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Hoy como ayer, ¡guerra a la guerra!

Gorka Martija (CTXT, 28 de marzo de 2022)

Lunes 28 de marzo de 2022 https://omal.info/spip.php?article9714

El mundo se encuentra en una encrucijada. La posibilidad de un conflicto entre


grandes potencias, derivado de la escalada generada por la invasión rusa de Ucrania,
supone una amenaza a la paz de magnitudes desconocidas en décadas. La gravísima
decisión del Gobierno español de enviar armamento ofensivo a Ucrania se enmarca en
una peligrosa pendiente de remilitarización general del espacio europeo y occidental,
que corre en paralelo al Rubicón militarista que ha cruzado Rusia con su injustificada
iniciativa de agresión. Y aunque parece cercano un acuerdo entre Rusia y Ucrania, la
inercia generada sin duda definirá los próximos tiempos.

La solidaridad internacional se encuentra en knock out, sin saber muy bien cómo
situarse y sometida a una abrumadora ofensiva mediática. Cualquier posición que
abogue por la diplomacia o la negociación está siendo criminalizada. Ha habido incluso
pronunciamientos contra la inclusión de la consigna “No a la OTAN” en las
movilizaciones antibélicas que tímidamente asoman, contribuyendo a un estado de
ánimo colectivo de enardecimiento eurochovinista y caza de brujas.

Un contexto crítico que exige posicionar posturas intransigentemente


internacionalistas. Es urgente alzar la voz ante la guerra a la que nos conducen las
derivas geopolíticas de un capitalismo terminal que se revuelve como una fiera
enjaulada.

Punto de partida: Ucrania, territorio en disputa en tiempos de imperialismos


rivales

Rusia ha tomado una determinación cuyo alcance ha cogido con el pie cambiado a la
práctica totalidad de analistas, poniendo en marcha un operativo que trasciende el
ámbito territorial del Donbass (en guerra desde 2014 y con una población de
adscripción mayoritariamente rusa, sometida al asedio del ejército ucraniano) y
desencadenando una ofensiva general sobre todo el territorio ucraniano, en una
agresión de corte imperialista que se apoya en un imaginario abiertamente neozarista
y expansivo. Hemos de partir, por tanto, de la inequívoca responsabilidad de las élites
gobernantes en la Federación Rusa.

Siendo esto así, no podemos obviar que la injustificada acción rusa se enmarca en una
disputa geopolítica de mayor alcance, que se remonta al menos hasta la primera
década del siglo XXI, y en la que EE.UU. y la UE juegan un papel de primer orden. La
expansión de la OTAN hacia el Este, la conflictiva dependencia centroeuropea
respecto del gas ruso, la injerencia directa por parte de estas potencias en contextos
como el EuroMaidan en 2014, o la propia proactividad y agresividad de la respuesta a
la invasión rusa por parte de la diplomacia comunitaria –normalmente dubitativa,
inoperante y más cercana a parámetros de soft power– y estadounidense son
elementos que dejan patente que la cuestión ucraniana no es ajena a sus intereses.

No estamos, pues, ante un fenómeno que acaba de emerger y que resulte ajeno a la
acción de polos de acumulación capitalista como la UE. Ucrania es desde hace décadas
un territorio en disputa por parte de potencias globales (o que aspiran a recuperar tal
estatus, como Rusia), y es desde ahí que debemos analizar la actual coyuntura.

Guerra de relatos

En este contexto, lo primero es impugnar los relatos que intentan posicionar los
diferentes contendientes de esta pugna entre potencias. Relatos como el de la
desnazificación de Ucrania, que Rusia despliega aprovechando la evidencia de que la
extrema derecha ocupa un lugar estratégico en las estructuras de Estado, militares y
de seguridad de este país. Siendo cierto el peso específico que este nacionalismo
reaccionario de raigambre banderista tiene en la vida política de Ucrania, parece poco
realista pensar que esto constituye una motivación real para las élites rusas a la hora
de desencadenar un ataque de la gravedad del que está teniendo lugar. Más aún
cuando las pulsiones reaccionarias e imperiales del putinismo son cada vez más
explícitas, tal y como quedaron acreditadas en el discurso del 21 de febrero, de
marcado tenor antibolchevique. Y que se suman a toda una trayectoria de apoyo a
tendencias tradicionalistas de corte abiertamente antifeminista y homófobo, tanto en
Rusia como en el conjunto de Europa. La épica antinazi juega un papel en esta guerra
de propaganda, pero la realidad nos lleva a constatar que tanto del lado ruso como del
ucraniano dominan tendencias que entroncan con derechas de corte más o menos
radical, lejos de cualquier imaginario emancipatorio.

Tampoco los relatos que dominan la esfera mediática occidental parecen ajustarse a lo
que realmente está ocurriendo. Aquí, Occidente sería ajeno al conflicto y actuaría de
forma estrictamente reactiva ante un Putin desquiciado. El objetivo: evitar a toda
costa la visualización de un conflicto larvado entre grandes potencias, que utilizan a
una pequeña nación como escenario sacrificable para dirimir sus disputas. Abundan los
paralelismos históricos que pretenden manipular la fibra del gran público europeo y
estadounidense: la Conferencia de Múnich, Churchill y la II Guerra Mundial, o incluso
guerras de liberación nacional apoyadas por la izquierda durante la segunda mitad del
siglo XX. En el Estado español se está produciendo una importante segmentación de
los relatos, siempre en un marco de apoyo irrestricto a la escalada militarista. Así, el
público de izquierda está tratando de ser seducido a golpe de épica antifascista,
rememorando la política de no intervención occidental en apoyo a la II República, o
sacando a colación el golpe pinochetista. Mientras, el público derechista está siendo
bombardeado con el espantajo de un Putin “comunista” que no resiste la más mínima
“prueba del algodón” histórica.
El “espíritu de 1914” en el capitalismo terminal: la pugna entre bloques
geopolíticos por el reparto de la tarta

A nuestro entender el paralelismo histórico más riguroso nos remite a 1914 y la IGM,
la guerra interimperialista por excelencia. Un choque entre bloques enfrentados en lo
que se denominó fase imperialista del capitalismo, determinada por la
internacionalización de capitales y corporaciones nucleadas en torno a determinados
polos de proyección política, económica y militar –Francia, Inglaterra, la emergente
Alemania, EE.UU. o, de forma subalterna, el imperio ruso–. Un conflicto entre élites
político-empresariales en el que las clases populares no tenían nada que ganar, en el
que fueron utilizadas como carne de cañón en los campos de batalla, y en el que, en
consecuencia, no debían tomar partido por sus propias naciones sino unirse contra sus
propios gobiernos capitalistas y contra la guerra en un esfuerzo coordinado, tal y
como defendió la Conferencia de Zimmerwald.

Las actuales tensiones entre bloques geopolíticos que representan a diferentes


fracciones del capital son nítidas desde hace años. Parece evidente que Rusia trata de
ganar zonas de influencia en su entorno geográfico inmediato, en disputa directa con
la UE y EE.UU. por el Este europeo. Tras la decadencia de la era Yeltsin, el proyecto
Putin buscaría recuperar para Rusia parte del estatus de gran potencia perdido, sin
por ello renunciar a una economía capitalista dominada por élites empresariales
enriquecidas con el saqueo post-soviético de la propiedad estatal.

Se trata de ocupar un papel en el concierto de las grandes potencias dominado por


unos EE.UU. en decadencia y una China emergente, jugando a la alianza con el gigante
asiático pero sin dejarse subsumir plenamente por su influencia. En esta pugna, sus
principales bazas son la energética y la militar. Y su prioridad estratégica, el Este
europeo, como demuestran iniciativas como la Unión Euroasiática –aunque en los
últimos años haya intervenido también en territorios como Siria–.

Por su parte, ni la UE, ni EE.UU. ni la OTAN son actores ajenos a esta disputa, sino
que están plenamente inmersos en la misma, buscando preservar un mundo unipolar que
ya no existe, dominado por EE.UU. y una Europa subalterna. La constante expansión
hacia el Este europeo de UE y OTAN busca afianzar espacios de influencia para
potencias como Alemania y EE.UU. respectivamente y de manera complementaria. Y en
ambos casos, la existencia de una estrategia de cerco político, económico y militar
respecto a Rusia es evidente y explícita, entre otros motivos por su capacidad
desestabilizadora en materia gasística y petrolera. Y con la mira puesta también a
medio plazo en la más amplia y estratégica operación de cerco geopolítico a China,
verdadero contendiente global de las potencias occidentales.

En este sentido, Ucrania es una “pieza de caza mayor” para ambos bloques, en la
medida en que es un territorio ampliamente fronterizo –con implicaciones militares
que a nadie se le escapan–, con peso en materia económica –tanto por el tejido
industrial que predomina en el Este como por su condición de “granero” global–, y por
ser zona de paso del gas ruso hacia Europa –el 55% del gas ruso con destino a la UE
pasa por este territorio a través de los gasoductos Soyuz, Yamal y Brotherhood–. De
ahí que el Acuerdo de Asociación con la UE o la adhesión a la OTAN de este país estén
en el centro de la pugna entre ambos bloques. Estamos ante un conflicto en el que el
bienestar de la población ucraniana no juega un papel determinante para ninguna de las
partes contendientes.

Ningún fenómeno histórico se repite de manera mimética. Si en 1914 las tensiones


entre potencias se desataron en un ciclo todavía expansivo del capitalismo –la principal
limitación era geográfica, y había que “llegar antes” a la conquista de territorios aún
no incorporados a las cadenas de valor capitalistas–, hoy vivimos un contexto
civilizatorio mucho más agónico.

Hoy las tensiones geopolíticas se producen en el marco de una crisis terminal del
capitalismo, acosado por su incapacidad para generar ciclos de crecimiento económico-
productivo de largo alcance; por un cambio climático en proceso de aceleración; y por
haberse alcanzado los límites biofísicos del planeta –los picos petrolero, gasístico, etc.
ya alcanzados o inminentes, ponen coto natural a un despliegue capitalista que exige
crecimiento y expansión, generando espirales inflacionistas como la actual–. El nexo
entre este último factor, la condición rusa de suministrador estratégico de petróleo y
gas a Europa y el incremento de las tensiones geopolíticas que han desembocado en el
actual conflicto es evidente.

Un contexto en el que la “tarta” de la economía global, de la energía y los materiales


necesarios para mantener su lógica de crecimiento permanente no da más de sí. Esto
supone una agudización de la disputa entre bloques geopolíticos que representan a
distintos capitales por acaparar esta “tarta” en detrimento del resto de
contendientes, posicionándose de forma ventajosa –o menos desventajosa– en el
inminente contexto de decrecimiento y desglobalización forzadas. Es precisamente
esta situación agónica en que se encuentra el capitalismo global en tanto que proyecto
civilizatorio la que convierte el actual conflicto en Ucrania en una bomba de relojería.
Si hasta ahora habían prevalecido lógicas de guerra fría como la guerra comercial,
ahora entramos en una fase explícitamente militarizada de la disputa directa entre
potencias capitalistas.

Tareas urgentes de la solidaridad internacional

Es urgente que la solidaridad internacional responda a esta coyuntura crítica,


marcando una posición consecuente e intransigentemente internacionalista. No hay
intereses populares representados en esta geopolítica capitalista. El grado de
devastación de la vida que una conflagración entre potencias imperialistas acarrearía –
incluyendo en la ecuación la variable nuclear– no hace sino agudizar este imperativo.
Urge una agenda internacionalista emancipatoria, firme en no transar con las inercias
de dominación de unos y otros gobiernos-capitales.
Para ello es preciso actualizar imaginarios, dejar atrás lógicas de mundos que ya no
existen, y recuperar aprendizajes históricos. Dado el paralelismo relativo que
trazábamos entre el actual conflicto y la IGM, el internacionalismo socialista de la
Conferencia de Zimmerwald, con su insobornable oposición a la guerra inter-
imperialista, puede ser un buen punto de partida para repensar las urgencias del
presente tirando del hilo histórico emancipatorio. Una tradición que ha quedado un
tanto orillada en la medida en que desde entonces se ha venido situando el foco
principal de las tareas internacionalistas en la defensa de procesos de liberación
específicos. Más aún en el contexto de la Guerra Fría, donde el factor nuclear
disuadía eventuales confrontaciones militares directas entre EE.UU. y URSS, que
dirimían su disputa en terceros escenarios en los que el alineamiento progresista era
claro: Vietnam, Cuba, Nicaragua, etc.

Tras la caída del campo socialista se han producido conflictos y agresiones de corte
imperialista –Yugoslavia, Irak–, pero no se había vivido hasta ahora el peligro de una
confrontación militar inter-imperialista directa. El conflicto en Ucrania constituye un
escenario de este tipo, lo que supone un salto cualitativo que nos exige retomar y
adaptar esas claves que entroncan con las mejores tradiciones del antibelicismo
socialista e internacionalista. Claves que un siglo después vuelven a estar de plena
vigencia, pero que caminan a contracorriente del enardecimiento militarista que aqueja
incluso a sectores de la izquierda que se tiene a sí misma por rupturista.

Nuestra apuesta debe pivotar sobre cuatro ejes. En primer lugar, un rechazo
intransigente de la guerra, sus dinámicas asociadas y las lógicas capitalistas de gran
potencia que la alimentan. En una disputa entre élites, los sectores populares no deben
tomar partido a partir de criterios de corte chovinista y deben mantener su
independencia frente a la oleada belicista. Esto supone, por supuesto, un rechazo y
condena sin ambages de la ofensiva militar imperialista rusa, así como la exigencia de
su cese y la retirada del terreno. Y exige también una toma de posición inequívoca
respecto de la otra parte de esa pugna geopolítica, el bloque conformado por la UE y
EE.UU., así como su política de disputa agresiva de espacios de influencia en el
entorno fronterizo de Rusia, incluida por supuesto la militarización creciente del Este
de Europa. La consigna “no a la OTAN” es absolutamente pertinente en el actual
contexto. Y por supuesto, debemos situar en el centro la exigencia de reimpulsar
compromisos de no proliferación nuclear y de desmantelamiento de esta tecnología
militar por parte de estas grandes potencias, al ser el máximo exponente del
antagonismo entre las lógicas belicistas de gran potencia y la vida en el planeta en
todas sus expresiones.

En segundo lugar, cada pueblo debe rebelarse contra sus propios imperialistas. Esto
supone que la prioridad política de la solidaridad internacional y la izquierda en el
Estado español se debe enfocar fundamentalmente a combatir cualquier iniciativa que
desde el Gobierno español –y, de forma más amplia desde instancias de la UE– no se
enmarque en la lógica del primer eje. Combatir en nuestro territorio y frente a
nuestras instituciones y gobiernos toda disposición de corte belicista, que alimente la
dinámica de guerra y que entronque con los intereses hoy dominantes en el bloque
geopolítico al que pertenecemos. Por tanto, se impone la oposición a cualquier
participación directa o indirecta de tropas españolas en el conflicto, ya sea a través
de la OTAN o de cualquier otra estructura, así como el rechazo radical al envío de
armas por parte del Estado español y del conjunto de la UE al Gobierno ucraniano.

En tercer lugar, y como consecuencia lógica del anterior, posicionar el criterio de


solidaridad activa con las clases populares y los sectores progresistas que a ambos
lados del conflicto se oponen a la deriva militarista. Defender, como hemos hecho en
el caso de otros conflictos (y a diferencia de la hipocresía comunitaria y su doble vara
de medir), la acogida de las personas refugiadas ucranianas generadas por la ofensiva
militar rusa. Y desplegar una solidaridad activa con la izquierda rusa que está saliendo
a la calle a oponerse a la política imperialista de su propio gobierno.

En cuarto lugar, debe posicionarse con fuerza la necesidad imperiosa de que


prevalezcan parámetros de resolución dialogada del conflicto, a través de la
negociación por la vía diplomática. Detener la escalada bélica es una prioridad. En este
sentido, es preciso apoyar de forma táctica cualquier intento de mediación que
pudiera emerger, así como los acuerdos de Minsk como punto de partida sobre el que
comenzar una negociación que ponga fin a las hostilidades lo más rápidamente posible.
Teniendo la certeza, en cualquier caso, de que ni la vía diplomática ni los mencionados
acuerdos son espacios que enmienden la totalidad de la lógica expansiva de las grandes
potencias involucradas, pero pueden resultar útiles en un momento en el que se impone
la necesidad inmediata de una desescalada.

Hoy como ayer, ¡guerra a la guerra!

Gorka Martija (@TMcMartiman) es investigador del Observatorio de Multinacionales


en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.

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