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CONTENIDO

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PSICOLOGÍA CLÍNICA Y PSICOTERAPIAS. CÓMO ORIENTARSE
EN LA JUNGLA CLÍNICA
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1. LA PSICOLOGÍA CLÍNICA: QUÉ ES Y DE DÓNDE
VIENE
Definición y delimitación
Utilidad de mirar a la historia
El paso de la teología al humanismo
La Ilustración
El mesmerismo
La primera gran reforma
El siglo XIX
Las guerras mundiales
Excurso: La iatrogénesis
CAPÍTULO 2. EL PARADIGMA MÉDICO EN PSICOLOGÍA
Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia
Los postulados del modelo biomédico
La visión biomédica de la locura
La investigación en psiquiatría biomédica
Razones para el éxito de la psiquiatría
Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas
Excurso: El problema del dualismo mente-cuerpo
CAPÍTULO 3. LOS MODELOS EN PSICOLOGÍA: MODOS DE
ENTENDER LO PSICOLÓGICO
Cómo moverse por la jungla clínica
Los modelos psicodinámicos
Cómo aparecen las ideas de Freud
Características del psicoanálisis
Importancia y valoración de la obra de Freud
El conductismo
La aparición de la terapia conductual
Los principios conductistas en psicoterapia
Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica
El modelo cognitivista
El posicionamiento cognitivista en clínica
Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas
La psicología humanista
Excurso: el conductismo se vuelve humanista
El modelo sistémico
La teoría de sistemas y la familia
Principales escuelas sistémicas clásicas
Valoración del modelo sistémico
Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo
CAPÍTULO 4. CRITERIOS DE NORMALIDAD EN PSICOLOGÍA.
INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA
Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo
Criterios de anormalidad
El criterio ontológico
El criterio normativo
El criterio estadístico
El criterio de emergencia psiquiátrica
El criterio de sufrimiento subjetivo
El criterio legal
Criterio de disfuncionalidad
Anormalidad como conducta adaptada
Anormalidad como control social
¿Cómo manejar este enredo?
CAPÍTULO 5. LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN Y EL
DIAGNÓSTICO EN PSICOLOGÍA
Nosologías psiquiátricas
Qué es y qué no es el DSM
La clasificación actual
Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia
Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos
cognoscitivos
Trastornos mentales debidos a enfermedad médica
Trastornos relacionados con sustancias
Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos
Trastornos del estado de ánimo
Trastornos de ansiedad
Trastornos somatomorfos
Trastornos facticios
Trastornos disociativos
Trastornos sexuales y de la identidad sexual
Trastornos de la conducta alimentaria
Trastornos del sueño
Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros
apartados
Trastornos adaptativos
Trastornos de la personalidad
Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos
CAPÍTULO 6. CONCEPTOS DE CAMBIO
¿Qué es la psicoterapia?
¿Qué se hace en psicoterapia?
El psicoanálisis
Terapia de conducta
Terapias cognitivas
Terapias humanistas
Terapias sistémicas
El ciclo vital
Técnicas sistémicas
Excurso: a vueltas con las adicciones
BIBLIOGRAFÍA
Créditos
Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla
clínica.
© del texto: Yolanda Alonso Fernández.
© de la edición: Editorial Universidad de Almería, 2013
© fotografía de cubierta: Carlos Salvo Luengo.
publicac@ual.es
www.ual.es/editorial
Telf/Fax: 950 015459

ISBN: 978–84–15487–80–7
Depósito legal: Al 620–2013
Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello

Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y


comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional
Psicología clínica y psicoterapias.
Cómo orientarse en la jungla clínica
PRÓLOGO

La idea de componer este libro nació en un contexto educativo, como


recopilación de las enseñanzas que durante algunos años impartí a
alumnos principiantes de Psicología y de las que ellos me impartieron
a mí. Esto quiere decir que la forma que ha tomado la materia que se
expone está determinada por el feedback proporcionado por aquellos
estudiantes que lograron comunicarme, de una u otra forma, qué
clase de ejemplos o qué tipo de explicación les resultaba más útil
para comprender los asuntos que se manejaban en las clases. El
resultado es un sucinto libro de texto, o de enseñanza básica, aunque
no necesariamente para el estudiante de una asignatura concreta, ni
siquiera para estudiantes de Psicología. Pretende ser un libro
ilustrativo, informativo, global y ameno sobre las intervenciones
psicológicas en general y sobre las psicoterapias en particular, que
introduce ideas, problemas y conceptos característicos de este campo
de conocimiento con intención didáctica. A pesar de que aborda
cuestiones básicas y de que uno de sus objetivos principales es que
resulte de fácil lectura, no es sencillo en todas sus páginas, como no
lo es en todas sus facetas el tema del que trata.
Se comienza con un repaso histórico de la psicología clínica como
disciplina científica. Aunque hoy en día su presencia en nuestra
cartera de recursos sociales se da por sobreentendida, la psicología
clínica nació en realidad hace muy poco tiempo, y proviene
históricamente por igual de las tradiciones psicológica y médica. En el
primer capítulo veremos los episodios sociales, políticos y científicos
de la historia que han marcado su devenir. También se presentan
algunos asuntos controvertidos dentro de la psicología que afectan
también a su rama clínica, como la polémica entre el pensamiento
organicista y el no organicista, que pese a su largo recorrido histórico
está aún lejos de resolverse, o el dualismo mente-cuerpo,
cuestionado también desde hace décadas pero del que la psicología
no se ha desprendido todavía.
Los siguientes dos capítulos están dedicados a las diferentes
perspectivas que compiten en la comprensión de los trastornos
psicológicos, que es lo mismo que decir los diferentes modelos
teóricos en psicología clínica. Cada modelo supone en último término
una conceptualización diferente de la naturaleza humana. ¿Qué
somos? ¿La expresión de la actividad de un sistema nervioso? ¿El
resultado de pulsiones y conflictos intrapsíquicos? ¿O seres
inseguros en busca de identidad y sentido? Dependiendo de la
posición que tomemos ante esta cuestión, daremos un tratamiento
diferente a nuestros pacientes (clientes, usuarios o consultantes,
como se quieran llamar). De entre todos los modelos, es de rigor
empezar por el organicista-biomédico, pues es históricamente el
primero y el de mayor relevancia social y económica a día de hoy. Se
le dedica íntegramente el capítulo 2. En el capítulo 3 se repasan los
principales modelos teóricos psicológicos que han generado escuelas
clínicas dentro de la psicología. Para cada uno de ellos se exponen
los postulados de los que parten, sus formas diferentes de entender lo
psicológico –y a la postre la naturaleza humana– y el contexto y las
razones de su existencia. Para terminar, se valora cada uno de ellos
de forma crítica.
Podría parecer trasnochado presentar un desglose de modelos en
psicoterapia, ahora que la tendencia a la rivalidad parece haber
cambiado por la disposición a la búsqueda de lugares comunes. Pero
mientras esa esperada convergencia llega y no llega, sigue siendo
necesaria una guía para desenvolverse en la confusión de terapias y
de direcciones clínicas posibles. Además, por mucho que una
propuesta integradora deje algún día obsoletos al psicoanálisis y a la
modificación de conducta, éstos siempre formarán parte de la
disciplina, aunque sea como la historia necesaria para entender cómo
ha devenido esa aglutinación que contenta a todos.
Después de esto se aborda un problema especialmente complicado
en psicología clínica, que es el establecimiento de un límite entre lo
normal y lo anormal, psicopatológicamente hablando. Existen muchas
argumentaciones diferentes que intentan definir esta frontera, pero se
trata de un asunto sobre el que no existe acuerdo en absoluto. En el
capítulo 4 se presentan los criterios de anormalidad más utilizados o
de más peso, ya sea teórico o práctico, y se analizan a la luz de su
utilidad y de los problemas a los que remiten.
Una vez explorados los criterios de anormalidad, el siguiente
capítulo se dedica íntegramente a la anormalidad psicológica
entendida desde la visión más ortodoxa y académica del trastorno
mental. Se exponen las principales categorías diagnósticas y
patologías que distinguen los manuales diagnósticos al uso, con
referencia principalmente al DSM (Manual diagnóstico y estadístico
de los trastornos mentales), sobre el que se explican también su
razón de ser y sus utilidades. Se intenta sobre todo entender cuáles
son los criterios que utiliza el manual para incluir unos u otros
trastornos y para agruparlos.
Por último, el capítulo 6 está dedicado a las diferentes formas de
actuar que se pueden encontrar en las consultas de psicoterapia.
Como hemos dicho, la investigación en psicoterapias cada vez
invierte más en la búsqueda de los elementos que son comunes a
todos los modelos. Probablemente en el futuro la psicoterapia se
basará en el conocimiento de esos factores, mientras que las
diferentes escuelas pasarán a ser estilos personales de trabajar, más
que los determinantes del trabajo que se hace. Pero a día de hoy, lo
que ocurre en las consultas de psicoterapia depende sobre todo de la
escuela en la que se ha formado el psicoterapeuta y por lo tanto del
“idioma” que utiliza para la reconstrucción del problema clínico que le
presentan. En este capítulo se verán algunas de esas transcripciones
clínicas, las más representativas de las psicoterapias actualmente en
el mercado. Al final se utilizará el ejemplo del consumo de alcohol
para hacer una comparación de todas las perspectivas.
Capítulo 1. La psicología clínica: qué
es y de dónde viene

Definición y delimitación
La psicología clínica es una rama dentro de la psicología. La
disciplina de la psicología abarca un campo muy amplio y por ello es
difícil de definir. Dependiendo del diccionario o del manual que
utilicemos, la psicología es la ciencia de la conducta, de los procesos
mentales, del alma, puede ser una parte de la filosofía o una ciencia
de la salud, un arte curatorio o una disciplina experimental.
Probablemente es todo eso. En todo caso, la psicología clínica es,
dentro de ese gran mar de conocimientos y prácticas, la parte
interesada en los problemas psicológicos y en la conducta anormal
(aunque señalar qué es normal y qué anormal en psicología es muy
complicado, como se verá en el capítulo 4). Eso quiere decir que se
ocupa de procesos que ocurren en personas individuales o en grupos
pequeños, la familia como mucho –en eso se diferencia de la
psicología social– y en lugares donde trascurre la vida real –en eso se
diferencia de la psicología básica, más interesada en reproducir
procesos psicológicos en los laboratorios para comprender su
funcionamiento básico y enunciar generalidades–. La psicología
clínica es la parte de la psicología que se ocupa del sufrimiento, y su
razón de ser y objetivo último es aliviarlo.
Dentro de la psicología clínica existen campos variados de trabajo,
pero su foco principal recae siempre sobre problemas humanos de
índole personal o interpersonal. Ludewig (1996) ofrece una
interesante definición de la materia con la que trabajan los psicólogos
clínicos. Los problemas clínicos se caracterizan, en primer lugar, por
ser problemas de la vida, diferentes de los problemas técnicos o
políticos. No se trata por lo tanto de desafíos objetivos (arreglar el
grifo de la bañera o conseguir una hipoteca) ni de debates
intelectuales (decidir si la guerra está justificada, convencer de que
los espacios naturales se protejan), sino de escenas de la vida
cotidiana en las que se repiten momentos de dificultad. En segundo
lugar, en los problemas clínicos el comportamiento o manera de ser
de una persona es valorado negativamente por ella misma o por
otros. Es decir, esa forma de ser o de hacer las cosas desencadena
sufrimiento o emociones negativas en alguien. Alrededor de esas
valoraciones negativas comienzan a ocurrir acontecimientos variados,
destinados principalmente a corregir el comportamiento original, pero
que además encierran una demanda implícita de que alguien cambie
algo, de modo que todo ello se enreda en una malla de quejas y
acusaciones mutuas. Cuando los intentos de corrección fracasan y
las reacciones de sufrimiento que genera la conducta original son tan
importantes que empujan a los afectados a consultar a un profesional
–el psicólogo clínico–, entonces éste reformulará el problema que le
explican sus consultantes en función de la teoría clínica en la que se
ha formado (conductista, psicoanalista, etc.). Ya tenemos un
problema clínico. Un problema clínico en psicología entonces no es
subjetivo ni objetivo, tampoco es un estado de cosas. Es la
reformulación por parte de un profesional de una forma continuada de
actuar de alguien que genera sufrimiento en sí mismo o en otros. A
estos problemas generalmente suele llamárseles “trastorno
psicológico”, o si nos parece muy grave incluso “enfermedad mental”,
aunque veremos a lo largo del libro que ambas denominaciones son
desafortunadas.
Desde hace algunos años, al campo de trabajo de la psicología
clínica se puede añadir casi todo el campo que tradicionalmente ha
estado reservado a la medicina. Los avances de la psicología desde
mediados del siglo XX y los cambios en las formas de enfermar en los
países avanzados, más relacionados con los estilos de vida que con
gérmenes o contagios, han redundado en que la psicología tenga
mucho que decir sobre el sufrimiento generado por los problemas de
salud, tanto en lo relativo a paliar sus consecuencias, como a evitar
que aparezcan, como incluso a tratar las enfermedades en sentido
estricto. Por eso en muchas ocasiones los términos “psicología
clínica” y “psicología de la salud” aparecen juntos, como en los títulos
de másteres y cursos de formación, en las divisiones de perfiles o
asociaciones profesionales, etc., de forma que casi han llegado a
formar un ámbito nuevo: la psicología clínica y de la salud.
La psicoterapia es una de las actividades más importantes y
conocidas de la psicología clínica, pero no la única. La psicología
clínica comprende también el estudio de la etiología de los problemas
clínicos, es decir, el análisis de las condiciones en las que suelen
aparecer; su evaluación, que consiste en la puesta en marcha de
procesos sistemáticos de obtención de información (tests
estandarizados, por ejemplo) que pueda ser relevante en la toma de
decisiones clínicas; su clasificación, que sirve para mantener la
información clínica ordenada y poder manejarla y compararla; el
diagnóstico, o proceso de identificación de trastornos previamente
definidos por los manuales; la epidemiología, o estudio de cómo se
distribuyen los trastornos psicológicos en las poblaciones. Es en la
parte de intervención donde encontramos la ya mencionada
psicoterapia, aunque la intervención psicológica incluye también otros
procedimientos no estrictamente psicoterapéuticos, como los
preventivos, la rehabilitación y el consejo o asesoramiento
psicológico, que últimamente recibe los nombres anglosajones de
coaching o counselling.
Como cualquier disciplina científica –aunque quizá más, por ser su
objeto de estudio complejo donde los haya–, la psicología clínica se
enfrenta a ciertos problemas no resueltos que atañen a la psicología
en general, pero que en clínica adquieren una proyección práctica y
por lo tanto toda su dimensión. Se trata de asuntos más bien de
carácter filosófico (epistemológico, ontológico), es decir, de
asunciones de base. Por ejemplo: hasta qué punto debemos
considerar los problemas psicológicos asuntos del cerebro; si los
trastornos psicológicos son o no enfermedades; si cabe hablar de
“causas” cuando se analizan los problemas clínicos. A través del libro
se irán presentando cuestiones de esta índole con el objetivo de
llamar la atención sobre ellas y mantenerlas sobre la mesa, pues lejos
de pertenecer exclusivamente al ámbito de la discusión intelectual,
determinan de forma muy relevante qué trato, en todos los sentidos
de la palabra, le damos a las personas que presentan problemas
clínicos.

Utilidad de mirar a la historia


La psicología clínica tal y como la conocemos hoy no existía hasta la
segunda mitad del siglo XX. En el periodo entre las dos guerras
mundiales se empezaron a extender tímidamente los gabinetes
privados y despuntó la presencia de psicólogos clínicos en
instituciones públicas, pero no es sino hasta después de la Segunda
Guerra Mundial –en seguida veremos por qué– cuando la psicología
clínica se propagó con verdadero empuje. Hasta entonces, la
asistencia profesional de “lo mental”, lo mismo que la de “lo físico”,
estaba cubierta por la medicina. Los psiquiatras eran los encargados
tanto de teorizar como de practicar sobre la enfermedad mental, en la
pequeña –en comparación con hoy– medida en que se hacía. De
hecho, casi todos los personajes de la primera parte de esta historia
tenían una formación médica, ya fuera psiquiátrica, neurológica o
ambas. Las dos fuentes históricas de la psicología clínica, la médica y
la psicológica, han evolucionado de forma más o menos
independiente. El conocimiento de esta co-evolución es indispensable
para articular lo que ocurre en materia de la salud mental a día de
hoy, para entender sin ir más lejos cómo nuestro sistema sanitario
decide, ante un problema psicológico, si nos pone en manos de un
psicólogo o de un psiquiatra. Por otro lado, la historia de la psiquiatría
es en parte la de la psicología clínica también, aunque no al revés: la
psiquiatría ha tenido un devenir histórico propio y más independiente,
amparada dentro de la propia evolución de la medicina.
En cierto modo, la historia de la psicología clínica es también la
historia de la disputa por un espacio de trabajo. Frente a los
psiquiatras por un lado, cuyo terreno está mucho más afianzado por
herencia médica, y por otro frente a otras profesiones que también
atienden a las personas mirando por su bienestar psicológico
(educadores, asistentes sociales, enfermeros, incluso sacerdotes). La
integración de los psicólogos clínicos en los sistemas públicos de
salud mental, que en España comenzó en los años 80, ha sido un
logro considerable, aunque no suficiente. Actualmente se reivindica la
introducción de la atención psicológica especializada en atención
primaria (Pérez Álvarez y Fernández Hermida, 2008). En los próximos
decenios son de esperar nuevos avances en el ámbito de trabajo de
los psicólogos clínicos.
Presentar la historia de una disciplina al comienzo de un texto o de
un curso puede parecer una forma estándar de empezar, o un adorno
intelectual, pero no, lo cierto es que saber lo que ha pasado es la
única forma de conseguir una idea medianamente completa del
contexto en el que están ocurriendo las cosas ahora. En el caso de la
psicología clínica y las psicoterapias se puede constatar que el hilo
conductor de su historia es en realidad la historia de las ideas que se
mantienen en cada época sobre la anormalidad psicológica, es decir,
lo que en cada momento de la historia la gente piensa acerca de qué
es la enfermedad mental. Ahora mismo no es de otra manera: la
forma en que tratamos o intentamos entender la anormalidad
psicológica está determinada por el concepto de enfermedad mental
dominante actualmente, de modo que cuando alguien sufre por
razones psicológicas solemos administrarle psicofármacos. La opinión
más generalizada hoy es que la enfermedad mental pertenece sobre
todo al terreno del sistema nervioso. En la Edad Media, en cambio, se
consideraba relacionada con las fuerzas del bien y del mal, y en
ocasiones el tratamiento era la hoguera.

El paso de la teología al humanismo


Como en cualquier otra disciplina, uno se puede remontar rastreando
los orígenes tanto como desee, pero a efectos de comprender el
origen de la psicología clínica es suficiente con retroceder hasta el
Renacimiento, momento de la historia en el que el mundo occidental
sufrió el cambio social, político y científico probablemente más
trascendente hasta el siglo XX. En el Renacimiento se desplegó la
corriente de pensamiento conocida como humanismo, que suponía
una nueva concepción del hombre y del mundo. Los asuntos
humanos dejaron de girar en torno a Dios, los ángeles y los demonios
para pasar a ser objeto de explicaciones naturales. Se renovaron las
artes y las ciencias, se avanzó en conocimientos que redundaron en
cambios en la forma de vida; también la economía evolucionó y
empezaron a disolverse las sociedades feudales. Comenzó de una
tímida libertad, también de pensamiento. Algunos se atrevieron a
manifestar desavenencias con la Iglesia –recuérdese a Galileo– y a
afirmar que no es la gracia divina sino la actividad humana el punto
de partida para entender las cosas. En el ámbito de la psicología todo
esto se traduce en el paulatino abandono de la demonología propia
de la visión teocéntrica medieval, que sostenía que la enfermedad
mental era cosa de brujería, de posesión diabólica o bien
consecuencia del castigo divino.
La tradición cristiana medieval era verdaderamente pertinaz y
consiguió durante mucho tiempo, incluso ya muy avanzado el
Renacimiento, mantener a raya las voces disidentes en todos los
ámbitos del conocimiento, entre ellas las que querían dar
explicaciones naturales a la enfermedad mental. El español Luis
Vives (1492-1540) o Paracelso (1493-1541) fueron ejemplos de ese
intento1. El holandés Johann Weyer (1515-1588) en su De praestigiis
daemonum (“De la ilusión de los demonios”) afirmó valientemente que
las brujas, más que parientes del diablo, podrían ser víctimas de
enfermedades mentales. La cuestión era que la visión teocrática
servía a la Iglesia muy eficazmente para ejercer su preciado poder
sobre las voluntades de la gente. Si las alucinaciones y los ataques
histéricos o epilépticos eran cosa del diablo, entonces la Iglesia, como
gestora única de lo sobrenatural, podía desplegar su maquinaria
correctiva para ponerles remedio y de paso mantener al pueblo bien
informado de la eficacia de su aparato represor. Lo cierto es que todo
aquel que ponía en entredicho la voluntad divina, fueran astrónomos,
brujas, herejes, enfermos mentales o mezclas de los anteriores,
suponía una amenaza real para la institución eclesiástica, que en
aquella época debía de sentirse seriamente amenazada ante los
cambios sociales y políticos que anunciaban un futuro en el que
perdería poder, como de hecho ha sido.
Durante la Edad Media, no solo la enfermedad mental en tanto que
concepto (teológico-demonológico) era competencia del clero,
también lo era la atención a los enajenados. Ésta no consistía
prácticamente en otra cosa que en el acogimiento o manutención por
parte de religiosos en instituciones monacales, y ello en virtud de su
condición de desamparados, no de su condición de enfermos. Por
otro lado, los “tratamientos” para esos males también eran
administrados exclusivamente por la Iglesia y consistían en la tortura,
el exorcismo o la hoguera. No eran los médicos sino los curas los que
trataban la epilepsia, rociando al interesado con agua bendita en el
mejor de los casos (Cullari, 2001). Como vemos pues, tanto el ámbito
de la explicación (equivocada) como el de la atención (poca o
contraproducente) de la conducta anormal se mantuvieron durante
todo el Medioevo en manos del clero. La medicina y los médicos
estaban relegados al estudio de lo físico, de manera que quedara
claramente delimitado y reservado para la Iglesia un amplio campo de
actuación en lo espiritual. Y la psicología por entonces no existía
todavía en absoluto.
A pesar de su empeño, la Iglesia no consiguió frenar el avance de la
ciencia (y se esforzó mucho). Los cambios que estaba
experimentando el mundo y las formas de vida eran de profundo
calado. En la primera mitad del siglo XVI se vivió una época de
prosperidad económica sin precedentes, gracias al comercio
incipiente con las recién descubiertas Indias Occidentales y a una
pequeña revolución industrial, textil sobre todo. Ello trajo consigo un
éxodo del campo a las ciudades, más prósperas, que aumentaron
mucho su población en poco tiempo. En consecuencia, la población
errática y de indigentes, entre ellos muchos enfermos mentales, se
hizo visible y empezó a constituir un problema comunitario, fenómeno
por cierto que conocemos bien en nuestros días. Como respuesta a
esa nueva situación social, las instituciones se vieron empujadas a
emprender obras públicas: en los siglos XVI y XVII se acometen los
primeros saneamientos urbanos, se reservan en las ciudades
espacios para el recreo público, y también se construyen los primeros
asilos no religiosos destinados a acoger enfermos mentales. Otra
circunstancia que ayuda a entender el devenir conceptual de la
enfermedad mental en el Renacimiento fue el rápido e inesperado
retroceso de la lepra en Europa a finales del siglo XVI. Las razones
del cambio en el patrón epidemiológico de esta enfermedad no son
claras, pero el hecho es que los leprosos prácticamente
desaparecieron (Ackerknecht, 1992), pero dejando en varios sentidos
un vacío. No solamente las leproserías se despoblaron, también
quedaron vacantes la estigmatización, la exclusión y el miedo al
contagio y a lo diferente, que en parte fueron asumidos por la
vagabundez y la enfermedad mental (Foucault, 1961).
La sustitución de creencias demonológicas por posibles causas
naturales es de una relevancia histórica incuestionable, como lo es la
asunción de la responsabilidad sobre los enajenados por parte de las
autoridades civiles. Pero también hay que decir que el panorama de
esa pobre gente no mejoró gran cosa con esos avances sociales. Los
tratamientos, por llamarlos de algún modo, siguieron consistiendo en
toda una serie de horrores y torturas, ayunos de comida y agua,
camisas de fuerza, encadenamientos, eméticos, lavativas… (Postel y
Quétel, 1994). Por entonces comienzan los tratamientos de shock –
cuya versión moderna, el electroshock, sigue en uso–, como la
inmersión en agua helada, o la silla giratoria, en la que se hacía rotar
al paciente hasta que perdía el conocimiento o sangraba por la nariz.
Lo que diferencia estos procedimientos supuestamente curativos de
los mediavales anteriores no es precisamente su eficacia, sino su
fundamento racional: la teoría galeno-hipocrática de los cuatro
humores y su proporción equilibrada en las correspondientes partes
del cuerpo. Basándose en la idea original de Hipócrates, Galeno
había relacionado los cuatro humores (etimológicamente líquido
corporal, fluido), con otros tantos tipos de ánimo o formas de sentir2:
sangre y optimismo, correspondientes al corazón; bilis amarilla y
cólera (hígado), bilis negra y melancolía (bazo), flema e indiferencia
(cerebro). Pues bien, la silla giratoria perseguía teóricamente remover
la sangre que se suponía congestionada en el cerebro para restituir
su distribución normal en el organismo. No era por lo tanto un castigo
ni un ritual supersticioso, sino un método basado en la ciencia.
En resumidas cuentas: en el Renacimiento la medicina rescata la
enfermedad mental del dogma eclesiástico, pero puede hacer muy
poco por ella. El extraordinario florecimiento y avance de las ciencias
permitió descubrimientos tan importantes como la rotación de los
planetas o la circulación de la sangre, pero en materia de salud
mental no se superó a Galeno.

La Ilustración
La época de las luces (siglo XVIII) es el momento de la historia en
que por primera vez las ideas empiezan a estar por encima de los
dogmas. Impera el espíritu crítico, el cuestionamiento racional de los
fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión
pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es
la ciencia. Los adelantos ilustrados en materia de física o de biología
no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento científico en el siglo
XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos
“ciencia mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver
las cosas que consiste en considerar que los organismos son
comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los
problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el
enfermo mental adolece de un fallo en algún lugar de su organismo.
Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero se
suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera
el que fuere, era el que comprometía su marcha normal.
El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de
comprender desde nuestra visión actual porque se corresponde con
el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia de que el
extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos
decenios nos permite ahora dar nombre a algunas sustancias
neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente partes en el
sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar
–la teoría clínica que está detrás– es la misma: si bien el entorno
influye más o menos, lo que padecen los trastornados mentales son
básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben
hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún
fármaco o intervención médica. Es una visión correctiva, propia por lo
demás de la medicina convencional en general, que considera que se
debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar
lo que falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin
tener en cuenta que una parte considerable de lo que se pretende
corregir bien pueden ser procedimientos que el propio organismo ha
puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección
(la fiebre, la tos, el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este
particular la original visión de la llamada “medicina evolutiva” de
Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la
ciencia mecanicista considera la enfermedad mental un proceso
básicamente somático susceptible de ser corregido con
intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya casi en el
siglo XX, cuando se empezaron a ver las cosas de otro modo, pero de
esto nos ocuparemos más adelante.
La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber
estado durante siglos sometidas al pensamiento dogmático y
oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto bajo la lupa
de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias
(los síntomas mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno
religioso y les habían estado vedadas. Por eso la ciencia era poco
espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con fines
científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano
diseccionándolo.
La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las
grandes colecciones y de los primeros museos. La zoología y la
botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el
descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de
especies extrañas a las que había que dar nombre y un orden. Así
que también es la época de las grandes clasificaciones, la de Lineo3
por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad
biológica recién descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico
empezaron también a clasificarse las enfermedades y hubo algunas
tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como
protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las
enfermedades mentales en su Psiquiatría nosográfica, que hoy nos
resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía, la manía, la
demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros
ensayos dentro de la tradición clasificatoria que también continúa hoy
en forma de nuestros actuales sistemas de diagnóstico,
principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental
diseases) y el capítulo V de la Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos referencia en
varias ocasiones a lo largo de este libro.

El mesmerismo
No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la
psicología clínica actual, pero su interés histórico, aunque anecdótico,
es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de su artífice
ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de
ciencia y salud mental, así que estudiarlo nos ayuda a comprender
muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un médico
alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría
del magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el
universo entero y que lo interconecta todo, incluido el cuerpo humano.
En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es original,
sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía.
Si se produce en nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir
magnético enfermaremos, y para lograr la curación debe redistribuirse
el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la
naturaleza magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes,
pero pronto se dio cuenta de que no eran necesarios. Personas
especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar.
Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy
ritualizadas y teatrales, en las que se inducía la transmisión del fluido
animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la energía del
magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares
y mirándolo a los ojos. En la época existía una gran afición por los
artefactos físicos (se estaban inventando los termómetros, los telares,
las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su
tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el
fluido animal que alcanzó gran fama. Y puesto que se trataba de
restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar al
paciente –en sentido literal– induciéndole a entrar en crisis, lo que
aumentaba su efecto teatral y contribuyó a su popularidad. Pero
contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de superchería
y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas
no tenían fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se
había mudado veinte años antes para estudiar Medicina, instalándose
en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más
exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y
exitosa. Pere hete aquí que la academia de ciencias de Paris llegó a
las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le acusaron de
fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que
también tuvo que abandonar la ciudad para consternación de sus
pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse quieta, denunció
también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso
estaban sus exorcistas.
Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto
social. Las damas de la época, igual que un siglo más tarde con
Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos, ataques, parálisis
y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento
eran la hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy
notable (las mujeres de la plebe por supuesto no podían permitirse los
tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis
propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por
algunas fuerzas científicamente aceptadas pero también invisibles.
No mucho antes, Newton había enunciado la ley de la gravitación
universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es
comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza
igualmente incorpórea.
A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que
ésta supuso un avance conceptual respecto a la superstición
prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio, Mesmer
tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas
de la época, el Padre Gassner, con gran repercusión en la opinión
pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el sacerdote
conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del
magnetismo animal, que se desencadenaba con los ritos del
exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar al
demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era
intelectual, donde Mesmer defendía un tratamiento natural basado en
la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista uno
sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los
científicos se pusieron de la misma parte para derrotar al enemigo
común: un hechicero charlatán al que las damas adoraban.
Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance.
Cuando se le silenció, algunos seguidores suyos probaron a sustituir
las crisis que él inducía en sus consultas por un estado de relajación,
con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance
pero sin agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de
conciencia” especiales, los pacientes contestaban a preguntas y
seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos
hipnóticos conocidos hoy.
La primera gran reforma
Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran
fraudulentos o no, nada tenían que ver con la vida que llevaban los
residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual era
que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que
sobraban de las calles o de otras instituciones: homosexuales,
prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se
mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo
que esperar hasta la Ilustración, pero al fin algunos profesionales
empezaron a ser conscientes de que el trato a aquellas pobres gentes
no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco
proporcionaría mejoría o curación, antes al contrario. El ya
mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más importante de este
movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos
coercitivos y de las condiciones inhumanas en los asilos.
Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar como médico
en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó
a ello. En 1795 fue nombrado director médico de La Salpêtriére4,
donde puso plenamente en práctica sus reformas. Gracias a Pinel y a
otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron
por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental,
pasando de ser una especie de prisión a un lugar donde investigar,
observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades
revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a
partir de observaciones sistemáticas de los pacientes, en base a las
cuales construyó la rudimentaria nosología antes mencionada. Su
método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura
o mejoría y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó
considerablemente la mortalidad entre los internos y aumentó el
número de curaciones.
No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin
ubicarlo en el momento en que las llevó a cabo. Hacía pocos años
que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla, donde
estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos
para la monarquía, rebelándose contra la desigualdad y la injusticia
social y contra el poder absoluto de los gobernantes. A partir de la
Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político –
además de social y cultural–, triunfan las ideas del derecho a la vida,
a la libertad, a la igualdad, y los estados se convierten en garantes de
esos derechos. El mundo occidental que ahora conocemos, que
promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento
básico, comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la
Ilustración. Antes de entonces, la forma normal de pensar, incluso de
las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora abominable
(Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma
legítima de explotación económica, que pegar a los niños es
necesario, que los matrimonios deben concertarse y casar a las
mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados,
los ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones
eliminados… Las ideas de tolerancia y respeto, la educación por la
razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque nos
parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas.
Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica
sea el llamado “tratamiento moral”, como contrapartida al trato
inhumano anterior a sus reformas. Como suele ocurrir, no fue Pinel
quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo
sistematizó y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el
tratamiento moral (moral en su acepción de espiritual o de estado de
ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda
resultar de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las
necesidades de los internos, en proporcionarles ocupación, en
interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una
teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se
basa en el sentido común y en la idea ilustrada de que las personas
pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables. Como no
podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes
efectivamente mejoraban y abandonaban las instituciones, en las que
de otro modo habrían estado recluidos de por vida. Pero fracasó con
otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aún
cuando se les trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los
enfermos de sífilis, que representaban un porcentaje importante de la
población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no
era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de
internados en los asilos, que hacía inviable la atención personalizada
que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito y fracaso.
El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos,
pero en la Ilustración, lo mismo que en el Renacimiento, no se avanzó
gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso sí, se puso de
manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de
la naturaleza psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica
de la enfermedad mental, que está lejos de ser resuelta. A principios
del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis,
Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido
siempre tratado como locura. Ya se sospechaba, por tratarse de una
enfermedad contagiosa, que su causante era un microorganismo; de
hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente
(pálido) y rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte
impulso a la idea de que todos los trastornos mentales tienen una
base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento
moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que
médicos y biólogos avancen lo suficiente en sus conocimientos para
ofrecernos las soluciones.

El siglo XIX
El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque al principio
todavía no llevara ese nombre. Como es sabido, Wilhelm Wundt
(1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto,
aunque su formación era médica. Su ambición principal era
establecer la psicología como una ciencia natural, utilizando los
procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber, la
observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto
de estudio eran aquellos procesos psicológicos a los que se puede
aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las sensaciones, la
percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros
psicólogos clínicos se interesaban fundamentalmente por estos
procesos e intentaban resolver en base a ellos sus problemas
clínicos.
Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más
popular, la de descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad
del siglo XIX triunfaba la química. Fue la época de los elementos y
sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por
Mendeleiev (1834-1907). Por medio del análisis se habían logrado
revelar los últimos componentes de la materia y desentrañar cómo
sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras
propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y
quiso analizar la mente para encontrar sus elementos últimos
(sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad,
duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a
procesos más complejos (conceptos, intenciones) (García Vega,
1989).
Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de
búsqueda de generalidades. Además de hacer de la introspección un
método fiable, su propósito era obtener leyes comunes, dar con la
estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos.
Era por lo tanto un psicólogo básico, no estaba interesado en las
intervenciones en personas concretas para mejorar algún aspecto de
sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el
considerado por la historia como el primer psicólogo clínico. Estudió
psicología con Cattell en EEUU y después se doctoró en Leipzig con
Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un
caso, el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía.
Debió de tener un cierto éxito porque después vinieron más y así se
estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en
Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological
Clinic. Para 1914 ya había en los EEUU unas 20 clínicas psicológicas:
nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las pioneras.
Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus
teorías, pero hay que reconocerle el mérito de haber sentado las
bases de una nueva profesión: los psicólogos que ayudan. Además, a
él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer
programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un
adelantado a su tiempo, su influencia posterior fue escasa. Su
enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt,
lo cual no encajaba bien con la american way of life, más
funcionalista, más pragmática. La América del cambio de siglo estaba
formándose a ritmo de aplicaciones y de know how –qué hacer para
lograr mayor rendimiento, cómo progresar–. En ese contexto, el
interés por cuál pudiera ser la estructura interna última de las cosas
era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y obtener
resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una
sencilla estructura ello-yo-superyo, frente al complejo estructuralismo
estático de Wundt) pronto se extendieron y llegaron a ser la ideología
psicológica prevalente en clínica durante medio siglo.
En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología
continuaba desarrollándose, principalmente desde Paris. Jean-Martin
Charcot (1825-1893) fue también director de La Salpêtriére y
disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos
personajes importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot
empezó a estudiarse la histeria, que los neurólogos consideraban
más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna
relación con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en
proponer que un trauma emocional pudiera ser el desencadenante de
los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de estas
consideraciones durante sus prácticas.
Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc.,
nos resultan hoy muy familiares, tanto que han pasado a formar parte
de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero en su momento
fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente,
por ejemplo, es completamente revolucionario. Para empezar, no
puede medirse ni observarse, cuando toda la ciencia de la época se
basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón –lo que
mueve al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo
inconsciente, lo incontrolable–, cuando la racionalidad era la base de
la filosofía positivista imperante entonces. Un modelo que proponía
algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo
pudo prosperar porque no surgió en el seno de la psicología
académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por
entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La
medicina estaba aún entonces profundamente influida por el
mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en ella lugar
para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le
secundaban fueron capaces de convencer a la opinión pública y a la
postre a la comunidad científica de que era necesario considerarlo
para entender la conducta humana.
Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma
de Charcot, ya estaban presentes antes de Freud. Como en el caso
de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera, sino
sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en
esas ideas evoca abiertamente los principios recién descubiertos de
la termodinámica, lo mismo que las ideas de Wundt nos recuerdan a
la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría
psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación
de la energía a las fuerzas mentales. La historia de la ciencia está
llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces dan lugar a
novedades realmente fértiles.

Las guerras mundiales


La evolución de la psicología clínica como profesión, que había
comenzado con Witmer, fue exponencial gracias (es un decir) a las
dos grandes guerras. La de 1914 fue la primera guerra moderna de la
historia, entre otras cosas porque promovió un uso racional de los
recursos humanos para optimizar resultados. Movilizó a profesionales
que debían evaluar y clasificar a los soldados en torno a sus
capacidades intelectuales y a su estabilidad emocional, para
asignarles los destinos más apropiados. Así fue como la guerra
impulsó indirectamente el desarrollo de toda una vertiente de la
psicología clínica: la evaluación y la clasificación. El desarrollo
explosivo la vertiente de intervención fue posterior. Las
aproximadamente veinte clínicas psicológicas que había en EEUU a
principios de siglo aumentaron solo un poco en el periodo de
entreguerras (llegaron a ser unas treinta en 1930). Fue la Segunda
Guerra Mundial la que modificó el curso de la historia clínica y a partir
de ella hemos llegado a la situación actual, con gabinetes de
psicología en casi cada esquina de las ciudades de nuestro entorno
cultural. Fue justo a su término, en 1945, cuando se creó la división
de “Psicología Clínica” dentro de la todopoderosa American
Psychological Association.
La Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Vietnam destruyeron
muchas vidas y también dejaron a miles de soldados (americanos)
con lesiones graves. Las físicas eran compensadas con sus
correspondientes pensiones como veteranos mutilados de guerra,
pero las secuelas neuropsiquiátricas, o psiquiátricas a secas, eran
más difíciles de evaluar y valorar. Pero al fin y al cabo sufrían como
consecuencia de haber participado en la contienda y había que
ocuparse de ellos. Fueron las asociaciones de veteranos las que
exigieron y consiguieron un gran número de profesionales, entre ellos
psicólogos clínicos, para atender sus necesidades. Se invirtieron
grandes sumas de dinero público para formar nuevos profesionales
que pudieran hacerse cargo de las tareas de diagnóstico y atención
neurológica y psicosocial. Es así como se integra la psicología clínica
en las instituciones y como queda reconocida y ratificada como
profesión.
A la obligación de un estado de asumir las consecuencias de sus
guerras tenemos que agradecer la espectacular expansión de la
psicología clínica en la segunda mitad del siglo XX. Como se ve,
fueron razones políticas y de presión social las que han hecho
avanzar a la psicología como disciplina profesional, no tanto factores
científicos o de adelanto tecnológico, lo mismo que lo que llevó a
cambiar la vida de los enfermos mentales en el siglo XVIII fue el
empuje cultural de la Ilustración, y no avances científicos. La
importancia de los acontecimientos políticos en el devenir de una
disciplina es esencial.

Excurso: La iatrogénesis
La iatrogénesis o iatrogenia (del griego iatros, médico) es el
fenómeno según el cual una intervención médica genera un problema
de salud. El ejemplo más básico de iatrogénesis serían las
infecciones que se contraen en los hospitales, donde, como es obvio,
abundan los gérmenes patógenos. Es iatrogénica toda aquella
afección o dolencia que es provocada por el propio médico a través
de su actuación profesional, y en un sentido amplio también la
provocada por los establecimientos o instituciones sanitarias. Por
extensión y del mismo modo, podemos llamar iatrogénico en
psicología a todo aquel mal generado por los psicólogos clínicos en el
ejercicio de su actividad.
Acabamos de ver cómo fue a partir de la Segunda Guerra Mundial
cuando la psicología clínica empezó a prosperar y a desarrollarse
vigorosamente, coincidiendo con la demanda administrativa y social
de ocuparse de los afectados por la guerra. Pero también coincidió
con un fuerte desarrollo económico y con el florecimiento de la
sociedad del consumo y del ocio. En un contexto social menos
favorecido, la psicología clínica como la conocemos en nuestro
mundo opulento no es posible, simplemente porque no se puede
costear. Pero aún hay más. La sociedad del ocio tiene los medios
económicos, pero también genera la demanda: se ha vuelto sensible
y consciente de sí misma en una dimensión excesiva (hiperreflexiva,
dirían Pérez Álvarez y García Montes, 2006; o Pérez Álvarez, 2008).
La preocupación sobre cómo satisfacer las necesidades básicas ha
sido sustituida por la pregunta acerca de la propia felicidad. Los
individuos están enseñados a replantearse constantemente su propia
condición y parece ser una máxima irrenunciable ser felices casi todo
el tiempo, además de permanecer jóvenes, guapos y vigorosos.
Como esto sencillamente no es posible, acudimos a profesionales y
farmacéuticos para acercarnos lo más posible a esa quimera de
forma artificial. Es lo que se llama iatrogénesis social (Pérez Álvarez,
1999), consistente básicamente en la medicalización y
psicologización de la vida cotidiana (podríamos añadir la también
cada vez más frecuente judicialización, cuando hacemos intervenir a
las autoridades para la resolución de conflictos de naturaleza privada,
como problemas de pareja, familia o vecindario). La resignación o la
conformidad ante el malestar, ya sea éste la melancolía, la jaqueca,
las arrugas o la música de los vecinos de arriba, casan mal en
nuestra sociedad. Con el cambio además de la forma de vida rural a
la urbana, acontecida en nuestro país en torno a los años 60 del
pasado siglo, la estructura y función de las relaciones familiares y
sociales más cercanas han cambiado de forma esencial. Una
consecuencia de ese cambio es que la capacidad de absorción del
sufrimiento o aún de la anormalidad por parte de estas redes ha
disminuido considerablemente.
En un ambiente de baja tolerancia al malestar, cualquier malestar
puede ser presentado como un trastorno. Es también en la época de
la posguerra mundial cuando se empieza a hablar de un cuadro
clínico nuevo, el ahora muy famoso trastorno por estrés
postraumático. Este síndrome está actualmente clasificado dentro de
los trastornos de ansiedad y se diagnostica a personas que han
sufrido una experiencia emocionalmente muy amenazante y que ha
comportado peligro físico: sobrevivir a un accidente, sufrir una
violación, participar en un conflicto armado. Pues bien, como expone
de forma muy elocuente Pérez Álvarez (ibid), llama la atención cómo
la comunidad científica empieza a describir y a aceptar la “existencia”
de este trastorno precisamente cuando un importante grupo de
presión, las asociaciones de veteranos de guerra, está intentando que
se reconozcan lesiones que impliquen pagas y atención sanitaria a
quienes han sufrido experiencias traumáticas en combate.
No es un caso singular. La puesta en escena pública de
determinados trastornos de forma coincidente con ciertos intereses
comerciales o ciertas necesidades sociales puede advertirse con
frecuencia. De esta crítica se han hecho eco algunos autores, por
ejemplo Nesse y Williams (2000), Blech (2004), Mosher et al. (2004) o
González Pardo y Pérez Álvarez (2007). No puede ser siempre
casualidad que algunos síndromes que antes no existían o que no
revestían particular interés salten a la luz al mismo tiempo que es
descubierta por algún laboratorio alguna sustancia que de alguna
forma influye en algún síntoma de ese síndrome. La comercialización
de una pastilla que puede aumentar el deseo sexual en las mujeres
(la “viagra rosa”) coincide con la descripción de la supuesta disfunción
sexual femenina. Las voces más críticas claman contra el tráfico de
enfermedades, cuyo fin es ampliar el mercado ampliando el espectro
de lo que consideramos patológico, convirtiendo al mayor número
posible de personas en “enfermos” y por tanto en potenciales
consumidores de fármacos (Moynihan, 2008). Es un buen ejemplo, si
bien perverso, de iatrogénesis social, según la cual la sociedad
excesivamente preocupada de sí misma, al volcarse en la búsqueda y
estudio de sus trastornos, los genera, puesto que convierte en
enfermedades lo que antes era normal.
La controvertida historia del trastorno de personalidad múltiple
(llamado ahora trastorno de identidad disociativo) se puede entender
también como ejemplo de iatrogénesis, pues reúne todos los
elementos controvertidos que le son propios, desde la cuestionada
existencia misma del trastorno hasta los excesos cometidos por los
profesionales en su nombre. El trastorno se define por la coexistencia
de varias identidades independientes, incluso más de veinte, que
toman el control alternativamente en una misma persona. Antes de
que el DSM lo incluyera en su edición de 1980 –con el nombre
antiguo– y llamara así la atención sobre su existencia, apenas se
reparaba en él, pero pasó de pronto a encabezar datos
epidemiológicos. Los extraños estados de conciencia característicos
del trastorno se conocían sobre todo por la literatura y el cine (Las
tres caras de Eva, dirigida por Nunnally Johnson en 1957, o Sybil, una
novela de Flora Rheta Schreiber de 1973), pero empezó a
diagnosticarse masivamente en EEUU coincidiendo con un cambio
cultural importante: el retroceso del puritanismo en los años 80 y una
atención más abierta a la sexualidad en general y a los abusos
sexuales en particular, a menudo presentes en la biografía de las
personas con varias identidades (Hacking, 1995). Es un excelente
caso de crecimiento conjunto: explicaciones por parte de los
especialistas coinciden con el momento social y comparten intereses
con determinados grupos de presión –en este caso, personas que
han sufrido abusos graves en la niñez–, que se refuerzan
mutuamente.
En el caso de la personalidad múltiple, el péndulo basculó
demasiado fuerte y algunos pacientes interpusieron denuncias contra
sus terapeutas por haber hecho supuestamente más severo el
cuadro, o incluso por estimular el recuerdo de hechos (horribles) que
no habían ocurrido. Estas denuncias coincidían en su fondo con la
opinión de algunos profesionales críticos, que sospechaban que las
diferentes personalidades bien podían ser creaciones clínicas, dado
que algunas sólo aparecían durante las sesiones de terapia. El
terapeuta, en su afán por encontrar todo lo que “hay” (muchas
personalidades), lo que consigue es generarlas, en un proceso de
creación clínica en equipo, donde el paciente elabora ad hoc
personalidades nuevas para satisfacer la demanda de su psicólogo.
Se trataría de un proceso manifiestamente iatrogénico, que atribuye
además a esas personalidades la naturaleza de “cosa” escondida
susceptible de búsqueda. La cuestión es que ni los recuerdos son
filmaciones más o menos fieles de las cosas que han pasado, ni las
vivencias psíquicas consisten en realidades que estén en alguna
parte. Más bien procede considerar que la materia con la que trabajan
los psicólogos clínicos es en gran parte construida.
[1] Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil Roales-
Nieto, 1986.
[2] Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el
término temperamento, que significa “mezcla proporcionada” (de los humores).
[3] Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de
nomenclatura botánica y zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de
cada especie se expresa mediante la referencia primero al género en mayúscula (Homo) y
después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en cursiva. La letra L mayúscula que
acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris Linnaeus, la
ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó.
[4] El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de
munición que había en el mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los
ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno complejo hospitalario.
Capítulo 2. El paradigma médico en
psicología

Explicación previa de algunos conceptos


básicos de teoría de la ciencia
Paradigma, aproximación, modelo y teoría son conceptos cercanos
que a menudo se usan como sinónimos. Vienen a significar
perspectiva, modo de mirar las cosas. Modelo es más concreto y más
cercano a teoría. Se suele usar de hecho la expresión sintética
“modelo teórico” por la idea de que una teoría científica es en
definitiva un modelo o representación del trozo realidad que trata de
explicar (la teoría de la selección natural trata de explicar la evolución
de las especies y es por lo tanto un modelo de la misma, por
ejemplo). En el caso que nos ocupa sería más correcto hablar de
paradigmas o aproximaciones, (el “paradigma médico” o la
“aproximación organicista”) pues son términos más amplios, más
cercanos a “punto de vista”, y reservar modelo o teoría para tesis
concretas: la teoría del condicionamiento operante o el modelo
psicodinámico adleriano, por poner dos ejemplos que nos incumben.
Pero como quiera que lo habitual en los textos es el uso indistinto de
estos términos, así se procederá también en los siguientes capítulos;
quede en todo caso indicada la diferencia.
Por otro lado, médico en este contexto es sinónimo de organicista,
biológico o biomédico. Aunque para abreviar suele decirse “modelo
médico” cuando queremos decir “modelo biomédico”, para ser
exactos hay que reconocer que existen modelos médicos que no son
organicistas ni biomédicos, como el modelo propio de la Medicina
Tradicional China, cuya expresión más conocida en occidente es su
principal método terapéutico, la acupuntura; o el modelo homeopático,
formulado en la primera mitad del siglo XIX por el médico alemán
Samuel Hahnemann según el principio de que lo semejante cura lo
semejante (simila similibus curentur). Estas teorías médicas no son
biomédicas, puesto que consideran y tratan a las personas como
seres completos, no solo la dimensión orgánica de la enfermedad. De
modo que cuando a partir de aquí se hable del modelo médico, quede
dicho también que nos estamos refiriendo al modelo biomédico u
organicista o biologicista, el propio de nuestra medicina convencional
y de nuestro sistema de salud casi al completo.
Un modelo en ciencia es una forma de ordenar y conceptuar un
área de estudio. En el caso de la psicología clínica se trataría de
ordenar y conceptuar la conducta anormal y los problemas humanos
del tipo que hemos definido como problemas clínicos, y ello de un
modo que nos permita explicarlos e investigarlos y que
adicionalmente nos proporcione pautas para introducir cambios en
ellos. Un modelo está constituido en primer lugar por unos postulados
básicos, que son un conjunto de asunciones, muchas veces
incomprobables –y por lo tanto fuente inagotable de discusión– sobre
cómo ese modelo define y caracteriza aquello que estudia. El modelo
enuncia también unas reglas que permitan explicar o predecir el
comportamiento de los elementos dentro del campo de estudio.
También suele contener un cuerpo de conocimientos estratégico
relativo a la forma de controlar esos elementos (en nuestro caso,
intervenir sobre los problemas clínicos, generar cambios en las vidas
de las personas que sufren).
Lo que ocurre normalmente en una disciplina es que la mayoría de
la comunidad científica coincide en esos supuestos y postulados
principales comunes, sobre los que se apoya todo el quehacer y el
saber científico. Por ejemplo, casi todos los biólogos están de
acuerdo en que en algún momento en el pasado terrestre hubo un
paso de la química inorgánica a la orgánica que dio lugar a las
primeras moléculas sobre las que después evolucionó la vida, y que
las especies cambian entre las generaciones deviniendo en otras a
través de los milenios. Están de acuerdo por lo tanto en un
paradigma, el evolucionista, aunque después haya teorías diferentes
que expliquen cómo sucede la evolución, entre ellas la de la selección
natural, o la del equilibrio puntuado, o la de la selección orgánica de
Baldwin. Es cierto que los paradigmas cambian, pero suelen durar
muchos años si no siglos y suelen ser fisuras importantes en el
paradigma antiguo, o bien descubrimientos revolucionarios que no
tienen cabida en él, los que hacen que uno sea sustituido por otro. En
psicología, sin embargo, vivimos una situación peculiar: la
coexistencia no ya de dos, sino de varios paradigmas diferentes, que
a pesar de ser irreconciliables y partir de asunciones diferentes,
sobreviven adyacentes, con más o menos polémica pero sin
desbancarse unos a otros. El objeto de los siguientes capítulos es
mostrar estos paradigmas desde un punto de vista crítico.

Los postulados del modelo biomédico


El modelo biomédico fue el primero que se aplicó al conocimiento de
la enfermedad mental y la conducta anormal. Como ya hemos visto
en el capítulo anterior, durante los siglos XVIII y XIX toda la ciencia,
medicina incluida, estaba cargada de un fuerte sesgo mecanicista-
organicista, que considera que lo mental es un asunto del cuerpo y
que el cuerpo es comparable a una máquina. Las enfermedades
vienen a ser averías en la máquina y el tratamiento la reparación de la
avería. Los espectaculares progresos de las ciencias físicas, químicas
y biológicas dieron cancha a esta forma de entender las cosas, que
gozó de pleno esplendor durante toda la edad moderna. En lo que
respecta a la psicología, tuvo que llegar el siglo XX para que
aparecieran ideas diferentes, aunque ello no quiere decir que la
aplicación del modelo médico en el campo de la psicología haya
perdido fuerza, antes al contrario, se podría afirmar que hoy en día
sigue siendo el modelo dominante y más extendido, al menos en los
sistemas públicos de salud y cajas de seguros, amparado por la
enorme fuerza que tienen en la opinión pública y en los medios de
comunicación determinados descubrimientos científicos.
En los últimos decenios, los avances en materia de genética,
bioquímica y neurofisiología disfrutan de una celebridad y una
preeminencia mediática sin precedentes. Estamos acostumbrados a
que nos muestren vistosas técnicas de neuroimagen en prensa y
televisión. Se han vuelto cotidianas las noticias sobre el hallazgo de
genes responsables de los más variados comportamientos, desde la
esquizofrenia hasta la dependencia de sustancias, pasando por la
infidelidad masculina (compruébese por ejemplo la entusiasta difusión
en los diarios en septiembre de 2008 del descubrimiento por parte del
prestigioso Instituto Karolinska de Suecia de un gen relacionado con
la capacidad de compromiso sentimental). Existe pues una opinión
bastante generalizada, incluso entre muchos psicólogos, de que toda
la vida humana está en último término determinada por los procesos
químicos, genéticos o cerebrales, y que los avances de la
neurobiología o neurofisiología serán los que a la larga nos
proporcionen las claves para la comprensión de nuestras vidas.
Mientras tanto y provisionalmente tendremos que hacer investigación
psicológica subsidiaria, una ciencia imperfecta y parcial, para írnoslas
apañando. Lo mismo pues que se pensaba en tiempos del
descubrimiento de la huidiza bacteria de la sífilis.
Si nos atenemos a esta idea, defenderemos el modelo biomédico
como el principal, por ser el que estudia, atiende y trata de entender
el cuerpo. Su anatomía, su fisiología, el funcionamiento de sus
órganos y orgánulos. Las asunciones que subyacen a la aproximación
médica en el campo de la psicología son las mismas que cuando
trabajan sobre cualquier otra parte del organismo, a saber:
Cuadro 1. Postulados del modelo biomédico
• Las personas pueden estar sanas o enfermas. Existe una frontera
clara entre lo normal y lo patológico.
• Quien tiene un problema clínico está enfermo y por lo tanto
presenta una patología.
• Además de su naturaleza clínica, las enfermedades ostentan
también una naturaleza biológica, son entidades (que se “tienen”
literalmente).
• Toda enfermedad, ya sea mental, infecciosa, dermatológica, etc. y
sus síntomas son consecuencia de alteraciones orgánicas
subyacentes. El problema clínico y todas sus manifestaciones
son expresiones de un problema que se localiza dentro del
individuo y cuya naturaleza es orgánica.
• Las enfermedades son concretas y tienen una causa orgánica
específica. Los síntomas son anuncios de la existencia de esa
causa.
• Las enfermedades mentales, lo mismo que las otras, deben
estudiarse y clasificarse para que la información clínica pueda
ordenarse y que exista acuerdo en los diagnósticos.
• El diagnóstico es el conocimiento necesario para decidir la
intervención más adecuada.

La visión biomédica de la locura


Es comprensible que en la aproximación biomédica al trastorno
mental se iguale la mente con otro órgano, pues si así no fuera, no
cabrían hospitalizaciones ni tratamientos ni cobertura por parte del
seguro. Y para que haya hospitalización o tratamiento debe haber
antes un diagnóstico, de manera que la medicina, siguiendo (o para
poder seguir) los procedimientos que le son propios, considera
naturalmente la locura como una enfermedad con todas las de la ley,
es decir, conforme a los postulados del cuadro. Para que la cosa no
se quede en una pura metáfora, es necesario que la mente (enferma)
posea unas características patológicas identificables, de las cuales
los síntomas psiquiátricos serían la expresión o la consecuencia, lo
mismo que las manifestaciones de la patología de los órganos son los
síntomas de la enfermedad. Se busca entonces para la locura su
patología de base: genética, neurológica o bioquímica.
La concepción médica de la locura siempre ha estado asociada al
uso de métodos correctivos para eliminar comportamientos
socialmente no aceptados. Szasz (1960) plantea que todo el aparato
médico psiquiátrico –sobre todo antes de la segunda reforma, la que
llevó desde el movimiento antipsiquiátrico iniciado en los años 70 a
desmantelar los manicomios–, no es sino un aparato represivo contra
una suerte de “paradelincuencia”, constituida por todas aquellas
conductas que, siendo atípicas, molestas o inaceptables, no alcanzan
la gravedad que les permitiría ser sancionadas por el aparato judicial
(ver capítulo 5). Un modo de mantenerlas a raya es clasificarlas como
señales de enfermedad mental. La idea es lógica, a poco que se
recapacite. Precisamente, la utilidad principal de los diagnósticos
psiquiátricos es el de tomar decisiones sobre farmacoterapias,
hospitalizaciones e incapacitaciones, es decir, medios de
mantenimiento del orden público.
El modelo biomédico despoja tanto al síntoma como al diagnóstico
de todo lo que no sea la pura mecánica de su comprobación y su
recuento. Así por ejemplo, no importa que el síntoma sirva como
herramienta de comunicación, que el paciente esté expresando algo a
su través, o qué sea lo que expresa. También queda despojado de su
funcionalidad, que es lo mismo que decir del puesto que ocupa en la
vida de quien lo padece y de su entorno. El síntoma además se vacía,
pues lo que interesa a efectos de diagnosticar es que se sufran
alucinaciones y cuántas veces, pero no cuál sea el argumento de las
mismas. Por último, el proceso médico elimina también el contexto y
la historia del propio síntoma, es decir, todo el entorno social, familiar
o educativo que haya finalmente devenido en su desarrollo; si acaso
se pregunta por posibles enfermedades mentales padecidas en
generaciones anteriores, por si hubiera un componente genético. Es
por lo tanto una visión de la locura limpia y sencilla, pero ciertamente
incompleta.

La investigación en psiquiatría biomédica


Pues bien, el cauce académico y clínico de la aplicación de este
modelo a los problemas psicológicos es la especialidad médica de la
Psiquiatría. Pérez Álvarez (2003), autor al que seguiremos en las
próximas páginas, llama la atención sobre un grave problema
conceptual y práctico que sufre la psiquiatría, que resumidamente
consiste en un desajuste muy notable entre la gran riqueza de sus
conocimientos diagnósticos y la gran escasez de sus conocimientos
etiológicos. La psiquiatría posee un cuerpo de conocimientos muy
preciso y extenso en lo relativo a describir y clasificar los trastornos
mentales (véase si no la enorme cantidad de información que
contienen los manuales diagnósticos), pero un desconocimiento
igualmente grande en lo relativo a la supuesta patología orgánica que
los origina. La ignorancia acerca de procesos bioquímicos,
electrofisiológicos o anatomopatológicos como responsables de los
síntomas psiquiátricos, es sencillamente enorme, aunque ésta no
suela expresarse ni en las consultas psiquiátricas ni en los prospectos
de los psicofármacos.
Siguiendo al ya mencionado autor y a van Praag (1997), existen
algunas incongruencias básicas en la investigación psiquiátrica
biomédica que hacen muy difícil, si no imposible, investigar sobre el
supuesto de que los síntomas son expresiones de problemas
orgánicos.
Por un lado indica van Praag que para que la investigación biológica
sea viable, las definiciones de los fenómenos que se estudian deben
ser precisas. Los fenómenos que estudia el modelo biomédico en
psiquiatría son los síntomas y las agrupaciones de síntomas en
cuadros clínicos más amplios, que se corresponden con los diferentes
diagnósticos. Es obvio que los diagnósticos deban ser precisos: si no
tenemos una definición claramente diferenciada de “esquizofrenia tipo
paranoide” o de “anorexia nerviosa tipo restrictivo”, muy difícilmente
se podrá buscar y no digamos encontrar su patología orgánica
subyacente. Por la práctica sabemos sin embargo que el diagnóstico
psiquiátrico es muchas veces incierto y que depende grandemente
del profesional que lo haya formulado. Si acudimos además al DSM,
donde aparecen las definiciones y criterios diagnósticos de los
diferentes síndromes, podemos comprobar la gran imprecisión que
los caracteriza. No es infrecuente que de un listado largo de posibles
síntomas, baste la presencia de sólo algunos de ellos para decidir un
diagnóstico, de tal forma que el mismo diagnóstico puede venir dado
por síntomas muy diferentes.
Veamos esto con un ejemplo: los criterios diagnósticos para el
trastorno psicótico breve, tal y como están recogidos en el manual
diagnóstico DSM-IV-TR (la última versión editada). Según la
American Psychiatric Association (2000), sería correcto diagnosticar a
una persona este trastorno si presenta uno (o más) de los siguientes
síntomas (existen más criterios diagnósticos que se deben cumplir,
pero son adicionales a este):

1. Ideas delirantes;
2. Alucinaciones;
3. Lenguaje desorganizado (por ejemplo, disperso o incoherente);
4. Comportamiento catatónico o gravemente desorganizado.

Como vemos, el mismo trastorno puede consistir en cosas tan


diferentes como alucinaciones (que alguien crea oír voces
inexistentes), o la presencia de conductas motoras anormales
(inmovilidad, por ejemplo), o mezclar unos contenidos con otros
mientras se habla, o sentirse perseguido por los locutores de las
noticias. Es muy difícil imaginar que los responsables
neurofisiológicos o neuroanatómicos de estas cuatro cosas puedan
ser los mismos. Encontrar los fundamentos biológicos del trastorno
psicótico breve en base a esta definición sería prodigioso.
Por otro lado, van Praag llama la atención también sobre el notable
aumento de trastornos conocidos en los últimos años, que como
ejemplo han pasado de 200 en el DSM-I (editado en 1952) a más de
300 en el DSM-IV-TR (2000). Si los trastornos mentales y del
comportamiento están causados por patologías biológicas, habrá que
considerar una rareza la aparición de trastornos nuevos, puesto que
la evolución biológica es muy lenta, constatable no en decenios sino
en decenas de miles de años No pueden haber aparecido tantos en el
transcurso de medio siglo. No es sostenible tampoco la idea de que
los trastornos ya estaban ahí pero que se han ido a descubrir ahora,
gracias a nuevas técnicas de observación o a la mejor preparación de
los profesionales. Si así fuera, gracias a ese avance se estarían
diagnosticando actualmente casos de histeria mejor que hace un
siglo, pero el caso es que la histeria prácticamente ha desaparecido
del paisaje de la salud mental. Más bien cabe pensar que los nuevos
diagnósticos (o la ausencia de otros conocidos) responden a nuevas
circunstancias culturales o sociales, como es el caso del trastorno de
identidad disociativo o del trastorno por estrés postraumático,
ejemplos que ya hemos mencionado en páginas anteriores.
La cuestión de fondo es que para la medicina reconocer esto
supondría ceder la competencia del estudio etiológico de esos
trastornos a otros profesionales, los que trabajan desde modelos que
permiten la integración de variables interpersonales; o bien
entregarse ellos a la búsqueda de los correlatos biológicos de esas
situaciones culturales o sociales particulares que han propiciado el
aumento de los trastornos, lo cual sería ciertamente una osadía. A
este respecto ya decía Szasz (1960), siempre genialmente agudo,
que fenómenos como el comunismo o el cristianismo serían difíciles
de explicar a través de defectos en el sistema nervioso. (Aunque el
también genial Woody Allen hace “curarse” de sus ideas
conservadoras al personaje adolescente de su película Todos dicen I
love you (1996) gracias a una intervención médica que consiguió que
por fin a su cerebro llegara suficiente riego sanguíneo.)
Otro punto expuesto por van Praag nos interesa especialmente, a
saber: para poder aplicar los postulados del modelo biomédico a los
trastornos mentales, los límites entre lo normal y lo anormal deben ser
claros, así como lo deben ser los criterios para decidir dónde está ese
límite. Sin embargo estos criterios no existen (el capítulo 4 está
íntegramente dedicado a este problema). La vía comúnmente
aceptada para determinar en qué punto una determinada situación
anómala pasa a ser un trastorno es aplicar los criterios diagnósticos
del DSM, que a su vez deposita la decisión en la intensidad de los
síntomas, en el tiempo que hace que se padecen y en el grado en
que éstos perturban el transcurso normal de la vida, sin mayor
precisión.
Sin poder establecer esa diferencia de forma inequívoca,
difícilmente se podrá diferenciar la causa orgánica de una depresión
respecto a una tristeza normal. Como mucho se podrá buscar alguna
condición neurofisiológica o neuroquímica presente en algunas
tristezas pero no en otras y utilizarla para definir unas de ellas como
patológicas, lo cual no es lo mismo que encontrar su causa orgánica.
A pesar de ello, en base a argumentos como este y parecidos, el
modelo biomédico y la industria farmacéutica insisten en
responsabilizar a la dopamina y la serotonina de psicosis y
depresiones, respectivamente (se recomienda a este respecto la
lectura de Read, Mosher y Bentall, 2006, y la de González Pardo y
Pérez Álvarez, 2007).
Ezama et al. (2010) han señalado también la dificultad de buscar las
bases fisiológicas de ciertas actividades, aún cuando las
reconozcamos como trastornadas y estén inequívocamente definidas
como síntomas, sin asegurarse antes de que las distintas muestras
de esa actividad son realmente la misma actividad, es decir, que
siguen la misma estrategia y que persiguen el mismo fin. Imaginemos,
como proponen estos autores, que investigamos la anorexia y que
nos interesa en concreto el síntoma “alteración de la percepción del
peso o la silueta corporales”, frecuente en chicas delgadísimas que
ante el espejo se ven gordas. Para buscar la alteración orgánica que
subyace a esta distorsión perceptiva debemos estar seguros de que
todas las distorsiones, todas las de la muchacha concreta que
estamos evaluando y todas las de otras muchachas que estudiemos,
son lo mismo. El problema es que dependiendo de dónde y con quién
esté la interesada en el momento de observarse en el espejo, esa
actividad puede consistir realmente en cosas muy variadas, desde
convencerse a sí misma de que debe ayunar un poco más, hasta
convencer a la enfermera de que ya ha engordado bastante, pasando
por compararse con otra amiga a efectos del último laxante que
ambas han tomado.
El problema fundamental es que los correlatos orgánicos de algo
difuso son muy difíciles de investigar. Como ya hemos apuntado, el
modelo biomédico vacía los síntomas de contenido personal, lo que
conlleva una descripción de los mismos necesariamente amplia. Pero
así es como entiende la psiquiatría biomédica al ser humano:
declaran enfermas a las personas con problemas, tratan sus rarezas
como síntomas que es necesario eliminar y niegan su discurso por
incoherente. Convertir a las personas en enfermas es, en palabras de
González Duro (2002), negar en gran parte su condición humana, aún
cuando “loca”. Negando su discurso nos quedamos sin argumento,
pues no es sino el discurso el que puede informarnos de sus quejas,
de su malestar, de sus reivindicaciones.

Razones para el éxito de la psiquiatría


A pesar de los inconvenientes de estudiar los correlatos biológicos de
los trastornos mentales y de la gran ignorancia acerca de sus causas
orgánicas, la investigación y el tratamiento biológico de los trastornos
mentales continúan vigorosos y con grandes inversiones de dinero
privado y público. En la práctica clínica, esto se traduce en la
administración masiva de psicofármacos entre la población, cada vez
más enferma si nos basamos en el aumento imparable de la
demanda de los mismos. Éste es el éxito que avala y retroalimenta a
la psiquiatría biomédica, un éxito por una parte comercial (las
compañías farmacéuticas obtienen con los psicofármacos unas
ganancias colosales) pero también clínico: nadie pone en duda que la
administración de antidepresivos en muchos casos mejora el humor
triste y que los ansiolíticos mitigan la inquietud la mayoría de las
veces.
Tal y como exponíamos al principio, ésta es precisamente la
aproximación dominante en el estudio y tratamiento de los trastornos
mentales desde el siglo XVIII. La preeminencia actual de la
investigación genética y neurocientífica, sumada a la accesibilidad de
los psicofármacos, hacen que este paradigma esté muy lejos de ser
desbancado. Así las cosas, ni la opinión generalizada actual ni el
gremio médico-psiquiátrico están dispuestos a admitir que los
problemas con los que tratan son historias con argumento dentro de
las vidas de personas concretas, en lugar de anomalías de sus
sistemas nerviosos. Volviendo a la esclarecedora exposición de Pérez
Álvarez (2003), el éxito de la psiquiatría biológica no se debe a que
apunte en la dirección correcta, sino al empleo de preparados (los
psicofármacos) que tienen efectos psicológicos inespecíficos.
Efectivamente, por más que algunos fármacos ostenten nombres que
inducen a creer en su precisión farmacodinámica (los antidepresivos
tipo Prozac por ejemplo, cuyo nombre científico es inhibidores
selectivos de la recaptación de la serotonina), el efecto de los
psicofármacos se puede resumir en dos: atenuar los excesos y activar
los letargos. Aquí termina la especificidad. En la consulta del médico
generalista o del psiquiatra, se recetan los unos o los otros
dependiendo de la situación clínica, o sea, de lo que el paciente haya
transmitido al médico en el momento de explicar su malestar, pero
con total independencia de que estén identificadas las bases
fisiológicas de los problemas que esa persona relata en la consulta.
Por lo general se extiende una primera receta y transcurrido un
tiempo se efectúa una comprobación también clínica (¿Cómo le ha
ido con lo que le receté?) y se continúa o se cambia también según
criterios clínicos, y por lo tanto psicológicos (el criterio de cómo el
paciente nos dice que se siente), nunca biológicos.
Los postulados del modelo biomédico encierran una paradoja que
deja a la psiquiatría biológica en una posición comprometida, pues si
éstos se cumplieran y los conocimientos por ellos generados
alcanzaran su propósito, la psiquiatría desaparecería (moriría de
éxito, dice Pérez Álvarez). El sistema nervioso y su neuroquímica lo
explicarían todo, de forma que sería la neurología y no la psiquiatría
la que se haría cargo del campo de la enfermedad mental.
Antecedentes de este trasvase los hay en la historia de la medicina.
Siempre que un trastorno psiquiátrico ha sido descifrado desde el
punto de vista orgánico, éste desaparece de la consulta de los
psiquiatras. Así ha sido con la sífilis, que ha pasado a ser atendida
por los internistas, y con los accidentes cerebrovasculares y las
demencias, competencia hoy de la neurología.
La psiquiatría está en una situación conceptual débil, pues en
realidad carece de un modelo propio. Su identidad está forjada en
base a su éxito clínico, cuya fuerza reside a su vez en la aplicación de
conocimientos farmacéuticos, no psiquiátricos, y cuya investigación
se basa efectivamente en los postulados del modelo biomédico. Los
psiquiatras que se desmarcan de esos postulados trabajan sin
excepción desde modelos psicológicos, no psiquiátricos, ya sean
psicodinámicos, humanistas o sistémicos.

Inconvenientes de tratar los problemas


psicológicos con terapias médicas
En una sociedad bien informada como la nuestra no es extraño
encontrar ciudadanos críticos con el uso de medicamentos y de
psicofármacos en particular. El sentido común ya nos posiciona
contra ingesta de sustancias de laboratorio, aunque por lo general,
con mayor o menor disgusto, uno se pone en manos del médico y de
la receta que le ha extendido. En el caso de los psicofármacos,
preocupan al paciente sobre todo los efectos secundarios, que suelen
ser patentes al poco de tomarlos, pero también son considerables los
efectos de tolerancia y dependencia que pueden generar. La
tolerancia es un fenómeno natural de adaptación del cuerpo al tóxico
que se le administra, que de alguna forma logra amortiguar sus
efectos. Como resultado, cada vez es necesaria mayor cantidad de la
misma sustancia para producir el mismo efecto. La dependencia
supone que el abandono del consumo puede ser difícil e ir
acompañado de un síndrome de abstinencia más o menos incómodo
y que la suspensión debe hacerse de forma gradual. En cuanto a los
efectos secundarios, pueden ser realmente preocupantes, como los
esperables tras un consumo largo de neurolépticos (los fármacos que
amortiguan algunos síntomas de la esquizofrenia).
Pero quizá el efecto más singular de los psicofármacos es que
descargan en el sistema nervioso (averiado) la responsabilidad de lo
que está ocurriendo, y ello bajo el auspicio y el visto bueno del
especialista en la materia. Si el problema de un niño que no para un
momento es un fallo en su sistema de atención, puesto que podemos
remediarlo administrándole una sustancia que actúa sobre los
procesos atencionales (por ejemplo el metilfenidato, una molécula de
la familia de las anfetaminas comercializada con el nombre de
Ritalín), entonces no será necesario ir más allá de la propia conducta
molesta del niño, que le viene del cerebro, y se podrá obviar todo
examen o consideración de la familia en la que el comportamiento del
niño puede tener algún sentido. La misma reflexión es aplicable a
ansiedades, depresiones, delirios o cualesquiera otras
manifestaciones psicopatológicas.
Es un error utilizar los psicofármacos como solución a los
problemas clínicos. Puede no serlo utilizarlos en momentos de
emergencia, o para salir de determinados estados que hacen
imposible una actuación de otro tipo (piénsese en un episodio
depresivo severo, o en un ataque psicótico florido). Es necesario
subrayar que lo que hacen los psicofármacos es modificar ciertos
estados biológicos frenando la aparición de síntomas, de modo que
se pueda volver a la tranquilidad, aunque tramposa5. Como vimos
antes, los psicofármacos se limitan a suavizar estados exaltados o a
estimular en situaciones de letargo, y ello de forma artificial, ajena a lo
que le ocurre a la persona. La decisión de tomarlos debe valorarse
siempre sobre la base de lo que se puede conseguir y lo que no se
puede conseguir con ellos y en qué plazo de tiempo, además de no
pasar por alto los inconvenientes de los efectos secundarios y demás.
La desaparición farmacológica de los síntomas se estará
desaprovechando si no se toma como punto de partida para
emprender otro tipo de intervenciones, las destinadas a lograr
cambios en otros planos: vital, personal, mental, familiar o psicosocial,
como se quiera. No se defienden con esto las intervenciones
combinadas –farmacología sumada a psicoterapia o viceversa–, se
defiende un tratamiento psicológico de antemano, primario y principal,
que puede verse en ocasiones favorecido por una intervención
médica, secundaria y condicionada al primero.

Excurso: El problema del dualismo mente-


cuerpo
Si admitimos que el ser humano está compuesto de dos naturalezas
más o menos separadas o independientes, el cuerpo por un lado y la
psique por otro, entonces todo el asunto anterior deja de ser un
problema: que los médicos psiquiatras se ocupen de lo orgánico,
actuando sobre el cuerpo como lo crean oportuno según sus
conocimientos, y pongamos a los psicólogos (o a los sacerdotes) a
cargo de la parte mental o espiritual. Esta salida es fácil y de hecho
está a la orden del día. Pero, ¿qué ocurre con esas dos naturalezas
distintas e independientes? ¿Están relacionadas entre sí? ¿Cómo?
¿Con qué criterio distribuimos los fenómenos con los que tratamos o
las cosas que nos ocurren en un campo u otro, cuáles deben ser
tratados orgánica y cuáles psicológicamente?
El caso es que casi todo el discurso sobre lo psicológico, tanto en la
cultura popular como en la ciencia, incluso en las explicaciones de
este mismo libro, se basa en una posición dualista, pues sólo desde
ella podemos afirmar, por ejemplo, ser organicistas o no. El dualismo
mente-cuerpo es el esquema de análisis del ser humano más acorde
con nuestra herencia cultural. Está tan arraigado en nuestra forma de
pensar, tan asumido sin cuestionamiento, que intentar pensar de otra
manera nos deja incluso sin habla. Nuestro lenguaje carece de
palabras que signifiquen persona no dividida en cuerpo y alma. De
hecho se usan términos como “el ser humano como un todo
indivisible”, “holismo” (palabra extraña, generalmente desconocida por
los no estudiosos), “la persona en su totalidad”, etcétera. Nuestra
tendencia maniqueísta cómoda y simplista de entenderlo todo como
luchas de opuestos (bueno/malo, naturaleza/crianza, físico/mental,
enfermo/sano, guapo/feo, sí o no) tampoco ayuda.
El supuesto básico del dualismo es que el ser humano está
compuesto por dos sustancias heterogéneas, que se influyen
mutuamente pero que gozan de independencia: la mente y el cuerpo.
Éste es físico, la mente no. El cuerpo está sometido a las leyes
naturales, físicas y biológicas. Sus procesos pueden ser observados y
estudiados lo mismo que cualquier otro fenómeno físico. La mente
está sujeta a otro tipo de leyes. No se encuentra en el espacio y el
acceso a sus contenidos sólo es posible a través de la observación
propia, subjetiva.
Que los humanos tenemos una mente y un cuerpo más o menos
independientes parece fuera de toda duda, pero no lo está. Si se
examina la historia de esta asunción, nos la encontramos en el
Renacimiento, con la Iglesia y el pensador Descartes como
principales actores. Como ya hemos visto, la Iglesia se sentía
amenazada por el avance de las ciencias, que empezaban a
encontrar explicaciones naturales para fenómenos que hasta la Edad
Media eran asunto exclusivo de Dios, de modo que el clero temía una
reducción del campo en el que la doctrina teológica fuera autoridad.
La propuesta de Descartes, que defendía un corte claro entre lo físico
y el alma, encajó perfectamente con los intereses de la Iglesia, pues
permitía ceder a la medicina el terreno de la res extensa cerrándole el
paso hacia la res cogitans, que es inmaterial y por lo tanto no puede
ser comprendida desde la mecánica. Como vemos, en su origen –y
en último término hoy en día también– el problema mente/cuerpo es
el problema de qué campo de estudio es competencia de quién.
En la práctica todos podemos toparnos con la disyuntiva. Es más, lo
hacemos constantemente, por ejemplo cuando decimos “eso es
psicológico” (un dolor de cabeza, varias noches seguidas de
insomnio). Y temblar de frío, ¿es psicológico o físico? Y entonces,
¿temblar de miedo? O esa subida de adrenalina cuando me llevo un
susto. Si lo físico se rige por las leyes de la física, ¿a través de qué
mecanismo aumenta mi nivel de adrenalina en sangre si de pronto
creo haber oído unos pasos? ¿Y el ponerse colorado cuando algo nos
da vergüenza? ¿Es físico o psicológico? ¿Es las dos cosas? ¿Cuál de
ellas va por delante?
El problema mente/cuerpo también constituye un problema
conceptual verdaderamente complejo, ligado sobre todo a la
explicación de cómo las dos sustancias se relacionan, pues nadie
duda de que conectadas están: mis manos ejecutan el mandato de mi
mente, que responde a una intención y por lo tanto a algo no
corpóreo; el castigo físico tiene consecuencias en el comportamiento
futuro. Desde el principio del cartesianismo se divagó sobre cómo
podían darse tales relaciones. Las ocurrencias más clásicas que
tratan de explicarlas son las siguientes (expuestas sólo con ánimo de
ilustración y de forma casi anecdótica):

• Interaccionismo: cuerpo y mente interactúan de forma recíproca.


La una tiene influencia sobre el otro y viceversa.
• Emergentismo: lo mental emerge de los estados del cuerpo. Una
vez dado lo mental, ello puede influir otra vez en lo físico. La
mayor parte de la gente piensa así.
• Epifenomenalismo: el cuerpo y la mente interaccionan en un solo
sentido. Lo psicológico es un epifenómeno del funcionamiento
neuronal, es decir, un fenómeno accesorio, una emanación suya.
El comportamiento y todo lo mental serían un epifenómeno del
fenómeno principal fisiológico, un subproducto de la química
cerebral. También hay mucha gente que piensa así.
• Paralelismo: fenómenos externos a la persona generan respuestas
tanto en lo físico como en lo mental. No hay conexiones entre
mente y cuerpo, lo parece porque actúan sincrónicamente
reaccionando a la vez a un mismo suceso externo. El filósofo
Leibniz defendía esto.

El paralelismo elimina el problema eliminando la relación, pero el


resto de propuestas deben dar cuenta de ella, que sigue siendo un
misterio. ¿Cuál es la conexión entre los cachetes y el comportamiento
posterior del niño? ¿Qué naturaleza tiene esa conexión, dónde se
produce, de qué forma? Estrictamente hablando, las conexiones
mente-cuerpo –o pompis-arrepentimiento– son inexplicables, porque
no pertenecen ni a un rango ni al otro. Sería necesario acudir a una
tercera naturaleza a la cual pertenecerían. No pueden ser observadas
ni por vía introspectiva ni con medios físicos. A su vez,
conceptualmente hablando, esta tercera naturaleza requeriría una
cuarta para ser explicada y así sucesivamente hasta el infinito. La
dificultad teórica de mantener este razonamiento es evidente. Y esto
convierte al dualismo, queramos o no, en un problema que hay que
resolver.
Ha sido sobre todo en la segunda mitad del siglo XX cuando se han
vertido las críticas más duras contra el dualismo y de aquí provienen
los intentos de solución más radicales (aunque igual de infructuosos).
Algunos igualan mente a cerebro, otros eliminan la mente
directamente. Veámoslo.
Aunque del conductismo se hablará en el próximo capítulo, es
oportuno introducirlo aquí para dar espacio al razonamiento de Gilbert
Ryle (1949), un filósofo británico afín a la teoría conductista que a
mediados del siglo pasado nos dejó sin mente. Como veremos, los
conductistas en general no se han ocupado de ella, pues no creen
que sea el objeto de estudio de la psicología. La ponen entre
paréntesis y dedican su esfuerzo a estudiar la conducta, pero no
niegan necesariamente su existencia. Es lo que se llama conductismo
metodológico. Ryle sí la niega. Su propuesta se llama conductismo
lógico u ontológico y sostiene que la existencia del concepto de
“mente” es fruto de un problema lingüístico proveniente de una
confusión categorial. Cometemos una redundancia si separamos lo
conductual y lo mental, puesto que lo conductual lo es todo, todo lo
que el organismo hace, y por lo tanto engloba su biología y también
su actividad mental. Lo lógicamente correcto sería nivelar los dos
ámbitos, pues si no terminaremos pensando, como de hecho es el
caso, que vivimos dos vidas paralelas, una consistente en lo que le
pasa a nuestro cuerpo, otra la mental.
Según Ryle el error consiste en entender que hay dos cosas donde
sólo hay una. Lo mental (lo que pasa en la mente) no es una
categoría diferente de la conducta (lo que hace el cuerpo), pues lo
mental es también conducta. Conducta a la que sólo tiene acceso uno
mismo y por lo tanto “privada”, pero conducta. No es una categoría
lógica diferente. Un tipo idéntico de error lo cometemos cuando
viendo un partido de fútbol decimos que los jugadores están atacando
por la banda y también que están jugando con espíritu de equipo.
Atacar por la banda y mostrar espíritu de equipo no es lo mismo, pero
tampoco son dos cosas diferentes en el sentido de que un jugador
primero patea el balón y después deja de hacerlo para pasar a
mostrar compañerismo (el ejemplo es del propio Ryle, ibid, página 20
de la edición en español). Si entendemos que esas dos cosas
pertenecen a categorías diferentes, estaremos cometiendo un error
categorial, es decir, estamos confundiendo categorías o viéndolas
donde no las hay. Duplicaríamos el partido: en uno se golpea el balón
y se marcan goles, en el otro se muestra espíritu de equipo, o
egoísmo, o humildad. El pensar que cuerpo y mente son cosas
distintas es lo mismo. Siguiendo con ejemplos del propio Ryle, Juan
puede ser amigo de José, pero no del contribuyente medio. Si Juan
comete el error (categorial) de pensar que el contribuyente medio es
un ciudadano más, tenderá a describirlo como misteriosamente
oculto, como un fantasma que está en todos lados y en ninguno.
Ryle y los conductistas lógicos llaman “eventos privados” a lo
mental y consideran que no están en un nivel lógico superior ni
diferente a los “eventos públicos” o conducta observable. El dualismo
queda eliminado en tanto que lo mental deja de existir. El problema
en el que Ryle queda atrapado es que para pensar en términos
conductistas se necesita igualar conducta a movimiento, e igualando
pensamiento a conducta tenemos una equivalencia de los tres. Así, la
creencia en Dios o la caricia de una madre quedarían explicados en
los mismos términos que el accionamiento de la palanca por parte de
la rata.
Otra posibilidad de despachar el dualismo es igualar mente y
cerebro. Esta opción está ampliamente difundida gracias al ya
mencionado gran avance de las neurociencias y no necesita mayor
explicación. Es una versión moderna del epifenomenalismo clásico: la
mente no es otra cosa que la actividad cerebral, ahora visible en color
con técnicas de neuroimagen.
El problema es que con cualquiera de estas posibilidades, la
persona se queda por el camino, se ve reducida bien a procesos
químicos, bien a movimiento. La opción de perder a la persona es
cómoda, pero a la hora de la verdad nadie se conforma con ella. Para
mantenerla en el juego, podemos entender lo psicológico no como
conducta, sino como conducirse. Entonces necesitamos un sujeto
psicológico (no bioquímico) que hay que definir. Un sujeto psicológico
es un sistema de operaciones y su vida una serie ininterrumpida de
acciones encadenadas, que tiene propósitos y preferencias, que es
capaz de predecir y de decidir. Este sujeto psicológico, por desgracia
(pues simplificaría mucho la investigación) no es reductible al
lenguaje físico-químico, pero tampoco lo será en el futuro, pues no se
trata de adquirir un conocimiento más profundo en estos campos, sino
de la inexistencia en ellos de herramientas para la comprensión de
procesos tales como predilecciones, intenciones, intuiciones, culpas,
inseguridades, desengaños... Por mucho que avance, la neurociencia
no conseguirá reducir las operaciones de un sujeto psicológico a
bioquímica. Se invita al lector a leer un análisis detallado de este
asunto en Ezama et al. (2010).
¿Cuál puede ser, desde este punto de vista, la relación entre lo
físico y lo mental? Estos mismos autores proponen una metáfora para
entenderlo: la de una conversación hablada y el soporte físico de su
transmisión. Cuando dos personas hablan, el texto oral se transmite
entre ellos gracias a las oscilaciones del aire y su recogida e
interpretación por parte del sistema auditivo de ambos. Sin las
oscilaciones del aire no habría conversación. Para que exista la
conversación es necesario por lo tanto un soporte (también lo podría
ser tinta sobre el papel o bits en un sistema informático).
Pues bien, podemos considerar que las operaciones psicológicas
son al texto hablado lo que los procesos fisiológicos a las oscilaciones
del aire. No tiene sentido decir que las palabras causan las
oscilaciones del aire; ello equivaldría a decir que la actividad
psicológica causa su fisiología. Del mismo modo es absurdo sostener
que la fisiología (neurotransmisores, niveles de dopamina, lesiones
cerebrales) causa la conducta, lo que equivaldría a decir que las
oscilaciones del aire causan el texto hablado. Es otro orden de cosas.
Puede ser que las palabras tengan efectos físicos, que hagan por
ejemplo vibrar un cristal, pero lo hacen en tanto que oscilaciones del
aire y no en tanto que texto. Así, si reprocho a alguien que sus
palabras han roto mi copa de cristal lo estaré haciendo de forma
simbólica, pues no han sido las palabras sino las oscilaciones del aire
que las trasmiten al oído del receptor. Por lo mismo, las actividades
psicológicas –las operaciones del sujeto– pueden tener efectos
fisiológicos, pues en el transcurso de las mismas los procesos
fisiológicos que les sirven de soporte pueden sufrir abusos que
ocasionen patologías orgánicas (como la úlcera de estómago, o la
cirrosis hepática, o un largo etcétera). La delgadez de una anoréxica y
todos sus trastornos ginecológicos, electrolíticos y metabólicos
asociados no son sino la consecuencia del abuso que supone para el
soporte orgánico (el cuerpo) haber decidido dejar de comer (la
operación psicológica, que siempre va por delante).
Según este punto de vista no es pertinente tratar de determinar qué
causa qué. Tanto la afirmación de que un determinado proceso físico
tenga consecuencias psicológicas, como la de que alguna condición
orgánica tenga una causa psicológica, no son verdaderas ni falsas,
son absurdas. Las relaciones entre lo físico y lo mental no son de
naturaleza causal. Entre ellos existe más bien una relación de
carácter funcional, es decir, de “servir para”, donde las operaciones
del sujeto constituyen un nivel de análisis superior a los procesos
físicos que les sirven de soporte.
[5] Como dice Urbegi en su Diario de un esquizofrénico (2001): “…era una felicidad artificial,
de pastilla, y no me gustaba…“ Unas líneas más abajo, telefoneando con su psiquiatra: “…
¡Soy demasiado feliz, quítame el Prozac!” (página 36).
Capítulo 3. Los modelos en psicología:
Modos de entender lo psicológico

Cómo moverse por la jungla clínica


Ya anunciamos brevemente en el capítulo anterior que en psicología
se da una situación singular en lo referente a las bases teóricas. Lo
normal es que en una ciencia exista una cierta pugna de modelos. En
física, por ejemplo, conviven la mecánica clásica, la cuántica y la
teoría de la relatividad, pero cada una de ellas sirve mejor para
describir una sección determinada de su campo: la relatividad para lo
muy grande y la mecánica cuántica para lo muy pequeño. En
medicina también hay modelos diferentes que, al contrario que en
física, se aplican a lo mismo: la comprensión del funcionamiento
saludable del organismo. Aunque los modelos alternativos no tengan
mucha fuerza debido a la hegemonía de la aproximación biomédica
convencional, también existen y tienen su campo profesional bien
delimitado (naturópatas, homeópatas, parasanitarios, etc.). Pero en
psicología clínica, los modelos teóricos están perfectamente
mezclados y hay al menos cinco, y eso si se agrupan bajo el mismo
nombre ciertas concepciones que presentan rasgos comunes. Todos
ellos se aplican a lo mismo: la descripción, comprensión, explicación y
tratamiento de los trastornos psíquicos. Todos ellos se atreven con
todo: no es que unos modelos prefieran unos determinados trastornos
o en unas determinadas circunstancias, sino que todos ofrecen una
cobertura total. Entre ellos intentan “releerse”, traduciendo al idioma
propio lo que otros describen con su terminología (un complejo de
Edipo será para un conductista una historia de refuerzos mal
administrados, para un cognitivista un fallo en el sistema de
creencias, etc.).
La disputa en este gran lío se focaliza, desde el punto de vista
teórico, en la coherencia interna de los postulados en los que se basa
cada modelo, desde el punto de vista práctico, en verificar si son
eficaces, y desde el punto de vista del usuario la situación es difícil,
porque ante el natural desconocimiento acerca de las aproximaciones
teóricas en psicología, uno acude a donde le toque o donde le haya
recomendado un amigo. Porque el caso es que los diferentes
modelos, lejos de desbancarse unos a otros en base a
incongruencias internas o a ineficacia, continúan todos ellos con más
o menos vigor clínico, conviviendo tanto en el mercado como en el
mundo académico.
Dependiendo del manual que uno tome, los modelos psicológicos
están clasificados de formas distintas. Algunos son simplemente
ignorados, tal vez por desconocidos (el sistémico con frecuencia, a
veces el humanista) y muchas veces el modelo cognitivista es
presentado en el mismo cajón que el conductual, aunque desde el
punto de vista teórico son inconciliables. La agrupación que
defendemos aquí recoge las teorías psicodinámicas, el modelo
conductista, el cognitivo o cognitivista, la familia de aproximaciones
humanistas y el modelo sistémico. No se presentan de forma
exhaustiva sino con fines de introducción, es decir, proporcionando
solamente la información suficiente para poder ordenar información
nueva en base a este esquema y manejar una mínima terminología
propia de cada concepción.

Los modelos psicodinámicos


El término “psicodinámico” se refiere al estudio de la dinámica de la
psique, lo mismo que en época de Freud se estudiaba en física la
electrodinámica como disciplina complementaria de la electrostática.
Así, el interés de Freud se dirigía a la dinámica de la mente frente a
las ideas estáticas propias del estructuralismo de Wundt (ver capítulo
1). Los modelos psicodinámicos son pues aquellos que buscan la
explicación de los fenómenos psíquicos en las influencias mutuas (la
dinámica) de determinadas fuerzas intrapsíquicas. El primero y más
conocido de los modelos psicodinámicos es desde luego el
psicoanálisis, que se tomará en esta exposición como ejemplo, pero
existen otros. Alfred Adler (1870-1937), Carl Gustav Jung (1875-1961)
o más recientemente Jacques Lacan (1901-1981) son autores de
teorías y propuestas terapéuticas psicodinámicas derivadas pero
diferentes del psicoanálisis clásico freudiano.
La influencia y el peso cultural del psicoanálisis son enormes. Se
podría decir que la cultura occidental no ha vuelto a ser igual después
de Freud. Veamos cómo se llegó a ello.
Cómo aparecen las ideas de Freud
Para estudiar el origen de las ideas psicodinámicas es necesario
regresar al hospital parisino de La Salpetrière, donde a partir de 1862
Charcot investigaba y enseñaba neurología, además de ser el director
clínico del hospital. La fama y los logros de Charcot eran muy
notables, así que La Salpetrière se convirtió en el centro de referencia
de la neurología de la época. Investigaba sobre todo en materia de
esclerosis y otras neuropatías, pero también la histeria llamaba su
atención, probablemente por el desafío de dar con la causa –
orgánica, por supuesto– de esos curiosos síntomas típicamente
femeninos: parálisis, desmayos, convulsiones, parestesias, pérdidas
de visión o de sensibilidad en los miembros, etc. En general, puesto
que la patología subyacente era un enigma, la histeria era
considerada por los fisiólogos una enfermedad ficticia. Hasta que
Charcot cambió las tornas con una ocurrencia inusual: quizá un
acontecimiento traumático pudiera ocasionar un trastorno de la
conciencia, que a su vez se manifestaría en forma de los síntomas
físicos propios de la histeria. Hay que tener en cuenta que en aquella
época se sabía muy poco de las enfermedades mentales. El valor
histórico de esta suposición no tiene paralelo en la historia de la
psicología, pues fue la primera vez que alguien proponía un origen
psíquico y no orgánico de un trastorno. Es más, puesto que ese
trastorno cursa con síntomas orgánicos y no solo mentales, la
suposición de Charcot sostiene nada menos que síntomas físicos
pueden ser desencadenados por causas psíquicas.
No es casual que Charcot y Sigmund Freud (1856-1939)
coincidieran, pues éste también tenía una formación médica y
especialización en neurofisiología. Durante el curso 1885-1886, Freud
fue uno de los alumnos de prácticas en La Salpetrière. Justo al
regresar de Paris a Viena, cargado seguramente con las nuevas
ideas recién adquiridas, estableció una clínica neurológica privada
dedicada al tratamiento de la histeria. La histeria se venía tratando
con la extirpación de útero y ovarios, en concordancia con la idea de
que se trataba de una afección ginecológica (puesto que los hombres
no la padecen; para ellos estaba reservada la neurastenia). También
se utilizaban métodos menos drásticos, aunque igualmente
ineficaces: descanso, baños, masajes, dieta. Éstos últimos eran los
que Freud usaba en su clínica al principio, junto con la hipnosis.
La aplicación de la hipnosis en el tratamiento de la histeria había
sido introducido por Joseph Breuer (1842-1925), del que Freud era
estrecho colaborador. Trataba a Anna O. (seudónimo de Berta
Pappenheim, inmortalizada en la obra de ambos Estudios sobre la
histeria, de 1895), a la que intentaba curar su “tos nerviosa” y otros
síntomas orgánicos que sospechaba de origen psíquico, contraídos
mientras cuidaba a su padre enfermo. El tratamiento fue propuesto
por ella misma y consistía en dejar volar libremente la imaginación y
expresarse. Ella lo llamaba “deshollinar” y ahora se conoce como
asociación libre. Durante una de las sesiones, la paciente consiguió
engarzar un trauma emocional pasado con el desarrollo de sus
síntomas. Y no solo eso: gracias a la expresión y a la comprensión de
estas emociones reprimidas, los síntomas remitieron. Más tarde,
Freud sintetizó esas ideas terapéuticas con el nombre de catarsis,
aunque le reconoce a Anna O. merecidamente el verdadero
descubrimiento de las técnicas psicoanalíticas. Pues bien, el proyecto
original de Freud era poder llegar a esos contenidos inconscientes,
cuya expresión se relacionaba con el alivio de los síntomas, sin
necesidad de recurrir a la hipnosis.
Como vemos, el logro de Freud fue sobre todo sistematizar algunas
ideas muy novedosas aunque ya existentes. La obra de Freud es muy
extensa. Aunque lo conocemos más como una forma de psicoterapia,
el psicoanálisis abarca varios ámbitos. Por un lado, es un tratado
completo sobre las vivencias psíquicas y sobre el ser humano –una
ontología–, que incluye una teoría de la personalidad y de la
estructura psíquica. También es un tratado de psicopatología, una
teoría sobre la normalidad y la anormalidad psicológica y sobre el
origen y desarrollo de los trastornos. Incluye también toda una
metodología de investigación de los procesos psíquicos, de
accesibilidad a los contenidos inconscientes, consistentes en toda la
batería de técnicas que solemos asociar con el diván del
psicoanalista. Por último, el psicoanálisis es también una forma de
terapia, que se basa fundamentalmente en la revelación de los
contenidos inconscientes mediante los fenómenos de transferencia y
contratransferencia, análisis de la resistencia, interpretación de los
sueños, de la asociación libre, etc.

Cuadro 2. Postulados de la teoría psicoanalítica freudiana


• La conducta es la manifestación externa de la actividad del
aparato psíquico. Los síntomas mentales son manifestaciones de
una alteración en el aparato psíquico.
• Los fenómenos intrapsíquicos tienen lugar dentro del sujeto, pero
no obedecen a parámetros biológicos sino que siguen sus
propias leyes.
• Estas leyes son psicodinámicas, se basan en la existencia de una
energía psíquica procedente de los instintos, que es la que hace
funcionar al aparato psíquico (la mente).
• Las alteraciones en el aparato psíquico proceden de conflictos
inconscientes, que se derivan de fijaciones en las fases del
desarrollo psicosexual (fases evolutivas mal resueltas).
• El tratamiento psíquico debe consistir en hacer consciente lo
inconsciente.

Características del psicoanálisis


El psicoanálisis es una teoría intrapsíquica y mentalista donde las
haya. Entiende que la explicación de todo lo que nos ocurre y de lo
que hacemos se encuentra en nuestro interior, en el aparato psíquico
y, en su caso, en disfunciones que tienen lugar en él. Tal es así que
Freud llegó a recibir críticas desde sectores progresistas por negar la
fuerte presión social a la que estaban sometidas las mujeres en su
época, por ignorar incluso casos flagrantes de abuso. Según su
modelo todo está “dentro”. La esfera de la vida psíquica es
fundamentalmente el inconsciente, que es donde ocurren los
procesos que el psicoanalista investiga. El incesto, por ejemplo, le
interesaba en tanto que producto de la fantasía o como fuente de
conflictos intrapsíquicos, pero no como delito. Parece ser, por
ejemplo, que la escritora Virginia Woolf, que sufrió de depresiones
durante toda su vida y terminó quitándosela, había sido víctima de
abusos sexuales por parte de sus dos hermanastros; tras leer a Freud
traicionó su propia memoria y adoptó la postura psicoanalítica de
atribuir los episodios que recordaba a sus propias fantasías y deseos
(Miller, 2005). La estrategia de negar lo ocurrido no es infrecuente
entre las víctimas de abusos.
Por otro lado, el psicoanálisis es un modelo “topográfico”. Según
Freud, el aparato psíquico está dividido en las llamadas “provincias”,
pues las compara con un espacio físico: el superyo, el yo y el ello. En
este aparato pueden localizarse los conflictos, bien entre provincias o
bien en forma de tendencias diferentes dentro de una de ellas. Los
contenidos mentales se pueden clasificar además según su grado de
consciencia (más o menos inconsciente, es decir más o menos
“abajo”).
Es un modelo dinámico, que basa su psicopatología en el equilibrio
o desequilibrio de fuerzas inconscientes en conflicto permanente.
Básicamente, las pulsiones del ello intentan ganar a los principios
normativos mientras los mecanismos de defensa intentan que todo
ello no se manifieste. Los síntomas mentales vendrían a ser una
solución de compromiso para dar salida a esos conflictos, mientras
que la estabilidad psíquica refleja el equilibrio entre las tres
provincias. En este sentido, Freud estaba influido, como no podría ser
de otra manera y como es habitual en ciencia, por el Zeitgeist: tomó el
concepto de “dinámica” de la física y se dejó inspirar por él al
imaginar las pulsiones e instintos sometidos a un comportamiento
similar al de los gases al ser comprimidos. En tiempos de Freud se
acababa de enunciar el principio de conservación de la energía, que
también resultó ser revolucionario y también ha quedado impreso en
nuestro lenguaje –nada se crea ni se destruye, sólo se transforma–.
Freud lo hizo suyo: su visión de la psique recuerda mucho a un
sistema hidráulico, con fuerzas que provienen de recipientes llenos de
fluidos que empujan por salir.

Importancia y valoración de la obra de Freud


A finales del siglo XIX aún primaban las ideas positivistas de la razón
ilustrada: el ser humano es pura racionalidad y la ciencia debe
basarse en aquello que observa de forma positiva. En este contexto,
el concepto de inconsciente era plenamente rebelde. No puede
observarse de forma empírica ni objetiva y por lo tanto no puede
analizarse de la misma forma que se analizan los fenómenos
naturales. Para colmo, Freud contradice el concepto de racionalidad,
pues es precisamente lo irracional y lo oculto aquello que nos mueve,
y no los pensamientos racionales, conscientes por definición.
Sólo puede entenderse la celebridad que en su momento tuvieron
ideas tan disparatadas porque procedían de un ámbito
exclusivamente clínico, fuera de la psicología académica y de lo que
se enseñaba en las universidades, es decir, fuera de la tradición del
empirismo y el estructuralismo de la que Wundt era heredero. La
pretensión inicial de las ideas psicoanalíticas solo era entender las
enfermedades y encontrar remedios para aliviarlas. Y finalmente la
medicina y la opinión pública terminaron plegándose ante ellas. El ser
humano racional no lo era tanto.
La teoría psicoanalítica fue además la primera teoría clínica que
propuso una causa psicológica y un tratamiento psicológico de un
trastorno mental. Era pues posible “curar” sin necesidad de tocar las
estructuras biológicas y de forma por lo tanto independiente de los
avances de la anatomía o de la fisiología. Lo psicológico adquiere
gracias al psicoanálisis un estatuto de autonomía.
La huella que ha dejado el psicoanálisis es muy grande, en nuestro
acervo cultural en general y aún más en la psicología. Todos los
demás sistemas terapéuticos surgen de él, bien como intento de
superarlo, de perfeccionarlo o de rebatirlo por completo. Los modelos
psicodinámicos fueron los dominantes en psicología clínica durante
varias décadas, hasta que a mediados del siglo XX los conductistas
empezaron a empujarlos. A pesar de todos sus avatares, como
aproximación a la enfermedad mental siguen vigentes y
profundamente enraizados en nuestra cultura, aunque su
representación actual en el ámbito académico sea escasa.
Casi de igual envergadura que su arraigo cultural es el juicio al que
el psicoanálisis está sometido desde hace décadas. Sus debilidades
conceptuales han sido duramente criticadas, sobre todo la falta de
disciplina a la hora de enunciar hipótesis. No hay nada en la práctica
que pueda confirmar o desdecir las conjeturas psicoanalíticas acerca
de conflictos irresueltos o de pulsiones o de complejos. Las hipótesis
simplemente no se comprueban. Esto ha proporcionado mucha
munición a sus detractores, que critican la poca operatividad de los
conceptos freudianos (el instinto, las fijaciones, las pulsiones, la libido,
el ello...) y la imposibilidad de probar algo acerca de ellos. Los
escritos de Freud son en general muy narrativos y poco técnicos, y su
traducción a afirmaciones empíricas comprobables prácticamente
imposible. Y conforme a esto, los intentos de corroboración objetiva
han sido muy escasos. El propio Freud debía de ser consciente de
este carácter de su obra, pues él mismo calificó de “metapsicología”
su teoría sobre el ser.
El psicoanálisis fue revolucionario en su momento por las razones
ya vistas, pero desde nuestra perspectiva actual, su innovación fue de
carril estrecho. El modelo psicoanalítico comparte con el modelo
médico el esquema principal, pues supone que el origen del trastorno
psíquico es interno. Los síntomas son manifestaciones externas de
problemas internos. Lo importante transcurre en el interior. Los
conflictos inconscientes originan el trastorno psíquico, del mismo
modo que para el modelo médico los síntomas también son
solamente señales de una patología interna. Hubieron de pasar aún
algunos decenios para que otros modelos echaran un vistazo al
exterior.
La psicopatología psicoanalítica supone que en la vida adulta se
sufren las carencias del desarrollo ocurridas en etapas tempranas de
la existencia. Pero cuando Freud habla de desarrollo se refiere a la
evolución y canalización de las pulsiones sexuales. Otros aspectos de
la vida humana no tienen cabida en el psicoanálisis. Como forma de
terapia, su eficacia ha sido duramente criticada. Los tratamientos
psicoanalíticos son larguísimos, necesitan años de sesiones como
mínimo semanales y son inevitablemente muy caros. Existen además
serias dudas sobre los resultados: baste mencionar el estudio clásico
de H. J. Eysenck (1952), que señala que las remisiones espontáneas
son más numerosas que las “curaciones” de pacientes sometidos a
psicoanálisis. No cabe duda de que psicoanalizarse es un ejercicio
que permite un mejor conocimiento de uno mismo, una visión
diferente de los problemas y una oportunidad de crecimiento
personal, pero su eficacia como método terapéutico está seriamente
cuestionada.

El conductismo
El descontrol psicodinámico a la hora de formular hipótesis tuvo su
primera contrapartida en el modelo conductista, que basa sus
afirmaciones exclusivamente en métodos objetivos y es fiel al
convencimiento de que la psicología es posible como ciencia natural.
El conductismo busca las leyes que rigen el comportamiento con la
misma metodología que la física o la biología y sostiene que las leyes
del condicionamiento son suficientes para la comprensión y el
tratamiento de los problemas psicológicos. Rechaza el subjetivismo y
la introspección, con los que ciertamente el psicoanálisis se había
desbocado. Ni los constructos psicológicos, ni las variables, ni las
explicaciones, ni la metodología tienen por qué ser de naturaleza
mental. Lo que interesa es el ajuste del organismo a su ambiente.
Las raíces del modelo conductual son totalmente distintas que las
del psicoanálisis. Desde el principio, el conductismo es una disciplina
académica, nacida de la investigación en los laboratorios, con su
antecedente primero en la psicofisiología de finales del siglo XIX,
sobre todo los trabajos de Pavlov sobre los reflejos condicionados y el
aprendizaje por asociación de estímulos. Después de varios decenios
de investigación –prácticamente toda la primera mitad del siglo XX–
dio con su aplicación a la práctica clínica, generando toda la escuela
terapéutica conductual y la modificación de conducta.
Una de las primeras incursiones del modelo conductista en la
psicopatología, o al menos la más famosa de las primeras, fue el
experimento de John B. Watson (1878-1958) con el niño Albert. En
1920, Albert con apenas un año fue el protagonista del experimento
que sirvió para demostrar que las respuestas emocionales (el miedo,
por ejemplo) se puede asociar, condicionar, inducir, generalizar y
extinguir, como cualquier otra respuesta. Watson y su equipo
observaban a Albert mientras jugaba sobre el suelo del laboratorio y
fueron capaces de desarrollar en él una respuesta de temor a las
ratas que antes no tenía, haciendo coincidir la aparición de una rata
en el escenario de juegos con un ruido fuerte. Sólo necesitaron siete
ensayos. Después observaron cómo generalizaba ese temor a otras
cosas con pelo, como los conejos, de los que se asustaba también.
Watson después consiguió extinguir el miedo presentándole al niño la
rata en repetidas ocasiones sin hacer el ruido.
Reproducir hoy en día los experimentos de Watson supondría un
problema ético. La preocupación por el bienestar de los sujetos
experimentales, humanos o no, se desarrolló más tarde, tras la
Segunda Guerra Mundial, y las condiciones a las que pueden ser
sometidos quedaron reguladas con la promulgación de códigos
éticos. Pero en aquella época su trabajo no generó ninguna queja,
solo demostró la utilidad de las leyes del aprendizaje en la
comprensión del desarrollo de las respuestas emocionales.

La aparición de la terapia conductual


En el apartado anterior quedó por decir que Eysenck, el autor del
artículo de 1952 que proclamaba la ineficacia terapéutica del
psicoanálisis, era un convencido conductista, y que es en esta época
cuando la terapia conductual es incipiente pero está empezando a
arrollar. En 1941, Miller y Dollard utilizaron los principios del
aprendizaje para explicar la génesis de algunas conductas
disfuncionales y conceptualizaron la terapia como un proceso de
aprendizaje de conductas más adaptativas que deben sustituir a las
disfuncionales. Skinner sistematizó y popularizó el modelo conductista
en los años 50, y también lo radicalizó, atreviéndose a abordar con la
metodología conductista procesos humanos complejos, como el
lenguaje. Hasta entonces el conductismo se había aplicado más bien
para la comprensión de procesos psicológicos más simples,
fácilmente reproducibles en los laboratorios.
Algunos alumnos de Skinner comenzaron poco después a aplicar
los principios del condicionamiento operante (aprendizaje por
consecuencias) a la modificación de conductas en humanos. En
1958, Wolpe introduce la técnica de la desensibilización sistemática,
que aplica a la terapia conocimientos derivados de la investigación
sobre el condicionamiento (reforzamiento, contracondicionamiento,
extinción, generalización). Lo que buscaban los conductistas era
ofrecer una batería de técnicas terapéuticas basadas en la
investigación empírica y experimental y a prueba de críticas
metodológicas. El éxito de las técnicas de modificación de conducta
fue rotundo y el paradigma conductista desbancó rápidamente al
psicoanálisis pasando a ser el modelo preeminente durante mucho
tiempo. Aún se puede decir que lo sigue siendo, si tomamos como
referencia la psicología clínica que se hace y se defiende desde
universidades y centros de investigación, e incluso también cuando
rastreamos su representación en el mercado clínico. Aún a pesar de
los fuertes competidores que desde los años 60 empujan a la
psicología clínica hacia otros intereses, la oferta de terapias de corte
conductual sigue siendo muy alta.

Cuadro 3. Postulados del modelo conductista

• El comportamiento no es el producto de procesos mentales ni


biológicos. El comportamiento es el fenómeno psicológico en sí
mismo.
• El comportamiento como fenómeno psicológico engloba la
dimensión biológica del organismo. Todo acto psicológico implica
uno biológico.
• Los procesos mentales deben ser entendidos como conducta, no
directamente observable pero regida por los mismos principios
que la conducta manifiesta.
• El objeto de estudio de la psicología es la conducta, tanto la
manifiesta como la privada.
• La relación entre la conducta privada (lo mental) y la manifiesta se
entiende como una relación conducta-conducta. Ninguna causa
la otra, ambas están en el mismo nivel lógico.
• Para entender la conducta es necesario conocer sus
antecedentes y sus consecuentes y averiguar de qué variables es
función. El papel determinante lo detenta el contexto.
• La anormalidad psicológica procede de aprendizajes
desadaptativos.
• El síntoma no es la manifestación “superficial” de algo
subyacente. La conducta anormal es ella misma la anormalidad.

Los principios conductistas en psicoterapia


La observación y la experimentación pueden y deben ser los métodos
de trabajo en psicología. A través de ellos es posible dar explicación
al comportamiento, que es por otro lado lo que interesa al psicólogo,
también al psicólogo clínico. El comportamiento además se puede
modificar manipulando el entorno. Es por tanto un modelo objetivista,
experimental y contextual. El control causal sobre la conducta reside
en el medio.
La enfermedad mental es conducta desadaptada y procede de
aprendizajes desafortunados, explicables en base a las mismas leyes
que explicarían cualquier otro comportamiento no enfermo, que se
mantienen porque de alguna forma siguen siendo reforzados o no se
han extinguido todavía. Por ejemplo, una fobia continúa limitando la
vida del paciente porque de otro lado le permite evitar enfrentarse al
objeto temido. Una conducta depresiva se mantiene porque
proporciona una ganancia secundaria de cuidados. Estas conductas
desadaptadas pueden entenderse y cambiarse sin apelar a la psique
o a estructuras mentales, sino simplemente cambiando sus
contingencias, a saber, lo que ocurre antes o lo que ocurre después
de esas conductas. Se trata de un modelo funcionalista, pues lo que
estudia son las variables de las que el comportamiento es función en
un determinado momento y lugar.

Limitaciones del modelo conductista en psicología


clínica
La psicología conductista ha proporcionado una gran cantidad de
técnicas psicoterapéuticas, las denominadas de modificación de
conducta, que han enriquecido enormemente el panorama de la
práctica clínica y son muy eficaces para cambios puntuales, pero que
fracasan cuando se intenta entender con ellas escenas de la vida,
que por lo general encierran una gran complejidad.
En psicología, la primera mitad del siglo XX está marcada por la
revolución paradigmática del conductismo, que puso orden a los
desmanes de la introspección y el mentalismo psicoanalíticos. Pero a
mediados de siglo, al mismo tiempo que el conductismo empieza a
desplegar su dimensión clínica, entra en una crisis teórico-conceptual
(a pesar de la cual continúa hoy día con no poca vitalidad), sobre todo
por la constatación de que las leyes del aprendizaje no son tan
universales como se pretendía. Desde el punto de vista clínico, la
terapia de conducta es técnicamente irreprochable, pero se restringe
a las respuestas condicionadas y deja al margen a los sujetos que las
emiten en tanto que personas que sienten y deciden. De ahí que los
movimientos que surgen después de la modificación de conducta
intenten suplir esta falta recuperando el mundo mental, con sus
dimensiones de intencionalidad, libertad, voluntad, etc.
Las leyes del aprendizaje resultan muy útiles para entender y
reproducir en un laboratorio secuencias cortas de comportamiento,
pero no lo son cuando se trata de entender y modificar secuencias
largas, complicadas, que son en definitiva las que suelen traer los
clientes a las consultas de psicoterapia. Fragmentar las escenas de la
vida cotidiana en secuencias breves y parciales en las que los
antecedentes y los consecuentes, los estímulos y las respuestas,
sean reconocibles como tales, significa desvirtuarlas. Las propuestas
conductistas pueden sin embargo ser muy eficaces cuando se trabaja
con niños, o con personas sometidas a algún tipo de autoridad. La
segmentación entonces puede ser útil, en tanto que es la figura de
autoridad (los padres, los educadores de un centro de menores…) la
que al mismo tiempo administra los refuerzos y los castigos dentro del
segmento establecido.
Se podría concluir que la aproximación conductual en psicología
clínica es básica pero parcial, y las contribuciones técnicas de la
terapia conductual esenciales pero cortas. Bateson (1972) advirtió
ingeniosamente sobre ello. Imaginemos que a María no le gustan las
espinacas y que su madre le ofrece siempre un helado de postre con
el objeto de que se las coma. Considerado desde las teorías del
reforzamiento, ¿qué habrá ocurrido con el transcurrir de los años,
cuando María sea mayor? ¿Le gustarán las espinacas? ¿Le gustará
el helado? ¿Le gustará su madre? La respuesta es que es imposible
saberlo. Se necesita información adicional que las leyes del
aprendizaje no contemplan.

El modelo cognitivista
Los años 60 del siglo XX fueron los del florecimiento y popularización
de todo tipo de psicoterapias. El enfoque cognitivo fue uno de los que
adquirieron gran fuerza en ese momento. Como el psicoanálisis, el
cognitivismo es una corriente mentalista, pero con vocación más
científica. Su objetivo desde el principio es recuperar los procesos
mentales que se habían perdido entre los estímulos y las respuestas
que estudiaban los conductistas. Para ello sustituyen la metáfora
energética freudiana de fuerzas en lucha por la metáfora informática
de “procesamiento de la información”, pero sea como fuere, vuelven a
la visión intrapsíquica de lo psicológico.
Es necesario aclarar una situación peculiar que se da entre los
modelos conductual y cognitivista. Como veremos, sus postulados
teóricos no solo son diferentes sino antagónicos. Ya hemos
mencionado su incompatibilidad al hablar del problema mente-cuerpo
y quedará aun más patente cuando se expongan los postulados del
segundo de los modelos. Sin embargo, si repasamos la oferta en el
mercado psicoterapéutico –en las páginas amarillas sin ir más lejos–
comprobaremos que una gran cantidad de psicólogos clínicos se
declaran cognitivo-conductuales. Parece que en la práctica clínica no
interesan tanto las desavenencias teóricas y los enfoques se dejan
mezclar, seguramente porque mezclados funcionan bien, y ello a
pesar de que se basan en concepciones del ser humano y de la
enfermedad rematadamente diferentes. No queda otro remedio que
reconocer que las disquisiciones teóricas y ontológicas
(“metapsicológicas”, diría Freud) y el afrontamiento práctico de los
problemas clínicos no solo no tienen por qué cuadrar, sino que hacen
un uso muy distinto del conocimiento científico. Mientras los teóricos
discuten sesudamente acerca de las asunciones teóricas, los
psicoterapeutas cognitivistas utilizan sin reparos las técnicas
derivadas del conductismo, y los conductuales se han aliado sin
problemas con el enemigo teórico para rellenar sus carencias en
materia del conductualmente ausente “yo”.
Como ocurre en casi todas las escuelas psicológicas (veremos que
también ha sido así entre los principales humanistas y muchos
sistémicos), los fundadores principales del cognitivismo provienen del
campo del psicoanálisis. Aaron T. Beck (nacido en 1921) y Albert Ellis
(1913-2007) se habían formado como psicoanalistas antes de
elaborar sus propios modelos terapéuticos; de hecho Beck (Beck et
al., 1979) llegó a su conocida teoría sobre el origen de la depresión
después de haber intentado verificar algunas hipótesis psicoanalíticas
al respecto, con la consiguiente decepción. Sea como fuere,
intentaban superar a Freud, aunque el adversario fuera Skinner.

Cuadro 4. Postulados del modelo cognitivista

• La conciencia y los estados mentales existen y son subjetivos.


• Existe una relación causal entre éstos y el comportamiento.
• Existe una estructura o esquema cognitivo, su mal funcionamiento
por distorsiones o errores es lo que causa el sufrimiento o
trastorno mental.
• La percepción e interpretación de los acontecimientos del mundo
es lo que nos afecta psicológicamente, no los acontecimientos en
sí.
• El objetivo de la psicología (clínica) es el estudio del
funcionamiento de los procesos cognitivos (anómalos): memoria,
pensamiento, intenciones, actitudes, sentimientos.
• El ser humano actúa con intención y consciencia de las
consecuencias de sus actos y de las expectativas propias y
ajenas.

El posicionamiento cognitivista en clínica


La psicología cognitiva vuelve a mirar hacia adentro, y para disgusto
de los conductistas no se queda ahí, sino que a lo que encuentra
dentro le atribuye estatuto de causa de lo de fuera, y por lo tanto un
nivel lógico distinto y superior al de la conducta (ver el excurso sobre
el problema mente/cuerpo). Ese aparato mental interior ahora se
llama cognitivo, para no confundirlo con el aparato psíquico dinámico,
pero igual que éste posee una estructura –la estructura cognitiva–
que funciona como los demás aparatos del organismo (respiratorio,
circulatorio, digestivo), solo que procesando información en lugar de
alimentos u oxígeno.
La máxima principal de la psicología clínica cognitiva se resume en
el llamado “esquema A-B-C”, desarrollado por Ellis (1962) a propósito
de su Terapia Racional Emotiva (TRE). A son los acontecimientos de
la vida, las cosas que nos ocurren, B (del inglés belief, creencia) la
forma en que nuestro aparato cognitivo procesa esos acontecimientos
y C las consecuencias de todo ello, nuestros comportamientos o
emociones. Existe una relación causal entre B y C, pero no entre A y
C, de modo que la máxima reza que no son los hechos los que nos
afectan o perturban, sino lo que pensamos sobre ellos. La terapia
cognitiva tiene por objeto cambiar aquellos procesos cognitivos (la B)
que están en la base del sufrimiento. Lo que está trastornado es lo
que pensamos y cómo lo pensamos, lo equivocado son nuestras
creencias distorsionadas o irracionales, las reglas no escritas (debo
obedecer siempre a la autoridad), presupuestos falsos (sólo me
querrán si soy perfecta), actitudes no realistas (tengo que sacar la
carrera en cuatro años), inferencias arbitrarias (todos me miran mal),
peticiones dogmáticas (mi madre debería darse cuenta),
exageraciones (siempre me toca a mí), etcétera. Según el esquema
propuesto por Ellis, la terapia continúa con las letras del abecedario:
la D se refiere al proceso de debate o disputa racional que debe
llevarnos a la reestructuración de nuestras creencias; la E son los
efectos que el proceso de cambio cognitivo debe tener en nuestras
experiencias vitales (Ellis y Grieger, 1981). Las propuestas
terapéuticas de otros autores cognitivistas, como la Terapia cognitiva
de Beck (Beck et al., 1983), la Inoculación de estrés de Meichenbaum
(1987), etc., responden básicamente a esta idea principal.

Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas


La principal cuestión es si las técnicas cognitivas efectivamente lo
son, o si son en realidad técnicas conductuales con un disfraz
mentalista, que según los conductistas sería innecesario y, como todo
disfraz, engañoso. Las técnicas cognitivas son frecuentemente
reinterpretadas por los no mentalistas como técnicas conductuales
(ver por ejemplo Pérez Álvarez, 1996).
Por otro lado, mantener que lo mental es ontológicamente
separable de lo conductual ha sido extensamente criticado, y no
digamos la afirmación de que lo uno tenga primacía causal sobre lo
otro. El error categorial no es solamente una confusión de clases
lógicas, sino toda una forma de concebir el mundo, según la cual la
mente es algo distinto del organismo. Y esta visión es
paradigmáticamente dualista, pues entiende que existen dos mundos,
por una parte el externo, “real”, el de las cosas que pasan y por otro
su representación cognitiva dentro de cada uno de nosotros.
Desde el punto de vista puramente aplicado es difícil valorar una
escuela terapéutica que inmediatamente se alió con lo conductual
para dar lugar a una práctica mixta, donde, efectivamente, no se
puede saber muy bien si es lo cognitivo o es lo conductual lo que
funciona, o si es una tercera naturaleza compuesta por la suma de
ambas. Lo que sí parece es que la terapia cognitiva “pura”, más del
estilo de la intervención filosófica, cuya esencia se ejemplifica en el
debate socrático que forma parte de la TRE de Ellis (aunque también
en propuestas más exóticas, como la de Más Platón y menos Prozac
de Marinoff, 2000), resulta útil para un rango concreto y quizá no muy
abundante de clientes, los interesados en y capacitados para la
disputa racional sobre los asuntos mundanos.
El planteamiento cognitivo además implica una fuerte complejidad
en las explicaciones. La mayoría de las personas hacemos cosas (la
parte conductual de nuestro mundo) que no son oportunas o
saludables, aún a sabiendas de ello (la parte cognitiva), fumar por
ejemplo. Según la psicología cognitiva son nuestras cogniciones,
entre ellas el conocimiento de que fumar acorta la vida, las causantes
de nuestra conducta. Para explicar entonces por qué fumamos es
necesario introducir otras variables, naturalmente también internas y
de carácter cognitivo, que se encuentren en conflicto con el
conocimiento del peligro del tabaco, como la expectativa de un
síndrome de abstinencia si lo dejamos. Pero para valorar a su vez la
pugna entre estas dos, son necesarias otras (internas también), como
la autoeficacia, la autoestima, la autopercepción de la vulnerabilidad,
la valoración de la peligrosidad objetiva… Al final es necesario hacer
piruetas explicativas cada vez más complicadas para mantenerse
sobre la línea de que el análisis racional –léase estimación de costes
y beneficios– lo es todo. Esto es a veces difícil de sostener.
Pongamos que un paseante solitario en una noche oscura ve una
sombra y se lleva un buen susto. Desde la perspectiva cognitivista, el
susto es el resultado de un proceso (desde luego muy rápido) de la
estimación de la propia vulnerabilidad, de la peligrosidad percibida de
la situación, de la peligrosidad estimada de la sombra, de las
expectativas respecto a las posibles acciones autodefensivas, etc. O
también se puede pensar que el propio susto es la valoración de la
situación y no el resultado de la misma, lo que simplificaría el análisis.

La psicología humanista
Las propuestas terapéuticas que veremos a continuación consisten
más en formas de afrontamiento práctico de las necesidades clínicas
del consultante que en teorías clínicas en sentido estricto. Su interés
ha sido siempre directo a la atención terapéutica y solo de forma
secundaria a satisfacer criterios de consistencia teórica. Cuando
hablamos de humanismo en psicología nos referimos en realidad a
una corriente que engloba por afinidad a todo un abanico de
psicoterapias que han recibido nombres diversos: existencialistas,
fenomenológicas, humanistas propiamente dichas… Abarca una gran
heterogeneidad de conceptos, al tiempo que cada terapia concreta
tiene una puesta en escena diferente, pero lo cierto es que todas ellas
poseen algunos rasgos comunes que los diferencian de otras
tradiciones y que les dan carta de identidad. En la época de su
surgimiento, también los años sesenta, fueron llamadas la tercera
fuerza, pues su empuje inicial residía en que eran alternativas tanto al
psicoanálisis como al conductismo, las dos corrientes principales
entonces. En gran parte se desarrollan al margen de la tradición
académica y cabe calificarlas como movimiento cultural, muy
significativo socialmente hablando y en expansión aún hoy.
Ni los conceptos ni las herramientas terapéuticas de los humanistas
proceden, como es el caso en conductistas y cognitivistas, de una
teoría fuerte que los sostenga, sino más bien de una determinada
concepción del ser humano y del mundo. Pero poseen también unas
asunciones de base, que son al mismo tiempo los rasgos que unifican
las diferentes escuelas terapéuticas bajo el nombre de “humanistas”.
Se presentan a continuación como si de postulados en toda regla se
tratase, pues expresan la ideología de la que se parte en el trabajo
terapéutico y esto es lo que expresan también los postulados de los
otros modelos.

Cuadro 5. La filosofía clínica humanista

• Cada persona es un sujeto independiente radicalmente libre que


autodetermina su existencia a través de sus decisiones.
• Cada persona posee de forma natural un potencial de crecimiento
orientado hacia metas positivas: la maduración personal, la salud,
el ajuste adecuado.
• La persona está en continuo desarrollo. El bloqueo de ese
desarrollo es el trastorno. No existe psicopatología sino
problemas de la vida.
• El ser humano de caracteriza por la necesidad de satisfacer no
sólo las necesidades primarias (comer, etc.) sino otras, como el
desarrollo de capacidades, dotar de sentido a la existencia,
sentirse libre.
• La situación vital actual de la persona y cómo ésta la vive, su
percepción subjetiva, es el determinante fundamental de la
conducta y objeto de la psicología y de la psicoterapia.
• La terapia no enseña algo ni deshace conflictos, sino que
acompaña en ese proceso de crecimiento guiándolo o
incentivándolo.

Como se ve, el lenguaje humanista no recuerda en nada a los


términos propios de los modelos anteriores. Por primera vez aparecen
palabras como “persona” o “libertad” y referencias a la existencia, a
las propias decisiones o al sentido. Una nomenclatura poco científica,
pero que recupera, o quizá convoca por primera vez a las consultas
de psicoterapia a personas concretas con sus problemas vitales y sus
propias percepciones de lo que ocurre. De ahí “humanista”. Se dice
que las propuestas terapéuticas humanistas son holísticas, pues es la
persona como un todo la que acude a consulta, no un aparato, ya sea
psíquico o cognitivo, ni tampoco un expendedor de respuestas. Esa
persona completa se encuentra en un proceso continuo de desarrollo
y de ejercicio de su propia autonomía. Aún cuando la biología o las
condiciones externas supongan una restricción de las posibilidades
de elección, siempre existe un margen de libertad, y lo que hacemos
dentro de él es lo que nos define. Con la libertad de elección y de
decisión, indisolublemente unida viene la responsabilidad, cuyo
fomento es parte esencial de todas las terapias humanistas.
La filosofía del ser humano que subyace a las escuelas humanistas
subraya las preocupaciones esencialmente humanas, como el miedo
a la muerte, a la soledad, a la libertad, a la falta de sentido. La duda
existencial, en definitiva. No por casualidad estas terapias se derivan
ideológicamente del movimiento cultural posmoderno cuyo principal
exponente es el existencialismo francés (Sartre decía que el hombre
es un ser “condenado a ser libre”) y la fenomenología alemana
(Heidegger decía que el hombre es un ser “abocado el mundo”). El
abono de estas corrientes de pensamiento lo compusieron los
horrores vividos en Europa en la primera mitad del siglo XX y su
culmen fue la revuelta social contracultural de los años 60. La duda
existencial desencadenada por la desconfianza y el mazazo humano
que supuso la Segunda Guerra Mundial se traduce en nuestra
disciplina en terapias que lo que intentan es ayudar a resolver el vacío
y la sinrazón, que son los que constituyen el problema psicológico
cuando uno se enfrenta a ellos.
Carl Rogers (1902-1987) es generalmente considerado el iniciador
de esta forma de hacer terapia. Fue el primero en llamar clientes a los
hasta entonces considerados pacientes, en un intento de
despatologizar las consultas de psicoterapia y colocar la propia
responsabilidad por encima de la del experto. Los objetivos que
persiguen sus terapias consisten en definir la libertad del cliente,
ayudarle a respetar su individualidad, a valorar sus vivencias, a
descubrir su forma particular de autorealización. Ciertamente todo
esto suena muy poco científico y difícil de definir en términos
empíricos, pero no cabe duda de que estas terapias vienen a cubrir
una demanda existente y que disfrutan de un amplio terreno de
actuación y de eficiencia.
Las terapias humanistas pueden diferir mucho en su procedimiento
y en sus postulados concretos; las más conocidas de entre ellas son
la terapia Gestalt (Perls, 1976), la logoterapia (Frankl, 1981), el
psicodrama (Moreno, 1966) o el análisis transaccional (Berne, 1966).

Excurso: el conductismo se vuelve humanista


Después de más de un siglo de psicoterapia y más de medio de lucha
de modelos, en el siglo XXI estamos asistiendo a un fenómeno nuevo
en el universo de la psicología clínica: la convergencia.
Probablemente el empacho de polémica entre escuelas ha tocado
techo, de modo que la balanza se inclina ahora en la dirección de la
concordia, de la búsqueda de elementos comunes, de la integración
de unos modelos en y con otros. Se trata de una actitud sanamente
escéptica hacia el modelo propio y de respeto y curiosidad por los
otros. Cada vez más psicoterapeutas reivindican poder llamarse
psicoterapeutas sin más, sin apellido (Laso, 2010). Se reconoce
además de forma general que los terapeutas se inclinan por una u
otra escuela en función de que los postulados coincidan con su
personal visión del mundo, y no porque se le haya demostrado de
alguna forma que un modelo concreto dé mejores resultados.
Precisamente, la dificultad de establecer de forma convincente la
efectividad de unas aproximaciones frente a otras invita a pensar que
quizá existan buenos y no tan buenos terapeutas, más que mejores o
peores modelos desde los que trabajar. Y en este contexto
convergente ocurren cosas hasta ahora impensables, como que el
conductismo transcienda los estímulos-respuestas y comience a
hablar de valores, o que la sistémica recupere al individuo perdido
hasta hace poco en tramas familiares en las que tomaba parte como
marioneta.
La propuesta terapéutica llamada Terapia de Aceptación y
Compromiso (ACT en sus siglas en inglés; debe además
pronunciarse así, como el término inglés para acto, actuar, o ¡actúa!)
procede de la más pura tradición conductista skinneriana. Se basa en
la idea de modificar la función de los pensamientos que nos perturban
en lugar de intentar eliminarlos o modificar su contenido, que es lo
que harían los cognitivistas. Ya hemos visto que el conductismo,
según sus propios postulados, interviene sobre las cogniciones de
forma legítima, puesto que las cogniciones son conducta, aunque
accesible solo desde uno mismo.
Siguiendo a Hayes (2004), estaríamos asistiendo a un verdadero
cambio de paradigma, el que marca la transición a las terapias que
dentro de la tradición conductista se denominan de tercera
generación. La primera se basaba en el manejo de contingencias, es
decir, la gestión planeada de refuerzos y castigos, que como hemos
visto se quedó corta en seguida. La segunda generación corresponde
a la fusión de lo conductual con lo cognitivo en las terapias cognitivo-
conductuales, que quieren recuperar las cogniciones como ámbito de
intervención conductual y van dirigidas a modificar parámetros
cognitivos para que cambie la conducta. Las terapias de tercera
generación tipo ACT también intervienen sobre las cogniciones, pero
al contrario que las anteriores no intentan cambiarlas, sino
desvincular su contenido verbal de su significado culturalmente
atribuido, de modo que el pensamiento que nos perturba se
desliteraliza (Luciano Soriano y Valdivia Salas, 2006), del mismo
modo que de pequeños jugábamos a que las palabras perdieran su
significado repitiéndolas muchas veces. De hecho, esta
desliteralización es uno de los ejercicios que realiza el paciente de
ACT. El distanciamiento que logramos a través de desligar nuestros
eventos privados (pensamientos) de la función que verbalmente
evocan nos permite el avance en una dirección personal valiosa, pues
esos eventos privados, y sobre todo el intento de controlarlos,
suponen un freno que conviene eliminar. Al mismo tiempo que el
terapeuta ACT intenta llevar a cabo esta desvinculación, debe
también sondear las direcciones de desarrollo valioso para el paciente
e incentivarlas.
Cuando se lee un texto sobre ACT a sabiendas de que se trata de
una terapia conductista, se sorprende uno de encontrar constantes
referencias a los valores personales, al largamente desterrado “yo”, al
aquí y el ahora, al tomar conciencia, al tener presentes emociones,
sensaciones y recuerdos, etc. Humanismo puro. Parece que estén
buscando el sentido de la vida. Por otro lado, cuando se observa al
terapeuta ACT haciendo uso de metáforas y otros ejercicios para
lograr la desliteralización, bien podría tratarse de un terapeuta
estratégico (una de las variantes de la tradición sistémica)
fomentando el reencuadre de los problemas. Existe una fuerte
similitud entre ACT y algunos presupuestos de la terapia estratégica.
Ambos afirman que las soluciones intentadas forman parte del
problema. Para ACT, eso sí, las soluciones intentadas se analizan en
el entorno de un sola persona, se refieren a los esfuerzos del
interesado por controlar sus síntomas (cognitivos). Los estratégicos
intentan darle la vuelta a la escena en la que se desarrollan los
problemas –y en la que participan otros actores– cambiándole el
marco (de ahí reencuadre), es decir, proponiendo para las cosas que
ocurren una función diferente que al consultante no se le había
ocurrido.
Ya en 1961 Frank comparaba psicoterapias diferentes y llegó a la
conclusión de que el factor común a todas ellas, y que además,
afirmaba, está en la base de su eficacia, es la esperanza que se da al
consultante de que su problema pueda ser resuelto. Para Frank, la
psicoterapia es eficaz no porque use técnicas terapéuticas eficaces,
sino porque trata eficazmente el desánimo con el que las personas
llegan a las consultas, con independencia de la corriente teórica. Las
aproximaciones actuales que tratan de descubrir los factores
comunes de las diferentes psicoterapias coinciden en subrayar la
importancia de la alianza terapéutica, esto es, la calidad de la relación
entre el terapeuta y su consultante. Y no solo eso: existe un acuerdo
prácticamente universal sobre el hecho de que una buena alianza
terapéutica es uno de los factores que más tiene que ver con unos
buenos resultados (Bordin, 1971; Friedlander et al., 2009).
Esto lleva implícita la pregunta sobre los atributos que hacen de una
persona un buen terapeuta potencial. Seguramente no el conocer
plenamente el procedimiento técnico de sus intervenciones y seguir
un buen protocolo de aplicación, por más que ello sea importante,
sino más bien una cierta experiencia vital propia, la capacidad de
ponerse en el lugar del otro (que no es otra cosa que ser capaz de
imaginarse “qué haría yo”) y ciertas cualidades personales tipo
seguridad en uno mismo, capacidad de comunicar de forma eficaz,
ausencia de prejuicios, la sensibilidad en la detección de las
necesidades del otro, la bondad, la condescendencia, la cortesía, etc.
¿Cómo será entonces la psicoterapia del futuro? Es probable que
se acepte un cajón común que contenga las técnicas como patrimonio
universal y que deje de importar la corriente de la que provengan, que
aumente la conciencia de ser heredero de toda la psicología clínica y
no solo de una rama. Quizá se consiga perfilar una línea maestra
sobre cómo desarrollar eficazmente la peculiar relación que
mantienen terapeutas y consultantes, desde la que se puedan
generar de forma óptima acuerdos sobre lo que se quiere conseguir y
la estrategia para conseguirlo. Las técnicas propiamente dichas, más
pragmáticas o más cognitivas o más emocionales, pasarían a ser una
elección secundaria, ajustadas al estilo personal del terapeuta y a los
recursos del consultante, más que definitorio del tipo de terapia que
se hace.

El modelo sistémico
La psicoterapia sistémica aborda los problemas clínicos de una forma
que suele resultar difícil de comprender de un primer vistazo. Desafía
en parte al sentido común y tiene la desventaja de que su concepción
de lo psicológico, al contrario de lo que ocurre con los otros modelos,
no está presupuesta culturalmente, y por lo tanto carecemos de base
“natural” para empezar a pensar en términos sistémicos. Cualquiera
ha oído hablar de los impulsos freudianos, nos resulta lógico pensar
que un niño llore para llamar la atención, también es casi de intuición
universal que ante un problema aconsejemos a un amigo que no le dé
tanta importancia, al tiempo que todo el mundo comprende lo que es
una crisis de identidad o el deseo frustrado de autorrealizarse. Pero el
concepto de portador del síntoma o la afirmación de que la
esquizofrenia es un problema de comunicación resultan extraños o
chocantes.
En el terreno de la psicoterapia, “sistémico” y “familiar” se suelen
utilizar como sinónimos, aunque no lo son del todo. Es cierto que el
objeto de estudio y de intervención de un sistémico siempre es la
familia, pero existen terapias familiares procedentes de escuelas
terapéuticas diferentes a la sistémica, como la terapia familiar
psicoanalítica. Por otro lado, un terapeuta sistémico siempre invitará a
la sala de terapia a toda la familia, o al menos a los principales
afectados por los problemas, pero también es posible y de hecho muy
frecuente tratar a individuos que vienen solos, aunque el foco de
atención siempre será la dinámica familiar.
La introducción del pensamiento sistémico en psicología tuvo lugar
en la década de los cincuenta. Algunos terapeutas tuvieron la
ocurrencia de llamar a la consulta a familiares de pacientes, con la
simple intención al principio de ampliar las historias clínicas con
información proveniente de otras fuentes. Pero lo que descubrieron
fue algo inesperado y sorprendente: patrones de interacción familiar
(formas de comunicarse) que parecían relacionadas con las
patologías que estaban tratando. Al mismo tiempo que esto salía a la
luz, el equipo del antropólogo Gregory Bateson (1904-1980)
empezaba a tantear la aplicación de los conocimientos sobre
comunicación para la comprensión de los fenómenos psicológicos. La
semilla de la sistémica había germinado.

La teoría de sistemas y la familia


El nombre “sistémica” procede de la teoría de sistemas propuesta por
el biólogo austríaco von Bertalanffy a mediados del pasado siglo
(1968). Pero es un error pensar que tal teoría pueda emplearse en
psicología, o al menos no sin muchas complicaciones. La teoría de
sistemas requiere variables que puedan ser sometidas a cálculo
diferencial, esto es, variables cuantitativas, numéricas, que pueden
ser multiplicadas o divididas. Eso difícilmente puede ocurrir con las
variables que manejamos los psicoterapeutas, y casi tampoco las que
manejan los psicólogos en general. Es muy habitual que en psicología
se utilicen variables cualitativas, incluso solamente nominales (dar un
nombre diferente a una condición y otra, como el sexo masculino y
femenino o la presencia o ausencia de determinados síntomas), con
las que la teoría de sistemas no puede operar. El adjetivo sistémica
en psicología es por lo tanto metafórico, sin perjuicio de que sea muy
útil y que haya permitido generar conocimientos aplicados de gran
eficacia. La metáfora consiste en considerar la familia un sistema, tal
y como lo es cualquier otro conjunto de elementos, físicos, biológicos
o abstractos, unidos por alguna forma de interacción.
Lo que se deriva de pensar así son los siguientes principios
fundamentales, que podemos considerar los postulados del modelo
sistémico en psicología:

Cuadro 6. Aplicación a la familia de la noción de sistema

• Un sistema es un conjunto de elementos caracterizados por


atributos que se relacionan entre sí.
• La familia es un sistema. El sistema familia es un conjunto de
personas caracterizadas por su comportamiento y que se
relacionan a través de determinadas pautas de comunicación.
• El todo es diferente a la suma de sus partes. Así pues, el
funcionamiento familiar no se puede deducir de lo que hacen los
miembros de la familia por separado.
• Por lo mismo, la conducta de un miembro no se puede entender
separada del resto. Para comprender cualquier comportamiento,
patológico o no, es necesario considerarlo en el contexto que le
da sentido. Sobre todo si se trata de conductas patológicas, este
contexto es la familia.
• La forma de entender los procesos psicológicos es observar la
interrelación entre los miembros de la familia. Esta interrelación
no es lineal ni causal, sino que se retroalimenta, de modo que el
resultado de cada interacción se incorpora al sistema como
nuevo input.
• Las características de interacción propias de la familia mantienen
su equilibrio al tiempo que determinan los márgenes de actuación
de cada miembro.
• En el proceso de mantener el equilibrio pueden generarse y
mantenerse patrones de interacción patológicos; la dificultad de
erradicarlos estriba en que su eliminación pondría en peligro el
equilibrio del sistema.
• El objeto de estudio de la psicología es la familia, más
concretamente las pautas de interacción/comunicación entre sus
miembros.
• No existen los enfermos mentales sino los portadores del síntoma
o “pacientes índex”. No existen las enfermedades mentales. La
conducta patológica no es el resultado de una mente enferma
sino la única o la mejor reacción posible en un contexto de
interacción problemático. Incluso la conducta más perturbada
tiene su razón de ser y entenderla pasa por reconstruir su función
dentro de los patrones de interacción familiar.
• No existen curaciones sino soluciones, que se logran modificando
patrones o parámetros de interacción de los que la conducta
disfuncional es parte integrante. La psicopatología no es útil,
además de que el diagnóstico psiquiátrico puede ser la
legitimación que busca la familia del carácter enfermo del
paciente.

Como se ve, los términos que emplean los terapeutas sistémicos


son diferentes de todos los vistos anteriormente. La sistémica es la
única posición en psicología que no se centra en la persona sino en
las interacciones entre personas. La lógica sistémica no busca
explicaciones que residan en el individuo, ya sean intrapsíquicas,
cognitivas, neurofisiológicas o de aprendizajes previos, sino en las
relaciones que esa persona mantiene (ha mantenido) con sus figuras
significativas y que le convierten en el individuo que es. Mi depresión,
por ejemplo, no es una característica de mi carácter, ni un defecto de
mis cogniciones, ni una descompensación de mis neurotransmisores,
ni el resultado de reforzadores desacertados, ni la expresión de mis
debilidades: según la sistémica, mi depresión es mi forma actual de
relacionarme con los demás.

Principales escuelas sistémicas clásicas


La primera aproximación sistémica a la conducta humana surgió
como ya hemos dicho del trabajo de Bateson, cuyas aportaciones
influyeron decisivamente en las ideas del Mental Research Insitut,
(MRI) fundado en 1959 por Don D. Jackson y Virginia Satir con sede
en Palo Alto, California (de ahí que muchas veces se hable de la
escuela de Palo Alto). La terapia que nace de esta línea de
pensamiento se denomina estratégica (Haley y Richeport-Haley,
2006). Fundamentalmente consideran que el cambio terapéutico no
es en esencia diferente de las transformaciones normales que
experimenta todo sistema en evolución. Afirman que el problema
clínico radica sobre todo en soluciones intentadas pero fallidas de un
problema original menor, de tal suerte que en lugar de solucionarlo, lo
perpetúan. El término “estratégica” hace alusión a la manera de
solucionar problemas clínicos, que es encontrar el mejor
procedimiento para sustituir o bloquear soluciones intentadas, o dicho
de otra forma, cómo dejar de hacer “más de lo mismo” (Watzlawick et
al., 1974).
Salvador Minuchin es el principal representante de la llamada
escuela estructural. Se basa en el estudio de la estructura de la
familia, tanto hacia adentro (cuál es el reparto de funciones, de
derechos y obligaciones entre los miembros) como hacia el exterior
(cómo son los límites del sistema familiar con otros sistemas). Hay
estructuras que funcionan bien y otras menos. La terapia estructural
se interesa sobre todo por los subsistemas dentro del sistema –el
marital, el fraternal, etc.– y la forma y función que pueden tomar las
relaciones entre ellos. Puede haber alianzas de individuos para el
bien común o colusiones en perjuicio de un tercero. Las
triangulaciones disfuncionales (también llamadas “triángulos
perversos”) consisten en expandir una relación de dos, generalmente
la pareja, a un tercero, generalmente un hijo, de modo que el conflicto
entre los dos primeros quede encubierto. La terapia estructural tiene
como objeto romper estas estructuras disfuncionales o modificar los
límites entre sistemas o subsistemas (Minuchin et al., 1998).
La escuela de Milán tiene como mentora principal a Mara Selvini-
Palazzoli. Sus tesis fundamentales pueden encontrarse en el clásico
Paradoja y contraparadoja (Selvini-Palazzoli et al., 1977), título que
hace alusión satírica a los conceptos freudianos de transfererencia y
contratransferencia –casi no hace falta decir que esta autora también
fue psicoanalista en sus inicios profesionales–. El objeto de la terapia
es dar con lo que llaman “juego familiar”, un enredo con sus propias
reglas en el que los miembros se encuentran inmersos de forma
inescapable. Lo importante es que los síntomas están perfectamente
integrados en el juego y su portador es el perdedor del mismo. La
función del síntoma, que desde luego solo puede entenderse a través
de descifrar las reglas del juego, puede ser mantener una
determinada posición en el tablero, o recuperar una posición perdida.
Una derivación posterior del pensamiento sistémico es la llamada
Terapia breve o Terapia centrada en soluciones. Su autor principal es
Steve de Shazer (1985). Como su nombre indica, sus intervenciones
intentan ser cortas. No consumen tiempo en analizar los problemas
sino que pasan directamente a buscar soluciones. Llegan a ellas de
forma rápida a través de la exploración de las excepciones. Parten del
hecho –cierto por lo demás– de que siempre hay momentos en que el
síntoma no se desencadena o que la situación problemática no
aparece. A partir de ahí elaboran prescripciones que siempre se
apoyan en los recursos y fortalezas que los participantes ya tienen, en
lugar de intentar que adquieran habilidades nuevas.

Valoración del modelo sistémico


A la terapia sistémica se le ha venido criticando el ser puramente
sintomática, a pesar de interesarse poco por los síntomas –aunque sí
por su papel en el sistema–. Se le recrimina una visión superficial del
trastorno mental, que quedaría definido únicamente por su papel
integrador de la familia, en riesgo de desmoronarse si el síntoma
desaparece. También se ha descalificado por su carácter estratégico,
pues podría parecer que el terapeuta sistémico hace uso de una
batería de extrañas técnicas siguiendo criterios puramente
oportunistas. Lo cierto es que estas críticas provienen generalmente
de la falta de conocimiento acerca de los fundamentos del modelo,
comprensible por otro lado si tomamos en cuenta su complejidad y su
alejamiento de la forma “natural” o “cultural” de abordar los problemas
al que aludíamos al principio de este apartado. También se le ha
criticado confundir conducta con comunicación, o igualarlas, aunque
desde la perspectiva del análisis clínico de los problemas psíquicos
hay que decir que si se la considera comunicación, la conducta sale
bien parada. Por el contrario, reducir los actos comunicativos a
conducta empobrecería el análisis.
La terapia sistémica ha estado mucho tiempo eludiendo a las
personas a favor de los sistemas, un poco al estilo conductista que
había arrinconado también el “yo” entre estímulos y respuestas en
aras del pragmatismo. La sistémica más clásica u ortodoxa se
imagina un sistema familiar antropomorfo, con intenciones y objetivos
propios, del cual los individuos son víctimas o figurantes sometidos
involuntariamente a la dinámica de un bien superior. La tendencia
ahora es a recuperar a las personas, en forma de individuos con
historia o que narran su propia experiencia, integrando en el discurso
sistémico las pretensiones de los participantes, más que las de los
sistemas, aunque el foco de atención siga siendo siempre la familia.

Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble


vínculo
Ya desde sus orígenes la tradición sistémica se ha atrevido con las
conductas más complejas. La teoría del doble vínculo6 intenta
explicar cómo una persona puede literalmente enloquecer apelando
únicamente a los estilos comunicativos con los que ha tenido que
manejarse en su vida. Considera por lo tanto la locura un problema de
comunicación.
El germen de la teoría se encuentra en los trabajos de Bateson,
recogidos y sistematizados por Watzlawick y colaboradores en su
obra clásica Teoría de la comunicación humana (1967). De forma
muy resumida, la esquizofrenia refleja una incapacidad para distinguir
niveles comunicativos, en el sentido de que los esquizofrénicos
carecen de herramientas eficaces para calificar lo que quieren
expresar y de criterio para entender lo que expresan los demás, no en
su contenido, sino en su forma. Como consecuencia de esta
discapacidad se producen confusiones entre lo literal y lo metafórico,
entre los refranes y las anécdotas, entre lo concreto y lo abstracto. La
mejor forma de ilustrar esta deficiencia procede del propio Bateson,
que dice que el esquizofrénico es aquél que va al restaurante y se
come la carta.
Observando a niños pequeños –o a crías de cualquier otro
mamífero depredador– mientas juegan a persecuciones o a guerras,
uno se da cuenta de que para los participantes suele ser evidente
cuándo determinados actos constituyen verdaderas agresiones y
cuándo son elementos del juego. Bateson reparó en ello mientras
estudiaba la comunicación animal: el mismo mordisco podía ser parte
de una pelea de verdad o una provocación juguetona, lo importante
es que quienes participan en la escena son conocedores comunes de
algún tipo de señal que deja claro cómo entenderlo. Bateson lo llamó
metacomunicación, es decir, comunicación acerca de la propia
comunicación. Si alguien miente respecto a algo, pero adornando la
mentira con aspavientos teatrales («Oh, cielos, se me ha quemado el
asado», mientras un olor agradable llega de la cocina), todo el mundo
–excepto los esquizofrénicos tal vez– captará la broma. Una persona
que ha pasado una parte significativa de su vida en un ambiente en el
que ese tipo de señales metacomunicativas no se emite con claridad
(junto a alguien que usa el mismo tono cuando dice algo en serio y
cuando lo dice en broma, por poner un ejemplo), es probable que
llegue a la vida adulta arrastrando una incapacidad para saber cómo
interpretar lo que se le dice y atascado en una comprensible actitud
de desconfianza y temor a no entender y no ser entendido.
Para que los mensajes que emitimos sean congruentes y “sanos” a
efectos de comunicación, deben serlo los diferentes niveles en los
que se comunica. Siguiendo el análisis de la mencionada Teoría de la
comunicación humana, estos niveles son por un lado la comunicación
verbal o digital (la que usa como vehículo el lenguaje articulado) y la
comunicación no verbal o analógica, que acompaña a la verbal y
constituye respecto a ella una metacomunicación. Que la
comunicación no verbal sea metacomunicativa sobre la verbal quiere
decir que necesitamos del aspecto no verbal de cualquier mensaje (el
tono de voz, el gesto de la cara, la postura del cuerpo de quien habla,
etc.) para entender correctamente lo que nos están diciendo, o dicho
de otro modo, para saber si nos están informando, preguntando,
amenazando, entreteniendo, tomando el pelo o invitando a jugar.
Todo ello se puede hacer con la misma frase, sólo cambiando el
revestimiento no verbal. Es en este sentido en el que la comunicación
no verbal está por encima de la otra, la califica. Un mismo mensaje
(«Te voy a dar tu merecido») significa cosas muy distintas si su
emisor es un niño disfrazado de vaquero blandiendo un revolver de
plástico o si lo es un hombre que discute con su esposa.
Lo que los investigadores de Palo Alto descubrieron por los años 50
fue que la forma de comunicar típica de los esquizofrénicos y sus
familias violaba constantemente este principio de claridad.
Típicamente, los familiares de sus pacientes y los pacientes mismos
eran capaces de decir al mismo tiempo una cosa y la contraria,
articulando oraciones gramaticalmente imposibles o sin final, o
mezclando temas diferentes dentro de una misma frase. Pero también
y sobre todo generando incongruencias entre lo que se comunica en
el nivel del contenido y lo que se comunica en el nivel analógico o no
verbal. Como si quisieran evadir el compromiso de aquello que se
dice («déjame en paz» mientras se exhibe una ancha sonrisa, o «yo
también te quiero» sin levantar la vista del periódico).
Imaginemos a un niño sometido a este tipo de mensajes
internamente incongruentes, paradójicos. Imaginémoslo
acostumbrado a que las palabras cariñosas de sus mayores vayan
acompañadas por gestos de desinterés o de indiferencia. Los niños
pequeños se encuentran respecto a sus figuras de apego en una
relación inescapable y de relevancia vital, pues el anclaje a la figura
de apego es asunto de vida o muerte y además carecen de recursos
para abandonarla. Un niño tampoco está capacitado para
metacomunicar, no puede aclarar las cosas con su interlocutor desde
fuera de la propia conversación, como haría un adulto que se siente
confuso («¿qué me quieres decir realmente?»; «no te entiendo, ¿en
qué quedamos»; «¿significa eso que sí o que no?»). Las
posibilidades del niño se resumen en dos: o bien desoye uno de los
mensajes o bien malinterpreta el otro. No hay más opciones. Puede
quedarse con el mensaje digital (las palabras amorosas), lo cual le
obliga a malinterpretar todo el lenguaje no verbal, o atender al
lenguaje no verbal (el tono indiferente) y enfrentarse entonces a lo
inaceptable: no me quieren.
Una historia larga de malinterpretación de mensajes o señales
comunicativas puede conducir al mayor de los malentendidos
imaginables: malentender los propios pensamientos. Los delirios y las
alucinaciones pueden entenderse como una confusión de tipos
lógicos, donde lo que falla es el manejo eficaz de las señales que
permiten catalogar la propia comunicación interna: distinguir un sueño
de un recuerdo, una ensoñación de unos planes firmes, una
preocupación de un mandato, una percepción auditiva de un
pensamiento que se repite.
La teoría del doble vínculo define pues un tipo de comunicación que
consiste en que de forma continuada una persona es sometida a
situaciones comunicativas sin salida, que obligan a dar interpretación
a un mensaje que admite varias interpretaciones que son antagónicas
o excluyentes, de forma que uno pierde haga lo que haga, interprete
lo que interprete. No hay respuesta correcta. Para que se establezca
una relación de doble vínculo es preciso que el entorno en que se
desarrolla esté caracterizado por el castigo o por la represión, de tal
modo que uno tiene miedo de las consecuencias de sus propias
acciones. Se teme dar la respuesta equivocada al tiempo que se sabe
que la única posibilidad es la equivocación. En situaciones sin salida
una salida puede ser enloquecer, o paralizarse por completo, intentar
en lo posible no elicitar respuestas de los demás, encerrarse en el
mutismo, o presentar los pensamientos propios como los de alguien
que no es uno mismo. Se puede optar incluso por deslizarse a otra
personalidad y declarar que se es otro o que se está en otro lugar.
[6] La traducción al castellano de double bind como “doble vínculo” no es muy afortunada,
más bien debería decirse “doble atadura”, que expresa mejor el carácter opresivo del
concepto (bind en inglés significa ambas cosas).
Capítulo 4. Criterios de normalidad en
psicología. Introducción a la
psicopatología

Qué es anormal y para qué necesitamos


saberlo
La psicología clínica se dedica fundamentalmente a estudiar el
comportamiento anormal, que es la forma de llamar enfermedad o
trastorno a cosas que las personas hacen sin caer en los problemas
que suponen estos términos, importados de la medicina y en
ocasiones indigestos en el terreno psicológico. Se trata pues no tanto
de definir enfermedad o trastorno mental, tarea realmente difícil, como
de establecer criterios para determinar la frontera entre el
comportamiento normal y el patológico. Pero claro, al contrario de lo
que ocurre cuando se dice que algo es una enfermedad (que se
supone sujeta a criterios médicos y por ende científico-técnicos), la
determinación de qué es normal y qué no lo es en las actividades de
una persona cae en última instancia en el terreno de la cultura
imperante, de los usos sociales, de lo aceptable o lo soportable. Se
trata, en otras palabras, de una cuestión más bien ideológica. ¿Es
normal la homosexualidad o es anormal? ¿Cuánto tiempo debe uno
estar deprimido tras la muerte de un ser querido para que ello pase a
ser anormal? ¿Por qué el discurso de S.S. el Papa no es calificado
como delirante y por lo tanto anormal, cuando afirma ser el
representante de Dios en la tierra?
El terreno es suficientemente resbaladizo como para andar con
mucho cuidado, pues lejos de quedarse en la pura metafísica, la
anormalidad psicológica tiene consecuencias transcendentes de
orden social, laboral, educativo, asistencial, civil, hasta judicial. Los
criterios de anormalidad son manejados constantemente por los
profesionales de la salud mental cuando tienen que tomar decisiones
clínicas. Un buen criterio de anormalidad, es decir, unos parámetros
claros en base a los que tipificar el carácter patológico de un
comportamiento, es muy necesario en la práctica. Y para cumplir del
todo con su razón de ser, un tal criterio debería servir no solamente
para señalar los límites, sino también para distinguir grados, que
sirvan por ejemplo para establecer prioridades asistenciales.
En el lenguaje cotidiano, anormal suele asimilarse a irregular,
infrecuente, inesperado. Antes de pasar a explicar algunos de los
criterios de anormalidad más usados en psicología, y teniendo en
cuenta que sus pegas son muchas y la falta de consenso flagrante,
convendría ponernos de acuerdo en algunos criterios básicos,
cotidianos también y de sentido común, que, quede dicho, no sirven
para lo difícil, que es decidir sobre casos dudosos, pero sí para saber
de entrada a qué tipo de comportamientos nos referimos. De forma
consensuada y general, lo anormal se ha definido en base a los
siguientes atributos:
• La conducta autodañina. De forma natural, tendemos a
protegernos y a intentar sobrevivir. Las conductas suicidas y las
autolesiones suelen considerarse anormales.
• La conducta socialmente inapropiada, inesperada o perturbadora.
Las conductas incoherentes o fuera de contexto, o claramente
molestas o inadecuadas para un observador externo, o
sorprendentes e incomprensibles, suelen considerarse anormales.
• Las cogniciones irreales. Percibir sonidos que no existen o creer
en cosas extraordinarias (a menos que seas el Papa) se
considera anormal. Para considerarse delirantes, los discursos
extraños deben apartarse de lo esperado en tu cultura. Las
creencias religiosas, aunque sean fantásticas, no se consideran
anormales por ser compartidas por muchas personas.
• Las emociones inadecuadas. Las expresiones emocionales
inestables o excesivas, los cambios de humor impredecibles, las
reacciones de ira, júbilo o tristeza en el momento o lugar
inapropiados, se consideran anormales también.

El problema es que aún estando de acuerdo en todo esto, los


escurridizos límites entre ello y lo normal no se dejan trazar con
claridad. La cuestión se complica aún más si tenemos en cuenta que
la calificación del comportamiento de alguien como “anormal” puede
ser utilizada de forma interesada, tanto en ámbitos domésticos como
profesionales. Un amplio rango de decisiones son tomadas en base a
los criterios de anormalidad psíquica, desde las necesidades
educativas especiales en los escolares hasta la hospitalización o
conveniencia de tratamientos invasivos, pasando por asuntos
penales, de minusvalía o de incapacitación, aparte de la conveniencia
de frecuentar a personas a las que se han diagnosticado
enfermedades que nos parecen incómodas o peligrosas.
A pesar de que incluso el DSM, la biblia de la anormalidad, insiste
en que no son las personas lo que se clasifica como patológico sino
sus síntomas, lo cierto es que el diagnóstico de un trastorno mental
lleva asociado un marcaje de la persona, con etiquetas que se
“adhieren” con fuerza y después se desprenden con gran dificultad. A
esto se le llama estigmatización o etiquetaje. Quienes ostentan el
poder de emitir diagnósticos, y por tanto de decidir acerca de la
anormalidad de ciertas conductas, deben tener presentes siempre las
consecuencias de hacerlo.

Criterios de anormalidad
El criterio ontológico
Es el criterio de anormalidad propio del modelo biomédico: por
analogía a las enfermedades médicas, es anormal presentar
síntomas que revelan un trastorno o una lesión subyacente. Según
este criterio, será patológico todo comportamiento acorde con los
síntomas que se especifiquen en una nosología.
Según este criterio, el comportamiento anormal debe ser
interpretado como signo o síntoma de alguna enfermedad, o si suena
demasiado fuerte, de algún trastorno. La diferencia entre tener o no
tener un trastorno es de carácter cualitativo y no una mera cuestión
de grado. Hay algo esencialmente diferente entre una tristeza no
patológica y una depresión. La enfermedad o trastorno detenta una
realidad ontológica, es un “ser” (ontos), un “algo” con naturaleza
independiente. Ese algo debe ser buscado, descubierto y clasificado
(véanse los postulados del modelo biomédico en el capítulo 2). Este
modo de entender la patología implica que los cuadros clínicos, tal y
como se manifiestan en las personas concretas, son variaciones en
torno a un prototipo o esquema patológico básico común. Algunas
variaciones serían perfectas (los casos “de libro”, o en nuestro caso
“de manual diagnóstico”) aunque la mayoría son imperfectas o
contaminadas, mezclas.
Posicionarnos en la visión ontológica del trastorno mental nos pone
en riesgo de cometer errores lógicos de dos tipos, por lo demás
bastante comunes, consistentes uno en confundir la enfermedad con
su causa y otro en “cosificarla” o considerarla una cosa más o menos
tangible, una entidad natural. Al primer tipo de error se le ha llamado
también “explicar por el nombre”. El procedimiento para cometerlo es
el siguiente: se observan grupos de síntomas que con frecuencia
aparecen juntos y se les da un nombre resumido para abreviar, para
después afirmar que ese nombre es la causa de los síntomas que el
propio nombre resume. Una tautología. Una madre acude al
especialista preocupada porque su hijo: no para un momento, le
resulta difícil concentrarse, no puede estar sentado más que cinco
minutos seguidos, es muy impaciente y casi siempre habla
atropelladamente y a gritos. El especialista diagnostica de inmediato
un trastorno por déficit de atención con hiperactividad (de libro). Si
cuando la madre pregunta: «Doctor, ¿por qué le pasa esto a mi
hijo?», él responde «Porque es hiperactivo», se está cometiendo un
error de este tipo.
Para cometer este error es necesario cometer antes el otro, a saber,
pensar que la hiperactividad es una cosa que el niño enfermo ha
contraído, que de alguna forma el paciente es el huésped de esa cosa
y que esa cosa es la que determina, desde dentro del niño, que le
ocurra todo eso de lo que la madre se queja (los síntomas). El mismo
razonamiento se puede aplicar a cualquier explicación que comience
con “porque es” (esquizofrénico, depresivo, asmático, alérgico, mala
persona, un vago, etc.).
La única posibilidad para eludir este problema exige considerar la
enfermedad no como una entidad sino como una denominación,
como un constructo genérico puramente abstracto que los
profesionales utilizan para ordenar la información clínica y para poder
comunicarse con rapidez y de forma operativa. Así, las enfermedades
no existen, pues son palabras. No hay entonces enfermedades, sino
personas con problemas (o enfermos, si se prefiere decir así, ver una
explicación más detallada en el excurso al final del capítulo 5).

El criterio normativo
Literalmente, anormalidad se refiere a lo que está fuera de la norma, y
norma significa precepto, regla. Los preceptos y las reglas están
socialmente establecidos, e indican lo que hay que hacer.
Exceptuando algunas manifestaciones extremas que son rechazadas
de forma universal, la antropología nos demuestra que existe un gran
relativismo cultural respecto a lo que se considera normal o no en la
conducta de la gente. La definición social de anormalidad se basa a
grandes rasgos en la calificación de determinados comportamientos
como incomprensibles, peligrosos o molestos, lo cual depende de las
expectativas de esa sociedad respecto de sus miembros.
El criterio de conformidad con la norma viene a decir que lo anormal
es lo que se sale de ella. Definimos una norma y declaramos anormal
su incumplimiento. Parece un criterio sencillo y limpio, pero en
realidad está impregnado de juicio de valor. Las normas definen
siempre lo socialmente deseable y por tanto este criterio encierra el
peligro de confundir lo normal con el conformismo social. Es un
criterio puramente cultural, y además puede ser sumamente
peligroso. No es infrecuente que en sociedades sometidas al poder
de dictadores se declare a los disidentes políticos enfermos mentales:
no estar de acuerdo con el régimen (salirse de la norma) solo puede
ser propio de perturbados. Esto de paso evita problemas
diplomáticos, pues los pobrecillos no están encarcelados como
opositores al régimen, sino recibiendo atención facultativa en los
manicomios.
En tanto que cultural y social, el criterio de conformidad con la
norma puede ser inestable y variar mucho dependiendo de dónde y
cuándo nos encontremos. Un buen ejemplo es la consideración social
de la homosexualidad. Hasta los años 70 era considerada un
trastorno, mientras que ahora casi todo el mundo está de acuerdo en
que no lo es. En 1973, la American Psychiatric Association decidió, de
conformidad con la norma (cambiante) de que uno puede preferir
mantener relaciones románticas con quien quiera, apartarla de su
nosología, así que la siguiente edición del DSM ya no la incluía. Algún
periodista con sentido del humor publicó en 1974 en la revista Time
un artículo titulado “Una curación instantánea”, refiriéndose a los
miles de homosexuales que a lo largo y ancho del mundo habían de
pronto sanado.

El criterio estadístico
Es tentador resolver este asunto utilizando el cálculo matemático, que
parece más imparcial. Lo normal sería el estado que presentan la
mayoría de las personas en un momento dado, y lo anormal sería lo
situado en los extremos de una curva de Gauss. Lo que ocurre es que
puede darse el caso de que la mayoría de las personas presenten
una alteración, como en una epidemia grave de gripe, o como la
caries, o los problemas de hipermetropía a partir de los cuarenta. Si
hacemos coincidir saludable con normal y normal con frecuente,
tendríamos que lo saludable es tener caries y la salud sería la
patología. Dadas las dimensiones epidémicas que están alcanzando
algunos diagnósticos psiquiátricos, pronto podríamos aproximarnos a
un estado paradójico de este tipo.
La definición de anormalidad estadística es lineal y cuantitativa, y
por lo tanto vacía, porque no define en absoluto el carácter de la
desviación. Tampoco dice nada sobre si, aún cuando un sujeto
presente una anormalidad, su funcionamiento vital se ve o no
afectado por ello. Además, si se trata de desviaciones estadísticas,
hay algunas que no pueden considerarse patológicas, por más que
sean desagradables (ser un guarro), incómodas (ser un patoso) o
moralmente reprobables (ser un desconsiderado o un criminal).

El criterio de emergencia psiquiátrica


Puede ser práctico decir que presenta una anormalidad psíquica
quien requiere ayuda, o quien busca asistencia profesional. Y en la
mayor parte de los casos así es. Pero la unanimidad para con los
casos dudosos sería difícil de alcanzar con este criterio. Precisamente
el problema suele estribar en los casos intermedios, no en los
extremos. Finalmente, este criterio no es útil para los profesionales,
los médicos a pie de camilla en los servicios de urgencia por ejemplo,
que lo que necesitan precisamente es disponer de criterios para
discriminar quién recibirá asistencia y quién no de entre los que
acuden a solicitarla.
A la postre, este criterio también posee un fuerte componente
social, pues quienes acuden a urgencias psiquiátricas o al gabinete
de psicología lo hacen por exclusión o por agotamiento de otras
instancias competentes para ayudar a solucionar problemas, como
las religiosas, familiares, educativas, incluso judiciales. Por otro lado,
muchas personas podrían necesitar tratamiento y no acudir en su
busca por razones varias, como vivir en una zona rural con acceso
difícil a especialidades sanitarias, o por falta de información, incluso
por no ser consciente de que se tiene un problema o estar
acostumbrado a vivir con él.
El criterio de sufrimiento subjetivo
Este criterio se solapa ligeramente con el anterior, pues para requerir
asistencia profesional, salvo que la solicite una autoridad judicial o
policial o un familiar que no puede más, primero es necesario haber
sido consciente del propio sufrimiento o alteración y haberse
preocupado por ello. La anormalidad en este caso correspondería con
la presencia de una calificación acerca de un malestar propio.
Lo mismo que en el criterio anterior, falla el hecho de que muchas
personas necesitadas de asistencia pueden no reconocer su
anormalidad o su malestar, o que simplemente la rechacen por
motivos personales. Y lo contrario tampoco es infrecuente: muchas
personas han hecho de la solicitud de ayuda psicológica una forma de
vida, pero no se benefician verdaderamente de un tratamiento.
Solemos llamarlos quejicas o hipocondríacos. Y también están los
beneficiarios de algún tipo de retribución por incapacidad, que tienen
naturalmente razones añadidas para manifestar la presencia de un
malestar.
Lo mismo que algunos criterios anteriores tienen la desventaja de
ser más culturales que psicológicos, este es puramente personal. No
se llega a él aplicando conocimientos de la psicología, ni teóricos ni
clínicos.

El criterio legal
Un gran número de profesionales del derecho penal, jueces, fiscales,
abogados, peritos y forenses, deben enfrentarse de continuo a la
anormalidad psicológica en el ejercicio de su trabajo. Por eso en la
práctica este criterio es de una enorme transcendencia. Se basa en el
principio de la impunidad del enfermo. No se puede considerar
responsable ante la ley a quien haya cometido un delito como
consecuencia de un trastorno mental.
Para fundamentar esta forma de ver la patología es necesario
introducir el concepto de impulso irresistible. Una persona aquejada
de un trastorno mental puede haber cometido un delito siendo víctima
de una reacción incontrolable que forme parte de una patología
psicológica y no con la intención de beneficiarse o dañar. La
piromanía o la cleptomanía son excelentes candidatos a excusar
responsabilidades legales. Aparte de estos, casi siempre es posible
aducir la presencia de una enajenación mental transitoria. El trastorno
explosivo intermitente también resulta de gran utilidad a los abogados
penalistas, dicho todo esto sin sorna, pues su obligación profesional
es defender a sus clientes con todas las herramientas de que
disponen, psicopatología incluida.
El problema es que, aún cuando reconociéramos que la piromanía
(que no el pirómano) es capaz de provocar un incendio forestal (lo
cual exige entender la piromanía como ese “algo” con voluntad propia
que definíamos con ocasión del criterio ontológico), ¿cómo podemos
estar seguros de que en el preciso momento de cometerse el delito, el
pirómano estaba bajo la influencia de la piromanía? Ella no actúa
siempre. Los trastornos mentales suelen presentarse en brotes,
episodios, ataques. ¿Y si además de tener un diagnóstico de
piromanía, un vecino le había ofrecido dinero por quemar
determinado monte? ¿Quién habría cometido entonces el delito, la
piromanía o la codicia?
La aplicación de este criterio varía dependiendo del tribunal, y
también pueden ser muy variables las opiniones vertidas por los
peritos en sus informes, que son en definitiva las herramientas de
juicio de los profesionales del derecho, que como es natural carecen
de criterios propios. La confusión alcanza también el ámbito de la
opinión pública. Por un lado, los medios de comunicación animan a
pensar que son efectivamente las enfermedades mentales las que
delinquen y no las personas, sobre todo cuando se difunden noticias
como «el hombre que mató a su padre tenía un diagnóstico de
esquizofrenia» y en cambio no se da valor informativo a cosas como
«el hombre que mató a su padre tenía una tienda de comestibles». Lo
uno no tiene por qué estar más relacionado con el parricidio que lo
otro. Es más, las estadísticas sugieren que la comisión de delitos
violentos es más frecuente entre los que no estamos diagnosticados
de esquizofrenia. Lo más seguro es que quien mata a su padre
tuviera un gravísimo problema con él, pero la tendencia a atribuir
peligrosidad a la enfermedad mental es muy fuerte, tanto como la de
dar explicación a determinados hechos basándose en ella.
Por otro lado, los parámetros legales son también cambiantes,
sujetos como están en última instancia también a criterios ideológicos
o culturales. Hasta hace poco, la intoxicación por alcohol era
considerada un atenuante o incluso un eximente para muchos delitos.
Según la legislación española, desde 2009 dejó de serlo para delitos
relacionados con la seguridad vial, pasando a considerarlo incluso un
agravante si bajo sus efectos se comete un delito de violencia
machista. Es decir, si atracamos una joyería o apuñalamos a un
vigilante de discoteca, el alcohol nos rebajará la condena, pero si
provocamos un accidente de tráfico o apaleamos a nuestra novia, el
alcohol nos la aumentará. ¿En qué quedamos? Todo apunta a que se
está dando un cambio cultural en la permisividad acerca del consumo
de sustancias psicoactivas, habrá que esperar algunos años para ver
hacia dónde se decanta el código penal.

Criterio de disfuncionalidad
Este criterio pretende salvarse de los problemas de los anteriores,
puesto que no define conductas como anormales en sí mismas sino
en tanto que entorpecedoras de las tareas vitales. Según este criterio
la conducta es anormal cuando genera problemas sociales,
familiares, laborales, o de alguna forma obstaculiza el desarrollo de
las actividades cotidianas, o nos incapacita para el desarrollo
satisfactorio de algún ámbito de nuestra vida.
Este criterio tiene ventajas muy relevantes en la práctica puesto que
muchas personas reconocen tener problemas y deciden esforzarse
para remediarlos cuando éstos repercuten en algún aspecto
importante de la vida familiar o laboral. Muchos se plantean dejar de
beber cuando sufren una retirada del permiso de conducir, por poner
un ejemplo. Pero también hay que reconocer el riesgo de confundir la
anormalidad con lo que dictan las creencias dominantes; en no pocas
ocasiones, rebelarse contra el orden laboral o familiar establecido
constituye un acto necesario para impulsar a las sociedades a
cambios positivos. En algunos aspectos se acerca mucho al criterio
normativo.

Anormalidad como conducta adaptada


Una posibilidad de evitar los problemas inherentes a definir la
anormalidad es eludir el concepto mismo. Las alteraciones o los
“síntomas” que muestran las personas no son trastornos, son
opciones. Cualquier conducta, por extraña e inadecuada que parezca,
puede ser comprendida si se apela al concepto de adaptación. Nada
es normal ni anormal, lo que señalamos como anormal en un
individuo no es sino su mejor respuesta posible en las condiciones en
que se desenvuelve, la salida más adecuada según las posibilidades
a su alcance en ese momento y situación. El punto de mira es el
individuo y el contexto en el que se desarrolla su conducta
aparentemente anormal, además de la función que esa actividad
extraña representa en su vida. Si desentrañamos la cualidad de sus
relaciones con los demás (como harían los sistémicos) o su historia
de aprendizajes (como harían los conductistas) podríamos
comprender completamente la conducta patológica. Y en tanto que
comprensible, dejaría de ser sintomática. Una consecuencia de
adoptar este punto de vista es el abandono del concepto de patología
mental.

Anormalidad como control social


Se ha llegado tan lejos en la discusión sobre la anormalidad en
psicología como para rechazarla por completo, no solamente desde
un punto de vista teórico-práctico –esto es, para solventar los
problemas inherentes al concepto y su aplicación clínica–, sino
también respondiendo a una determinada postura ideológica, ya que
ideológico es como hemos apuntado el fondo de la cuestión. Esta
postura conlleva una visión ética y está vinculada al movimiento
antipsiquiátrico que llevó a la desaparición de los manicomios a
finales del pasado siglo. El concepto de trastorno mental debe
sencillamente eliminarse del ámbito de la psicología. No es útil sino
como instrumento para mantener el poder médico y ejercer control
social (Szasz, 1960). Con el diagnóstico psiquiátrico se consigue
etiquetar, estigmatizar y así mantener a raya ciertos comportamientos
no tolerados socialmente. Lo mismo que existe un código penal, los
manuales de diagnóstico constituyen un código psiquiátrico que
reglamenta y castiga (con reclusión o con fármacos) una serie de
comportamientos socialmente no admitidos, pero que no alcanzan el
grado de delito. Una suerte de paradelincuencia. Según esto, el
concepto de enfermedad mental es éticamente insostenible (ver el
apartado La visión biomédica de la locura en el capítulo 2).

¿Cómo manejar este enredo?


Basten estos nueve criterios diferentes para ilustrar la falta de certeza
de la que debemos ser conscientes cuando nos enfrentamos a
decisiones clínicas, ya sea como pacientes o como profesionales, o
cuando simplemente etiquetemos algo como “anormal” en el ámbito
doméstico o en el profesional. La constatación de esta incertidumbre
nos debe obligar a la más grande de las cautelas.
A la vista de la complejidad del asunto, algunos autores intentan
hacer un resumen, aunque limitado, de los criterios anteriores, que
podría guiar al menos la diferenciación de aquellas personas
susceptibles de mejorar si se les proporciona ayuda psicológica. Son
más que nada elementos a tener en cuenta, ninguno de ellos es
necesario ni suficiente para definir la anormalidad:

• Estadísticamente hablando, lo patológico se caracterizaría más


bien por la infrecuencia.
• Subjetivamente hablando, existe anormalidad en presencia de
sentimientos de infelicidad y de búsqueda de ayuda profesional.
• Desde un punto de vista social, el comportamiento en cuestión
entraña un peligro, para uno mismo o para otros.
• Desde un punto de vista psicológico, podrían existir alteraciones
en los procesos básicos cognitivos o de valoración de la realidad.

Otros intentan ofrecer definiciones manejables, como es el caso de


Wakefield (1992). Su definición resulta de considerar dos criterios,
uno de valor (a) y otro explicativo (b):

“Una condición es un trastorno mental sí y solo sí (a) dicha condición causa algún daño
o privación de beneficio a la persona, a juzgar por los estándares de la cultura a la que
pertenece, y (b) la condición resulta de la incapacidad de algún mecanismo mental para
desempeñar su función, siendo la función natural un efecto que forma parte de la
explicación evolutiva de la existencia y la estructura del mecanismo mental” (p. 385, la
traducción es nuestra).

Esta definición es tan criticable como deseemos, pues es


demasiado laxa tanto en lo relativo al criterio de valor cultural-social,
como a la consideración de lo que es una función natural, ya sea
evolutiva o estructuralmente hablando. Pero también es tan aceptable
como útil nos resulte. En definitiva, la bondad de esta definición –
como probablemente de cualquier otra– depende más bien de cómo y
quién haga uso de ella.
Una opción más radical pasaría, como sugiere Szasz, por ignorar la
noción de anormalidad, lo mismo que se apuesta por el abandono del
concepto de enfermedad mental, para centrarse en el estudio del mal
funcionamiento de las cosas, dado además que una persona puede
ser perfectamente normal según todos y cada uno de los criterios
expuestos, pero estar sufriendo de un modo susceptible de ser
aliviado mediante la intervención clínica. En este sentido se puede
proponer la calificación de las conductas como patológicas no en
virtud de su anormalidad, sino en función de que conduzcan a
fracasos repetidos en la consecución de objetivos, entendiendo por
objetivo desde las metas vitales más simples (ir al cine esta noche)
como las más transcendentes (encontrar un empleo acorde con mi
cualificación).
Algunos de los criterios que hemos visto hacen referencia, explícita
o no, a que las cosas “funcionen”. Es más, cuando apelamos al
sentido común para definir lo saludable, se suele equiparar con que
los desempeños vitales, orgánicos, sociales, cualesquiera, estén
preservados. Ateniéndose a esta perspectiva, Ezama Coto et al.
(2010) sugieren cambiar el término enfermedad, anormalidad, etc. por
el de disfunción. Una disfunción psíquica sería cualquier situación en
la que las estrategias que las personas ponen en marcha para
realizar sus tareas vitales fracasan de forma reiterada. Visto así, no
es necesario acudir a consensos de expertos para decidir si una
determinada actividad o conducta es una disfunción; que lo sea viene
dado por las consecuencias de las actividades o conductas mismas.
Serán disfuncionales si hacen fracasar a las personas en la
consecución de sus objetivos. Y que esa actividad o conducta sea
más o menos disfuncional (más o menos grave, más o menos
patológica) viene dado a su vez por la cantidad de objetivos que
compromete, bien del propio interesado, bien de quienes comparten
actividades con él. Según esto, sentirse muy deprimido, oír voces que
no existen o beber diariamente cantidades importantes de alcohol
puede ser perfectamente “normal”, si ello no interfiere en la actividad
vital y en los objetivos de quien lo hace ni de sus próximos, mientras
que emborracharse esporádicamente puede ser profundamente
patológico –disfuncional– si esto entorpece otras actividades
importantes (cuidar a un bebé, conducir una apisonadora), y mucho
más si ello cortocircuita a su vez la actividad de otros, que quizá dejen
de hacer su vida normal para evitar males mayores.
Existe en psicología una tendencia paulatinamente más fuerte a
mostrarse muy crítico con el concepto de anormalidad, sobre todo a
alejarse de su carácter cualitativo, cuando no a desterrarlo por
completo. Se asume que lo que llamamos anormal es la justa y
esperable adaptación al contexto y circunstancias en que la
anormalidad aparece. Eso nos evita depender de trastornos
subyacentes, sean de la naturaleza que sean, y sobre todo nos libra
automáticamente del peligro de dar al diagnóstico el estatuto de
explicación y de estigmatizar a quien lo lleva.
Capítulo 5. Los sistemas de
clasificación y el diagnóstico en
psicología

Nosologías psiquiátricas
A pesar de los movimientos antipsiquiátricos, de las críticas al modelo
biomédico, del escepticismo acerca de la utilidad de las etiquetas
diagnósticas, del alejamiento del concepto de enfermedad, etc., los
manuales de clasificación y diagnóstico de los trastornos mentales
siguen pesando en las estanterías y siguen siendo el referente básico
para el manejo de información clínica, incluso también para la
enseñanza de la psicopatología. Es por lo tanto fundamental estar
familiarizado con ellos. Al margen de sus debilidades conceptuales y
la falta de solidez de los criterios con que tipifican los trastornos, su
utilidad va ciertamente más allá de la pura mecánica destinada a
etiquetar, y proporcionan información de incuestionable interés.
Los dos manuales de diagnóstico más conocidos y utilizados por la
comunidad psicológico-psiquiátrica internacional son la CIE
(Clasificación Internacional de Enfermedades) y el DSM (Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Diseases). La responsable del
primero es la Organización Mundial de la Salud (1992). La CIE es en
realidad un enorme compendio de 24 tomos, uno de los cuales, el V
(el quinto) –también llamado capítulo F, que es la letra por la que
empiezan los códigos alfanuméricos que se asignan a las
enfermedades mentales según la nomenclatura de la OMS– recoge
los trastornos mentales y del comportamiento.
El DSM, elaborado y editado por la American Psychiatric
Association (2003), difiere del capítulo V de la CIE en el tamaño (el
primero es notablemente más voluminoso) y en la conceptualización
de algún que otro trastorno, pero están basados en los mismos
principios y aportan el mismo tipo de información. En la presente
exposición nos centraremos en el último, por ser el que ofrece
información clínica más completa.
El DSM es una nosología, esto es, una taxonomía de enfermedades
(del griego nosos). Comprende, clasifica y describe de forma
exhaustiva todo aquello que a día de hoy los expertos consideran un
trastorno mental, al tiempo que sirve para tipificar los síntomas que se
observan en las personas –que no a las personas– a través de la
asignación de un diagnóstico. Los trastornos en el DSM son definidos
a través de sus criterios diagnósticos, esto es, del listado de
características que se deben cumplir para una determinada persona
en un determinado momento de su vida para ser diagnosticada de tal
trastorno.
Los trastornos clasificados en el DSM están organizados en
categorías. Mediante un protocolo que el propio manual ofrece, se
identifica y da nombre (diagnóstico) a los síntomas en cuestión, a fin
de asignar cada caso concreto a una de esas categorías.
Lo mismo que cuando queremos organizar y ordenar cualquier
conjunto de elementos, necesitamos un criterio para decidir qué
categorías comprenderá nuestra clasificación y cómo integraremos
los elementos en cada una. Los libros de nuestra estantería pueden
estar ordenados por temas, o por el estilo literario, o –por qué no– por
el color del lomo. Según el criterio que usemos, quedarán ordenados
de una forma distinta, y ese orden es relevante a efectos de facilitar la
búsqueda de las unidades que hemos clasificado. En el caso de los
manuales de diagnóstico, se suele utilizar un criterio descriptivo,
como si clasificáramos los libros por color o tamaño. Es decir,
clasifican los trastornos en función del aspecto que tienen los
síntomas que los caracterizan. El DSM renuncia expresamente a usar
criterios de otro tipo. Un criterio etiológico por ejemplo –basado en el
origen de los trastornos, en las razones por las que aparecen–
llevaría a una clasificación muy diferente, e innegablemente más rica,
pero el enorme desconocimiento acerca de las causas de los
trastornos impediría clasificarlos así. Además, los criterios etiológicos
son en último término teóricos, pues la discrepancia fundamental
entre las diferentes aproximaciones teóricas se refiere precisamente a
las circunstancias implicadas en que el trastorno aparezca. Si una
nosología decidiera clasificar los trastornos en base a su etiología,
debería editar varios manuales, uno para contentar a cada corriente
teórica.
De modo que, al menos aparentemente, el DSM utiliza la
sintomatología simple y llana como mecanismo de aglutinación de los
diferentes trastornos. Aunque no siempre ha sido así. Tanto el DSM-I,
editado en 1952, como el DSM-II, de 1968, tenían un corte
abiertamente psicoanalítico (aparecían términos como trauma,
conversión, psicogenia, mecanismo de defensa…), comprensible si
se piensa que no fue sino hasta los años 60 cuando los otros modelos
cobraron fuerza y pudieron hacerle sombra. Para evitar nociones y
conceptos carentes de interés para los no psicoanalistas, y en aras de
la universalidad, el DSM renunció a partir de su tercera edición a las
referencias teóricas.
Sin embargo, existen unas excepciones a esta regla. El DSM
clasifica casi siempre en base a los síntomas (síntomas parecidos
juntos en la misma categoría de trastornos), pero no cuando la causa
del trastorno es conocidamente orgánica. Cuando es así, el DSM no
clasifica los trastornos según los síntomas, sino por su etiología
(orgánica). El conocimiento fidedigno de que el trastorno es
consecuencia de una alteración orgánica o de una enfermedad
médica (la depresión secundaria a un hipotiroidismo, o la demencia
tipo alzhéimer, por ejemplo), o su relación evidente con el consumo
de alguna sustancia (la abstinencia de los opiáceos, la intoxicación
por barbitúricos, etc.), nos obliga a clasificar esos trastornos según su
causa y no según su sintomatología. Así, todas las demencias van
juntas en la misma categoría, pues su causa es un deterioro
degenerativo del sistema nervioso. Los trastornos relacionados con el
consumo de sustancias también. Si la clasificación en estos casos
fuera sintomatológica, entonces la abstinencia de la nicotina estaría
mejor colocada junto con los trastornos de ansiedad, mientras
algunas demencias encajarían mejor con los trastornos de
despersonalización. Aceptamos entonces que el DSM tiene una muy
loable actitud ateórica de principio, pero en detalles como este deja
ver su orientación claramente organicista.

Qué es y qué no es el DSM


La utilidad principal de los manuales diagnósticos, como su propio
nombre indica, es la de identificar y dar nombre a cuadros clínicos
que presentan las personas. Que eso a su vez sirva para algo y para
qué, es de por sí un asunto sobre el que existen las opiniones más
diversas.
En cuanto a la segunda utilidad que recoge su propio nombre
(statistical), hay menos controversia. Las clasificaciones diagnósticas
sirven sin duda para organizar información clínica muy extensa y
compleja que sería necesario ordenar de una forma u otra. Con fines
estadísticos, epidemiológicos, para llevar a cabo recuentos
administrativos, etc. A efectos de gestionar información y datos es
indispensable contar con una clasificación común aceptada por la
comunidad científica. Gracias a las clasificaciones universales es
posible que los investigadores se pongan de acuerdo con ciertos
parámetros que permiten que lo que hacen unos y otros sea
comparable. Por otro lado, la existencia de una nomenclatura
conocida por todos facilita enormemente la comunicación entre los
profesionales, que para describir un determinado caso de forma
rápida pueden apelar a la etiqueta diagnóstica correspondiente.
Lo que no está tan claro es que la clasificación y el diagnóstico
sirvan para lo que supuestamente es su servicio principal, en analogía
con el diagnóstico médico, que es tomar decisiones clínicas, sobre
todo referentes al tratamiento. En la medicina, de donde hemos
tomado el procedimiento y el hábito de diagnosticar, la elección del
tratamiento más indicado se fundamenta en el diagnóstico, de ahí que
cuanto más certero y preciso sea éste, más seguros estaremos de
que la intervención a la que sometamos al paciente sea la más
adecuada. En psicología esto sencillamente no es así. El tratamiento
depende en primera línea del modelo teórico desde el que trabaje el
profesional, y en segundo lugar de las técnicas disponibles o
conocidas o aplicables. Que un estado de ánimo decaído adopte la
forma de una distimia, de una depresión mayor o de un duelo mal
resuelto no es lo que determina en primera instancia, desde ninguna
escuela terapéutica, la elección del tratamiento.
El DSM sí es sin duda un compendio exhaustivo de clínica
psiquiátrica y fuente de gran cantidad de información descriptiva; por
eso resulta de gran utilidad para el estudio de la psicopatología o
como manual de consulta. Lo que no se debe buscar en él son
explicaciones. Sumergirse en el DSM para entender lo que le ocurre a
la gente o para decidir un tratamiento es un error. Para protocolos
diagnósticos o procedimientos administrativos no solamente es útil
sino también necesario.

La clasificación actual
En cada edición del DSM cambian ligeramente los trastornos y
algunos criterios diagnósticos finos, pero también las categorías.
Hasta el DSM-III, publicado en 1980, se consideraba la división
tradicional entre trastornos psicóticos y neuróticos. Las neurosis son
problemas muy extendidos, en el curso de los cuales no hay
pensamientos irracionales y las personas que los padecen no suelen
traspasar los límites socialmente impuestos; las psicosis son asuntos
más graves, se caracterizan por transgresiones notorias de las
normas y por perturbaciones importantes del pensamiento racional o
de los procesos cognitivos o emocionales. En el DSM-III-R (una
versión revisada del DSM-III, de 1987) se consideró que ambos
conceptos habían adquirido tal difusión popular que ya no eran
adecuados para uso profesional. La cultura popular ha ganado de
alguna forma la batalla, puesto que aún los sigue usando pese a
haber sido eliminados de los libros de texto. Pero sí es cierto que en
alguna medida todos asociamos la palabra psicosis con los extraños
comportamientos del protagonista de Hitchcock, así que está
justificado abandonar términos contaminados por el cine u otros usos.
La versión más reciente del manual es el DSM-IV-TR (texto
revisado de la edición IV). Reconoce 316 posibles diagnósticos, que
corresponderían con otros tantos trastornos o subformas clasificables
de trastornos, agrupados en 16 categorías principales, que son las
mismas que los capítulos en que se divide el manual. Se verán a
continuación.

Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la


adolescencia
Son trastornos que también pueden padecer los adultos, pero el
procedimiento de clasificación nos indica que si de forma típica tienen
su comienzo en esta etapa de la vida, corresponden a este apartado.
En ediciones anteriores (hasta el DSM-III), los trastornos alimentarios
anorexia y bulimia se clasificaban también aquí. El hecho es que
estos trastornos siguen haciendo su aparición en la adolescencia –y
si nos fiamos de los estudios de incidencia, cada vez más temprano–
pero las dimensiones epidémicas que ha alcanzado su diagnóstico
han llevado a que los expertos les reserven un apartado específico.
Ha cambiado la atención sobre ellos, aunque no ha cambiado nada la
relación que tienen (o no tienen) con los otros trastornos clasificados
en este apartado: el retraso mental, el también epidémico trastorno
por déficit de atención con hiperactividad y otros nombres técnicos
para el mal comportamiento (el trastorno negativista desafiante o el
trastorno disocial).
También se encuentran en este capítulo el trastorno autista y otros
de su espectro, que el DSM califica de trastornos generalizados del
desarrollo. También se deben buscar aquí el tartamudeo, el trastorno
de tics y todos los que suelen detectarse en la escuela: la antigua
dislexia (llamada ahora trastorno de la lectura) y todos los
relacionados con leer, escribir, expresarse o contar. Los trastornos de
la eliminación (enuresis y encopresis) también están clasificados en
este apartado, así como otros trastornos alimentarios menos
frecuentes: la pica, consistente en comer cosas que no son alimentos,
o vomitar de continuo sin causa aparente (trastorno de rumiación).
Éstos han quedado desligados de anorexia y bulimia y caracterizados
por la edad de su inicio. La justificación para esto es que se asocian
con más frecuencia a déficits emocionales o de atención, frecuentes
en niños con carencias importantes en sus vínculos afectivos (niños
pasan su infancia en instituciones, por ejemplo).

Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros


trastornos cognoscitivos
Todos los trastornos tipificados en este apartado son debidos a
enfermedades médicas, a alteraciones fisiológicos o al consumo de
sustancias. Se trata pues de una de las categorías diagnósticas que
representa la excepción a la pretendida ateoricidad. Los trastornos
están reunidos aquí porque tienen una causa conocida –orgánica– y
no porque tengan síntomas parecidos.
El rasgo principal de estos trastornos es que en ellos están
comprometidas las funciones cognitivas superiores: la memoria, la
atención, la percepción, el pensamiento. Aquí se pueden encontrar
los trastornos de la memoria (amnesia), los cuadros de confusión y
alteración de la atención (delirium, no confundir con el delirio propio
de los trastornos psicóticos) y en general de las capacidades
cognoscitivas y del raciocinio, siempre que se sepan relacionadas con
problemas orgánicos o inducidas por agentes externos (el delirium por
ingesta de alcohol o delirium tremens, por ejemplo). Los trastornos
más relevantes de este apartado son las demencias, deterioros
progresivos de las facultades cognoscitivas asociados a la edad
avanzada. Son siempre secundarios a enfermedades degenerativas
del sistema nervioso central, como la enfermedad de Alzhéimer, que
puede cursar con una demencia tipo Alzhéimer.

Trastornos mentales debidos a enfermedad médica


Por si había quedado algún trastorno conocidamente derivado de una
enfermedad médica fuera de la categoría anterior, puede ser
clasificado acudiendo a este corto apartado. Es necesariamente breve
porque, además de éste y el anterior, dedicados en exclusiva a la
causa orgánica, todos los demás capítulos dejan espacio a la
posibilidad de que cualquiera de los trastornos que recogen sea
secundario a otra enfermedad. Por ejemplo, podemos encontrar el
trastorno del estado de ánimo debido a enfermedad médica dentro del
capítulo de los trastornos del estado de ánimo, el trastorno psicótico
debido a enfermedad médica en el de trastornos psicóticos, el
trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica en el de
trastornos de ansiedad y así sucesivamente, cada uno en su sección.

Trastornos relacionados con sustancias


También aquí, el descriptor es la etiología, si bien es cierto que el
DSM evita la palabra “causados por” y prefiere “relacionados con”. La
clase de relación entre las sustancias y los trastornos puede ser
variada: tipo abuso, tipo dependencia, tipo intoxicación, o tipo
abstinencia.
Por otro lado, para proceder a la clasificación de estos trastornos, el
DSM distingue varias familias de sustancias de las que una persona
puede abusar, depender, intoxicarse o sufrir abstinencia si deja de
consumirlas: alcohol, nicotina, sedantes, inhalantes, cafeína, opioides,
cocaína, cannabis y alguna otra. De modo que cruzando las
sustancias por los tipos de problemas que pueden generar,
obtenemos un total de aproximadamente 90 trastornos relacionados
con sustancias, entre los que se encontrarían, mencionados al azar,
la abstinencia de ansiolíticos, la dependencia de cannabis, el abuso
de cocaína o la intoxicación por alcohol (popularmente cogorza).
Es interesante y generalmente muy útil desde una perspectiva
clínica la distinción entre el abuso de una sustancia y la dependencia
de la misma. Por abuso se entiende el consumo recurrente que
acarrea problemas y a pesar de ellos. La dependencia es más seria y
más compleja, se define lo primero por la presencia de fenómenos de
tolerancia (se necesita cada vez más cantidad para obtener el mismo
efecto) y la abstinencia (aparición de un síndrome específico en
ausencia de la dosis habitual). Cuando concurren ambas, el DSM
considera que está teniendo lugar una dependencia fisiológica. Pero
para extender el concepto de dependencia más allá de la fisiología, a
estos dos criterios diagnósticos el DSM añade cinco de carácter
psicológico, a saber: consumir más de lo que se pretendía; deseo
generalmente infructuoso de controlar el consumo; emplear mucho
esfuerzo en posibilitar el consumo; menoscabo de otros aspectos de
la vida a causa del consumo; y consumo de la sustancia a pesar de
tener conciencia los problemas que acarrea. Puesto que a efectos
diagnósticos es necesario cumplir un mínimo de tres criterios de los
siete, tenemos que es posible diagnosticar una dependencia de
sustancias sin que exista dependencia fisiológica. Las consecuencias
de esto son conceptualmente muy relevantes. La frontera entre las
adicciones en las que media una sustancia y las que no se difumina:
se podría considerar que el bingo, el sexo, las compras o las redes
sociales de Internet son actividades susceptibles de generar
dependencia lo mismo que la heroína. Por otro lado, en base a esta
conceptualización cabe considerar la dependencia de sustancias
como un problema de control de impulsos y viceversa, los problemas
clásicos de control de impulsos (la ludopatía, por ejemplo) como
adicciones (ver el excurso del último capítulo).
Sea como sea, la importancia de considerar determinadas
sustancias o actividades como adictivas va más allá del juego
conceptual. Una vez incluidas la nicotina o la cafeína, por usar como
ejemplo sustancias de consumo masivo, en la lista de sustancias
susceptibles de generar dependencia, podría ser que los sistemas de
salud se vieran finalmente obligados a costear chicles y parches para
dejar de fumar, lo cual podría reventar el ya hinchadísimo gasto
farmacéutico. Y de paso, ello despistaría de la verdadera naturaleza
de la cuestión, pues si nuestro objeto de estudio no es la nicotina sino
el fumar, nuestras investigaciones llegarán a resultados muy
diferentes, y como clínicos recomendaremos otras cosas a quienes
quieren dejarlo.

Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos


Las dos características principales que comparten los trastornos en
este grupo son la presencia de síntomas psicóticos –los que suponen
una ruptura evidente de la valoración de la realidad– y la falta de
conciencia por parte del interesado sobre el carácter patológico de los
mismos, que suele resultar menos dudoso para quien observa desde
fuera.
Cualquier persona sabe lo que es pasar miedo o pena, e
imaginando esos estados multiplicados podemos hacernos una idea
de lo que es sufrirlos en un grado incapacitante. La esquizofrenia y la
psicosis, sin embargo, se diferencian de lo que entendemos que cae
dentro del funcionamiento normal de lo psíquico en esencia y no sólo
en intensidad. Son en cualquier caso trastornos graves, en los que las
personas y su entorno se encuentran muy perturbados. A grandes
rasgos consisten en mostrar un comportamiento o usar un lenguaje
desorganizado, incomprensible o claramente inadecuado, sentir
emociones incontrolables e inoportunas, tener ideas imposibles o
sufrir alucinaciones, o razonar de forma manifiestamente ilógica. Es lo
que normalmente llamamos estar loco.
En el uso común del lenguaje se confunde a veces la esquizofrenia
con la personalidad múltiple. Es cierto que la palabra esquizofrenia
significa algo así como “psique dividida”, pero en este caso la
etimología lleva a confusión. Las personas que muestran
personalidades diferentes se diagnostican en el apartado de los
trastornos disociativos (ver más adelante). La esquizofrenia no cursa
con varias personalidades, aunque sí puede relacionarse con que se
crea ser otro (Napoleón o Dios), en cuyo caso estaríamos ante una
esquizofrenia tipo paranoide, o bien ante un trastorno delirante tipo de
grandiosidad, ambos correspondientes a este apartado.
Conceptualmente, la esquizofrenia es objeto de una enorme
controversia. Se duda de la utilidad y de la conveniencia de la
denominación, puesto que se llama así a cosas ciertamente muy
diferentes. Los rasgos de la esquizofrenia tipo catatónico
(caracterizada por síntomas motores, desde agitación extrema a
inmovilidad total) nada tienen que ver con el tipo anteriormente
descrito, que a su vez se diferencia claramente del tipo
desorganizado (lenguaje o comportamiento incoherente).
Probablemente sea el peso cultural del concepto el responsable de
que se siga manteniendo, aunque ahora se tienda más a hablar de
“trastornos del espectro esquizofrénico”, en concesión a la gran
variabilidad de conductas que aglutina. La controversia en torno a su
naturaleza o su causa es también muy notable.
Los trastornos psicóticos, sobre todo sus síntomas más llamativos
(alucinaciones, delirios, distorsiones en el pensamiento o el lenguaje)
son con diferencia los trastornos mentales de origen desconocido
sobre los que más investigación biomédica y farmacológica se ha
llevado a cabo, y sobre los que con más insistencia se argumenta
acerca de su naturaleza neurológica o genética.

Trastornos del estado de ánimo


También se denominan trastornos afectivos. Para algunas personas,
los sentimientos de abatimiento o de euforia, por lo demás normales,
suponen una limitación importante de sus vidas por la intensidad con
que se manifiestan. Es típico de estos trastornos su curso cíclico,
alterando temporadas durante las cuales los afectos están disparados
con otras de normalidad. Algunas personas sufren solamente
episodios de ánimo decaído, lo que correspondería a los diagnósticos
trastorno depresivo mayor, o trastorno distímico. Otras alternan
épocas de depresión con otras de ánimo exaltado: agitación,
distraibilidad, pensamiento acelerado, grandiosidad, gusto por el
riesgo. En ediciones anteriores del DSM, ésta variante recibía el
nombre de psicosis maníaco-depresiva, pero se ha considerado que
no debe incluirse en el apartado de las psicosis, puesto que en el
transcurso de los episodios de euforia no necesariamente han de
sufrirse síntomas psicóticos. Además, se le ha buscado una
denominación más neutra. Ahora se llama trastorno bipolar o
trastorno ciclotímico (“maníaco” suena muy mal y “psicótico” también),
dependiendo del curso y la intensidad de los síntomas, más leves en
el segundo.
La depresión constituye la epidemia de la psicopatología actual, el
trastorno de nuestro tiempo, lo mismo que el de hace un siglo era la
histeria, ahora prácticamente desaparecida. Según algunas
estadísticas, la depresión es la primera causa de baja laboral en los
países industrializados y el diez por ciento de la población la
padecerá en algún momento de su vida. Pero también hay que
considerar que probablemente esté sobrediagnosticada. La etiqueta
de “depresión” es mucho menos peyorativa que otras, y quienes
diagnostican tienden muchas veces a la deseabilidad social de sus
pacientes. Es además relativamente fácil adecuarse a la tipología de
sus síntomas: tristeza y pérdida de interés por las cosas,
pensamientos de impotencia, culpa, pesimismo, falta de iniciativa y de
ganas, falta de apetito y problemas para dormir. Están más al alcance
de cualquiera, por así decir, que otros cuadros clínicos, véase si no el
apartado anterior.
Dicho eso no obstante, la depresión puede ser altamente
incapacitante y cursar en sus formas más graves con un importante
riesgo de suicidio. La frecuencia de suicidios entre personas con
depresión está calculada en 25 veces más que en la población
general. Es necesario tener muy presente esta cuestión cuando se
trata farmacológicamente a personas con un cuadro de depresión
severa, pues puede ocurrir que cuando la medicación consigue
movilizar la fuerza perdida, la utilicen para ejecutar sus planes de
suicidio; otra razón para pensar que el medicamento, aún siendo de
ayuda, no es la solución del problema.

Trastornos de ansiedad
La ansiedad es una forma peculiar de tener miedo. El miedo
propiamente dicho se desencadena ante un estímulo o situación
concreta, mientras que la ansiedad tiene que ver con la anticipación
temerosa de situaciones que se darán en el futuro. Etimológicamente,
ansiedad y angustia (y angosto, angina y la voz alemana Angst,
miedo) tienen la misma raíz indoeuropea, que significa “apretar”. Se
refiere a la sensación de opresión característica del miedo, que
también todos conocemos.
El trastorno de ansiedad generalizada forma junto con la depresión
el tándem de los trastornos modernos por excelencia. No es de
extrañar, pues nuestra forma de vida actual, apresurados por horarios
y obligaciones y presionados a ser productivos en muchos ámbitos
diferentes, es campo abonado para que brote el desasosiego, la
inquietud, el temor difuso a las cosas que puedan ocurrir, la
crispación, la dificultad para relajarse. Por otro lado, las crisis de
pánico, también llamadas trastorno de angustia, son la contrapartida
aguda del tipo crónico anterior: aparecen de forma súbita, son muy
intensas, paralizantes y duran sólo unos minutos. Curiosamente, el
ataque de pánico no tiene por qué desatarse ante situaciones
particularmente amenazantes, más bien ocurre de forma inesperada.
El problema principal que refieren quienes han sufrido una crisis de
este tipo es que el miedo es tan intenso que se pasa a tener miedo de
volver a sufrirla otra vez, lo cual contribuye más bien a empeorar las
cosas. Cuando el miedo es tan fuerte que impide a uno frecuentar
determinados lugares (donde hay mucha gente o de donde es difícil
salir, o donde uno se va a encontrar solo), o incluso salir de casa, lo
llamamos agorafobia.
Hay otros trastornos de ansiedad que sí tienen un desencadenante
concreto, son las fobias específicas. Las cosas temidas en las fobias
específicas no son cualesquiera, sino objetos o situaciones que
pueden –o pudieron en algún momento de la historia natural–
significar un peligro real: estar encerrado, arañas y serpientes,
tormentas, entrar en un túnel, las alturas, la visión de la sangre u
objetos que pueden herir, exponerse o hablar en público, etc. El
hecho de que los objetos fóbicos no sean azarosos hace pensar,
como señalaron Seligman (1971) o McNally (1987), que el organismo
humano esté evolutivamente dotado de la capacidad de aprender
más rápidamente a tener miedo de aquello que de forma natural
puede dañarnos. Estudios de laboratorio efectivamente han
demostrado que es más fácil condicionar una respuesta de miedo
ante una serpiente que ante un automóvil, a pesar de que es mucho
más probable que nos dañen los segundos que las primeras.
Este capítulo del DSM recoge también el trastorno por estrés
postraumático, de diagnostico también muy frecuente y cuyas
vicisitudes y circunstancias de aparición ya se señalaron en páginas
anteriores. Aquí encontramos además los trastornos obsesivo-
compulsivos, consistentes en la imposibilidad de quitarse de la
cabeza determinadas ideas repetitivas y que nos llenan de ansiedad.
En un esfuerzo por eliminarlas se recurre a la ejecución de rituales,
que finalmente tampoco pueden controlarse. Para entender los TOC
se podría decir que son la elevación a grado de patología de la
cancioncilla persistente con la que nos levantamos a veces sin poder
hacer nada por no cantarla mentalmente una y otra vez, o de la
comprobación innecesaria de la llave del gas una segunda vez por si
acaso. Según el DSM, las ideas obsesivas y las compulsiones (los
rituales) adquieren estatus clínico cuando nos pasamos más de una
hora entregados a ellas, o cuando interfieren gravemente en el
desarrollo de nuestra actividad normal.

Trastornos somatomorfos
Aunque divididos en capítulos diferentes, existe una estrecha afinidad
entre los trastornos somatomorfos y los trastornos facticios (ver
apartado siguiente), pues la característica definitoria de todos ellos es
la presencia de síntomas físicos –en los facticios también psíquicos–
no explicables por la medicina. La diferencia es que en el segundo
caso se fingen, se exageran o se producen intencionadamente. Su
diagnóstico diferencial puede ser muy difícil, pues se trata de
distinguir síntomas reales de síntomas simulados, además de que los
últimos a su vez deben diferenciarse según tipos distintos de
beneficios que las personas puedan estar persiguiendo con el
fingimiento.
El trastorno de somatización se caracteriza por la presencia de
síntomas físicos variados (parálisis, parestesias, dolores, problemas
gastrointestinales) que requieren gran atención profesional pero que
no encajan con ningún cuadro médico. El trastorno por dolor sería
una variante del anterior en la que solamente un síntoma doloroso
acapara la atención y la preocupación. El llamado trastorno de
conversión corresponde a la antigua histeria y recibe su nombre de la
suposición freudiana de que determinados traumas o conflictos de la
intrapsique se exteriorizan “conviertendose” en expresiones físicas.
Los síntomas de conversión por lo general recuerdan a trastornos
neurológicos, más que a otras especialidades médicas. En este
capítulo también se incluyen la hipocondría (convencimiento de estar
enfermo) y el trastorno dismórfico corporal o dismorfofobia
(preocupación excesiva por un defecto físico inexistente).

Trastornos facticios
Este apartado se refiere a trastornos que no lo son, por lo que su
interés conceptual es grande. Los síntomas se fingen, o se finge su
gravedad, bien para adoptar un papel de enfermo o bien para lograr
fines de carácter económico o similar: un grado de invalidez, una
indemnización, librarse del servicio militar o de alguna
responsabilidad legal. Si se trata de esto último, es decir, si se simula
para obtener beneficios más allá del ser atendido o cuidado, no se
considera que haya presente ningún trastorno sino que se está
simulando. Se diagnostica por lo tanto un trastorno facticio cuando se
descubre que el paciente está fingiendo pero no se descubre ningún
beneficio objetivo. En cuanto a su procedimiento de tipificación, el
fingimiento sigue las mismas pautas diagnósticas que los trastornos
no fingidos. Por ejemplo, se distinguen tipos: que los síntomas que se
simulan sean predominantemente físicos o bien psicológicos.
Existe una variante especialmente grave e inquietante, el trastorno
facticio por poderes, según el cual un individuo produce
intencionadamente síntomas no en sí mismo, sino en otra persona
que está a su cargo. Las víctimas son generalmente los propios hijos,
que son utilizados por un progenitor para acaparar atención médica y
justificar constantes visitas y estancias en los hospitales. Los niños
pueden ser sometidos a torturas que van desde la asfixia al
envenenamiento pasando por fracturas y lesiones de todo tipo,
mientras que la madre (con mayor frecuencia que los varones) puede
desplegar su notabilidad en los servicios de atención sanitaria.
Puesto que la producción deliberada de síntomas con los más
diversos fines es sin duda frecuente, está plenamente justificado que
el DSM llame la atención sobre ello adjudicándole no solo un nombre
sino un capítulo propio. La utilidad que esto puede tener para detectar
o distinguir a simuladores es evidente, pero no por ello deja de
resultar chocante el hecho de que un trastorno pueda estar definido
por la manipulación intencionada. El fingimiento hace que un síntoma
deje de serlo, pues por definición si algo es manejable a voluntad no
puede ser un síntoma, de modo que los síntomas que caracterizan
estos trastornos en realidad no lo son.

Trastornos disociativos
Los trastornos disociativos se refieren a experiencias subjetivas en las
que una persona se siente separada de sí misma, o de su propia
realidad, como en un sueño o en una película. Situaciones de fuerte
estrés o cansancio extremo pueden originar episodios temporales de
“despersonalización” o “desrealización”. Por disociación se entiende
una alteración de la apreciación normalmente integrada y coherente
de nuestra propia realidad, de la propia conciencia y del entorno. El
DSM reconoce cuatro trastornos de este tipo: el trastorno de
despersonalización (extrañeza de uno mismo), la amnesia disociativa
(lagunas de memoria sobre periodos de tiempo o acontecimientos
concretos), la fuga disociativa (viajes que se emprenden de forma
repentina y después no se recuerdan) y el trastorno de identidad
disociativo. Se contienen sintomatológicamente unos a otros de forma
jerárquica, como las muñecas rusas, de modo que el último y más
complejo –el antes llamado personalidad múltiple– predomina sobre
los demás y presenta los síntomas de los otros tres. Del mismo modo,
la fuga predomina sobre la amnesia, y ésta a su vez sobre el trastorno
de despersonalización. Su diagnóstico por lo tanto es excluyente.
Los síntomas disociativos pueden también aparecer en el curso de
otros muchos trastornos (traumatismos, demencias, somatización,
estrés agudo o postraumático, incluso esquizofrenia) y por supuesto
también como consecuencia del consumo de diversas sustancias, así
que para el buen diagnóstico es importante cerciorarse de que no son
síntomas secundarios a alguna de estas circunstancias. Los
fenómenos disociativos “leves” son por lo demás habituales, como
cuando olvidamos alguna experiencia desagradable o la memoria nos
juega una mala o no tan mala pasada olvidando una cita a la que
realmente no queríamos acudir. Algunos rituales mágicos de ciertas
culturas inducen procesos disociativos como algo deseable.
Últimamente despiertan bastante interés público, como ya se expuso
en relación con la personalidad múltiple en el primer capítulo. Los
casos más severos de estos trastornos se relacionan casi sin
excepción con abusos en la niñez.

Trastornos sexuales y de la identidad sexual


Este es el capítulo de la clasificación sintomatológica por
antonomasia. Aquí se recoge todo aquello que tenga que ver con el
sexo, tenga o no que ver entre sí. De modo que encontramos juntas
cosas que, desde el punto de vista vital, funcional, personal,
patológico, etiológico y sin duda también fisiológico, son tan
heterogéneas como el dolor durante el coito (dispareunia), el
exhibicionismo o la eyaculación precoz. Esta mezcla desigual se
resuelve organizándola en subapartados y distinguiendo por una
parte las disfunciones sexuales (todo lo relacionado con problemas
para consumar el coito), las parafilias por otro (gustos sexuales
inusuales, perversiones y pedofilia incluidas), y finalmente los
problemas relacionados con sentirse del sexo contrario al que uno
tiene.
De forma acorde con los tiempos, la homosexualidad ya no se
encuentra en el DSM, ni entre las perversiones ni como
subdiagnóstico del trastorno de la identidad sexual. Está por ver qué
pasará con éste último en ediciones próximas, pues por un lado sería
comprensible que las personas que se sienten identificadas con el
otro sexo no quieran ser consideradas trastornadas, pero por otro
lado perder la categoría de enfermo supondría también perder las
prestaciones que les permiten en algunos casos someterse de forma
gratuita a costosas terapias hormonales y operaciones de
reasignación de sexo. Como las monedas, el asunto tiene dos caras.

Trastornos de la conducta alimentaria


Como ocurre con todos los trastornos muy populares y que aparecen
con frecuencia en los medios de comunicación, los trastornos
alimentarios probablemente estén sobrediagnosticados. Sin
menoscabo de su seriedad y de su gravedad, lo cierto es que la
anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa están desgraciadamente
revestidas de un cierto glamur, pues son padecidas por princesas y
por atractivas modelos de alta costura, a tenor de la información que
ofrece la prensa. La llamada masiva de atención sobre el problema de
la anorexia y su consiguiente y deseable detección precoz tiene como
contrapartida el haberla naturalizado y asimilado a una forma de vida,
o peor aún, de entretenimiento; véanse si no los portales de Internet
creados por las propias afectadas para darse apoyo mutuo, más en
torno al ayuno que para salir de él.
Desde el punto de vista diagnóstico, la diferencia entre anorexia y
bulimia no es diáfana: tanto el pensar constantemente en la comida,
como ayunar, darse atracones o hacer cosas que compensen que se
ha comido (ejercicio, laxantes, etc.) pueden estar presentes en ambos
trastornos. La solución que propone el DSM es definir la anorexia en
términos de pérdida de peso y rechazo a engordar y la bulimia más
bien en relación con la sensación de descontrol sobre la ingesta. El
trastorno por atracón sería la variante más leve de la bulimia, sin
conductas compensatorias. Por lo demás, ya hemos visto que otros
trastorno de la conducta alimentaria, como la pica o la rumiación,
continúan en el apartado de los trastornos de inicio en la infancia.

Trastornos del sueño


Los trastornos del sueño no formaban parte de los manuales de
diagnóstico mental. Se incluyeron en el DSM en la edición III-R, en
1987. Siempre se han considerado más bien un problema médico y
así continúa siendo, pero la creciente demanda de atención hacia
ellos y el hecho de que la mayor parte de los problemas psicológicos
conlleven de alguna forma un sueño perturbado, llevaron a incluirlos
entre los trastornos mentales por razones prácticas. Para tenerlos
más a mano, por así decir. El capítulo distingue en general los
trastornos del sueño primarios –aquellos cuya causa se desconoce– y
los secundarios, que derivan del padecimiento de otros trastornos o
del consumo de alguna sustancia que altera el sueño. Los primeros
están a su vez divididos en disomnias (alteraciones de la cantidad o
calidad del sueño: insomnio, hipersomnia, narcolepsia, etc.) y
parasomnias, que son conductas anormales asociadas al sueño (las
pesadillas o el sonambulismo).

Trastornos del control de los impulsos no clasificados


en otros apartados
Si uno recorre el DSM con atención se encontrará por doquier
problemas para controlar algún impulso: los bulímicos no controlan el
impulso de comer; los depresivos, de llorar; los niños hiperactivos, de
moverse y no atender a los mayores; los exhibicionistas, de exhibirse;
los antisociales, de hacer daño; el alcohólico, de beber; el compulsivo,
de lavarse las manos y un larguísimo etcétera. Pero una vez cerrado
el recorrido, aún quedan cosas por clasificar. Para eso está este
capítulo, que recoge los problemas de control de impulsos sobrantes
de otros capítulos.
Este apartado es de gran interés para los profesionales del derecho,
pues varios de estos trastornos pueden estar relacionados con la
comisión de delitos. La cleptomanía (dificultad para resistir el impulso
de robar), la piromanía (fascinación por el fuego con el impulso de
generarlo) y no digamos el trastorno explosivo intermitente
(imposibilidad de controlar un impulso agresivo) habrán sido alegados
como atenuantes o eximentes en muchos procesos penales. Ya se ha
discutido este asunto a propósito del criterio legal de anormalidad y el
concepto de “impulso irresistible” (ver el capítulo 4).
Cuando los juegos de azar pasan de ser un entretenimiento a
ocupar la mayor parte de la actividad de una persona, o a provocar su
ruina económica, la situación se conoce como ludopatía o juego
patológico y también se encuentra en este capítulo del DSM (lo
correcto sería llamarlo apuesta patológica). Hay teorías que afirman
que el patrón del juego compulsivo no se diferencia gran cosa del
patrón de una dependencia, pero puesto que en las adicciones
clásicas intervienen sustancias psicoactivas, el interés diferencial de
la farmacología por ellas impedirá que la ludopatía se clasifique en el
mismo apartado. La misma similitud se observa en otros problemas
de control de los impulsos, que por su novedad no están todavía
reflejados en el DSM: el impulso de jugar con las videoconsolas o
videojuegos, enviar o recibir mensajes en el teléfono celular, o
navegar o chatear por Internet (ver a este respecto García Montes et
al., 2006). La sabiduría popular ha decidido ya llamar “adicciones” a
las tendencias compulsivas y descontroladas al sexo, a las compras o
al trabajo, que tampoco conllevan la ingesta de ninguna sustancia.
Será interesante ver cómo se decide sobre ellas en ediciones futuras
del DSM, si se incluyen o no y dónde.

Trastornos adaptativos
Se reserva un capítulo especial, de carácter también etiológico, para
aquellos trastornos cuyo origen se conoce pero no es orgánico. Son
los problemas que se desarrollan como consecuencia de un evento
estresante, siempre que éste no sea de extrema intensidad, pues
entonces estaríamos frente a un estrés postraumático (tipificado con
los trastornos de ansiedad), ni el fallecimiento de una persona
cercana, pues entonces se trataría de un duelo. El abanico de
síntomas que lo caracterizan puede variar entre la respuesta
emocional depresiva, la ansiedad y la transgresión de normas.
Igualmente variables son los posibles desencadenantes: perder el
trabajo, una ruptura sentimental, empezar al colegio, casarse,
jubilarse. Las cosas de la vida, en fin.

Trastornos de la personalidad
Los trastornos de la personalidad no son fáciles de delimitar ni de
descubrir, pues una de sus características es que no tienen una
aparición temporal concreta ni se manifiestan como un estado de
cosas diferente a un estado “sano” previo. Los trastornos de la
personalidad son más bien maneras de hacer las cosas y por ende
son crónicos, vienen de atrás, definen un estilo de interactuar con los
demás o de entender el mundo antes que la expresión de unos
síntomas. Tal es así que pueden pasar desapercibidos o quedar
ocultos bajo los síntomas más llamativos de trastornos que estén
también presentes en el momento del diagnóstico. Para que eso no
ocurra, el DSM utiliza un sistema de tipificación que obliga a echar un
vistazo a posibles problemas crónicos, tanto relativos a la
personalidad como al retraso mental (de curso también mantenido en
el tiempo), incluyendo un eje diagnóstico especial y aparte para ellos.
Fue Theodore Millon, uno de los más relevantes estudiosos de la
personalidad, quien impulsó el reconocimiento de estas formas de ser
como trastornos con todos los derechos y la inclusión del eje para su
consideración diagnóstica separada en el DSM-III, editado en 1980
(ver por ejemplo Millon, 2006). Huelga decir que estas personalidades
suponen patrones de comportamiento rígidos y desadaptativos y que
generan un importante malestar y problemas graves para uno mismo
y los demás.
El DSM plantea lo primero unos criterios generales para decidir si
cabe o no diagnosticar un trastorno de la personalidad, y después
criterios específicos para cada uno de los diez tipos que distingue:

• Trastorno paranoide de la personalidad. Se caracteriza por una


desconfianza y suspicacia exageradas. Estas personas temen
constantemente ser estafadas o engañadas y ven amenazas o
signos de deslealtad en nimiedades.
• Trastorno esquizoide de la personalidad. Se define por la
tendencia al distanciamiento social y a inhibir la expresión de
emociones. Son personas muy solitarias e incapaces de disfrutar
con alguna actividad pública. Demuestran indiferencia ante las
relaciones con los demás, incluida la actividad sexual.
• Trastorno esquizotípico de la personalidad. Aunque estas
personas suelen tener también un importante déficit en sus
relaciones sociales, su característica más peculiar es la presencia
de comportamientos raros, excentricidades, lenguaje extraño y
pensamiento mágico (tener poderes, por ejemplo).
• Trastorno antisocial de la personalidad. Consiste en un
comportamiento social irresponsable e irrespetuoso con las
normas o las leyes y no sentir remordimiento ni culpabilidad. Aquí
podría incluirse a aquellos individuos que cometen delitos graves
o dañan masivamente a otras personas (violadores, asesinos por
afición, locos homicidas…), aunque es obligado cuestionarse la
conveniencia de valorar tales conductas desde un punto de vista
psicopatológico (ver el apartado sobre el criterio de anormalidad
legal).
• Trastorno límite de la personalidad. Se diagnostica a personas que
tienen relaciones interpersonales muy caóticas y actitudes
emocionales extremas y fluctuantes hacia los demás. La
característica principal es una vida sentimental lábil y cambiante.
Se asocia también a comportamientos autodestructivos, incluso
intentos de suicidio.
• Trastorno histriónico de la personalidad. Tendencia a llamar la
atención, a desear ser el centro. Estas personas suelen expresar
sus emociones de forma exagerada y teatral, les gusta exhibirse y
también manipular a los demás.
• Trastorno narcisista de la personalidad. Fuerte tendencia al
egocentrismo y la grandiosidad, con ausencia de consideración
hacia los demás. Tiene bastantes puntos comunes con el anterior,
aunque las personas narcisistas tienden más a la
autoimportancia, mientras que a los histriónicos les pierde la
coquetería.
• Trastorno de la personalidad por evitación. Son individuos
cohibidos, muy introvertidos, sienten gran temor a sentirse
ridiculizados o avergonzados. Se sienten muy inseguros en el
contacto interpersonal y lo evitan por miedo al rechazo.
• Trastorno de la personalidad por dependencia. Tendencia a que
otros tomen las decisiones, necesidad de que los demás se
responsabilicen de las propias tareas. Son personas sumisas que
se sienten desamparadas cuando están solas. Necesitan
relaciones de protección y apoyo y temen ser abandonados.
• Trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad. Se caracteriza
por un fuerte perfeccionismo y disciplina, una preocupación
excesiva por los detalles. Son personas que tienden a controlar a
los demás y a ser rígidos, distantes y muy escrupulosos.

El interés por los trastornos de la personalidad está en pleno


apogeo. Además de esta lista hay otros esperando ser incluidos en
próximas ediciones del manual (el depresivo y el pasivo-agresivo). Si
hacemos caso de Millon, los trastornos de la personalidad vendrían a
ser la base sobre la que se desarrollan los demás trastornos, es decir,
los trastornos mentales serían intensificaciones de patrones ya
existentes en la personalidad del sujeto. Una depresión sería una
agudización, ocasionada por alguna circunstancia estresante, de una
personalidad depresiva previa (véase por ejemplo Quiroga Romero,
2005). Esta visión de las cosas generaría una alternativa diagnóstica
y un concepto de la psicopatología radicalmente diferente a lo que
conocemos ahora.

Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos


Todos conocemos este famoso aforismo, suele utilizarse como crítica
a una medicina un tanto deshumanizada que se concentra en los
órganos alterados y desatiende a la persona, que como diría la teoría
de sistemas, es algo más que la suma de los mismos. Suele ser
premisa y máxima de las prácticas médicas alternativas, las que
pretenden recuperar al ser doliente como objetivo completo de la
actividad curativa. Pero es algo más, es también la reivindicación de
una forma lógicamente correcta de entender las cosas.
Efectivamente, no hay enfermedades. Por supuesto, no las hay
mentales, pero es que tampoco las hay de las otras. La Gripe con
mayúsculas carece de existencia, lo que hay es el proceso por el que
pasó la persona enferma concreta durante el tiempo en el que estuvo
en la cama con fiebre, tos, dolores y malestar. Por lo mismo, no
existen Las Vacaciones, ni La Amistad. Son constructos abstractos
que sirven para referirse a generalidades o a conceptos. Existen las
actividades concretas de determinadas personas que durante
determinados días libres se desplazaron a determinada playa, o
existen llamadas telefónicas, mensajes de apoyo, invitaciones a
cenar. La amistad, la gripe, las vacaciones, la esquizofrenia, la salud
pública o la opinión de la mayoría pertenecen al rango de lo abstracto,
no son entidades sino conceptos, carecen de existencia natural, solo
nos ayudan a ordenar la realidad, no se puede operar sobre ellos. En
cambio, sí pertenecen al campo de aquello sobre lo que se puede
intervenir los virus de la gripe (cuya presencia en un organismo puede
desencadenar, o no, algunos síntomas que juntos acostumbramos a
llamar “gripe”), la elevación de la temperatura que llamamos fiebre,
los horarios de los aviones o la arena del mar, el expresarse de una
forma incomprensible, tener miedo u opinar que debería abolirse la
pena de muerte. Ya hemos visto cómo tendemos a cometer errores al
mezclar categorías, este es un ejemplo más.
Siguiendo con el razonamiento, ni el asma, ni la esquizofrenia, ni la
depresión, ni siquiera la gripe son cosas que uno “tiene”. Cuando el
verbo tener va seguido de una enfermedad, el sentido del verbo no es
literal, sino figurado. Tengo asma, o tengo estrés7, son expresiones
de carácter metafórico, igual que cuando decimos que tenemos
buena voz o mucho frío. No existen esas “cosas” de modo que uno
las pueda tener, como la hechicera del mar del cuento de Andersen
no puede tener dentro de su caracola la voz que la sirena le ha
entregado a cambio de unas piernas humanas. Nada más lejos de la
literalidad que tener frío, pues el frío físicamente carece en absoluto
de existencia, más bien llamamos frío a la ausencia de calor, y en
todo caso, en realidad llamamos tener frío a los mecanismos que el
organismo pone en marcha para combatirlo. Tales expresiones se
refieren entonces a procedimientos o actividades de un sujeto, algo
que no se tiene, sino que se siente, o se hace.
Si optamos por la vía equivocada caeremos en el error ya
mencionado de explicar por el concepto. La tarea de clasificar los
síntomas que observamos en alguien en forma de diagnósticos es un
ejercicio artificial de encaje de ciertas vivencias con categorías
previstas en un manual. No es infrecuente además hacerlo con el
convencimiento implícito de que la clasificación explicará esas
vivencias. Que no existan las enfermedades (sino los enfermos) nos
deja sin esta posibilidad y además nos obliga a razonar de una forma
lógicamente más correcta. Lo que “hay” en definitiva son las
vivencias, lo que a la gente le ocurre, lo que hace y cómo siente.
Podemos darle un nombre arbitrario a una parte de esas vivencias,
las que tienen relevancia clínica, las inhabituales, las perturbadoras.
Si se trata además del ámbito de la medicina, la mayoría de esos
procesos no habituales que llamamos enfermedad no son sino los
que el propio organismo pone en marcha como defensa o intento de
curación.
[7] –«Doctor, tengo una depresión», –«¿La ha traído?»– (Schlippe y Schweizer, 2003. p.
115).
Capítulo 6. Conceptos de cambio

¿Qué es la psicoterapia?
La psicoterapia basa su razón de ser en el hecho de que la vida
humana es problemática y en ocasiones los problemas generan un
sufrimiento que precisa cambios fuera de programa. Si ese cambio no
se consigue a través de los canales domésticos habituales o
culturalmente establecidos –círculo de familia y amigos, recursos
propios, circuitos de atención primaria o religiosa– entonces es
posible que se acuda a un profesional. El profesional de la salud
mental es generalmente el último recurso después de esfuerzos
previos que ha resultado infructuosos, o al menos así es en nuestro
entorno cultural. En los EEUU o en Argentina existen otros usos en
torno al terapeuta, es frecuente que las personas consulten por
problemas menores, que se psicoanalicen por curiosidad,
entretenimiento o esnobismo, incluso que hablen sin rubor de su
psiquiatra de cabecera. En Europa estamos lejos de esta situación.
De psicoterapia –como de todo– se han formulado muchas
definiciones. Una buena recopilación de ellas puede verse en
Fernández Liria et al. (1997). Algunas son ingeniosas y poco
convencionales, como la que afirma que la psicoterapia es: «…un
proceso interpersonal planificado en el cual la persona menos
trastornada, el terapeuta, intenta ayudar a la más trastornada, el
paciente, a superar su problema» (p. 20). Esto probablemente es así
la mayoría de las veces, pero… ¿siempre le va mejor al terapeuta que
a su consultante? Mejor quedémonos con esta otra, no tan aguda
pero sí más completa, pues integra todos los elementos importantes
de una forma sencilla: la psicoterapia es un tratamiento ejercido por
un profesional autorizado que utiliza medios psicológicos para ayudar
a resolver problemas humanos, en el contexto de una relación
profesional (Feixas y Miró, 1993, p. 16).
Tenemos entonces que una psicoterapia tiene la forma de una
relación personal, que por lo general se da en vivo y en directo, con
entrevistas en las que esas personas están presentes cara a cara.
Con la salvedad de que ocasionalmente pueda resolverse algún
asunto urgente o puntual por teléfono, es muy cuestionable que la
psicoterapia funcione a través de medios telemáticos, pues existe un
acuerdo general relativo a que la alianza terapéutica, es decir, la
calidad de la relación que se establece entre terapeuta y consultante,
es uno de los factores qué más peso tiene en los buenos resultados,
y ello con independencia de las técnicas que después se usen
(Corbella y Botella, 2003; Safran y Muran, 2005; Friedlander et al,
2009). Es tentador buscar terapeutas o clientes fuera de nuestra
localidad de residencia y que nos permitan al mismo tiempo no salir
de casa, pero la eficiencia de la terapia por videoconferencia está por
ver.
La definición también indica que la psicoterapia se desarrolla en un
contexto profesional. Quiere ello decir, en primer lugar, que esa
relación personal es una relación asimétrica, en la que uno de los dos
está cualificado para introducir algún tipo de cambio en la vida del
otro, y que el otro (que probablemente será el más trastornado)
directa o indirectamente paga por el servicio. En segundo lugar, las
técnicas y procedimientos que usa el terapeuta se derivan de los
conocimientos y experiencia de la psicología. De aquí podemos
deducir qué no es psicoterapia. No lo son las relaciones simétricas,
las de amistad por ejemplo, por mucho que nuestro amigo sea muy
buen psicólogo o incluso licenciado en psicología, y por más que
hablar con él nos ayude. Tampoco lo son las relaciones asimétricas
que se limitan a la información o al consejo. Los contextos
profesionales de consulting o asesoramiento no son psicoterapia, ni
tampoco lo son las recomendaciones o el suministro de información,
por más que provengan de personal cualificado. De hecho, una
psicoterapia empieza en el momento en que el consultante, provisto
de suficiente información y con una historia de fracasos en la puesta
en práctica de una larga lista de consejos, es acompañado o guiado
para cambiar las cosas.
La misión del psicoterapeuta es pues generar cambios. ¿De qué
tipo? ¿En quién? ¿Cómo? Depende del tipo de psicoterapia que se
elija para trabajar. Lo que no admite duda es que deberíamos
desterrar la palabra “paciente” de la psicoterapia, por muchas
razones, para empezar porque es frecuente que la persona que
consulta, la que solicita el cambio, y/o la más afectada por el
problema no sean la misma. Un paciente suele ser una persona con
síntomas, pero muchas personas acuden a consultar por síntomas de
otros. “Paciente” también es indeseable porque, por mucho que se
padezca, es de suma importancia que esa persona se vea agente y
no paciente, tanto de su problema como de las posibles soluciones al
mismo (Ezama Coto et al., 2010). El término cliente, que fue
propuesto por los humanistas en los años 60 para evitar la
connotación médica y fatalista de “paciente”, presenta la desventaja
de su sesgo comercial. Quien es usuario de la sanidad pública no
puede ser cliente, además de lo inoportuno de sugerir con el nombre
quién tiene siempre la razón, porque pueden no tenerla. El término
consultante es el más adecuado, aunque sea más largo (Beyebach,
2006).
Por otro lado, el terapeuta no puede ser una persona cualquiera. La
psicoterapia es una actividad intelectual y emocionalmente costosa.
Es definitivamente preferible que el terapeuta esté menos trastornado
y menos angustiado que su consultante, de modo que una de las
virtudes que debe caracterizar a un buen psicoterapeuta es la
estabilidad emocional. Deben ser personas capaces de mantener la
compostura: que no se desborden por las alegrías ni se derrumben
por los fracasos, ni en la terapia ni en sus vidas personales. Aparte de
eso, es necesario que el terapeuta sea una persona dotada de una
exquisita neutralidad, al menos de la puerta de la consulta hacia
adentro. Los prejuicios en psicoterapia están fuera de lugar. Incluso si
nuestro consultante es un ser moralmente abyecto y ha hecho cosas
a nuestros ojos imperdonables, debemos ser capaces de comprender
su particular situación y aceptarla de forma sincera y genuina. Ni que
decir tiene que la cordialidad, la capacidad de ponerse en el lugar del
otro, la cortesía, la experiencia (no sólo terapéutica, también la vital)
son importantes, y por descontado las habilidades de comunicación.

¿Qué se hace en psicoterapia?


Todas las terapias tienen por objeto aumentar el bienestar y todas lo
consiguen a base de generar cambios. Unas se preocupan más por
generar conocimientos y comprensión, otras se inclinan más por
construir habilidades diversas. Pero todas tienen como instrumento
común una conversación: la sesión o entrevista terapéutica. El
vehículo para su buen desarrollo es la ya mencionada alianza
terapéutica. La alianza es un tipo de relación especial que incluye, por
un lado, un acuerdo entre terapeuta y consultante sobre lo que se
quiere conseguir y cómo conseguirlo, y por otro lado un vínculo de
afecto que permita la confianza y la seguridad necesarias para
conseguirlo (Bordin, 1979; Ezama et al., 2011).
Además de esto, las diferentes terapias, o mejor los diferentes
terapeutas, tienen algunos otros elementos importantes en común y
probablemente más cuanta más experiencia clínica se acumule. Pero
las líneas de actuación básicas, los conceptos de “trastorno”, de
cambio y el procedimiento de intervención son diferentes según los
modelos. Seguiremos la misma distinción que en capítulos anteriores
a propósito de los postulados teóricos.

El psicoanálisis
Como ya hemos señalado, existen varias teorías diferentes dentro de
la aproximación psicodinámica o de “psicología profunda”, que
comparten postulados generales pero difieren en supuestos concretos
y en procedimiento. Aquí nos referiremos a la terapia psicoanalítica
freudiana más clásica.
Los problemas psicológicos se generan fundamentalmente por la
tensión existente entre los impulsos inconscientes (el ello) y las
normas interiorizadas que nos impiden experimentarlos (el superyo).
El principio y el fin del trastorno se localizan en la persona trastornada
y se manifiesta también en síntomas orgánicos. Recordemos que el
trastorno psicoanalítico por antonomasia, la histeria (hoy trastorno de
conversión), se caracteriza precisamente por síntomas de este tipo.
El psicoanálisis es una terapia muy intensiva (las sesiones tienen
lugar como mínimo una vez a la semana) y muy extensiva (se
desarrolla durante años) que trata de averiguar nuestras motivaciones
y nuestros conflictos inconscientes. El mecanismo principal a través
del cual se consigue la curación es sacar a la consciencia ese
material. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestra vida
están determinados por lo inconsciente de forma encubierta. Puesto
que según la teoría (termo/psico) dinámica de Freud la energía
psíquica no se crea ni se destruye, la única posibilidad de gestionar
las pulsiones, deseos, recuerdos y otros contenidos intrapsíquicos
censurables es mantenerlos controlados en el inconsciente. De ello
se encargan los mecanismos de defensa, el principal de los cuales es
la represión. Freud describió otros más: la proyección, el
desplazamiento, la sublimación, etc. Simplificando mucho se puede
decir que un psicoanálisis consiste en una lucha contra los
mecanismos de defensa.
El principal material inconsciente que genera psicopatología son las
fijaciones en las etapas del desarrollo psicosexual temprano (oral,
anal, fálica, de latencia y genital, por este orden), en el caso de que
no hayan sido completadas satisfactoriamente o que se relacionen
con vivencias traumáticas. Un ejercicio fundamental del psicoanálisis
consiste en descubrir la relación entre los síntomas actuales y su
fuente lejana en la historia vital. De ahí que en las consultas del
psicoanalista se hable mucho de la infancia y se utilicen técnicas que
permiten el retroceso a etapas infantiles.
Las principales técnicas de que se sirve el psicoanálisis para revelar
conflictos reprimidos son:
La asociación libre. El paciente relajado deja volar su imaginación
libremente y debe relatar lo que se le pase por la mente sin ninguna
selección: imágenes, deseos, pensamientos, sentimientos. La idea en
que se basa es que eliminando el filtro de la voluntad se consigue
sortear la barrera de represión más superficial, la que se sitúa entre el
consciente y el preconsciente (constituido por los contenidos que no
están propiamente en la consciencia, pero cuyo acceso a ella no es
difícil). Se supone que las asociaciones expresadas no responden al
azar, sino a enlaces con lo intrapsíquico. Para entender esta
aproximación hay que tener en cuenta que el psicoanálisis sostiene
una concepción del lenguaje de tipo estructuralista, como la
propuesta por Wittgenstein en su Tractatus (1921), según la cual el
significante (expresión) y su significado (contenido) son
representación uno de otro; el primero se halla en la superficie y el
otro en la estructura profunda.
La interpretación de los sueños. Los sueños son una importante
fuente de información sobre el inconsciente. Durante el sueño, el
superyo se distrae y los impulsos del ello campan a sus anchas. El
contenido manifiesto del sueño (lo que uno recuerda) es expresión de
un contenido latente (el significado profundo), que por alguna razón
es doloroso. El psicoanalista debe interpretar el contenido manifiesto
y dar con su significado simbólico. Así se accede a los motivos
últimos de los conflictos.
Transferencia y contratransferencia. En el psicoanálisis más clásico
–y también el más parodiado–, los pacientes se tumban en el diván y
los psicoanalistas se colocan a la cabecera, fuera de su campo visual.
Puede ocurrir, como en cualquier psicoterapia, que el paciente
desarrolle hacia el terapeuta una actitud emocional. Tanto que
muchas veces se identifica al psicoanalista con el co-protagonista de
un conflicto, el padre por ejemplo. De este modo, el paciente
“transfiere” al terapeuta patrones de reacción del pasado,
seguramente de la niñez. El terapeuta debe interpretar los
sentimientos objeto de la transferencia, que pueden ser positivos o
negativos, para entender las experiencias pasadas de las que
proceden. La contratransferencia ocurre cuando el propio terapeuta
reacciona emocionalmente a la transferencia del paciente (es decir,
desarrolla también una actitud de rechazo o de simpatía hacia él o
ella) como consecuencia de una identificación con una persona
significativa en su propia vida. Entonces su tarea consiste en
reconocer la existencia de esa contratransferencia y de la influencia
que puede estar ejerciendo en la terapia. La forma de contaminar o
perturbar lo menos posible estos fenómenos de transferencia es
evitar el contacto visual.
El psicoanálisis sostiene que el proceso de curación consiste
esencialmente en la vivencia controlada, con el terapeuta como
coordinador, del proceso fallido en el pasado. Se trata por lo tanto de
volver a experimentar de forma correcta y en un escenario clínico las
vivencias tempranas que en su momento dieron origen a los
conflictos.

Terapia de conducta
El conductismo ha proporcionado a la psicología clínica una valiosa
colección de técnicas muy eficaces para el cambio puntual de ciertos
modos de comportamiento. A esto se le suele llamar modificación de
conducta. En su origen, “terapia de conducta” y “modificación de
conducta” eran procedimientos diferentes, proviniendo el primero de
la escuela del condicionamiento clásico y el segundo del operante. Lo
cierto es que ya hace tiempo que ambos términos se utilizan
indistintamente, y en cualquier caso comparten en esencia el
concepto de cambio: los trastornos se definen por sus componentes
conductuales, que son aquellas conductas inadaptadas, indeseadas o
que de algún modo generan malestar. Su origen y su eliminación
responderán a procesos analizables desde las leyes del aprendizaje.
Aplicando técnicas derivadas de estas leyes (el
contracondicionamiento, el reforzamiento, el castigo, la extinción, etc.)
se pueden eliminar las secuencias de conducta no deseadas e
instaurar pautas nuevas. Como no podría ser de otra manera, los
partidarios de la psicología profunda arremeten contra la
superficialidad de este proceder, argumentando que si el tratamiento
se limita a erradicar síntomas sólo se conseguirá un desplazamiento
de los mismos, puesto que la causa última continúa y antes o
después aflorará con otra forma.
La terapia derivada del conductismo abrió campos nuevos en la
psicología aplicada. Ya desde muy temprano en su historia se
encontraron posibilidades de intervención fuera del ámbito
estrictamente clínico: en el educativo, deportivo, comunitario, laboral,
de la salud… Este último campo de trabajo, que además define ahora
casi la identidad de la psicología clínica, o al menos gran parte de su
prestigio, se lo debe la psicología a la corriente conductista y a la
modificación de conducta, que sobre todo en los años 70 se entregó
de lleno a la investigación y aplicación de sus técnicas para la
prevención y el tratamiento de trastornos médicos (Gil Roales-Nieto,
2004).
Recordemos que para los conductistas no solamente es conducta lo
observable, sino también lo mental, los pensamientos, emociones,
etc. Antes de empezar las intervenciones, realizan un análisis
minucioso de los parámetros y eventualidades que la controlan. Es lo
que se llama “análisis funcional”, un repaso exhaustivo de aquellos
factores de los que la conducta –pública y privada– es función. Si
entendemos que la buena conducta de un niño o de un recluso
depende sobre todo de las consecuencias asociadas a esa buena
conducta, entonces les entregaremos un punto verde o un cupón
canjeable por cigarrillos, golosinas, actividades lúdicas o cualquier
otro premio cuando se porten como hemos planeado. Estaremos
utilizando una técnica de economía de fichas.
Para la aproximación conductista, el cambio terapéutico viene a ser
la modificación de la probabilidad de que determinadas conductas
ocurran. El psicoterapeuta conductual gestiona las técnicas más
apropiadas para, o bien incrementar la probabilidad de que se dé una
conducta deseada, o bien disminuir la probabilidad de que se dé una
que no deseamos. Para lograr lo primero, reforzaremos la conducta
en cuestión positiva o negativamente, es decir, premiándola con algo
grato o eliminando alguna consecuencia ingrata preexistente. Para lo
segundo, eliminaremos estímulos que la desencadenan, o
intentaremos que se extinga a base de eliminar sus reforzadores, o la
castigaremos directamente (aunque existe acuerdo en que éste no es
el mejor procedimiento, ni desde el punto de vista ético ni de
eficiencia). También puede interesar que aparezcan conductas
nuevas, lo que se logra a través de modelamientos (imitación de un
modelo) o moldeamientos (aprendizaje paulatinamente reforzado).
Algunas técnicas conductuales pueden ser muy elaboradas. Lo son
las técnicas de contracondicionamiento, que se basan en la
incompatibilidad de ciertos procesos psicológicos. Según esto, no es
posible sentir ansiedad y estar relajado al mismo tiempo. Estas
técnicas son muy eficaces para eliminar miedos, partiendo del
principio de que el miedo es una respuesta condicionada. Quiere esto
decir que la cosa temida es un estímulo que podrá desencadenar
miedo o no, dependiendo de con qué lo hayamos asociado en el
pasado. Si descondicionamos esa respuesta, asociando el estímulo
temido –pongamos las arañas, los exámenes o volar en avión–
sistemáticamente a respuestas incompatibles con tener miedo, como
la relajación muscular, o estar sentado comiendo, el estímulo dejará
de evocar ansiedad. La desensibilización sistemática es un
procedimiento de este tipo. Se elabora una lista con la jerarquía de
las situaciones temidas, de más a menos. Por ejemplo: (1) esperando
a que llegue el profesor con los exámenes; (2) camino de la
universidad el día del examen; (3) durante la respuesta a las
preguntas; (4) acostarse el día antes del examen preguntándose si se
ha estudiado lo suficiente; etc. A continuación se entrena una
respuesta de relajación (suele utilizarse la relajación muscular
progresiva de Jacobson, ver Cautela y Groden, 1986). El proceso
continúa indicando al paciente que se relaje según lo aprendido, al
mismo tiempo que se encara el elemento que está más abajo en la
lista, a poder ser en vivo, y si no in vitro, simulando en el consultorio
la situación temida de la forma más aproximada posible. Cuando el
elemento que se entrena deja de desencadenar miedo, se afronta el
elemento siguiente y así se va subiendo en la lista.
La inundación o la implosión consisten precisamente en no
proceder gradualmente sino de una vez y a lo más alto en la lista
(meterse directamente en el ascensor, o colocarse una boa
constrictor como bufanda). Esto desencadena una fuerte reacción de
ansiedad, pero que no va seguida de consecuencias negativas, así
que de acuerdo con el principio de la extinción el estímulo pierde su
condición de desencadenante de miedo. El interesado debe
permanecer en contacto con el objeto temido, mal que le pese, el
suficiente tiempo como para que la respuesta de ansiedad remita.
Esto realmente ocurre así y funciona, pues nuestra capacidad de
pánico es limitada y cesa a partir de un determinado momento de
saturación.
Existe una gran cantidad de técnicas de modificación de conducta,
muy bien detalladas, muy fiables, basadas en todos los prototipos del
aprendizaje (el repaso que hemos hecho aquí es necesariamente
superficial, pero el lector interesado puede acudir a los muchos y muy
extensos manuales de modificación de conducta, como Caballo,
1998, o Labrador et al., 2001). El terapeuta de conducta debe tener
un conocimiento amplio de las técnicas y de los principios en los que
se basan. La relación y la alianza terapéutica se entienden
únicamente como el vehículo para ejecutarlas, aunque desde luego,
como cualquier otro terapeuta, buscan y se benefician de relaciones
empáticas con sus consultantes. Pero la mayor parte del éxito de la
psicoterapia conductual estriba precisamente en el énfasis en la
tecnología. Las técnicas conductuales suelen estar detalladamente
formuladas y su aplicación no entraña mucha dificultad, puede
hacerlo un enfermero, un educador, un padre convenientemente
entrenado. Los métodos en que se basa el éxito editorial de
autoayuda del doctor Estivill Duérmete, niño (Ediciones Debolsillo),
por poner un ejemplo muy conocido, proceden de la terapia de
conducta, y son aplicables de forma sencilla en base a unas
instrucciones concretas, según las cuales los padres del niño que no
quiere irse a la cama gestionan los refuerzos correspondientes.

Terapias cognitivas
Las terapias cognitivas también tienen la ventaja de ser
procedimientos muy bien detallados, con una programación
estandarizada de fácil seguimiento y con un importante aval de
investigaciones que las sustentan. Además, y no menos importante,
las terapias cognitivas encajan espontáneamente con las expectativas
de los consultantes, pues operan con una visión de la vida y de los
problemas muy similar a como lo hace nuestro sentido o cultura
común. El esquema A-B-C (ver capítulo 3) es de muy fácil
comprensión, pues lo tenemos culturalmente asumido: lo que me ha
ocurrido no es el problema, sino la importancia que yo le doy a lo que
me ha ocurrido. En otras palabras, nuestro bienestar psicológico
depende de la forma en que percibimos, explicamos o en definitiva
procesamos psicológicamente el mundo que nos rodea.
Para proceder en terapia según los presupuestos cognitivos lo
primero es averiguar la forma en que el interesado estructura su
experiencia del mundo, para después llevar a cabo su
reestructuración. Para explorar esto existen instrumentos variados,
que dependen de cada propuesta psicoterapéutica concreta. Por
ejemplo, en la Terapia Racional Emotiva (Ellis y Grieger, 1981) se
buscan las creencias irracionales (las B del esquema) a través de
cuestionarios. También se pueden utilizar auto-registros diarios para
localizar pensamientos distorsionados que aparecen en determinadas
situaciones problemáticas, o auto-interrogatorios en relación a
determinados acontecimientos. Por ejemplo, haber suspendido un
examen. ¿Qué es lo que considero horrible respecto a esa situación?
¿Cuáles son las necesidades que experimento al ver mi nota? ¿Qué
reproches me hago a mí y a los demás acerca del suspenso? Otra
posibilidad es intentar descubrir la llamada necesidad perturbadora:
expectativas sobre uno mismo, los demás o el transcurso de las
cosas. Son frases que contienen el verbo deber: Yo debería actuar de
tal modo, tú deberías sentir tales cosas, la situación equis debería
haber terminado de tal manera, etc.
Una vez identificadas las cogniciones que deben cambiar, se
cuestiona su validez sometiéndolas a análisis o discusión. Hay
diversos métodos para ello:

• Debate filosófico: Consiste en plantear la falta de lógica del


razonamiento del consultante. La idea B es incoherente,
contradictoria o inconsistente. Se empieza sugiriendo la
posibilidad contraria: ¿Por qué tiene Ud. que… (aprobar siempre
los exámenes; ocuparse siempre de la abuela)?; ¿Por qué
Fulanito no debería… (entrometerse en sus asuntos; salir tanto)?
• Debate empírico: En este caso se trata de observar hechos que
pongan de manifiesto las contradicciones de B. Es un
procedimiento similar al que se utiliza para comprobar hipótesis:
¿Es realmente cierto que… (su jefe le controla demasiado, ha
quedado Ud. mal ante sus parientes)? ¿De veras es siempre
así… (que su mujer refunfuñe; que lo ninguneen a Ud. en el
trabajo?)
• Evaluar consecuencias: Se confronta al cliente con la ineficacia de
sus B: ¿Qué conseguirá Ud. si sigue pensando que... (su marido
nunca va a cambiar; es Ud. negado para los negocios?)

Además de estas técnicas de debate, uno de los procedimientos


psicoterapéuticos cognitivos más básicas son las auto-instrucciones.
Una vez localizado el problema cognitivo, se elaboran en torno a él
frases que el consultante debe repetirse a sí mismo siguiendo un
protocolo preciso definido por el terapeuta. «Me he esforzado mucho,
así que puedo hacerlo bien», «si suspendo esta vez no pasa nada,
puedo intentarlo de nuevo», «voy a respirar hondo como he aprendido
y así estaré tranquila», «lo estoy haciendo bien esta vez»… Son
frases destinadas a aumentar la confianza y el auto-refuerzo en
situaciones difíciles. Las auto-instrucciones representan un enfoque
cognitivo “ortodoxo”, según el cual los problemas psicológicos son
puro lenguaje interno y la curación pasa por reformularlo.
Lo cierto es que tanto lo conductual como lo cognitivo puro han
perdido fuerza en el mercado de las psicoterapias y la alternativa
resultante es la terapia cognitivo-conductual. En el capítulo 3 se ha
señalado ya la singularidad de esta situación. Las asunciones en las
que se basan ambas tradiciones terapéuticas son teóricamente
incompatibles, asunto que trae sin cuidado a la gran cantidad de
psicoterapeutas que trabajan a plena satisfacción con su modelo
mixto, que consiste fundamentalmente en echar mano de las técnicas
provenientes de una y otra escuela indistintamente y basándose más
en la adecuación clínica de la técnica al cuadro específico de
problemas que presenta el consultante. En todo caso, hay que
reconocer que en la práctica clínica nunca se ponen a prueba los
postulados teóricos, y por lo mismo, los resultados de las terapias
demuestran si la actuación del terapeuta ha sido acertada, no si los
son las teorías de las que parte. Lo mismo que los médicos no
comprueban que el problema que están tratando con fármacos sea de
naturaleza bioquímica, los cognitivos tampoco comprueban su
naturaleza cognitiva (o existencial, o familiar). La dan por sentada.
Probablemente haya que pensar que los problemas clínicos reúnen
todas esas naturalezas y son por lo tanto susceptibles de ser tratados
con cierto éxito desde todas las perspectivas.

Terapias humanistas
Aunque el nombre pueda llamar a confusión, pues las demás
escuelas terapéuticas no pueden calificarse de “no humanistas”, lo
cierto es que lo que caracteriza a éstas es su interés en la persona
como ser completo (el ser humano) que se encuentra en un proceso
continuo de crecimiento hacia su pleno potencial. El intento de
división del sujeto en partes analizables de forma independiente (la
psique, o las cogniciones, o el sistema nervioso, o el comportamiento)
lo desvirtúan, tanto por ser parciales como por extraerlo de su
contexto, que es la tendencia a la autorrealización saludable. Así, un
terapeuta humanista no enseña ni entrena, lo que hace es ayudar a
definirse a uno mismo.
Para ejemplificar lo que se hace en la terapia tomaremos un modelo
psicoterapéutico concreto, ya que precisamente en el campo de las
terapias humanistas el modo de escenificar la terapia cambia
notablemente de unas propuestas a otras. La terapia Gestalt es un
buen ejemplo por su gran difusión.
La relación que une a la terapia de conducta con el conductismo, o
la terapia cognitiva con la psicología cognitiva, no es comparable con
la relación entre la terapia gestáltica y la psicología de la “forma”
(como se ha traducido a veces, a falta de un equivalente en
castellano para Gestalt), la escuela alemana que a principios del siglo
XX destacó por su original planteamiento experimental en torno a los
fenómenos relacionados con la percepción. La terapia Gestalt no
proviene teóricamente de la psicología de la Gestalt, pero sí toma de
ella el nombre y algunas ideas o principios, sobre todo los
relacionados con la comprensión de los fenómenos de forma global.
Los psicólogos de la Gestalt defendían una visión no analítica sino
integral, sintética de los fenómenos perceptivos. Si analizamos cada
árbol, no podremos ver el bosque ni comprenderlo. Esta perspectiva
permitió interesantes descubrimientos, como el fenómeno Phi o de
movimiento aparente (Wertheimer, 1912), según el cual interpretamos
luces que se encienden y se apagan alternativamente como una sola
luz en movimiento (como en los tradicionales letreros luminosos de
los cines), o el aprendizaje tipo insight, que se produce una vez que
los elementos presentes en la situación han sido percibidos en su
conjunto, como ocurría con los chimpancés hambrientos de Köhler
(1921), que parecían dar repentinamente con la solución para
alcanzar los plátanos juntando varias cajas para encaramarse.
La terapia Gestalt se basa en estas ideas más con carácter
metafórico que como sustento teórico de los principios del cambo
terapéutico. La ley del cierre, que para los psicólogos de la Gestalt
describe la tendencia a percibir formas cerradas aunque no lo estén,
es utilizada en la clínica por los terapeutas gestálticos para explicar
situaciones de insatisfacción personal o de obstáculo. Los asuntos
pendientes, no resueltos, sin “cerrar”, dan lugar a situaciones vitales
“incompletas”. La propensión saludable es a cerrarlas, en el sentido
figurado de la palabra (despedirnos de seres que han partido, resolver
conflictos, concluir tareas, etc.), de forma que dejen paso a
situaciones nuevas. Cada vez que logramos una satisfacción o
superamos un obstáculo, se está cerrando una Gestalt y podremos
entrar en contacto con otras. En este sentido, las neurosis son
asuntos pendientes con impedimentos para su cierre más severos de
lo normal (puede verse en los escritos del fundador de la terapia
Gestalt, Perls, 1976).
Para los psicoterapeutas gestálticos, los problemas psicológicos (a
los que les gusta llamar “neurosis”) poseen un importante
componente de evitación, y conforme a ello la curación tiene mucho
que ver con el afrontamiento. El individuo neurótico, y todos lo somos
en mayor o menor medida, evita emociones incómodas, tanto en
pensamiento como en obra, lo que lleva a que las Gestalten no se
cierren. La experiencia vital se reduce, los contactos se limitan. Esta
evitación pudo ser al principio una defensa adaptativa y justificada,
pero una vez incorporada a nuestro modo de operar habitual restringe
nuestra vida. Las respuestas se tornan automatismos, estereotipos8.
La terapia obliga al paciente a enfrentarse con las emociones tanto
negativas como positivas, a experimentarlas y en consecuencia a
darse cuenta de aquello que, por ser problemático, se ha venido
evitando. Así se recuperan las partes de uno mismo que han estado
alienadas. Utilizando también metafóricamente el principio oriental de
los contrarios o yin-yang (hay que saber que Perls, lo mismo que en
general todo el movimiento humanista de los años 60, estaba
considerablemente influido por la estética y la cultura orientales), esos
segmentos que rechazamos pueden entenderse como
correspondientes a un polo de dos opuestos, de manera que el
desequilibrio psicológico se da cuando, debido al rechazo de un polo,
se bloquee la toma de conciencia de toda la parte de nuestro ser
correspondiente al polo rechazado.
Como en todas las terapias de la familia humanista, la Gestalt
señala de manera preeminente el concepto de la propia
responsabilidad como uno de los ejes principales del trabajo
terapéutico. Cada cuál es responsable de todo lo que le sucede, de lo
que hace y de lo que expresa. En esto la Gestalt concuerda
plenamente con la visión existencialista de la vida, que entiende que
el individuo solo lo es en la medida en que decide por sí mismo. En la
práctica no siempre es fácil pasar de la posición cómoda de
culpabilizar al entorno a hacerse cargo de la propia conducta y sus
consecuencias. Las técnicas para lograrlo pueden ser aparentemente
tan sencillas como hablar siempre de uno mismo, prohibiendo los
pronombres impersonales y las frases en tercera persona, o los
verbos que indican obligación. «A nadie le gusta que le ignoren»
significa en realidad «me duele cuando me ignoras», siendo la
segunda formulación mucho más significativa y aprovechable
psicológicamente hablando. También lo es mucho más decir «no
quiero seguir, voy a romper esta relación» que «no puedo más, tengo
que romper esta relación», aunque ello nos ponga en una situación
más difícil, pues remite a una decisión propia y nos carga de
responsabilidad. Nuestro lenguaje está plagado de fórmulas
impersonales y es un buen ejercicio para cualquiera de nosotros,
neuróticos o no, observar cómo las utilizamos para darnos distancia o
eludir compromisos.
Otra postura característica del terapeuta Gestalt es su interés
principal por el presente. No le interesan las causas de las cosas (lo
qué ya ocurrió) sino los procesos (qué y cómo está ocurriendo).
Nunca hace preguntas que empiezan con por qué (también proscritas
en las terapias sistémicas), pues conllevan una referencia al pasado y
no proporcionan respuestas útiles. El darse cuenta y el ser consciente
de las cosas se consigue haciéndose las preguntas “qué” y “cómo”
(los sistémicos, dicho sea de paso, se preguntarían más bien “para
qué”).
Una de las técnicas más propias de la Gestalt es el diálogo de la
silla vacía, o caliente (del inglés hot chair). Es una representación
dramática en la que el paciente toma alternativamente el papel de dos
aspectos o interlocutores en el mismo diálogo, valiéndose de una silla
vacía físicamente presente como sede de la otra parte. El terapeuta
modera el diálogo, sugiriendo los momentos de cambio de silla. Se
usa para problemas no resueltos con otros o para dos partes de uno
mismo de algún modo en conflicto (lo adulto y lo infantil, ser amable y
ser estúpido). En este procedimiento se supone que la persona entra
en contacto con emociones que ha estado suprimiendo y que gracias
a ello se movilizan. Le permite o le obliga a experimentar
abiertamente los sentimientos que se estaban evitando hacia la otra
persona o la otra parte de sí mismo.

Terapias sistémicas
Los sistémicos destierran de su modelo y de su vocabulario las ideas
convencionales de psicopatología, de diagnóstico y de síntoma. Lo
que los psicoterapeutas tratan no son síntomas, sino fracasos (Ezama
Coto et al, 2010), fracasos en que dejen de ocurrir las cosas que son
calificadas de indeseables, por uno mismo o por otros. La sistémica
hace particularmente suya, más que otros modelos, la idea
proveniente del MRI de que los intentos de solución forman parte del
problema (Watzlawick et al, 1974). Cuando un consultante acude a
terapia, ya ha intentado por muchos medios que las cosas vayan
mejor, o lo que es lo mismo, que no se repita la situación en la que
ocurren los hechos que motivan la consulta. No es infrecuente que
estos intentos –que pueden incluir de todo, desde poner en práctica
consejos de amigos hasta terapias anteriores que no han funcionado–
constituyan en sí mismos el problema, o al menos contribuyan a que
la situación haya empeorado. Según esto, siempre hay dos clases de
acciones implicadas en los problemas clínicos de las personas: las
que producen los motivos de la queja original y las que fracasan en
evitarlos.
Pues bien, la cuestión es que en estas acciones siempre hay
implicadas más personas aparte del propio actor, puesto que el éxito
o fracaso de nuestras actividades humanas depende en gran medida
de las facilidades o de los obstáculos que nos pongan los demás. Por
eso, la sistémica sostiene que una teoría psicológica que no incluya a
las personas que se ven afectadas directa o indirectamente por los
problemas clínicos –principalmente los parientes más cercanos– es
una teoría incompleta.
El procedimiento terapéutico sistémico posee una puesta en escena
peculiar. Siempre que es posible las sesiones tienen lugar con varios
consultantes y no con uno solo, mejor con la familia al completo o al
menos con los miembros más directamente implicados en el
problema. Es preferible, aunque los costes no suelan permitirlo, que
tampoco el terapeuta trabaje solo sino en equipo, con al menos otro
observando la sesión a través de un espejo unidireccional o de un
circuito cerrado de televisión. Poco antes de concluir la sesión, que
puede durar bastante más de una hora, el terapeuta principal
abandona la sala para recibir retroalimentación de sus colegas y
pensar juntos las prescripciones que los consultantes se llevarán a
casa. Las sesiones además suelen estar temporalmente bastante
distanciadas, entre dos y cuatro semanas, pues se supone que los
cambios se dan gracias a lo que ha ocurrido en la sesión pero una
vez fuera de ella, en la vida real, y para eso hay que dejar tiempo. En
general son terapias cortas, con unas diez sesiones como máximo, y
es muy raro que superen las 15.
El terapeuta sistémico trabaja basándose en una hipótesis que ha
formulado a través de la definición del sistema (qué estructura tiene la
familia y cuáles son sus reglas de funcionamiento), la definición del
problema en términos sistémicos (cuándo aparece el problema, cómo
se manifiesta, a quién afecta y cómo) y los intentos de solución
anteriores y hasta qué punto han funcionado. La hipótesis de trabajo
se formula de manera que contenga las posibilidades de intervención
y de cambio. Lo mismo que una hipótesis en ciencia, no es verdadera
o falsa, solo más o menos útil. Consiste en una afirmación que da
explicación al síntoma incluyendo a los miembros de la familia
afectados por él. Un ejemplo muy sencillo: el niño da mucha guerra
para irse a la cama de modo que sus padres eluden hablar de su
conflicto conyugal. Expresa un supuesto círculo vicioso, en el que los
copartícipes están atrapados, que será el que hay que intentar romper
con las intervenciones.

El ciclo vital
En este punto es obligado introducir el concepto también
típicamente sistémico del ciclo vital familiar, porque muchas hipótesis
se enuncian apelando a que alguna etapa de este ciclo vital no se ha
resuelto de una forma satisfactoria. A pesar de la evocación
psicoanalítica de esta frase, los planteamientos sistémicos nada
tienen nada que ver con los psicodinámicos, ni en teoría ni en la
práctica.
A lo largo de la historia de una familia, sus miembros va pasando
por una serie etapas vitales en una secuencia previsible, porque
forman parte de momentos del desarrollo comunes a todos nosotros.
Dentro de cada una de esas etapas surgen determinadas tareas o
desafíos que es necesario resolver y que están siempre relacionados
con los cambios y con los reajustes a los que la familia se ve obligada
por las circunstancias propias de esa etapa. En consecuencia, las
personas a veces tienen que hacer cosas nuevas porque su
repertorio habitual de habilidades se queda corto. Esto puede suponer
una crisis, que no es otra cosa que una etapa de adaptación personal
y/o de reorganización.
El ciclo vital no recoge acontecimientos inesperados, que también
pueden introducir cambios en las familias, sino solo las etapas
previsibles (véase también Navarro Góngora, 1992). Cada vez más,
las familias se transforman como consecuencia de rupturas y nuevos
enlaces que complican los árboles genealógicos. Con frecuencia
creciente las etapas que recogen los esquemas clásicos del ciclo vital
se superponen, se repiten o se cruzan. Para simplificar las cosas,
veremos las fases del ciclo vital estándar, el de una familia sin
divorcios y con ambos cónyuges de edad similar:

Fase del ciclo


Qué ocurre en él Tareas que deben resolverse
vital
Fase del ciclo
Qué ocurre en él Tareas que deben resolverse
vital
Establecer las obligaciones de cada miembro de la
Dos personas empiezan pareja
Formación de a convivir Establecer los límites (las libertades) de cada
la pareja Dos familias se unen miembro
Establecer relaciones con las familias extensas y
círculo de amigos de la pareja
Reajustar la relación de pareja para hacer sitio a
los hijos
Aprender los roles parentales
La familia con Nuevos miembros entran
Establecer las obligaciones y responsabilidades
hijos pequeños en el sistema familiar
respecto del cuidado de los hijos
Reajustar las relaciones con la familia extensa
para permitir el rol de abuelo/a
Reajustar la relación padres/hijos para permitir su
independencia
La familia con Los hijos salen y se Desarrollo de las relaciones entre iguales
hijos jóvenes independizan Diferenciación del joven respecto a la familia
Enfrentarse con problemas de la mitad de la vida
Cuidado de la generación mayor
Reajuste de la relación familiar para permitir la
entrada de nuevos miembros (y familia política)
Partida de los Los hijos se van y Aceptación de la ausencia de los hijos
hijos forman nuevas parejas Reajuste de la relación padres/hijos (como
adultos)
Renegociación de la pareja de nuevo como díada
Desarrollo de nuevos intereses y roles sociales
Reajuste de la pareja con más tiempo libre
Jubilación Fin de la vida laboral
Apoyo de la generación posterior
Afrontamiento del declive físico y de la muerte

Todas las personas que vivan en pareja y tengan hijos pasarán por
estas etapas, deberán enfrentarse a la resolución de las tareas
correspondientes y lo harán de forma más o menos eficaz. Existen
teorías psicopatológicas que sostienen que el ciclo vital es el guión
clave para entender la enfermedad mental (por ejemplo, Cancrini y La
Rosa, 1996). Esta perspectiva coloca el origen de todos los
problemas psíquicos en las etapas relacionadas con la individuación,
cuando los hijos maduran y amplían naturalmente sus horizontes
fuera de la familia, y en concreto con las trabas y dificultades que se
encuentran en este proceso. En todo caso, es en los momentos de
crisis (entendiendo crisis como el necesario afrontamiento de un
cambio) cuando se evidencia la fortaleza o la fragilidad de los
individuos y de las familias. La solución de los problemas puede pasar
por retroceder al momento del ciclo vital en el que han quedado
tareas sin resolver y afrontarlas. Supongamos que una joven pareja
no ha definido claramente y a satisfacción de ambos sus derechos y
obligaciones mutuos (quién limpia o cocina, quién aporta el dinero,
qué relaciones se mantendrán al margen de la pareja, etc.). Cuando
nazca un bebé se encontrarán con dificultades mucho más serias
para la necesaria reorganización de esos derechos y obligaciones
que si hubieran cerrado la etapa anterior de forma adecuada.

Técnicas sistémicas
Lo primero que hace un terapeuta sistémico es confeccionar el
genograma de la familia y el cronograma del problema. El primero es
una representación gráfica parecida a un árbol genealógico que
contiene toda la información relevante sobre la familia nuclear y
extensa durante al menos tres generaciones e incluyendo tíos,
primos, cuñados, etc., siempre que tengan una relación relevante con
quien consulta (McGoldrick y Gerson, 2003). En él se reflejan la edad,
ocupación y tipo de relación de cada miembro con el consultante y los
acontecimientos importantes que hayan ocurrido en sus vidas. Es
extremadamente útil para quien trabaja con familias, pues permite
apreciar de un vistazo cómo es la estructura familiar. El cronograma
es un relato cronológico de todos los acontecimientos familiares
importantes, con especial foco en el desarrollo temporal del problema
que lleva a consultar.
Una de las cosas que más llama la atención de los terapeutas
sistémicos son las extrañas preguntas que hacen. Sus técnicas de
interrogación sirven a la evaluación del problema, pero no solo,
también se consideran en sí mismas intervenciones terapéuticas. Las
preguntas circulares revelan procesos peculiares de interacción: son
preguntas a una tercera persona sobre algo que concierne a otra u
otras. ¿Qué contestaría tu marido si le preguntara qué opina tu madre
sobre lo que hiciste? Desde la perspectiva de la niña, ¿qué es lo que
más le duele a su padre cuando discutís? Cuando tu madre sale con
sus amigas, ¿a cuál de tus dos hermanos le afecta más la reacción
de tu padre? ¿Qué tendría que hacer tu madre para que tu hermana
recayera en su anorexia? Como se puede ver, las preguntas son a
veces enrevesadas pero tremendamente fértiles, pues las respuestas
no solo ofrecen información clínica importante para el terapeuta sino
cambios de perspectiva para quien responde, y más aún para quien
escucha la respuesta, pues se formulan también estando presentes
en la consulta las personas susodichas.
La pregunta del milagro, también llamada del hada madrina, sirve
sobre todo para definir los objetivos que se quieren conseguir con la
terapia, pero también indican al propio consultante hacia dónde
dirigirse para mejorar las cosas. Durante la noche el problema se
soluciona (milagrosamente, porque tu hada madrina te toque con su
varita mientras duermes, por ejemplo). Mañana te levantas y no lo
sabes, pero el problema ya no está. ¿Qué es diferente entonces? ¿En
qué notas la ausencia del problema? ¿En qué lo notan los demás?
¿Quién sería el primero en notarlo? ¿Si tuvieras que hacer “como si”
el problema aún estuviera, qué sería lo primero que harías? ¿Quién lo
vería primero?
Además de las técnicas que tienen lugar en el transcurso de las
sesiones, los terapeutas sistémicos siempre envían a sus
consultantes a casa con encargos para hacer. Las prescripciones
pueden ser sumamente variadas e ingeniosas. No suelen ser cosas
que uno deba “aprender”, es decir, destinadas a enriquecer el
repertorio conductual del individuo o de la familia, sino más bien a
cortocircuitar círculos viciosos y a colocar a la familia en la situación
de tener que hacer las cosas de otra manera. Se le puede indicar a
una esposa que mientras discute con su marido se suba a una silla; a
un niño que acumule muchas monedas de un céntimo y las entregue
a sus compañeros de clase cada vez que se burlen de él; al indeciso
que se comporte los lunes miércoles y viernes como si hubiera
tomado determinada la decisión y el resto de los días como si hubiera
tomado la contraria. Las técnicas sistémicas son verdaderamente
peculiares y algunas muy complejas, basten estos pocos ejemplos
como indicación. Véase, eso sí, cómo todas ellas están dirigidas a
incidir sobre la forma que las personas tienen de interactuar con otras
y no a sus comportamientos aislados.

Excurso: a vueltas con las adicciones


Escojamos un problema frecuente en psicología clínica y en la vida
cotidiana como espécimen para observar bajo la lupa de las
diferentes escuelas terapéuticas. El consumo de sustancias
psicoactivas es una buena opción: es un problema clínico en el
sentido de que puede causar un deterioro grave del funcionamiento
vital de las personas, pero al mismo tiempo se trata de conductas
cotidianas, todo el mundo puede imaginar en qué consisten los
problemas asociados a ellas. Hay adicciones muy variadas: con
sustancia (drogas, medicamentos) y sin ella (bingo, videojuegos…).
Todas tienen en común que “enganchan”, que se invierte en ellas
tiempo o esfuerzo y que una vez abandonadas se recae con facilidad.
Como todo en psicopatología, la frontera de la adicción con el
consumo normal no es fácil de establecer, pero sí se puede decir que
lo que caracteriza a una persona que bebe, juega o compra de una
forma “patológica” (con perdón del uso de este término, habida cuenta
de todo lo expuesto en el capítulo 4) no es precisamente el
comportamiento de beber o el jugar en sí, sino más bien lo que hace
mientras no está bebiendo o jugando. Las conductas relacionadas
con planear, anticipar o hacer posible entregarse al objeto de la
adicción son las que mejor marcan la diferencia. Esta aproximación
sirve además para igualar las adicciones “clásicas” químicas con las
modernas puramente funcionales. Como ya se señaló en el capítulo
anterior, con los criterios actuales de diagnóstico de la dependencia
de sustancias bien se podría diagnosticar la adicción al sexo o al
trabajo. En todo caso, es interesante señalar que Szasz en 1974 ya
desvirtuó esta diferencia con la habitual apisonadora de su sarcasmo
cuando afirmó que el estudio de las toxicomanías pertenece al campo
de la farmacología tanto como el estudio del bautismo pertenece a la
química inorgánica: en las primeras interviene una droga; en las
segundas interviene el agua.
Carlota (33 años) y Julián (34) son pareja y viven juntos desde hace
tres años. No tienen hijos. Carlota es funcionaria de la administración
y tiene un puesto bien remunerado como jefa de sección; Julián ha
estudiado empresariales y de momento no tiene trabajo fijo. Hace un
año y medio se mudaron a la ciudad donde viven ahora debido al
ascenso laboral de Carlota. Julián trabaja algunas horas en una
gestoría y está pensando en establecerse por su cuenta.
Carlota está preocupada porque casi desde el principio de su
relación (se conocieron dos años antes de irse a vivir juntos) Julián
bebe alcohol en exceso de vez en cuando. No ocurre muy a menudo,
pero sí siempre que acuden a alguna fiesta o reunión con amigos o
cuando salen de copas. Esto ha llevado a que Carlota se sienta muy
incómoda en situaciones sociales y haya ido restringiendo más y más
las salidas y la organización de encuentros. Julián se siente muy
molesto porque dice que Carlota se ha vuelto aburrida y que no hay
forma de animarla para hacer cosas. En varias ocasiones, Carlota ha
intentado hablar de este tema con Julián, pero él rechaza sus quejas
con el fundamento de que es normal que cuando uno sale beba más
de lo habitual, que con ello no hace daño a nadie puesto que no
conduce, y que beber es un asunto personal en el que Carlota no
debe entrometerse. Dice que no tiene derecho a controlar su vida y
que él se lo pasa bien así.
Carlota acude sola a consultar el caso. Julián no sabe que ha
buscado ayuda profesional. Carlota está desesperada y ya no sabe
qué hacer. Cada vez se siente peor porque detesta a Julián cuando
está borracho y se avergüenza, además le da miedo porque alguna
vez él se ha puesto muy desagradable con ella y en una ocasión la
dejó sola en plena calle. Piensa que no tiene ninguna influencia ni
control sobre la situación, e incluso parece que cuanto más afectada
se muestra ella, más irritado se muestra él y más alcohol toma. Se
siente atrapada en una situación que le hace daño, que no entiende y
de la que no puede salir. Se ha planteado la separación, pero en el
fondo quiere mucho a Julián, generalmente se entiende bien con él,
además de que le gustaría mucho tener hijos. Los intentos que ha
hecho Carlota para solucionar el problema son: hablar con Julián;
hablar con amigos para ver qué perspectiva tienen y evitar salir.
Desde un punto de vista puramente moral, el bebedor es un
perdedor, un minusválido, una persona sin fuerza de voluntad y con
carencias de carácter. El modelo médico mantiene este mismo
esquema basado en la debilidad, pero lo torna aceptable eliminando
el componente ético: Julián es propenso a beber, probablemente
exista una predisposición genética en la que radica la debilidad.
Parece que todavía no sufre los fenómenos de tolerancia y
abstinencia que definen la dependencia del alcohol propiamente
dicha, pero pueden acabar desarrollándose. Sí es posible que
padezca ya el síndrome tipo “bebedor de fin de semana”. En este
caso quizá la dependencia sea todavía solo psicológica, pero también
eso puede calificarse de trastorno, caracterizado por el consumo
recurrente de la sustancia aún a pesar de conocer las consecuencias
adversas de hacerlo. Evidentemente, esto sólo puede explicarse por
la presencia de un proceso patológico que empuja a ese
comportamiento destructivo.
La idea de debilidad continúa con el psicoanálisis, que suele
explicar la adicción como consecuencia de un yo frágil, que no se ha
desarrollado debidamente por falta de atención en la niñez, o también
por haber recibido consentimiento y atención en demasía. Según el
modelo psicoanalítico, el consumo abusivo de alcohol puede
entenderse también como un fenómeno de desplazamiento, esto es,
de redirección de determinadas emociones hacia personas u objetos
que no le son propios.
Para el modelo conductual Julián presenta una conducta
desadaptativa cuyo origen es una asociación de estímulos (beber
alcohol y estar disfrutando con los amigos; o beber alcohol y sentirse
desinhibido), que en origen ha sido y de alguna forma sigue siendo
reforzante. El problema de la conducta adictiva es que está
sobreaprendida, porque cada ensayo nuevo la refuerza más (cada
vez que bebe obtiene esas consecuencias beneficiosas). Esta es la
razón por la que es tan difícil dejarlo y tan fácil recaer. Lo mismo
ocurre con el tabaco, en el que todas y cada una de las caladas
constituyen un ensayo de reforzamiento, de modo que quien deja de
fumar está obrando en contra de un aprendizaje instaurado a base de
cientos de miles si no millones de ensayos reforzados.
El modelo cognitivo sostendría que Julián ha desarrollado la
creencia (errónea) de que puede afrontar mejor ciertas situaciones si
toma alcohol, y también la de que dejar de consumir tendrá efectos
desagradables. Estas creencias disfuncionales le mantienen pegado
a su costumbre, pues la idea de cambiar le hace sentir miedo e
inseguridad, lo que lleva a su vez a otras creencias erróneas
referentes a minimizar el problema y a ignorar las consecuencias
indeseables del consumo. Es posible que todo esto se haya
desarrollado en Julián sobre algunas creencias preexistentes del
estilo de “no soy capaz” o “no soy querido”.
La perspectiva humanista plantearía que Julián está probablemente
pasando por una crisis existencial. Está y se siente estancado en su
desarrollo, sobre todo en el ámbito laboral. Su falta de madurez le
impide avanzar como persona y también enfrentarse a la situación
que Carlota le presenta como un problema. Julián rechaza asumir su
propia responsabilidad en cuanto al daño que se hace a sí mismo
bebiendo y los problemas que genera en su relación de pareja. Debe
lo primero adquirir conciencia de lo que le ocurre para después
construir y consolidar una identidad autónoma respecto al alcohol u
otras cosas o personas de las que emocionalmente depende.
El modelo sistémico sostendría que a Julián el alcohol le sale
rentable. Para empezar, cuando bebe ejerce un control implacable
sobre Carlota, que siempre está intranquila cuando salen y
permanece todo el tiempo preocupada por él. Es más, en las épocas
más difíciles, Carlota casi no piensa en otra cosa. Es probable que
Julián se sienta en desventaja frente a su mujer y que esto le
incomode (laboralmente por ejemplo), de modo que se sienta más
seguro en la relación si ella se ve obligada a procurarle cuidados
especiales (como es el caso cuando bebe). A Carlota a su vez le
cuesta reconocer que se avergüenza de la inseguridad laboral de
Julián y de su comportamiento inmaduro. Según la sistémica, el
consumo de alcohol no tiene nada que ver con características
personales de Julián, sino que es la forma en la que ambos están
resolviendo un problema de otro orden. Así visto, los intentos de
corrección (recriminar, querer volver antes a casa, etc.) no conducen
a nada, son más bien los que a Julián le ayudan a sentirse seguro y
dueño de la situación.
Desde el punto de vista sistémico, las recaídas en las adicciones
son frecuentes porque el consumo forma parte de los patrones
estables y conocidos de interacción, aunque sean dañinos. Una
adicción siempre expresa una disfunción familiar, puesto que no sólo
el portador del síntoma –quien bebe– sino todos los demás miembros
están implicados en y afectados por el consumo. Se puede decir de
las familias con un miembro alcohólico que gran parte de la vida
familiar se organiza en torno la conducta de beber. En verano solo se
va a playas con chiringuito, por ejemplo. No se molesta a papá
cuando está bebido. Se hacen por él las tareas que no puede asumir
por culpa de su adicción.
Los terapeutas familiares entienden que cualquier problema clínico,
adicciones incluidas, es la mejor forma posible que posee una familia
en un momento determinado para gestionar otro problema. No se
trata de una cuestión de voluntad consciente, sino de algún círculo
vicioso del que el consumo forma parte fundamental. En contra de la
idea general de que el consumo de alcohol rompe las relaciones
familiares, estadísticamente puede afirmarse que las familias con un
miembro alcohólico son más estables, o al menos existen entre ellas
tasas de separación y divorcio inferiores (Steinglass, et al., 2001). El
consumo tiende a estabilizar los patrones y los lazos familiares,
aunque sea de una forma perversa. Además, en periodos de
abstinencia la familia al completo se ve obligada a elaborar unas
reglas nuevas de funcionamiento que consigan al final un equilibrio
nuevo y distinto al que había (Albrecht, 1997), y eso puede resultar
enormemente costoso.
Los demás actores de la trama alcohólica representan su propio
papel. La pareja del bebedor espera que su voluntad sea fuerte y
pueda controlar el consumo. Intenta ayudarlo, por ejemplo
destruyendo el alcohol que hay en casa. Pero el bebedor suele
encontrar escondites más refinados. Así demuestra el bebedor su
autonomía, en una retroalimentación tipo “más de lo mismo”
(correctivos para que el bebedor no beba) que tiene el efecto “más de
lo otro” (seguir bebiendo). A veces se resume en un sencillo «te
controlo porque bebes, bebo porque me controlas».
Cuando se analizan las adicciones desde el punto de vista familiar
intenta llegarse más allá de este círculo superficial para encontrar la
función que cumplen como reguladoras de la vida familiar. El
consumo excesivo de alcohol es un instrumento que confiere enorme
poder al bebedor. Por un lado, quien bebe puede permitirse
comportamientos vetados para los demás, pues durante la
intoxicación uno no es responsable de lo que hace y dice. Puesto que
el problema de la bebida es grave, el bebedor recibe mucha atención
de la familia, lo que incluye asumir sus responsabilidades y tareas. Y
aunque parezca paradójico, estabiliza las relaciones de pareja porque
despista de otros conflictos, muchas veces por miedo a provocar el
consumo, o simplemente porque el problema del consumo es más
grave y ensombrece los demás. Quizá esto explique la estabilidad de
las familias con un miembro alcohólico de larga duración.
En el caso de Carlota y Julián, ella se encuentra ante la decisión de
seguir con la carga que supone la bebida o romper la relación. Un
terapeuta sistémico se interesaría tal vez por las cosas que podría
hacer Carlota durante los próximos dos fines de semana para
provocarle a Julián un exceso de bebida, y quizá le pediría como
tarea entre sesiones que lo intentara al menos una vez. Si Julián
estuviera también presente en la consulta, podría recibir la indicación
de averiguar, de entre todas las cosas que Carlota haga durante los
fines de semana, cuáles de ellas son “los deberes”, es decir, cuales
están deliberadamente destinadas a hacerle beber (este es un
excelente ejemplo de cómo una prescripción a dos implicados en el
mismo problema es incomparablemente más potente que la
prescripción a uno solo de ellos). La situación en la que les coloca el
terapeuta con este mandato desmantela el trascurso habitual de la
conducta de beber de Julián, lo que obliga a ambos a posicionarse
ante el problema de una forma diferente. De esa nueva posición
dependerá lo que ocurra en la sesión siguiente.

[8] El concepto de psicopatología como pobreza en las posibilidades de reacción no es


exclusivo de las terapias humanistas. La terapia ACT lo recoge y sistematiza con el nombre
de trastorno de evitación experiencial (Luciano y Hayes, 2001).
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