La bomba atómica se gestó en el ámbito de la comunidad científica.
Expertos en física nuclear
como Eugene Paul Wigner y Leó Szilárd —ambos judíos de procedencia húngara— estaban convencidos de las posibilidades reales de fabricar una nueva bomba, partiendo de los grandes avances experimentados en torno a la fisión del átomo. Conscientes de sus insondables repercusiones, no ocultaron su preocupación acerca de los progresos científicos que, en materia nuclear, se venían obteniendo en los laboratorios de la Alemania nazi, llegando, incluso, a la conclusión de que un arma tan poderosa podía guiar a Adolf Hitler a la consecución de su sueño de dominación mundial. Alertados por esta circunstancia, decidieron invitar a uno de los científicos estelares del momento, por otra parte, enemigo acérrimo del nazismo: Albert Einstein. Previa aceptación, y como integrante del equipo de investigación, Einstein fue uno de los firmantes de una carta, junto con otros hombres de ciencia, como Enrico Fermi o el propio Szilárd, que fue remitida a Franklin D. Roosevelt con fecha de 2 de agosto de 1939. Grosso modo, en la misma hacían saber al presidente estadounidense de su puntual conocimiento de los últimos resultados obtenidos por científicos como Fermi y Szilárd, lo que le llevaba a la conclusión de que el uranio