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COLEGIO PARTICULAR SAN IGNACIO

DIRECCION ACADEMICA II CICLO


DEPARTAMENTO DE LENGUAJE
PROFESORAS: ANA PAULINA CONTRERAS V.-

Guía de Lengua y Literatura - 1° Medio


Narraciones Extraordinarias
de Edgar Allan Poe
I. Actividad de comprensión lectora: Lee el siguiente fragmento y luego realiza las
actividades propuestas
EL GATO NEGRO PARTE I
Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria y,
embargo, más familiar que voy a referir. Tratándose de un caso en el
que mis sentimientos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo
habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy
loco, y, con toda seguridad, no sueño.
Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi apenado espíritu.
Deseo mostrar al mundo, clara y concretamente, una serie de simples
acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han
aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de
esclarecerlos.
A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror. Pero a
muchas personas les parecerán menos terribles. Tal vez más tarde haya
una inteligencia que reduzca mi fantasía al estado de lugar común.
Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable
que la mía encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con
terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos. La
docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia.
Tan notable era la ternura de mi corazón que había hecho de mí el
juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y
mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos.
Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan
feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años
aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice
de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquéllos que han
profesado afecto a un perro fiel y sagaz no necesitarán explicaciones de
la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el
amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo
que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido
ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del
hombre natural. Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer
una disposición semejante a la mía. Y, habiéndose dado cuenta de mi
gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de
proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico
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perro, conejos, un mono pequeño y.… un gato. Era este último animal muy fuerte y hermoso,
completamente negro y de una sagacidad maravillosa.

Mi mujer, que era en el fondo algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la
antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto
decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

Plutón, se llamaba así el gato, era mi amigo


predilecto. Sólo yo le daba de comer, y me
seguía siempre por la casa. E incluso me
costaba trabajo impedirle que me siguiera por
las calles. Nuestra amistad subsistió así
algunos años, durante los cuales mi carácter y
mi temperamento —me sonroja confesarlo,
por causa del demonio de la intemperancia,
sufrieron una alteración radicalmente
funesta. De día en día me hice más
taciturno, más irritable, más indiferente a los
sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un
lenguaje brutal corriendo el tiempo, la afligí
incluso con violencias personales.
Naturalmente, mis pobres favoritos debieron
notar el cambio de mi carácter. No solamente
no les hacía caso alguno, sino que los
maltrataba. Sin embargo, y por lo que se
refiere a Plutón aún despertaba éste en mí la
consideración suficiente para no pegarle. En
cambio, no sentía ningún escrúpulo en
maltratar a los conejos y al mono, y hasta al
perro, cuando, por casualidad o afecto, se
cruzaban en mi camino. Iba secuestrándome
mi mal cada vez más, como consecuencia de
mis excesos alcohólicos. Y, andando el
tiempo, el mismo Plutón, que envejecía, y,
naturalmente, se hacía un poco huraño,
comenzó a conocer los efectos de mi
perverso carácter.

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Una noche, al regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del
barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo apresé, pero el, horrorizado por mi violenta
actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. Entonces, se apoderó de mi
repentinamente, un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Se diría como si, de pronto,
mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra,
se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí,
tomé al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me llena y abruma la
vergüenza, estremeciéndome al escribir esta abominable atrocidad.
Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, y cuando se disiparon los vapores de mi crápula
nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror mitad remordimiento por el crimen que había
cometido. Pero, todo lo más, era un sentimiento confuso, y el alma no sufrió sus acometidas, lo
confieso. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.
Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto
espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba
y venía por la casa; pero, como debí suponer, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado.
Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en
un ser que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la
irritación.
Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la
filosofía no se cuida ni poco ni mucho. No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la
perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras
facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido muchas veces
cometiendo una acción necia o vil por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos
una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente
porque comprendemos que es la Ley?

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Digo que este espíritu de perversidad hubo
de producir mi ruina completa. El vivo e
insondable deseo del alma de atormentarse a
sí misma, de violentar su propia naturaleza,
de hacer el mal por amor al mal, me
impulsaba a continuar y últimamente a llevar
a prolongar el suplicio que había infligido al
inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría,
ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y
lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo
ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con
el corazón desbordante del más amargo
remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que
él me había amado y porque reconocía que no
me había dado motivo alguno para
encolerizarme con él. Lo ahorqué porque
sabía que al hacerlo cometía un pecado, un
pecado mortal que comprometía a mi alma
inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto
fuera posible, lejos incluso de la misericordia
infinita del muy severo y misericordioso
Dios. En la noche siguiente al día en que fue
cometida acción tan cruel, me despertó del
sueño el grito de: «Fuego!», Ardían las
cortinas de mi lecho. La casa era una gran
hoguera. Mi mujer, un criado y yo logramos
escapar, no sin vencer grandes dificultades
del incendio. La destrucción fue total. Quedé
arruinado y me entregué desde entonces a la
desesperación.

No intento establecer relación alguna entre


causa y efecto con respecto a la atrocidad y el
desastre. Estoy por encima de tal debilidad.
Pero me limito a dar cuenta de una cadena de
hechos y no quiero omitir el menor eslabón.
Visité las ruinas el día siguiente al del
incendio. Excepto una, todas las paredes se
habían derrumbado. Esta sola excepción la
constituía un delgado tabique interior, situado
casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi
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lecho. Allí el enlucido había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido
renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud. Y numerosas personas
examinaban una parte del muro con viva atención. Excitaron mi curiosidad las palabras «extraño»,
«singular», y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la
blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente
maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda…

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I. Realiza el siguiente crucigrama de vocabulario basándote en las palabras destacadas (con
negrita) del texto. No están en orden de aparición y los verbos conjugados aparecerán en
infinitivo (por ejemplo, “yo amaba” sería en esta actividad “amar”). Las pistas se encuentran en
la siguiente hoja.

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3 - 10

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II. Responde las siguientes preguntas basándote en el fragmento leído:

Lee la siguiente cita del cuento y luego responde:

“Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo
ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué
porque sabía que él me había amado y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme
con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma
inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy severo y
misericordioso Dios”.

1. Cambia el narrador presente en el relato. Haz de cuenta que el narrador es el gato.

2. Tomando en cuenta la lectura del cuento El gato negro, marca con una “X” las sentencias
que sean correctas:
2.1. Respecto al protagonista del relato, es CORRECTO afirmar que:

Decía que no estaba loco.


Era objeto de burla de sus compañeros a causa de su bondad de
carácter.
Le encantaban los animales.
Todas las anteriores.

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3. ¿Qué es una superstición? ¿A cuál hace referencia el cuento? Nombra dos supersticiones
más que conozcas.

4. Describe en simples palabras cómo era la relación del protagonista con su gato. ¿Cuál es la
razón de su cambio en este vínculo?

5. Relata de forma breve, los cambios que sufrió en su personalidad el protagonista y las
consecuencias que tuvo este cambio.

6. ¿Se justifican los delitos cometidos por el protagonista? Explica.

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II.Actividad de comprensión lectora: Lee el siguiente fragmento y luego realiza las actividades propuestas.
Berenice (Parte I
El dolor es diverso. La desdicha es multiforme. Extendiéndose por todo el horizonte como el arco iris, sus matices
son tan variados como los matices de ese arco, y a la vez tan distintos, aunque tan íntimamente se confundan.
Se extiende por todo el horizonte como el arco iris. ¿Es inexplicable que de la belleza haya derivado un tipo de
fealdad?, ¿de su símbolo de paz, una imagen de dolor? Pero, así como en ética el mal es una consecuencia del
bien, en realidad, de la alegría ha nacido la tristeza. Ya porque el recuerdo de la pasada felicidad es angustia
para hoy, ya porque las angustias de ahora tienen su origen en los deliquios que pueden haber sido. Mi
nombre de pila es Egeo; el de mi familia no quiero mencionarlo. Y, con todo, no hay castillo en este país de
más antigua nobleza que mi melancólica, sombría residencia señorial. Nuestro linaje ha sido llamado raza de
visionarios, y en algunos detalles singulares, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos de su sala
principal, en los tapices de los dormitorios, en las tallas de algunos estribos de la sala de armas, pero más
especialmente en la galería de pinturas antiguas, en el estilo de la biblioteca y, finalmente, en el carácter tan
singular del contenido de la biblioteca, hay pruebas más que suficientes para garantizar tal creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta última sala y con sus libros, de los cuales ya no
hablaré más. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero sería en mí pura necedad suponer que yo no habría vivido
antes, que mi alma no había tenido una existencia anterior. ¿Vosotros lo negáis? No discutamos acerca de esto.
Puesto que yo estoy convencido de ello, no me propongo convencer a nadie. Queda, sin embargo, en mí un
recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y llenos de significado, de sonidos melodiosos, aunque tristes
un recuerdo como una sombra, vaga, variable, indefinida, inconsistente, y parecido a una sombra también por
mi imposibilidad de poderme librar de ella mientras la luz solar de mi razón exista.
En aquella cámara nací yo. Y al despertar de la larga noche que parecía, aunque no era, la nada, de pronto, en
las propias regiones del país de las hadas, en un palacio de fantasía, en los singulares dominios del
pensamiento y la erudición monástica, no es extraño que yo mirase a mi alrededor con los ojos maravillados y
ardientes, que malgastase mi infancia en los libros, y disipase mi juventud en fantasías; pero es singular que
pasaran los años y el mediodía de la virilidad me hallara todavía en la mansión de mis padres, es asombrosa
aquella paralización que se produjo en los resortes de mi vida y maravillosa la transmutación total que se
produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo me afectaban como
visiones, y sólo como visiones, mientras que las delirantes ideas del mundo de los sueños se tornaban a su vez
no en lo principal de mi existencia cotidiana sino real y efectivamente en mi existencia misma, única y
totalmente.

***
Berenice y yo éramos primos, y crecimos juntos en mi casa paterna. Pero crecimos de modo muy diferente: yo,
de salud quebrantada y sepultado en melancolía; ella ágil, graciosa y desbordante de energía; para ella, el
vagar por la ladera, para mí, los estudios del claustro; yo, viviendo dentro de mi propio corazón, y dado en
cuerpo y alma a la meditación más intensa y dolorosa; ella, cruzando descuidadamente por la vida sin pensar
en las sombras del camino, o en el vuelo silente de las alas de cuervo de las horas. ¡Berenice! —yo invoco su
nombre—. ¡Berenice! ¡Y de las pálidas ruinas de la memoria millares de recuerdos

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despiertan de pronto a su son! ¡Ah, cuán vívida
se me presenta su imagen ahora, como en los
días tempranos de sus regocijos y alegrías! ¡Ah,
magnífica, y, con todo, fantástica belleza! ¡Ah
sílfide por las florestas de Arnhem! ¡Ah,
náyade junto a sus fuentes! Y después…,
después, todo es misterio y terror, y una historia
que no debiera ser contada. La enfermedad —
una fatal enfermedad— cayó como el simún
sobre su cuerpo, y aun mientras yo la estaba
mirando, el espíritu de la transformación se
cernía pálido encima de ella, invadía su espíritu,
sus costumbres y su carácter, y modo más sutil
y terrible perturbaba hasta la identidad de su
persona. ¡Ay de mí! La destructora iba y venía,
y la víctima… ¿Dónde estaba? Yo no la conocía
o, al menos, ya no la conocía como a tal
Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades que
promovió aquella fatal y primera produciendo una
revolución de tan horrible género en el ser
moral y físico de mi prima, debe mencionarse
en su aspecto de la muerte verdadera, y el
despertar de la cual se efectuaba, casi siempre,
de modo brusco y sobresaltado. Mientras tanto,
mi propia enfermedad —porque ya he dicho
que no podría llamarla de otra manera—, mi
propia enfermedad entonces crecía en mí
rápidamente, y al fin adquiría un carácter
monomaníaco de nueva y extraordinaria forma,
de hora en hora y de momento en momento
ganando intensidad, y al fin obteniendo sobre
mí el más incomprensible dominio. Aquella
monomanía, si puedo así llamarla, consistía en una
morbosa irritabilidad de esas facultades del e
espíritu que la ciencia metafísica llama de la
atención. Es más que probable que yo no sea
comprendido, pero me temo, en efecto, que no hay manera posible de comunicar al
espíritu del lector corriente una adecuada idea de aquella nerviosa intensidad de
interés con la que en mi caso mis facultades de meditación (para no hablar
técnicamente) se afanaban y enfrascaban en la contemplación de los objetos más
ordinarios del universo.

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Reflexionar durante largas, infatigables horas con mi atención
clavada en algún frívolo diseño en el margen, o en la
tipografía de un libro; quedarme absorto durante la mayor
parte de un día de verano ante una delicada sombra que caía
oblicuamente sobre la tapicería, o sobre la puerta; perderme
durante una noche entera observando la tranquila llama de
una lámpara, o el rescoldo de una lumbre; soñar días enteros
con la fragancia de una flor; repetir monótonamente alguna
palabra común, hasta que su sonido, por la frecuencia de la
repetición, cesaba de significar para la mente una idea
cualquiera; perder todo sentido de movimiento o de existencia
física, por medio de una absoluta quietud del cuerpo larga y
obstinadamente mantenida; tales eran unas pocas de las más
comunes y menos perniciosas extravagancias producidas por
un estado de las facultades mentales, no, efectivamente, del
todo nuevas, pero que sin duda resisten a todo lo que sea
análisis o explicación.
No quiero que se me comprenda mal. La desmedida,
vehemente y morbosa atención excitada de este modo por
objetos insignificantes en su propia naturaleza no debe
confundirse por su carácter con esa propensión cavilosa
común a toda la humanidad, y a que se dan más
especialmente las personas de ardiente imaginación. No sólo
no era, como podría suponerse al primer pronto, un estado
extremo o exagerado de propensión, sino esencialmente
distinto y diferente. En el primer caso, el soñador, o exaltado,
al interesarse por un objeto generalmente no trivial
imperceptiblemente va perdiendo la vista de ese objeto en una
maraña de deducciones y sugestiones que brotan de él, hasta
que a la terminación de este soñar despierto muy a menudo
henchido de placer halla que el excitador o primera causa de
sus divagaciones se ha desvanecido completamente o ha sido
olvidado. En mi caso el objeto primario era invariablemente
insignificante, aunque adquiría, en la atmósfera de mi
perturbada visión, una importancia refleja, irreal. Se hacen en
tal caso, si se hacen, muy pocas deducciones; y aun estas
pocas vuelven a recaer en el objeto original como en su
centro. Aquellas meditaciones no eran nunca placenteras; y al
término de aquella absorción su objeto y primera causa, lejos
de haberse perdido de vista, había alcanzado el interés
sobrenatural exagerado que era el carácter predominante de aquella enfermedad. En una palabra, las
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facultades mentales más particularmente ejercitadas en ello eran en mi caso, como ya he dicho antes, las de la
atención, y en el que sueña despierto son las de la meditación. Mis libros, por aquella época, si bien no puede
decirse con exactitud que servían para irritar aquel desorden, participaban, como se comprenderá, largamente,
por su naturaleza imaginativa e incongruente, de las cualidades mismas de aquel desorden. Recuerdo bien,
entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni Dei, la magna
obra de san Agustín La ciudad de Dios y la de Tertuliano De Carne Christi, en la cual se halla esta paradójica
sentencia: «Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia
impossibile est1» que ocupaba sin interrupción todo mi tiempo, durante muchas semanas de laboriosa e
infructuosa investigación.

Así se comprenderá que, turbada en su equilibrio únicamente por cosas triviales, mi razón llegase a parecerse a
aquel peñasco marino de que habla Tolomeo Hefestio que resistía firmemente los ataques de la humana violencia,
y los más furiosos embates de las aguas y los vientos, y sólo temblaba al contacto con la flor llamada asfódelo. Y
aunque para un pensador poco atento pueda parecer fuera de duda que la alteración producida por su desdichada
enfermedad en el carácter moral de Berenice debía de procurarme muchos motivos para el ejercicio de aquella
intensa y anormal cavilación cuya naturaleza tanto me ha costado explicar, con todo no era ése en modo alguno
mi caso. En los intervalos lúcidos de mi enfermedad, su desgracia, verdad es, me causaba dolor; y me apenaba
profundamente aquel naufragio total de su hermosa y dulce vida; y no dejaba yo de meditar frecuentemente y con
amargura acerca de los poderes misteriosos por los cuales se había podido producir tan súbitamente aquella
extraña revolución. Pero aquellas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran tal
como se les hubieran ocurrido en semejantes circunstancias a la inmensa mayoría de los hombres. Fiel a su propio
carácter, mi trastorno gozaba los cambios menos importantes, aunque más impresionantes producidos en la
persona física de Berenice, en la singular y aterradora deformación su identidad individual.

1Ha muerto el hijo de Dios; esto es creíble porque es una inepcia [esto es, que pueda morir el Hijo de Dios]; y
luego sepultado resucitó, esto es cierto por ser imposible…

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I. Responde las siguientes preguntas basándote en el fragmento leído:
1. ¿Qué enfermedad posee el protagonista? ¿De qué trata?

2. ¿Qué es la catalepsia? Descríbela brevemente.

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3. Cuando el protagonista dice que: “Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta
última sala” ¿A qué sala se refiere?

4. A partir del párrafo 4, ¿qué dice el protagonista sobre las realidades del mundo y las ideas del
mundo de los sueños/fantasías?

5. ¿Qué diferencias encuentras entre la crianza de Berenice y Egeo? Nombra al menos 4 por cada uno.

Crianza de Berenice Crianza de


Egeo
1. 1.

2. 2.

3. 3.

4. 4.

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II. Realiza el siguiente crucigrama de vocabulario basándote en las palabras destacadas (con negrita) del
texto. No están en orden de aparición y los verbos conjugados aparecerán en infinitivo (por ejemplo,
“yo amaba” sería en esta actividad “amar”).

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