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PSICOLOGÍA CLÍNICA Y PSICOTERAPIAS. CÓMO ORIENTARSE
EN LA JUNGLA CLÍNICA
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1. LA PSICOLOGÍA CLÍNICA: QUÉ ES Y DE DÓNDE
VIENE
Definición y delimitación
Utilidad de mirar a la historia
El paso de la teología al humanismo
La Ilustración
El mesmerismo
La primera gran reforma
El siglo XIX
Las guerras mundiales
Excurso: La iatrogénesis
CAPÍTULO 2. EL PARADIGMA MÉDICO EN PSICOLOGÍA
Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia
Los postulados del modelo biomédico
La visión biomédica de la locura
La investigación en psiquiatría biomédica
Razones para el éxito de la psiquiatría
Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas
Excurso: El problema del dualismo mente-cuerpo
CAPÍTULO 3. LOS MODELOS EN PSICOLOGÍA: MODOS DE
ENTENDER LO PSICOLÓGICO
Cómo moverse por la jungla clínica
Los modelos psicodinámicos
Cómo aparecen las ideas de Freud
Características del psicoanálisis
Importancia y valoración de la obra de Freud
El conductismo
La aparición de la terapia conductual
Los principios conductistas en psicoterapia
Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica
El modelo cognitivista
El posicionamiento cognitivista en clínica
Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas
La psicología humanista
Excurso: el conductismo se vuelve humanista
El modelo sistémico
La teoría de sistemas y la familia
Principales escuelas sistémicas clásicas
Valoración del modelo sistémico
Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo
CAPÍTULO 4. CRITERIOS DE NORMALIDAD EN PSICOLOGÍA.
INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA
Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo
Criterios de anormalidad
El criterio ontológico
El criterio normativo
El criterio estadístico
El criterio de emergencia psiquiátrica
El criterio de sufrimiento subjetivo
El criterio legal
Criterio de disfuncionalidad
Anormalidad como conducta adaptada
Anormalidad como control social
¿Cómo manejar este enredo?
CAPÍTULO 5. LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN Y EL
DIAGNÓSTICO EN PSICOLOGÍA
Nosologías psiquiátricas
Qué es y qué no es el DSM
La clasificación actual
Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia
Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos
cognoscitivos
Trastornos mentales debidos a enfermedad médica
Trastornos relacionados con sustancias
Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos
Trastornos del estado de ánimo
Trastornos de ansiedad
Trastornos somatomorfos
Trastornos facticios
Trastornos disociativos
Trastornos sexuales y de la identidad sexual
Trastornos de la conducta alimentaria
Trastornos del sueño
Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros
apartados
Trastornos adaptativos
Trastornos de la personalidad
Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos
CAPÍTULO 6. CONCEPTOS DE CAMBIO
¿Qué es la psicoterapia?
¿Qué se hace en psicoterapia?
El psicoanálisis
Terapia de conducta
Terapias cognitivas
Terapias humanistas
Terapias sistémicas
El ciclo vital
Técnicas sistémicas
Excurso: a vueltas con las adicciones
BIBLIOGRAFÍA
Créditos
Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla
clínica.
© del texto: Yolanda Alonso Fernández.
© de la edición: Editorial Universidad de Almería, 2013
© fotografía de cubierta: Carlos Salvo Luengo.
publicac@ual.es
www.ual.es/editorial
Telf/Fax: 950 015459
ISBN: 978–84–15487–80–7
Depósito legal: Al 620–2013
Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello
Definición y delimitación
La psicología clínica es una rama dentro de la psicología. La
disciplina de la psicología abarca un campo muy amplio y por ello es
difícil de definir. Dependiendo del diccionario o del manual que
utilicemos, la psicología es la ciencia de la conducta, de los procesos
mentales, del alma, puede ser una parte de la filosofía o una ciencia
de la salud, un arte curatorio o una disciplina experimental.
Probablemente es todo eso. En todo caso, la psicología clínica es,
dentro de ese gran mar de conocimientos y prácticas, la parte
interesada en los problemas psicológicos y en la conducta anormal
(aunque señalar qué es normal y qué anormal en psicología es muy
complicado, como se verá en el capítulo 4). Eso quiere decir que se
ocupa de procesos que ocurren en personas individuales o en grupos
pequeños, la familia como mucho –en eso se diferencia de la
psicología social– y en lugares donde trascurre la vida real –en eso se
diferencia de la psicología básica, más interesada en reproducir
procesos psicológicos en los laboratorios para comprender su
funcionamiento básico y enunciar generalidades–. La psicología
clínica es la parte de la psicología que se ocupa del sufrimiento, y su
razón de ser y objetivo último es aliviarlo.
Dentro de la psicología clínica existen campos variados de trabajo,
pero su foco principal recae siempre sobre problemas humanos de
índole personal o interpersonal. Ludewig (1996) ofrece una
interesante definición de la materia con la que trabajan los psicólogos
clínicos. Los problemas clínicos se caracterizan, en primer lugar, por
ser problemas de la vida, diferentes de los problemas técnicos o
políticos. No se trata por lo tanto de desafíos objetivos (arreglar el
grifo de la bañera o conseguir una hipoteca) ni de debates
intelectuales (decidir si la guerra está justificada, convencer de que
los espacios naturales se protejan), sino de escenas de la vida
cotidiana en las que se repiten momentos de dificultad. En segundo
lugar, en los problemas clínicos el comportamiento o manera de ser
de una persona es valorado negativamente por ella misma o por
otros. Es decir, esa forma de ser o de hacer las cosas desencadena
sufrimiento o emociones negativas en alguien. Alrededor de esas
valoraciones negativas comienzan a ocurrir acontecimientos variados,
destinados principalmente a corregir el comportamiento original, pero
que además encierran una demanda implícita de que alguien cambie
algo, de modo que todo ello se enreda en una malla de quejas y
acusaciones mutuas. Cuando los intentos de corrección fracasan y
las reacciones de sufrimiento que genera la conducta original son tan
importantes que empujan a los afectados a consultar a un profesional
–el psicólogo clínico–, entonces éste reformulará el problema que le
explican sus consultantes en función de la teoría clínica en la que se
ha formado (conductista, psicoanalista, etc.). Ya tenemos un
problema clínico. Un problema clínico en psicología entonces no es
subjetivo ni objetivo, tampoco es un estado de cosas. Es la
reformulación por parte de un profesional de una forma continuada de
actuar de alguien que genera sufrimiento en sí mismo o en otros. A
estos problemas generalmente suele llamárseles “trastorno
psicológico”, o si nos parece muy grave incluso “enfermedad mental”,
aunque veremos a lo largo del libro que ambas denominaciones son
desafortunadas.
Desde hace algunos años, al campo de trabajo de la psicología
clínica se puede añadir casi todo el campo que tradicionalmente ha
estado reservado a la medicina. Los avances de la psicología desde
mediados del siglo XX y los cambios en las formas de enfermar en los
países avanzados, más relacionados con los estilos de vida que con
gérmenes o contagios, han redundado en que la psicología tenga
mucho que decir sobre el sufrimiento generado por los problemas de
salud, tanto en lo relativo a paliar sus consecuencias, como a evitar
que aparezcan, como incluso a tratar las enfermedades en sentido
estricto. Por eso en muchas ocasiones los términos “psicología
clínica” y “psicología de la salud” aparecen juntos, como en los títulos
de másteres y cursos de formación, en las divisiones de perfiles o
asociaciones profesionales, etc., de forma que casi han llegado a
formar un ámbito nuevo: la psicología clínica y de la salud.
La psicoterapia es una de las actividades más importantes y
conocidas de la psicología clínica, pero no la única. La psicología
clínica comprende también el estudio de la etiología de los problemas
clínicos, es decir, el análisis de las condiciones en las que suelen
aparecer; su evaluación, que consiste en la puesta en marcha de
procesos sistemáticos de obtención de información (tests
estandarizados, por ejemplo) que pueda ser relevante en la toma de
decisiones clínicas; su clasificación, que sirve para mantener la
información clínica ordenada y poder manejarla y compararla; el
diagnóstico, o proceso de identificación de trastornos previamente
definidos por los manuales; la epidemiología, o estudio de cómo se
distribuyen los trastornos psicológicos en las poblaciones. Es en la
parte de intervención donde encontramos la ya mencionada
psicoterapia, aunque la intervención psicológica incluye también otros
procedimientos no estrictamente psicoterapéuticos, como los
preventivos, la rehabilitación y el consejo o asesoramiento
psicológico, que últimamente recibe los nombres anglosajones de
coaching o counselling.
Como cualquier disciplina científica –aunque quizá más, por ser su
objeto de estudio complejo donde los haya–, la psicología clínica se
enfrenta a ciertos problemas no resueltos que atañen a la psicología
en general, pero que en clínica adquieren una proyección práctica y
por lo tanto toda su dimensión. Se trata de asuntos más bien de
carácter filosófico (epistemológico, ontológico), es decir, de
asunciones de base. Por ejemplo: hasta qué punto debemos
considerar los problemas psicológicos asuntos del cerebro; si los
trastornos psicológicos son o no enfermedades; si cabe hablar de
“causas” cuando se analizan los problemas clínicos. A través del libro
se irán presentando cuestiones de esta índole con el objetivo de
llamar la atención sobre ellas y mantenerlas sobre la mesa, pues lejos
de pertenecer exclusivamente al ámbito de la discusión intelectual,
determinan de forma muy relevante qué trato, en todos los sentidos
de la palabra, le damos a las personas que presentan problemas
clínicos.
La Ilustración
La época de las luces (siglo XVIII) es el momento de la historia en
que por primera vez las ideas empiezan a estar por encima de los
dogmas. Impera el espíritu crítico, el cuestionamiento racional de los
fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión
pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es
la ciencia. Los adelantos ilustrados en materia de física o de biología
no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento científico en el siglo
XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos
“ciencia mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver
las cosas que consiste en considerar que los organismos son
comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los
problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el
enfermo mental adolece de un fallo en algún lugar de su organismo.
Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero se
suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera
el que fuere, era el que comprometía su marcha normal.
El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de
comprender desde nuestra visión actual porque se corresponde con
el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia de que el
extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos
decenios nos permite ahora dar nombre a algunas sustancias
neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente partes en el
sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar
–la teoría clínica que está detrás– es la misma: si bien el entorno
influye más o menos, lo que padecen los trastornados mentales son
básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben
hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún
fármaco o intervención médica. Es una visión correctiva, propia por lo
demás de la medicina convencional en general, que considera que se
debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar
lo que falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin
tener en cuenta que una parte considerable de lo que se pretende
corregir bien pueden ser procedimientos que el propio organismo ha
puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección
(la fiebre, la tos, el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este
particular la original visión de la llamada “medicina evolutiva” de
Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la
ciencia mecanicista considera la enfermedad mental un proceso
básicamente somático susceptible de ser corregido con
intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya casi en el
siglo XX, cuando se empezaron a ver las cosas de otro modo, pero de
esto nos ocuparemos más adelante.
La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber
estado durante siglos sometidas al pensamiento dogmático y
oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto bajo la lupa
de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias
(los síntomas mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno
religioso y les habían estado vedadas. Por eso la ciencia era poco
espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con fines
científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano
diseccionándolo.
La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las
grandes colecciones y de los primeros museos. La zoología y la
botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el
descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de
especies extrañas a las que había que dar nombre y un orden. Así
que también es la época de las grandes clasificaciones, la de Lineo3
por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad
biológica recién descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico
empezaron también a clasificarse las enfermedades y hubo algunas
tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como
protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las
enfermedades mentales en su Psiquiatría nosográfica, que hoy nos
resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía, la manía, la
demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros
ensayos dentro de la tradición clasificatoria que también continúa hoy
en forma de nuestros actuales sistemas de diagnóstico,
principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental
diseases) y el capítulo V de la Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos referencia en
varias ocasiones a lo largo de este libro.
El mesmerismo
No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la
psicología clínica actual, pero su interés histórico, aunque anecdótico,
es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de su artífice
ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de
ciencia y salud mental, así que estudiarlo nos ayuda a comprender
muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un médico
alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría
del magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el
universo entero y que lo interconecta todo, incluido el cuerpo humano.
En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es original,
sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía.
Si se produce en nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir
magnético enfermaremos, y para lograr la curación debe redistribuirse
el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la
naturaleza magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes,
pero pronto se dio cuenta de que no eran necesarios. Personas
especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar.
Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy
ritualizadas y teatrales, en las que se inducía la transmisión del fluido
animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la energía del
magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares
y mirándolo a los ojos. En la época existía una gran afición por los
artefactos físicos (se estaban inventando los termómetros, los telares,
las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su
tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el
fluido animal que alcanzó gran fama. Y puesto que se trataba de
restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar al
paciente –en sentido literal– induciéndole a entrar en crisis, lo que
aumentaba su efecto teatral y contribuyó a su popularidad. Pero
contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de superchería
y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas
no tenían fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se
había mudado veinte años antes para estudiar Medicina, instalándose
en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más
exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y
exitosa. Pere hete aquí que la academia de ciencias de Paris llegó a
las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le acusaron de
fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que
también tuvo que abandonar la ciudad para consternación de sus
pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse quieta, denunció
también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso
estaban sus exorcistas.
Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto
social. Las damas de la época, igual que un siglo más tarde con
Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos, ataques, parálisis
y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento
eran la hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy
notable (las mujeres de la plebe por supuesto no podían permitirse los
tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis
propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por
algunas fuerzas científicamente aceptadas pero también invisibles.
No mucho antes, Newton había enunciado la ley de la gravitación
universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es
comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza
igualmente incorpórea.
A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que
ésta supuso un avance conceptual respecto a la superstición
prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio, Mesmer
tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas
de la época, el Padre Gassner, con gran repercusión en la opinión
pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el sacerdote
conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del
magnetismo animal, que se desencadenaba con los ritos del
exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar al
demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era
intelectual, donde Mesmer defendía un tratamiento natural basado en
la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista uno
sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los
científicos se pusieron de la misma parte para derrotar al enemigo
común: un hechicero charlatán al que las damas adoraban.
Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance.
Cuando se le silenció, algunos seguidores suyos probaron a sustituir
las crisis que él inducía en sus consultas por un estado de relajación,
con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance
pero sin agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de
conciencia” especiales, los pacientes contestaban a preguntas y
seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos
hipnóticos conocidos hoy.
La primera gran reforma
Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran
fraudulentos o no, nada tenían que ver con la vida que llevaban los
residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual era
que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que
sobraban de las calles o de otras instituciones: homosexuales,
prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se
mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo
que esperar hasta la Ilustración, pero al fin algunos profesionales
empezaron a ser conscientes de que el trato a aquellas pobres gentes
no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco
proporcionaría mejoría o curación, antes al contrario. El ya
mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más importante de este
movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos
coercitivos y de las condiciones inhumanas en los asilos.
Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar como médico
en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó
a ello. En 1795 fue nombrado director médico de La Salpêtriére4,
donde puso plenamente en práctica sus reformas. Gracias a Pinel y a
otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron
por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental,
pasando de ser una especie de prisión a un lugar donde investigar,
observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades
revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a
partir de observaciones sistemáticas de los pacientes, en base a las
cuales construyó la rudimentaria nosología antes mencionada. Su
método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura
o mejoría y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó
considerablemente la mortalidad entre los internos y aumentó el
número de curaciones.
No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin
ubicarlo en el momento en que las llevó a cabo. Hacía pocos años
que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla, donde
estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos
para la monarquía, rebelándose contra la desigualdad y la injusticia
social y contra el poder absoluto de los gobernantes. A partir de la
Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político –
además de social y cultural–, triunfan las ideas del derecho a la vida,
a la libertad, a la igualdad, y los estados se convierten en garantes de
esos derechos. El mundo occidental que ahora conocemos, que
promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento
básico, comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la
Ilustración. Antes de entonces, la forma normal de pensar, incluso de
las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora abominable
(Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma
legítima de explotación económica, que pegar a los niños es
necesario, que los matrimonios deben concertarse y casar a las
mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados,
los ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones
eliminados… Las ideas de tolerancia y respeto, la educación por la
razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque nos
parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas.
Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica
sea el llamado “tratamiento moral”, como contrapartida al trato
inhumano anterior a sus reformas. Como suele ocurrir, no fue Pinel
quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo
sistematizó y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el
tratamiento moral (moral en su acepción de espiritual o de estado de
ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda
resultar de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las
necesidades de los internos, en proporcionarles ocupación, en
interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una
teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se
basa en el sentido común y en la idea ilustrada de que las personas
pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables. Como no
podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes
efectivamente mejoraban y abandonaban las instituciones, en las que
de otro modo habrían estado recluidos de por vida. Pero fracasó con
otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aún
cuando se les trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los
enfermos de sífilis, que representaban un porcentaje importante de la
población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no
era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de
internados en los asilos, que hacía inviable la atención personalizada
que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito y fracaso.
El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos,
pero en la Ilustración, lo mismo que en el Renacimiento, no se avanzó
gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso sí, se puso de
manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de
la naturaleza psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica
de la enfermedad mental, que está lejos de ser resuelta. A principios
del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis,
Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido
siempre tratado como locura. Ya se sospechaba, por tratarse de una
enfermedad contagiosa, que su causante era un microorganismo; de
hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente
(pálido) y rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte
impulso a la idea de que todos los trastornos mentales tienen una
base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento
moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que
médicos y biólogos avancen lo suficiente en sus conocimientos para
ofrecernos las soluciones.
El siglo XIX
El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque al principio
todavía no llevara ese nombre. Como es sabido, Wilhelm Wundt
(1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto,
aunque su formación era médica. Su ambición principal era
establecer la psicología como una ciencia natural, utilizando los
procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber, la
observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto
de estudio eran aquellos procesos psicológicos a los que se puede
aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las sensaciones, la
percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros
psicólogos clínicos se interesaban fundamentalmente por estos
procesos e intentaban resolver en base a ellos sus problemas
clínicos.
Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más
popular, la de descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad
del siglo XIX triunfaba la química. Fue la época de los elementos y
sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por
Mendeleiev (1834-1907). Por medio del análisis se habían logrado
revelar los últimos componentes de la materia y desentrañar cómo
sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras
propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y
quiso analizar la mente para encontrar sus elementos últimos
(sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad,
duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a
procesos más complejos (conceptos, intenciones) (García Vega,
1989).
Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de
búsqueda de generalidades. Además de hacer de la introspección un
método fiable, su propósito era obtener leyes comunes, dar con la
estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos.
Era por lo tanto un psicólogo básico, no estaba interesado en las
intervenciones en personas concretas para mejorar algún aspecto de
sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el
considerado por la historia como el primer psicólogo clínico. Estudió
psicología con Cattell en EEUU y después se doctoró en Leipzig con
Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un
caso, el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía.
Debió de tener un cierto éxito porque después vinieron más y así se
estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en
Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological
Clinic. Para 1914 ya había en los EEUU unas 20 clínicas psicológicas:
nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las pioneras.
Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus
teorías, pero hay que reconocerle el mérito de haber sentado las
bases de una nueva profesión: los psicólogos que ayudan. Además, a
él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer
programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un
adelantado a su tiempo, su influencia posterior fue escasa. Su
enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt,
lo cual no encajaba bien con la american way of life, más
funcionalista, más pragmática. La América del cambio de siglo estaba
formándose a ritmo de aplicaciones y de know how –qué hacer para
lograr mayor rendimiento, cómo progresar–. En ese contexto, el
interés por cuál pudiera ser la estructura interna última de las cosas
era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y obtener
resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una
sencilla estructura ello-yo-superyo, frente al complejo estructuralismo
estático de Wundt) pronto se extendieron y llegaron a ser la ideología
psicológica prevalente en clínica durante medio siglo.
En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología
continuaba desarrollándose, principalmente desde Paris. Jean-Martin
Charcot (1825-1893) fue también director de La Salpêtriére y
disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos
personajes importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot
empezó a estudiarse la histeria, que los neurólogos consideraban
más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna
relación con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en
proponer que un trauma emocional pudiera ser el desencadenante de
los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de estas
consideraciones durante sus prácticas.
Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc.,
nos resultan hoy muy familiares, tanto que han pasado a formar parte
de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero en su momento
fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente,
por ejemplo, es completamente revolucionario. Para empezar, no
puede medirse ni observarse, cuando toda la ciencia de la época se
basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón –lo que
mueve al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo
inconsciente, lo incontrolable–, cuando la racionalidad era la base de
la filosofía positivista imperante entonces. Un modelo que proponía
algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo
pudo prosperar porque no surgió en el seno de la psicología
académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por
entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La
medicina estaba aún entonces profundamente influida por el
mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en ella lugar
para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le
secundaban fueron capaces de convencer a la opinión pública y a la
postre a la comunidad científica de que era necesario considerarlo
para entender la conducta humana.
Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma
de Charcot, ya estaban presentes antes de Freud. Como en el caso
de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera, sino
sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en
esas ideas evoca abiertamente los principios recién descubiertos de
la termodinámica, lo mismo que las ideas de Wundt nos recuerdan a
la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría
psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación
de la energía a las fuerzas mentales. La historia de la ciencia está
llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces dan lugar a
novedades realmente fértiles.
Excurso: La iatrogénesis
La iatrogénesis o iatrogenia (del griego iatros, médico) es el
fenómeno según el cual una intervención médica genera un problema
de salud. El ejemplo más básico de iatrogénesis serían las
infecciones que se contraen en los hospitales, donde, como es obvio,
abundan los gérmenes patógenos. Es iatrogénica toda aquella
afección o dolencia que es provocada por el propio médico a través
de su actuación profesional, y en un sentido amplio también la
provocada por los establecimientos o instituciones sanitarias. Por
extensión y del mismo modo, podemos llamar iatrogénico en
psicología a todo aquel mal generado por los psicólogos clínicos en el
ejercicio de su actividad.
Acabamos de ver cómo fue a partir de la Segunda Guerra Mundial
cuando la psicología clínica empezó a prosperar y a desarrollarse
vigorosamente, coincidiendo con la demanda administrativa y social
de ocuparse de los afectados por la guerra. Pero también coincidió
con un fuerte desarrollo económico y con el florecimiento de la
sociedad del consumo y del ocio. En un contexto social menos
favorecido, la psicología clínica como la conocemos en nuestro
mundo opulento no es posible, simplemente porque no se puede
costear. Pero aún hay más. La sociedad del ocio tiene los medios
económicos, pero también genera la demanda: se ha vuelto sensible
y consciente de sí misma en una dimensión excesiva (hiperreflexiva,
dirían Pérez Álvarez y García Montes, 2006; o Pérez Álvarez, 2008).
La preocupación sobre cómo satisfacer las necesidades básicas ha
sido sustituida por la pregunta acerca de la propia felicidad. Los
individuos están enseñados a replantearse constantemente su propia
condición y parece ser una máxima irrenunciable ser felices casi todo
el tiempo, además de permanecer jóvenes, guapos y vigorosos.
Como esto sencillamente no es posible, acudimos a profesionales y
farmacéuticos para acercarnos lo más posible a esa quimera de
forma artificial. Es lo que se llama iatrogénesis social (Pérez Álvarez,
1999), consistente básicamente en la medicalización y
psicologización de la vida cotidiana (podríamos añadir la también
cada vez más frecuente judicialización, cuando hacemos intervenir a
las autoridades para la resolución de conflictos de naturaleza privada,
como problemas de pareja, familia o vecindario). La resignación o la
conformidad ante el malestar, ya sea éste la melancolía, la jaqueca,
las arrugas o la música de los vecinos de arriba, casan mal en
nuestra sociedad. Con el cambio además de la forma de vida rural a
la urbana, acontecida en nuestro país en torno a los años 60 del
pasado siglo, la estructura y función de las relaciones familiares y
sociales más cercanas han cambiado de forma esencial. Una
consecuencia de ese cambio es que la capacidad de absorción del
sufrimiento o aún de la anormalidad por parte de estas redes ha
disminuido considerablemente.
En un ambiente de baja tolerancia al malestar, cualquier malestar
puede ser presentado como un trastorno. Es también en la época de
la posguerra mundial cuando se empieza a hablar de un cuadro
clínico nuevo, el ahora muy famoso trastorno por estrés
postraumático. Este síndrome está actualmente clasificado dentro de
los trastornos de ansiedad y se diagnostica a personas que han
sufrido una experiencia emocionalmente muy amenazante y que ha
comportado peligro físico: sobrevivir a un accidente, sufrir una
violación, participar en un conflicto armado. Pues bien, como expone
de forma muy elocuente Pérez Álvarez (ibid), llama la atención cómo
la comunidad científica empieza a describir y a aceptar la “existencia”
de este trastorno precisamente cuando un importante grupo de
presión, las asociaciones de veteranos de guerra, está intentando que
se reconozcan lesiones que impliquen pagas y atención sanitaria a
quienes han sufrido experiencias traumáticas en combate.
No es un caso singular. La puesta en escena pública de
determinados trastornos de forma coincidente con ciertos intereses
comerciales o ciertas necesidades sociales puede advertirse con
frecuencia. De esta crítica se han hecho eco algunos autores, por
ejemplo Nesse y Williams (2000), Blech (2004), Mosher et al. (2004) o
González Pardo y Pérez Álvarez (2007). No puede ser siempre
casualidad que algunos síndromes que antes no existían o que no
revestían particular interés salten a la luz al mismo tiempo que es
descubierta por algún laboratorio alguna sustancia que de alguna
forma influye en algún síntoma de ese síndrome. La comercialización
de una pastilla que puede aumentar el deseo sexual en las mujeres
(la “viagra rosa”) coincide con la descripción de la supuesta disfunción
sexual femenina. Las voces más críticas claman contra el tráfico de
enfermedades, cuyo fin es ampliar el mercado ampliando el espectro
de lo que consideramos patológico, convirtiendo al mayor número
posible de personas en “enfermos” y por tanto en potenciales
consumidores de fármacos (Moynihan, 2008). Es un buen ejemplo, si
bien perverso, de iatrogénesis social, según la cual la sociedad
excesivamente preocupada de sí misma, al volcarse en la búsqueda y
estudio de sus trastornos, los genera, puesto que convierte en
enfermedades lo que antes era normal.
La controvertida historia del trastorno de personalidad múltiple
(llamado ahora trastorno de identidad disociativo) se puede entender
también como ejemplo de iatrogénesis, pues reúne todos los
elementos controvertidos que le son propios, desde la cuestionada
existencia misma del trastorno hasta los excesos cometidos por los
profesionales en su nombre. El trastorno se define por la coexistencia
de varias identidades independientes, incluso más de veinte, que
toman el control alternativamente en una misma persona. Antes de
que el DSM lo incluyera en su edición de 1980 –con el nombre
antiguo– y llamara así la atención sobre su existencia, apenas se
reparaba en él, pero pasó de pronto a encabezar datos
epidemiológicos. Los extraños estados de conciencia característicos
del trastorno se conocían sobre todo por la literatura y el cine (Las
tres caras de Eva, dirigida por Nunnally Johnson en 1957, o Sybil, una
novela de Flora Rheta Schreiber de 1973), pero empezó a
diagnosticarse masivamente en EEUU coincidiendo con un cambio
cultural importante: el retroceso del puritanismo en los años 80 y una
atención más abierta a la sexualidad en general y a los abusos
sexuales en particular, a menudo presentes en la biografía de las
personas con varias identidades (Hacking, 1995). Es un excelente
caso de crecimiento conjunto: explicaciones por parte de los
especialistas coinciden con el momento social y comparten intereses
con determinados grupos de presión –en este caso, personas que
han sufrido abusos graves en la niñez–, que se refuerzan
mutuamente.
En el caso de la personalidad múltiple, el péndulo basculó
demasiado fuerte y algunos pacientes interpusieron denuncias contra
sus terapeutas por haber hecho supuestamente más severo el
cuadro, o incluso por estimular el recuerdo de hechos (horribles) que
no habían ocurrido. Estas denuncias coincidían en su fondo con la
opinión de algunos profesionales críticos, que sospechaban que las
diferentes personalidades bien podían ser creaciones clínicas, dado
que algunas sólo aparecían durante las sesiones de terapia. El
terapeuta, en su afán por encontrar todo lo que “hay” (muchas
personalidades), lo que consigue es generarlas, en un proceso de
creación clínica en equipo, donde el paciente elabora ad hoc
personalidades nuevas para satisfacer la demanda de su psicólogo.
Se trataría de un proceso manifiestamente iatrogénico, que atribuye
además a esas personalidades la naturaleza de “cosa” escondida
susceptible de búsqueda. La cuestión es que ni los recuerdos son
filmaciones más o menos fieles de las cosas que han pasado, ni las
vivencias psíquicas consisten en realidades que estén en alguna
parte. Más bien procede considerar que la materia con la que trabajan
los psicólogos clínicos es en gran parte construida.
[1] Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil Roales-
Nieto, 1986.
[2] Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el
término temperamento, que significa “mezcla proporcionada” (de los humores).
[3] Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de
nomenclatura botánica y zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de
cada especie se expresa mediante la referencia primero al género en mayúscula (Homo) y
después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en cursiva. La letra L mayúscula que
acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris Linnaeus, la
ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó.
[4] El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de
munición que había en el mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los
ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno complejo hospitalario.
Capítulo 2. El paradigma médico en
psicología
1. Ideas delirantes;
2. Alucinaciones;
3. Lenguaje desorganizado (por ejemplo, disperso o incoherente);
4. Comportamiento catatónico o gravemente desorganizado.
El conductismo
El descontrol psicodinámico a la hora de formular hipótesis tuvo su
primera contrapartida en el modelo conductista, que basa sus
afirmaciones exclusivamente en métodos objetivos y es fiel al
convencimiento de que la psicología es posible como ciencia natural.
El conductismo busca las leyes que rigen el comportamiento con la
misma metodología que la física o la biología y sostiene que las leyes
del condicionamiento son suficientes para la comprensión y el
tratamiento de los problemas psicológicos. Rechaza el subjetivismo y
la introspección, con los que ciertamente el psicoanálisis se había
desbocado. Ni los constructos psicológicos, ni las variables, ni las
explicaciones, ni la metodología tienen por qué ser de naturaleza
mental. Lo que interesa es el ajuste del organismo a su ambiente.
Las raíces del modelo conductual son totalmente distintas que las
del psicoanálisis. Desde el principio, el conductismo es una disciplina
académica, nacida de la investigación en los laboratorios, con su
antecedente primero en la psicofisiología de finales del siglo XIX,
sobre todo los trabajos de Pavlov sobre los reflejos condicionados y el
aprendizaje por asociación de estímulos. Después de varios decenios
de investigación –prácticamente toda la primera mitad del siglo XX–
dio con su aplicación a la práctica clínica, generando toda la escuela
terapéutica conductual y la modificación de conducta.
Una de las primeras incursiones del modelo conductista en la
psicopatología, o al menos la más famosa de las primeras, fue el
experimento de John B. Watson (1878-1958) con el niño Albert. En
1920, Albert con apenas un año fue el protagonista del experimento
que sirvió para demostrar que las respuestas emocionales (el miedo,
por ejemplo) se puede asociar, condicionar, inducir, generalizar y
extinguir, como cualquier otra respuesta. Watson y su equipo
observaban a Albert mientras jugaba sobre el suelo del laboratorio y
fueron capaces de desarrollar en él una respuesta de temor a las
ratas que antes no tenía, haciendo coincidir la aparición de una rata
en el escenario de juegos con un ruido fuerte. Sólo necesitaron siete
ensayos. Después observaron cómo generalizaba ese temor a otras
cosas con pelo, como los conejos, de los que se asustaba también.
Watson después consiguió extinguir el miedo presentándole al niño la
rata en repetidas ocasiones sin hacer el ruido.
Reproducir hoy en día los experimentos de Watson supondría un
problema ético. La preocupación por el bienestar de los sujetos
experimentales, humanos o no, se desarrolló más tarde, tras la
Segunda Guerra Mundial, y las condiciones a las que pueden ser
sometidos quedaron reguladas con la promulgación de códigos
éticos. Pero en aquella época su trabajo no generó ninguna queja,
solo demostró la utilidad de las leyes del aprendizaje en la
comprensión del desarrollo de las respuestas emocionales.
El modelo cognitivista
Los años 60 del siglo XX fueron los del florecimiento y popularización
de todo tipo de psicoterapias. El enfoque cognitivo fue uno de los que
adquirieron gran fuerza en ese momento. Como el psicoanálisis, el
cognitivismo es una corriente mentalista, pero con vocación más
científica. Su objetivo desde el principio es recuperar los procesos
mentales que se habían perdido entre los estímulos y las respuestas
que estudiaban los conductistas. Para ello sustituyen la metáfora
energética freudiana de fuerzas en lucha por la metáfora informática
de “procesamiento de la información”, pero sea como fuere, vuelven a
la visión intrapsíquica de lo psicológico.
Es necesario aclarar una situación peculiar que se da entre los
modelos conductual y cognitivista. Como veremos, sus postulados
teóricos no solo son diferentes sino antagónicos. Ya hemos
mencionado su incompatibilidad al hablar del problema mente-cuerpo
y quedará aun más patente cuando se expongan los postulados del
segundo de los modelos. Sin embargo, si repasamos la oferta en el
mercado psicoterapéutico –en las páginas amarillas sin ir más lejos–
comprobaremos que una gran cantidad de psicólogos clínicos se
declaran cognitivo-conductuales. Parece que en la práctica clínica no
interesan tanto las desavenencias teóricas y los enfoques se dejan
mezclar, seguramente porque mezclados funcionan bien, y ello a
pesar de que se basan en concepciones del ser humano y de la
enfermedad rematadamente diferentes. No queda otro remedio que
reconocer que las disquisiciones teóricas y ontológicas
(“metapsicológicas”, diría Freud) y el afrontamiento práctico de los
problemas clínicos no solo no tienen por qué cuadrar, sino que hacen
un uso muy distinto del conocimiento científico. Mientras los teóricos
discuten sesudamente acerca de las asunciones teóricas, los
psicoterapeutas cognitivistas utilizan sin reparos las técnicas
derivadas del conductismo, y los conductuales se han aliado sin
problemas con el enemigo teórico para rellenar sus carencias en
materia del conductualmente ausente “yo”.
Como ocurre en casi todas las escuelas psicológicas (veremos que
también ha sido así entre los principales humanistas y muchos
sistémicos), los fundadores principales del cognitivismo provienen del
campo del psicoanálisis. Aaron T. Beck (nacido en 1921) y Albert Ellis
(1913-2007) se habían formado como psicoanalistas antes de
elaborar sus propios modelos terapéuticos; de hecho Beck (Beck et
al., 1979) llegó a su conocida teoría sobre el origen de la depresión
después de haber intentado verificar algunas hipótesis psicoanalíticas
al respecto, con la consiguiente decepción. Sea como fuere,
intentaban superar a Freud, aunque el adversario fuera Skinner.
La psicología humanista
Las propuestas terapéuticas que veremos a continuación consisten
más en formas de afrontamiento práctico de las necesidades clínicas
del consultante que en teorías clínicas en sentido estricto. Su interés
ha sido siempre directo a la atención terapéutica y solo de forma
secundaria a satisfacer criterios de consistencia teórica. Cuando
hablamos de humanismo en psicología nos referimos en realidad a
una corriente que engloba por afinidad a todo un abanico de
psicoterapias que han recibido nombres diversos: existencialistas,
fenomenológicas, humanistas propiamente dichas… Abarca una gran
heterogeneidad de conceptos, al tiempo que cada terapia concreta
tiene una puesta en escena diferente, pero lo cierto es que todas ellas
poseen algunos rasgos comunes que los diferencian de otras
tradiciones y que les dan carta de identidad. En la época de su
surgimiento, también los años sesenta, fueron llamadas la tercera
fuerza, pues su empuje inicial residía en que eran alternativas tanto al
psicoanálisis como al conductismo, las dos corrientes principales
entonces. En gran parte se desarrollan al margen de la tradición
académica y cabe calificarlas como movimiento cultural, muy
significativo socialmente hablando y en expansión aún hoy.
Ni los conceptos ni las herramientas terapéuticas de los humanistas
proceden, como es el caso en conductistas y cognitivistas, de una
teoría fuerte que los sostenga, sino más bien de una determinada
concepción del ser humano y del mundo. Pero poseen también unas
asunciones de base, que son al mismo tiempo los rasgos que unifican
las diferentes escuelas terapéuticas bajo el nombre de “humanistas”.
Se presentan a continuación como si de postulados en toda regla se
tratase, pues expresan la ideología de la que se parte en el trabajo
terapéutico y esto es lo que expresan también los postulados de los
otros modelos.
El modelo sistémico
La psicoterapia sistémica aborda los problemas clínicos de una forma
que suele resultar difícil de comprender de un primer vistazo. Desafía
en parte al sentido común y tiene la desventaja de que su concepción
de lo psicológico, al contrario de lo que ocurre con los otros modelos,
no está presupuesta culturalmente, y por lo tanto carecemos de base
“natural” para empezar a pensar en términos sistémicos. Cualquiera
ha oído hablar de los impulsos freudianos, nos resulta lógico pensar
que un niño llore para llamar la atención, también es casi de intuición
universal que ante un problema aconsejemos a un amigo que no le dé
tanta importancia, al tiempo que todo el mundo comprende lo que es
una crisis de identidad o el deseo frustrado de autorrealizarse. Pero el
concepto de portador del síntoma o la afirmación de que la
esquizofrenia es un problema de comunicación resultan extraños o
chocantes.
En el terreno de la psicoterapia, “sistémico” y “familiar” se suelen
utilizar como sinónimos, aunque no lo son del todo. Es cierto que el
objeto de estudio y de intervención de un sistémico siempre es la
familia, pero existen terapias familiares procedentes de escuelas
terapéuticas diferentes a la sistémica, como la terapia familiar
psicoanalítica. Por otro lado, un terapeuta sistémico siempre invitará a
la sala de terapia a toda la familia, o al menos a los principales
afectados por los problemas, pero también es posible y de hecho muy
frecuente tratar a individuos que vienen solos, aunque el foco de
atención siempre será la dinámica familiar.
La introducción del pensamiento sistémico en psicología tuvo lugar
en la década de los cincuenta. Algunos terapeutas tuvieron la
ocurrencia de llamar a la consulta a familiares de pacientes, con la
simple intención al principio de ampliar las historias clínicas con
información proveniente de otras fuentes. Pero lo que descubrieron
fue algo inesperado y sorprendente: patrones de interacción familiar
(formas de comunicarse) que parecían relacionadas con las
patologías que estaban tratando. Al mismo tiempo que esto salía a la
luz, el equipo del antropólogo Gregory Bateson (1904-1980)
empezaba a tantear la aplicación de los conocimientos sobre
comunicación para la comprensión de los fenómenos psicológicos. La
semilla de la sistémica había germinado.
Criterios de anormalidad
El criterio ontológico
Es el criterio de anormalidad propio del modelo biomédico: por
analogía a las enfermedades médicas, es anormal presentar
síntomas que revelan un trastorno o una lesión subyacente. Según
este criterio, será patológico todo comportamiento acorde con los
síntomas que se especifiquen en una nosología.
Según este criterio, el comportamiento anormal debe ser
interpretado como signo o síntoma de alguna enfermedad, o si suena
demasiado fuerte, de algún trastorno. La diferencia entre tener o no
tener un trastorno es de carácter cualitativo y no una mera cuestión
de grado. Hay algo esencialmente diferente entre una tristeza no
patológica y una depresión. La enfermedad o trastorno detenta una
realidad ontológica, es un “ser” (ontos), un “algo” con naturaleza
independiente. Ese algo debe ser buscado, descubierto y clasificado
(véanse los postulados del modelo biomédico en el capítulo 2). Este
modo de entender la patología implica que los cuadros clínicos, tal y
como se manifiestan en las personas concretas, son variaciones en
torno a un prototipo o esquema patológico básico común. Algunas
variaciones serían perfectas (los casos “de libro”, o en nuestro caso
“de manual diagnóstico”) aunque la mayoría son imperfectas o
contaminadas, mezclas.
Posicionarnos en la visión ontológica del trastorno mental nos pone
en riesgo de cometer errores lógicos de dos tipos, por lo demás
bastante comunes, consistentes uno en confundir la enfermedad con
su causa y otro en “cosificarla” o considerarla una cosa más o menos
tangible, una entidad natural. Al primer tipo de error se le ha llamado
también “explicar por el nombre”. El procedimiento para cometerlo es
el siguiente: se observan grupos de síntomas que con frecuencia
aparecen juntos y se les da un nombre resumido para abreviar, para
después afirmar que ese nombre es la causa de los síntomas que el
propio nombre resume. Una tautología. Una madre acude al
especialista preocupada porque su hijo: no para un momento, le
resulta difícil concentrarse, no puede estar sentado más que cinco
minutos seguidos, es muy impaciente y casi siempre habla
atropelladamente y a gritos. El especialista diagnostica de inmediato
un trastorno por déficit de atención con hiperactividad (de libro). Si
cuando la madre pregunta: «Doctor, ¿por qué le pasa esto a mi
hijo?», él responde «Porque es hiperactivo», se está cometiendo un
error de este tipo.
Para cometer este error es necesario cometer antes el otro, a saber,
pensar que la hiperactividad es una cosa que el niño enfermo ha
contraído, que de alguna forma el paciente es el huésped de esa cosa
y que esa cosa es la que determina, desde dentro del niño, que le
ocurra todo eso de lo que la madre se queja (los síntomas). El mismo
razonamiento se puede aplicar a cualquier explicación que comience
con “porque es” (esquizofrénico, depresivo, asmático, alérgico, mala
persona, un vago, etc.).
La única posibilidad para eludir este problema exige considerar la
enfermedad no como una entidad sino como una denominación,
como un constructo genérico puramente abstracto que los
profesionales utilizan para ordenar la información clínica y para poder
comunicarse con rapidez y de forma operativa. Así, las enfermedades
no existen, pues son palabras. No hay entonces enfermedades, sino
personas con problemas (o enfermos, si se prefiere decir así, ver una
explicación más detallada en el excurso al final del capítulo 5).
El criterio normativo
Literalmente, anormalidad se refiere a lo que está fuera de la norma, y
norma significa precepto, regla. Los preceptos y las reglas están
socialmente establecidos, e indican lo que hay que hacer.
Exceptuando algunas manifestaciones extremas que son rechazadas
de forma universal, la antropología nos demuestra que existe un gran
relativismo cultural respecto a lo que se considera normal o no en la
conducta de la gente. La definición social de anormalidad se basa a
grandes rasgos en la calificación de determinados comportamientos
como incomprensibles, peligrosos o molestos, lo cual depende de las
expectativas de esa sociedad respecto de sus miembros.
El criterio de conformidad con la norma viene a decir que lo anormal
es lo que se sale de ella. Definimos una norma y declaramos anormal
su incumplimiento. Parece un criterio sencillo y limpio, pero en
realidad está impregnado de juicio de valor. Las normas definen
siempre lo socialmente deseable y por tanto este criterio encierra el
peligro de confundir lo normal con el conformismo social. Es un
criterio puramente cultural, y además puede ser sumamente
peligroso. No es infrecuente que en sociedades sometidas al poder
de dictadores se declare a los disidentes políticos enfermos mentales:
no estar de acuerdo con el régimen (salirse de la norma) solo puede
ser propio de perturbados. Esto de paso evita problemas
diplomáticos, pues los pobrecillos no están encarcelados como
opositores al régimen, sino recibiendo atención facultativa en los
manicomios.
En tanto que cultural y social, el criterio de conformidad con la
norma puede ser inestable y variar mucho dependiendo de dónde y
cuándo nos encontremos. Un buen ejemplo es la consideración social
de la homosexualidad. Hasta los años 70 era considerada un
trastorno, mientras que ahora casi todo el mundo está de acuerdo en
que no lo es. En 1973, la American Psychiatric Association decidió, de
conformidad con la norma (cambiante) de que uno puede preferir
mantener relaciones románticas con quien quiera, apartarla de su
nosología, así que la siguiente edición del DSM ya no la incluía. Algún
periodista con sentido del humor publicó en 1974 en la revista Time
un artículo titulado “Una curación instantánea”, refiriéndose a los
miles de homosexuales que a lo largo y ancho del mundo habían de
pronto sanado.
El criterio estadístico
Es tentador resolver este asunto utilizando el cálculo matemático, que
parece más imparcial. Lo normal sería el estado que presentan la
mayoría de las personas en un momento dado, y lo anormal sería lo
situado en los extremos de una curva de Gauss. Lo que ocurre es que
puede darse el caso de que la mayoría de las personas presenten
una alteración, como en una epidemia grave de gripe, o como la
caries, o los problemas de hipermetropía a partir de los cuarenta. Si
hacemos coincidir saludable con normal y normal con frecuente,
tendríamos que lo saludable es tener caries y la salud sería la
patología. Dadas las dimensiones epidémicas que están alcanzando
algunos diagnósticos psiquiátricos, pronto podríamos aproximarnos a
un estado paradójico de este tipo.
La definición de anormalidad estadística es lineal y cuantitativa, y
por lo tanto vacía, porque no define en absoluto el carácter de la
desviación. Tampoco dice nada sobre si, aún cuando un sujeto
presente una anormalidad, su funcionamiento vital se ve o no
afectado por ello. Además, si se trata de desviaciones estadísticas,
hay algunas que no pueden considerarse patológicas, por más que
sean desagradables (ser un guarro), incómodas (ser un patoso) o
moralmente reprobables (ser un desconsiderado o un criminal).
El criterio legal
Un gran número de profesionales del derecho penal, jueces, fiscales,
abogados, peritos y forenses, deben enfrentarse de continuo a la
anormalidad psicológica en el ejercicio de su trabajo. Por eso en la
práctica este criterio es de una enorme transcendencia. Se basa en el
principio de la impunidad del enfermo. No se puede considerar
responsable ante la ley a quien haya cometido un delito como
consecuencia de un trastorno mental.
Para fundamentar esta forma de ver la patología es necesario
introducir el concepto de impulso irresistible. Una persona aquejada
de un trastorno mental puede haber cometido un delito siendo víctima
de una reacción incontrolable que forme parte de una patología
psicológica y no con la intención de beneficiarse o dañar. La
piromanía o la cleptomanía son excelentes candidatos a excusar
responsabilidades legales. Aparte de estos, casi siempre es posible
aducir la presencia de una enajenación mental transitoria. El trastorno
explosivo intermitente también resulta de gran utilidad a los abogados
penalistas, dicho todo esto sin sorna, pues su obligación profesional
es defender a sus clientes con todas las herramientas de que
disponen, psicopatología incluida.
El problema es que, aún cuando reconociéramos que la piromanía
(que no el pirómano) es capaz de provocar un incendio forestal (lo
cual exige entender la piromanía como ese “algo” con voluntad propia
que definíamos con ocasión del criterio ontológico), ¿cómo podemos
estar seguros de que en el preciso momento de cometerse el delito, el
pirómano estaba bajo la influencia de la piromanía? Ella no actúa
siempre. Los trastornos mentales suelen presentarse en brotes,
episodios, ataques. ¿Y si además de tener un diagnóstico de
piromanía, un vecino le había ofrecido dinero por quemar
determinado monte? ¿Quién habría cometido entonces el delito, la
piromanía o la codicia?
La aplicación de este criterio varía dependiendo del tribunal, y
también pueden ser muy variables las opiniones vertidas por los
peritos en sus informes, que son en definitiva las herramientas de
juicio de los profesionales del derecho, que como es natural carecen
de criterios propios. La confusión alcanza también el ámbito de la
opinión pública. Por un lado, los medios de comunicación animan a
pensar que son efectivamente las enfermedades mentales las que
delinquen y no las personas, sobre todo cuando se difunden noticias
como «el hombre que mató a su padre tenía un diagnóstico de
esquizofrenia» y en cambio no se da valor informativo a cosas como
«el hombre que mató a su padre tenía una tienda de comestibles». Lo
uno no tiene por qué estar más relacionado con el parricidio que lo
otro. Es más, las estadísticas sugieren que la comisión de delitos
violentos es más frecuente entre los que no estamos diagnosticados
de esquizofrenia. Lo más seguro es que quien mata a su padre
tuviera un gravísimo problema con él, pero la tendencia a atribuir
peligrosidad a la enfermedad mental es muy fuerte, tanto como la de
dar explicación a determinados hechos basándose en ella.
Por otro lado, los parámetros legales son también cambiantes,
sujetos como están en última instancia también a criterios ideológicos
o culturales. Hasta hace poco, la intoxicación por alcohol era
considerada un atenuante o incluso un eximente para muchos delitos.
Según la legislación española, desde 2009 dejó de serlo para delitos
relacionados con la seguridad vial, pasando a considerarlo incluso un
agravante si bajo sus efectos se comete un delito de violencia
machista. Es decir, si atracamos una joyería o apuñalamos a un
vigilante de discoteca, el alcohol nos rebajará la condena, pero si
provocamos un accidente de tráfico o apaleamos a nuestra novia, el
alcohol nos la aumentará. ¿En qué quedamos? Todo apunta a que se
está dando un cambio cultural en la permisividad acerca del consumo
de sustancias psicoactivas, habrá que esperar algunos años para ver
hacia dónde se decanta el código penal.
Criterio de disfuncionalidad
Este criterio pretende salvarse de los problemas de los anteriores,
puesto que no define conductas como anormales en sí mismas sino
en tanto que entorpecedoras de las tareas vitales. Según este criterio
la conducta es anormal cuando genera problemas sociales,
familiares, laborales, o de alguna forma obstaculiza el desarrollo de
las actividades cotidianas, o nos incapacita para el desarrollo
satisfactorio de algún ámbito de nuestra vida.
Este criterio tiene ventajas muy relevantes en la práctica puesto que
muchas personas reconocen tener problemas y deciden esforzarse
para remediarlos cuando éstos repercuten en algún aspecto
importante de la vida familiar o laboral. Muchos se plantean dejar de
beber cuando sufren una retirada del permiso de conducir, por poner
un ejemplo. Pero también hay que reconocer el riesgo de confundir la
anormalidad con lo que dictan las creencias dominantes; en no pocas
ocasiones, rebelarse contra el orden laboral o familiar establecido
constituye un acto necesario para impulsar a las sociedades a
cambios positivos. En algunos aspectos se acerca mucho al criterio
normativo.
“Una condición es un trastorno mental sí y solo sí (a) dicha condición causa algún daño
o privación de beneficio a la persona, a juzgar por los estándares de la cultura a la que
pertenece, y (b) la condición resulta de la incapacidad de algún mecanismo mental para
desempeñar su función, siendo la función natural un efecto que forma parte de la
explicación evolutiva de la existencia y la estructura del mecanismo mental” (p. 385, la
traducción es nuestra).
Nosologías psiquiátricas
A pesar de los movimientos antipsiquiátricos, de las críticas al modelo
biomédico, del escepticismo acerca de la utilidad de las etiquetas
diagnósticas, del alejamiento del concepto de enfermedad, etc., los
manuales de clasificación y diagnóstico de los trastornos mentales
siguen pesando en las estanterías y siguen siendo el referente básico
para el manejo de información clínica, incluso también para la
enseñanza de la psicopatología. Es por lo tanto fundamental estar
familiarizado con ellos. Al margen de sus debilidades conceptuales y
la falta de solidez de los criterios con que tipifican los trastornos, su
utilidad va ciertamente más allá de la pura mecánica destinada a
etiquetar, y proporcionan información de incuestionable interés.
Los dos manuales de diagnóstico más conocidos y utilizados por la
comunidad psicológico-psiquiátrica internacional son la CIE
(Clasificación Internacional de Enfermedades) y el DSM (Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Diseases). La responsable del
primero es la Organización Mundial de la Salud (1992). La CIE es en
realidad un enorme compendio de 24 tomos, uno de los cuales, el V
(el quinto) –también llamado capítulo F, que es la letra por la que
empiezan los códigos alfanuméricos que se asignan a las
enfermedades mentales según la nomenclatura de la OMS– recoge
los trastornos mentales y del comportamiento.
El DSM, elaborado y editado por la American Psychiatric
Association (2003), difiere del capítulo V de la CIE en el tamaño (el
primero es notablemente más voluminoso) y en la conceptualización
de algún que otro trastorno, pero están basados en los mismos
principios y aportan el mismo tipo de información. En la presente
exposición nos centraremos en el último, por ser el que ofrece
información clínica más completa.
El DSM es una nosología, esto es, una taxonomía de enfermedades
(del griego nosos). Comprende, clasifica y describe de forma
exhaustiva todo aquello que a día de hoy los expertos consideran un
trastorno mental, al tiempo que sirve para tipificar los síntomas que se
observan en las personas –que no a las personas– a través de la
asignación de un diagnóstico. Los trastornos en el DSM son definidos
a través de sus criterios diagnósticos, esto es, del listado de
características que se deben cumplir para una determinada persona
en un determinado momento de su vida para ser diagnosticada de tal
trastorno.
Los trastornos clasificados en el DSM están organizados en
categorías. Mediante un protocolo que el propio manual ofrece, se
identifica y da nombre (diagnóstico) a los síntomas en cuestión, a fin
de asignar cada caso concreto a una de esas categorías.
Lo mismo que cuando queremos organizar y ordenar cualquier
conjunto de elementos, necesitamos un criterio para decidir qué
categorías comprenderá nuestra clasificación y cómo integraremos
los elementos en cada una. Los libros de nuestra estantería pueden
estar ordenados por temas, o por el estilo literario, o –por qué no– por
el color del lomo. Según el criterio que usemos, quedarán ordenados
de una forma distinta, y ese orden es relevante a efectos de facilitar la
búsqueda de las unidades que hemos clasificado. En el caso de los
manuales de diagnóstico, se suele utilizar un criterio descriptivo,
como si clasificáramos los libros por color o tamaño. Es decir,
clasifican los trastornos en función del aspecto que tienen los
síntomas que los caracterizan. El DSM renuncia expresamente a usar
criterios de otro tipo. Un criterio etiológico por ejemplo –basado en el
origen de los trastornos, en las razones por las que aparecen–
llevaría a una clasificación muy diferente, e innegablemente más rica,
pero el enorme desconocimiento acerca de las causas de los
trastornos impediría clasificarlos así. Además, los criterios etiológicos
son en último término teóricos, pues la discrepancia fundamental
entre las diferentes aproximaciones teóricas se refiere precisamente a
las circunstancias implicadas en que el trastorno aparezca. Si una
nosología decidiera clasificar los trastornos en base a su etiología,
debería editar varios manuales, uno para contentar a cada corriente
teórica.
De modo que, al menos aparentemente, el DSM utiliza la
sintomatología simple y llana como mecanismo de aglutinación de los
diferentes trastornos. Aunque no siempre ha sido así. Tanto el DSM-I,
editado en 1952, como el DSM-II, de 1968, tenían un corte
abiertamente psicoanalítico (aparecían términos como trauma,
conversión, psicogenia, mecanismo de defensa…), comprensible si
se piensa que no fue sino hasta los años 60 cuando los otros modelos
cobraron fuerza y pudieron hacerle sombra. Para evitar nociones y
conceptos carentes de interés para los no psicoanalistas, y en aras de
la universalidad, el DSM renunció a partir de su tercera edición a las
referencias teóricas.
Sin embargo, existen unas excepciones a esta regla. El DSM
clasifica casi siempre en base a los síntomas (síntomas parecidos
juntos en la misma categoría de trastornos), pero no cuando la causa
del trastorno es conocidamente orgánica. Cuando es así, el DSM no
clasifica los trastornos según los síntomas, sino por su etiología
(orgánica). El conocimiento fidedigno de que el trastorno es
consecuencia de una alteración orgánica o de una enfermedad
médica (la depresión secundaria a un hipotiroidismo, o la demencia
tipo alzhéimer, por ejemplo), o su relación evidente con el consumo
de alguna sustancia (la abstinencia de los opiáceos, la intoxicación
por barbitúricos, etc.), nos obliga a clasificar esos trastornos según su
causa y no según su sintomatología. Así, todas las demencias van
juntas en la misma categoría, pues su causa es un deterioro
degenerativo del sistema nervioso. Los trastornos relacionados con el
consumo de sustancias también. Si la clasificación en estos casos
fuera sintomatológica, entonces la abstinencia de la nicotina estaría
mejor colocada junto con los trastornos de ansiedad, mientras
algunas demencias encajarían mejor con los trastornos de
despersonalización. Aceptamos entonces que el DSM tiene una muy
loable actitud ateórica de principio, pero en detalles como este deja
ver su orientación claramente organicista.
La clasificación actual
En cada edición del DSM cambian ligeramente los trastornos y
algunos criterios diagnósticos finos, pero también las categorías.
Hasta el DSM-III, publicado en 1980, se consideraba la división
tradicional entre trastornos psicóticos y neuróticos. Las neurosis son
problemas muy extendidos, en el curso de los cuales no hay
pensamientos irracionales y las personas que los padecen no suelen
traspasar los límites socialmente impuestos; las psicosis son asuntos
más graves, se caracterizan por transgresiones notorias de las
normas y por perturbaciones importantes del pensamiento racional o
de los procesos cognitivos o emocionales. En el DSM-III-R (una
versión revisada del DSM-III, de 1987) se consideró que ambos
conceptos habían adquirido tal difusión popular que ya no eran
adecuados para uso profesional. La cultura popular ha ganado de
alguna forma la batalla, puesto que aún los sigue usando pese a
haber sido eliminados de los libros de texto. Pero sí es cierto que en
alguna medida todos asociamos la palabra psicosis con los extraños
comportamientos del protagonista de Hitchcock, así que está
justificado abandonar términos contaminados por el cine u otros usos.
La versión más reciente del manual es el DSM-IV-TR (texto
revisado de la edición IV). Reconoce 316 posibles diagnósticos, que
corresponderían con otros tantos trastornos o subformas clasificables
de trastornos, agrupados en 16 categorías principales, que son las
mismas que los capítulos en que se divide el manual. Se verán a
continuación.
Trastornos de ansiedad
La ansiedad es una forma peculiar de tener miedo. El miedo
propiamente dicho se desencadena ante un estímulo o situación
concreta, mientras que la ansiedad tiene que ver con la anticipación
temerosa de situaciones que se darán en el futuro. Etimológicamente,
ansiedad y angustia (y angosto, angina y la voz alemana Angst,
miedo) tienen la misma raíz indoeuropea, que significa “apretar”. Se
refiere a la sensación de opresión característica del miedo, que
también todos conocemos.
El trastorno de ansiedad generalizada forma junto con la depresión
el tándem de los trastornos modernos por excelencia. No es de
extrañar, pues nuestra forma de vida actual, apresurados por horarios
y obligaciones y presionados a ser productivos en muchos ámbitos
diferentes, es campo abonado para que brote el desasosiego, la
inquietud, el temor difuso a las cosas que puedan ocurrir, la
crispación, la dificultad para relajarse. Por otro lado, las crisis de
pánico, también llamadas trastorno de angustia, son la contrapartida
aguda del tipo crónico anterior: aparecen de forma súbita, son muy
intensas, paralizantes y duran sólo unos minutos. Curiosamente, el
ataque de pánico no tiene por qué desatarse ante situaciones
particularmente amenazantes, más bien ocurre de forma inesperada.
El problema principal que refieren quienes han sufrido una crisis de
este tipo es que el miedo es tan intenso que se pasa a tener miedo de
volver a sufrirla otra vez, lo cual contribuye más bien a empeorar las
cosas. Cuando el miedo es tan fuerte que impide a uno frecuentar
determinados lugares (donde hay mucha gente o de donde es difícil
salir, o donde uno se va a encontrar solo), o incluso salir de casa, lo
llamamos agorafobia.
Hay otros trastornos de ansiedad que sí tienen un desencadenante
concreto, son las fobias específicas. Las cosas temidas en las fobias
específicas no son cualesquiera, sino objetos o situaciones que
pueden –o pudieron en algún momento de la historia natural–
significar un peligro real: estar encerrado, arañas y serpientes,
tormentas, entrar en un túnel, las alturas, la visión de la sangre u
objetos que pueden herir, exponerse o hablar en público, etc. El
hecho de que los objetos fóbicos no sean azarosos hace pensar,
como señalaron Seligman (1971) o McNally (1987), que el organismo
humano esté evolutivamente dotado de la capacidad de aprender
más rápidamente a tener miedo de aquello que de forma natural
puede dañarnos. Estudios de laboratorio efectivamente han
demostrado que es más fácil condicionar una respuesta de miedo
ante una serpiente que ante un automóvil, a pesar de que es mucho
más probable que nos dañen los segundos que las primeras.
Este capítulo del DSM recoge también el trastorno por estrés
postraumático, de diagnostico también muy frecuente y cuyas
vicisitudes y circunstancias de aparición ya se señalaron en páginas
anteriores. Aquí encontramos además los trastornos obsesivo-
compulsivos, consistentes en la imposibilidad de quitarse de la
cabeza determinadas ideas repetitivas y que nos llenan de ansiedad.
En un esfuerzo por eliminarlas se recurre a la ejecución de rituales,
que finalmente tampoco pueden controlarse. Para entender los TOC
se podría decir que son la elevación a grado de patología de la
cancioncilla persistente con la que nos levantamos a veces sin poder
hacer nada por no cantarla mentalmente una y otra vez, o de la
comprobación innecesaria de la llave del gas una segunda vez por si
acaso. Según el DSM, las ideas obsesivas y las compulsiones (los
rituales) adquieren estatus clínico cuando nos pasamos más de una
hora entregados a ellas, o cuando interfieren gravemente en el
desarrollo de nuestra actividad normal.
Trastornos somatomorfos
Aunque divididos en capítulos diferentes, existe una estrecha afinidad
entre los trastornos somatomorfos y los trastornos facticios (ver
apartado siguiente), pues la característica definitoria de todos ellos es
la presencia de síntomas físicos –en los facticios también psíquicos–
no explicables por la medicina. La diferencia es que en el segundo
caso se fingen, se exageran o se producen intencionadamente. Su
diagnóstico diferencial puede ser muy difícil, pues se trata de
distinguir síntomas reales de síntomas simulados, además de que los
últimos a su vez deben diferenciarse según tipos distintos de
beneficios que las personas puedan estar persiguiendo con el
fingimiento.
El trastorno de somatización se caracteriza por la presencia de
síntomas físicos variados (parálisis, parestesias, dolores, problemas
gastrointestinales) que requieren gran atención profesional pero que
no encajan con ningún cuadro médico. El trastorno por dolor sería
una variante del anterior en la que solamente un síntoma doloroso
acapara la atención y la preocupación. El llamado trastorno de
conversión corresponde a la antigua histeria y recibe su nombre de la
suposición freudiana de que determinados traumas o conflictos de la
intrapsique se exteriorizan “conviertendose” en expresiones físicas.
Los síntomas de conversión por lo general recuerdan a trastornos
neurológicos, más que a otras especialidades médicas. En este
capítulo también se incluyen la hipocondría (convencimiento de estar
enfermo) y el trastorno dismórfico corporal o dismorfofobia
(preocupación excesiva por un defecto físico inexistente).
Trastornos facticios
Este apartado se refiere a trastornos que no lo son, por lo que su
interés conceptual es grande. Los síntomas se fingen, o se finge su
gravedad, bien para adoptar un papel de enfermo o bien para lograr
fines de carácter económico o similar: un grado de invalidez, una
indemnización, librarse del servicio militar o de alguna
responsabilidad legal. Si se trata de esto último, es decir, si se simula
para obtener beneficios más allá del ser atendido o cuidado, no se
considera que haya presente ningún trastorno sino que se está
simulando. Se diagnostica por lo tanto un trastorno facticio cuando se
descubre que el paciente está fingiendo pero no se descubre ningún
beneficio objetivo. En cuanto a su procedimiento de tipificación, el
fingimiento sigue las mismas pautas diagnósticas que los trastornos
no fingidos. Por ejemplo, se distinguen tipos: que los síntomas que se
simulan sean predominantemente físicos o bien psicológicos.
Existe una variante especialmente grave e inquietante, el trastorno
facticio por poderes, según el cual un individuo produce
intencionadamente síntomas no en sí mismo, sino en otra persona
que está a su cargo. Las víctimas son generalmente los propios hijos,
que son utilizados por un progenitor para acaparar atención médica y
justificar constantes visitas y estancias en los hospitales. Los niños
pueden ser sometidos a torturas que van desde la asfixia al
envenenamiento pasando por fracturas y lesiones de todo tipo,
mientras que la madre (con mayor frecuencia que los varones) puede
desplegar su notabilidad en los servicios de atención sanitaria.
Puesto que la producción deliberada de síntomas con los más
diversos fines es sin duda frecuente, está plenamente justificado que
el DSM llame la atención sobre ello adjudicándole no solo un nombre
sino un capítulo propio. La utilidad que esto puede tener para detectar
o distinguir a simuladores es evidente, pero no por ello deja de
resultar chocante el hecho de que un trastorno pueda estar definido
por la manipulación intencionada. El fingimiento hace que un síntoma
deje de serlo, pues por definición si algo es manejable a voluntad no
puede ser un síntoma, de modo que los síntomas que caracterizan
estos trastornos en realidad no lo son.
Trastornos disociativos
Los trastornos disociativos se refieren a experiencias subjetivas en las
que una persona se siente separada de sí misma, o de su propia
realidad, como en un sueño o en una película. Situaciones de fuerte
estrés o cansancio extremo pueden originar episodios temporales de
“despersonalización” o “desrealización”. Por disociación se entiende
una alteración de la apreciación normalmente integrada y coherente
de nuestra propia realidad, de la propia conciencia y del entorno. El
DSM reconoce cuatro trastornos de este tipo: el trastorno de
despersonalización (extrañeza de uno mismo), la amnesia disociativa
(lagunas de memoria sobre periodos de tiempo o acontecimientos
concretos), la fuga disociativa (viajes que se emprenden de forma
repentina y después no se recuerdan) y el trastorno de identidad
disociativo. Se contienen sintomatológicamente unos a otros de forma
jerárquica, como las muñecas rusas, de modo que el último y más
complejo –el antes llamado personalidad múltiple– predomina sobre
los demás y presenta los síntomas de los otros tres. Del mismo modo,
la fuga predomina sobre la amnesia, y ésta a su vez sobre el trastorno
de despersonalización. Su diagnóstico por lo tanto es excluyente.
Los síntomas disociativos pueden también aparecer en el curso de
otros muchos trastornos (traumatismos, demencias, somatización,
estrés agudo o postraumático, incluso esquizofrenia) y por supuesto
también como consecuencia del consumo de diversas sustancias, así
que para el buen diagnóstico es importante cerciorarse de que no son
síntomas secundarios a alguna de estas circunstancias. Los
fenómenos disociativos “leves” son por lo demás habituales, como
cuando olvidamos alguna experiencia desagradable o la memoria nos
juega una mala o no tan mala pasada olvidando una cita a la que
realmente no queríamos acudir. Algunos rituales mágicos de ciertas
culturas inducen procesos disociativos como algo deseable.
Últimamente despiertan bastante interés público, como ya se expuso
en relación con la personalidad múltiple en el primer capítulo. Los
casos más severos de estos trastornos se relacionan casi sin
excepción con abusos en la niñez.
Trastornos adaptativos
Se reserva un capítulo especial, de carácter también etiológico, para
aquellos trastornos cuyo origen se conoce pero no es orgánico. Son
los problemas que se desarrollan como consecuencia de un evento
estresante, siempre que éste no sea de extrema intensidad, pues
entonces estaríamos frente a un estrés postraumático (tipificado con
los trastornos de ansiedad), ni el fallecimiento de una persona
cercana, pues entonces se trataría de un duelo. El abanico de
síntomas que lo caracterizan puede variar entre la respuesta
emocional depresiva, la ansiedad y la transgresión de normas.
Igualmente variables son los posibles desencadenantes: perder el
trabajo, una ruptura sentimental, empezar al colegio, casarse,
jubilarse. Las cosas de la vida, en fin.
Trastornos de la personalidad
Los trastornos de la personalidad no son fáciles de delimitar ni de
descubrir, pues una de sus características es que no tienen una
aparición temporal concreta ni se manifiestan como un estado de
cosas diferente a un estado “sano” previo. Los trastornos de la
personalidad son más bien maneras de hacer las cosas y por ende
son crónicos, vienen de atrás, definen un estilo de interactuar con los
demás o de entender el mundo antes que la expresión de unos
síntomas. Tal es así que pueden pasar desapercibidos o quedar
ocultos bajo los síntomas más llamativos de trastornos que estén
también presentes en el momento del diagnóstico. Para que eso no
ocurra, el DSM utiliza un sistema de tipificación que obliga a echar un
vistazo a posibles problemas crónicos, tanto relativos a la
personalidad como al retraso mental (de curso también mantenido en
el tiempo), incluyendo un eje diagnóstico especial y aparte para ellos.
Fue Theodore Millon, uno de los más relevantes estudiosos de la
personalidad, quien impulsó el reconocimiento de estas formas de ser
como trastornos con todos los derechos y la inclusión del eje para su
consideración diagnóstica separada en el DSM-III, editado en 1980
(ver por ejemplo Millon, 2006). Huelga decir que estas personalidades
suponen patrones de comportamiento rígidos y desadaptativos y que
generan un importante malestar y problemas graves para uno mismo
y los demás.
El DSM plantea lo primero unos criterios generales para decidir si
cabe o no diagnosticar un trastorno de la personalidad, y después
criterios específicos para cada uno de los diez tipos que distingue:
¿Qué es la psicoterapia?
La psicoterapia basa su razón de ser en el hecho de que la vida
humana es problemática y en ocasiones los problemas generan un
sufrimiento que precisa cambios fuera de programa. Si ese cambio no
se consigue a través de los canales domésticos habituales o
culturalmente establecidos –círculo de familia y amigos, recursos
propios, circuitos de atención primaria o religiosa– entonces es
posible que se acuda a un profesional. El profesional de la salud
mental es generalmente el último recurso después de esfuerzos
previos que ha resultado infructuosos, o al menos así es en nuestro
entorno cultural. En los EEUU o en Argentina existen otros usos en
torno al terapeuta, es frecuente que las personas consulten por
problemas menores, que se psicoanalicen por curiosidad,
entretenimiento o esnobismo, incluso que hablen sin rubor de su
psiquiatra de cabecera. En Europa estamos lejos de esta situación.
De psicoterapia –como de todo– se han formulado muchas
definiciones. Una buena recopilación de ellas puede verse en
Fernández Liria et al. (1997). Algunas son ingeniosas y poco
convencionales, como la que afirma que la psicoterapia es: «…un
proceso interpersonal planificado en el cual la persona menos
trastornada, el terapeuta, intenta ayudar a la más trastornada, el
paciente, a superar su problema» (p. 20). Esto probablemente es así
la mayoría de las veces, pero… ¿siempre le va mejor al terapeuta que
a su consultante? Mejor quedémonos con esta otra, no tan aguda
pero sí más completa, pues integra todos los elementos importantes
de una forma sencilla: la psicoterapia es un tratamiento ejercido por
un profesional autorizado que utiliza medios psicológicos para ayudar
a resolver problemas humanos, en el contexto de una relación
profesional (Feixas y Miró, 1993, p. 16).
Tenemos entonces que una psicoterapia tiene la forma de una
relación personal, que por lo general se da en vivo y en directo, con
entrevistas en las que esas personas están presentes cara a cara.
Con la salvedad de que ocasionalmente pueda resolverse algún
asunto urgente o puntual por teléfono, es muy cuestionable que la
psicoterapia funcione a través de medios telemáticos, pues existe un
acuerdo general relativo a que la alianza terapéutica, es decir, la
calidad de la relación que se establece entre terapeuta y consultante,
es uno de los factores qué más peso tiene en los buenos resultados,
y ello con independencia de las técnicas que después se usen
(Corbella y Botella, 2003; Safran y Muran, 2005; Friedlander et al,
2009). Es tentador buscar terapeutas o clientes fuera de nuestra
localidad de residencia y que nos permitan al mismo tiempo no salir
de casa, pero la eficiencia de la terapia por videoconferencia está por
ver.
La definición también indica que la psicoterapia se desarrolla en un
contexto profesional. Quiere ello decir, en primer lugar, que esa
relación personal es una relación asimétrica, en la que uno de los dos
está cualificado para introducir algún tipo de cambio en la vida del
otro, y que el otro (que probablemente será el más trastornado)
directa o indirectamente paga por el servicio. En segundo lugar, las
técnicas y procedimientos que usa el terapeuta se derivan de los
conocimientos y experiencia de la psicología. De aquí podemos
deducir qué no es psicoterapia. No lo son las relaciones simétricas,
las de amistad por ejemplo, por mucho que nuestro amigo sea muy
buen psicólogo o incluso licenciado en psicología, y por más que
hablar con él nos ayude. Tampoco lo son las relaciones asimétricas
que se limitan a la información o al consejo. Los contextos
profesionales de consulting o asesoramiento no son psicoterapia, ni
tampoco lo son las recomendaciones o el suministro de información,
por más que provengan de personal cualificado. De hecho, una
psicoterapia empieza en el momento en que el consultante, provisto
de suficiente información y con una historia de fracasos en la puesta
en práctica de una larga lista de consejos, es acompañado o guiado
para cambiar las cosas.
La misión del psicoterapeuta es pues generar cambios. ¿De qué
tipo? ¿En quién? ¿Cómo? Depende del tipo de psicoterapia que se
elija para trabajar. Lo que no admite duda es que deberíamos
desterrar la palabra “paciente” de la psicoterapia, por muchas
razones, para empezar porque es frecuente que la persona que
consulta, la que solicita el cambio, y/o la más afectada por el
problema no sean la misma. Un paciente suele ser una persona con
síntomas, pero muchas personas acuden a consultar por síntomas de
otros. “Paciente” también es indeseable porque, por mucho que se
padezca, es de suma importancia que esa persona se vea agente y
no paciente, tanto de su problema como de las posibles soluciones al
mismo (Ezama Coto et al., 2010). El término cliente, que fue
propuesto por los humanistas en los años 60 para evitar la
connotación médica y fatalista de “paciente”, presenta la desventaja
de su sesgo comercial. Quien es usuario de la sanidad pública no
puede ser cliente, además de lo inoportuno de sugerir con el nombre
quién tiene siempre la razón, porque pueden no tenerla. El término
consultante es el más adecuado, aunque sea más largo (Beyebach,
2006).
Por otro lado, el terapeuta no puede ser una persona cualquiera. La
psicoterapia es una actividad intelectual y emocionalmente costosa.
Es definitivamente preferible que el terapeuta esté menos trastornado
y menos angustiado que su consultante, de modo que una de las
virtudes que debe caracterizar a un buen psicoterapeuta es la
estabilidad emocional. Deben ser personas capaces de mantener la
compostura: que no se desborden por las alegrías ni se derrumben
por los fracasos, ni en la terapia ni en sus vidas personales. Aparte de
eso, es necesario que el terapeuta sea una persona dotada de una
exquisita neutralidad, al menos de la puerta de la consulta hacia
adentro. Los prejuicios en psicoterapia están fuera de lugar. Incluso si
nuestro consultante es un ser moralmente abyecto y ha hecho cosas
a nuestros ojos imperdonables, debemos ser capaces de comprender
su particular situación y aceptarla de forma sincera y genuina. Ni que
decir tiene que la cordialidad, la capacidad de ponerse en el lugar del
otro, la cortesía, la experiencia (no sólo terapéutica, también la vital)
son importantes, y por descontado las habilidades de comunicación.
El psicoanálisis
Como ya hemos señalado, existen varias teorías diferentes dentro de
la aproximación psicodinámica o de “psicología profunda”, que
comparten postulados generales pero difieren en supuestos concretos
y en procedimiento. Aquí nos referiremos a la terapia psicoanalítica
freudiana más clásica.
Los problemas psicológicos se generan fundamentalmente por la
tensión existente entre los impulsos inconscientes (el ello) y las
normas interiorizadas que nos impiden experimentarlos (el superyo).
El principio y el fin del trastorno se localizan en la persona trastornada
y se manifiesta también en síntomas orgánicos. Recordemos que el
trastorno psicoanalítico por antonomasia, la histeria (hoy trastorno de
conversión), se caracteriza precisamente por síntomas de este tipo.
El psicoanálisis es una terapia muy intensiva (las sesiones tienen
lugar como mínimo una vez a la semana) y muy extensiva (se
desarrolla durante años) que trata de averiguar nuestras motivaciones
y nuestros conflictos inconscientes. El mecanismo principal a través
del cual se consigue la curación es sacar a la consciencia ese
material. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestra vida
están determinados por lo inconsciente de forma encubierta. Puesto
que según la teoría (termo/psico) dinámica de Freud la energía
psíquica no se crea ni se destruye, la única posibilidad de gestionar
las pulsiones, deseos, recuerdos y otros contenidos intrapsíquicos
censurables es mantenerlos controlados en el inconsciente. De ello
se encargan los mecanismos de defensa, el principal de los cuales es
la represión. Freud describió otros más: la proyección, el
desplazamiento, la sublimación, etc. Simplificando mucho se puede
decir que un psicoanálisis consiste en una lucha contra los
mecanismos de defensa.
El principal material inconsciente que genera psicopatología son las
fijaciones en las etapas del desarrollo psicosexual temprano (oral,
anal, fálica, de latencia y genital, por este orden), en el caso de que
no hayan sido completadas satisfactoriamente o que se relacionen
con vivencias traumáticas. Un ejercicio fundamental del psicoanálisis
consiste en descubrir la relación entre los síntomas actuales y su
fuente lejana en la historia vital. De ahí que en las consultas del
psicoanalista se hable mucho de la infancia y se utilicen técnicas que
permiten el retroceso a etapas infantiles.
Las principales técnicas de que se sirve el psicoanálisis para revelar
conflictos reprimidos son:
La asociación libre. El paciente relajado deja volar su imaginación
libremente y debe relatar lo que se le pase por la mente sin ninguna
selección: imágenes, deseos, pensamientos, sentimientos. La idea en
que se basa es que eliminando el filtro de la voluntad se consigue
sortear la barrera de represión más superficial, la que se sitúa entre el
consciente y el preconsciente (constituido por los contenidos que no
están propiamente en la consciencia, pero cuyo acceso a ella no es
difícil). Se supone que las asociaciones expresadas no responden al
azar, sino a enlaces con lo intrapsíquico. Para entender esta
aproximación hay que tener en cuenta que el psicoanálisis sostiene
una concepción del lenguaje de tipo estructuralista, como la
propuesta por Wittgenstein en su Tractatus (1921), según la cual el
significante (expresión) y su significado (contenido) son
representación uno de otro; el primero se halla en la superficie y el
otro en la estructura profunda.
La interpretación de los sueños. Los sueños son una importante
fuente de información sobre el inconsciente. Durante el sueño, el
superyo se distrae y los impulsos del ello campan a sus anchas. El
contenido manifiesto del sueño (lo que uno recuerda) es expresión de
un contenido latente (el significado profundo), que por alguna razón
es doloroso. El psicoanalista debe interpretar el contenido manifiesto
y dar con su significado simbólico. Así se accede a los motivos
últimos de los conflictos.
Transferencia y contratransferencia. En el psicoanálisis más clásico
–y también el más parodiado–, los pacientes se tumban en el diván y
los psicoanalistas se colocan a la cabecera, fuera de su campo visual.
Puede ocurrir, como en cualquier psicoterapia, que el paciente
desarrolle hacia el terapeuta una actitud emocional. Tanto que
muchas veces se identifica al psicoanalista con el co-protagonista de
un conflicto, el padre por ejemplo. De este modo, el paciente
“transfiere” al terapeuta patrones de reacción del pasado,
seguramente de la niñez. El terapeuta debe interpretar los
sentimientos objeto de la transferencia, que pueden ser positivos o
negativos, para entender las experiencias pasadas de las que
proceden. La contratransferencia ocurre cuando el propio terapeuta
reacciona emocionalmente a la transferencia del paciente (es decir,
desarrolla también una actitud de rechazo o de simpatía hacia él o
ella) como consecuencia de una identificación con una persona
significativa en su propia vida. Entonces su tarea consiste en
reconocer la existencia de esa contratransferencia y de la influencia
que puede estar ejerciendo en la terapia. La forma de contaminar o
perturbar lo menos posible estos fenómenos de transferencia es
evitar el contacto visual.
El psicoanálisis sostiene que el proceso de curación consiste
esencialmente en la vivencia controlada, con el terapeuta como
coordinador, del proceso fallido en el pasado. Se trata por lo tanto de
volver a experimentar de forma correcta y en un escenario clínico las
vivencias tempranas que en su momento dieron origen a los
conflictos.
Terapia de conducta
El conductismo ha proporcionado a la psicología clínica una valiosa
colección de técnicas muy eficaces para el cambio puntual de ciertos
modos de comportamiento. A esto se le suele llamar modificación de
conducta. En su origen, “terapia de conducta” y “modificación de
conducta” eran procedimientos diferentes, proviniendo el primero de
la escuela del condicionamiento clásico y el segundo del operante. Lo
cierto es que ya hace tiempo que ambos términos se utilizan
indistintamente, y en cualquier caso comparten en esencia el
concepto de cambio: los trastornos se definen por sus componentes
conductuales, que son aquellas conductas inadaptadas, indeseadas o
que de algún modo generan malestar. Su origen y su eliminación
responderán a procesos analizables desde las leyes del aprendizaje.
Aplicando técnicas derivadas de estas leyes (el
contracondicionamiento, el reforzamiento, el castigo, la extinción, etc.)
se pueden eliminar las secuencias de conducta no deseadas e
instaurar pautas nuevas. Como no podría ser de otra manera, los
partidarios de la psicología profunda arremeten contra la
superficialidad de este proceder, argumentando que si el tratamiento
se limita a erradicar síntomas sólo se conseguirá un desplazamiento
de los mismos, puesto que la causa última continúa y antes o
después aflorará con otra forma.
La terapia derivada del conductismo abrió campos nuevos en la
psicología aplicada. Ya desde muy temprano en su historia se
encontraron posibilidades de intervención fuera del ámbito
estrictamente clínico: en el educativo, deportivo, comunitario, laboral,
de la salud… Este último campo de trabajo, que además define ahora
casi la identidad de la psicología clínica, o al menos gran parte de su
prestigio, se lo debe la psicología a la corriente conductista y a la
modificación de conducta, que sobre todo en los años 70 se entregó
de lleno a la investigación y aplicación de sus técnicas para la
prevención y el tratamiento de trastornos médicos (Gil Roales-Nieto,
2004).
Recordemos que para los conductistas no solamente es conducta lo
observable, sino también lo mental, los pensamientos, emociones,
etc. Antes de empezar las intervenciones, realizan un análisis
minucioso de los parámetros y eventualidades que la controlan. Es lo
que se llama “análisis funcional”, un repaso exhaustivo de aquellos
factores de los que la conducta –pública y privada– es función. Si
entendemos que la buena conducta de un niño o de un recluso
depende sobre todo de las consecuencias asociadas a esa buena
conducta, entonces les entregaremos un punto verde o un cupón
canjeable por cigarrillos, golosinas, actividades lúdicas o cualquier
otro premio cuando se porten como hemos planeado. Estaremos
utilizando una técnica de economía de fichas.
Para la aproximación conductista, el cambio terapéutico viene a ser
la modificación de la probabilidad de que determinadas conductas
ocurran. El psicoterapeuta conductual gestiona las técnicas más
apropiadas para, o bien incrementar la probabilidad de que se dé una
conducta deseada, o bien disminuir la probabilidad de que se dé una
que no deseamos. Para lograr lo primero, reforzaremos la conducta
en cuestión positiva o negativamente, es decir, premiándola con algo
grato o eliminando alguna consecuencia ingrata preexistente. Para lo
segundo, eliminaremos estímulos que la desencadenan, o
intentaremos que se extinga a base de eliminar sus reforzadores, o la
castigaremos directamente (aunque existe acuerdo en que éste no es
el mejor procedimiento, ni desde el punto de vista ético ni de
eficiencia). También puede interesar que aparezcan conductas
nuevas, lo que se logra a través de modelamientos (imitación de un
modelo) o moldeamientos (aprendizaje paulatinamente reforzado).
Algunas técnicas conductuales pueden ser muy elaboradas. Lo son
las técnicas de contracondicionamiento, que se basan en la
incompatibilidad de ciertos procesos psicológicos. Según esto, no es
posible sentir ansiedad y estar relajado al mismo tiempo. Estas
técnicas son muy eficaces para eliminar miedos, partiendo del
principio de que el miedo es una respuesta condicionada. Quiere esto
decir que la cosa temida es un estímulo que podrá desencadenar
miedo o no, dependiendo de con qué lo hayamos asociado en el
pasado. Si descondicionamos esa respuesta, asociando el estímulo
temido –pongamos las arañas, los exámenes o volar en avión–
sistemáticamente a respuestas incompatibles con tener miedo, como
la relajación muscular, o estar sentado comiendo, el estímulo dejará
de evocar ansiedad. La desensibilización sistemática es un
procedimiento de este tipo. Se elabora una lista con la jerarquía de
las situaciones temidas, de más a menos. Por ejemplo: (1) esperando
a que llegue el profesor con los exámenes; (2) camino de la
universidad el día del examen; (3) durante la respuesta a las
preguntas; (4) acostarse el día antes del examen preguntándose si se
ha estudiado lo suficiente; etc. A continuación se entrena una
respuesta de relajación (suele utilizarse la relajación muscular
progresiva de Jacobson, ver Cautela y Groden, 1986). El proceso
continúa indicando al paciente que se relaje según lo aprendido, al
mismo tiempo que se encara el elemento que está más abajo en la
lista, a poder ser en vivo, y si no in vitro, simulando en el consultorio
la situación temida de la forma más aproximada posible. Cuando el
elemento que se entrena deja de desencadenar miedo, se afronta el
elemento siguiente y así se va subiendo en la lista.
La inundación o la implosión consisten precisamente en no
proceder gradualmente sino de una vez y a lo más alto en la lista
(meterse directamente en el ascensor, o colocarse una boa
constrictor como bufanda). Esto desencadena una fuerte reacción de
ansiedad, pero que no va seguida de consecuencias negativas, así
que de acuerdo con el principio de la extinción el estímulo pierde su
condición de desencadenante de miedo. El interesado debe
permanecer en contacto con el objeto temido, mal que le pese, el
suficiente tiempo como para que la respuesta de ansiedad remita.
Esto realmente ocurre así y funciona, pues nuestra capacidad de
pánico es limitada y cesa a partir de un determinado momento de
saturación.
Existe una gran cantidad de técnicas de modificación de conducta,
muy bien detalladas, muy fiables, basadas en todos los prototipos del
aprendizaje (el repaso que hemos hecho aquí es necesariamente
superficial, pero el lector interesado puede acudir a los muchos y muy
extensos manuales de modificación de conducta, como Caballo,
1998, o Labrador et al., 2001). El terapeuta de conducta debe tener
un conocimiento amplio de las técnicas y de los principios en los que
se basan. La relación y la alianza terapéutica se entienden
únicamente como el vehículo para ejecutarlas, aunque desde luego,
como cualquier otro terapeuta, buscan y se benefician de relaciones
empáticas con sus consultantes. Pero la mayor parte del éxito de la
psicoterapia conductual estriba precisamente en el énfasis en la
tecnología. Las técnicas conductuales suelen estar detalladamente
formuladas y su aplicación no entraña mucha dificultad, puede
hacerlo un enfermero, un educador, un padre convenientemente
entrenado. Los métodos en que se basa el éxito editorial de
autoayuda del doctor Estivill Duérmete, niño (Ediciones Debolsillo),
por poner un ejemplo muy conocido, proceden de la terapia de
conducta, y son aplicables de forma sencilla en base a unas
instrucciones concretas, según las cuales los padres del niño que no
quiere irse a la cama gestionan los refuerzos correspondientes.
Terapias cognitivas
Las terapias cognitivas también tienen la ventaja de ser
procedimientos muy bien detallados, con una programación
estandarizada de fácil seguimiento y con un importante aval de
investigaciones que las sustentan. Además, y no menos importante,
las terapias cognitivas encajan espontáneamente con las expectativas
de los consultantes, pues operan con una visión de la vida y de los
problemas muy similar a como lo hace nuestro sentido o cultura
común. El esquema A-B-C (ver capítulo 3) es de muy fácil
comprensión, pues lo tenemos culturalmente asumido: lo que me ha
ocurrido no es el problema, sino la importancia que yo le doy a lo que
me ha ocurrido. En otras palabras, nuestro bienestar psicológico
depende de la forma en que percibimos, explicamos o en definitiva
procesamos psicológicamente el mundo que nos rodea.
Para proceder en terapia según los presupuestos cognitivos lo
primero es averiguar la forma en que el interesado estructura su
experiencia del mundo, para después llevar a cabo su
reestructuración. Para explorar esto existen instrumentos variados,
que dependen de cada propuesta psicoterapéutica concreta. Por
ejemplo, en la Terapia Racional Emotiva (Ellis y Grieger, 1981) se
buscan las creencias irracionales (las B del esquema) a través de
cuestionarios. También se pueden utilizar auto-registros diarios para
localizar pensamientos distorsionados que aparecen en determinadas
situaciones problemáticas, o auto-interrogatorios en relación a
determinados acontecimientos. Por ejemplo, haber suspendido un
examen. ¿Qué es lo que considero horrible respecto a esa situación?
¿Cuáles son las necesidades que experimento al ver mi nota? ¿Qué
reproches me hago a mí y a los demás acerca del suspenso? Otra
posibilidad es intentar descubrir la llamada necesidad perturbadora:
expectativas sobre uno mismo, los demás o el transcurso de las
cosas. Son frases que contienen el verbo deber: Yo debería actuar de
tal modo, tú deberías sentir tales cosas, la situación equis debería
haber terminado de tal manera, etc.
Una vez identificadas las cogniciones que deben cambiar, se
cuestiona su validez sometiéndolas a análisis o discusión. Hay
diversos métodos para ello:
Terapias humanistas
Aunque el nombre pueda llamar a confusión, pues las demás
escuelas terapéuticas no pueden calificarse de “no humanistas”, lo
cierto es que lo que caracteriza a éstas es su interés en la persona
como ser completo (el ser humano) que se encuentra en un proceso
continuo de crecimiento hacia su pleno potencial. El intento de
división del sujeto en partes analizables de forma independiente (la
psique, o las cogniciones, o el sistema nervioso, o el comportamiento)
lo desvirtúan, tanto por ser parciales como por extraerlo de su
contexto, que es la tendencia a la autorrealización saludable. Así, un
terapeuta humanista no enseña ni entrena, lo que hace es ayudar a
definirse a uno mismo.
Para ejemplificar lo que se hace en la terapia tomaremos un modelo
psicoterapéutico concreto, ya que precisamente en el campo de las
terapias humanistas el modo de escenificar la terapia cambia
notablemente de unas propuestas a otras. La terapia Gestalt es un
buen ejemplo por su gran difusión.
La relación que une a la terapia de conducta con el conductismo, o
la terapia cognitiva con la psicología cognitiva, no es comparable con
la relación entre la terapia gestáltica y la psicología de la “forma”
(como se ha traducido a veces, a falta de un equivalente en
castellano para Gestalt), la escuela alemana que a principios del siglo
XX destacó por su original planteamiento experimental en torno a los
fenómenos relacionados con la percepción. La terapia Gestalt no
proviene teóricamente de la psicología de la Gestalt, pero sí toma de
ella el nombre y algunas ideas o principios, sobre todo los
relacionados con la comprensión de los fenómenos de forma global.
Los psicólogos de la Gestalt defendían una visión no analítica sino
integral, sintética de los fenómenos perceptivos. Si analizamos cada
árbol, no podremos ver el bosque ni comprenderlo. Esta perspectiva
permitió interesantes descubrimientos, como el fenómeno Phi o de
movimiento aparente (Wertheimer, 1912), según el cual interpretamos
luces que se encienden y se apagan alternativamente como una sola
luz en movimiento (como en los tradicionales letreros luminosos de
los cines), o el aprendizaje tipo insight, que se produce una vez que
los elementos presentes en la situación han sido percibidos en su
conjunto, como ocurría con los chimpancés hambrientos de Köhler
(1921), que parecían dar repentinamente con la solución para
alcanzar los plátanos juntando varias cajas para encaramarse.
La terapia Gestalt se basa en estas ideas más con carácter
metafórico que como sustento teórico de los principios del cambo
terapéutico. La ley del cierre, que para los psicólogos de la Gestalt
describe la tendencia a percibir formas cerradas aunque no lo estén,
es utilizada en la clínica por los terapeutas gestálticos para explicar
situaciones de insatisfacción personal o de obstáculo. Los asuntos
pendientes, no resueltos, sin “cerrar”, dan lugar a situaciones vitales
“incompletas”. La propensión saludable es a cerrarlas, en el sentido
figurado de la palabra (despedirnos de seres que han partido, resolver
conflictos, concluir tareas, etc.), de forma que dejen paso a
situaciones nuevas. Cada vez que logramos una satisfacción o
superamos un obstáculo, se está cerrando una Gestalt y podremos
entrar en contacto con otras. En este sentido, las neurosis son
asuntos pendientes con impedimentos para su cierre más severos de
lo normal (puede verse en los escritos del fundador de la terapia
Gestalt, Perls, 1976).
Para los psicoterapeutas gestálticos, los problemas psicológicos (a
los que les gusta llamar “neurosis”) poseen un importante
componente de evitación, y conforme a ello la curación tiene mucho
que ver con el afrontamiento. El individuo neurótico, y todos lo somos
en mayor o menor medida, evita emociones incómodas, tanto en
pensamiento como en obra, lo que lleva a que las Gestalten no se
cierren. La experiencia vital se reduce, los contactos se limitan. Esta
evitación pudo ser al principio una defensa adaptativa y justificada,
pero una vez incorporada a nuestro modo de operar habitual restringe
nuestra vida. Las respuestas se tornan automatismos, estereotipos8.
La terapia obliga al paciente a enfrentarse con las emociones tanto
negativas como positivas, a experimentarlas y en consecuencia a
darse cuenta de aquello que, por ser problemático, se ha venido
evitando. Así se recuperan las partes de uno mismo que han estado
alienadas. Utilizando también metafóricamente el principio oriental de
los contrarios o yin-yang (hay que saber que Perls, lo mismo que en
general todo el movimiento humanista de los años 60, estaba
considerablemente influido por la estética y la cultura orientales), esos
segmentos que rechazamos pueden entenderse como
correspondientes a un polo de dos opuestos, de manera que el
desequilibrio psicológico se da cuando, debido al rechazo de un polo,
se bloquee la toma de conciencia de toda la parte de nuestro ser
correspondiente al polo rechazado.
Como en todas las terapias de la familia humanista, la Gestalt
señala de manera preeminente el concepto de la propia
responsabilidad como uno de los ejes principales del trabajo
terapéutico. Cada cuál es responsable de todo lo que le sucede, de lo
que hace y de lo que expresa. En esto la Gestalt concuerda
plenamente con la visión existencialista de la vida, que entiende que
el individuo solo lo es en la medida en que decide por sí mismo. En la
práctica no siempre es fácil pasar de la posición cómoda de
culpabilizar al entorno a hacerse cargo de la propia conducta y sus
consecuencias. Las técnicas para lograrlo pueden ser aparentemente
tan sencillas como hablar siempre de uno mismo, prohibiendo los
pronombres impersonales y las frases en tercera persona, o los
verbos que indican obligación. «A nadie le gusta que le ignoren»
significa en realidad «me duele cuando me ignoras», siendo la
segunda formulación mucho más significativa y aprovechable
psicológicamente hablando. También lo es mucho más decir «no
quiero seguir, voy a romper esta relación» que «no puedo más, tengo
que romper esta relación», aunque ello nos ponga en una situación
más difícil, pues remite a una decisión propia y nos carga de
responsabilidad. Nuestro lenguaje está plagado de fórmulas
impersonales y es un buen ejercicio para cualquiera de nosotros,
neuróticos o no, observar cómo las utilizamos para darnos distancia o
eludir compromisos.
Otra postura característica del terapeuta Gestalt es su interés
principal por el presente. No le interesan las causas de las cosas (lo
qué ya ocurrió) sino los procesos (qué y cómo está ocurriendo).
Nunca hace preguntas que empiezan con por qué (también proscritas
en las terapias sistémicas), pues conllevan una referencia al pasado y
no proporcionan respuestas útiles. El darse cuenta y el ser consciente
de las cosas se consigue haciéndose las preguntas “qué” y “cómo”
(los sistémicos, dicho sea de paso, se preguntarían más bien “para
qué”).
Una de las técnicas más propias de la Gestalt es el diálogo de la
silla vacía, o caliente (del inglés hot chair). Es una representación
dramática en la que el paciente toma alternativamente el papel de dos
aspectos o interlocutores en el mismo diálogo, valiéndose de una silla
vacía físicamente presente como sede de la otra parte. El terapeuta
modera el diálogo, sugiriendo los momentos de cambio de silla. Se
usa para problemas no resueltos con otros o para dos partes de uno
mismo de algún modo en conflicto (lo adulto y lo infantil, ser amable y
ser estúpido). En este procedimiento se supone que la persona entra
en contacto con emociones que ha estado suprimiendo y que gracias
a ello se movilizan. Le permite o le obliga a experimentar
abiertamente los sentimientos que se estaban evitando hacia la otra
persona o la otra parte de sí mismo.
Terapias sistémicas
Los sistémicos destierran de su modelo y de su vocabulario las ideas
convencionales de psicopatología, de diagnóstico y de síntoma. Lo
que los psicoterapeutas tratan no son síntomas, sino fracasos (Ezama
Coto et al, 2010), fracasos en que dejen de ocurrir las cosas que son
calificadas de indeseables, por uno mismo o por otros. La sistémica
hace particularmente suya, más que otros modelos, la idea
proveniente del MRI de que los intentos de solución forman parte del
problema (Watzlawick et al, 1974). Cuando un consultante acude a
terapia, ya ha intentado por muchos medios que las cosas vayan
mejor, o lo que es lo mismo, que no se repita la situación en la que
ocurren los hechos que motivan la consulta. No es infrecuente que
estos intentos –que pueden incluir de todo, desde poner en práctica
consejos de amigos hasta terapias anteriores que no han funcionado–
constituyan en sí mismos el problema, o al menos contribuyan a que
la situación haya empeorado. Según esto, siempre hay dos clases de
acciones implicadas en los problemas clínicos de las personas: las
que producen los motivos de la queja original y las que fracasan en
evitarlos.
Pues bien, la cuestión es que en estas acciones siempre hay
implicadas más personas aparte del propio actor, puesto que el éxito
o fracaso de nuestras actividades humanas depende en gran medida
de las facilidades o de los obstáculos que nos pongan los demás. Por
eso, la sistémica sostiene que una teoría psicológica que no incluya a
las personas que se ven afectadas directa o indirectamente por los
problemas clínicos –principalmente los parientes más cercanos– es
una teoría incompleta.
El procedimiento terapéutico sistémico posee una puesta en escena
peculiar. Siempre que es posible las sesiones tienen lugar con varios
consultantes y no con uno solo, mejor con la familia al completo o al
menos con los miembros más directamente implicados en el
problema. Es preferible, aunque los costes no suelan permitirlo, que
tampoco el terapeuta trabaje solo sino en equipo, con al menos otro
observando la sesión a través de un espejo unidireccional o de un
circuito cerrado de televisión. Poco antes de concluir la sesión, que
puede durar bastante más de una hora, el terapeuta principal
abandona la sala para recibir retroalimentación de sus colegas y
pensar juntos las prescripciones que los consultantes se llevarán a
casa. Las sesiones además suelen estar temporalmente bastante
distanciadas, entre dos y cuatro semanas, pues se supone que los
cambios se dan gracias a lo que ha ocurrido en la sesión pero una
vez fuera de ella, en la vida real, y para eso hay que dejar tiempo. En
general son terapias cortas, con unas diez sesiones como máximo, y
es muy raro que superen las 15.
El terapeuta sistémico trabaja basándose en una hipótesis que ha
formulado a través de la definición del sistema (qué estructura tiene la
familia y cuáles son sus reglas de funcionamiento), la definición del
problema en términos sistémicos (cuándo aparece el problema, cómo
se manifiesta, a quién afecta y cómo) y los intentos de solución
anteriores y hasta qué punto han funcionado. La hipótesis de trabajo
se formula de manera que contenga las posibilidades de intervención
y de cambio. Lo mismo que una hipótesis en ciencia, no es verdadera
o falsa, solo más o menos útil. Consiste en una afirmación que da
explicación al síntoma incluyendo a los miembros de la familia
afectados por él. Un ejemplo muy sencillo: el niño da mucha guerra
para irse a la cama de modo que sus padres eluden hablar de su
conflicto conyugal. Expresa un supuesto círculo vicioso, en el que los
copartícipes están atrapados, que será el que hay que intentar romper
con las intervenciones.
El ciclo vital
En este punto es obligado introducir el concepto también
típicamente sistémico del ciclo vital familiar, porque muchas hipótesis
se enuncian apelando a que alguna etapa de este ciclo vital no se ha
resuelto de una forma satisfactoria. A pesar de la evocación
psicoanalítica de esta frase, los planteamientos sistémicos nada
tienen nada que ver con los psicodinámicos, ni en teoría ni en la
práctica.
A lo largo de la historia de una familia, sus miembros va pasando
por una serie etapas vitales en una secuencia previsible, porque
forman parte de momentos del desarrollo comunes a todos nosotros.
Dentro de cada una de esas etapas surgen determinadas tareas o
desafíos que es necesario resolver y que están siempre relacionados
con los cambios y con los reajustes a los que la familia se ve obligada
por las circunstancias propias de esa etapa. En consecuencia, las
personas a veces tienen que hacer cosas nuevas porque su
repertorio habitual de habilidades se queda corto. Esto puede suponer
una crisis, que no es otra cosa que una etapa de adaptación personal
y/o de reorganización.
El ciclo vital no recoge acontecimientos inesperados, que también
pueden introducir cambios en las familias, sino solo las etapas
previsibles (véase también Navarro Góngora, 1992). Cada vez más,
las familias se transforman como consecuencia de rupturas y nuevos
enlaces que complican los árboles genealógicos. Con frecuencia
creciente las etapas que recogen los esquemas clásicos del ciclo vital
se superponen, se repiten o se cruzan. Para simplificar las cosas,
veremos las fases del ciclo vital estándar, el de una familia sin
divorcios y con ambos cónyuges de edad similar:
Todas las personas que vivan en pareja y tengan hijos pasarán por
estas etapas, deberán enfrentarse a la resolución de las tareas
correspondientes y lo harán de forma más o menos eficaz. Existen
teorías psicopatológicas que sostienen que el ciclo vital es el guión
clave para entender la enfermedad mental (por ejemplo, Cancrini y La
Rosa, 1996). Esta perspectiva coloca el origen de todos los
problemas psíquicos en las etapas relacionadas con la individuación,
cuando los hijos maduran y amplían naturalmente sus horizontes
fuera de la familia, y en concreto con las trabas y dificultades que se
encuentran en este proceso. En todo caso, es en los momentos de
crisis (entendiendo crisis como el necesario afrontamiento de un
cambio) cuando se evidencia la fortaleza o la fragilidad de los
individuos y de las familias. La solución de los problemas puede pasar
por retroceder al momento del ciclo vital en el que han quedado
tareas sin resolver y afrontarlas. Supongamos que una joven pareja
no ha definido claramente y a satisfacción de ambos sus derechos y
obligaciones mutuos (quién limpia o cocina, quién aporta el dinero,
qué relaciones se mantendrán al margen de la pareja, etc.). Cuando
nazca un bebé se encontrarán con dificultades mucho más serias
para la necesaria reorganización de esos derechos y obligaciones
que si hubieran cerrado la etapa anterior de forma adecuada.
Técnicas sistémicas
Lo primero que hace un terapeuta sistémico es confeccionar el
genograma de la familia y el cronograma del problema. El primero es
una representación gráfica parecida a un árbol genealógico que
contiene toda la información relevante sobre la familia nuclear y
extensa durante al menos tres generaciones e incluyendo tíos,
primos, cuñados, etc., siempre que tengan una relación relevante con
quien consulta (McGoldrick y Gerson, 2003). En él se reflejan la edad,
ocupación y tipo de relación de cada miembro con el consultante y los
acontecimientos importantes que hayan ocurrido en sus vidas. Es
extremadamente útil para quien trabaja con familias, pues permite
apreciar de un vistazo cómo es la estructura familiar. El cronograma
es un relato cronológico de todos los acontecimientos familiares
importantes, con especial foco en el desarrollo temporal del problema
que lleva a consultar.
Una de las cosas que más llama la atención de los terapeutas
sistémicos son las extrañas preguntas que hacen. Sus técnicas de
interrogación sirven a la evaluación del problema, pero no solo,
también se consideran en sí mismas intervenciones terapéuticas. Las
preguntas circulares revelan procesos peculiares de interacción: son
preguntas a una tercera persona sobre algo que concierne a otra u
otras. ¿Qué contestaría tu marido si le preguntara qué opina tu madre
sobre lo que hiciste? Desde la perspectiva de la niña, ¿qué es lo que
más le duele a su padre cuando discutís? Cuando tu madre sale con
sus amigas, ¿a cuál de tus dos hermanos le afecta más la reacción
de tu padre? ¿Qué tendría que hacer tu madre para que tu hermana
recayera en su anorexia? Como se puede ver, las preguntas son a
veces enrevesadas pero tremendamente fértiles, pues las respuestas
no solo ofrecen información clínica importante para el terapeuta sino
cambios de perspectiva para quien responde, y más aún para quien
escucha la respuesta, pues se formulan también estando presentes
en la consulta las personas susodichas.
La pregunta del milagro, también llamada del hada madrina, sirve
sobre todo para definir los objetivos que se quieren conseguir con la
terapia, pero también indican al propio consultante hacia dónde
dirigirse para mejorar las cosas. Durante la noche el problema se
soluciona (milagrosamente, porque tu hada madrina te toque con su
varita mientras duermes, por ejemplo). Mañana te levantas y no lo
sabes, pero el problema ya no está. ¿Qué es diferente entonces? ¿En
qué notas la ausencia del problema? ¿En qué lo notan los demás?
¿Quién sería el primero en notarlo? ¿Si tuvieras que hacer “como si”
el problema aún estuviera, qué sería lo primero que harías? ¿Quién lo
vería primero?
Además de las técnicas que tienen lugar en el transcurso de las
sesiones, los terapeutas sistémicos siempre envían a sus
consultantes a casa con encargos para hacer. Las prescripciones
pueden ser sumamente variadas e ingeniosas. No suelen ser cosas
que uno deba “aprender”, es decir, destinadas a enriquecer el
repertorio conductual del individuo o de la familia, sino más bien a
cortocircuitar círculos viciosos y a colocar a la familia en la situación
de tener que hacer las cosas de otra manera. Se le puede indicar a
una esposa que mientras discute con su marido se suba a una silla; a
un niño que acumule muchas monedas de un céntimo y las entregue
a sus compañeros de clase cada vez que se burlen de él; al indeciso
que se comporte los lunes miércoles y viernes como si hubiera
tomado determinada la decisión y el resto de los días como si hubiera
tomado la contraria. Las técnicas sistémicas son verdaderamente
peculiares y algunas muy complejas, basten estos pocos ejemplos
como indicación. Véase, eso sí, cómo todas ellas están dirigidas a
incidir sobre la forma que las personas tienen de interactuar con otras
y no a sus comportamientos aislados.