Está en la página 1de 14

Gabr iel

Rolón
El precio
de la pasión
(Mitos e historias al filo de la vida)
Ensayo

p
Pasión. Sensación que genera el erotismo más su-
blime y el dolor de la tortura.
Con un pie en la vereda del deseo y el otro en
el dolor. Esa fuerza desbordante que nos atravie-
sa más allá de toda voluntad consciente. Pulsión
de vida y pulsión de muerte unidas en una sola
palabra: pasión.
Raro artilugio del lenguaje para recordarnos
que, de un lado o del otro, siempre habrá algo que
no podremos controlar.

Gabriel Rolón
Cara a cara
Preludio
Solos… espantosamente solos

Suele decirse que los griegos inventaron la trage-


dia, pero esta afirmación es cierta sólo desde el
punto de vista del arte. La verdadera tragedia na-
ció mucho antes, con el aliento del primer ser hu-
mano que llegó a la vida, este lapso que va de una
inexistencia a la otra. Nada éramos antes de nacer
y nada seremos después de morir, al menos desde
el punto de vista psicológico. Eso que llamamos
«Yo» cada vez que hablamos de nosotros, contiene
nuestra memoria consciente e inconsciente, las
herencias emocionales que nos aguardaban aún
antes de que naciéramos, las huellas que nos ha
dejado la infancia, y los miedos y deseos que hoy
nos condicionan, alientan y definen.
Nos ha tocado habitar un tiempo breve y com-
plejo que al universo parece importarle bien poco,
y sin embargo es lo único que tenemos.
La vida sólo es tiempo. Por eso, quien juega
con nuestro tiempo juega con nuestra vida.
Es indispensable, entonces, darle valor a cada
instante.
Hace muchos años, cuando trabajaba en un
geriátrico, me ocurrió algo que no pude olvi-
dar nunca. Una mujer de noventa y cinco años
20 el precio de la pasión

agonizaba en su cama. Sentado a su lado, yo sos-


tenía su mano entre las mías en silencio. En un
momento giró la cabeza para hablar. Me acerqué.
—¿Quiere decir algo? —la interrogué.
Mirándome a los ojos murmuró:
—¿Esto fue todo?
Sus palabras me golpearon. Sentí la carga que
llevaban y, aun así, respondí con la verdad.
—Sí, esto fue todo. Pero le juro que mientras
le quede un segundo de vida y quiera hablar voy
a estar aquí para escucharla.
A los pocos días falleció.
Ha pasado el tiempo, y todavía su pregunta
me recorre como una advertencia. Desde aquel
instante, hice lo que pude para evitar ese destino.
Quiero que, cuando llegue el momento, quien
esté conmigo guarde una imagen distinta. Quizás
una sonrisa, y una frase:
—Tranquilo, valió la pena… no estuvo tan mal.

* * *

Hegel dijo que era posible que la Tierra no fuera


más que un enorme cascote que gira alrededor del
sol. Pero lo cierto es que en ese cascote habita un
ser que se pregunta por el sentido de la vida: no-
sotros. Y aquí estamos, condenados a encontrarle
un significado a nuestra existencia, e invitados a
enfrentar el desafío de vivir siendo conscientes de
nuestra finitud.
No somos hombres y mujeres porque vivimos.
Somos hombres y mujeres porque sabemos que
vamos a morir.
preludio 21

Parafraseando a don Miguel de Unamuno,


ése es el sentimiento trágico que recorre nuestras
vidas. ¿Cómo hacemos para no vivir angustiados
siendo conscientes del fin que nos espera? La res-
puesta es clara: jugando nuestros sueños, cons-
truyendo proyectos que se interpongan entre la
muerte y nosotros. Y para que esos proyectos no
se derrumben, es necesario que estén sostenidos
por una fuerza que resista el embate de las adver-
sidades. A esa fuerza la llamo deseo.
El deseo es enemigo de la muerte.
Al igual que Hegel, Nietzsche imaginó que
la Tierra era sólo un astro entre muchos otros,
olvidado en algún rincón del universo, habita-
do por animales inteligentes que desarrollaron
la cultura, el arte, la ciencia y el conocimiento.
Hasta que un día ese astro se enfrió tanto que
todos los seres que vivían ahí sucumbieron a la
catástrofe.
El escritor y filósofo Gustavo Varela extrae un
pensamiento perturbador de este párrafo:

A pesar del esfuerzo, a pesar de la inteligen-


cia y el tiempo dedicado […], aunque hayan
escrito miles de libros y fundado universida-
des […] una vez que los habitantes (de ese as-
tro) murieron, no pasó absolutamente nada.
A pesar de tanto esfuerzo y de tanta verdad
[…] una vez que la Tierra se heló es como si
nada hubiera sucedido.

Esto es así porque al universo poco le importa


lo que nos pase. ¿Cuántos milímetros creen que
22 el precio de la pasión

se modificará el eje terrestre el día que muramos?


Ni siquiera uno.
Sin embargo, como aquellos guerreros que se
entrenaban toda la vida en el arte de matar dra-
gones aun sabiendo que los dragones no existen,
aspiramos a comprender el misterio que encierra
ese universo que permanece indiferente a nues-
tras pasiones.

Nace el hombre. Muere Dios

Durante toda la Edad Media, la religión fue la


única herramienta para intentar desentrañar el
misterio de la vida. Hasta que, en el siglo XVII,
René Descartes conmocionó al mundo con una
conclusión subversiva: cogito ergo sum (pienso, lue-
go existo).
Ese postulado desafió una cosmovisión que se
había sostenido por más de mil años en los que el
ser humano había estado relegado ante la figura
de Dios. Toda esa época estuvo teñida de religio-
sidad, y la existencia era considerada apenas un
trámite, un valle de lágrimas que debía atravesarse
para obtener luego el premio en el reino de los
cielos. Guiadas por esta premisa, las personas ce-
dieron sus anhelos en esta vida a la espera de la
recompensa divina que vendría luego de la muer-
te. No hubo revoluciones, lucha en contra de la
injusticia, huelgas ni protestas y, hombres y muje-
res, soportaron hasta lo insoportable.
Pienso en lo que se conoció como «derecho
de pernada». Una ley que autorizaba a los señores
preludio 23

feudales a mantener relaciones sexuales con las


doncellas que fueran a casarse con cualquiera de
sus siervos. Imaginen lo que sentirían esa mujer
obligada a tener sexo sin desearlo, y su futuro es-
poso que debía esperar en la puerta de la cabaña
a que «el Señor» terminara su tarea. Ninguno de
los dos podía decir nada. Tenían que controlar
su angustia, su rabia y su vergüenza, es decir, sus
pasiones, porque así sucedían las cosas en aquel
tiempo. Era lo que les había tocado, y creían que
si lo soportaban con sumisión encontrarían con-
suelo en la otra vida.
Pero, como dijimos, llegó Descartes y se permi-
tió dudar de todo, incluso de Dios.
No fue un acto gratuito. En aquellos tiempos,
negar a Dios equivalía a ser condenado a muerte
por herejía. Por eso, el pensador francés marchó
a Amsterdam, ciudad alejada del poder de la igle-
sia, y desde allí sostuvo que todo lo que creíamos
podía no ser cierto, incluso la idea misma de Dios.
Sin embargo, había algo de lo que él no podía
dudar: de que estaba dudando, y eso le daba la
certeza de existir. Es decir, sabía que existía por-
que dudaba, porque pensaba. De allí su máxima:
«Pienso, luego existo».
A partir de ese momento, la religión fue ce-
diendo terreno y comenzó el imperio de la razón
que puso fin a años de oscurantismo.
Quizá pueda parecer inverosímil que una idea
sea capaz de impactar tanto sobre la realidad como
para llegar a modificarla. Pero ése es el poder de
la palabra. Imaginemos la situación.
24 el precio de la pasión

Un hombre reflexiona en soledad sobre el


momento en que le toca vivir y cuestiona el or-
den existente. Luego comunica su pensamiento
a los demás y, así como en mil años no había
cambiado nada, ese pensamiento golpea las es-
tructuras y lleva a una conclusión: si no hay Dios
nadie gobierna por derecho divino. Un siglo y
medio después rueda la cabeza de Luis XVI y cae
la monarquía.
Pero no seamos ingenuos. Tampoco fue tan
sencillo. Aunque, como analista experimenté en
carne propia el poder que tiene la palabra. He
visto a pacientes derrumbar universos de dolor
para alzarse con ideales nuevos.

Laura era una médica brillante de cuarenta y cin-


co años que, luego de un tiempo de análisis, narró
un suceso ocurrido en su pubertad.
En aquella época vivía sólo con su mamá y su
hermano, porque el padre los había abandonado.
Producto de ese desgarro, la madre había caído
en una fuerte depresión y no pudo hacerse cargo
de los hijos. Por esa razón, desde que tenía siete
años, Laura era la responsable de la familia.
A los catorce comenzó a salir con un muchacho
del barrio y poco después quedó embarazada. Al
comunicárselo, él respondió que no tenía nada que
ver con eso, porque era probable que para man-
tener a su familia ella tuviera sexo con otros por
dinero y que, por ende, no pensaba hacerse cargo.
En sesión, Laura liberó un llanto mudo reteni-
do durante casi treinta años.
preludio 25

—¿Te das cuenta? Me trató como a una puta.


Me contó que no tuvo otra alternativa más que
abortar y que jamás había hablado del tema hasta
ese día.
—Es injusto —repetía con voz entrecortada.
Su llanto y su angustia tenían una intensidad
que no se condecía con un recuerdo. No se trata-
ba del dolor moderado de la reminiscencia sino
del tormento apasionado de la repetición, por-
que en transferencia ella no estaba recordando,
sino reviviendo aquella escena. En ese momento,
delante de mí tenía a una adolescente asustada y
desvalida, y a ella le hablé. Le dije que tenía de-
recho a estar enojada y que no debía sentir culpa
por la decisión que había tomado.
—Mirame, Laura —le indiqué—. Eras una nena
muerta de miedo que estaba sola. Vos sabés el in-
fierno que pasaste y nadie tiene derecho a juzgarte.
Ahora es momento de que te perdones. Además, ya
no estás sola. Yo estoy acá para ayudarte.
Ella agradeció con la mirada y, en ese gesto, la
niña dejó paso a la mujer. Una mujer que ahora
podía hablar. Y esa palabra posible desgastaba una
angustia de años y abría la puerta a un destino
diferente.

Con la razón no alcanza

Años después de Descartes, Immanuel Kant plan-


teó que sólo podemos conocer el mundo a partir
de nuestros sentidos. Es decir, accedemos a las
cosas por lo que podemos tocar, ver, degustar, oler
26 el precio de la pasión

o escuchar. Así, todo nuestro conocimiento arranca por


los sentidos, pasa de ellos al entendimiento y termina
por último en la razón.
Pero no podemos engañarnos: no basta con
la razón para entenderlo todo. Lo sabemos. Lo
sentimos a diario cuando alguna de nuestras emo-
ciones derrumba cualquier argumento. ¿Qué otra
cosa es la pasión, sino una fuerza que se lleva todo
por delante, incluso la razón?
El mismo Kant lo reconoce. En su obra más im-
portante, Crítica de la razón pura, el filósofo sostie-
ne que apenas obtenemos un conocimiento limi-
tado de las cosas a partir de lo que percibimos de
ellas, y que esa realidad fenoménica (fenómenos),
es la única experiencia posible. Además, admite
que nunca podremos conocer la esencia de esas
cosas (noúmeno).
Si leemos entre líneas, si hay una experiencia
posible deducimos que hay otra imposible. ¿Cuál?
Justamente la que escapa a los sentidos y remite a
los temas existenciales: Dios, el origen, la existen-
cia del alma, la sexualidad o la muerte. Esas cues-
tiones sobre las que no hay un saber. Ese mundo
que no abarcan las palabras. Ese continente estre-
mecedor al que el Psicoanálisis, a partir de Jacques
Lacan, llama Lo Real. Todos, en algún momento,
nos hemos abismado a él.
Nadie puede comprenderlo todo. Por lo tanto,
debemos aprender a vivir con una falta de saber
acerca de muchas de las cosas más importantes
de la vida.
Algunos autores de tango han plasmado en su
poesía esta sensación de angustia ante lo imposible
preludio 27

de aprehender: «¿Dónde estaba Dios cuando te


fuiste?…» «¿Quién se robó mi niñez?…» «Sus
ojos se cerraron y el mundo sigue andando…»
«Uno está tan solo en su dolor…» «Los años han
pasado, terribles, malvados…» «La vida es una
herida absurda…»
El querido poeta Horacio Ferrer dijo que el
tango era «poesía vuelta pregunta constante que
habita en el territorio del misterio», de lo que no
tiene respuesta. Una especie de duelo o batalla (o una
armonía) con la existencia.
El arte es un intento de acceder a lo innom-
brable. Con un movimiento, un trazo, una melo-
día o una metáfora rasguñan la piel de lo imposi-
ble y calman, al menos un poco, la desazón ante
el vacío.

Un siglo después de la muerte de Kant, Karl Jaspers


postuló que, a medida que avanzamos en el inten-
to de entender el mundo, más tarde o más tempra-
no, vamos a toparnos con un límite infranqueable.
Por mucho que lo intentemos, hay un paso que no
podremos dar de la mano de la razón. Llegado ese
momento, tendremos que tomar una decisión: o
nos resignamos o abandonamos la razón y damos
un salto al vacío. A ese salto, Jaspers lo llama fe.
La razón no alcanza para demostrar la existencia
de Dios, pero la fe posibilita la aceptación de la
presencia divina sin necesidad de pruebas ni cues-
tionamientos.
Más allá de la postura que se tenga ante la fe,
debemos admitir que no es suficiente la razón
28 el precio de la pasión

para comprender, ya no sólo el cosmos o Dios,


sino nuestra propia vida.
Somos para nosotros un enigma tan grande
como el universo mismo.

Ni especiales, ni divinos

En su artículo «Una dificultad del Psicoanálisis»,


Sigmund Freud señaló que, a lo largo de la histo-
ria, la humanidad ha sufrido tres grandes heridas
narcisistas.
La primera de ellas fue la revolución coper-
nicana.
En pleno Renacimento, Nicolás Copérnico
demostró que la Tierra no era el centro del uni-
verso. Ése fue el primer gran cachetazo a nuestro
orgullo. Tuvimos que admitir que no vivimos en
un lugar privilegiado, sino que, como luego dirá
Nietzsche, nuestro planeta es sólo uno más de los
astros que deambulan por el cielo.
La segunda herida narcisista la produjo Darwin
al negar que el ser humano sea una creación divina
hecho a imagen y semejanza de Dios. Según él, no
somos sino un eslabón más en la escala evolutiva.
Sin embargo, nos quedaba todavía un motivo
para sentirnos distintos: éramos los únicos seres
racionales y conscientes capaces de tomar decisio-
nes que armonizaran sus actos y deseos. Entonces
llegó Freud y produjo la tercera y más profunda
de las heridas a nuestro ego al develar la existencia
del Inconsciente. Con este descubrimiento señaló
la ambivalencia que nos recorre y denunció que

También podría gustarte