar! También Ugarte sufría, como toda la inteligencia nacional.
Era una enfermedad social la que se manifestaba en esa oleada de
desapariciones de escritores que no podían soportar más la atmós-
fera de un país sumido en la desesperación. El mismo Ugarte cita
a uno de los personajes de la novela de Manuel Gálvez Hombres en
soledad. Ninguna descripción hace justicia al tema mejor que esta
página arrancada de la ficción:

Ni mil personas me leen en un país de 13 millones de habitantes.


Me elogian los diarios por rutina, porque hay que elogiar a todo
el mundo. Los críticos no se dan cuenta de nada. Los hijos de
mi espíritu han nacido muertos. Me consuelo pensando que lo
mismo les pasa a mis colegas, algunos muy distinguidos. ¿Para
qué trabajamos aquí los escritores? ¿Para qué vivimos? ¿Para
qué vivo yo?, me pregunto. ¿Para qué pierdo mis mejores años
escribiendo? Tal vez por deber, porque escribir es mi vocación
y mi oficio verdadero. Y sin recompensas, en el ambiente más
utilitario y menos comprensivo que pueda imaginarse. Me
explico que otros fracasados como yo —esta es la tierra de los
fracasados del espíritu— busquen honores, altos cargos, que

40
Introducción a la America criolla

se construyan una segunda naturaleza de cálculo, de engaño


de sí mismos, de simulaciones cotidianas, de arrestos de falsa
importancia. Yo no creo en los honores, ni me interesan los
cargos. Si fuera rico nos iríamos aunque fuese al fin del mundo.
Yo no soporto este ambiente que es peor cada día. Mi salvación
estaría en Dios, pero creo poco, o en la acción, pero no sirvo para
eso. Mi drama no es individual, es el de los argentinos de más
rica sensibilidad: la causa del mal no está en nosotros sino en el
país, en esta especie de factoría en que hemos nacido y vivido.

Para hablar del drama de su generación y del escritor argentino


en general, quizá sea lo mejor ceder la palabra. Aludiendo al carác-
ter superfluo que la sociedad oligárquica infundía a la profesión de
escritor, Ugarte escribía:

Cuando se le ha negado talento, se le ha calumniado, se le ha


torturado en todas las formas y a pesar de eso no se descora-
zona y no se rinde, se le acorrala y se le quita la posibilidad de
vivir. Hay que acabar de cualquier modo con el testigo molesto.
Sólo al cabo de los años, cuando los huesos se han convertido
en polvo, se alzará alguna voz para decir que llenó una función
social, que hizo un bien a la patria. En vida, la notoriedad no
será más que un blanco para que los transeúntes ensayen la
puntería de la injuria y sacien su instinto de matar. Así entramos
—cuando entramos— a la posteridad, como si resucitásemos de
las trincheras, cubiertos de barro y de piojos después de una
guerra mundial del egoísmo.

Ya veremos cómo Ugarte define las razones concretas de su ais-


lamiento. El 27 de octubre de 1938, al sepultar los restos de Alfonsina
Storni, su amiga de un cuarto de siglo, Ugarte habló en nombre de la
Sociedad de Escritores. Lugones, amigo de su juventud, había muerto
pocos meses antes. Ugarte estaba más solo que nunca y Buenos Aires
lo había olvidado por completo. Se fue a vivir a Chile. Allí repasó su
vida y sus luchas. Se persuadió amargamente de que la nueva ge-
neración lo ignoraba. En su epílogo a Escritores iberoamericanos de
1900 escribió palabras despojadas de toda ilusión:

Hablo de lo que he visto y vivido durante cuarenta años de acti-


vidad literaria y está dentro de la lógica que el autor al terminar

41
Redescubrimiento de Ugarte

pida permiso al lector para ocupar un momento el primer plano.


Si a alguno ha de parecer vanagloria, a otros extrañaría el silencio,
dado que entregamos al público la intimidad de una generación.
No he de retener la atención mucho tiempo. La resistencia tenía
que agravarse en mi caso con la hostilidad provocada por los li-
bros contra el imperialismo y las giras de conferencias alrededor
de Iberoamérica. La Patria Grande, Mi campaña hispanoameri-
cana, El porvenir de América Latina y El destino de un continente
(publicados entre 1910 y 1923), así como la prédica que me llevó
a recorrer las capitales atacando la prepotencia norteamericana,
lastimaban, no cabe duda, los poderosos intereses que regulan
la vida de Iberoamérica.
El imperialismo estaba en su papel al tratar de ahogarme. Pero
desconcierta que algunos gobernantes de nuestras repúblicas
se aviniesen a secundarlos buscando pretextos para esconder la
abdicación. Yo no había hecho más que defender a mi patria en
momentos en que desembarcaban tropas extranjeras en Cuba, en
Nicaragua, en Santo Domingo, en Panamá. La campaña fue abso-
lutamente desinteresada. Agoté en el curso de ella mi peculio. No
hay por otra parte a lo largo de mi existencia una sola mancha que
se me pueda reprochar. Sin embargo, el ostracismo anuló brusca-
mente toda posibilidad de acción, la calumnia me restó autoridad
y se acumularon los factores que crean el clima irrespirable.

Escribía estas palabras junto al Pacífico, metido en su torreón


de piedra, de cara a la soledad y al mar. Corrían los días oscuros de
1942, cuando los bandidos fascistas levantaban su zarpa sobre el
mundo y los bandidos “democráticos” se disponían a someterse a la
férula norteamericana para salvar alguna migaja de sus posesiones
coloniales. Manuel Ugarte mantuvo durante la Segunda Guerra impe-
rialista la misma firme actitud que durante la primera conflagración.
Y del mismo modo que Ugarte apenas lograba sostener su diario La
Patria tres meses en 1916, Raúl Scalabrini Ortiz sólo podía escribir
su Reconquista cuarenta días.
En el movimiento obrero, sólo unos pocos mantuvieron la bandera
de lucha contra la guerra imperialista. Caracterizamos públicamente
la participación argentina en ese conflicto como una entrega a la
soberanía nacional del pueblo argentino. Ugarte apretó los dientes.
Aguantó los últimos coletazos de ese período siniestro de la historia
contemporánea.

42
Introducción a la America criolla

El nuevo capítulo de la historia argentina se abría el 17 de octu-


bre de 1945 con la revolución nacional. Fue iniciada y protagonizada
por la clase trabajadora del país. Sus vastas ondas recorren aún el
continente donde cuarenta años antes la voz de Manuel Ugarte ha-
bía convocado a la lucha. De la ancianidad y el olvido lo rescató la
revolución nacional. Perón lo designó embajador en México, y luego
en Nicaragua y Cuba. Tuvo allí dificultades administrativas en el
Ministerio de Relaciones Exteriores con ese género de burócratas
que nacen fatalmente al costado de las revoluciones, y que, si son
incapaces de luchar por ellas, son muy capaces de aprovecharlas y,
si llega la oportunidad, de estrangularlas.
En esos países hermanos Ugarte fue el mejor representante de
una Argentina dueña de sí misma. Por socialista y por patriota, por an-
tiimperialista resuelto y por precursor de la bandera de la Revolución
Nacional, le rendimos hoy nuestro homenaje y lo redescubrimos para
la nueva generación del continente.
Buenos Aires, agosto de 1953.

43
MARTÍN FIERRO Y LOS BIZANTINOS

N
o ofrecemos al lector una exposición sobre literatura pura:
ni los esfuerzos de la química han logrado situar nada en
estado específico. La impureza, por el contrario, es el modus
constante de la naturaleza, de las letras y también de la política.
Todas las tentativas de “purificar” algo concluyen generalmente en
su esterilización. Nuestro tema será en consecuencia lo nacional y lo
europeo en la literatura argentina y, por implicación, en la formación
del pensamiento nacional latinoamericano.
Un entrelazamiento tan atrevido en apariencia entre la cultura y
la política causará repulsión a no pocos intelectuales. ¡Si lo sabremos!
Un franco debate de este género demostraría el divorcio de una parte
de nuestra inteligencia respecto del país en que viven. Su poliglotis-
mo espiritual rechaza en el territorio subordinado lo que constituye
el asunto habitual en la metrópoli europea, esto es, la más enérgica
y apasionada polémica sobre las letras y sus fines.
En las ciudades imperiales la interacción de la política y las
letras se ejerce sin disimulos. Es un fenómeno cotidiano. Resulta
completamente natural en París que Camus polemice con Sartre so-
bre la cuestión de si el primero expresa en sus escritos la influencia
norteamericana o sobre si el autor de La náusea se ha convertido
en un cripto-stalinista. Esta discusión, inocua por otra parte, es un
espectáculo regular en una nación imperialista que cuenta con ciuda-
danos de primera clase, y cuya riqueza material posee la contrafigura
de una variedad incesante de tendencias estéticas. Pero como esta
nación, del mismo modo que Inglaterra, Estados Unidos, Alemania
o Italia, exporta a los países atrasados los episodios de su creación
espiritual junto con sus productos técnicos, a aquellos no les queda

45
Martín Fierro y los bizantinos

más remedio que aceptarlo todo: las máquinas de escribir, el nylon,


las ediciones de lujo, el pensamiento y los roedores del pensamiento.
También se importan las polémicas. Si para los franceses una
exégesis de Rilke, de los acuarelistas japoneses o de los románticos
alemanes, constituye parte de su formidable aventura intelectual,
de su sabia vejez como raza, para nosotros supone la postergación
de tareas espirituales infinitamente más urgentes e imprescindibles.
Pero basta reflexionar un momento para caer en la cuenta de que ese
“universalismo” europeo es más aparente que real. Para un francés o
un inglés culto no existe nada más interesante que leer libros sobre
su propio país. Y, si es posible, sobre su propio pueblo natal. El auge
de la novela regional en Francia testimonia ese hecho que ha dado
su fama a Jean Giono. Los elementos exóticos en los asuntos de la
literatura francesa son accesorios a su movimiento fundamental,
que gira sobre el eje de la propia Nación y se refieren generalmente
al Oriente colonizado por las empresas militares del país. Así nació
en otro tiempo el ciclo de Pierre Loti o Paul Morand.
El largo brazo imperial permitió la creación de filiales ultra-
marinas en el folklore afrancesado de Madagascar, la Martinica o
Guadalupe. Pero el elemento distintivo de las literaturas europeas,
en general, es la investigación y creación constantes sobre sí mismas,
producto de un genuino orgullo nacional y de una riqueza histórica
también indiscutible. Aquí nos aproximamos al centro de nuestro
problema.
En Europa no hay falsos ídolos, o para decirlo mejor, la crítica
renueva los altares. Claudel declara sin cortesía que “Gide es un
delincuente” o Papini escribe que “Sartre es un animal escribiente y
vociferante”. En esas naciones viejas, estratificadas en tantos aspec-
tos, las rebeliones estéticas o las formas más corrosivas del análisis
se ejercen libremente, por obra de las fuerzas discordantes fundadas
en el cauce de una gran tradición común.
En nuestro país, por el contrario, ningún prestigio parecería
resistir un examen despiadado, si juzgamos por la ausencia de una
crítica o la naturaleza conservadora de nuestros santones letrados.
Resultaría un verdadero acontecimiento en la Argentina que alguien
se propusiese acusar a Ricardo Rojas de haber olvidado sus ideales
de juventud, por ejemplo. Postulaba en ellos una visión nacional
de nuestra cultura. ¿Quién le reprocharía —digamos— su postra-
ción ante la camarilla mitrista y su vetusto altar de La Nación, que
ahora pasea su sahumerio por el rostro del autor de La restauración

46
Introducción a la America criolla

nacionalista? No olvidemos, sin embargo, la importancia de Rojas


en la historiografía de las letras argentinas, que el sombrío Groussac
ridiculizó. Le resultaba intolerable al célebre bibliotecario y po-
lígrafo francés imaginar siquiera la existencia de una literatura
argentina. Declaraba fantasioso e inútil, en consecuencia, escribir
una historia de ella.
Otros santones, esta vez de estirpe anglosajona, lo han reempla-
zado en el crédito público. A la crítica de los mandarines cosmopolitas
se consagra el presente trabajo.

LA “COLONIZACIÓN PEDAGÓGICA”
Para Spengler toda gran unidad de cultura, históricamente apa-
recida, es la expresión de un “alma cultural”. Para una semicolonia,
ese alma cultural se traduce, básicamente, en la aparición de un
impulso hacia una conciencia nacional autónoma. Pues el funda-
mento primero de toda cultura, en el sentido moderno de la palabra
y no por cierto en el dominio tecnológico, es una afirmación de la
personalidad nacional, que tiende a propagarse en su primera fase
en el ámbito de una ideología propia y que puede o no contener
implicaciones estéticas inmediatas.
En los países tributarios los problemas de la cultura revisten
una importancia especial. A nuestro juicio aún no ha sido analizada
de manera satisfactoria. Es digno de observarse que en las naciones
coloniales, despojadas de poder político directo y sometidas a la
jurisdicción de las fuerzas de ocupación extranjeras, los problemas
de la penetración cultural pueden revestir menor importancia para
el imperialismo, ya que sus privilegios económicos están asegurados
por la persuación de su artillería. La formación de la conciencia na-
cional en este tipo de países no encuentra obstáculos. Por el contra-
rio, es estimulada por la simple presencia de la potencia extranjera
en el suelo nativo.
Esto no impide, por cierto, que en Liberia, por ejemplo, la clase
negra dominante, descendiente de los esclavos libertos que aban-
donaron Estados Unidos después de la Guerra de Secesión y que
expropiaron a los verdaderos nativos, se sienta norteamericana y lea
a Faulkner, del mismo modo que la oligarquía bostoniana se creía
inglesa en el siglo XIX. Es bien cierto que, aun en los países coloniales,
la influencia cultural imperialista se ejerce sobre todo en aquellas

47
Martín Fierro y los bizantinos

capas sociales ligadas a los beneficios de la expoliación del país. En


los círculos nativos privilegiados del Sudán se admira a Eliot y sus
hijos aprenden una dicción perfecta del inglés moderno en las au-
las de Oxford. Lo mismo puede decirse de las castas parasitarias de
Puerto Rico, que envían a sus vástagos a estudiar a Estados Unidos.
Se consideran norteamericanas y desestiman a sus compatriotas de
raza y de lengua.
Los mencionados ejemplos no alteran nuestro pensamiento
anterior, esto es, que el imperialismo en los países coloniales otorga
mayor importancia a su policía colonial que a su literatura clásica.
Pero si en la colonia de Kenya la policía reemplaza a Eliot, en la
tradicional semicolonia de la Argentina, Eliot suplanta a la policía
colonial. ¿Se trata de un plan elaborado? No. El imperialismo no es
un edificio, un comando en jefe o una sección de planificación. Es
una relación entre cosas. El influjo cultural del “imperium” nace de
su propio poder mundial y de la educación del gusto por lo ajeno
(que es lo prestigioso semi-sagrado) de los grupos privilegiados en
las colonias y de ciertas clases medias sometidas a la hipnosis del
patrón cultural hegemónico. El resultado es sofocar la aparición de
una conciencia nacional, punto de arranque y clave de toda cultura.
En la medida que la “colonización pedagógica” no se ha reali-
zado (según la feliz expresión de Spranger, otro imperialista ale-
mán), sólo prevalece en la colonia el interés económico fundado
en la garantía de las armas. Pero en las semicolonias, que gozan de
un status político independiente decorado por la ficción jurídica,
aquella “colonización pedagógica” se revela esencial. Aparte de los
lazos creados por la dependencia financiera, la diversión cultural
cosmopolita (parnasiana o “marxista”) es ineludible para soldar la
armadura de la enajenación. El dominio imperial se sutiliza. De este
modo, Borges es una especie de travieso gobernador local bilin-
güe. En la India de 1842, el gobernador Roberts dijo unas palabras
sugestivas: “Nadie puede imaginar lo difícil que es gobernar sin la
ayuda de los intermediarios nativos”.
La “inteligencia” argentina, por así decir más reputada, y la ju-
ventud universitaria han sido víctimas predilectas del sistema. Han
asimilado los peores rasgos de una cultura antinacional por excelen-
cia. Las condiciones históricas descriptas presidieron la formación
de nuestra “élite” intelectual. Su función es clara: ser fideicomisaria
de valores elaborados por Europa y que Europa manipula en su pro-
pio beneficio.

48
Introducción a la America criolla

LA CULTURA SATÉLITE BILINGÜE


La europeización de cierto segmento de la cultura argentina no
constituye un fenómeno local. Si el cristianismo difundió su influen-
cia en los límites marcados por la expansión del imperio romano,
la europeización de la cultura mundial ha seguido los caminos de
las aventuras imperialistas. El siglo XVIII fue reconocidamente un
siglo francés. Es la Europa francesa, el Siglo de las Luces. Las luces
provenían de Francia, lo mismo que la Revolución, las mujeres, las
modas, la lengua de la diplomacia y toda suerte de vicios públicos
y secretos, incluyendo enfermedades de la sangre.
En cambio, el siglo XIX fue inevitablemente el siglo que con-
templó el apogeo de la edad victoriana, o sea el siglo británico por
excelencia. La gloria naval, el té de la India a las cinco, el críquet y la
equitación, los modales reservados y el corte inglés, la Bolsa, en fin,
casi todo lo que puede exigir un verdadero caballero a la vida, aunque
sea un ricacho de la Pampa o un príncipe hindú agobiado de joyas.
Debía corresponder a los Estados Unidos el monopolio del siglo
XX y aunque los frutos del nuevo poder, además de la tecnología, se
repartieron entre las modas alimenticias, las gaseosas y el rock, el
sello del “imperium” en algunas novelas y cuentos breves imprimió
sin duda su peculiar carácter a las letras de nuestro tiempo.
Pero no se trata de la influencia mutua que los Estados dan y reci-
ben en la historia del mundo. Francia lo ha entendido muy bien cuando
inició en 1980 una batalla en regla contra la influencia y la difusión de
la lengua inglesa en suelo francés. Este rechazo define claramente y no
en un sentido negativo el nacionalismo francés y pone al desnudo la
permeabilidad de la semicolonia argentina que se somete pasivamente
a todas las influencias a condición de que ellas sean extranjeras.
Hubo una época que en la corte de la Rusia zarista, en los cír-
culos aristocráticos de Rumania o de Polonia y en general en toda
Europa oriental, se hablaba únicamente el francés. No era ajena a
esta predilección idiomática la influencia que el capitalismo francés
ejercía en esos territorios ricos de historia y de tradición espiritual.
Nuestras clases por así decir “cultas” han imitado esas costumbres
propias de los pueblos vencidos, a quienes se les impone un traje,
un tipo de comida, una literatura y una lengua.
Nuestra “inteligencia” colonial, educada en esta escuela de
imitación, expresa invariablemente su aversión a una teoría de lo

49
Martín Fierro y los bizantinos

nacional. Por lo demás, acepta el nacionalismo de los europeos, esto


es el nacionalismo imperialista de un Eliot o de un Valéry, cuyo tema
constante es la averiguación de las hazañas culturales o históricas
de su propio país. Pero rechazan al mismo tiempo el derecho de
reivindicar o desarrollar nuestra propia tradición nacional, sin cuya
afirmación no puede probarse el derecho de un país a ser su propio
dueño. Es imposible acusarla de incoherencia. La formación de gran
parte de nuestra intelligentzia fue dirigida desde el extranjero.
Al propio Eliot no se le escapa que

la inequívoca cultura satélite es la que conserva su lengua,


aunque está tan estrechamente asociada y subordinada a otra,
que no sólo ciertas clases, sino todas, tienen que ser bilingües.
Difiere de la cultura de la pequeña nación independiente en
este respecto: que en la última es generalmente necesario que
sólo algunas clases conozcan otra lengua.

Eliot se refiere en el primer caso a una colonia; en el segundo, a


una semicolonia. El escritor inglés conoce su clientela. Por otra parte,
posee una lucidez perfecta con respecto a la posición del Imperio bri-
tánico en el seno del mundo colonial. Como es natural, su objetividad
reposa en los intereses que defiende. No difiere en esto de Kipling. Si
el poeta de la era victoriana cantaba las hazañas del fusil de repetición
ante la resistencia de las lanzas sudanesas, al poeta del premio Nobel
le toca presenciar el hundimiento inexorable del Imperio y sólo le
resta especular sobre la gloria pasada y su crisis actual:

Nos quedamos con la melancólica reflexión —escribe— de que


la causa de esta desintegración (de la cultura hindú) no es la
corrupción, la brutalidad, la mala administración: tales males
han desempeñado sólo un pape! pequeño, y ninguna nación
dominadora ha tenido que avergonzarse menos que Gran
Bretaña a este respecto: la corrupción, la brutalidad y la mala
administración prevalecían en la India antes de la llegada de
los británicos: y por lo tanto su práctica ya no podía perturbar
la forma de la vida indostánica.

Hasta aquí. Eliot. Según vemos, este poeta no oculta su nacio-


nalismo; admira y justifica el genio británico. Prescindiendo de todo
análisis particular de su obra, que dejamos a los especialistas, nos

50
Introducción a la America criolla

importa destacar que se trata de un escritor nacional, como Valéry


o como en el campo de la morfología de la literatura lo son Spranger
o Spengler. Maestros de la literatura europea, con cuyos patrones
se ha escrito la nuestra, estas figuras irradiaron su influencia en la
dirección señalada por el avance mundial del imperialismo. Jamás
ignoraron la trascendencia política de la cultura que representaban.
Impecables testimonios de esa perspicacia imperialista son Eliot y
Valéry. ¿Por qué no reclamar a nuestros intelectuales colonizados
una consecuencia equivalente?

LA CRISIS DE LA AFIRMACIÓN Y LA LITERATURA PURA


La perplejidad del mundo intelectual en la Europa burguesa se
expresa irrefutablemente por la disolución de todas sus formas y
concepciones tradicionales. Desde hace años está proclamada una
verdadera “crisis de la afirmación”, una proscripción de lo real, una
religión de la oscuridad, un sacerdocio de las sensaciones y una de-
cisión de concebir la literatura como una actividad específica. Tales
son algunas de las puntualizaciones del ensayo de Julien Benda sobre
la literatura pura. En efecto, para el mundo espiritual del Occidente
capitalista no resta otro recurso en su ocaso que refugiarse en sí
mismo. Renegar de la vida y aislar a la literatura de la crisis social
que la envuelve, he aquí la postrera solución.
Por supuesto que este procedimiento no hace sino reintroducir la
crisis en el núcleo mismo de la cultura. Si la crisis europea se expresa
en el horror a lo real, en una aversión semejante, que nadie mejor
que Valéry ha reflejado al exclamar que “entramos en el porvenir
retrocediendo”, se funda justamente el carácter subordinado del
“intelectual puro”. La vieja tradición que soñaba en un literato puro
nimbado con aureolas sacerdotales no ha desaparecido del todo,
por lo menos bajo ciertas formas. Esta idea ha nutrido en Europa
la creencia de que los intelectuales deben formar parte de una élite
privilegiada dentro de una clase dominante, situada a su vez en la
cumbre de una sociedad estratificada y jerarquizada.
El profeta de este sueño reaccionario es Eliot. Por supuesto que
sus creencias individuales carecerían de importancia si este escri-
tor británico no generalizase las opiniones del imperialismo, que
necesita poner a su servicio de manera exclusiva a los intelectuales,
maquillando su servilismo con una ilusión. La función social de estos

51
Martín Fierro y los bizantinos

últimos es menos independiente que nunca y sus virtudes parali-


zantes, sobre todo en los países semicoloniales, equivalen a varios
regimientos de rifleros canadienses. Desde este punto de vista Eliot
escribe, más que para la metrópoli misma, para las colonias y zonas
periféricas de Inglaterra.
En el territorio inglés, los ciudadanos de esa Atenas imperial están
actualmente demasiado preocupados en calcular su frugal almuerzo
diario como para meditar en el destino platónico de sus escritores. El
pensamiento de Eliot y en general de los apóstoles de la literatura pura,
encuentra su mejor campo de difusión en países como la Argentina. La
paradoja consiste en que nuestro país ha dado varios pasos audaces
en la Revolución Nacional, pero esta revolución peronista ha sido
incapaz hasta hoy de librar la batalla intelectual decisiva.
El intelectual es incapaz de confesar que su salario depende de
sus opiniones y que el odiado burgués u oligarca lo tienen tomado
por el cuello. Ante las dificultades, el filósofo o el poeta resuelven que
el mundo les produce asco. Huyen de él y diseñan en el aire signos
mágicos. Disuelven la poesía en la música y transforman la literatura
en un sistema criptográfico. En definitivas cuentas, la literatura, que
en su mejor tradición fue un medio de comunicación estética entre
todos los hombres, se ha convertido en manos de estos falsificadores
en un método de incomunicación. Se escribe para escritores. Sólo
entienden los iniciados en la religión secreta. El despotismo ilustrado
o seudoilustrado de este lenguaje esotérico posee la curiosa caracte-
rística de pretender infligir a la prosa una calidad intelectual rigurosa;
la triste verdad es que sus propios autores no pueden explicarse al
lector. La oscuridad es su reino. Tal es uno de los rasgos distintivos
de la mayor parte de la literatura contemporánea.
Benda escribe:

Precisamente es esta estima por el pensamiento personal úni-


camente lo que manifiesta Proust cuando promulga “Todo lo
que era claro antes de nosotros, no es nuestro”, Suares cuando
decreta “Pensar como todo el mundo es pensar estúpidamente”,
Alain cuando cree abrumar a sus adversarios porque afirman
“pensar en coro”. Puede aseverarse que para esta escuela, pensar
individualmente que dos y dos suman cinco, encierra más valor
que pensar “en coro” que suman cuatro.

Mallarmé confesaba que

52
Introducción a la America criolla

la literatura a la que mi espíritu exige una voluptuosidad sería


la poesía agonizante de los últimos momentos de Roma.

Es muy posible que el estado actual de la sociedad francesa su-


giera la consagración de una escuela semejante. América Latina no
quiere agonizar sino vivir sin agonía.
Según Benda, los caracteres que distinguen a la literatura mo-
derna europea son los mismos que los atribuidos a las literaturas
llamadas de decadencia, particularmente en Roma y Grecia. Dicho
autor resume así esos rasgos: el culto de la obra breve, desprecio
de la gran inspiración; la perfección de la forma enmascarando la
pobreza del fondo; el trabajo artístico supliendo a la inspiración; la
ausencia de generosidad; la profusión de las doctrinas irracionales y
místicas; el prestigio de una literatura mágica. En relación con esto
Benda cita unas palabras de Sainte-Beuve:

De ahí que el hombre culto se haga raro, y la agudeza, el falso


hombre y la pretensión ocupen su lugar.

Por cierto que estos fenómenos encuentran en Europa un te-


rreno para el debate. Al contrario, ninguna discordia se plantea en
la Argentina. Nuestra literatura más prestigiosa es un cenotafio; la
presunción oculta el vacío; nada conmueve nuestras tumbas.
Algunos críticos confían en el regreso a la religión para restaurar
el eje espiritual clásico. Otros afirman que la creciente oscuridad de
la poesía y de la literatura se deriva de un agotamiento de las posi-
bilidades de la lengua; varios siglos de creación constante habrían
originado un desgaste de las palabras y los ritmos.
El poeta se vería obligado a rehacer inevitablemente los ins-
trumentos de su arte, a organizar la confusión y a replegarse en un
aislamiento creciente, puesto que la oscuridad lograda promueve un
auditorio restringido, formado generalmente por los mismos artistas,
que se influyen entre ellos y pierden contacto con el mundo.
Procesos reales en Europa, se desfiguran en Argentina, que no
ha experimentado sus episodios precedentes. El virtuosismo de un
mundo agotado se instala entre nosotros, reemplazando una ex-
presión nacional genuina. Ha nacido de ese modo todo un género
atormentado (de una complejidad apócrifa) inasimilable por nues-
tros pueblos. Recién nacidos a la vida histórica, ellos reclaman una
literatura objetiva y manifiesta.

53
Martín Fierro y los bizantinos

Nuestros escritores más afamados, nutridos de una metafísica


ajena, exponen una angustia estetizante, bendecida por Kierkegaard
pero sorda y ciega ante la realidad del continente sumergido, esta
Atlántida visible subyugada por el imperialismo y excluida de la vida.
¡Qué cantera para el drama, qué tema para un nuevo orbe artístico!
Pero la sociedad oligárquica no ha dejado en su estela histórica más
que parálisis, manías imitativas, poesías traducidas, argentinos in-
diferentes con su país.
Al cabo de miles de años de existencia, Europa adoptó el sis-
tema capitalista. Al desvanecerse las posibilidades internas de ese
régimen, Inglaterra pudo producir un Eliot, que mira hacia el ayer
con desconsuelo, con una especie de nostalgia feudal. Eliot está en
completa libertad de introducir en sus obras numerosas citas en idio-
mas extranjeros, del mismo modo que Ezra Pound, cuya sobreabun-
dancia de erudición avergonzaría a Borges; pero si esos ingredientes
librescos matan a la poesía actual y la convierten en un producto
para sibaritas, al menos Eliot es profundamente inglés. Tiene, por
añadidura, la ventaja de que hasta puede olvidarse de serlo; la cultura
nacional británica ha logrado todos sus fines, puesto que la nación
inglesa no sólo se ha constituido, sino que ha comenzado (en cierto
sentido histórico) a desintegrarse.
El caso de Borges es enteramente diferente. Esto es natural ya
que varía el estado cultural de nuestros pueblos y son otras sus exi-
gencias. La presencia de Kafka o de Kierkegaard en estos escritores
argentinos no es menos artificial, y revela que aquella estética que
para los europeos es la etapa final de sus vísperas, para nosotros
parece ser el capítulo primero —símbolo de una dependencia espi-
ritual sofocante—.
Wladimir Weiddlé ha escrito a propósito de Kafka y sus epígonos
palabras que merecen transcribirse:

Cuanto más avanzamos en la lectura, más nos convencemos —la


impresión se agudiza hasta llegar a ser casi insoportable en el
último capítulo de América— de que asistimos al desenvolvi-
miento de una alegoría muy sutil, cuyo sentido oculto estamos
a punto de adivinar. Ese sentido lo necesitamos, esperamos que
venga: la espera se hace dolorosa, estamos como en medio de
una pesadilla un segundo antes de despertar —pero nos desper-
tamos y el fin del relato no explica nada—. Estamos condenados
a lo absurdo, debemos errar indefinidamente en el laberinto

54
Introducción a la America criolla

sin salida de la existencia: y de repente comprendemos que es


esto lo que quería decir Kafka y no otra cosa. La vida no es sino
tiniebla: y aquí cuadra repetir una vez más que ya no se trata
de la penumbra del sexo, del nacimiento, de la noche original,
sino de las tinieblas negras de la muerte.

Un resignado odio hacia la vida, tal es el pensamiento que Kafka


ha expresado artísticamente en su obra. En apariencia, esta vasta
metafísica de lo absurdo, esa meditación de la nada, parece recha-
zar toda relación con raíces terrestres; sin embargo, hasta el propio
Kafka no puede ser explicado sino a través de sus características
nacionales y raciales. Sus libros debían ser inevitablemente los de
un centroeuropeo, más precisamente los de un judío de Praga: ha-
bía percibido intensamente el despliegue declinante del universo
europeo tradicional, su pronunciamiento a la anarquía, la pérdida
de toda esperanza.
La Primera Guerra Mundial lo marcó profundamente, como a
toda su generación, y volvió real su desequilibrio potencial. El aho-
go racial, la asfixia de una nación triturada, el ingreso a la descom-
posición de todo un mundo hizo de Kafka lo que es. Desde Goethe
sabemos que un artista no engendra la realidad sino a la inversa.
La desolación planetaria de Kafka es el reflejo vacilante del mundo
desolado, o dicho en términos menos literarios, de la sociedad ca-
pitalista en bancarrota.
¿Por qué esas corrientes poseen una influencia tan notable en
la literatura argentina? La razón más válida es que nuestra literatura
no es sino parcialmente argentina, sino que prolonga hasta aquí las
tendencias estéticas europeas. Su misión es traducir al español el
desencanto, la perplejidad o el hastío legitimados por la evolución
de la vieja Europa. Weiddlé comenta así este proceso de kafkismo
universal:

Kafka obedeció únicamente a su instinto estrecho pero infalible


en la dirección que tomó una vez por todas: otros han querido
erigir en principio, en método lo que para él fue una experiencia
enteramente personal y profundamente vivida: y eso explica por
qué las fuerzas destructivas que él ha sabido poner al servicio
de su arte y que ha encarnado en su obra, han destruido el arte
de los otros y hasta les ha prohibido realizar una obra.

55
Martín Fierro y los bizantinos

Estamos ante una observación definitiva. Podría agregarse que


nuestros escritores, si bien están al corriente y en cierto sentido for-
man parte de la literatura europea, lo hacen del modo más cómodo
posible. Los poetas argentinos que más se ocupan de lo mágico, lo
angélico, lo delirante o lo metafísico, están a mil leguas de rehacer en
sí mismos todos los procesos de iconoclastia, enfermedad y locura
que dotaron al arte europeo de artistas en estado salvaje. Nuestros
intelectuales traducen pasiones ajenas: desarraigados, sin atmósfera
—sombras de una decadencia o de una sabiduría que otros vivieron—.
De ahí que la literatura argentina posea este carácter gris, igualitario
y pedante que hastía o irrita. Si esta descripción posee algún valor,
ella nos permitiría comprender el papel jugado por Victoria Ocampo
en nuestra vida literaria.
Numerosas razones han producido en Europa la declinación
cultural que comentamos. La más importante es la crisis orgánica
de la civilización capitalista en su conjunto, que arrastra en su caída
a los valores que la burguesía heredó o produjo en el período de su
ascenso triunfal. Esta crisis espiritual no puede ser revertida por
medios estéticos ni por una inmersión religiosa. La solución está en
manos de la política, puesto que la raíz del problema tiene esa índole.
Pero, ¿qué diremos, en cambio, del reflejo sombrío que esa cultura
espléndida y agonizante ejerce sobre la literatura argentina? ¿Qué
diremos de la combinación fatal de un pensamiento antiargentino
formulado con las recetas de un aristocratismo hermético? El pres-
tigio adquirido en la literatura de nuestro país por todas las modas
místicas o semimísticas corre parejo con el respeto hacia lo original,
lo secundario y lo abstracto; un clima nauseabundo de banalidad
arrogante reina en nuestras letras. Lo universal no pasa a través de
estas oscuras literaturas de importación falseadas hasta la médula.

NATURALEZA ANTINACIONAL DE NUESTRA BURGUESÍA


Una confabulación espontánea pero engendrada, sin embargo,
por las necesidades objetivas de la vieja oligarquía, ha exterminado
en poco más de medio siglo todos los gérmenes de un pensamien-
to nacional. Derrotado el imperialismo en este sector de América
Latina, no ha sido aniquilado aún su predominio cultural. Esta
revancha sutil no es menos peligrosa para la juventud argentina
que el puño de hierro de la contrarrevolución imperialista abierta.

56
Introducción a la America criolla

Por el contrario, es allí, en el campo de una teoría de lo nacional,


donde es preciso vencer.
Tomemos como ejemplo el caso norteamericano. Estados Unidos
fue un país colonizado por los inmigrantes ingleses, que en pocas
generaciones logró un desarrollo capitalista. Si bien es cierto que
no produjo todavía una cultura con rasgos propios, ha adquirido
ya una conciencia nacional. ¿Cuál es el elemento predominante de
esta conciencia? La aspiración a la hegemonía mundial, el orgullo del
poder, la decisión de imponer su ley a todos los pueblos del mundo
y en primer lugar a América Latina.
Es bien evidente que el vertiginoso avance técnico norteameri-
cano le ha exigido desembarazarse de toda la influencia ideológica
británica y elaborar a marchas forzadas una poderosa conciencia de
nación imperialista.
¿Cuáles son nuestras defensas culturales frente a este coloso?
¿Corresponde nuestra “inteligencia” al desarrollo actual del país
o es un amargo reflejo de la era oligárquica, aislada del pueblo y
hostil hacia sus conquistas? Debemos convenir que la aspiración de
Alejandro Korn (“tengamos una voluntad nacional, luego hallaremos
fácilmente las ideas que la expresan”) no se ha cumplido, en lo que
concierne a la clase intelectual, incluyendo también a algunos de
sus discípulos.
Existe un abismo entre la infraestructura de la sociedad y la
superestructura en nuestro país. El triunfo económico del naciona-
lismo industrial sobre la oligarquía terrateniente no ha trascendido
al dominio político por la hostilidad y la ceguera antinacional de la
burguesía. Pero tampoco se expresa en el dominio teórico, donde la
oligarquía y su mandarinato aún prevalecen.
Ya Juan Ramón Peñaloza ha tenido oportunidad de señalar las
características históricas que presidieron la formación de la burgue-
sía industrial argentina. Nos permitiremos evocar algunas líneas:

Esta burguesía está compuesta en gran parte de extranjeros,


imbuidos de cultura extranjera, y que no han tenido tiempo de
asimilarse ideológicamente al país en que viven, el cual, por otra
parte, no estaba en condiciones, debido a su carácter semicolo-
nial, de ofrecer una cultura autóctona moderna. Dependiendo
como depende del imperialismo para proveerse de materias
primas, combustibles, equipos, maquinarias y procedimientos
técnicos, nada teme más que privarse de esa fuente si da algunos

57
Martín Fierro y los bizantinos

pasos atrevidos: el continuo contacto que por este motivo man-


tienen con él refuerza aquel extranjerismo ideológico. Frente al
criollo hijo de la tierra, considérase más bien como una parte de
la burguesía europea o yanqui, y comparte el odio colonizador,
el menosprecio hacia el nativo y hacia las posibilidades del país,
que caracterizan al imperialismo. Sólo una fracción menor de
la burguesía nacional se integra generalmente a la causa de la
Revolución Nacional, aunque le transmite generalmente sus
limitaciones y su codicia de clase tardía.

Es preciso promover la formación de una inteligencia nacional


que encuentre en el interior del vasto país latinoamericano las fuen-
tes de su inspiración creadora. Espontáneamente, el sistema cultural
de la factoría, generalmente teñido de “izquierdista” para disimular
su perversa índole, empuja a los intelectuales euroargentinos a cali-
ficar de “nacionalismo reaccionario” una tentativa semejante. Es que
su misma existencia se encuentra entrelazada con el folklore europeo
o sus mitos nacionales. Podría observarse que esos mitos europeos se
producen ya como formas de una decadencia, como todo lo precioso,
lo singular y lo raro, mientras que nuestras propias creencias aún no
han nacido o son tan antiguas que se las ha olvidado. Pero tampoco
propongo crear un santoral autóctono: por el contrario, trátase de
destruir una ideología antinacional tanto en el plano de la historia
escrita como en el de las letras.
La parte pensante del país ya sabe en qué clase de muerto ci-
vil quisieron convertir a Manuel Ugarte; y el país entero también
sabe que la nueva generación revolucionaria no permitirá nuevos
entierros de ese género. Hay temas argentinos, los más argentinos
de todos, que son verdaderos tabúes para nuestros escritores. Aún
está por escribirse una genuina biografía de Mitre, el exterminador
de los caudillos populares y organizador de la Guerra del Paraguay
por cuenta del capital europeo. Bien sabemos todos que aquel que
se atreva a situar a Mitre en el proceso histórico del país tendrá ce-
rradas para siempre las puertas de La Nación, prohibido su nombre
en la revista Sur. El audaz será definido como “nazi” o “rosista” por
esas vacas sagradas de la Argentina de ayer.
La formación de esta intelectualidad argentina fue condicionada
por el imperialismo desde la victoria de Caseros. Resulta, pues, com-
pletamente lógico que sus miembros hagan profesión de fe “interna-
cionalista” o “universalista” frente a todas las tentativas de revaluar

58
Introducción a la America criolla

nuestro pasado o de transformar nuestro presente. Amparándose tras


de una cultura apolillada, que no inspira ya respeto ni en Europa,
protegen su vaciedad con el escudo de un hermetismo literario o
seudofilosófico que retrata no sólo la profunda confusión del Viejo
Mundo, sino ante todo su propia impotencia creadora.

NI CRÍTICA, NI LITERATURA
Carentes de una compenetración con la mejor tradición argen-
tina, que es el método más válido para entroncarse con la tradición
latinoamericana de que formamos parte, los concesionarios de la
cultura se divierten con el lunfardo porteño o con cierta idealización
del compadrito de orillas, mitad delincuente, mitad guapo, cuyo
lenguaje ritual complace a Borges y a gran parte de la juventud in-
telectual. El tango participa de dicha divinización equívoca, cuyo
exotismo debe atribuirse tanto a los ingredientes de la cárcel como
a las fuerzas inmigratorias.
Aquí se detiene todo ese argentinismo intelectual, tributario,
como se ve, de los gustos europeos, deseoso de encontrar color
nativo o rarezas dialectales a todas las aberraciones de una gran
ciudad sudamericana. Con la frecuentación o estudio de este idioma
del delito, que en modo alguno puede asimilarse al lenguaje popular
de Buenos Aires, se pretende argentinizar una prosa con elementos
foráneos al país real. No otro es el significado de la presencia del
compadrito en la obra de Borges o en los gustos de ciertos círculos
intelectuales de Buenos Aires.
La vida intelectual argentina sufre de la ausencia de una crítica;
pero no puede nacer una crítica sin una literatura. Sería poco serio
designar con ese nombre a comentaristas ocasionales que añaden al
lector un nuevo factor de confusión a los libros de suyo confusos y
oscuros que regularmente hacen su aparición en la Argentina y que
merecen los halagos de la sociedad literaria. La crítica de ideas no
existe en el país. No insistiré sobre la única razón evidente, esto es, que
del extranjero se importa todo: la literatura y la crítica de la literatura.
Aquí se recocina el conjunto y, si es posible, se lo hermetiza más aún.
Una ley no escrita gobierna la llamada “crítica bibliográfica”,
generalmente anónima. Esa ley es el mudo desprecio o el vacío hostil
hacia toda obra genuinamente argentina. Cuando es virtualmente
imposible silenciarla del todo, se la comenta en términos abstractos

59
Martín Fierro y los bizantinos

que estimulan la indiferencia del lector hacia el autor y la obra. Los


libros extranjeros o nacionales destinados a glosar el pensamiento o
la literatura extranacional, merecen en cambio una atención prefe-
rente, comentarios elaborados y atrayentes, dignos de aparecer en los
países de procedencia. Pero será inútil buscar en estos comentarios
una sola idea que contribuya a fortalecernos como Nación.
A este género de comentaristas más o menos literarios les pa-
rece suficiente discurrir con erudito aburrimiento acerca de Keats,
Joyce o Michaux (con abundantes citas en inglés y francés) y volcar
toda la charla sobre una sorpresiva alusión a Sarmiento para que la
indigerible página adquiera una significación nacional. Las revistas
literarias y los suplementos dominicales ejercen un manipuleo indis-
tinto de cuanto detritus formal o filosófico desecha Europa; con estas
operaciones de virtuosismo inerte se ha hecho la fama de nuestros
héroes locales en los círculos que se consideran a sí mismos “inte-
lectualmente privilegiados”. Toda esa bufonería ha envenenado las
fuentes de nuestra actividad creadora, que ha trocado la literatura
de ficción en una ficción de la literatura.
Afirmamos que el incierto porvenir de nuestras letras no puede
cifrarse en su parálisis actual. Para los escritores argentinos ha lle-
gado la hora de enterarse que una revolución recorre el continente
y que Europa ya nos ha dado cuanto podía esperarse de ella. La
madurez espiritual e histórica de América Latina exige una segunda
emancipación.

MUERTE Y DESFIGURACIÓN DEL MARTÍN FIERRO


En épocas no muy lejanas hasta los estadistas argentinos tra-
ducían al castellano los clásicos ingleses. En nuestros días Borges
califica a Hudson y a los viajeros ingleses (miembros del Intelligence
Service de la época) como proveedores de una literatura argentina
muy superior al Martín Fierro. Ezequiel Martínez Estrada, más caute-
loso, coincide esencialmente con Borges, agregando por su cuenta a
nuestro poema nacional inverosímiles asimilaciones con La muralla
china o La divina comedia.
Martín Fierro es para Borges (denigrador irónico de todo lo
argentino) la crónica de un compadrito y cuchillero, pendenciero
y semiladrón. En algunos aspectos sitúa a Hernández por debajo
de Ascasubi. Todo lo cual bastaría para trazar un cuadro bastante

60
Introducción a la America criolla

completo del mundo espiritual de Borges y sus prejuicios políticos, si


este autor no nos proporcionara muchos otros testimonios directos.
Lugones llamó al Martín Fierro “poema épico”. Las reiteradas
sátiras de Borges contra esta calificación y contra el responsable
de ella (en la medida que Lugones intentó refundar una literatura
nacional, encuentra en Borges un implacable crítico), nos permiten
ver que para el conjunto de la clerecía intelectual cuyo intérprete
es el autor de Ficciones, la tragedia de Martín Fierro no ha logrado
desprenderse del inconsciente colectivo de la oligarquía. Son los
victimarios del gauchaje quienes se expresan en la sorda invectiva
de Borges, aquellos que barrieron a los gauchos alzados o sometieron
como peones de estancia a sus hijos.
El poema de Hernández canta el réquiem de los vencidos por la
oligarquía probritánica de la época, eliminados por el Remington y el
ejército de línea, expulsados hasta más allá de la línea de fronteras.
Fueron los lingüistas posteriores y los profesores universitarios del
género de Capdevila los que cubrieron el rostro de Martín Fierro con
su erudición de diccionario para volverlo irreconocible.
La interpretación del Martín Fierro parece establecer la prueba
decisiva para situar a un escritor adentro o afuera de la tradición
nacional. El divorcio que generalmente se realiza con respecto al
poema y la vida de José Hernández (sus luchas políticas de federal
democrático), es una notable prueba suplementaria del espíritu de
cálculo de la oligarquía y sus sacerdotes cosmopolitas.
Característicos representantes de una inteligencia extranacional,
Borges y Martínez Estrada serán examinados en las páginas siguien-
tes como figuras simbólicas: críticos del Martín Fierro, el poema
nacional permitirá juzgarlos.
Borges desciende de una abuela inglesa y de un coronel unitario;
su ámbito natural es Buenos Aires. Ha vivido siempre de espaldas a
la Nación. Martínez Estrada, en cambio, es un hombre del interior.
Nació en San José de la Esquina, y esa fatalidad geográfica (con
sus implicancias psicológicas) le impide confundir el país con el
puerto, lo que vuelve más notable su condición de “alquilón” de
Buenos Aires.
Martínez Estrada ha comprendido rápidamente (sus triunfos
literarios comienzan en la Década Infame), que si la política a secas
es deleznable, la política literaria es digna de un artista y de su pru-
dencia. Su obra está rodeada de prestigio. Se le atribuye trascenden-
cia sociológica. Pese a todo, debe ser incluida en ese género anfibio

61
Martín Fierro y los bizantinos

del “lirismo ideológico” propio del moderno bizantinismo literario,


que aparenta encontrar su órbita en los problemas más rigurosos.
Nada hay más alejado, sin embargo, de la severidad intelectual que
los trabajos de este autor.
La interpretación de Martínez Estrada, trabajosamente fundada
en dos volúmenes, es ésta: José Hernández no es un hombre con-
creto y su Martín Fierro no es un poema épico. El autor y su obra
han sido trascendidos por un espíritu omnipotente y maligno que
lo subyuga todo y que hace de Hernández un objeto de su poder, se-
miconsciente de su propia creación poética. Las criaturas de Martín
Fierro se sienten presas de una fatalidad (preferentemente griega)
y su voluntad de justicia se estrella contra jerarquías anónimas su-
cesivas que se levantan una tras otra en una infinita dominación (a
la manera checoeslovaca). De esta suerte, Martínez Estrada evade
el problema central de la obra que es relativamente más prosaico:
la destrucción implacable de la economía natural y de sus hombres
representativos, por la ganadería y agricultura de tipo capitalista
ligadas a las potencias europeas.
En su Ensayo de interpretación de la vida argentina, Martínez
Estrada ha culminado, si así puede decirse, una carrera. Más de 900
páginas nutridas testimonian la dificultad de nuestros escritores
para entender el país en que viven. Resulta simbólico, e inesperado
en apariencia, que esta discusión en torno a una literatura nacional
nos haya conducido directamente a una interpretación del Martín
Fierro. Nada más lógico, sin embargo, puesto que el drama histórico
del que Martín Fierro fue sólo una coronación constituye el momento
más importante de la historia argentina y de su literatura, así como
el punto de arranque para su inteligibilidad posterior.
Si Borges es un intelectual europorteño completo, Martínez
Estrada, en cambio, puede ser situado más bien en la línea sucesoria
de Ricardo Rojas, es decir, como un escritor que ha sellado un com-
promiso con la oligarquía aunque no deja de observar el revés de
la trama. Téngase en cuenta que este autor tiene el sentido común
suficiente como para corregir sus descubrimientos embarazosos con
la cortina de humo de Kafka.
Para ayudar a comprender la vida de este gaucho barbudo, su-
cio y violento. Martínez Estrada llama en su auxilio a Víctor Hugo,
Milton, Rabelais, Homero, Hamsun, Kafka, Dickens, Isadora Duncan,
Gustave Flaubert, Dante Alighieri, Baudelaire, Chesterton, Goethe.
La extraña nomenclatura de sus fuentes no es el único espectáculo

62
Introducción a la America criolla

curioso ofrecido por esta obra agobiadora, que trata el más nacional
de nuestros asuntos sofocado por estas autoridades.
Martínez Estrada pronuncia en este libro su autocondena. Como
provinciano, no puede ocultarse el panorama histórico del cual surgió
el Martín Fierro. Aunque la palabra oligarquía está escrita una sola
vez en toda su obra, al fin y al cabo la estampa, y de las citas abun-
dantes se destacan algunos hechos delicados: el bestial asesinato del
general Peñaloza por las bandas enviadas por Sarmiento y Mitre; el
carácter criminal de la guerra del Paraguay; la personalidad política
de Hernández como federal democrático. Pero no en vano Martínez
Estrada ha acumulado todos los premios nacionales de literatura posi-
bles. El provinciano se ha vuelto porteño y como porteño, esclavo del
clan oligárquico. Al relatar la vida de Hernández, cuyo sentido básico
rehúsa admitir, dice: “Las dos acciones en pro de López Jordán, como
su actuación en Paysandú al invadir Corrientes las tropas paraguayas,
son arranques de su temperamento, más que de sus ideas”.
El federalismo democrático de José Hernández no ha sido dis-
cutido hasta ahora por nadie. Fue un luchador político que estigma-
tizó a la oligarquía triunfante de la provincia de Buenos Aires, cuya
acción continuaba bajo el rótulo de la “organización nacional” la
misma política absorbente que el ganadero Rosas había practicado
bajo la divisa del federalismo. Pero si Rosas negoció con Europa y
al menos le impuso condiciones, sus adversarios entregaron todo
sin escrúpulos. Hernández representaba al federalismo genuino del
interior nacional que quería constituir un país y destruir el monopo-
lio aduanero de la europeizante Buenos Aires. El juicio de Martínez
Estrada, al considerar que los actos políticos de Hernández (de una
continuidad notable) respondían más a su temperamento que a sus
ideas, demuestra más bien cuáles son las ideas de Martínez Estrada.
El diario La Nación premia estos delicados servicios.

¿UN ESCRITOR DE LENGUA INGLESA, GRAN ESCRITOR


ARGENTINO?
Del mismo modo que Borges y que nuestros escritores más acla-
mados, Martínez Estrada encuentra en William Henry Hudson no a
un publicista inglés, sino al más grande escritor argentino. Este inte-
resante equívoco, particularmente asombroso en boca de un escritor

63
Martín Fierro y los bizantinos

profesional, es una prueba concluyente del servilismo intelectual


de un país colonizado. Para un hombre de letras parecería evidente
por sí mismo que el rasgo fundamental para definir la nacionalidad
de un escritor es el idioma. Sería impropio designar a este sensible
instrumento como a un simple transmisor de sentimientos e ideas
ajeno al territorio físico e histórico en el cual se nutre; las relaciones
entre el idioma y la psicología nacional son muy estrechas. De allí
que sea imposible llamar escritor argentino a quien se expresa en
inglés, pese a que Borges considere como poetisa argentina a Gloria
Alcona, que escribe en francés. Lo que es excusable en Borges, es-
critor bilingüe, resultaría más difícil en boca de Martínez Estrada.
Pero hay convenciones que no se violan. Para que Martínez Estrada
pueda hacerse disculpar por la dinastía mitrista sus incidentales obser-
vaciones sobre la impopularidad de la guerra del Paraguay y el papel de
Mitre en la supresión de los caudillos representativos, es preciso que
rinda tributo a Hudson como gran escritor argentino. En este plano,
las condescendencias de Martínez Estrada no tienen fin. Reclama una
literatura genuinamente argentina y menciona a Kafka como el artista
cuyo universo metafísico se asemeja más al Martín Fierro. Este irrespon-
sable espíritu de juego tiende a despojar a nuestro autor de toda culpa.
Su largo trabajo sobre Martín Fierro constituye en realidad una
extensa admonición contra la significación política de Hernández.
Siguiendo los pasos de Borges, refuta el calificativo de poema épico
que Lugones discernió a nuestro canto nacional. En cada página
de su obra Martínez Estrada deja adivinar una hostilidad sustan-
cial contra el pueblo argentino tal cual fue y tal como es. Dice de
Hernández que era

un hombre que no tuvo ningún interés por los problemas de la


cultura. Se desconoce que poseyera en su biblioteca un impor-
tante libro siquiera: y de haber existido realmente tal biblioteca
(sólo Avellaneda alude que existió), es de suponer que estuviera
constituida por obras populares de poetas españoles en boga y
de esa clase de publicaciones oficiales de que se nutren nues-
tros políticos.

A Martínez Estrada, cuya erudición inorgánica no soporta la po-


tencia de un creador iletrado, le resulta inconcebible que Hernández
haya podido plantarse indestructiblemente en la vida argentina sin
haber leído a Shakespeare. Se ignora si Homero fue el hombre más

64
Introducción a la America criolla

culto de su tiempo, pero es generalmente admitido que nos transmi-


tió material para varias bibliotecas; a nuestro Homero criollo no le
hacía falta más. Observamos el toque despectivo con que Martínez
Estrada alude a “nuestros políticos”. Este desprecio latente es la
expresión del desconocimiento sustancial de la vida argentina y de
la irritación de un literato ante los hombres que hacen la historia
fuera de la Cámara de los Comunes. Por lo demás, el desprecio a los
políticos es muy habitual en los círculos de la aristocracia rural, que
se considera por encima de aquellos.

Muy distinto es el caso de otro grande escritor nuestro —agre-


ga— criado en el campo, lejos de lodo centro de cultura, cuya
vida de pastor y de vagabundo está orientada hacia el saber
preciso, científico, conforme a las mayores exigencias del obser-
vador y del escritor. William Henry Hudson recibió del cielo la
misma gracia de conservar su alma inmune a las contaminacio-
nes del pensar y el sentir librescos. Él nos cuenta qué maestros
tuvo, ejemplares curiosos de excentricidad, pero también qué
libros encontró en la casa paterna: Gibbon, Rollin, Milton, San
Agustín, Dickens, Carlyle, Darwin.

El método “científico” de Martínez Estrada queda iluminado con


la asombrosa asimilación entre el bardo de un pueblo de pastores
que luchó con las armas en la mano contra cuatro invasiones euro-
peas, y el escritor británico procedente de un orbe viejo y sabio. La
“barbarie” de Hernández era más saludable y creadora para nosotros
como país naciente —podría pensarse—, que la civilización británica
encarnada en el arte de Hudson, que tendía a indiferenciarnos y a
sofocar nuestro ser nacional. Como por accidente, iluminado por
ideas errantes, Martínez Estrada recapitula en ciertos momentos.
Observa con aparente ingenuidad que la Argentina tenía “cierto
aire de establo que los viajeros perciben al desembarcar y que hizo
a Ortega y Gasset definir al país como una factoría”.
La palabra “factoría” no compromete a Martínez Estrada, no se
asombre el lector: su recurso defensivo es sumergirse en el seno de la
nebulosa, pero su empleo le permite alimentar cierto prestigio de hom-
bre osado. Naturalmente que la Argentina tuvo y tiene todavía en parte
un aire semicolonial, sobre todo en ciertos barrios de Buenos Aires.
Lo tendrá, en definitiva, hasta que no se integre en la Confederación
latinoamericana, que realizará nuestro destino histórico.

65
Martín Fierro y los bizantinos

La palabra factoría atrae a Martínez Estrada únicamente por


sus efectos acústicos. No implica para él un problema especial:
profundizar su sentido lo llevaría a conclusiones peligrosas, como
explicar, por ejemplo, la significación de la oligarquía agropecuaria,
del capitalismo europeo colonizador o de nuestras guerras civi-
les. Implicaciones semejantes suscitan su repugnancia instintiva.
Prefiere descubrir problemas más complejos y menos comprome-
tedores, como el del mestizaje.
He aquí la terrible palabra, la palabra proscrita: mestizaje, cla-
ve de gran parte de la historia iberoamericana. La tragedia de los
pueblos sudamericanos en su cuerpo y en su alma que pertenecen
a dos mundos separados; el secreto de la violencia y el encono que
el mestizo lleva en su sangre y en su espíritu.
Para nuestro autor, las incesantes luchas interiores, la mutabi-
lidad de los regímenes políticos, las crisis sociales, la intervención
creciente del imperialismo, la agonía de la economía natural, el pre-
dominio de la oligarquía extranjerizante, despótica e ilustrada y la
balcanización de América Latina en veinte estados ficticios, no tiene
ninguna importancia. Escapan a su visión. Su verbalismo ideológico
prefiere encontrar en el fenómeno del mestizaje producido por la
fusión de los descendientes de los conquistadores y de los inmi-
grantes con las razas aborígenes la clave de un “resentimiento”, de
un “encono” y de una “violencia” que constituiría el gran problema
de nuestra historia. Como es natural, el papel en blanco es inerme
y acepta todo lo que se imponga. Pero un escritor laureado sabe
cuáles son los límites del pensamiento y la petit histoire del coraje
intelectual. Para Martínez Estrada, “sería ociosa toda averiguación
del sentido de nuestra historia y de los demás países sudamericanos
si se prescinde del problema moral del mestizo”.
En apoyo de su indagatoria se funda en el libro más débil de
Sarmiento (Conflicto y armonía de las razas en América). De este
presunto conflicto racial Martínez Estrada deriva una conclusión:
“El gaucho era eso: resentimiento”.
Arrojar sobre los hombros del mestizo y de la fusión racial las
desgracias de una nación en proceso formativo constituye una de
las tesis más placenteras y más difundidas que el imperialismo con-
temporáneo puede acoger en nuestros días.
Nuestro autor sabe también señalar sus autoridades. Con in-
variable respeto cita frecuentemente a Paul Groussac, cuya cal-
culada devoción por Mitre y su impermeabilidad ante la realidad

66
Introducción a la America criolla

argentina constituyen sus títulos habilitantes. Al apelar a la palabra


de Groussac, nada menos que sobre el gaucho, Martínez Estrada
designa como juez al abogado de Mitre, enemigo mortal del gaucho.
Pero como el prestigio del gauchaje ha llegado a ser una característica
nacional insoslayable desde el juicio de San Martín, nada le cuesta a
Groussac elogiar al gaucho y hacerlo servir a sus fines:

Con estos mismos gauchos sufridos y aguerridos —escribe el


intelectual francés—, nuestros liberales acosaron a Rosas: y con
ellos, por fin, la República Argentina desalojó de su guarida del
Paraguay al dictador espeso y vulgar que aplastaba a ese pobre
suelo, históricamente tan predestinado a tan diversas tiranías.

Varón prudente, Martínez Estrada no comenta esta monstruo-


sidad. Deja flotando en el ánimo del lector la idea de que Solano
López era un Tamerlán nacido en la selva. Aparenta ignorar que fue
el jefe del pueblo paraguayo diezmado por la coalición argentino-
brasileño-oriental. La Guerra del Paraguay fue inspirada por el capital
británico y execrada por las masas populares argentinas. Dirigida
por Mitre, constituyó el último capítulo de la disgregación nacional
en el Río de la Plata.
El Martín Fierro de José Hernández nació directamente de la
indignación popular no sólo ante el exterminio de los gobiernos
federales del interior argentino, sino también ante la naturaleza fu-
nesta de la Guerra del Paraguay impuesta por la oligarquía porteña
en su calidad de procónsul del capital británico.
Aunque la palabra patriotismo desagrada a Martínez Estrada, la
emplea, sin embargo, cuando la necesita, aunque sea en sentido nega-
tivo: “En el Martín Fierro (sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia
a la exaltación) el epos está vivo y sólo hará falta reemplazar... etc.”.
Para Martínez Estrada el Martín Fierro ha dado lugar a una es-
pecie de leyenda patriótica que ha transformado al héroe del poema
en un ídolo reseco estragado por los ateneos folklóricos. En esta
crítica culta subyace el desdén del intelectual europeo por lo único
viviente y nacional de la literatura argentina. Es una aversión expli-
cable. Bajo cierta pompa moral que aparece reincidentemente en el
texto, Martínez Estrada tiende a deprimir constantemente la idea
misma de lo argentino. Afirma que nuestra literatura carece, fuera
de “los impromptus viriles de Echeverría, Alberdi y Sarmiento” de
un contenido valiente en defensa de la justicia: “Acaso no haya país

67
Martín Fierro y los bizantinos

alguno sobre la tierra con tal carácter de moderación y de tolerancia


para la iniquidad y la infamia”.
El autor que comentamos parece ignorar la historia política y
las luchas sociales de nuestro país. Si dejamos de lado la heroica y
desgarrada crónica de la época de las masas y las lanzas, de la que
Martín Fierro es un testimonio no pequeño, el último medio siglo,
particularmente a partir de 1916 y 1945, expresa bien a las claras que
las masas trabajadoras argentinas han sabido batirse.
La literatura política, si no la literatura a secas, ofrece testimo-
nios reflejos. La afirmación de que no hay país sobre la tierra con tal
carácter de moderación y tolerancia para la iniquidad y la infamia,
parece indicar que Martínez Estrada va a decir algo, pero defrauda al
lector. No dice nada. Con frecuencia este autor sugiere que va a com-
batir. Pero, o no pasa nada, o combate del otro lado de la barricada.
Juzgar, como Martínez Estrada, que el espíritu del miedo “sofocó
en Hernández una bella disposición natural a marcar con fuego a los
impostores y a los explotadores de la ignorancia y de la miseria, y
como industria subsidiaria de la riqueza pública privada”, y declarar
que el Martín Fiero “es un poema evasivo”, significa una ceguera
completa, o una verdadera burla.
El mismo género de escritor que reprocha a Hernández el hecho
de que su “intención de cantar la verdad es reprimida” es el que hace
una profesión del desprecio a la política y al drama social, y destaca
generalmente su inclusión en la obra artística como un elemento
extraño, partidario y descalificador. En su afán de originalidad, o
más bien en su necesidad de agotar en un examen particularizado
y extenuante el sentido central del poema, Martínez Estrada llega,
como se ve, a conclusiones sorprendentes. Lo único que resta es
acusar a Martín Fierro de ser un poema hermético. Sin embargo, así
lo insinúa varias veces nuestro enredado autor.

JOSÉ HERNÁNDEZ, “BURGUÉS DESCONTENTO”


Otras novedades nos reserva Martínez Estrada en esta “inter-
pretación de la vida argentina”. En el capítulo titulado “Política y
políticos”, prosigue su tentativa de disminuir la personalidad de
Hernández. Martínez Estrada se propone demostrar que el autor
de Martín Fierro era simplemente un militante banderizo, un mon-
tonero irracional de la política argentina, pero de ninguna manera

68
Introducción a la America criolla

un representante popular imbuido de una concepción coherente de


nuestra realidad.
De este modo, Martínez Estrada, cuya vulnerabilidad en la
crítica histórica es patética, declara que es una inconsecuencia en
Hernández (defensor de los caudillos, partidario de López Jordán
y enemigo de Mitre) su defensa de la capitalización de la ciudad de
Buenos Aires. Lejos de disminuir la lógica política de Hernández y
del movimiento federal democrático del interior, esta actitud de
1880 confirma por una parte que si bien Hernández no había leído
a Nietzche ni tenía una biblioteca poblada, poseía en cambio ideas
perfectamente claras con respecto a la realidad de su patria.
La capitalización de la ciudad de Buenos Aires fue resistida por
la oligarquía porteña y particularmente por la clase ganadera de la
provincia. Significó en verdad una victoria del interior argentino
contra la tradición absorbente de la ciudad-puerto, que constituía
una canonjía especial de la provincia y la fuente principal de sus
recursos para imponerse al país empobrecido. La federalización de
Buenos Aires impuesta por Roca (apoyado en el complejo de fuer-
zas de las provincias mediterráneas) sancionó en ese momento la
derrota de la oligarquía bonaerense y obtuvo una restauración del
equilibrio argentino.
La poderosa influencia del capital europeo, por supuesto, volvió
ilusoria más tarde esa revancha del interior y puso en manos de la
oligarquía bonaerense el control exclusivo del país. Pero la posición
de Hernández en el debate del 80 no era sino la continuación y el re-
mate de su trayectoria como federal democrático. El puerto y la renta
aduanera pasaban a partir de esa fecha a la Nación, sus ingresos se
distribuían a todas las provincias. Se destruía así el monopolio de
la aristocracia terrateniente de la provincia de Buenos Aires sobre
una fuente de riqueza que pertenecía a todos los estados federados.
La consolidación de la influencia imperialista europea en la vida
argentina anularía por más de un siglo esta conquista fundamental
de la federalización de Buenos Aires. La fidelidad a sí mismo no es
comprendida por Martínez Estrada: “En política, Hernández no iba
más allá de su experiencia y de su honradez sin que jamás alcance a
trascender los límites de lo puramente personal”.
He aquí lo que afirma nuestro más profundo sociólogo.
La circunstancia de que José Hernández, en los últimos años de
su vida, haya actuado en las filas del roquismo (como amigo de Dardo
Rocha y de Avellaneda), motiva en Martínez Estrada una curiosa

69
Martín Fierro y los bizantinos

observación. Según nuestro autor, José Hernández habría olvidado al


gaucho desvalido para incorporarse a la plana mayor de la oligarquía
en el poder, fascinado por la nueva era de progreso. Lo que Martínez
Estrada no comprende es que en la década del 80, que presencia el
apogeo del roquismo, es la oligarquía bonaerense la que retrocede
políticamente. Y es bajo el control de Roca que las provincias del in-
terior llegan al poder. Veamos qué es lo que escribe Martínez Estrada:

Todo lo grande que había en Hernández, queda en el Martín


Fierro, cuya segunda parte acusa, a pesar de los amagos del
protagonista, un clima de concordancia en la misma direc-
ción de los creadores de la Grande Argentina. Lo triste es que
muere lo mejor de sí sumido en aquel fondo bondadoso de
sus sentimientos. Es la oligarquía precisamente la que llega al
poder: los estancieros, los militares, los jueces, los pulperos.
No es dudoso que, desaparecidos los motivos personales de
lucha, resurge en él, desde profundidades gentilicias, lo que
era auténticamente suyo. Apenas quedan vestigios de su ardor
panfletario, porque la Vida de Peñaloza y Las dos políticas no
fueron fruto de su legítimo amor al país, de su meditación
sobre los problemas de su formación y desarrollo que habían
tratado a fondo Echeverría, Alberdi, Mitre y Sarmiento, ni de
un designio de desenmascarar a los traidores de los ideales
de Mayo... Era hombre de limitadas aspiraciones sociales, un
burgués descontento y disconforme que más tarde se ufana
en la contemplación de un resurgir de la riqueza bajo el lema,
similar al de Rosas, de “progreso y paz”.

Resultaría que la lucha de Hernández (que se emparentaba con


la tradición del federalismo democrático, con las montoneras, con
los caudillos, con las masas del interior, con el gauchaje alzado) no
habría sido inspirada por “su legítimo amor al país”, por su “medi-
tación sobre los problemas de su formación y desarrollo”, sino por
el disconformismo de un burgués limitado. Señalemos de paso que
acusar a Hernández de burgués nacional es un elogio inesperado
para la época, puesto que en un amplio sentido histórico lo que
trataba de hacer Hernández era justamente propulsar el desarrollo
de una burguesía nacional (en lo que fracasó), impulsar el avance
de un capitalismo nacional. Observemos el indisimulado elogio que
Martínez Estrada hace a Mitre; no existe mejor salvoconducto en los

70
Introducción a la America criolla

círculos locales de la cultura imperialista. El mismo Mitre escribía a


José Hernández en 1879, comentando el Martín Fierro:

No estoy del todo conforme con su filosofía social que deja en


el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de
la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por
el amor y por la necesidad de vivir juntos, unidos, que hacer
fermentar odios que tienen su causa, más que en las intenciones
de los hombres, en las imperfecciones de nuestro modo de ser
social y político.

Así se expresaba (con bastante lucidez en cuanto al significado


del poema) el responsable de las masacres de gauchos y el inspirador
intelectual del asesinato de Peñaloza. Martínez Estrada comenta ese
párrafo de la carta de Mitre, calificándolo como “palabras de nuestro
más grande historiador, tan en el modo de ser y pensar general”.
Mitre nunca reflejó el pensar ni el modo de ser general; fue un
porteño típico desvinculado del interior. Toda su historia política
es la historia de la defensa de los intereses de los terratenientes,
ganaderos y comerciantes de la provincia de Buenos Aires. Martínez
Estrada escribe sobre Hernández:

¿Qué pensaba del drama de nuestro interior? ¿Creía efectiva-


mente que eran los inmigrantes que venían a romperse las ma-
nos en la tierra nunca labrada, a perder sus crías en la soledad
sin asistencia médica, a soltar hijas para que se las gozasen los
hijos de los arredandores, creía que eran esos pobres labrie-
gos los culpables? ¿Creía que eran los comisarios analfabetos
cuya brutalidad estaba en razón directa del desempeño de su
cargo, los causantes de la peste?... No era el gringo: era el país
sin brazos; era la herencia de haraganería y fraude de España
en América; el prejuicio contra los trabajos villanos; la falta
de profesión y oficio en los ricos y en los pobres; el sistema de
asco y de ignominia en la que América hispánica había vivido
tres siglos; la falta de sentido moral, de conducta limpia, de
conformidad a las reglas del buen juego. Era la desordenada
libertad de que disfrutaban el hombre y el animal de la campaña
por una parte, y del ansia de mando, de la necesidad visceral
de gobernar aunque en pequeña escala (si no podía en una
provincia, en la comisaria); era la falta de un sentido de honor

71
Martín Fierro y los bizantinos

y de patriotismo en el ejército para la defensa de los principios


y de las instituciones. La falta de ejército, porque las levas de
indigentes, de vagos y criminales no hacen un ejército; la falta
de oficialidad, porque los jinetes y los entorchados no hacen
un caballero que manda.

La asimilación del poblador de la pampa gringa con las socie-


dades anónimas del capital europeo, de los “factores morales” con
las reglas del buen juego británico, la identificación implícita de
todo villano y lo haragán en el criollo de tierra adentro y del trabajo
austero y la aptitud profesional en el extranjero, he aquí lo que para
Martínez Estrada constituye uno de los meollos de nuestro drama
histórico. Este ejercicio de autodenigración sistemática es tan viejo
como la historia de nuestro coloniaje y tan falso como difundido.
Es este sensato respeto por la interpretación imperialista de
nuestra historia política y literaria el que lleva a Martínez Estrada a
escribir que “el uruguayo Florencio Sánchez y nuestro Hudson son
excepciones, etcétera”.
En boca de este autor, decir “el uruguayo”, equivale a expresar
“el extranjero”, puesto que, según la ONU, Uruguay es una Nación,
aunque haya sido creada por Canning para debilitar a la Argentina.
La referencia a “nuestro Hudson” no es menos reveladora: para
Martínez Estrada el escritor de lengua inglesa es “nuestro” y el
dramaturgo rioplatense, extranjero. Ya veremos más adelante en
Borges idéntico criterio. Si algún lector duda sobre el significado
de la palabra colonialismo, le ofrecemos estas muestras a escala
de laboratorio.
El lector no debe asombrarse: en la opinión de Martínez Estrada,
el castellano ni siquiera es capaz de dibujar fielmente nuestro paisaje,
nuestros problemas y nuestra fisonomía nacional.

Lo cierto es que la lengua castellana tiene ya una tesitura, una


tectónica que en teoría no obsta, pero en la práctica sí, al reflejo
fiel de ese mundo. Lo advertimos en el hecho de que la obra
traducida del inglés al castellano conserva mucho más pura
esa sustancia nacional, netamente argentina, que la escrita por
autores nuestros. Y es porque los autores nuestros, que pueden
despojarse del influjo omnipotente del idioma cuando traducen,
no pueden hacerlo cuando toman directamente de la realidad.

72
Introducción a la America criolla

Aunque la cita es escandalosa y requeriría una observación satí-


rica, ha pasado sin comentarios en la Argentina. Cuando el balbuceo
intelectual se eleva a este nivel se transforma en incompetencia lisa
y llana. Se desnudan vívidamente las reacciones de este autor frente
al país al que niega en todos sus aspectos, incluso en su aptitud para
forjar una literatura. La desestimación de nuestra lengua es el remate
final de una trivialidad reiterada.
Veamos sumariamente algunos otros juicios de este pontífice.
Valora la Vida del general Peñaloza, escrita por José Hernández
contra Mitre y Sarmiento, como un trabajo que “no contiene datos
fidedignos ni doctrinas políticas”. Dicho escrito, cuyos cargos son
ilevantables y que la historia ya ha juzgado, es “una diatriba sin otra
fundamentación que la pasional. Necesita presentar a la víctima
como un varón de grandes virtudes patrióticas”.
Tal estimación no le impide a Martínez Estrada, por supuesto,
ofrecer más adelante una versión circunstanciada del asesinato de
Peñaloza que confirma en todas sus partes el relato de Hernández,
calificado previamente como “diatriba”. Contradicciones semejantes
no son infrecuentes en este autor, frutos ilegítimos de su compro-
miso con la oligarquía. Esta ha procedido con justicia, glorificando
a su intérprete.

LA POLÍTICA COMO HISTORIA


A Martínez Estrada le interesa también la política actual. Sus
frecuentes alusiones a la misma se emparentan notablemente con
el sistema de ideas que examinamos. El procedimiento para anali-
zar el pasado, como para evaluar el presente, está rodeado de una
deliberada confusión que ya nos es habitual, pero su pensamiento
es inequívoco. Después de afirmar que “no había tampoco enton-
ces políticos ni ideales patrióticos”, agrega que la situación de 1858
“forcejea bajo la película de 1880... la de 1930 bajo la de 1943 y ésta
bajo la de 1946”.
Estas monstruosas analogías permiten, sin embargo, estudiar
el pensamiento de Martínez Estrada: para él, como para muchos,
la revolución militar de 1943 reviste la misma significación que la
revolución popular de 1945 y en consecuencia debe ser rechazada
como un todo en aras de una doctrina que Martínez Estrada no
ofrece. Un nihilismo semejante, expresado con frecuentes suspiros

73
Martín Fierro y los bizantinos

“democráticos”, constituye, justamente, la plataforma política que


sostuvo el capital europeo en el pasado y el imperialismo en el pre-
sente, para ahogar las tentativas de autodeterminación nacional del
pueblo argentino.
El “intelectual puro” podrá charlar sobre la metafísica en Kafka,
se remontará a Tucídides, querrá descender al averno dantesco, ser
“independiente” de todos los intereses visibles e inmediatos y sos-
tener a la literatura y al arte como una antorcha por encima de las
desgracias y miserias terrestres; también podrá descargar su indisi-
mulado fastidio contra la época de las masas y las lanzas cubriendo
su examen con un simulado objetivismo; pero cuando debe expre-
sarse abiertamente sobre la realidad argentina se hace intérprete del
pensamiento imperialista. Que es lo que quería demostrarse.
¿Creerá el lector que exageramos? No. Martínez Estrada tiene
ideas bien claras al respecto. Con frecuencia usa la historia para
hablar del presente. Mal le queda el papel de Esopo a este fabulista
sin verdad. Pretendiendo aludir a la industria de guerra en la época
de Rosas, hace una incursión a la actualidad al declarar que ahora “la
industria pesada de guerra sostiene millares de personas sustraídas
a los trabajos agrícolas y los trabajos particulares”.
Vemos aquí al poeta ocuparse de la política. Sin embargo, olvida
ilustrar a sus lectores sobre el hecho de que en un país semicolonial
como la Argentina, la debilidad fundamental de la burguesía nacio-
nal y el estado de descapitalización completa del país se debía al
continuo drenaje operado por el capital extranjero. Esto sofocaba el
desarrollo industrial argentino. Todo lo cual determinó que el Estado
se convirtiera en el banquero y el ejército en su instrumento técni-
co para echar las bases de la industria pesada. Ningún capitalista
privado estaba en condiciones de financiarla por tratarse de una
rama económica extraordinariamente onerosa en su etapa inicial.
La naciente industria pesada argentina ha “sustraído a millares de
personas a los trabajos agrícolas”. Pero elevándolas a un nivel supe-
rior de civilización ofrecido por la economía industrial.
Con la ambigüedad que lo caracteriza, Martínez Estrada desea
además persuadir al lector de que el ejército argentino levanta fá-
bricas con fines bélicos (punto de vista compartido por Estados
Unidos). En realidad, sucede algo muy distinto. Las industrias mili-
tares financiadas con dinero del Estado e interesadas en la industria
pesada, desempeñan en el momento actual un papel fundamental
para la industrialización argentina. De los talleres administrados por

74
Introducción a la America criolla

el Ejército la industria liviana recibe innumerables pedidos de artí-


culos metalúrgicos imprescindibles para la satisfacción del mercado
interno y en último análisis para la continuidad del nuevo “standard”
económico del pueblo argentino.
No tenemos ninguna necesidad de idealizar el papel de los mi-
litares en el movimiento nacional. Al fin y al cabo el 4 de junio de
1943 sólo logró salir de la órbita del cuartel y trocarse en revolución
popular con la intervención de la clase obrera. Pero es ineludible
declarar que el “antimilitarismo” de Martínez Estrada, como el de
otros seudoliberales por el estilo, se basa en una falsa identificación
entre la naturaleza del Ejército en un país semicolonial y el carácter
del Ejército en un país imperialista.
En Francia, por ejemplo, de cuyos productos espirituales se
ha nutrido Martínez Estrada, el Ejército desempeña una función
contrarrevolucionaria, como puede apreciarse en la actuación del
militarismo francés en la lucha contra la independencia nacional
de Indochina, su colonia. En la Argentina, como en Bolivia, y otros
países latinoamericanos, las circunstancias históricas han facilitado
en ocasiones en la juventud militar la formación de una conciencia
nacional y la adopción de un criterio antiimperialista que ha llevado,
en ciertos períodos, al Ejército argentino no sólo a jugar un papel
político activo en la vida del país, sino a desempeñar actualmente
un notable papel económico.
Es indiscutible, por otra parte, que la intervención de la clase
obrera en los asuntos políticos argentinos ha enfriado estos entu-
siasmos nacionalistas del Ejército, pero no son estos matices los que
preocupan a Martínez Estrada: su espíritu rechaza en bloque toda
aspiración nacional que hiera al imperialismo, palabra que su léxico
barroco parece ignorar.
Pero que Martínez Estrada prescinda de mencionar al imperialis-
mo o que hable de la política como de una actividad semidelictuosa
(excepto en Europa) no significa que no la practique. Por el contrario,
este poeta deposita con frecuencia su huevecillo, su pequeño tributo
al sistema. Su ejercicio de la política es más modesto del que dejaría
suponer su estilo jactancioso. No hace más que repetir en su propia
escala el despecho oligárquico. Aludiendo al Martín Fierro y a su
modo de expresión, escribe que posee

un carácter muy argentino, en cuanto el ciudadano tampoco


sabe —en la ciudad ni en el campo— qué es lo que quiere, ni

75
Martín Fierro y los bizantinos

cómo ni por qué. La lengua denota un estado difuso, malestar,


más bien que un fin preciso. Esa es, en resumen, la doctrina
social argentina, la filosofía y la política: el descontento, la
mortificación, el encono sin poder concretar qué es lo que se
quiere (aunque mejor se concreta lo que no se quiere). En tal
sentido, el lenguaje del Martín Fierro es en su mentalidad más
argentino y nacional que en su analogía, prosodia y sintaxis.
Hoy mismo [1946] es el estado de ánimo de los trabajadores, los
diplomáticos, los estadistas, los legisladores, los políticos, los
periodistas y los escritores. Nadie sabe qué es lo que ocurre ni
cómo remediarlo, y en ese estado pasional, amorfo, la lengua
no puede tener una nitidez y concreción de que carece el alma.

El estado difuso, el malestar, la imprecisión y la perplejidad


de las almas, la ausencia de remedios y la impotencia de la lengua
para reflejar la vastedad de este verdadero colapso, ¿no constitu-
yen acaso la mejor descripción del estado de ánimo de la oligarquía
imperialista argentina poco después del comienzo de la revolución
nacional popular de 1945? Saber evocar con las palabras justas un
hecho cualquiera, ya es un mérito, aunque no otorgue a Martínez
Estrada el ingreso a las cumbres del arte.
Sólo observaremos que el pueblo argentino de 1872, como el de
1945, sabía lo que quería; pero si el primero fue vencido, el segundo
resultó vencedor. Martínez Estrada no puede comprender el pasado
porque el presente lo irrita. El imperialismo guía su pensamiento
(que el poeta cree alado) y lo empuja por senderos preestablecidos.
Sólo le permiten reescribir nuestra historia con nuevas metáforas,
pero en materia de ideas nada hay en Martínez Estrada que Mitre no
haya sancionado.
Es difícil seguir el pensamiento desarticulado de este escritor.
Pasa de un punto a otro, retoma temas anteriores, sale de la prosa
para entrar en lo poético, y constantemente su acrobacia verbal se
complace en fórmulas arbitrarias. Dice, por ejemplo, refiriéndose a
Hernández: “Su miedo personal, sus limitaciones, están en él mismo
y se evidencian en su filosofía política como legislador”.
Ahora bien, el miedo de Hernández como poeta o legislador no
aparece en parte alguna. Por el contrario, es el temor de Martínez
Estrada a abandonar todas las máscaras el que se revela en su crítica.
Hernández, soldado en todas las guerras civiles de su época, donde
el vencido se exponía al degüello o la “lanza seca”, tendría “miedo

76
Introducción a la America criolla

personal” y el bien abrigado Martínez Estrada, sería el valeroso fiscal.


Muy curioso.
Alude sin cesar a las limitaciones, a la rusticidad e incultura de
Hernández, a su inconsciencia de la obra que escribía, a su escaso
nivel político y espiritual. Luego, Martínez Estrada cita un fragmento
de la carta que Hernández envió a sus editores:

Quiza tenga razón Pelliza al suponer que mi trabajo responde a


una tendencia dominante en mi espíritu, preocupado por la mala
suerte del gaucho. Mas las ideas que tengo al respecto las he
formado en la meditación y después de una observación cons-
tante y detenida. Para mí, la cuestión de mejorar la situación de
nuestros gauchos no es sólo una cuestión de detalles de buena
administración, sino que penetra algo más profundamente en
la organización definitiva y en los destinos futuros de la socie-
dad, y con ella se enlazan íntimamente, estableciéndose entre
sí una dependencia mutua, cuestiones de política, de moralidad
administrativa, de régimen gubernamental, de economía, de
progreso y de civilización.

El autor revela aquí más “conciencia” que su altivo exégeta.


Inquieto quizá de que la propia adopción de un tema tan nacional
como el estudio del Martín Fierro pudiera despertar sospechas de xe-
nofobia en el ambiente a que pertenece, Martínez Estrada se apresura
a declarar de una manera en apariencia incidental que “el sentimiento
correlativo a las supersticiones, a la psicología del hombre inculto,
es el patriotismo, que forma un sentimiento indisoluble con él”.
Sin la existencia del patriotismo y de un sentimiento de amor
por la patria sería inexplicable todo el mundo moderno a partir de
la Revolución francesa. Martínez Estrada declara que el gaucho no
era patriota. En apoyo de su tesis comenta que “al contrario, Picardía
expresa que el gaucho es argentino para que lo hagan matar”.
Esta dislocación flagrante del pensamiento del personaje de
Hernández, significa precisamente lo contrario. Pero trampas de
tal índole no le impiden a Martínez Estrada, a quien no arredran las
contradicciones, apelar al testimonio de Joaquín V. González, que
afirma precisamente lo opuesto:

Todos sus alzamientos y rebeliones [las de los gauchos], sus


bárbaras exacciones y sus invasiones feroces, iban dirigidos

77
Martín Fierro y los bizantinos

contra los que ellos llamaron los enemigos de la patria, y aunque


algunos de sus caudillos tuvieron intervenciones perversas e
intenciones criminales, la masa que obedecía a sus sugestiones
malditas no veía sino la razón aparente que ellos ponían ante
sus ojos con todo el valor de la verdad...

Llegado a este punto, Martínez Estrada ha debido preguntarse


un poco azorado si en el fondo no estaría levantando el telón de la
historia falsificada. Reacciona en el acto y limpia su alma:

¿No es lo grosero, la liberación de las tradicionales pautas de


corrección y de alambicamiento de la poesía lo que nos satisface
tan íntimamente en el Martín Fierro?¿No será un poema del odio
contra lo correcto, lo amanerado, lo artificioso, un contrapoema?
¿No hay un encanto pecaminoso en encontrar excelsitudes en
la villanía? ¿No es ése el espíritu de los iconoclastas? ¿Somos
iconoclastas los admiradores del Martín Fierro? ¿Simpatizamos
con su prédica antigubernamental, antipolicial, anticulta por
descontento con la sociedad en que vivimos? ¿Es el poema,
como el nacionalsocialismo, una invención adecuada a las
necesidades de envilecimiento y brutalidad del hombre, a su
instinto de destrucción y apostasía? ¿Estamos en presencia de
un activador de los instintos bajos, los que la literatura culta se
ocupa precisamente de amortiguar?, etcétera.

Dejamos por cuenta del lector la interpretación de este galima-


tías donde la libertad del arte proclamada por estos doctores del
espíritu encuentra su campo más sublime. Digamos solamente que la
inesperada mención del nacionalsocialismo, ligada al nacionalismo
democrático de José Hernández no es una mención accidental, sino
absolutamente necesaria en el pensamiento de Martínez Estrada.
Todo lo nacional es para este autor y congéneres, fascismo, terro-
rismo o cuatrerismo. Esta vulgaridad ideológica es la moneda falsa
del imperialismo “democrático” en nuestro continente. Ese es el
motivo por el cual Martínez Estrada califica la opinión de Mas y Pi
sobre el Martín Fierro (“hay en esa reivindicación de Martín Fierro
un exagerado prurito patriótico”) como la opinión “más cierta y más
sensata que se ha dicho hasta hoy”.
Y ese autor, que ha comparado a Mitre con Plutarco, que ha
puesto el verismo de Sarmiento por encima del de José Hernández,

78
Introducción a la America criolla

que ha hecho todos los esfuerzos para disminuir la estatura política


del autor del Martín Fierro, y que ha opuesto el juicio de un europeo
insignificante (Groussac) al de un argentino eminente (Lugones),
llega al fin de su examen y se ve en la obligación de dictaminar.
Veamos qué sentencia:

Hay que tener en cuenta que el mundo del Martín Fierro es ese
mundo informe, el del caos primitivo, el de las regiones del pla-
neta aún no civilizadas, el de los climas que rechazan la vida,
el de las temperaturas malsanas, el de las zonas epidémicas: el
mundo inevitable. Todos sus representantes están al servicio
de potestades incógnitas como en La muralla china de Kafka,
aquellos seres de un imperio de miles de millones de habitan-
tes y de millones de kilómetros cuadrados están al servicio de
un emperador arcaico, lejano, ya inexistente, que impartió sus
órdenes decenas de siglos atrás...

Prosiguiendo este desagradable laberinto verbal agrega:

El Martín Fierro también es un capítulo simbólico de esa lucha


universal (contemplemos sus rastros en Europa) donde el hom-
bre como ente de una naturaleza despiadada destroza con sus
propias manos aquello que le es más querido.

Al señalar a ciertas fuerzas misteriosas (que sólo él adivina) y


que son las que determinan los males reflejados en el Martín Fierro,
Martínez Estrada declara:

En ese sentido profundo toda esta porción del continente, y


Australia sin duda, está sometida a esas fuerzas telúricas que
se personifican en los hombres eminentes y que se metamor-
fosean en sus empresas y se instalan en los órganos de nuestro
progreso, en las máquinas, en los edificios, en los puentes, en
las escuelas, en las cunas, en los estandartes. En seguida que
fijamos en alguien esas fuerzas, que dejamos de percibir las di-
vinidades para entretenernos en sus víctimas que casi siempre
llamamos victimarios, el problema se escamotea y nos hallamos
ante indescifrables enigmas... Surge del poema el carácter arbi-
trario del poder que es ejercido por no se sabe quiénes y con qué

79
Martín Fierro y los bizantinos

objeto... Pesa el poder sobre los ciudadanos como una amenaza


permanente, como una divinidad infernal que exige el sacrificio
de víctimas al azar y que nunca se sabe dónde estirará su zarpa, a
quién ha de destruir. Es una fatalidad, una divinidad maligna de
la que sólo puede escapar el infortunado mediante fórmulas de
conjuro más que de procedimiento, que es la que da con eterna
filosofía el viejo Vizcacha.

Como ha llegado ya el momento de cantar claro, pero el libro ya


está concluido, Martínez Estrada se vuelve más oscuro que nunca.
Al evocar a los personajes de Martín Fierro inserta su frase final:

Si alguien les dijera que sólo han sido imágenes de un sueño,


y todo una angustiosa pesadilla, podrían convenir en que sí,
aunque sin conceder que las imágenes de la vigilia sean más
ciertas en la urdimbre de la realidad impenetrable.

Aquellos intelectuales de la generación del Martín Fierro (los de


la calle Florida) que se burlaban de los ripios de Ricardo Rojas y de la
falsa solemnidad de la generación “modernista”, que satirizaron a los
cisnes de engañoso plumaje de Darío, que se rieron de sus Marquesas,
que sonríen aún frente a los malos versos de Manuel Ugarte y se callan
con incalculable cobardía acerca de su eminente significación en la
vida cívica del país, todos esos antiguos vanguardistas de dicciona-
rio tienen ahora un buen ejemplo para reírse. Tienen ahora en sus
propios santones de la literatura falsamente nacional una excelente
materia para la sátira. La risa higiénica está a su alcance.

BORGES, BIBLIOTECARIO DE ALEJANDRÍA


Valéry, a quien admira nuestra “élite” literaria como a la en-
carnación del intelectual, proclamó una vez su horror al desorden
(esto es, a la irrupción moderna de las masas en la creación de sus
propios destinos):

Pésale siempre el orden al individuo. Pero el desorden le hace


desear la policía o la muerte. He aquí dos circunstancias extremas
en las que la humana naturaleza no se siente a gusto. Busca el

80
Introducción a la America criolla

individuo una época agradable en la que sea a un tiempo el más


libre y el más válido; la encuentra hacia el comienzo del fin de un
sistema social. Entonces, entre el orden y el desorden, reina un
instante delicioso. Como se ha adquirido todo el bien posible que
procura el acomodamiento de poderes y deberes, ahora puede
gozar de los primeros relajamientos de ese sistema. Mantiénense
todavía las instituciones; son grandes e imponentes; pero sin
que nada visible haya cambiado en ellas, apenas si conservan
otra cosa que su bella presencia; lucieron todas sus virtudes,
su porvenir está secretamente agotado; su carácter dejó de ser
sagrado o bien le resta sólo lo sagrado: la crítica y los desprecios
las debilitan y las vacían de todo su valor inmediato y el cuerpo
social pierde suavemente su porvenir. Es la hora del goce y del
consumo general.

Esta inusitada predilección policial de Valéry no debería extrañar


a nadie que conozca las fuentes genuinas en las que se alimenta la
moderna cultura francesa: su imperio colonial en crisis es el que pro-
vee la plusvalía necesaria para que en París sus intelectuales adoren
de rodillas, simultáneamente, el espíritu puro y la policía colonial,
custodia del orden en las plantaciones de las selvas africanas.
Tampoco pueden sorprendernos las ideas políticas de Borges,
representante de nuestra “élite” local. En su libro Otras inquisiciones,
este autor publica una página significativa. Se trata de una nota reve-
ladora titulada Anotación al 23 de agosto de 1944, fecha de la retirada
alemana de París. Fue un día de celebración memorable en los fastos
de la oligarquía porteña. Se lanzó a la plaza Francia —en su barrio,
en su órbita— a festejar la recuperación de París, su patria primera y
probablemente su auténtica patria y la de sus mayores, enriquecidos
por las vacas y refinados por Montmartre. Naturalmente, para las
masas trabajadoras argentinas ese día no tuvo ninguna significación
especial: estaban ocupadas en organizar sus sindicatos y en prepa-
rar la defensa de sus condiciones de vida que la propia aristocracia
vacuna intentaría arrebatarles un año después en esa misma plaza
de Buenos Aires. El proletariado argentino no sabía hablar francés.
A Borges, en cambio, ese día lo incitó a practicar ese tipo de lite-
ratura explícita que habitualmente aborrece. La jornada elegante le
inspiró una página política. Como en todos los momentos decisivos
de la historia, hasta los teólogos se hacen políticos. Un literato puro
como Borges debió participar de algún modo en esa crisis civil. No se

81
Martín Fierro y los bizantinos

trataba, por cierto, de una manifestación espontánea suscitada por


el retorno de París a manos francesas. Por el contrario, el verdadero
sentido del acto en plaza Francia era intentar reprochar el intento,
confuso pero intento al fin, del 43, de la recuperación del país por
manos argentinas. Nadie se engañó a ese respecto. Pero Borges, que
tampoco se lo ocultaba, pudo escribir más tarde, ya con intención
retrospectiva, que el acontecimiento le había suscitado “felicidad y
asombro... el descubrimiento de que una emoción colectiva puede
no ser innoble”.
Esta voluntad de aristocracia que resulta en un Eliot de un despe-
cho feudal por el plebeyismo moderno del imperio que lo mantiene,
en Borges y congéneres se revela más bien grotesca. No nace de la
exigencia interior de un país que no registra ninguna participación
en las Cruzadas y cuyos títulos de nobleza se remontan a los prime-
ros Shorthons importados. Lo que se trata de señalar es que Borges
repite en castellano las inflexiones despreciativas que Eliot pronun-
cia en inglés; en verdad, todo el irrealismo militante de Borges es el
seudónimo estético que utiliza para insistir en que no pertenece a la
literatura argentina, sino a una forma sutil de penetración dialectal de
la cultura imperialista europea en nuestro país. Borges es consciente
de esto y triunfa ampliamente en su tarea. Su desdén irónico hacia
el pueblo argentino es un ingrediente particular del desprecio impe-
rialista europeo hacia un país que rehúsa perpetuarse como colonia.

MARTÍN FIERRO, MALEVO


Veamos ahora qué es lo que Borges opina sobre el Martín Fierro
de Martínez Estrada:

El Martín Fierro ha sido materia o pretexto de otro libro capital:


Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Ezequiel Martínez
Estrada. Trátase menos de una interpretación de los textos que
de una recreación: en sus páginas un gran poeta, que tiene la
experiencia de Melville, de Kafka y de los rusos, vuelve a soñar,
enriqueciéndolo de sombra y de vértigo, el sueño primario de
Hernández. Muerte y transfiguración de Martín Fierro inaugura
un nuevo estilo de crítica al poema gauchesco. Las futuras gene-
raciones hablarán del Cruz o del Picardía de Martínez Estrada,

82
Introducción a la America criolla

como ahora hablamos del Farinata de De Sanctis o del Hamlet


de Coleridge.

El letrado que juega con ideas y que encuentra sumamente agra-


dable la farsa intelectual, es considerado el primer escritor argentino.
El caso de Borges presenta, a nuestro juicio, uno de los ejemplos más
flagrantes de irresponsabilidad en nuestra literatura de importación.
En su opúsculo denigratorio titulado El Martin Fierro (edición
Columba, 1953, Buenos Aires), Borges juzga que

para nosotros el tema del Martín Fierro ya es lejano y de alguna


manera exótico; para los hombres de mil ochocientos setenta
y tantos era el caso vulgar de un desertor que luego degenera
en malevo.

Es inevitable un disentimiento con esta enunciación despectiva.


Ella prueba por el contrario, que el tema de Martín Fierro no es en
modo alguno lejano y que tampoco es exótico. Una observación al
pasar: para Borges, el Hamlet de Coleridge (¡no el de Shakespeare, el
de Coleridge!) es una figura familiar, propia, constante; en cambio,
el Martín Fierro de Hernández es un documento inactual, exótico
y turbio. Lo nacional es exótico; lo extranjero, propio. El sueño de
Hernández es primario; la “recreación” de Martínez Estrada está
enriquecida de “sombra y vértigo”. Todo esto resulta algo cómico.
Los valores están invertidos aquí. Borges no soporta lo argenti-
no. Y como en el Martin Fierro se expone lo nacional en función del
drama del pobrerío de la época, le repele doblemente: como canto
argentino y como protesta social.
En el espíritu de Borges y de toda su clase, el Martín Fierro se ha
convertido en peón de estancia, en obrero industrial, en “cabecita
negra”.
Las grandes líneas de la historia argentina se renuevan y se ma-
nifiestan con una asombrosa continuidad. No, los hombres de mil
ochocientos setenta y tantos que consideraban el asunto de Martín
Fierro como “el caso del vulgar desertor que luego degenera en ma-
levo” no eran todos los argentinos, sino por el contrario, una muy
pequeña parte de ellos. La inmensa mayoría del país estimaba que el
caso de Martín Fierro no era un caso vulgar congénere de la crónica
policial o epítome del malevaje orillero. Por el contrario, el país ente-
ro, que no vivía en Buenos Aires, vio en el poema una trascendencia

83
Martín Fierro y los bizantinos

que no fue advertida por los Borges de la época, obsesionados por


la llegada del buque-correo de Marsella.
La publicación del poema despertó en el interior del país un
interés tan profundo que, en los primeros siete años de su apari-
ción, se vendieron 150.000 ejemplares de Martín Fierro, incluidas
las ediciones legales y las clandestinas. Esta difusión grandiosa
puede resultarle a Borges una de las tantas sorpresas aritméticas
nacida de la ingenuidad y bastardía de masas primitivas. Si se tiene
en cuenta que jamás, ni antes ni después, ningún libro argentino
o europeo alcanzó en nuestro país una tirada tan importante, es
preciso convenir que este folleto de 1872 debía ofrecer al pueblo
del país algo más sugerente que un simple pretexto para el análi-
sis gramatical del señor Tiscornia o para la metafísica brumosa de
Martínez Estrada.
Queda en pie de manera incontestable que la más grande crea-
ción estética de nuestro pueblo nació como resultado de las luchas
civiles y fue, desde el primer momento, reconocida, adoptada y
asimilada por vastas masas del país. El más intenso momento lite-
rario que poseemos, que nos define con caracteres propios, es un
poema íntimamente ligado a la psicología y a la tradición vital de los
argentinos. Aun exquisitos como Borges o Martínez Estrada deben
inclinarse ante la propagación irresistible de un poema fundido con
nuestros orígenes históricos.
Se le debe en grado importante al siempre alerta Unamuno el
haber obligado a nuestra casta intelectual a reconocer la existencia
del poema. A propósito del escritor vasco, nuestra cipayería intelec-
tual no se fatiga en comentar el pensamiento de Unamuno, español
que se enorgullecía de serlo y que lo era hasta los tuétanos. ¿Pero
qué ocurre en este país al escritor que se atreva a ahondar el tema
de lo nacional? ¿Qué crédito mereció Lugones, que también tenía la
pasión argentina, admirada por nuestros intelectuales en Unamuno
solamente porque es europeo? A Unamuno le perdonaron siempre
sus caprichos políticos y arbitrariedades ideológicas, en aras del
“espíritu puro”. Pero a Lugones no se le perdonó nada, no porque
hubiera proclamado “la hora de la espada”, sino simplemente por-
que buscaba confusamente un camino propio. Dicho esto último,
conviene advertir que esta idea no implica un juicio estético sobre
la obra global de Lugones.
La derrota artística que las masas desposeídas infligieron pós-
tumamente a la oligarquía porteña con el Martín Fierro, suscita la

84
Introducción a la America criolla

invariable hostilidad de Borges. Es interesante registrar sus impre-


siones, porque Borges, a diferencia de Martínez Estrada, dice todo
lo que piensa:

El Martín Fierro tiene mucho de alegato político: al principio


no lo juzgaron estéticamente, sino por la tesis que defendía.
Agréguese que el autor era federal (federalote o mazorquero,
se dijo entonces): vale decir que pertenecía a un partido que
todos juzgaban moral e intelectualmente inferior. En el Buenos
Aires de entonces todo el mundo se conocía y la verdad es que
José Hernández no impresionó mucho a sus contemporáneos.

Esto es cierto. En Buenos Aires todos se conocían, tanto


los que se habían puesto a sueldo de la flota francesa como los
descendientes del gauchaje que luchó en la Vuelta de Obligado.
Pero el hecho de que “todos juzgaban moral e intelectualmente
inferior” al partido de Hernández, es una parte de la verdad. La
verdad entera es que ese “todo Buenos Aires” estaba formado por
los importadores de toros ingleses, de casimires de Manchester o
de sillas de Viena, y sólo constituía la minoría insignificante del
pueblo argentino, cuyos ojos estaban fijos aún en el osario de las
montoneras aniquiladas por el ejército de línea y el partido de
los caballeros de levita. Borges corrobora su aserto apelando a la
prosa desdeñosa de Groussac:

En 1883 Groussac visitó a Víctor Hugo: en el vestíbulo trató


de emocionarse reflexionando que estaba en casa del ilustre
poeta, pero “hablando en puridad, me sentí tan sereno como si
me hallara en casa de José Hernández, autor de Martín Fierro”.

La subestimación evidente que Groussac sentía hacia la


Argentina, inmenso baldío en el que estaba obligado a vivir, se
manifiesta aquí plenamente. La sonrisa aprobatoria de Borges ante
ese desprecio indisimulado no necesita mayores comentarios. A
Borges todo lo argentino le produce una curiosidad distante, como
a un argentino de la clase alta que ha perdido el seso por Europa.
Conviene señalar que no todo lo que resta del viejo patriciado
comparte al “snob” que hay en Borges. Jamás le ha perdonado a
Lugones que escribiera El payador y que definiera al Martín Fierro
como un poema épico: “Lugones siempre había sentido lo criollo;

85
Martín Fierro y los bizantinos

pero su estilo barroco y su vocabulario excesivo lo habían alejado


del público”.
Borges no odia el estilo de Lugones, sino al artista que intentó,
en un medio hostil, indagar las raíces de lo nacional. Así, subalter-
nizando el intento de Lugones de establecer los precedentes de una
literatura propia, arguye Borges que el autor de Poemas solariegos
escribió El payador con el objeto de acercarse al público, de con-
quistar auditorio. Esto define por entero a Borges. Desechando la
interpretación de Lugones, nuestro erudito concluye ásperamente
que era una “imaginaria necesidad” que Martín Fierro fuera épico
y que, al fin de cuentas, sólo se trata “del caso individual de un cu-
chillero de 1870”.
El “humus” social sobre el que reposa el Martín Fierro es recha-
zado ásperamente por Borges. Con las mismas razones rechaza el
juicio de Rojas, que estima la vida del gaucho Martín Fierro como la
vida de todo el pueblo argentino. Pero Calixto Oyuela, “con mejor
acierto”, de acuerdo a la opinión de este orfebre, escribió: “El asunto
de Martín Fierro no es propiamente nacional ni menos de raza, ni
se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pueblo ni
como nación políticamente constituida”.
Preferimos no discutir la solvencia de Calixto Oyuela para
evaluar a Hernández. Como se ve, a Borges no le repugna restaurar
fósiles cuando le conviene. Urgido por un afán de precisión agrega:
“¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del
destino de Martín Fierro por su propia boca”.
Este galimatías no es una definición, pero reviste un gran interés
político. La liquidación sangrienta del gauchaje y su reflejo poético
constituyó para Borges un drama “limitadísimo”. Si tal es su opinión
sobre la suerte de un pueblo temporalmente vencido, no estima del
mismo modo la piratería ingloriosa de los lanceros británicos que
conquistaron la India:

Los ingleses que por impulsión ocasional o genial del escribiente


Clive o de Warring Hasting conquistaron la India, no acumu-
laron solamente espacio sino tiempo: es decir experiencia,
experiencias de noches, días, descampados, montes, ciudades,
astucias, heroísmos, traiciones, dolores, destinos, muertes,
gentes, fieras, felicidades, ritos, cosmogonías, dialectos, dioses,
veneraciones.

86
Introducción a la America criolla

Es posible que acumularan todo eso, y también libras esterlinas


y océanos de sangre. Pero el lector argentino puede aprender por
la pluma de Borges cómo se escribe la historia del mundo. De esta
manera podrá explicarse por qué Kipling, el vencedor, reunió más
imágenes memorables que Hernández, el vencido. Para el imperia-
lismo británico Borges tañe su lira. Al gauchaje informe le reserva su
desprecio. Sus observaciones históricas no son incidentales: obran
todas en mismo sentido. Con toda desenvoltura afirma que “el más
resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy
suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe”.
Original interpretación del período del bloqueo, que permite
insinuar al lector un olvido altamente conveniente de que la flo-
ta francesa y los comerciantes de esa nacionalidad radicados en
Montevideo, tenían intereses y armas suficientes para emprender
por sí mismos esa tarea. Recuérdese que gran parte de la emigra-
ción unitaria colaboró noblemente a ese esfuerzo de la segunda
Troya, cuyos presupuestos se discutían en el palacio Borbón.
Cuando se habla de Montevideo, Borges prefiere generalmente
evocar el nacimiento de Lautréamont, el poeta, o de Supervielle,
el banquero. Deja en el tintero a Canning, que concibió el Estado-
tapón para debilitar a la Argentina y balcanizar más aún al conti-
nente. Son olvidos propios de su artista: Martínez Estrada también
incurre en ellos.

EL EUROPEO BORGES Y SU CONDENACIÓN DE LAS TURBAS


Atacando en los que intentan ver en la obra de José Hernández
una valoración de las virtudes nacionales, Borges comenta malig-
namente que

el Martín Fierro les agrada contra la inteligencia, en pos de una


herejía demagógica del pauperismo como estado de gracia y de
la imprevisión infalible.

La repulsión contra los de abajo es incontenible. Lo manifiesta


con la espontaneidad de la rutina paseando su mirada a través de un
siglo de historia. Su voluntad de ahogar el tema trágico de Martín
Fierro en una simple anécdota de comisaría le lleva a escribir que

87
Martín Fierro y los bizantinos

La cándida y estrafalaria necesidad de que el Martín Fierro sea


épico, ha pretendido comprimir en ese cuchillero individual de
1870 el proceso misceláneo de nuestra historia.

Pero está obligado, como el propio Martínez Estrada, a pronun-


ciar su veredicto sobre la esencia del poema. Borges apela a la fuga.
Ya no utiliza las flechas envenenadas. Emplea ahora la técnica del
disimulo metafísico:

Para unos, Martín Fierro es un hombre culto: para otros, un


malvado o, como dijo festivamente Macedonio Fernández, es
un siciliano vengativo: cada una de esas opiniones contrarias
es del todo sincera y parece evidente a quien la formula. Esta
incertidumbre final es uno de los rasgos más perfectos del arte,
porque lo es también de la realidad. Shakespeare será ambiguo,
pero es menos ambiguo que Dios. No acabamos de saber quién
es Hamlet o quién es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido
otorgado saber quiénes realmente somos, o quién es la persona
que más queremos.

Toda esta hibridez persigue disolver la conclusión obligada de


su análisis (insignificancia conjunta del autor y del poema) en una
abstracción pueril; el puñado de inepcias cubre la retirada. Pero
sus ejercicios retóricos contra el gauchaje se prolongan hasta el
pueblo de nuestros días. Borges ha escrito un libro titulado Historia
universal de la infamia. Ha dejado muchas fuera del volumen. Aquí
recordaremos algunas.
En una conferencia pronunciada en el salón de actos de los
antiguos propietarios del diario La Prensa, titulada “El idioma de
los argentinos”, Borges volvió a un tema de su predilección: el com-
padre, el malevo, el arrabal. No discutiremos sus gustos, sino sus
falsas identificaciones. En la cabeza de Borges la vieja distinción de
que guapo u orillero eran producto de “la orilla”, vale decir de los
extremos límites urbanos, ha llegado a transformarse en una idea más
precisa. Para nuestro autor, el arrabal genera al compadrito, pero el
arrabal no tiene ubicación geográfica precisa, sino como muy bien
dice, “nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que
geográfico. Arrabal es todo conventillo del centro”.
Es decir que arrabal y compadrito son las designaciones estéticas
que Borges aplica a la gente pobre, al trabajador, al obrero, en una

88
Introducción a la America criolla

palabra, al populacho. Los abuelos de Borges emplearían la palabra


chusma.
Véase cómo este aristócrata define al arrabal y al proletariado:

Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final


de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese
desvalido almacén y la blanqueada hilera de casas bajas, en
calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un
organito.

Hijo del Barrio Norte, cuyos títulos nobiliarios todavía huelen a


alfalfa, Borges se burla entre dientes de la gente pobre y sólo admira
al pobre que se hace matrero, es decir, criminal.
El letrado describe a la sociedad plebeya:

Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenar-


se Buenos Aires por el Oeste, donde las banderas coloradas de
los remates —la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y
de las mensualidades y las coimas— van descubriendo América.
Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento
de ese rencor en diarios impúdicos.

La prensa obrera que defendía los derechos de los trabajadores


es para Borges una prensa impúdica. La Prensa de los Gainza Paz,
en cambio, era una prensa púdica en el sentido de que ocultaba,
mediante los servicios intelectuales de los Borges, toda la infamia
de un país colonial.
La razón de esta violencia es simple. Pese al hecho de que Borges
anatematiza la idea misma de la lucha de clases, él pertenece a una
clase y la defiende constantemente. Contra lo que la gente supone,
Borges es un verdadero militante. Es un pilar del “statu quo”. La ex-
presión de su menosprecio hacia el obrero (arrabalero) es el servicio
que como intelectual rinde a sus iguales de adentro y de afuera.
En la medida en que los trabajadores organizados se han trans-
formado en la fuerza social más importante de la vida nacional, la
vieja cólera de Borges contra el plebeyo se ha duplicado, si esto es
posible. Más aún, como la clase obrera se ha transformado en la pro-
tagonista de la Revolución Nacional que tiende a reintegrar al país su
dignidad como tal, y a vincularnos con el resto de una gran Nación
inconclusa, revaluando así todas las nociones de patriotismo, Borges

89
Martín Fierro y los bizantinos

se aplica a denostar la idea misma de la patria, cosa muy propia de


un europeo, particularmente cuando no está en la suya.
En una nota titulada “Nuestro pobre individualismo”, escribe que

las ilusiones del patriotismo no tienen término; en el primer


siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaraban
que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto.

Borges ridiculiza semejante ilusión argentina. Nuestro políglota


postula el carácter inmejorable de la luna de Londres, que al menos
produjo a Ruskin y cuyos ditirambos se ejercitan en una lengua
prestigiosa.
No se trata de que Borges no sea patriota. Es un patriota inglés,
francés o alemán según los casos. Destaquemos el temor de Borges
ante

la gradual intromisión del estado en los actos del individuo; en


la lucha con ese mal cuyo nombre es comunismo y nazismo, el
individualismo argentino acaso inútil o perjudicial hasta ahora,
encontraría justificación y deberes.

Cuando las cosas se hacen difíciles Borges se vuelve claro. El


Estado débil es típico de los países coloniales y semicoloniales. El
Estado fuerte aparece en estos países como dos variantes: ya sea
cuando un gobierno practica el poder con el apoyo imperialista
contra las masas o cuando una revolución popular eleva su poder
sobre los agentes del imperialismo. La segunda variante no complace
a Borges. Los derechos del individuo en este caso son para Borges
los derechos del imperialismo, que encuentra ciertas dificultades
en las aduanas. Ante la creciente autodeterminación del país Borges
declara resignadamente que

sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad


de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos;
un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de
gobierno.

Como hijo dilecto de un país que fue colonia, Borges desea un


gobierno de fideicomiso, una administración colegiada a la Uruguay,

90
Introducción a la America criolla

la potestad internacional al estilo de Tánger: un puerto libre de in-


jerencias molestas, un servicial entrelazamiento con el extranjero.
Pensando en cipayos de este género es que Lenin aclaró alguna vez
que “aquel que rechaza el nacionalismo de un país oprimido apoya
inevitablemente el nacionalismo de un país opresor”.
Desde 1920 a 1930 Jorge Luis Borges jugó al porteño, pero no
al argentino. Para él la Argentina ha sido siempre Buenos Aires y la
glorificación de la ciudad en su obra es una forma de desestimación
del país entero. Aun en sus temas vernáculos, en su estudio sobre
Carriego, en las indagaciones sobre el tango y el compadrito, en
sus ofensivas contra el Martín Fierro, Borges busca demostrar in-
variablemente las “lástimas” de la Argentina y de sus hombres. Se
interesó en ellas como el esteta puede detenerse en una desgracia,
en una fatalidad, en una tara. Posteriormente consagró sus esfuerzos
a la literatura fantástica, al género policial, a la divagación seudo-
metafísica o seudofilosófica, atacando de flanco, incidentalmente,
al país en que vivía. A partir de 1930 fue voluntaria y decididamente
un escritor extranjero.
Borges pertenece a esa clase de escritores, tan frecuente en
nuestro país, que posee el secreto de todos los procedimientos y com-
binaciones, pero les falta el soplo elemental de la vida. Han revuelto
la marmita de la sabiduría y la sintaxis, pero nada nace de ellos, sino
robots, criaturas geométricas o seres mecánicos. Los ejemplos sobran
en los cuentos de Borges o en las novelas de Mallea o en la fama de
los epígonos que saturan libros, revistas y suplementos.
Este hermetismo inepto y grotesco ha trascendido el cenáculo
original; en rigor, el ejercicio actual de las letras parece incompatible
con la claridad. Por cada Borges hay cien Murena; por cada Martínez
Estrada, cien Canal Feijóo. Un charlatanismo desencadenado envuel-
ve a la nueva generación intelectual. No estamos en presencia de una
literatura activa sino contemplativa, que no retrata una sociedad
viviente sino personajes inmóviles y parlantes, demostrativos de la
pericia infecunda de nuestros escritores.
Nuestra literatura se ha disgregado en una vana búsqueda de
estilo, soslayando el encuentro con el alma común de una literatura
nacional. Leyendo a Borges se recuerda a un crítico contemporáneo
que aludiendo a la esterilidad intelectual de nuestro tiempo escribe:

Se tiene la impresión de que ese autor no pensará ni vivirá otra


cosa que lo que pueda volcar en el papel. Sabe medir y elegir,

91
Martín Fierro y los bizantinos

y esas operaciones no implican que en él tenga lugar el menor


conato de lucha: todo está valorizado, y no existe en su obra
ninguna riqueza oculta. En todo momento se nota una satisfac-
ción perfecta de sí mismo, una complacencia y una seguridad
poco comunes (o más bien dicho, demasiado comunes) y la
falla absoluta de vacilaciones fuera de las de orden gramatical.

Lo mismo puede decirse de la mayor parte de los escritores hip-


notizados por Europa, que han hecho de la literatura un simulacro
sin convicción.

NUESTRA LITERATURA SERÁ UNIVERSAL SI ES


AUTÉNTICAMENTE LATINOAMERICANA
Si se examina cualquiera de los productos que regularmente
publican los suplementos dominicales o las editoriales argentinas
biempensantes, encontraremos que la ilegibilidad es su fundamento
común. Pareciera que esta imprecisión deliberada fuese la condición
primera del ejercicio de las letras.
Debe renunciarse en su lectura a toda adquisición intelectual,
puesto que figura en los cálculos de publicista que su presunto lec-
tor dispone del ocio y la indiferencia coincidentes con la gratuidad
total de la página que se le ofrece. Es un diálogo entre impotentes,
infatuados por el espíritu de secta. Ninguno de los participantes de
la revista Sur, por ejemplo, cree en la confusión o la profundidad
de sus colegas. Es una convención inviolable proceder como si así
fuera y gozar de este modo entre todos los efectos acústicos de este
coro enigmático.
La presencia del imperialismo en dicha duplicidad cultural
no puede ser discutible. La vinculación ininterrumpida entre la
intelectualidad cipaya y los órganos especializados de Europa
y Estados Unidos garantizan la continuidad de un intercambio
con saldo desfavorable para el país. Las distintas fundaciones o
institutos extranjeros proveen los fondos o la fama internacional
necesaria para que los escritores dóciles ingresen al círculo de los
elegidos y orienten su obra dentro de los cauces prefijados. Nada
genuinamente nacional o, por supuesto, revolucionario habrá de
nacer de esta casta políglota.

92
Introducción a la America criolla

Su rechazo es unánime a las conquistas nacionales y sociales del


pueblo argentino. Se burla de toda enunciación de una unión de los
Estados de América Latina. Dejaremos para otra ocasión un análisis
(que resultaría sorprendente) de las ideas políticas en la literatura
argentina. Nos encontraríamos en presencia de un espíritu ultrarreac-
cionario, curioso en estos acérrimos partidarios de la libertad del
espíritu. Ninguno de ellos, pese a pertenecer a una Nación irrealizada
como América Latina y pese al hecho de que la lengua es la herra-
mienta de su oficio, se ha interesado en el vasto campo de creación
que presenta el continente. Todos ellos han seguido la ruta de los
exportadores y de los importadores, que fue la ruta hacia Europa1.
Pero el ciclo de colonización espiritual que ellos simbolizan
concluye. La primera y más radical manifestación de la aparición de
una cultura propia es la afirmación de una conciencia nacional. Una
teoría de lo nacional latinoamericano expresa ya la fundamentación
de una cultura con rasgos autónomos.
Un alemán admirado por los escribas coloniales —Spranger—
declara que

el impulso que movía a la juventud alemana a volverse con


marcada insistencia hacia las fuentes originales de su propia
cultura, esa tendencia general, visible en todas partes, a reva-
lorar sus formas primigenias de conciencia debe calificarse de
proceso pedagógico cultural de gran estilo.

Una tarea semejante tiene ante sí la juventud de Argentina y


América latina. Es preciso advertir que la teoría de lo nacional no
puede confundirse en modo alguno con una teoría de lo argentino.
Somos parte indivisible de un territorio histórico ligado por la unidad
de idioma. La realización de la unidad política latinoamericana será
el corolario natural de nuestra época y el nuevo punto de partida
para un desarrollo triunfal de la cultura americana, nutrida en su
suelo y, por eso mismo, universal.
Los Estados Unidos de América Latina, al mismo tiempo que
transformarán los modos de vida de centenares de millones de almas

1 Faltaban muchos años todavía, cuando se escribió este ensayo, para que América
Latina deslumbrase al mundo con la novelística de García Márquez, Carpentier
o Vargas Llosa. (Nota del Autor)

93
Martín Fierro y los bizantinos

incorporándolas a la historia mundial, modificarán también sus mo-


dos de pensamiento y borrarán las fronteras artificiales entre una
cultura de plenitud y la reseca sabiduría de los mandarines.
Toda revolución genuina debe ser popular y encarnarse en
símbolos e ideologías simples y accesibles a las masas. El falso
intelectual, servidor de la contrarrevolución, se mofa de la ingenui-
dad de algunos de estos símbolos y de esa ideología; el verdadero,
desentraña su profundo sentido aclarando la contradicción aparente
en el triunfo tan aplastante de ideas tan vulgares. Esto último es por
supuesto más difícil.
Pero ninguna revolución genuina consolidará su triunfo si no
transforma su hegemonía política, transitoria por naturaleza, en
hegemonía espiritual. La Revolución francesa resistió varias restau-
raciones por la obra de los enciclopedistas y sus continuadores. La
revolución popular argentina será inevitablemente derrotada si no
consigue superar el primitivismo de sus fórmulas originarias y batir
en su propio campo a la ideología de la oligarquía imperialista. Esta
victoria intelectual, puesto que figura en los cálculos del publicista
transformar en resurrección la crisis literaria argentina, vino a en-
tregar a la clase trabajadora la herencia política y espiritual que la
historia le señala.

94
UNA MIRADA AL SUPREMO DICTADOR

L
os partidarios de la psiquiatría histórica lo habían considerado
un objeto digno de estudio. Qué hermoso tipo de neurótico,
pensaba el doctor José María Ramos Mejía en la década del
noventa, al examinar con su lupa positivista al Supremo dictador.
Ya Thomas Carlyle le había consagrado un libro famoso e insignifi-
cante. Para un inglés del siglo XIX todos los hispanoamericanos, y
en particular sus enigmáticos dictadores, eran seres que vivían en
estado de naturaleza. Había que estudiarlos para servir a la ciencia.
Hasta Cunninghame Graham, que era un criollazo enamorado de
nuestra llanura, incurrió en la debilidad de escribir otro libro sobre
José Gaspar de Francia.
Excusará el lector la arrogancia de citarme a mí mismo: “¡Triste
destino el de América Latina! Grandes espíritus que entendían el mun-
do moderno, como el viejo Cunninghame, que fue socialista, partidario
de la independencia de Irlanda y que siendo de origen noble se hizo
abrir la cabeza en Trafalgar Square por defender a los obreros, en re-
lación con la América española sólo amaba sus caballos, sus pampas
y su paisaje. Sólo la amaba como naturaleza, pero no podía entenderla
como sociedad. Otros ingleses, menos artistas que él, habían hecho lo
posible para que la América mutilada fuera indescifrable”1.
El propio Bolívar se irritaba contra el doctor Francia (y con ra-
zón), por la obstinación con que el dictador del Paraguay se oponía
a toda intervención extraña en el Paraguay y a toda participación

1 Ramos, Jorge A., Historia de la Nación Latinoamericana. Buenos Aires, Legasa,


1985.

95
Una mirada al supremo dictador

paraguaya fuera de su territorio. Esa fortaleza amurallada, cuyo


símbolo fuera “El Paraguayo Independiente”, como se llamaría luego
el periódico de los López, herederos de la República del Supremo
Dictador, era algo monstruoso, y al mismo tiempo algo digno de
admiración. La colección de apasionantes documentos de la época
de Francia, laboriosamente reunidos y seleccionados por el doctor
José Antonio Vázquez2, nos aproximará hacia una de las figuras más
notables de la historia hispanoamericana. Pero dichos documentos
no pueden decirnos todo.
Al fin y al cabo, y desechando las inocentes pesquisas científicas
fundadas en las “neurosis de los hombres célebres” de los tiempos
de Ramos Mejía, ¿quién era el doctor Francia? ¿Cuál era el origen
del poder que le permitió gobernar treinta años? ¿Cuáles eran sus
ideas políticas?
En esta breve nota sólo recordaremos que la “misantropía” del
Supremo Dictador era la personificación psicológica de un hecho
político que ni Francia ni el Paraguay habían buscado. Los intereses
de la burguesía porteña de Buenos Aires le dictaban su conducta:
abandonar a su suerte el destino de la Patria Grande que habían
concebido Artigas, San Martín y Bolívar. Sólo aspiraba a conservar
la hegemonía de la Aduana de Buenos Aires y monopolizar el tráfico
del comercio internacional en manos de Buenos Aires. La gran pro-
vincia había usurpado los derechos de las restantes del Virreinato
al desaparecer el Rey de España.
En lugar de organizar la Nación, disponiendo para ella las rentas
aduaneras del mejor puerto, el grupo porteño y bonaerense declaró
de su exclusiva propiedad la ciudad, la pradera y el puerto. Como
decía Alberdi, esa Aduana era la fuente del Tesoro y del Crédito
Público en la época. Con esa alcancía, que llenaban todos los argen-
tinos y administraban para sí solamente los porteños, el comercio
de las provincias del Litoral y del Paraguay quedaba estrangulado.
Por tal causa la oligarquía de Buenos Aires puso precio a la cabeza
de Artigas, Protector de los Pueblos Libres y el más grande caudillo
popular de que haya memoria en la América del Sur.
Se tendrá presente que Artigas no fue tan sólo jefe de una pro-
vincia, como sus infieles lugartenientes Ramírez y López, o el famoso

2 Vázquez, José A., El doctor Francia visto por sus contemporáneos. Buenos Aires,
Eudeba, 1975.

96
Introducción a la America criolla

estanciero Juan Manuel de Rosas, sino que se propuso confederar a la


vasta heredad hispano-criolla en una Nación: fue un revolucionario
agrario, fue un proteccionista industrial y fue un soldado de la unidad
rioplatense. Esa misma oligarquía determinó el enclaustramiento
del Paraguay, que sólo podría comerciar mediante la arteria vital
del Plata. Así expatriaron a San Martín, degollaron a los caudillos
del interior, dieron un golpe de Estado e impusieron de presidente
a Rivadavia, socio de los inversionistas ingleses.
Esa burguesía voraz, que ya había privado a San Martín en el
Perú de los recursos necesarios para completar su campaña de inde-
pendencia continental, no sólo asfixió al Paraguay, sino que también
libró a la “soberanía” a las provincias del Alto Perú. Con el célebre
leguleyo Casimiro Olañeta, doctor “dos caras” de la antigua Charcas,
esas provincias se declararon independientes de las Provincias
Unidas de Sudamérica para tranquilizar a sus propietarios de minas
e indios del Altiplano, que hasta ese momento vivían enfermos por
el temor de verse obligados a trabajar sin beber la sangre de los hijos
de Atahualpa.
En suma, la oligarquía pampeana y sus socios comerciantes de
Buenos Aires perdieron la Banda Oriental, el Alto Perú (hoy Bolivia)
y el Paraguay. Sólo acariciaban contra su reseco corazón la Aduana
de Buenos Aires y se reían del mundo entero.
De este modo es posible explicarse, sin historiadores ingleses ni
psiquiatras criollos, la personalidad política del doctor Francia. Una
vez que lo encerraron bien encerradito, lo acusaron de ser insociable.
Francia les pagó en la misma moneda: ¡pero a qué precio! Trazó alre-
dedor del Paraguay una frontera de hierro, en el sentido más literal
de la expresión, pues fabricó cañones y los emplazó en los lugares
estratégicos. Durante treinta años no dejó ingresar ni salir a nadie de
su tierra. A quien entraba al Paraguay le resultaba muy difícil salir; y
quien llegaba a salir, era casi imposible que volviera a entrar.
El naturalista francés Bonpland anduvo por esos lugares bus-
cando plantitas y especies raras; tuvo la desgracia de pisar suelo
paraguayo. El Supremo ya no lo soltó. La Europa entera clamó por su
libertad, pero el doctor Francia se mantuvo inflexible. Hasta Bolívar,
que de alguna manera era un personaje universal que había vivido
en París y era un civilizado, se sintió por un momento seducido a
tentar la empresa napoleónica de librar una guerra para liberar al
sabio. Pero este hombre duro no había aparecido al azar en la historia
del Paraguay.

97
Una mirada al supremo dictador

Detrás de él estaban los guaraníes, base étnica del pueblo para-


guayo. Y la Compañía de Jesús, que había erigido con las Misiones un
obstáculo a los bandeirantes que cazaban indios a fin de venderlos
en el Brasil. También los encomenderos disputaban a los jesuitas
el derecho de reducir guaraníes para explotarlos como esclavos.
Cuando las Misiones fueron expulsadas a fines del siglo XVIII dejaron
una tradición de economía agraria sin grandes terratenientes. Este
hecho perduró hasta los López. Sólo se estableció la gran propiedad
parasitaria en el Paraguay después de la Guerra de la Triple Alianza.
En realidad, a Francia y a los López los sostuvo una clase campesina
de pequeños productores relativamente prósperos.
El trágico error del doctor Francia fue el de aceptar el terreno
elegido por sus adversarios, que eran adversarios de la causa nacional
de la América Latina: un Paraguay aislado no podía ser sino víctima
propicia de los grandes imperios y de sus virreyes locales. Defendió la
soberanía gallardamente, pero su fatal limitación histórica le impidió
la única política que podía haber cambiado la historia de su época:
unirse a Artigas y a Bolívar para destruir a la burguesía porteña, li-
meña y bogotana —la historia no lo quiso así— y echar las bases de
la Nación Latinoamericana.
Al caudillo oriental, lo acogió en la hora de la derrota. Artigas
vivió treinta años en el Paraguay, pero Francia no lo conoció perso-
nalmente, pues siempre se rehusó a hablar con él. En cuanto a Bolívar,
sólo respondió negativamente con una carta altiva al ofrecimiento
del Libertador de Colombia de establecer relaciones con los pueblos
latinoamericanos.
Defendió de este modo a su patria chica de las turbulencias re-
volucionarias; pero abandonó a la Patria Grande. Un cuarto de siglo
después de su muerte, se desencadenaba sobre el aislado y orgulloso
Paraguay heredado por los López una tempestad de hierro y fuego.
La historia dirimía la polémica sobre una política “nacional” fundada
sobre una provincia. O las provincias se unían para la Nación, o las
oligarquías regionales y sus amos extranjeros triunfarían sobre cada
una de las provincias por separado.
El doctor Vázquez nos introduce en el universo del Supremo
Dictador. Veámoslo actuar cada día como jefe supremo, instructor
de milicias, componedor de matrimonios desavenidos, juez civil,
tribunal inapelable del comercio exterior y director de obras públi-
cas. Todo lo hacía, todo lo veía, lo resolvía todo. Hombre ilustrado
y consagrado con una pasión excluyente al servicio público, su

98
Introducción a la America criolla

desinterés, su ausencia de toda vanidad y su temple eran realmente


dignos del gran pueblo que lo sostuvo. Esto acentúa la tragedia que
abrumará luego al Paraguay como resultado de la política porteña.
Pero la historia fluye todavía y quizá pueda enseñar a los latinoa-
mericanos que deben borrar para siempre, primero en su conciencia
y luego en la realidad, toda frontera interna. Pues reunir las partes
sangrantes de una patria dividida será la tarea más trascendental que
pueda acometer la generación de nuestra América Latina del siglo
XX para que nuevamente la humanidad pueda recordar las palabras
con que Hegel saludó al estallido de la Revolución Francesa:

Era pues una espléndida aurora. Todos los seres pensantes


celebraron esta nueva época. Una sublime emoción reinaba en
aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo,
como si por primera vez se lograse la reconciliación del mundo
con la divinidad.

En el lenguaje hegeliano la divinidad era la Diosa razón de


Robespierre; y para nosotros será la profunda racionalidad que pon-
drá fin a la prehistoria mítica de una América harapienta donde todos
sus héroes, como el doctor Francia, eran siempre héroes derrotados.

99
LA REVOLUCIÓN PERUANA: UN DIÁLOGO

E
n 1974 la revolución militar peruana estaba en su apogeo. En
casa del antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, entonces emi-
grado en Lima, se realizó una conversación sobre la Revolución
Peruana entre Carlos Delgado, asesor del presidente, general Juan
Velasco Alvarado, y Jorge Abelardo Ramos. La discusión fue orga-
nizada y luego grabada por la revista Postdata que dirigía Alfredo
Barnechea. Se publicó luego en Lima y México. He aquí su texto.
Ramos: La visión de la Revolución Peruana, para un argentino
que desde hace casi treinta años ha participado de alguna manera
en los episodios victoriosos e infaustos de la revolución nacional en
la Argentina, es naturalmente un fenómeno estimulante. Creo que
aquí el Ejército, en su primera etapa, ha arrancado de cuajo y casi ha
salido con todas sus raíces al cielo, el árbol putrescente de la vieja
oligarquía agraria, que constituía, desde la Colonia, el principal factor
del estancamiento nacional. Y ese solo hecho —y creo que un polí-
tico revolucionario debe ir a los grandes hechos y no empantanarse
en las anécdotas menudas— es de una trascendencia histórica tan
formidable que sólo después uno puede juzgar pausadamente cuáles
son los límites del proceso.
Pero lo que han hecho aquí las Fuerzas Armadas y los sectores
populares que las sostienen es, en primer lugar, irreversible y, en
segundo lugar, figurará en la historia de la América Latina como el
acto más importante ocurrido en el Perú desde la muerte de Tupac
Amaru. Ha sido destruida la oligarquía agraria peruana. Ese es el
hecho inicial para un observador ajeno al proceso, aunque como
latinoamericanos formamos parte de la misma revolución nacional
unificadora.

101
La revolución peruana: un diálogo

Este es mi primer juicio, que es, si se me permite la expresión, ya


que estamos impregnados desde los tiempos de Napoleón del lengua-
je militar para hablar de los asuntos civiles, un juicio “estratégico”.
Pueden gustarme o no ciertos aspectos, digo, en la medida en que uno
no conoce realmente los asuntos peruanos. Para mí hay un metro de
oro en la materia y es algo que decía uno de los hombres que sabía
más de política. Churchill, que manejó un imperio formidable en los
tiempos modernos, dice en sus Memorias: “Es muy difícil conocer la
política de su propio país, pero es totalmente imposible conocer la
política de otro país”. Así es que dejo la palabra a Delgado.
Delgado: Naturalmente, yo coincido con la asignación de un alto
rango histórico al haber liquidado el poder económico y político de
la oligarquía agraria peruana.
Pero quisiera señalar que la reforma agraria significa la primera
de las grandes transformaciones sociales del Perú, pero de ninguna
manera es la única: creo que forma parte de una orientación política
muy clara destinada a reconstruir los fundamentos de la sociedad
peruana y a transformar, esto es, sustituir el sistema tradicional para
crear en el Perú un ordenamiento social, político y económico esen-
cialmente distinto al que prevaleció antes de 1968. Y esto se realiza
dentro de una atipicidad muy clara, donde los factores heterodoxos
priman hasta conformar un conjunto de acciones y de planteamien-
tos —que eso es el proceso revolucionario peruano— completamente
nuevos, que obliga a repensar, a revisitar muchos de los lugares de
teoría política contemporánea y muchas de las experiencias surgi-
das de la praxis de otros procesos de transformación en el mundo
contemporáneo.
Y uno de estos factores de atipicidad es que todo este proceso se
inicia a partir de la acción institucional de una Fuerza Armada que
históricamente había sido uno de los elementos de sostén del orden
establecido en el Perú. Esto es una conquista muy grande: la Fuerza
Armada, sin ruptura de su unidad y sin renegar de su ancestro, por
decirlo así, reformó su propio papel en la sociedad peruana.
Ramos: ¿Te puedo interrumpir?
Delgado: Claro.
Ramos: Eso me recuerda el asunto del Ejército Argentino y el
Ejército latinoamericano en general. En realidad, la atipicidad del
Perú en relación al Ejército, es una característica común de la América
Latina semicolonial, en tanto que el Ejército es el brazo armado de la
clase media, que a veces sufre el destino funesto de ser instrumento

102
Introducción a la America criolla

de las clases dominantes, y otras se transforma en el instrumento de


la voluntad popular. Y esta contradicción social en que se ha movido
el Ejército latinoamericano es lo que explica los cambios en el Perú.
En este caso, en la madurez del siglo XX, el Ejército peruano, como
hace treinta años el argentino, abre el camino para una reformulación
de la estructura social. Esa contradicción fluye del papel que juega
la clase media latinoamericana.
Delgado: A mí me parece que un análisis clasista no aporta luces
definitivas para la comprensión global del fenómeno. El origen so-
cial de los oficiales del ejército peruano no explica de manera total
y satisfactoria el cambio posicional de la institución castrense en el
Perú. Es el mismo origen de otras Fuerzas Armadas en otros países
latinoamericanos, que sin embargo juegan un rol reaccionario. Me
parece que hay un conjunto de factores que aportan una explicación,
si no total, sí aproximativamente mucho más satisfactoria que una
explicación surgida de consideraciones de clase social como origen
y procedencia de los integrantes de la Fuerza Armada...
Ramos: Sin embargo, Carlos, permíteme que te diga que, en
este sentido, el pensamiento marxista, que ha sufrido toda clase de
transformaciones desde que llegó...
Delgado: Perversiones dí…
Ramos: ...desde que llegó en los barcos de Europa, tiene sin em-
bargo una enorme fertilidad, a condición claro de que le demos la
necesaria independencia creadora. En América Latina, integrada por
pueblos sin historia, como decían orgullosamente los historiadores
occidentales hace dos siglos, existen las clases sociales; en forma
embrionaria, tendencial, son el equivalente de las mismas clases
sociales existentes en la Europa desarrollada. En tanto que existen
es que a veces el Ejército, en virtud del carácter primitivo de esas
clases, de la insuficiencia de la burguesía nacional, de la debilidad
de la clase obrera, en algún momento sustituye al Troisème Etat de
los franceses y ejerce el papel de reestructurador del Estado.
De modo que esa debilidad de las clases, testimonio del atra-
so histórico de América Latina, permite que el Ejército, en ciertos
momentos, aparezca como partido de una clase, y apele a métodos
bismarckianos para resolver los problemas que las viejas clases de
Europa resolvieron bajo la forma del Tercer Estado. Es en este sentido
que podemos aproximarnos, sin afán de codificar, de envanecernos
con una ilusoria sacra ciencia marxista, a nombrar por nuestra cuenta
las cosas que ocurren a los latinoamericanos, liberándonos de esa

103
La revolución peruana: un diálogo

pesada herencia española del siglo XVI, señalada por el padre Acosta,
cuando decía que los españoles de aquí ponían nombres de Castilla
a las cosas de Indias. Por ello no digo que el Ejército peruano realiza
una política burguesa; estoy seguro, en todo caso, que el Ejército
peruano realiza, por otros medios, lo que las burguesías del siglo
XVII y XVIII, de Inglaterra o de Francia, realizaron mediante un lento
proceso histórico o mediante el hacha o la guillotina.
Te voy a contar una anécdota. En junio del 68 yo regresaba de
Europa y estuve unos días en Lima. Di algunas conferencias, no
recuerdo si en la Universidad de San Marcos o en la de Ingeniería.
Traté allí de llevar a los estudiantes, hipnotizados por lejanas voces,
como siempre, ciertas coordenadas que me parecían posibles en el
Perú. Entre las hipótesis no figuraba la de un golpe militar como el
que se dio. Para evidenciar mi escaso poder profético, tan sólo cuatro
meses más tarde, éste ocurrió. Es que en el Perú el Ejército no tenía
antecedentes que permitieran preverlo. Quizá sea que la musa de la
Historia es mujer e imprevisible. Debemos aproximarnos a los nuevos
fenómenos sin prejuicios y sin nombres hechos.
Delgado: Yo haría algunos comentarios a lo que has dicho. En
efecto, lo que está sucediendo en el Perú tiene que ser comprendido
desde un punto de vista nuevo, no puede ser comprendido con los
modos del pasado. En segundo lugar, nada de lo que tú dices inva-
lida, por el contrario, avala, señala la necesidad de ser conscientes
de que cuando en teoría marxista se habla de clases sociales, y con
esta misma expresión se denominan a fenómenos sociales supues-
tamente similares que existen en países como el Perú, se comete un
serio error. Porque la similitud denominativa tiende a encubrir una
disimilitud real, social, muy concreta.
No es que en países como los nuestros no existan clases socia-
les, sino que ellas existen de manera muy diferente a sus supuestos
equivalentes en las sociedades capitalistas de alto desarrollo. Y de
acuerdo a la propia lógica del razonamiento marxista, de acuerdo
a Marx, las clases sociales son el resultado del sistema capitalista.
Quiere esto decir que allí donde no haya un sistema capitalista de-
sarrollado no existirá un sistema de clases desarrollado. Un sistema
incipiente y larvario como el capitalista peruano, no podrá generar
un sistema de clases complejo, completo.
Ramos: Perdóname Carlos. Has llegado a un punto clave. Marx,
en modo alguno sostiene que las clases sociales son el resultado
necesario de una sociedad capitalista. Las clases existen antes del

104
Introducción a la America criolla

sistema capitalista: lo que hace éste es formar y desarrollar cierto tipo


de clases. Ahora, y en esto estoy de acuerdo plenamente contigo, las
clases sociales que hay en nuestra América difieren por su consisten-
cia, por sus relaciones de propiedad, sus medios de producción, sus
ideas y sus aspiraciones, de las clases que en este momento existen
en la Europa avanzada.
Delgado: Fenológicamente, son realidades distintas.
Ramos: La diferencia esencial que han olvidado los marxistas
de Indias con respecto a nuestro teatro histórico de operaciones, es
lo que ya había señalado Lenin: la diferencia en el mundo moderno
entre naciones opresoras y naciones oprimidas, entre naciones que
necesitan realizarse históricamente y naciones que ya lo hicieron
y no pueden en el marco del sistema capitalista avanzar más. Por
eso hay países revolucionarios, países imperialistas y países semi-
coloniales. Los papeles que las clases desempeñan en cada uno son
distintos. De ahí resulta posible percibir que cuando un movimiento
se desenvuelve en América latina, es un movimiento en el que con-
fluyen clases sociales diferentes en torno a objetivos comunes. Eso
es un movimiento nacional.
Delgado: Claro. Ahora, desde un punto de vista teórico, en la pers-
pectiva marxista, siendo el concepto de “clase social” un concepto
crucial, él fue tratado en forma sistemática por Marx a lo largo de
toda su obra. No hay en Marx una definición cabal de este concepto.
Pero en el último trabajo escrito por él sobre el tema –me refiero al
capítulo inconcluso sobre clases sociales en el tercer volumen de El
Capital–, se dice explícitamente que en las sociedades modernas las
clases sociales son el resultado del sistema capitalista.
En síntesis, yo reiteraría que la aplicación mecánica de la ter-
minología marxista tiende a encubrir el hecho de que la aparente
similitud denominativa no se refleja en una correspondiente similitud
fenomenológica en la sociedad. Cuando se habla de clases sociales
aquí, se está hablando de realidades muy distintas a las que Marx
llamó con ese apelativo.
Ahora, quiero volver un poco más atrás, para comentar algo
que tú decías. Quiero decir que la tarea que la Fuerza Armada está
cumpliendo no es comparable a la que cumplieron las burguesías
europeas. La construcción de la sociedad capitalista fue la tarea his-
tórica de la burguesía europea en el siglo pasado. La tarea histórica
de esta Revolución es superar, esto es, sustituir el sistema capitalista
en su conjunto.

105
La revolución peruana: un diálogo

Ramos: Tu observación es correcta. A través de un Cromwell o


un Robespierre, abren el camino a través del capitalismo, a la civi-
lización. Lo que no quiere decir que las instituciones o clases que en
América latina abran el camino de la civilización a nuestro pueblo,
deban pasar por la civilización capitalista.
Delgado: Otra manera de decir esto es: una similitud de función
diferenciable. Ahora yo quería comentarte otra cosa, pasar a otra
cosa… A ti te interesa mucho Mariátegui...
Ramos: No, me explicaré. Me interesó Mariátegui en relación a
Haya. Vi que la izquierda clásica y ortodoxa en el Perú había hecho
de Mariátegui una especie de mentor, y entonces yo he planteado
el tema estudiando la formación del pensamiento de Mariátegui y
sus límites.
Delgado: Justamente, yo quería señalar uno de los múltiples
hechos contradictorios de la política contemporánea del Perú; muy
claramente dentro del campo de la llamada izquierda ortodoxa o
clásica, de inspiración, supuesta o real, más supuesta que real, en
mi opinión, marxista. Esos grupos, supuestamente también seguido-
res de una posición marxista-leninista y seguidores de Mariátegui,
otra vez supuestamente, niegan todo carácter revolucionario a este
proceso.
Ramos: No es que el proceso revolucionario no sea tal, sino que
los que no son revolucionarios ni marxistas, son ellos.
Delgado: No, ya sé, pero desde esa perspectiva…
Ramos: Al decir eso se traicionan.
Delgado: Lógico, pero fíjate, esa contradicción muestra precisa-
mente lo que tú señalas y se ejemplifica en lo siguiente: la completa
ignorancia que esa gente tiene de la valoración que Mariátegui dio
a la dominación latifundista en el Perú. Explícitamente, en alguna
parte de su obra, se dice: la liquidación del latifundismo será la gran
tarea histórica de una revolución social en el Perú.
Ramos: Es lo que yo señalo en el estudio del que Postdata publi-
ca una parte. Analizando los Siete ensayos se ve allí la dependencia
cultural europea que Mariátegui tenía, porque Mariátegui era un
hombre en pleno desarrollo cuando murió. Se observa cierto libre-
cambismo, ciertos prejuicios raciales. Y señalo cómo Mariátegui se
va transformando de esta atmósfera d’annunziana y croceana en la
que viene envuelto, en un revolucionario y, lo que es más importante,
en un peruano que va hacia las raíces de su país. Y se ve cómo en
Siete ensayos avanza hacia la autoconciencia del Perú verdadero. Allí

106
Introducción a la America criolla

la cuestión indígena se resuelve en la cuestión agraria: liquidado el


latifundismo el indio será libre y peruano. Ese avance de Mariátegui,
yo lo destaco como uno de los aportes de su gran talento, al disolver
las estupideces famosas de los stalinistas, de los congresos comu-
nistas de la época, donde planteaban nada menos que la creación…
Delgado: De las repúblicas quechua y aimara…
Ramos: Así es, creyendo que se trataba de las nacionalidades
alógenas del imperio zarista, porque todo lo que ellos hacían era
traducir del ruso, y lo que había sido una gran tragedia y una gran
política en la Revolución Rusa, resultaba ridículo, como casi todo lo
que se traduce.
Delgado: Claro, se hacía parodia. Ahora, la mención a Mariátegui
es significativa en una conversación que versa sobre proceso revo-
lucionario actual, en tanto que hay que reconocer que la década del
veinte fue crucial para la definición de los grandes movimientos
políticos de América Latina y del Perú. Tengo la impresión de que lo
que sucede hoy en América Latina no puede ser comprendido sin la
comprensión cabal de esa década…
Yo quería que volviéramos al inicio, y al tema propuesto por ti,
porque el señalamiento del carácter histórico de la reforma agraria
no agota la temática de las transformaciones propuestas e iniciadas
ya por la revolución peruana. Pero me parece necesario caracterizar
algunos de los rasgos esenciales de la reforma agraria en el Perú. Diría
lo siguiente: la reforma agraria está planteada como un proceso de
grandes transformaciones sociales y económicas y no como una me-
dida de carácter puramente redistributivo, técnico o administrativo.
En segundo lugar diría que por el sustento mismo de las rela-
ciones económicas concretas que son el fundamento de la sociedad
agraria en el Perú, país fundamentalmente agrícola desde el punto
de vista de su población económicamente activa, es una medida que
excede fácilmente el contexto rural para convertirse en una medida
transformadora de toda la sociedad peruana. No se trata solamente
–y esto solo sería ya un hecho de trascendencia histórica– de una
revolución social en la base de sustentos más decisiva de toda la
nación peruana. En sus términos…
Ramos: ¿Perú es una nación?
Delgado: Iba a decir en sus términos sociales y en sus términos
económicos y políticos. Si el Perú es una nación depende enteramen-
te de la amplitud que asignemos a la palabra. Ahora, la tercera cosa
que debe decirse con relación a la reforma agraria, es que ella es el

107
La revolución peruana: un diálogo

primer hecho de una serie concatenada de medidas de transforma-


ción que en su conjunto obedece a un mismo norte. Me explico: la
reforma agraria es una de las tres grandes medidas troncales dadas
por la revolución peruana, en la línea de una política orientada a
sustituir el sistema capitalista.
Las otras dos serían la reforma de la empresa industrial capi-
talista tradicional y su conversión a empresa cogestionaria vía la
comunidad laboral como institución, y la medida que avanza mucho
más esta tendencia sustitutoria del sistema capitalista, que es la
creación del sector de propiedad social en todos los campos eco-
nómicos importantes. Ahora propiedad social ya empezó a existir
en el Perú desde el momento en que se dio la reforma agraria. Las
formas cooperativas son formas, si tú quieres, premonitorias de la
propiedad social.
Lo importante es, pues, en cuarto lugar, que la reforma agraria pri-
vilegia las formas asociativas de propiedad. Cuando la reforma agraria
termine, dentro de dos años, más o menos, el setenta por ciento de la
actividad económica en el agro peruano estará sustentada sobre formas
asociativas de los medios de producción y no de propiedad individual.
De modo que no se trata solamente de que la reforma agraria cancele
históricamente el latifundio como institución económica predominante
a todo lo largo del periodo republicano, no se trata solamente de que
cancele el poder económico de la oligarquía latifundista; porque todo
eso podía hacerse vía una modernización capitalista, sino…
Ramos: No puedes hacerlo.
Delgado: Sí puedes, pero eso lo podríamos después. Lo impor-
tante es que sustituye la prevalencia de la propiedad privada de los
medios de producción en la economía rural por la prevalencia de
formas asociativas de producción, lo cual da una esencia no capita-
lista al nuevo ordenamiento social y económico.
Ramos: Las cooperativas no tienen por qué ser no capitalistas.
Una cooperativa es simplemente la incorporación al capitalismo de
pequeños productores que ahora son dueños de una comunidad. Eso
no es en sí mismo ni bueno ni malo; depende del marco general de
la sociedad. Una sociedad socialista relativamente avanzada puede
tener cooperativas; es una forma de pequeña burguesía propietaria
en cooperativa de los medios de producción. A mí me parece más
progresivo que el capitalismo estricto, eso es obvio.
Delgado: No, es que nosotros no estamos tomando en el Perú,
creo yo, a las cooperativas como formas cristalizadas, definitivas,

108
Introducción a la America criolla

inmodificables, sino como un paso y una ruptura a su ulterior con-


versión en verdaderas empresas de propiedad social. El problema de
fondo está en que el cooperativismo en el Perú aún no ha definido
formas revolucionarias en su constitución y en su compartimiento;
sigue siendo en gran medida el cooperativismo clásico, válvula de
escape del sistema capitalista. De lo que se trata, es de crear un
cooperativismo que se acerque mucho más a la realidad de una
propiedad social de carácter no capitalista; y esa es la orientación
de la reforma agraria.
Lo importante es destacar que esa apertura a las formas aso-
ciativas es un paso sin el cual sería imposible crear una verdadera
propiedad social en el campo. No necesariamente éstas vayan a
ser creadas; la direccionalidad del proceso es que sí se creen. Pero
comprendo perfectamente, y te doy la razón cuando señalas que la
existencia de las cooperativas no define por sí misma el conjunto de
la economía, eso es muy claro.
Ramos: Ayudan al tránsito...
Delgado: A la transformación más que al tránsito. Por eso es que
la reforma agraria no puede ser juzgada, en lo que tiene de mérito
histórico, de manera aislada, sino que tiene que ser vista como parte
de toda una política de ruptura del capitalismo. En esto…
Ramos: Perdón Carlos. Yo entendía la liquidación de la estructura
latifundista como el primer paso sin el cual la sociedad peruana no
podía elegir su destino.
Delgado: Bueno, en eso estamos de acuerdo. Yo agrego simple-
mente que ella es parte de una política de conjunto y que, dentro de
esta, hay otras medidas de rango histórico tan alto como la reforma
agraria.
Ramos: Me gustaría escuchar alguna opinión tuya sobre las re-
laciones entre revolución militar y política. El ejemplo que hemos
tenido en la Argentina es que el 4 de junio de 1943 el Ejército da un
golpe de Estado, y todas las fuerzas, aun de izquierda, de la Argentina
inglesa se oponen, acusándolo de fascista. Realiza declaraciones
ideológicamente reaccionarias y actos nacionalistas. Pero ser na-
cionalista en América Latina es ser progresista; serlo en la Europa
desarrollada es declararse reaccionario. Sin embargo, el Ejército es
influido en sus cuadros oficiales, por una gigantesca campaña de
intimidación y terrorismo ideológico que desatan los partidos de la
vieja factoría portuaria, que moviliza a la clase media, a la opinión
pública, contra lo que el gobierno realizaba en orden a la economía

109
La revolución peruana: un diálogo

y en orden a la política laboral: sindicalizaciones, etcétera. Al punto


que es frustrado el intento del 4 de junio por una contrarrevolución
“democrática” que invade las calles de la ciudad manifestando contra
el Ejército y contra el gobierno nacionalista.
Perón es detenido por un sector del Ejército, intimidado por esa
campaña, y enviado a la Isla de Martín García el 8 de octubre. Y el 17
de octubre, a lo largo de diez días, se movilizan en los ingenios de
Tucumán, en los frigoríficos de La Plata y en las fábricas del Gran
Buenos Aires, las gigantescas masas obreras que obligan al retor-
no de Perón y devuelven a los amigos de éste su confianza como
para reagruparse a su alrededor y restablecer un diálogo entre las
corrientes dentro del Ejército. Sus enemigos de adentro constatan
que Perón tiene apoyo, al menos tanto como el que lo derribó; es
necesario convocar a elecciones para que las corrientes del ejército
vean quién tiene más razón y más votos.
El Ejército, vencido en su política militar pura, en su naciona-
lismo sin pueblo, resulta sorpresivamente reivindicado a través de
Perón por la irrupción de las masas el 17 de octubre. Y el 24 de febrero
del 46, Perón obtiene una victoria electoral muy ceñida, por no más
de doscientos mil votos. El ejército se opone de alguna manera al
aparato político de las viejas clases de la sociedad argentina y abre
las puertas al peronismo, un movimiento político que era el resultado,
en ese instante, de la alianza entre los sectores populares y el ejército.
No pretendo homologar procesos distintitos, como los de
Argentina y Perú. Hago esta advertencia antes de hacer mi pregunta.
El Ejército, que está llevando a cabo estas transformaciones sociales
en el Perú, ¿qué visión política tiene de su futuro? ¿Qué instrumento
político civil concibe para continuar el proceso revolucionario? Leo
documentos y escucho opiniones que dicen que el criterio actual del
gobierno es no crear un partido político. Al mismo tiempo observo
que hay partidos políticos tradicionales y que existe una actividad
política relativamente normal que el gobierno ha respetado. Al lado
de lo que está ocurriendo hay dos sectores que esperan: el aprismo
y el Partido Comunista. Pero, de parte del gobierno, se estima inne-
cesario crear un partido que defienda y continúe la práctica revolu-
cionaria del proceso. Me gustaría escuchar tu opinión.
Delgado: Me parece que todo esto alude a uno de los problemas
fundamentales del proceso. El punto de partida de la respuesta
es el que esbocé hace unos momentos: la revolución peruana no
es sólo el conjunto de transformaciones económicas que ella está

110
Introducción a la America criolla

realizando, sino que es también, lo que importa desde el punto


de vista ideo político, una posición teórica. De aquí se deriva lo
siguiente: el proceso revolucionario se orienta a la sustitución del
sistema capitalista, en sus manifestaciones económicas y políticas,
y su reemplazo por un sistema, vale decir mejor, por una forma de
estructurar las relaciones de poder económico, político y social,
que en esencia sea distinta tanto del capitalismo, que prevaleció
en el Perú, como del comunismo, que es una ley de alternativas al
capitalismo y que a nuestro juicio tiene muy serias fallas de con-
cepción, representando una alternativa pobre, revolucionariamente
hablando, al sistema capitalista.
Esta alternativa al capitalismo, distinta al comunismo, es crear
lo que podría ser definido esencial, sintéticamente, como un or-
denamiento socioeconómico participatorio. Esto supone un orde-
namiento en el cual la economía se sustente fundamentalmente
sobre un sector de propiedad directa de los propios trabajadores. El
fundamento de esta opción es que nosotros creemos que a la sus-
titución de la propiedad privada no debe corresponder un sistema
en el cual la propiedad de los medios de producción radique en la
burocracia partidario-estatal, sino un sistema en donde el acceso
directo de los trabajadores, que con su trabajo crean la riqueza, a las
fuentes decisionales, sea una realidad, tanto en la economía como a
la política. Es decir, quien accede directamente a la propiedad de los
medios de producción, accede al ejercicio del poder económico y, a
su vez, quien accede a éste, accede al espacio en el que se sustente
un efectivo y veraz poder político.
Ahora, a una economía basada en la propiedad social de los
medios de producción debe corresponder una sistematización de
relaciones políticas en base a la transferencia del poder, a la no con-
centración del poder, a la desaparición de las formas oligárquicas
de intermediación y, por lo tanto, a un sistema en el cual el poder
político de los ciudadanos, no ya en tanto productores, sino en cuanto
ciudadanos, sea ejercido con el mínimo de intermediación por sus
propios productores de riqueza.
Una ordenación socioeconómica de carácter participatorio,
entonces, descansaría sobre la base de una economía de participa-
ción, vale decir, una economía sustentada en la propiedad social y
en un aparato político donde el poder sea ejercido directamente por
las organizaciones sociales de base autónomamente organizadas y
libremente dirigidas por sus propios integrantes.

111
La revolución peruana: un diálogo

Ramos: Disculpa que te interrumpa un instante, Carlos.


Evidentemente debemos volver a evaluar en todo su significado la
palabra teoría, porque es la forma con que entramos al futuro y con
que arreglamos nuestra conducta práctica. Yo no estoy totalmente
seguro de que la propiedad social de los medios determine automáti-
camente el ejercicio del poder político por parte de quienes están en
la base misma de esa propiedad social. Un ejemplo de la disociación
entre una economía fuertemente socializada y un régimen político
duramente jerarquizado y distante del pueblo, es la Unión Soviética.
Delgado: Yo disputaría eso porque no creo que en la Unión
Soviética haya una verdadera socialización de los medios de pro-
ducción. La hay en tanto existe en teoría una valoración de direccio-
nalidad de ese tipo, pero intermediaria, vía el control real y efectivo
de la burocracia estatal-partidaria.
Ramos: De acuerdo. Pero imaginemos nosotros que en tanto el
Perú no logre ir hacia esa socialización, nadie va a exigir al gobierno
peruano que decrete la autogestión y la determinación directa de
los productores en la economía y la política en cinco o diez años. Es
un proceso muy largo. Nadie va a exigir eso; estamos diseñando las
líneas del proceso. Yo señalo que si no está aquí esa burocracia, hay
alguien que hace ese papel intermediario; en este caso es el Ejército,
que ocupa el poder en todos los aspectos fundamentales. El Ejército,
pregunto yo, ¿es hoy el partido político del pueblo peruano? ¿Cuál
es la razón por la que las Fuerzas Armadas no estiman conveniente
generar un movimiento político civil?
Delgado: La pregunta no puede ser respondida demasiado sinté-
ticamente sin riesgo de malinterpretación de parte tuya. El rechazo de
la Revolución Peruana a expresarse políticamente vía un partido, se
fundamenta en lo siguiente: el partido como institución es un meca-
nismo de intermediación expropiatoria. El partido no es, por tanto, el
instrumento a través del cual pueda contribuirse a la creación de una
sociedad partipacionista. El partido tiende a concentrar poder, no
a transferirlo; el partido tiende necesariamente a extender su papel
como intérprete del pueblo o de una clase social determinada. En
consecuencia, el partido es un instrumento de poder, al servicio de
una estructura dirigente y, en esa medida, de expropiación del poder.
Entonces, si nosotros intentamos crear una sociedad que se
aproxime al modelo de una sociedad participacionista, no podemos
utilizar para este tipo de concepción revolucionaria un mecanismo
de no participación como el partido. No se trata solamente de que los

112
Introducción a la America criolla

partidos políticos peruanos hayan sido así, sino de que la institución


partido tiene esas características expropiatorias. Algunos de nosotros
estamos elaborando ideas de alguna manera emparentadas con esta
temática que se dan más o menos en estos términos.
A nuestro juicio, el sistema capitalista y el sistema comunista
son sistemas basados en economías de no participación. En ambos
sistemas el productor se mantiene siempre como un productor
intermediario de riqueza: en el caso del capitalismo, por la acción
expropiatoria de una clase social, como la burguesía; en el caso del
comunismo por una formación social con conducta clasista que es
la burocracia partidario-estatal. Nos parece que sistemas basados en
economías no participatorias tienden a expresarse políticamente en
estructuras organizativas de carácter no participatorio. Nos parece
también que no es casual el hecho de que el partido como institución
haya surgido en la tradición histórica de los países capitalistas de
Europa occidental y que sea por lo tanto una creación de los últimos
sesenta o setenta años. De ninguna manera el partido representa una
institución inherente al hecho de la vida social.
No nos parece casual, tampoco, que en los países comunistas la
expresión política del ordenamiento de la sociedad sea vía la insti-
tución política, a través de una modalidad culminante de las carac-
terísticas expropiatorias del partido que es la modalidad de partido
único. En los países capitalistas existe pluralidad de partidos, pero
el partido como institución es el eje de la institucionalidad política
de la sociedad y en los países comunistas el partido sigue siendo la
institución eje.
En síntesis, ambas sociedades son antiparticipatorias; ambas
requieren de un mecanismo antiparticipatorio como el partido. Si
nosotros queremos lograr aquí institucionalizar un modelo final de
carácter no capitalista y no comunista, sino de carácter participato-
rio, mal podríamos utilizar para este fin la institución expropiatoria
del partido. Por eso es que la Revolución Peruana decide no expre-
sarse políticamente a través de un partido.
Ramos: La tesis es lógicamente correcta, pero parte de una pre-
misa falsa. Aunque existe una sociedad capitalista, no existe una
sociedad comunista como modelo que se ofrezca al examen de nues-
tros contemporáneos. Existe la Unión Soviética si se quiere tomar
un punto de referencia. Y el punto de vista fundamental, para ser
conciso en la materia, es que el partido, la burocracia, la ideología
petrificada, y la intermediación entre los trabajadores y el poder, es

113
La revolución peruana: un diálogo

el resultado histórico del atraso histórico y social del viejo imperio


de los zares. Y no es una fatalidad inherente a la concepción marxista
de una sociedad nueva.
En consecuencia, si se examinan los orígenes sociales de la
burocracia, si se consultan los estudios de Rakovsky, Los peligros
profesionales del poder, o los de Trotsky sobre la naturaleza so-
cial del régimen soviético, llegaríamos a un tema muy complejo y
también socorrido: de qué manera las revoluciones socialistas han
triunfado en los eslabones más débiles del capitalismo (China, la
Unión Soviética, Cuba, etcétera); de qué manera se han fundado en
el atraso y no en el adelanto; y de qué manera han puesto en cues-
tión las predicciones de Marx acerca de que el socialismo debía ser
el resultado final del desenvolvimiento de las fuerzas productivas
de la cultura y de la civilización acumuladas por el capitalismo y la
burguesía, y no el punto de partida desde el atraso y la pobreza; y sin
embargo, distintas circunstancias históricas determinaron que para
poder remover el atraso del imperio zarista bizantino y de la vieja
dinastía china, tuviesen que ser los marxistas los que comenzasen
el proceso de realizar la acumulación de capital que en los países
centrales tuvo como misión la burguesía.
El socialismo empezó su camino a partir de la acumulación
primitiva. Esto dio como resultado el stalinismo y los flagelos de la
burocracia y el terror. De modo que no podemos decir que eso que
está ocurriendo en los países llamados socialistas sea el socialismo.
Es “una marcha de tortuga”, como decía Bujarin, hacia el socialismo.
Creo que todos estaríamos de acuerdo en que una expropiación de
los expropiadores, una reabsorción de la sociedad de clases en una
sociedad socialista de productores directos y libres, en Estados
Unidos, por ejemplo, no ofrecería los fenómenos de la burocracia,
típica característica del atraso, no ofrecería las características de
terror, contiguo a la burocracia, puesto que nacería sobre la abun-
dancia. Debemos colocar las cosas en ese nivel.
Frente al problema de los partidos, que has expuesto tan elo-
cuentemente, yo diría que ese problema es puramente instrumen-
tal. Está ligado a la estructura, a la tradición de una sociedad, y es,
simplemente, la manera con que distintas clases sociales expresan
sus intereses e ideas. Mi temor, para resumir mi pensamiento, ya que
podríamos convertir esta conversación en una nueva Enciclopedia
del siglo XVIII, en una larga conversación de iluministas (risas), mi
temor, entonces, es que el Ejército, como decía el padre Castellani,

114
Introducción a la America criolla

un jesuita argentino de derecha, es una institución “non sacra”, es


una institución “profana”, sujeta a las múltiples debilidades de todo
lo profano y, en consecuencia, sujeta, como los partidos, como la
vida misma, a los conflictos.
Vale decir, aquel ejército que no hizo la Revolución Peruana, es
muy distinto de este ejército que la está haciendo. Pero puede ocurrir,
por el sistema de mandos, por las leyes internas de las instituciones
armadas, por las generaciones que cambian, por todas las cosas
que están ocurriendo en el Perú, puede ocurrir que el Ejército diga
mañana que no está de acuerdo en seguir adelante y que si está muy
bien lo hecho no desee que continúe el fluir de la historia peruana. En
ese instante, y esa es mi pregunta o mi preocupación, ¿qué corriente
política y social actuante y militante puede retomar lo que el Ejército
ha hecho e intenta detener?
Delgado: Tú prologas la pregunta muy concreta con una serie
de comentarios que no pueden pasar sin ser comentados. Lo que tú
concibes como punto de partida errado en toda la argumentación
nuestra, no es un punto de partida errado, toda vez que hemos di-
cho muchas veces que cuando recusamos a los países comunistas
no nos estamos refiriendo para nada a la segunda acepción de la
palabra, en tanto concepto que designa un eventual, probable e
improbable, estadio de la evolución humana caracterizado por la
desaparición de las clases y por tanto del Estado, de acuerdo a una
interpretación leninista del mismo, sino que nos estamos refiriendo a
la forma con que históricamente se han organizado las relaciones de
poder en los países gobernados por partidos llamados comunistas,
particularmente el modelo ruso, que yo no le llamaría más el modelo
soviético, habida cuenta de que los soviets desaparecieron de Rusia
hace cincuenta años.
Ramos: Aceptado.
Delgado: De la misma manera que el capitalismo se sustenta en la
intangibilidad de ciertas nociones definitorias básicas, el comunismo,
entendido como explícito, se sustenta también en otras nociones bá-
sicas. Entonces, si tú examinas el modelo ruso, encuentras un deter-
minado número de factores esenciales de definición: concentración
del poder económico y político, institución del partido único como
vía permisible, planificación centralizada del Estado, intolerancia
sistematizada y, por lo tanto, una política sistematizada de violencia
al servicio de un aparato estatal que no puede dejar de ser, en mayor
o menor medida, un aparato policial.

115
La revolución peruana: un diálogo

Todo esto es realmente, y no inferencialmente o como visión del


futuro, la forma en que está organizada la sociedad rusa. Eso es lo que
nosotros llamamos el modelo comunista, y esa es la alternativa que
nosotros recusamos como alternativa revolucionariamente válida
al capitalismo. No es lo que designó Marx; es lo que ha cristalizado
en la realidad y el lenguaje político contemporáneo con ese nombre.
Ahora, a nuestro juicio eso no tiene nada que ver con el socialismo
y no es una manera de llegar a una sociedad socialista, que por de-
finición es una sociedad participatoria.
Otro problema que advierto en lo que señalas, es que para no-
sotros existe una imposibilidad de separar medios y fines. Nosotros
sostenemos que la naturaleza de los medios influye decisivamente
en la naturaleza de los fines, y por lo tanto, es una ilusión sostener
que se va a construir el socialismo vía el stalinismo en acción.
Ramos: En eso estamos de acuerdo.
Delgado: Entonces debe aceptarse que en Rusia se ha traicionado
lo esencial de la revolución socialista.
Ramos: Quiero hacer un breve comentario. El terror policial, el
control de la renta nacional soviética por la burocracia, no excluye
la idea de que las conquistas fundamentales de la Revolución de
Octubre subsisten hoy en la Unión Soviética y que...
Delgado: ¿Cuáles?
Ramos: Las conquistas fundamentales de la Revolución de
Octubre son: la nacionalización y estatización de todos los medios de
producción y el monopolio del comercio exterior. Eso fue lo que no
se modificó. La Revolución de Octubre produjo el régimen soviético,
que fue la democracia más diáfana que recuerdan las masas.
Delgado: Y la más efímera.
Ramos: Y la más efímera. Pero yo estoy hablando de lo que sub-
siste, y no de lo que desapareció.
Delgado: Bueno, pero lo que subsiste tiene un carácter puramente
instrumental. Tú puedes tener una economía totalmente estatizada
y eso no tiene que ver con un ordenamiento socialista, en tanto haya
acceso directo de los trabajadores al poder.
Ramos: De acuerdo. Pero quiero decirte esto: la Unión Soviética,
detrás de esa fachada que has descripto –descripción que comparto–
está procediendo a una acumulación interna formidable. Está desa-
pareciendo la Rusia campesina, la base del poder del zar y de Stalin;
está urbanizándose, tecnificándose hacia un poder científico gigan-
tesco; aportan a la renta nacional millones de personas. El avance

116
Introducción a la America criolla

de lo que estaba latente en la Revolución Rusa se va a convertir muy


pronto en una abierta contradicción entre una sociedad de obreros
altamente calificados, una sociedad de ingenieros, de biólogos, de
físicos, entre una sociedad culta y con una ancha base material, cada
vez más considerable, y una burocracia que va a enfrentarse con
esa base. La perspectiva socialista brotará de este enfrentamiento
interior. Este punto de vista yo creo que conviene tenerlo presente,
para no considerar que se trata exclusivamente del reino del Faraón,
un mundo poco menos que inmutable.
Delgado: Hay una frase muy gráfica de Zinoviev sobre Stalin: “Es
un Gengis Khan con teléfono”. Bueno, pero bromas aparte… Yo creo
que nada de lo que tú dices tiene que ver con el fondo del asunto,
que es el siguiente, me parece: ¿Todo lo que tú señalas constituye
esencia, fundamento, característica del socialismo? En absoluto.
Todo eso que tú señalas se puede registrar en una sociedad capita-
lista. La esencia misma de la vida social sigue siendo profundamente
reaccionaria, en el sentido de que sigue siendo profundamente au-
toritaria, antiparticipatoria, burocrática. El dominio del Estado no
es un paso de avance; yo creo que es un paso de regresión, porque
supone no el dominio de una entelequia sino el dominio de una bu-
rocracia constituida por seres humanos que abrigan, que generan
una serie de intereses sociales concretos. Entonces, la apología del
Estado es la apología de la burocracia, y eso no tiene nada que ver
en mi concepto con un ordenamiento socialista.
Ramos: Da la impresión, a través de tu apasionada defensa de
la autogestión, de que el que estuviese aquí en Perú sosteniendo las
realizaciones de las Fuerzas Armadas, desde un alto cargo, fuese yo
y no tú. Y eres tú quien está en un cargo muy importante del Estado
peruano dirigido por las Fuerzas Armadas. Cada país lleva sobre sí
una gran carga cultural y el Perú más que otros países. Por ahora te-
nemos en el Perú a un Hijo del Sol, con sus guerreros y sus amautas,
tratando de establecer un equilibrio en la vieja sociedad. Reitero: no
estoy en el gobierno, no estoy en el Estado. Simplemente sostengo
la hipótesis de que puede peligrar el Hijo del Sol, los guerreros y los
amautas, si no se instrumenta una corriente políticamente viva en
la calle, que sostenga lo que el gobierno ha iniciado. No digo más
que eso.
Delgado: No dices eso, pero dices también muchísimo más que
eso. Tú aludes a un problema que ilustra la naturaleza básicamente
contradictoria de un fenómeno revolucionario. La ambivalencia muy

117
La revolución peruana: un diálogo

profunda de una revolución. Por ejemplo, aquí todos estamos de


acuerdo en que durante un periodo histórico es necesario fortalecer
el Estado, pero pocos de nosotros, creo, somos conscientes de que
esa necesidad entraña el riesgo más grande de desnaturalización de
esta revolución.
Ramos: Es el riesgo que supone vivir.
Delgado: Sí, pero la única manera efectiva de contrarrestar ese
riesgo es no remitir la construcción socialista a un futuro inverifi-
cable. Sino empezando a reconocer que el futuro se hace hoy y no
mañana, y que para participar hay que participar hoy. Y por lo tanto
desde hoy hay que transferir poder de decisión, hay que crear un
sustento de organizaciones sociales de bases libres.
Ramos: Muy bien. Estamos acercándonos a uno de los aspectos
principales de la cuestión. ¿Por qué transferir poder económico
solamente?
Delgado: No solamente...
Ramos: También hay que transmitir poder político.
Delgado: Bueno, pero eso está enlazado con una innovación que
aquí se está abriendo campo, para redefinir qué es política. Política
para nosotros no es el arte de gobernar una nación, porque eso corres-
ponde a una concepción tradicional, elitista y finalmente oligárquica
de la política, como quehacer de un grupo pequeño de elegidos, en
el cual no podría estar actualmente el pueblo organizado; política
así entendida significa que es un asunto privativo de profesionales
de la política. Esa es la concepción que en el Perú tienen todos los
dirigentes políticos, independientemente de su ubicación ideológica.
Ahora, nosotros pensamos que es necesario redefinir ese con-
cepto, ampliar el universo semántico de lo que política significa,
reintegrar la política a la vida de los seres humanos concretos, reivin-
dicar lo económico con lo político, comprender que la participación
política como acceso al poder de decisión no puede estar divorciada
de una base de sustento en la participación económica.
Ramos: Carlos, ¿puedo interrumpirte?
Delgado: Claro.
Ramos: Yo soy muy prosaico. Por política entiendo que una co-
munidad industrial intervenga en la designación del jefe de policía;
entiendo que una comunidad pueda tener un diario y diga lo que
quiera del proceso…
Delgado: Eso está mucho más cerca de lo que nosotros enten-
demos por política. Si por política entendemos el ejercicio pleno de

118
Introducción a la America criolla

la participación, estamos de acuerdo. Pero entonces no hay manera


de considerar como deseable la inevitabilidad de un partido, porque
por esencia un partido es un mecanismo expropiatorio, vale decir,
restrictivo y discriminador.
Ramos: En estos momentos el mecanismo expropiatorio es el
Ejército. Muy bien, es expropiatorio pero está realizando una labor
histórica positiva. En algún momento puede dejar de cumplirla o,
como institución profesional que es, considerar que ha llegado el
momento de dejar el poder. ¿Qué ocurrirá?
Delgado: Yo creo tener una sana desconfianza de las predicciones
históricas, sobre todo desde que leí un texto de Trotsky del año 40
que a mí me interesó muchísimo. Es un texto que apareció en Buenos
Aires, poco antes de la muerte de Trotsky y que según tengo enten-
dido es lo último que él trabajó.
Ramos: La URSS en guerra, en el que preveía un futuro muy
sombrío.
Delgado: No solamente muy sombrío. Ahí remataba el análisis
haciendo inevitablemente una predicción. Él decía que al término
de la guerra imperialista surgiría en Rusia un gran movimiento po-
pular, conducido desde luego por el proletariado, que retomaría las
grandes banderas de la revolución de 1917 y destronaría el poder
de la burocracia; y que un movimiento similar ocurriría en los paí-
ses capitalistas y que entre ambas revoluciones terminarían con el
capitalismo. Lo importante de la predicción era el condicional que
agregaba al final. Si esto no se cumple, dijo, tendremos que revisar
todos los planteamientos teóricos del marxismo, empezando por
revisar la adjudicación privilegiante que daba al proletariado como
una clase social destinada a crear un nuevo orden en la sociedad
humana.
Ahora bien, yo no sé qué va a ocurrir en el caso específico del
Perú, pero sí creo que la mejor garantía de que esta revolución se
mantenga fiel a una concepción participatoria, es si desde ahora, con
la celeridad mayor que las circunstancias permitan, poniendo detrás
de esto un voluntarismo bastante marcado, nosotros impulsamos
todas las formas de institucionalidad participatoria. Si logramos
fortalecer en los próximos años la tradición participatoria que esta
revolución inaugura en la sociedad peruana, estamos en condiciones
de poder, con toda la relatividad que términos así tienen, garantizar
el futuro de la Revolución Peruana como una alternativa revolucio-
naria nueva y mucho más avanzada que las alternativas tradicionales

119
La revolución peruana: un diálogo

de la izquierda ortodoxa en el Perú y en América Latina. Ahora, me


parece que una forma totalmente errada e ilusoria de garantizar la
continuidad del proceso, en el caso hipotético que tú planteas, sería
a través del partido, porque el partido, reitero, es una institución
antiparticipatoria por definición.
Ramos: Depende del desenvolvimiento social.
Delgado: Eso es una frase que dice poco.
Ramos: Es que depende de él, depende de la acumulación his-
tórica, de los hábitos muy largamente incubados en las sociedades,
depende del atraso. Aquí en Lima he leído un texto trotskista muy
torpe que decía que Stalin nunca había sido marxista. Eso es una
barbaridad. Stalin fue marxista, Stalin fue revolucionario. ¿Cuál fue
la base para que Stalin encarnara luego la desviación burocrática?
El atraso histórico, la pobreza cultural.
Delgado: Las causas son complejas. Quizás tuvo mucho que ver
la psicología salinista.
Ramos: Dejemos el área de Viena (risas), veamos los grandes
hechos. Se trataba del burócrata gran ruso, del atraso, del mujik cu-
bierto de piojos, del pope iluminado, de Rasputín. Era la barbarie, y
en medio de ella estaban los intelectuales que se habían educado en
Ginebra, en Londres o en París. Lógicamente Lenin y Trotsky fueron
derrotados. Los occidentales fueron derrotados por el representante
de la barbarie que era al mismo tiempo un relativo factor de progreso
dentro de la barbarie.
Es el atraso, Carlos, el que determina la sobrevivencia del Estado
y la sobrevivencia de los partidos. Si nosotros –tú lo has expuesto
aquí y en otras partes, con mucha brillantez, y yo estoy de acuerdo
con eso– rechazamos el socialismo del iluminismo tecnológico,
rechazamos el socialismo faraónico, rechazamos toda institución
del poder colectivo por los intermediarios, tenemos que admitir al
mismo tiempo que eso será el premio de una larga marcha y no el
premio que está al comienzo del camino.
Delgado: Pero eso nos remite de nuevo al problema de medios y
fines. Si nosotros aceptamos la inevitabilidad de tener instrumen-
tos expropiatorios para construir socialismos participatorios, no lo
vamos a lograr nunca. Corremos, como en un espejismo, detrás de
una sombra que nunca alcanzaremos.
Ramos: De la misma manera, Carlos, que tú aceptas que el Ejército
peruano, que no está concebido para estos fines, esté haciendo una
revolución. El Ejército, que es confiscatorio de poder por naturaleza.

120
Introducción a la America criolla

Delgado: Hay dos diferencias muy grandes entre la Fuerza


Armada y un partido. El partido político tiene un rol unívoco. Tiene
un único papel. La Fuerza Armada peruana tiene la dualidad de roles
en este momento. Puede desinvestirse del poder político, y continuar
teniendo una función positiva dentro de la sociedad. Esta opinión
la planteó primero Ismael Frías. Hay que distinguir además la tran-
sitoriedad del ejercicio del poder en la estructura del poder militar
y la permanencia del poder en la estructura partidaria.
Lo que tú estás pidiendo es que algunos de nosotros, o yo con-
cretamente, te ofrezcamos una garantía del futuro de esta revolución.
Nadie puede dar esa garantía, y nadie te la puede dar porque no exis-
te. No podemos ser dogmáticos, sino probabilísticos. La experiencia
del movimiento revolucionario de los últimos cincuenta años muestra
con mucha claridad que la continuidad de un proceso revoluciona-
rio ya en la etapa de la construcción de la nueva sociedad, tropie-
za inexorablemente con la institución partido. Si la construcción
revolucionaria lo que quiere es lograr una vida social de “calidad”
distinta, no se puede lograr a través de un partido. Si concebimos
la construcción de una sociedad –llamémosle, genéricamente y con
beneficio de inventario– socialista, entonces miremos como miremos
el problema, esa sociedad tiene que ser una sociedad participatoria,
y eso no se construye a través de un partido, que es la expresión de
la concepción oligárquica de la política.
Ramos: Depende de la naturaleza social del partido.
Delgado: No, no de la naturaleza social del partido. Tú puedes
tener el partido formado por quien se te dé la gana. Es la estructura
organizativa del partido, sus cuadros de conducción, su liderazgo,
es eso lo que va a definirlo, independientemente de su concepción
social.
Ramos: No se puede juzgar nada independientemente de la
composición social.
Delgado: No, si se cree que quien es proletario es revolucionario
por ser proletario. Por eso es falso, si se le toma como premisa, como
“a priori”.
Ramos: La composición social de un partido no está determinada
sólo por el origen de sus miembros, sino por la doctrina y el significa-
do de su lucha. Los partidos son instrumentos de las clases sociales.
¿Qué puede ocurrir si un general se retira a ejercer su profesión?
Delgado: Tú me fuerzas a una predicción. Como no soy dogmá-
tico, soy enemigo de las predicciones. Pienso lo siguiente, forzado

121
La revolución peruana: un diálogo

por tu presión para que yo te responda. Lo que pase cuando la


Fuerza Armada se retire del gobierno peruano, dependerá de dos
cosas básicamente. Una, del grado de avance del proceso de trans-
ferencia de poder, más que de las reformas de estructura económica
únicamente. La otra, la profundidad de la impronta que en la Fuerza
Armada peruana haya dejado este tránsito creador por la vida políti-
ca, en términos de la conducción del gobierno para una orientación
revolucionaria.
Tengo para mí que la Fuerza Armada del futuro no volverá a ser
jamás la misma Fuerza Armada que fue en el pasado. Su vida estará
indeleblemente signada por la experiencia de estos años y de los
próximos. Suponer que aquí habrá una vuelta a los cuarteles total y
completa, es elegir una improbabilidad muy grande. O para decirlo de
otro modo, una probabilidad indeseable. Porque si tú ves la historia
de este país, la división de militares y civiles siempre ha jugado a
favor de la oligarquía. Cuando esa división comenzó a desaparecer,
teniendo como antecedente la nueva percepción de su rol en el país,
vale decir, cuando la institución militar comprendió que entre los
problemas del frente externo y los del frente interno había una in-
separabilidad real, cuando comprendió los problemas económicos y
sociales del país, no tuvo otro camino que elegir una alternativa de
tipo revolucionario. Ese día terminó, para todo propósito práctico,
la hegemonía de la oligarquía peruana. Eso no va a ser abandonado
por la Fuerza Armada del Perú.
De modo que soñar con que el Perú va a ser un país donde
militares anden por un lado y civiles por otro, en el que la función
castrense sea una función puramente técnica de los cuarteles, es
soñar con algo no sólo imposible sino con algo indeseable desde un
punto de vista revolucionario. Si tú conjuncionas los dos criterios
podrías tener un cuadro aproximado de lo que pasaría en ese caso
hipotético que señalas.
Ramos: Claro, uno mira las cosas peruanas con ojos ajenos. Fíjate
que en Argentina el Ejecito engendra el peronismo y un jefe militar
es el jefe de ese movimiento cívico-militar.
Delgado: ¿Por qué dices que el Ejército engendró el peronismo?
¿Tú crees que es así? ¿Por qué no puede ser visto como un fenómeno
en el que se instrumentalizó al Ejército desde fuera, para ponerlo al
servicio de un determinado ideal social?
Ramos: No, porque en el Ejército había un grupo político dirigido
por Perón, el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), que controlaba las

122
Introducción a la America criolla

estructuras fundamentales de los mandos, que realizó la revolución


el 4 de junio de 1943. A raíz de las acciones que llevó a cabo desde
el gobierno, Perón fue detenido el 8 de octubre, dos años más tarde,
para volver apoyado por las masas el día 17. Ese día el pueblo ocupa
la plaza de Mayo, desde la mañana hasta la noche. En la noche, los co-
roneles amigos de Perón se presentan a los cuarteles, armas en mano,
y exigen que se les entregue el mando de las unidades. Entonces se
consolida la situación política y militar por arriba y por abajo.
De este origen nace un compromiso social muy profundo. Perón
se presenta a elecciones; no tiene partido y se organizan varios: el
Partido Independiente, de los empresarios, el Partido Laborista, de
los sindicatos organizados por él, con viejos militantes anarquistas
y socialistas que rompen con sus partidos y se incorporan, y una
parte del viejo partido, de la Unión Cívica Radical. En ese momento
el Ejército admite que Perón ha tenido visión política y lo reconoce
como jefe. Él va a hacer el Ejército moderno, él va a asentar la indus-
tria pesada en el país, él va a lograr un apoyo social amplio. Entonces
es el Ejército que instrumenta la política y quien establece con las
masas una alianza a través de Perón, dando lugar al peronismo.
Aquí es donde quizás pueda hacerse una analogía con el Perú.
Lo digo como hipótesis, puesto que mi observación se basa en la ex-
periencia argentina. En un momento dado, una parte importante del
Ejército rompe con el movimiento peronista y se convierte durante
dos décadas en el obstáculo para el retorno de Perón, entregando la
soberanía nacional. ¿Cómo subsistieron las banderas nacionales y
populares levantadas por Perón? Sólo porque existía un gran movi-
miento de masas que lo sustentó. De ahí mi inferencia con respecto
al destino de la revolución peruana.
Delgado: Acá queremos seguir un camino distinto.
Ramos: Debe seguirse un camino distinto.
Delgado: Justamente porque hay que crear una sociedad distinta.
Aquí no se trata de modernizar el sistema capitalista para mante-
nerlo, tampoco se trata de sustituirlo por otro que repita los vicios
principales del sistema capitalista como sistema deshumanizador,
antiliberador.
Ramos: Es natural. Nosotros tenemos que imponer nuestros
propios vicios. ¡Bueno sería que trajéramos los vicios de Occidente!
(risas).
Delgado: No, mira… La gran virtualidad histórica de la Revolución
Peruana es que permite ensayar una modelística final esencialmente

123
La revolución peruana: un diálogo

distinta a todas las alternativas planteadas a los sistemas tradicio-


nales en otras sociedades contemporáneas. Si esto perdiera esa
virtualidad continuaría el proceso de cambio –nacionalizaciones,
etcétera- pero se habría perdido la gran oportunidad de crear una
vida social nueva, distinta, nunca vista, apenas entrevista en algunas
profesiones insólitas, audaces pero verdaderas. Eso no lo vamos a
lograr fortaleciendo por sí al Estado, ni creando el partido único, ni
restableciendo el sentido oligárquico de la política.
Debemos recrear no sólo las estructuras económicas, también los
conceptos. Tenemos que fundar una nueva direccionalidad, una nueva
moral social, como complemento indispensable de las nuevas estruc-
turas económicas. Finalmente, no nos interesa el avance cualitativo
de las fuerzas de creación social. Tenemos que reintegrar la política
como quehacer totalizador. Comprendemos que este es un nivel de
ambición seguramente demasiado grande, y que no veremos pronto,
ya que la revolución es un conjunto sucesivo de aproximaciones, que
no es posible de realizar plenamente, en la medida en que toda revo-
lución entraña una postulación de utopía, y ésta es lo no realizable.
Ramos: O lo no realizado. Ustedes emplean una palabra muy
frecuente: participación. Es exacta, porque designa verazmente lo
que es un ordenamiento donde el pueblo decida política y cultural-
mente, y no sólo económicamente; un ordenamiento así lo llamaría
socialista, más allá de todos los textos.
Delgado: De todos los textos y de todas las realidades, tú hace
un momento llamabas socialista a la Unión Soviética…
Ramos: Es una gran tragedia sin duda. Pero la historia de los
hombres está hecha de noches también y cincuenta años de tragedia
no importan nada. Eso comenzó con una gran alegría, la de Octubre,
y creo yo que se han dado las condiciones para reasumirla. Ahora ese
ejemplo trágico no debe repetirse en América Latina.
Delgado: ¿Pero cómo se generó ese ejemplo? A través de un par-
tido único totalizador.
Ramos: Carlos, se generó a partir del zar loco, Nicolás Romanoff.
Delgado: Y del voluntarismo de quienes se toman el derecho de
interpretar a los demás.
Ramos: Del mismo modo que el Ejército peruano decide inter-
pretar a los demás.
Delgado: Pero la Fuerza Armada no se ha fijado un rol permanente
en la conducción de la sociedad nacional, ni se plantea un papel de
intérprete de los intereses sociales.

124
Introducción a la America criolla

Ramos: Lenin tampoco planteó un rol permanente. Lo que im-


porta para analizar el devenir soviético son los hechos.
Delgado: Justamente por importar los hechos, es preciso re-
conocer que a partir de la concepción leninista del partido, como
institución férreamente disciplinada selectiva, de profesionales que
se constituyen en vanguardia que guía, orienta e interpreta, es que se
generó la monstruosidad stalinista. Stalin no puede ser comprendido
sin Lenin. Se puede decir, sin duda, que la clase se expresaba a través
del partido, pero esa es una rectificación que nos llevará a deformar
la comprensión de los hechos reales. En el caso peruano, la Fuerza
Armada no se propone cumplir el rol de un partido.
Ramos: No se propone: lo hace.
Delgado: No, porque si lo hiciera, nosotros no estaríamos impul-
sando en la medida de nuestras posibilidades –y hay obstáculos muy
grandes, nacional e internacionalmente–, un proceso de participa-
ción y transferencia de poder. Y por primera vez en el Perú comienzan
a existir centenares de organizaciones de base, dirigidas, con todos
sus errores inclusive, por sus propios integrantes. Si la revolución
se mantiene fiel a sus principios valorativos, y admito aquí también
obstáculos muy grandes, la realidad de este país habrá cambiado
de un modo que será difícil de reconocer, y la institucionalidad
participatoria podrá ser un hecho tangible. En diez o quince años,
quizás menos, el Perú podría ser, si nos mantenemos fieles a la opción
libertaria fundamental de este proceso, un país donde la presencia
real del Estado no sea la presencia de un ente concentrador de poder
y monopolizador de la capacidad de decisión, sino la presencia de
un Estado entendido como una institucionalidad transferidora de
poder. Por lo tanto, un Estado desconcentrado y descentralizado.
Para una concepción revolucionaria de este tipo, el partido no
es necesario. Por lo demás, como lo señaló el presidente Velasco, el
partido no es la única vía de organización política. Se puede diseñar
una organización política de carácter no partidario. Aquí la revolu-
ción ha resuelto el problema de formular el modelo global sustitutorio
del régimen económico. Lo que esta revolución tiene que resolver, y
esto es un problema central, es formular el modelo parcial sustitu-
torio del régimen político. Eso es lo que tiene que resolverse; pero
los criterios para hacerlo ya están dados, la organización política de
esta revolución deberá ser participatoria, y no de carácter partidario.
Ramos: No sé cómo se realizará esto, Carlos, en realidad.
Delgado: Yo tampoco.

125
La revolución peruana: un diálogo

Ramos: Creo que en América Latina la lucha por una revolución


nacional que propenda a la confederación, a la inteligencia recíproca
de los Estados, se ha planteado con enorme vigor en los últimos diez
años. Cada uno de nuestros países está siguiendo difícil pero firme-
mente su reencuentro con Bolívar. Tengo para mí que la existencia de
los grandes imperios modernos señala la necesidad de que América
Latina encuentre su unificación. Es decir su gran espacio político
que le permita realizar las tareas a las que tienen derecho sus hijos, y
que no podrán hacerse en el espacio de las pequeñas plazas fuertes;
de las ínsulas, de las repúblicas creadas por la disgregación de San
Martín y Bolívar. En ese sentido la revolución latinoamericana va a
tener múltiples caminos. Los nuevos caminos deben ayudarnos a
encontrar las nuevas palabras que en el siglo XVI no encontraba el
padre Acosta. La Revolución Cubana, por ejemplo, tuvo su singula-
ridad. Y el rasgo de todas las revoluciones….
Delgado: Es que son excepcionales.
Ramos: Exacto, a eso iba. Son excepcionales. No estoy seguro si
Guevara decía que la Revolución Cubana no era excepcional. En su
momento, yo escribí sobre esa y otras opiniones del Che, y dije que
sí, que lo que distingue a una revolución es la escisión, la fractura,
la excepción. Es el espíritu de vida, no el espíritu de muerte; o sea,
es lo singular. Creo, en resumen, que esos caminos van a enriquecer
a América Latina, que debe dejar de ser naturaleza para hacerse his-
toria, a diferencia de lo que quieren ver los europeos, también los de
izquierda, y a veces cuanto más de izquierda, peor.
Creo que la Revolución Cubana es un fragmento palpitante de
América Latina, y creo que debemos esforzarnos por corregir el error
geográfico que piensa que Cuba es una isla. Cuba debe ser territorio
contiguo de la América Latina, y debemos contribuir como Perú,
como Argentina, como todos los demás países latinoamericanos a
conformar un rostro unido y particular. Debemos pensar en términos
latinoamericanos. No creo que los largos períodos de colonización
y dependencia de Inglaterra o Estados Unidos hayan sido sólo el
dominio del cobre, la carne o los plátanos. Peor que eso quizás ha
sido la dependencia cultural.
De qué manera peculiar la América Latina fue encadenada a
otros destinos, se refleja en el hecho de que los paquebotes que lle-
gaban de ultramar hace cien años, nos traían los más refinados de
la gran Europa: las constituciones napoleónicas, la democracia, los
nacionalismos revolucionarios, los marxismos; y todo eso, al cruzar

126
Introducción a la America criolla

el Atlántico, servía aquí para que las constituciones no se ajustasen a


un cuerpo distinto, para que los nacionalismos resultasen oligárqui-
cos, para que las democracias deviniesen en elecciones fraudulentas,
y para que los marxismos produjesen extravagantes subidos a un
cocotero sin relación con la tierra firme.
Necesitamos rehacer por nuestros propios caminos las revolucio-
nes que Europa hizo para hacer sitio, finalmente, a las constituciones
y a Marx. Necesitamos ser nosotros mismos, y si somos nosotros
mismos, encontraremos la manera de vincularnos autónomamente
a los productos últimos de la cultura de Occidente. Creo yo que el
marxismo es uno de los más difíciles pero preciosos instrumentos
que esa cultura dio. Debemos usarlo para nuestro beneficio, no para
encadenarnos a una nueva colonización.
Delgado: Yo suscribo el sentido de todo lo que has dicho: apenas
lo frasearía de manera distinta. Esta revolución tiene una inabdica-
ble vocación latinoamericana; nuestra recusación del comunismo
no significa en modo alguno recusación del socialismo, porque
asumimos la tradición libertaria y humanista; y de ninguna manera
nos situamos en una posición recusatoria del marxismo, que para
nosotros es un planteamiento probabilístico, una metodología de
interpretación. Salvo que nosotros no nos acercamos a él con una
posición genuflexa, religiosa: el marxismo no es un planteamiento de
certidumbres sino, como todo planteamiento científico, es un plan-
teamiento de conjeturas y verificaciones; que eso se haya convertido
en una suerte de religión o ideología, en el sentido peyorativo que
esta última palabra tiene, no es culpa de Marx. Sí, hay que rescatar
el legado del gran Marx de toda esa fauna de supuestos seguidores.
Ramos: Hay izquierdistas que quieren encontrar las revoluciones
en estado puro, y muchos de ellos son esos supuestos seguidores.
Pero las revoluciones son una infracción al curso histórico y social,
vienen siempre en estado impuro, arrastran escorias junto al metal
noble. En tanto algo existe, es impuro. La revolución peruana es
impura; me atrae: habla de algo que vive.

127
DE MARIÁTEGUI A HAYA DE LA TORRE

A
l día siguiente de cerrar Mariátegui sus ojos para siempre,
comenzó la disputa política en el Perú sobre la verdadera
naturaleza de sus ideas. Esta polémica no ha terminado to-
davía. Mariátegui, ¿era o no marxista? ¿Cuáles fueron, en realidad,
sus relaciones en el nacionalismo pequeño burgués peruano, esto es,
con el aprismo? La vitalidad de la discusión reposa sobre un asunto
de la mayor importancia. Pues del duelo teórico entre la categórica
aserción de Mariátegui de que “la revolución latinoamericana será
socialista o no será” y el puro antiimperialismo del APRA, aunque
no encierra todos los términos del problema, alude sin duda a la
controversia tan actual sobre el carácter histórico-político de la
revolución en América Latina.
Tanto los stalinistas como los ultraizquierdistas, y en cierto modo
los apristas, pretenden confiscar para su propio bando la figura del
luchador desaparecido. En un curioso homenaje tributado por Luis
E. Heysen en 1930, el dirigente aprista llamaba a Mariátegui “bol-
chevique d’annunziano”. Estas palabras irreverentes desataron una
batalla de invectivas entre apristas y stalinistas que seguramente no
enriquecerá la historia de las ideas en Perú.
Las tres figuras más notables del pensamiento revolucionario
del Perú son Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor
Haya de la Torre. El primero era un anarquista aristocrático, intro-
ductor del modernismo literario y de la polémica anticlerical que
hacía furor en Francia por esa época.
González Prada es la figura principal de la generación positivista,
un escrupuloso artista del verbo que proclama la urgencia de romper
con la tradición española y la herencia colonial. Su contribución a

129
De Mariátegui a Haya de la Torre

la lucha social del Perú es señalar al indio como el protagonista de


la vida nacional. A diferencia de otros escritores e intelectuales de
América latina, que se complacían en las experiencias estéticas,
cuyas fórmulas importaban de Europa, González Prada tenía el tem-
peramento de un agitador. En el teatro Politeama de Lima pronunció
un discurso en 1888 donde observó este hecho fundamental: “No
forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros
que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la
nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas
en la banda oriental de la cordillera”.
Setenta años antes, Simón Rodríguez, el magnífico maestro de
Simón Bolívar, escribía lo siguiente:

En lugar de pensar
En Medos
En persas
En egipcios
pensemos en los indios

Pero la oligarquía peruana, sus vástagos, protegidos y comen-


sales no pensaban jamás en sus “pongos”. Los elegantes barrios
residenciales de Lima y la despreocupada existencia en Europa se
fundaban en la explotación inicua del indio, personaje central de la
vida peruana desde el Incanato hasta hoy. Sin embargo, toda la vida
del Perú visible se desenvolvía en la costa, entre blancos y mesti-
zos. En el “foco de civilización” del litoral florecían el positivismo,
el liberalismo, los golpes de Estado, las “tradiciones peruanas” de
Palma, la novela realista, el Parlamento, la pintura moderna, y hasta
el marxismo. Pero hacia el interior de esa franja privilegiada, Perú se
hundía en el atraso y la tristeza más profundos.
De un lado se escribía la novela indigenista y del otro ago-
nizaban los indios semiesclavos. Por lo demás, desde el levanta-
miento del siglo XVIII con Tupac Amaru, no habían cesado nunca
las sublevaciones campesinas. Los más escandalosos atropellos y
las violencias de los propietarios rurales desencadenaban dichas
sublevaciones, que concluían con la represión militar sangrienta
de las víctimas de aquellos atropellos. Después de cada masacre
se extendía por la sierra el silencio de los muertos; y en la costa,
tiempo después, algún miembro de la clase ilustrada escribía una
novela.

130
Introducción a la America criolla

Hacia 1848 Narciso Aréstegui publicaba El padre Horán, en cuya


intriga se combina el retrato despiadado del cura rural con la simpatía
por el indio sometido. Cuarenta años más tarde Clorinda Mattos de
Turner exhibía con fuerza penetrante en Aves sin nidos la espantosa
situación de las masas indígenas. La novela no sólo vuelve célebre
el nombre de la autora cuzqueña, sino que sitúa en el ámbito del
gran público la cuestión de la raza maldecida y expoliada desde la
Conquista, y manipulada desde el Imperio Incaico. En 1888 José T.
Itolararres publica otra novela: La Trinidad del indio o Costumbres
del interior. Desde mediados del siglo XIX la inteligencia blanca y
mestiza respondían a la explotación del indio o a sus sublevaciones
con la solidaridad literaria.
José Carlos Mariátegui opondrá a la vindicación puramente indi-
genista la formulación económica de la cuestión agraria. Puesto que
la cuestión del indio era la cuestión de la tierra, Perú no sólo tenía un
deber moral hacia la raza fundadora que los conquistadores subyu-
garon, sino que esa emancipación indígena era un prerrequisito de
su propia emancipación económica. El crecimiento peruano hacia
la civilización generalizada y la cultura sólo podía lograrse mediante
la abolición de la servidumbre indígena y el ascenso sustancial de la
productividad agraria que debía ser su necesaria consecuencia. Pero
esto último exigía la expropiación de los terratenientes positivistas. El
progreso del Perú estaba detenido por la opresión del indio o sea por
la apropiación gamonalista de la tierra. La liberación del indio era el
fundamento para la liberación del Perú. Tal era la síntesis del problema,
que Mariátegui arrancó del limbo puramente ético de la novelística
para traducirlo en la fórmula inicial de la revolución peruana.
En las dos primeras décadas del siglo XX no se contaban en el
Perú, virreinal y semicolonial a la vez, más de 50.000 obreros indus-
triales. Pero en la sierra vivían varios millones de indios campesinos.
La clase media burocrática, profesional y universitaria se distribuía
en la costa, desde Arequipa a Trujillo, en la misma franja civilizada
donde se levantaban las escasas fábricas y estructuras de servicios de
la clase obrera naciente y del artesanado urbano. Como en el resto de
América Latina, parte del proletariado (sobre todo en la aristocracia
obrera) y la clase media, cuyos hijos concurrían a las universidades,
hablaban y frecuentemente escribían la lengua castellana. En algunos
casos, hasta producían grandes escritores.
A diferencia del Alto Perú, la cenicienta del Virreinato, cuya
decadencia económica y cultural comienza cuando se “bolivianiza”

131
De Mariátegui a Haya de la Torre

en beneficio de los picapleitos chuquisaqueños, dueños de minas


e indios, en el bajo Perú subsistía la tradición dieciochesca de los
virreyes. La civilización de la costa era europeizante y refinada.
Acumuló la cultura suficiente para no exhibirla grotescamente en las
vitrinas aldeanas. Poco a poco se formó una clase media que, como
su congénere de la martirizada América Latina, gozó de una relativa
prosperidad, gracias a la penetración del capital extranjero. El impe-
rialismo generó cierto movimiento económico cuyos efectos sociales
beneficiaron a algunas capas de la pequeña burguesía. Al instalarse
en los grandes puertos, impulsó el desarrollo infraestructural de las
ciudades costeras, promovió o financió la construcción de ferrocarri-
les, caminos, depósitos, silos, telégrafos, edificios públicos, aduanas.
Alrededor de esa gran corriente exportadora e importadora de
materias primas, frutos o minerales, se estratificó una masa de bu-
rócratas, maestros, profesionales y comerciantes que se sostuvieron
en la actividad derivada del comercio exterior de las balcanizadas
repúblicas. Entre 1880 y 1930 se definen los Códigos Civiles, las tarifas
aduaneras y los mitos nacionales de los miserables Estados postbo-
livarianos, que se introducen en el mercado mundial. Cada república
por separado ajusta perfectamente en ese mercado, pero al mismo
tiempo saltan los dientes del engranaje comercial interlatinoame-
ricano de antaño. Cada país latinoamericano vuelve sus espaldas a
los vecinos y estrecha unilateralmente sus lazos de subordinación
con los imperios extranacionales.
Hacia 1920, cuando Mariátegui comienza a estudiar los libros
marxistas, los textos escolares en el Perú se traducían del francés.
Los traductores peruanos eran tan malos en historia peruana –¡tan
olvidada! – eran tan mal pagados y tan detestable era esa “historia
nacional” manufacturada en Francia por impasibles profesionales,
que la frase del general Córdoba, vibrante de temblor heroico, al lan-
zar a sus soldados a la victoria en los campos de Ayacucho (“¡Armas
a discreción, a paso de vencedores!”) es vertida para los ojos y el
entendimiento de los niños peruanos de “Pas de vainqueurs” como
“No hay vencedores”. A tal punto se había perdido en el Perú del siglo
XX la tradición revolucionaria de la América en armas que resultaba
tan natural que los europeos escribieran la historia peruana como
inconcebible que un día remoto los latinoamericanos marcharan “a
paso de vencedores”. El desmedrado francés y el andrajoso caste-
llano del aterido traductor limeño simbolizaban la vida grisácea y
sin esperanzas de la factoría peruana en la ciudad de los virreyes.

132
Introducción a la America criolla

Al fin y al cabo la pequeña burguesía peruana lograba ingresar a


las universidades y escapar de ese modo al oscuro destino del indio
servil, pero difícilmente podía aspirar a mucho más que a disfrutar el
honor académico de un título poco menos que inservible. La sociedad
semicolonial entreabría ante los ojos extasiados del estudiante o del
intelectual un horizonte insinuante de cultura y civilización, pero le
impedía al mismo tiempo alcanzarlo. Ese dilema lanzó a la juventud al
nacionalismo y al marxismo. Pero como esas maravillosas ideas, que
procedían de la lejana Rusia y del estupendo México, iluminadas por el
resplandor de grandes victorias, se asentaron en el suelo de la sociedad
peruana, sufrieron la torsión de sus leyes específicas de la tradición
del país, de las particularidades de la estructura social del Perú.
Y como no podía ser de otra manera, ni la Revolución Mexicana
tuvo lugar por segunda vez en el Perú ni la Revolución Rusa pudo
repetirse en el suelo incaico, según lo establecían los textos mar-
xistas traducidos por los mismos traductores de aquellos manuales
de historia de 1920 que vertían mal la frase del general Córdoba. En
esta ocasión seguían traduciendo mal del ruso. Como todo lo que
se copia resulta ridículo, las victorias soviéticas se traducían, en la
realidad, como derrotas peruanas.
Los obreros y artesanos del Perú litoraleño creyeron percibir
en el socialismo y en el nacionalismo indoamericano del APRA algo
mucho mejor que la mediocridad de la sociedad peruana. Pero, al fin
y al cabo, se trataba de una minoría pues ni la pequeña burguesía
urbana ni el proletariado constituyan la mayoría de la población.
Los indios, que eran la mayoría, ignoraban la doctrina socialista, la
doctrina aprista y la lengua castellana. Sin embargo, sólo con ellos
podría hacerse la revolución en el Perú. Sin ellos, no había siquiera
historia posible.
Era preciso, ante todo, que los indios dejaran de pertenecer al
terrateniente y a la literatura para convertirse en hombres libres y
sujetos de la historia real. Para que tal cuestión al menos pudiera
plantearse, se imponía que los “occidentales” del Perú, la fracción
privilegiada y letrada de la costa repensase al Perú, lo “interiorizase” y
sustituyera el positivismo por el socialismo. Esto último sólo sería útil
a condición de que el socialismo, oriundo de Europa, se historicizase
peruanizándose, pues sólo así podría entenderse desde adentro ese
fragmento vivo y no copiable de la historia americana llamado Perú.
Los dos hombres más notables que se esforzaron en esa dirección
fueron Mariátegui y Haya de la Torre. Desgraciadamente, Mariátegui

133
De Mariátegui a Haya de la Torre

quedó a mitad de camino, pues murió cuando sólo contaba 35 años de


edad. Su formación espiritual estuvo impregnada del decadentismo
wildeano y de la agorería bélico-mística de Spengler en las postrime-
rías de la Primera Guerra mundial. En esa época Lima, “la horrible”,
era, a semejanza de las capitales de la América Latina balcanizada,
una reproducción aldeana y simiesca de París. La guerra infundió
terror, con sus incomodidades y peligros, a la “colonia sudamericana”
que había parasitado varios años en Europa gracias a la esclavitud
de sus países de origen.
Volvieron precipitadamente a sus tierras los hijos de los terrate-
nientes chilenos o argentinos, como aquellos que retrata Alberto Blest
Gana en su novela Los trasplantados; los vástagos de los cafetaleros
colombianos y brasileños, los ricachos de las sabanas venezolanas,
los algodoneros, azucareros y arroceros peruanos, abrumados por
un “cafard” de reciente adquisición ultramarina. “De Europa traje-
ron aquellos infelices millonarios, dice un testigo, dulces saudades,
pipas de opio, jeringas de inyecciones, queridas rubias, afición al
champagne, la menta y el pernod, guantes color patito, polainas
blancas, monóculo bajo la ceja airada, bostezos, piropos de color
vivo, ociosidad parlante, amor a la ostentación”.
El ambiente literario y periodístico en que actuaba el joven
Mariátegui (y también, según su propia confesión, Haya de la Torre)
estaba sumergido en un galicismo existencial, suerte de “dandysmo”
verbal que se apodera de su generación y que era tan típica de una
Lima no peruana, como lo era de aquella Buenos Aires no argentina.
En el caso peruano, el contraste resultaba patético, pues más allá de
la frivolidad limeña se escondía el Perú indígena, que era casi todo
el Perú.
El colega y amigo de Mariátegui y Haya de la Torre (ambos muy
jóvenes), Abraham Valdelomar, asombraba, escandalizaba y com-
placía a la ciudad con su atrevido atuendo de “Lyon”, exhibiendo
con meditada afectación un enorme ópalo en el dedo índice de la
mano derecha, en tanto esgrimía un ostentoso bastón de Malaca.
Valdelomar examinaba con aire despreciativo a los paseantes del
Jirón Unión y sus vestimentas extravagantes intimidaban a los tran-
seúntes tanto como sus quevedos de carey unidos al cuello con una
negligente cinta bicolor.
El resto de la bohemia limeña preconizaba los paraísos artificia-
les, el esteticismo como forma de vida y la literatura aristocrática.
Naturalmente, tales bohemios en su mayor parte pertenecían a la

134
Introducción a la America criolla

modesta clase media de Lima. Pero en el Palais Concert se atiborraban


de sueños, de té inglés o de café de Chanchamayo; no tenían siervos,
pero se sentían los reyes del mundo. Mientas Valdelomar escribía en
su mesa del Palais, se besaba espectacularmente las manos dicien-
do en voz alta: “Beso estas manos que han escrito cosas tan bellas”.
Mariátegui, siguiendo la farsa, le contestaba: “Hacéis bien, conde:
lo merecen”.
Esta frivolidad de la inteligencia limeña en un país trágico, tenía
hondas raíces. Ya Bolívar, que como San Martín había sufrido el cer-
co de esa sociedad oligárquica empapada en sangre indígena, había
definido a Lima con estas palabras: “Oro y esclavos”. Como en casi
todas las capitales de América Latina, el núcleo intelectual soñaba
con Europa. Pretendía huir de la pobreza circundante y de su clase
privada de destino por los fuegos fatuos de la “pose” literaria o por
la expatriación.
En Lima había de todo: se podía ir a los toros, fumar opio, pre-
dicar la causa de Francia o aplaudir la misma noche a una bailarina
suiza en el cementerio bañado por la luna parnasiana: allí estuvo el
joven Mariátegui, mientras un extraviado violinista acompañaba,
crispado, a la danzarina suiza. El escándalo de la ciudad fue enorme.
Los muertos merecían en Lima más consideración que los vivos.
Transcurría la Primera Guerra mundial, con sus horrores. Pero tales
horrores tenían para Lima un carácter abstracto. Allí se vivía una
existencia comparativamente próspera y feliz. La vida era fácil y
dulce para los beneficiarios indirectos de la explotación indígena.
Al fin y al cabo allí derramaban sus consumos los hijos, primos y
sobrinos de los grandes gamonales.
Valdelomar expresaba de algún modo la beatitud y el orgullo
de la ciudad de Pizarro, que no había fundado el inca: “El Perú es
Lima; Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el Palais
Concert”. El aristócrata Riva Agüero, que más tarde gestionará y
obtendrá en España la revalidación de sus pergaminos que lo acre-
ditaban miembro de la nobleza colonial, polemizaba con Mariátegui
sobre la pureza castiza de su prosa. El conde Lemos, seudónimo lite-
rario y mundano de Valdelomar, lanza sobre la ciudad provinciana
aforismos que complacen a las clases altas: “Las almas tienen razas:
hay almas aristocráticas y almas zambas”. A la clase media también
la distingue y percibe en ella a todo el pueblo peruano en una frase
reveladora: “El de universitario es el estado natural del joven perua-
no”. Al campesino cuzqueño, arrodillado sobre la tierra ajena con

135
De Mariátegui a Haya de la Torre

su arado de madera, le habrían sonado extrañas tales palabras de


haber comprendido la lengua española. A Lima llegaban asimismo
las ideas del futurismo de Marinetti y los versos erotomaníacos de
Gabrielle D’Annunzio, el gran poseur. En la revista Colónida, en la
que asoma a la vida intelectual la generación de Mariátegui y hasta
se publican textos de González Prada, se combate el alcoholismo en
nombre del opio y del éter, tóxicos al que algunos colaboradores de
la revista atribuyen virtudes más refinadas que el innoble pisco. El
joven Mariátegui se gana la vida como periodista y escribe poemas
religiosos o místicos.
Pero ya se escuchan temblores de tierra: la Revolución Mexicana
está en marcha; la Revolución Rusa despunta en el rojo horizonte; la
Reforma Universitaria estalla en la Argentina y convoca a la “juven-
tud de América Latina”. Mariátegui comienza a interesarse tanto en
la política peruana, a intervenir desde afuera en las luchas univer-
sitarias y a juzgar de modo tan agudo y áspero la miserable política
oligárquica, que el dictador Leguía prefiere becar a Mariátegui y a
otros jóvenes con análogas propensiones. Lo envía a Europa, donde
permanecerá tres años. De allí regresará otro Mariátegui. Europa
lo había provisto de la estética “d’annunziana” y ahora Europa lo
había despojado de ella. Mariátegui volvía convertido al marxismo.
¿Bolchevique d’annunziano, como dice Heysen? Lo veremos.
Al pisar suelo peruano en 1923 Mariátegui vuelve con su mujer
y su primer hijo. El escepticismo ha quedado atrás: el escritor se
ha convertido en un luchador. Sólo le quedan siete años de vida.
En ese breve lapso fundará la Confederación de Trabajadores del
Perú, la revista Amauta, el Partido Socialista y publicará los Siete
ensayos de interpretación de la realidad peruana. Como se trata de
su obra más significativa, pueden estudiarse en ella las conquistas
fundamentales de Mariátegui en la esfera del conocimiento crítico
de su país y su modo de aplicar el método marxista a la realidad que
estudia. Pero dicho libro proporciona, además, la oportunidad de
examinar las variadas influencias heredadas por Mariátegui de su
pasado esteticista, así como de su frecuentación reciente de Croce y
de los sorelianos. En tercer término, los Siete ensayos encierran parte
de las ideas flotantes en la generación latinoamericana de 1918, la
generación pequeño burguesa de la Reforma Universitaria.
Resulta curioso advertir las observaciones que sobre el destino
industrial del Perú formula Mariátegui: “El industrialismo aparece
todopoderoso. Y, aunque un poco fatigada de mecánica y de artificio,

136
Introducción a la America criolla

la humanidad se declara a ratos más o menos dispuesta a la vuelta


a la naturaleza, nada augura todavía la decadencia de la máquina
y de la manufactura. Las posibilidades de la industria en Lima son
limitadas. No sólo porque, en general, son limitadas en el Perú –país
que por mucho tiempo todavía tiene que contentarse con el rol de
productor de materias primas– sino, de otro lado, porque la forma-
ción de los grandes núcleos industriales tiene también sus leyes…
A causa de las deficiencias de su posición geográfica, de su capital
humano y de su educación técnica, al Perú le está vedado soñar en
convertirse, a breve plazo, en un país manufacturero. Su función en la
economía mundial tiene que ser, por largos años, la de un exportador
de materias primas, géneros alimenticios, etcétera”.
Esta profesión de fe librecambista en el libro juzgado unánime-
mente por la inteligencia peruana como un texto marxista clásico
debe explicarse a la luz de las dificultades que ha sufrido el marxismo
para insertarse en la cultura latinoamericana. No debe pasarse por
alto que en la “Advertencia” de Mariátegui a sus Siete ensayos, res-
pondiendo a la acusación de “europeizante”, defiende su aprendizaje
europeo y agrega: “Creo que no hay salvación para Indoamérica sin
la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales. Sarmiento, que
es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época
un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino”.
Pero el librecambismo de Sarmiento, célebre degollador de gau-
chos y defensor de la hegemonía porteña sobre el interior, no admite
dudas y hasta emplea las mismas palabras que utilizará el marxista
Mariátegui para defender la importación de productos extranjeros,
setenta años antes: “Cultivar la tierra será por mucho tiempo nuestro
recurso industrial de preferencia”. La firmeza con que Mariátegui
abrazaba el pensamiento marxista y asumía la defensa revolucio-
naria del Perú, no admite dudas. Pero tampoco puede soslayarse
el hecho de que la poderosa tradición del pensamiento económico
librecambista de la oligarquía exportadora peruana deja su sello en
las ideas económicas de Mariátegui en ese momento de su evolución
hacia el socialismo.
No resultaba esta actitud tan extraña para su época, pues en
el Río de la Plata las ideas socialistas habían sido introducidas por
el doctor Juan B. Justo, traductor del primer tomo de El Capital y
apasionado defensor del librecambismo. La singularidad del libre-
cambismo predicado por un socialista de un país agrario o minero
semicolonial residía en que pretendía asumir la representación del

137
De Mariátegui a Haya de la Torre

proletariado industrial defendiendo al mismo tiempo una política


económica que tendía a impedir la formación de la clase obrera. He
tratado el tema más detalladamente en otra parte.
La europeización de las ideas en las semicolonias de América
Latina no sólo se ponía de manifiesto en la influencia de todas las
escuelas estéticas del Viejo Mundo en auge, en la hegemonía del
positivismo o en la reacción idealista antipositivista, así como en las
doctrinas económicas de Adam Smith, sino ante todo en la pérdida
de sustancia revolucionaria del pensamiento marxista. Pues el libre-
cambismo en una semicolonia no sólo significaba adoptar el criterio
oligárquico contra la formación de una industria nacional, no sólo
se dirigía contra la burguesía, sino también contra el proletariado,
cuya existencia y expansión amenazaba.
Mariátegui, sin embargo, guardaba una gran distancia del socia-
lismo cosmopolita probritánico cuyas expresiones más característi-
cas fueron el doctor Justo en la Argentina y el doctor Frugoni en el
Uruguay. En los Siete ensayos reaparecen huellas de antiguas afini-
dades: Sorel, Bergson, Croce. Mariátegui intenta sin éxito conciliar
una especie de sincretismo filosófico, una actitud espiritualista con
el materialismo histórico. “Sabemos que una revolución es siempre
religiosa, la palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido.
Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco
importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que
la religión es el opio de los pueblos. El comunismo es esencialmente
religioso”.
Más notable resulta aún encontrar en una cuidadosa lectura crí-
tica de los Siete ensayos claras resonancias racistas, derivadas fuera
de duda del auge positivista en América Latina. José María Ramos
Mejía, Carlos Octavio Bunge y Alcides Arguedas, entre muchos otros,
indagaron el “problema de las razas” como una cuestión cardinal
determinante del atraso o maldición de América Latina. En nuestros
días, el “mestizaje” como supuesto factor histórico, iría a encontrar
su postrer refugio en algunas obras de Ezequiel Martínez Estrada.
Al referirse a la inmigración china en el Perú, escribe Mariátegui:
“El chino... parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo,
la apatía, las taras del Oriente decrépito... el aporte del negro, venido
como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo
aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo.
No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultu-
ra, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su

138
Introducción a la America criolla

barbarie. El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las


diferencias y desigualdades en la evolución de los pueblos se han
ensanchado y enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y
la historia. La inferioridad de las razas de color no es ya uno de los
dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el
relativismo de la hora no es bastante para abolir la inferioridad de
cultura”. Riva Agüero no lo hubiera dicho mejor.
A este respecto Mariátegui invoca como autoridad a Vilfredo
Pareto, lo que ya es bastante decir, sobre todo porque afirma a ren-
glón seguido que es preciso estudiar en los mestizos “su aptitud para
evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social o
el tipo de civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado,
no como una cuestión étnica, sino como cuestión sociológica”.
El examen de los Siete ensayos demuestra que Mariátegui reúne
en dicho libro testimonios de su avance hacia el marxismo. Su hete-
rogeneidad pone de relieve el pasado y el presente del autor; páginas
notables y maduras nos demuestran el inminente Mariátegui a punto
de ser cuando lo detuvo la muerte. Su estilo y su visión interna del
mundo y del Perú surgen a cada paso depurados de los detritus re-
tóricos del “Palais Concert”.

¿BOLCHEVIQUE D’ANNUNZIANO TODAVÍA?


¿Cuáles son las causas de la ruptura de Mariátegui con Haya de la
Torre? ¿Cuáles son las relaciones entre Mariátegui y la Internacional
Comunista? El tema merecerá un estudio particular. El jefe del apris-
mo no había ocultado nunca su resistencia a comprometerse con el
marxismo al que la Revolución Rusa y la Internacional Comunista
de los tiempos de Lenin y Trotsky habían impuesto su sello. Su de-
claración en un banquete de Londres acerca de que el APRA era en
el Perú algo análogo al Kuo-Ming Tang chino, era la doctrina oficial
de los grupos apristas.
La tesis de Haya, con la que Mariátegui rompió, era la siguiente:

1ª El imperialismo que en los países avanzados es la última etapa


del capitalismo, resulta ser la primera en los países atrasados.
En otras palabras, reviste un papel progresivo, al despertar las
dormidas fuerzas productivas.

139
De Mariátegui a Haya de la Torre

2ª Como en los países latinoamericanos, precisamente por su escaso


desarrollo histórico, la clase obrera o no existe o es insignifi-
cante, no corresponde fundar un partido “de clase” sino formar
un “Frente de trabajadores manuales e intelectuales”, integrado
por varias clases, para realizar la revolución antiimperialista.
Esta revolución será la primera etapa de una larga evolución
que al crear las condiciones materiales para la aparición de un
proletariado y de una industria permitirá pasar en el futuro a la
sociedad socialista.

Haya de la Torre desarrolló estos puntos de vista, a nuestro juicio


profundamente erróneos, como parte de un notable esfuerzo para
repensar América Latina como un todo. Nunca la pequeña burguesía
latinoamericana se había elevado tan alta para apreciar el presente
y futuro de América Latina como un “bloque nacional” y no, según
lo tenían y tienen por costumbre los patriotas parroquiales y los
izquierdistas cipayos posteriores, como un revoltijo turbulento de
repúblicas bananeras, endemoniadamente distintas y opuestas las
unas con las otras.
Con Haya de la Torre retorna el pensamiento bolivariano, lige-
ramente marxistizado (puesto que, a la manera de los mencheviques
rusos, Haya, como un “deus ex machina” otorgaba a cada clase social
y a cada régimen social su papel en el vasto proceso de la historia
universal e indicaba ceremonialmente el momento de la entrada a
la escena de cada uno).
La política stalinista posterior a 1930 va a sembrar la desola-
ción en América Latina. La muerte de Mariátegui, de una parte, y
la expansión y arraigo de masas del aprismo, por el otro, permi-
tirán a Haya de la Torre por un tiempo ocupar toda la escena. En
apariencia, no había en el Perú otro camino que el que ofrecía un
gran caudillo nacionalista socializante, puesto que las tácticas
espasmódicas del stalinismo obedecían únicamente a los cambios
de frente de la diplomacia soviética, como en los restantes grupos
stalinistas del mundo.
En definitiva, Mariátegui, poco antes de morir, había roto con el
aprismo y con el stalinismo por las siguientes razones:

1. Su ruptura con el aprismo obedecía a la renuncia de Haya de la


Torre a concebir a la clase obrera como a la clase dirigente de la
revolución nacional latinoamericana.

140
Introducción a la America criolla

2. Su ruptura con el stalinismo en la Conferencia de Montevideo


(de 1929) se produjo a causa de la resolución imperativa de dicha
conferencia para luchar en el Perú por el establecimiento de las
Repúblicas Quechua y Aymará como Estados independientes.
De ese modo, los burócratas stalinistas concebían la cuestión
indígena peruana como una cuestión nacional. Los “delegados
de la Internacional” pretendían aplicar al Perú semicolonial la
consigna leninista de la autodeterminación. Pero al revés de lo
que sucedió en el imperio zarista, donde Lenin planteaba a los
pueblos oprimidos por el yugo gran-ruso el “derecho a separar-
se”, en América Latina la consigna debe expresar el “derecho a
unirse”, puesto que ya el imperialismo se reservó el de dividirnos.
Mariátegui, con acierto, consideraba que ese problema estaba
absorbido por la cuestión agraria. Lejos de comprender que la
cuestión nacional del Perú consistía en integrarse con el resto
de los Estados latinoamericanos para formar la Nación latinoa-
mericana inconclusa, el stalinismo propendía a fragmentar más
todavía a América Latina, agregándole dos nuevos países a la
abundante floresta institucional de la balcanización.

Mariátegui no asistió a dicha Conferencia latinoamericana. Ya


estaba muy enfermo. Envió para su discusión un documento titulado
“Punto de vista antiimperialista”, que no fue aprobado. Consideremos
las ideas básicas del documento:

a) Se declaraba partidario de una “absoluta independencia frente


a la idea de un partido nacional-burgués y demagógico”.
b) “La revolución latinoamericana será nada más y nada menos
que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y
puramente la revolución socialista”.
c) “Ni la burguesía ni la pequeño burguesía en el poder pueden
hacer una política antiimperialista. Tenemos la experiencia de
México, donde la pequeño burguesía ha acabado por pactar con
el imperialismo yanqui”.
d) “Somos antiimperialistas porque somos marxistas, porque somos
revolucionarios, porque oponemos al capitalismo el socialismo
como sistema antagónico llamado a sucederlo”.

Como está a la vista, Mariátegui rechaza el carácter nacional y


democrático de la revolución latinoamericana: ella es “socialista”.

141
De Mariátegui a Haya de la Torre

Si tuviera ese carácter, los Siete ensayos, en particular la cuestión


del indio y la cuestión de la tierra, no podrían haber sido escritos.
Una revolución de contenido socialista supone que ya el capitalis-
mo ha desarrollado ampliamente todos los requisitos técnicos y
productivos de su régimen social. Ahora bien, ni el Perú ni América
Latina han sufrido hasta hoy por exceso de capitalismo sino por su
escasez. Este hecho es el que determina su carácter nacional (porque
América Latina es una Nación fragmentada) y democrático (porque la
inexistencia o debilidad de su burguesía no han permitido eliminar
las formaciones precapitalistas o parasitarias que se oponen a su
crecimiento económico-social).
Suprimir verbalmente las tareas nacionales y democráticas
que exhibe la realidad social de América Latina significa eliminarse
políticamente de las grandes batallas que se libran para realizarlas.
Generalmente esto conduce a consolidar la hegemonía de jefes o
clases no proletarias en la dirección de los movimientos nacionales
que se forman en las colonias o semicolonias. El papel de los grupos
ultraizquierdistas que contemporáneamente sustenta puntos de vista
semejantes es demasiado elocuente para comentarlo.
En cuanto a la afirmación b) de Mariátegui de que ni la burguesía
ni la pequeño burguesía pueden hacer una política antiimperialista,
fundada “en la experiencia de México”, no resiste el menor análi-
sis. Justamente en México, sólo cinco años más tarde, el general
Cárdenas iniciaba la etapa más profunda de la revolución mexicana,
distribuía tierras de los terratenientes, nacionalizaba el petróleo y
los ferrocarriles de los imperialistas y atraía sobre sí el boicot de las
grandes potencias.
Fuera de México, tal juicio de Mariátegui (que ha hecho fortuna
en toda América Latina, sobre todo en las microsectas universitarias
y entre la izquierda académica biempensante del género de Gunder
Frank, Dos Santos y análogos) pondría fuera de la historia al grupo
pequeño burgués democrático jacobino encabezado por Fidel Castro
desde 1953, que luego se transformó en nacionalista y más tarde,
desde el gobierno, en socialista. En materia de actos antiimperialis-
tas realizados desde fuera del gobierno por movimientos nacionales
populares, de contenido económico social burgués y socializante,
citaremos a Busch, Villarroel, Perón, Vargas, Paz Estensoro (en su pri-
mer gobierno), el coronel Caamaño, Juan Bosch y el general Velasco
Alvarado. Este último, en el Perú, ha emancipado a los indios des-
pués de (aproximadamente) un milenio de una condición servil que

142
Introducción a la America criolla

provenía de la consolidación del Imperio Incaico, hasta la succión


española, la era Republicana y llegaba a nuestros días.
Todas las personas mencionadas pertenecen a la pequeño
burguesía o burguesía nacional, sea por sus ideas políticas o por su
posición social, y todos ellos han entrado a la historia de las luchas
sociales de América Latina porque expresaron o expresan las espe-
ranzas de millones. Si la historia latinoamericana debiera esperar a
que sólo la “revolución socialista” –sin discutir qué significado mucha
gente le atribuye a esta expresión– llegara nimbada de aurora para
que un indio peruano deje de arrodillarse ante el gamonal o para que
un pongo boliviano pueda votar y disponer de un pedazo de tierra,
entonces deberíamos aguardar a que los grandes países capitalis-
tas modelos realizaran una revolución que aún no se observa en el
horizonte y luego, como aspiraba hace 70 años la socialdemocracia
europea, extendiera su bondad marxista hacia las tierras bárbaras.
Puesto que, para decirlo una vez más y de una manera diferen-
te, las masas no proletarias de un país pobre y atrasado no pueden
percibir el significado del socialismo, que es la doctrina de la clase
obrera industrial, si el reducido proletariado de ese país semicolonial
no se dirige a ellas reivindicando lo que para ellas constituye su as-
piración profunda: esto es, liquidación del gamonal, incorporación
del indio a la civilización, nacionalización de las grandes industrias
y propiedades imperialistas, democracia política, protección credi-
ticia, alfabetización, planificación, protección de la pequeña y me-
diana propiedad y apoyo a los comerciantes, capitalistas pequeños
y medianos.
Ahora bien, tales consignas no son socialistas, pero si las esgrime
y las aplica el partido revolucionario socialista grandes masas de
la población lo sostendrán en su lucha para abrir el camino a tales
partidos y depositarán su confianza en los líderes civiles o militares,
burgueses o pequeño burgueses, ateos o tomistas, de izquierda o de
derecha, que respondan a sus aspiraciones. Si Ho-Chi-Min o Mao
hubieran formulado un programa puramente socialista a sus pueblos,
hoy vivirían en Hong Kong o en París.
Por su parte, nadie ignora que entregar la tierra a los campe-
sinos, como lo hizo Lenin en 1917, no es precisamente una medida
socialista, sino burguesa. Si los bolcheviques hubieran planteado
a los campesinos colectivizar sus tierras, al poco tiempo hubieran
pasado el resto de sus días en Ginebra estudiando estadísticas. Lo
mismo puede decirse de Fidel.

143
De Mariátegui a Haya de la Torre

En el apartado d) Mariátegui afirmaba: “Somos antiimperialistas


porque somos marxistas. Porque oponemos al capitalismo el socialis-
mo como sistema antagónico llamado a sucederlo”. Cada palabra es un
error. Si sólo los marxistas son antiimperialistas y si los marxistas, en
su lucha antiimperialista, oponen al capitalismo el sistema socialista,
es que dichos marxistas carecen de porvenir en la revolución que pre-
conizan. El antiimperialismo es una acción política que se desarrolla
en un país colonial o semicolonial. Los países coloniales o semicolo-
niales se designan como tales precisamente porque el imperialismo
y las oligarquías internas le han impedido crecer, esto es, llegar al
capitalismo plenamente. Si los países coloniales y semicoloniales
más o menos típicos (América Latina, Medio Oriente, África) hubieran
desarrollado un poderoso sistema capitalista nacional, no hubieran
sido considerados como países atrasados y en consecuencia, no es
pertinente oponer a un capitalismo subdesarrollado un socialismo
que corresponde a un país avanzado.
En los países históricamente rezagados, por el contrario, la lucha
antiimperialista, tal cual la describe Lenin, consiste justamente en
que no se trata de una lucha anticapitalista. Pues la acción antiim-
perialista supone la confluencia de varias clases sociales. Este tipo
de lucha adquiere forzosamente un contenido nacional, ya que el
imperialismo es extranjero además de expoliador. La lucha antica-
pitalista, en cambio, puede suponer un ataque contra capitalistas
nativos. Esa circunstancia disminuye peligrosamente el poder de la
lucha nacional, que también se integra con capitalistas de las más
diversas categorías. Por esa razón, Lenin sostenía que para los paí-
ses atrasados correspondía promover la formación del Frente Único
Antiimperialista (o Frente Nacional). Para los países avanzados,
sostenía la formación del Frente Único Proletario.
Si algún marxista deseara proponer en Inglaterra el Frente
Nacional, sería un perfecto reaccionario, como lo son los laboristas,
ya que las tareas nacionales de la revolución inglesa las realizó en
el siglo XVII Oliverio Cromwell. Hoy sólo puede plantearse en Gran
Bretaña la lucha directa por el socialismo. Por el contrario, si algún
marxista propusiese en un país atrasado la integración de un Frente
Único Proletario, sería el paradigma del sectario. Su desconocimiento
de las particularidades nacionales de un país atrasado sería castigado
con el aislamiento a que lo reducirían las masas.
El “Frente Único Proletario”, planteado en el Perú, por ejemplo,
llenaría de placer al imperialismo, pues dividiría a la clase obrera

144
Introducción a la America criolla

(minoritaria) del océano campesino. La coincidencia entre imperia-


lismo e izquierda ultracipaya ha llegado a ser un fenómeno corriente
en América Latina. En su último escrito programático conocido,
Mariátegui incurre en los errores que hemos mencionado. Entonces
¿bolchevique d’annunziano en definitiva? No nos apresuremos.
Consideremos ahora a Haya de la Torre. Su tesis acerca de que el
imperialismo constituye un factor progresivo en su primera etapa de
contacto con los países coloniales o semicoloniales, llevaba en ger-
men la capitulación de 1940. El antiimperialista de 1931 descubriría
en Franklin Roosevelt inéditas virtudes. Ante la guerra imperialista,
Haya trocaría su antiimperialismo por el antifascismo. Se declaró
dispuesto a colaborar con las democracias, que eran preferibles a
los totalitarismos. El enorme edificio teórico y político se derrumbó
ante la prueba de los hechos.
El más grande movimiento que había aportado a la historia lati-
noamericana la Reforma Universitaria se arrodillaba ante el Moloch
del Norte y abjuraba de su programa. Nadie, realmente, podía vol-
ver a confiar en la pequeño burguesía peruana aprista que había
ambicionado encabezar el Frente Antiimperialista, rechazando al
mismo tiempo la hegemonía del pensamiento socialista. Es cierto
que el aprismo había organizado a grandes masas populares del Perú
mestizo y que había introducido en la acción política y sindical a
la clase obrera, a los artesanos, a los agricultores capitalistas, a los
marginales. Había pensado al Perú y el Perú había terminado por
digerir al APRA. Pero el peligro que el aprismo representaba era tan
enorme, y la banda de vampiros aristocráticos de la costa tan infame,
que durante treinta años lograron mantener su alianza con el Ejército
y perseguir, calumniar y proscribir a Haya de la Torre.
Finalmente, lograron vencerlo al introducir en el espíritu del jefe
aprista la convicción de que su triunfo como revolucionario nacio-
nalista era imposible. La oligarquía, en su extrema dureza, ablandó
al Haya de 1931 y le permitió participar lateralmente del poder, del
parlamento, de las municipalidades, de los ministerios. El APRA se
convirtió en el guardián de la lucha contra el comunismo. Llegó a ser
el partido de los denunciadores de la guerrilla y de los acusadores
de las acciones armadas.
Si en algún país latinoamericano la pequeño burguesía se había
elevado a las más altas perspectivas políticas y organizativas como
clase y había visto frustradas más amargamente sus esperanzas y
las esperanzas de una generación, ese país era Perú. Aquella clase

145
De Mariátegui a Haya de la Torre

media que en Perú, como en el resto de América Latina, se había


formado y había relativamente prosperado gracias a la penetración
del capital extranjero, esa pequeño burguesía profesional, universi-
taria y comerciante o intermediaria, que era “democrática” porque
el imperialismo era “democrático” se identificó durante largos años
con el APRA.
Ahora, que el gobierno militar de Velasco Alvarado realiza gran
parte del programa del APRA sin el APRA. Ahora que comienza la
transformación de la sociedad peruana que de algún modo le había
hecho un lugar mediocre, pero seguro, a la clase media; justamente
ahora sus hijos combaten en la universidad al Ejército que liberó a
los indios. Naturalmente que lo hacen con la palabrería de “izquier-
da” que en América Latina se emplea para combatir a los gobiernos
nacionalistas que suscitan problemas al imperialismo.
Toda la concepción aprista de la revolución latinoamericana
giraba alrededor de la idea de que el imperialismo, de alguna forma,
aparecía como el introductor de la “revolución técnica”, es decir, del
capitalismo. Pero la renuncia teórica expresa de Haya de la Torre a
luchar por el socialismo mediante la movilización de las masas con
consignas patrióticas, llevó a su movimiento a un callejón sin sali-
da. En cierto modo, quedó al margen de la historia viva, como las
tesis de Mariátegui. Se equivocaba Heysen al designar a Mariátegui
como “bolchevique d’annunziano”. En realidad, Mariátegui venía de
D’Annunzio y marchaba hacia Marx. En cambio, su antiguo amigo y
compañero Haya de la Torre provenía de Marx y concluyó junto a
Franklin Roosevelt. Considerarlo como “bolchevique d’annunziano”
era una cruel injusticia cometida hacia Mariátegui. Pero el “menche-
vismo rooseveltiano” era una incuestionable verdad.
La disociación entre un socialismo como el de Mariátegui, que no
concebía a América Latina como una nación inconclusa y el nacio-
nalismo de Haya, que rechazaba el papel dirigente de la clase obrera
en la revolución nacional unificadora de la Patria Grande, fue una
evidencia trágica de la inmadurez histórica de los latinoamericanos
en el primer tercio del siglo XX. Si se fusionara a ambos, brotaría de
ellos un socialismo criollo rebosante de originalidad.

Setiembre de 1973.

146
LORD PONSONBY Y LA INVENCIÓN DEL
URUGUAY

El libro de Luis Alberto Herrera sobre la “Misión Ponsonby”


reviste un doble interés. En primer término, exhibe una impresio-
nante cantidad de documentos copiados en el archivo de Foreign
Office de Londres, de los que brota elocuentemente el papel decisivo
desempeñado por la diplomacia inglesa, en especial por Canning y
Ponsonby, en la creación del Uruguay como Estado independiente.
En segundo lugar, la obra arroja una luz peculiar sobre la historia de
las ideas políticas en la sociedad uruguaya y, sobre todo, acerca del
pensamiento de un célebre caudillo político de la tierra purpúrea,
Luis Alberto Herrera.
Durante varias décadas, hasta su muerte en 1959, Herrera fue la
figura central del viejo Partido Nacional o Blanco. Su autoridad en
dicho movimiento, que participó varias veces en el gobierno de su
país, sin lograr triunfar electoralmente nunca, salvo en el último año
de la vida de Herrera, fue inmensa. Era un hombre de vasta ilustra-
ción histórica y un astuto jefe político a la criolla. Había montado
a caballo en su juventud en las guerras civiles junto al legendario
Aparicio Saravia y remontando caballadas en las estancias próximas
a la frontera en medio de un remolino de lanzas, pero también había
almorzado pulcramente en el Palacio de Buckingham con el rey Jorge
V de Gran Bretaña (y emperador de la India).
Herrera era el prototipo del gauchi-doctor, característico de
las pampas regadas por el Plata en una época desaparecida para
siempre. Había iniciado el revisionismo histórico en su país con el
drama del 65, donde examina la política del mitrismo porteño y el
aniquilamiento del Paraguay. En la guerra del Chaco militó en las
filas del ejército paraguayo, pues creía en la unidad de destino de

147
Lord Ponsonby y la invención del Uruguay

paraguayos y orientales y temía una nueva catástrofe sobre la tierra


de Solano López.
Durante la Segunda Guerra imperialista de 1939-1945, la mayoría
de la clase media del Uruguay prestaba su apoyo a la causa de los
aliados anglo-franco-yanquis y deseaba intervenir en algún modo
en el conflicto. Herrera defendió tenazmente la neutralidad. Sus ad-
versarios, incluidos los comunistas, lo acusaron de “nazi” y pidieron
la cárcel para él. Se opuso igualmente a la instalación de bases mili-
tares extranjeras en el Río de la Plata, negó su concurso al gobierno
en 1950 para enviar tropas uruguayas a la guerra de Corea, como lo
exigía el gobierno de los Estados Unidos, y fue el único y declarado
amigo de Perón en un Uruguay liberal, democrático y antiperonista
durante la década 1945-1955.
¿Cómo se explica, entonces, que este libro constituya la más
asombrosa apología al imperio británico que se haya escrito jamás
fuera de Inglaterra? Para colmo, este himno en prosa al genio político
de Canning lo escribe un oriental en recordación del papel jugado por
Ponsonby en la creación de la República del Uruguay, lo que equi-
vale a decir que se trata de un homenaje escrito a la fragmentación
de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esta feroz paradoja sólo
puede ser descifrada a la luz de la evolución sufrida por la sociedad
uruguaya desde la conclusión de las guerras civiles.
Cuando Herrera se incorpora a la vida política de su país en la
década del 90, la sombra de Artigas comienza a corporizarse. Había
sido arrojado a un abismo de olvido después de la derrota a manos
de los porteños y del portugués; pero después de hundirse su pro-
yecto de una Nación sudamericana, federando las provincias, una de
ellas se erigía en Nación y transformaba al unificador olvidado en su
héroe de bronce. Herrera forma sus ideas en una Banda Oriental que
desde hace medio siglo se llama Uruguay. Es un país fundado con la
garantía británica, que disfruta de una economía agraria floreciente
incrustada en el sistema mundial de Gran Bretaña. A semejanza de la
Argentina, Uruguay empieza a desarrollarse como una gran planta
fabril de productos cárneos, que abastece sin competidores los mer-
cados europeos, gracias a los bajos costos derivados de la fertilidad
natural de las mejores tierras del mundo.
Separado por Canning de las viejas Provincias Unidas del Río
de la Plata, poseedor de una gran pradera, de una hermosa capital y
de un excelente puerto de profanidad natural, el Uruguay se cons-
tituye en un país que prospera gracias a las ventajas climáticas, a

148
Introducción a la America criolla

una población reducida y a la protección de la gran amiga británi-


ca. Mientras América Latina esclavizada se consume en el hambre,
el Uruguay se revela como un notable ejemplo de instituciones
democráticas, con su apacible Capitolio Blanco, una especie de
Westminster criollo que funciona sin sobresaltos y donde los ora-
dores no cargan pistolas.
La relación estructural entre el intercambio de lanas, carnes,
cueros y cereales y la importación de artículos industriales está
respaldada por una renta agraria que permite a un millón de orien-
tales gozar del nivel de vida de una ciudad europea, sin salir de la
condición de una República compuesta de pastores y burócratas.
Aunque esa rara felicidad depende de las carnes rojas, se explica la
satisfacción reinante en el Uruguay por cuanto semejante estado se
prolonga desde comienzos de siglo hasta iniciarse la década del 60.
Su fase culminante se puede situar entre 1904 y 1930, entre la muerte
de Aparicio y la crisis mundial.
Pero como un régimen de producción determinado engendra una
sociedad de rasgos específicos, el Uruguay, nacido de una pradera
abundante, ofreció a la mirada de América Latina fenómenos que
jamás pudieron reproducir los enfermizos Estados latinoamericanos,
salvo en los textos vacíos de sus admirables constituciones; una
gran clase media propietaria de viviendas confortables; un régimen
provisional de retiros sin paralelos (una sola persona podía llegar a
acumular hasta tres o cuatro jubilaciones: había jubilados de 40 años);
una clase obrera pequeña y relativamente bien remunerada; el mejor
índice de escolaridad de América Latina; la más baja proporción de
nacimientos; el más bajo índice de mortalidad; irrestrictas libertades
públicas, un partido socialista librecambista y un partido comunista
admirador a la vez de Stalin, de Batlle y de Franklin Roosevelt.
Muchos liberales extasiados emitieron la opinión de que tales
maravillas eran el resultado del buen funcionamiento de las ins-
tituciones parlamentarias, que a su vez permitía la prosperidad.
Jauretche señaló marxísticamente (¡quién lo diría!) que, por el con-
trario, si las instituciones democráticas funcionaban bien esto se
explicaba por la prosperidad. Jóvenes jubilados, una rica y refinada
literatura, profusión de becados por el Consejo de Cultura Británica
o por el Departamento de Estado que se lanzaban a conocer el mun-
do, abundancia de alimentos y de libros, prensa de izquierda para
satisfacer a un público ávido de información sobre las revoluciones
lejanas, protección a las madres solteras, a los niños y ancianos, ley

149
Lord Ponsonby y la invención del Uruguay

de divorcio, ferrocarriles y servicios públicos nacionalizados (hasta


el expendio de leche), mutualización generalizada de la medicina,
ese admirable Uruguay se enfrentaba pacíficamente cada cuatro
años, en fecha electoral.
Los dos partidos históricos, el Colorado y el Blanco, llegaron a
sellar un pacto bastante simbólico de semejante sociedad: el partido
triunfador se reservaba el 60% de los cargos públicos; y el derrota-
do, disponía del 40% restante. A este convenio equitativo, la prensa
uruguaya designaba risueñamente como “el reparto de las achuras”.
En ese Uruguay británico surgido de la balcanización de América
Latina y, de algún modo, beneficiario de dicha balcanización, se
formó Herrera. En procura de alguna justificación histórica escribió
La Misión Ponsonby. Del presente libro, se desprende lo siguiente:
Artigas no fundó el Uruguay; lo fundó Ponsonby. El Protector de los
Pueblos Libres se había propuesto construir una gran federación
de provincias con un gobierno central. Ponsonby, en nombre del
imperio, dijo a Roxas y Patrón: “El gobierno inglés no ha traído a
América a la familia real de Portugal para abandonarla. Y la Europa
no consentirá jamás que dos Estados, el Brasil y la Argentina, sean
dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sur,
desde más allá del Ecuador hasta el cabo de Hornos”.
La vida de Herrera conoce tres etapas fundamentales: su juven-
tud, que transcurre en los últimos años de la estancia criolla y del
enfrentamiento declinante entre ese mundo arcaico y los nuevos
intereses urbano-rurales ligados a la época exportadora encarnada
por Batlle y Ordoñez. En la segunda etapa de su existencia, el Uruguay
conoce un bienestar y una lozanía económica y social sin preceden-
tes. Es el período en que Herrera compone La Misión Ponsonby. En la
tercera, que es la de su vejez, luego de la prueba de la Segunda Guerra
mundial y del crepúsculo del Imperio Británico, que a duras penas
puede garantizarse a sí mismo y mucho menos estaba en condiciones
de garantizar al Uruguay, Herrera va cambiando radicalmente los
puntos de vista que expone en La Misión Ponsonby.
El Uruguay posterior a 1945 aún se mantiene en pie, goza todavía
serenamente del premio a su insularidad, pero ya se insinúan en el
horizonte los relámpagos de una crisis irresistible. Herrera advierte la
significación de los nuevos tiempos. Daré aquí un testimonio perso-
nal, que excusará el lector. Conocí a Herrera en 1950, en Montevideo.
Me sorprendió su simpatía y declarada estima por mi libro América
Latina: Un país, que el diputado peronista de origen conservador

150
Introducción a la America criolla

José Emilio Visca acababa de secuestrar en la Argentina. En dicho


libro me permitía designar al Uruguay como la “Gibraltar en el Río de
la Plata”. Afirmaba categóricamente mi convicción de que Canning
había intervenido en nuestro río padre para debilitarnos y para for-
talecerse. Al darme un abrazo, el viejo caudillo me dijo: “Cuidado mi
amigo con sus verdades, que lo van a colgar”.
Sentí, en ese momento, que Herrera era otro y que el autor de
La Misión Ponsonby había dejado de existir en 1930. No hay nada de
extraordinario en ese cambio. El Uruguay se precipitaba hacia una
crisis irrevocable, y los jóvenes ilustrados de buena familia que se
habían iniciado en las filas del Partido Socialista intemporal y asép-
tico fundarían más tarde el movimiento de los Tupamaros. Buscaban
oscura y heroicamente las huellas perdidas de una vieja historia ol-
vidada. Eran los rastros de Artigas que montaba de nuevo a caballo
y se disponía a romper en pedazos los tratados de Ponsonby.
En aquel 1928 en que Herrera reúne en Londres los documentos
que luego publicaría, cada uruguayo (y Herrera, con su intuición de
historiador y de político) advertía que la paz interna y el nivel de
vida de la Banda Oriental, eran una verdadera bendición, un nirva-
na único y deseable. Nadie quería renunciar a él. Ángel Floro Costa
había titulado un libro sobre el Uruguay precisamente así: Nirvana.
Ni en el Uruguay de 1928 ni en la Argentina de la misma época, po-
día encontrarse un solo “antiimperialista inglés”. En el mejor de los
casos había una legión de “anti yanquis” que protestaban por las
tropelías norteamericanas en el Caribe. Pero Raúl Scalabrini Ortiz
era impensable en 1928 en ambas márgenes.
De algún modo había una conformidad general implícita en el
hecho de que las relaciones con Gran Bretaña eran tan normales
como podían serlo. Faltaba la perspectiva histórica para descubrir
que habían sido relaciones óptimas, si se tiene en cuenta que los in-
gleses, en otras partes del mundo, habían empleado la brigada ligera
para asumir su control directo en las regiones rebeldes. Justamente
Scalabrini Ortiz encuentra después de 1930, en la lectura de La Misión
Ponsonby, las pruebas de que Inglaterra era la autora de la segrega-
ción del Uruguay. Antes de esa fecha, el gran escritor argentino se
consagraba a la literatura.
Destruido el mito del patrón oro y la ciega seguridad de las colo-
nias, el sector más militante de la pequeña burguesía argentina, pro-
cedente del radicalismo (FORJA), se lanza, con Jauretche y Scalabrini
Ortiz, a la búsqueda de los orígenes. Se encontrarán con La Misión

151
Lord Ponsonby y la invención del Uruguay

Ponsonby. Pero también la apología de Herrera se trueca por obra


de la bancarrota mundial y del papel que en dicha bancarrota juega
Gran Bretaña, en la prueba para condenarla. El mismo libro servía,
año 1930 por medio, para dos tareas opuestas.
Es muy singular que Artigas, al enterarse por boca de los amigos
que van a buscarlo al Paraguay para que regrese, que se ha escrito en
la Banda Oriental una constitución y fundado una República, rehúse
volver con estas palabras: “Ya no tengo patria”. Su patria era más
grande. En 1928, Herrera dedicó el libro que glorificaba a Ponsonby
de este modo: “A mi patria”. Treinta años más tarde, los estancieros,
importadores, industriales y banqueros que había engendrado la
insularidad, y que se aprovecharon de ella, conducían al despreo-
cupado Uruguay de la era británica a la dictadura militar. Ponsonby
realmente había muerto y Artigas estaba más vivo que nunca.

152
140 MILLONES DE LATINOAMERICANOS
BUSCAN UN PAÍS

La economía de América Latina no puede desvincularse de su


historia. Hay que descubrir América de nuevo, pero no en el espacio
sino en el tiempo. Estamos en presencia de una economía ficticia
desfigurada por los acontecimientos históricos. Y la historia que los
narra participa del género de la leyenda. Si la realidad necesita ser
modificada, una nueva visión debe preceder a los actos.
La emancipación política del continente fue heredera de un
sistema de Estados —los virreinatos— que incluían para la dirección
monárquica a la actual América Latina. La decadencia del Imperio
español incidió en sus colonias americanas, produciendo un fenó-
meno económico que hemos estudiado en nuestro libro América
Latina: un país. Ese proceso tuvo rasgos originales.
La ruina industrial de España cerró el camino para que la mo-
narquía cubriese las necesidades de consumo de sus posesiones
coloniales, a la inversa de Gran Bretaña, que ascendía a la cima de
las potencias coloniales sobre la base de su preeminencia producti-
va. Si un miembro de las clases criollas acomodadas quería adquirir
un traje en España durante el siglo XVIII, le era preciso esperar de
cinco a seis años, y pagar altos precios. Este pequeño ejemplo ilustra
significativamente un aspecto de la cuestión. La compleja y deta-
llada legislación del Consejo de Indias, a pesar de sus disposiciones
monopolistas, no podía soslayar ni anular las férreas exigencias del
mercado latinoamericano, así como la virtual impotencia de España.
La patria de Carlos V fue un imperio guerrero, pero los ingleses
erigieron un imperio industrial, así como los holandeses fueron
capitanes del comercio. Esa decrepitud de España determinó auto-
máticamente la creación irresistible de una industria regional en el

153
140 millones de latinoamericanos buscan un país

interior del nuevo continente. Sus características variaron, según


las zonas, de una industria doméstica a formas artesanales o ma-
nufactureras más desarrolladas. De este modo lograron ocupación
y fisonomía social grandes núcleos humanos: en la industria, en el
comercio interior, en el transporte.

DE LA EMANCIPACIÓN A LAS GUERRAS CIVILES


En una palabra, el crepúsculo económico de España originó
cierto grado de evolución productiva en América Latina. Al mismo
tiempo, cristalizaban a lo largo de los litorales atlánticos nuevas
clases de explotadores criollos, que veían en el comercio libre la
salida para su propio desarrollo. Los terratenientes y ganaderos
americanos encontraban la llave de su expansión en el mercado
externo. La clase media criolla —profesionales oscuros, oficiales sin
carrera, doctores seducidos por Rousseau— fue el equipo político
de las “clases sólidas”.
Por su parte, las masas artesanales e industriales, con todo su
primitivismo, disfrutaban en su actividad bajo la displicencia real
una libertad de hecho, compartida por los gauchos o los llaneros,
cuyo derecho a carnear ganado cimarrón no era coartado por nadie.
La emancipación política de España transformó toda la situación.
Gran Bretaña jugó un papel decisivo en este movimiento. En realidad,
fue su artífice.
Pero los resultados económicos no se hicieron esperar. Toda la
industria regional fue arrasada por los artículos a bajo costo impor-
tados para substituir a la producción local. Los ganaderos, ligados a
Europa, establecieron precios determinados para la carne. Carnear
un novillo se consideró un delito común, sujeto a severo castigo.
Contra el movimiento emancipador se levantaron grandes masas de
gauchos y artesanos en la mayor parte del continente. Sus caudillos
patriarcales y feroces dieron una respuesta sangrienta al nuevo sta-
tus. Así estallaron las guerras civiles.
La inferioridad económica provocada por la independencia
política y el librecambismo inherente permitió a las potencias euro-
peas interesadas labrar su obra magna: la balcanización de América
Latina. Sería imposible en pocas líneas sustanciar los incidentes de
esa dispersión. Bastaría decir que la condición semicolonial sufrida
durante un siglo y medio por el continente hubiera sido imposible

154
Introducción a la America criolla

con el triunfo del Congreso de Panamá convocado por Bolívar en 1826.


El surgimiento de veinte repúblicas arrasó con un absurdo históri-
co y una realidad económica la dependencia latinoamericana. Esa
subordinación preparó el camino al imperialismo contemporáneo.

LOS PROBLEMAS DE LA UNIFICACIÓN


Para un examen estricto resulta imposible aislar artificialmen-
te el panorama objetivo de veinte repúblicas que cuentan con una
geografía económica coherente.
El primer problema que se presenta es la existencia de un
mercado potencial de 140 millones de personas. No se trata de una
violenta abstracción. Un mercado interno supone una nación, pero
su prerrequisito indispensable es un idioma, verdadero sistema de
vasos comunicantes para la libre circulación de mercancías. Hubo
casos en que la nación no estaba constituida y, sin embargo, el me-
canismo económico funcionaba en el plano nacional. Los ejemplos
más típicos son ofrecidos por Estados Unidos, antes de la Guerra
de Secesión, y por Alemania, antes de su unificación por Bismarck.
América Latina se distingue desde otro ángulo. El actual sistema
de Estados provinciales ha llegado a convertirse en un obstáculo
formidable para la vigencia de un Zollverein y por consiguiente para
una diversificación racional de sus fuerzas productivas. Los Estados
latinoamericanos son básicamente monocultivadores. Ese es el re-
sultado de que las grandes potencias europeas desarrollaran en su
propio interés determinadas ramas de producción (casi siempre en su
industria extractiva o en su economía agrícola) y las convirtieran en su
único rubro exportable, lo mismo que en su principal fuente de divisas.
Algunos Estados pudieron expandirse de esa unilateralidad
por ciertas circunstancias geográficas y sobre todo por las grandes
crisis del imperialismo (1914, 1929 y 1939) que expandieron involun-
tariamente su industria: ese fue el caso de Argentina, Brasil, Chile y
México. Los Estados restantes no tuvieron más remedio que seguir
excluídos de la economía moderna, con una economía contradicto-
ria en la que se combinaron los últimos adelantos técnicos con las
formas más primitivas de la producción precolombina: Perú, Bolivia,
Guatemala.
El panorama derivado es conocido por todo el mundo: sub-
consumo alimenticio, degradación cultural, asfixia y crisis crónica

155
140 millones de latinoamericanos buscan un país

de la industria ligera, alto costo de la vida, dependencia política.


Simultáneamente los países latinoamericanos se enfrentan con el
cáncer del atraso agrario. La clase terrateniente, aliada del capital
extranjero, se erige como un dique económico para impedir la crea-
ción de un mercado interno con fuerza adquisitiva.
Como una excepción en esta esfera se destaca la Argentina, que
ha resuelto básicamente desde el punto de vista burgués su proble-
ma agrario y que por la proporción de propietarios productores que
constituyen su clase media rural posee en gran parte una estructura
agraria moderna. Para la Argentina se plantean en este orden tareas
directamente socialistas. Pero el problema que debe enfrentar este
país en su próximo futuro es el de la expansión de su industria hacia
el resto de Latinoamérica, ya que la población argentina resultará
insuficiente en cierto momento para absorber el volumen de su
producción industrial.
La organización de una industria pesada dentro de los límites
argentinos no tiene viabilidad, no sólo por la escasez y excentricidad
de sus fuentes carboníferas y metalíferas sino por la insignificancia
del mercado argentino para la producción en masa. El hierro y el car-
bón de Chile y Brasil; los productos agrícola-ganaderos de Argentina,
Paraguay y Uruguay; el petróleo peruano, venezolano y mexicano; el
estaño y el wolframio de Bolivia; y los cientos de productos secun-
darios de América Latina serán los inestimables ingredientes para
planificar una economía en gran escala de importancia mundial.
Sus bases serían naturalmente un banco único, una única mo-
neda, una política económica centralizada, un calculado Zollverein,
un monopolio del comercio exterior continental para manejar las
políticas de precios. Pero tanto las oligarquías sobrevivientes como
las nuevas burguesías que temen enfrentar a Wall Street, serían total-
mente incapaces de llevar a cabo esta grandiosa misión. A los obreros
y campesinos de Latinoamérica les correspondería transformar en
hechos vivientes las hipótesis de los economistas.

156
ÍNDICE

PRÓLOGO. LA AMÉRICA INDIA, IBEROAMERICANA,


NEGRA, MESTIZA Y CRIOLLA................................................................ 5
Santiago Cafiero

Redescubrimiento de Ugarte.................................................................. 9
Martín Fierro y los bizantinos...............................................................45
Una mirada al supremo dictador..........................................................95
La revolución peruana: un diálogo.....................................................101
De Mariátegui a Haya de la Torre........................................................129
Lord Ponsonby y la invención del Uruguay......................................147
140 millones de latinoamericanos buscan un país...........................153

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