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Diálogo Entre El Principito y Un Psicólogo Martín Berasain
Diálogo Entre El Principito y Un Psicólogo Martín Berasain
Créditos editoriales
Nota histórica
Prólogo
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Epílogo
Reflexión final
Créditos editoriales
A un grande que una vez fue niño. Una noche de verano se subió a un
techito y quedó mirando el cielo muy oscuro. Ese niño escuchaba todo lo
que decían los grandes y veía todo lo que ellos hacían. Esa noche se quedó
mucho rato, apoyando la pera en sus rodillas. Lo llamaban por su nombre
desde la casa, preguntando dónde estaba. El no respondía, más lo llamaban.
Quedó sintiendo la brisa, mirando y oyendo todos los ruiditos. Se decía:
“qué profundo es el cielo, qué hermoso, ¿llegará muy lejos? Hay más y más
estrellas, muchas”. Y el cielo le cubría la cabeza llena de curiosidad, y las
lucecitas se perdían en sus ojos. Cada una de ellas era un Planeta.
Ese niño se preguntaba por la profundidad del azul oscuro, mientras
miraba las luciérnagas refucilar cerquita.
Si estas páginas son tomadas a favor de una mayor igualdad entre
hombres y mujeres, me agrada. Está en el deseo de un simple autor. Pero
estas páginas tan breves, están escritas para hombres y mujeres.
Soy de los que duda de algunas perspectivas de los grandes –no todas–,
cuando olvidamos la importancia del nuevo día y de cada momento como
“evento único e irrepetible”, cuando persistimos con una “quejosidad” que
el psicólogo Albert Ellis llamó “no-soportitis”, cuando el estrés es creado
por esquemas mentales e invade el ánimo y el cuerpo, cuando ese estrés
dispara y realimenta desórdenes mentales y sufrimiento, cuando las
aspiraciones de éxito, prestigio y avidez ignoran la duración de la vida y
arrollan vertiginosamente, más allá de lo inmediato.
La educación y “domesticación” de los deseos más humanos, encuentra
límites y tensa los aspectos más egoístas, la avidez ilimitada y la
beligerancia, con lo más positivo del humano. No por esto se debe
descuidar la tarea de transmitir e inculcar el germen de las acciones buenas.
Los valores no son los amos del juego, la llama, el impulso vital. Son
cauces necesarios, criterios con que medimos los proyectos y las respuestas
en cada momento. Tema difícil de tratar si los hay.
Cuando intentamos una mirada profunda y ágil, se encalla rápidamente
bajo la trampa de frases simplistas, de dualidades absolutistas al estilo:
“Todo o nada”. La mayoría nos hemos encontrado alguna vez diciendo:
“Hoy en día faltan valores”.
Debemos enseñarlos, “hacerlos valer”, dejar que florezcan, recuperarlos,
sembrar preguntas que fructifiquen en mejores construcciones. Pero no
aceptar que los valores principales sean, por último, la ganancia y el poder.
Convenimos que el mundo requiere acciones mejores y puede ser mejor.
Sus últimos días habían sido tan largos y abrumadores que llegó al punto
de perder la conciencia. Si un paciente le contase este encuentro no dudaría
en sentenciar un delirio místico o una alucinación. Una situación como esta
no resultaba nada aconsejable de vivenciar para un psicólogo.
–Me separé. Me fui de la casa donde vivía con Lucía y con Alba. No
estaré más con ellas. No sé qué pasará en adelante…
A los niños, las cosas les parecen frescas, y están para explorarlas.
Los grandes dejan pasar cosas “por falta de tiempo”. Cuando pasan los
años dicen que hubiesen querido jugar más.
Jugar descansa la mente y une a las personas.
Cautivado por la charla, los ojos del Principito se abrían como lámparas,
como una lechuza con pestañas ampliadas. Su larga bufanda caía al frente y
al dorso, montada sobre el hombro.
El asombro también rondaba los ceñudos vidrios del psicólogo, al
palpitar lo que decían.
Conversaban animados, cuando unos movimientos entre el ramaje los
distrajo. La luna iluminó el aleteo de una lechuza con ojos indiscretos.
Golpeó sus alas hasta acomodarse en una rama y en otra, como una
escaladora aguerrida. ¡Estaba escuchando todo! Husmeando con sus ojos,
quieta en el silencio, con su pico cortito.
–Puedes quedarte, amiga lechuza –le dijo el Principito.
Los psicólogos observan con los oídos. Pero también hablan y conversan.
Le gustaba charlar con este humanito.
–Sabes, joven amigo, me pregunto: ¿Cómo le explicaré a Alba que ya no
estoy más con su mamá? ¿Que nos quisimos…? –decía el hombre con la
voz entrecortada.
Tocó la piel de ambas manos y luego las juntó.
–Quisiera tener las mejores palabras para hablar con mi hija.
–¡Sí! ¡Las mejores palabras! –acotó el rubio ensortijado y sonrió.
–La vida está en la protección de los papás por las criaturas. Los pichones
de lechuza son criados por la madre lechuza, que los ha empollado. Se
acerca al nidal y les reparte a los picos chatitos y ávidos lombrices que ha
traído del campo.
Los pichones nacen indefensos, al igual que los cachorritos de zorro y los
de lobo. Los lobeznos de días parecen unos peluches con ojos
entrecerrados. A los meses y años, andan en manadas, surcando las estepas
y aullando entre los valles. Siguen a sus padres para desarrollar sus
instintos. ¿Qué sería de ellos sin los adultos que son su familia?
–¿Tú eres familia de Alba? –preguntó el joven.
Al resonar estas cosas, a Juan se le apretaron la garganta y el pecho. La
separación de Lucía lo amargaba.
Al estar solo, reflexionaba más y más en su papel en la educación de
Alba.
–Soy su padre y su familia. Pero no vivo más con ellas.
Los recuerdos se arremolinaban y lo cargaban de preocupación.
Sentía nostalgia, al extrañar.
La mente se le llenaba de recuerdos y sensaciones con su mujer y su hija.
Las primeras imágenes de Lucía lo invadieron. Tan juvenil, tan fresca.
Siempre tan cercana en sus formas y afectuosa en sus modales. Nunca
olvidaría la impresión de las primeras salidas. Cuando ella caminaba a su
lado como si el mundo no tuviera importancia. Recordaba aquella vez que
se besaron en la puerta de aquel teatro. El dulce aroma de su pelo quedó
impregnado en sus sentidos. La suavidad de su piel al tomar su mano no se
iría de su memoria ni en mil años. Ninguna distancia amenazaba ese abrazo
eterno luego de que le hiciera la gran pregunta.
Su memoria le traía aquel ceño sonriente luego de contestar “Sí, quiero”,
con su blanco y vaporoso vestido largo.
Deseó todas las caricias de su viaje de bodas, como si el tiempo no
hubiera transcurrido, y tomarse de la cintura mirándose a los ojos fuera
posible en ese instante.
Recordaba la emoción al enterarse del embarazo, cuando su mujer le dio
aquella noticia, saltando para abrazarlo. Las ansiosas pocas horas que
demoró en darse a conocer su Alba. El único minuto en el que la vio por
primera vez en la sala de partos. Y el resto de su vida, llena de caprichos, de
paseos en bote por un lago, de payasos coloridos en un circo, de tareas
escolares repetidas.
Las vacaciones en familia. De la familia que habían formado, del amor
que ya no estaba. Con ello se derrumbaba el edificio y se diluía para
siempre aquella apuesta de por vida.
–Soy su padre y su familia. Pero no vivo más con ellas –reiteró, más para
sí mismo que para afuera.
El Principito entendió de qué se trataba y suspiró de nostalgia. Por su
parte, sollozó al recordar su terruño.
–Yo tengo una rosa roja. Sus pétalos son delicados y la vi crecer. Visitaba
mi rosa en las mañanas y la saludaba por las noches. La he regado cuando
estaba sedienta.
Aquella rosa hermosa y perfumada “germinó de una semilla venida de
quién sabe dónde, y el principito siguió muy de cerca desde el primer día
aquella ramita, que era tan diferente a las demás (…) pronto dejó de crecer
y comenzó a asomar su flor. El principito veía crecer ese enorme capullo, y
estaba convencido de que algo milagroso saldría de allí; pero la flor no
terminaba de preparar su belleza al abrigo de su verde coraza. Elegía con
cuidado sus colores, se vestía lentamente y ajustaba sus pétalos uno por uno
(…) Su misteriosa preparación duró días y días. Hasta que una mañana,
justo a la salida del sol… se mostró”1.
–Principito, eres muy especial –dijo Juan– y lo observaba con bonanza.
–¿Puedo cuidar una rosa como cuidaría a las rosas? –prosiguió el joven,
inquieto.
De cuidar sabía muy bien el Principito, pues su rosa había recibido sus
honores y sus desvelos. La había protegido de las corrientes de aire y del
frío, la había regado cuando tenía sed. Le había apartado insectos voraces,
para que su tallo incipiente y sus hojas amanecieran su brote perfumado y
rojo.
–Juan reflexionó en voz alta: –Una rosa es una rosa, y vale por ser única.
Sus pétalos son una partecita de todas las rosas, al igual que su perfume y su
color. Las rosas se asemejan. Sin embargo, cada una tiene algo que la hace
única e irrepetible. Algo intrigante…
Si uno puede cuidar a una rosa, puede cuidar a varias rosas.
–Lo que dices, Principito, de “cuidar a las rosas como a cada rosa” es
importante –dijo el hombre de ciencia.
–Hay personas que son perezosas para cuidarse –prosiguió el hombre–.
Hay otras que no saben cómo hacerlo. Se dicen cosas feas. Cuando se
critican creen ser justos. Igual que al desalentarse.
–¿Tú te cuidas siempre?
El hombre afirmó las pupilas y tragó saliva junto a una mueca. Luego le
confesó:
–He fumado muchos cigarrillos. Al llevar tanto humo a mis pulmones
respiro con dificultad. Si no dejo este vicio no podré estar con la pequeña.
Tosió con algo de vergüenza. El sabio de la salud mental confesaba
envenenar sus pulmones. Si no abandonaba aquella sustancia humosa,
difícilmente podría proteger a su pequeña y mostrarle lo valioso de la vida.
Muchos cuidan a otros pero no a sí mismos.
A todo esto, la medianoche reinaba en la intemperie.
Unas ardillas saltaron y se sumergieron en el follaje, desapareciendo ante
la mirada atónita de los contertulios.
Unos patos silvestres revolotearon lejos, a distancia difícil de precisar, e
hicieron esos sonidos que hacen los patos, cuak, cuak, para espaciar los
silbidos en la oscuridad.
9
–Los grandes agarramos muy fuerte las cosas, lo de afuera. Tanto o más
que lo de adentro, –prosiguió Juan. –No se festeja un diezmo los triunfos y
logros ajenos, cual si fueran propios.
–¡Claro que sí! En el mundo de los grandes, las personas que toman
sustancias las necesitan con mayor frecuencia. De esto que hablamos…
pienso que: –Quererse es aceptarse y respetarse uno mismo.
–Tú eres un psicólogo –y parpadeó. –Sabes que para quererse hay que
comenzar por no decir cosas feas sobre uno. Muchos grandes sí las dicen.
–Principito, esto de no decirse cosas feas se lo enseñaré a Alba. No
siempre se habla despacito sobre esto a los niños donde vivo.
–Si cuidas una flor hermosa y pura, si elogias sus pétalos y hueles su
fragancia, aprecias la vida que palpita en lo más íntimo.
–Así es jovencito. Cómo entender la esencia de un río, si no observamos
despacio su cauce incesante, su manantial.
Los mensajes más potentes unen lo que se dice con las acciones.
Los niños ven todo. Los suponemos ingenuos. Y no lo son.
Lo que se dice es oído, lo que se actúa es observado.
El consejo y las palabras sinceras enseñan junto al ejemplo.
–Es cierto Principito. Ella unirá las ideas con lo que ve en mí. Y se rozó
el pelo de la sien.
–Ella te observará y te escuchará.
Juan asintió. ¡Qué importante dar mensajes con los propios actos!
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El silencio hizo eco de las últimas palabras. Los hombros del psicólogo
se levantaron apenas, al compás de un chasquido.
–¿Hay que criticar? –replicó el jovencito admirado.
Esto le parecía asombroso al humanito.
En su planeta, no se juzgaba ni se criticaba, no se decían cosas feas.
Él tenía una rosa que amaba. Estaba muy lejos. En un planeta que el
psicólogo desconocía.
Ser libre, en este caso, es elegir quién y cómo ser, qué hacer, qué tener,
con quién y cómo estar. Es el derecho a decidir y –también– a ser de sí
mismo.
Cuando crecemos libres somos responsables de lo que nos pasa y de lo
que hacemos con aquello que nos pasa.
Somos responsables de las cosas que elegimos.
Los grandes eligen ser libres. Y no siempre lo logran.
Podemos ser libres cuando actuamos a conciencia, cuando pensamos los
motivos y las consecuencias de las acciones.
Juan suspiró ante los recuerdos de su niña riendo, su pelo lacio, las
muñecas. Su vocecita y su talla enjuta al jugar, al subir y tirarse por un
tobogán. Cuando le decía: “papá”, “papi”… Recordaba su carita
escondiéndose y asomando entre las sábanas. Pidiéndole caramelos. Las
noches que volvía al hogar y la encontraba dormida con sus muñecos
tirados.
D
lugar.
e repente, un ojo empezó a despabilarse, como si pidiera permiso al
resto de la cara para despertar. Su cuerpo se desperezaba en otro
¿Qué es el diálogo, querido lector? ¿Para qué sirve? ¿Hay actividad humana
exenta de diálogos?
Al conversar se entiende el mundo.
Al conversar se crea el mundo.
Entender y crear van de la mano.
Martín Berasain
Bohm, David, Sobre el diálogo, Kairós, 2001, pág. 30.
Bohm, David. Ob. cit., pág. 31.
Bohm, David, Ob. Cit., pág. 82.
Saint Exupéry, Antoine. Ob. cit., pág. 94.