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Lecturas Recomendadas

sobre la Doctrina de la Santificación

Editor
Alejandro Peluffo

Julio, 2019
Contenido

Prefacio ................................................................................................................. 1

La Doctrina Clásica Protestante de la Santificación, J. C. Ryle ........................... 2

La Doctrina de la Santificación, Wayne Grudem ............................................... 17

La Santificación, El Crecimiento en la Semejanza de Cristo, John Murray ...... 29

8 Reglas para Crecer en la Piedad, Tim Challies ............................................... 44

Los Cinco Factores Clave en la Santificación, David Powlison ........................ 47

La Visión Chaferiana de la Santificación, Alejandro Peluffo ............................ 50

Advertencias para Nuestro Tiempo, J. C. Ryle .................................................. 64


Prefacio

Vivimos en un tiempo de mucha confusión acerca de la santificación bíblica.


Abundan paradigmas falsos que prometen mucho, pero consiguen muy poco. Sin poder
contra los deseos de la carne, e incapaces de producir verdadera santidad en los hijos de
Dios. Aún luego de casi doscientos años, siguen existiendo “campañas de avivamiento”,
donde se supone que los creyentes derrotados por sus hábitos pecaminosos recobrarán
impulso luego de un puñado de sermones emocionales, con su correspondiente llamado
al “altar” a re-dedicar la vida a Cristo. En el otro extremo de la oferta de “secretos” y
“claves” para la vida cristiana superior, asombra ver en las librerías cristianas
reimpresiones del libro católico romano, Los Ejercicios Espirituales de Ignacio de
Loyola, religioso español fundador de la Compañía de Jesús (conocidos como jesuitas),
órgano principal de la contrarreforma.
En los últimos diez años ha surgido una controversia dentro de las filas
evangélicas sobre el rol de Dios y el rol de los creyentes en la santificación. Uno de los
bandos propone una especie de quietismo, dónde el creyente debe solo limitarse a dejar
que Dios obre. Por el otro lado, existen algunos de enfatizan tanto el obrar del creyente,
que caen en nuevas formas de piedad legalista, midiendo la santidad con la cantidad de
reglas que se obedecen.
A todo este escenario se suma la evidente debilidad del cristianismo
contemporáneo, con la mundanalidad invadiendo las iglesias, la cultura del
entretenimiento que seduce las mentes de los jóvenes (y los no tanto), y la creciente
ignorancia de las Escrituras. Todo este “combo” parece paralizar a muchos creyentes
frustrados, sumidos en la derrota y la culpa por no poder controlar sus apetitos,
cuestionando si de verdad serán salvos, pues no ven en sus vidas ningún poder que
“funcione” para triunfar sobre la carne, el mundo y Satanás.
Visiones erradas de la santificación tienen efectos desastrosos, o bien
impulsando al extremo de la mundanalidad desenfrenada o al opuesto del legalismo
sofocante. Es vital entonces tener una visión bíblica correcta y clara sobre cómo Dios
nos transforma a la semejanza de Su Hijo, por medio de la agencia del Espíritu Santo,
que utiliza los esfuerzos del creyente, guiados por Su Palabra.
Esta pequeña colección de escritos se centra en obras de la antigüedad, no tanto
por respetar los derechos de autor, sino principalmente porque estamos convencidos que
la doctrina clásica protestante de la santificación es la que más hace justicia a la Biblia.
Por demasiados años la visión más popular de la santificación en el evangelicalismo ha
sido influenciada por las falsas enseñanzas de los movimientos de la vida superior, y la
santificación por fe. Las primeras tres lecturas corresponden al entendimiento clásico
protestante de la santificación; las dos siguientes abordan el aspecto práctico de que
hacer entonces; y las dos finales son una crítica a las ideas antibíblicas que más
influencia han tenido sobre el movimiento evangélico que conocemos.

1
La Doctrina Clásica Protestante de la Santificación
J. C. Ryle

J. C. Ryle, La Santidad: Su Naturaleza, Obstáculos, Dificultades y Raíces, trad. Chapel


Library, Cap. 2 (Pensacola, FL: Chapel Library, 2015), 33–51.
Un clásico escrito en 1877, de lectura ágil y penetrante, pues es no solo escritural sino
expositivo en su método. J. C. Ryle (1816–1900) fue el primer obispo anglicano de
Liverpool y un escritor cristiano muy leído, por su maravillosa sencillez de estilo. La
manera en que Ryle usa las Escrituras da a sus escritos verdadera autoridad divina. Su
inspiración son los puritanos, y su manera de exponer es clara e implacablemente
lógica. El libro más famoso de Ryle es Santidad, una colección de veinte ensayos sobre
ese tema, especialmente escrito para contrarrestar los errores del movimiento de la
“vida espiritual”.

Me temo que la cuestión de la santificación desagrade profundamente a muchos.


Algunos hasta la dejan de lado con desprecio y sarcasmo. Lo último que desearían ser es
un “santo” o un hombre “santificado”. Sin embargo, esta cuestión no merece tratarse
así: no es un enemigo, sino un amigo.
Esta es una cuestión de la mayor importancia para nuestras almas. Si la Biblia es
cierta, cierto es que no nos salvaremos a menos que estemos “santificados”. Según la
Biblia, hay tres cosas que son completamente necesarias para la salvación de todo
hombre y mujer de la Cristiandad: la justificación, la regeneración y la santificación.
Las tres se dan cita en todo hijo de Dios: ha nacido de nuevo, y está santificado, así
como justificado. Quien carece de una de estas tres cosas no es un verdadero cristiano a
ojos de Dios y, de morir en ese estado, no se hallará en el Cielo ni será glorificado en el
último día.
Se trata de una cuestión de gran actualidad en estos tiempos. Últimamente han
surgido doctrinas extrañas en lo referente a toda la cuestión de la santificación. Algunos
parecen confundirla con la justificación. Otros, con un fingido celo por la libre gracia, la
devalúan y prácticamente la descuidan por completo. Otros temen de tal modo que se
convierta a las “obras” en parte de la justificación que apenas dejan lugar alguno para
ellas en su vida religiosa. Otros aún se fijan el listón de la santificación a una altura
equivocada y, al no poder alcanzarlo, malgastan sus vidas vagando de iglesia en iglesia,
de capilla en capilla y de secta en secta, con la vana de esperanza de encontrar lo que
buscan. En tiempos como estos una consideración sosegada de la cuestión, como una de
las grandes doctrinas del evangelio, puede ser de gran ayuda para nuestras almas.
1. Consideremos, en primer lugar, la verdadera naturaleza de la santificación.
2. Consideremos, en segundo lugar, las señales visibles de la santificación.
3. Consideremos, en último lugar, en qué se asemejan la justificación y la
santificación y en qué difieren.
Si, por desgracia, el lector de estas páginas es una de esas personas a las que
solo les preocupa el mundo, y no hacen una profesión de fe, no puedo esperar que sienta
gran interés por lo que escribo. Probablemente pienses que se trata de un asunto “de
palabras y de nombres”, y de cuestiones curiosas acerca de las que no importa lo que se

2
3

crea o se sostenga. Pero si eres un cristiano reflexivo, razonable y sensato me aventuro a


decir que considerarás valioso tener algunas ideas claras con respecto a la santificación.

1. La naturaleza de la santificación
En primer lugar, hemos de considerar la naturaleza de la santificación. ¿A qué se
refiere la Biblia cuando habla de un hombre “santificado”?
La santificación es esa obra espiritual interior que el Señor Jesucristo obra en un
hombre, por medio del Espíritu Santo, cuando le llama a ser un verdadero creyente. No
solamente lo lava en su sangre, sino que lo aparta de su amor natural hacia el pecado y
el mundo, pone un nuevo principio en su corazón y le hace piadoso en su vida práctica.
Por regla general, el instrumento que utiliza el Espíritu para llevar a cabo esta obra es la
Palabra de Dios, aunque en ocasiones utilice el sufrimiento y las visitaciones
providenciales “sin palabra” (1 Pe 3:1). En la Escritura al objeto de esta obra de Cristo
por medio de su Espíritu se le denomina hombre “santificado”.1
Quien imagine que Jesucristo solo vivió, murió y resucitó a fin de proporcionar
la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene mucho que aprender. Lo
sepa o no, está deshonrando a nuestro bendito Señor y lo está mutilando como Salvador.
El Señor Jesús se ha encargado de todo lo que necesitan las almas de su pueblo: no
solamente para liberarlas de la culpa de sus pecados por medio de su muerte expiatoria,
sino también del dominio de sus pecados, poniendo el Espíritu Santo en sus corazones;
no solamente para justificarlas, sino también para santificarlas. Así, pues, él no es solo
su “justicia”, sino también su “santificación” (1 Cor 1:30). Escuchemos lo que dice la
Biblia: “Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean
santificados”; “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla”; “Se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y
purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”; “Llevó él mismo nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los
pecados, vivamos a la justicia”; “[Nos] ha reconciliado en su cuerpo de carne, por
medio de la muerte, para [presentarnos] santos y sin mancha e irreprensibles delante de
él” (Jn 17:9; Ef 5:25, 26; Tito 2:14; 1 Pe 2:24; Col 1:21, 22). Reflexionemos acerca del
sentido de estos cinco textos: si las palabras sirven de algo, enseñan que Cristo es tan
responsable de la santificación como de la justificación de su pueblo creyente. Ambas
quedan cubiertas por igual en ese “pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, [que]
será guardado”, del cual Cristo es el Mediador. De hecho, hay un pasaje en el que se
denomina a Cristo “el que santifica”, y a su pueblo “los que son santificados” (Heb
2:11).

1
“Las Escrituras mencionan una doble santificación y, en consecuencia, hay una doble santidad.
La
primera es común a las personas y cosas, consistiendo en una dedicación, consagración o separación
singulares de ellas para el servicio de Dios, por su propio nombramiento, por el cual se hacen santos. Esto
se aplica a los sacerdotes y levitas de antaño; el arca, el altar, el tabernáculo y el templo que eran
santificados y hechos santos y, ciertamente, en toda santidad hay una dedicación y separación singular
para Dios. Pero en el sentido mencionado, la suya era solitaria y, exclusivamente, de él. Nada se
relacionaba con esta separación sagrada ni había ningún otro efecto de esta santificación. Pero, en
segundo lugar, hay otro tipo de santificación y santidad, este apartarse para Dios no es lo primero
realizado ni lo intencionado, sino una consecuencia y efecto de ella. Ésta es real en el interior, por la
comunicación de un principio de santidad de nuestra naturaleza, desarrollado con su práctica de actos y
deberes de obediencia santa a Dios. Esto es lo que buscamos”, John Owen (1616-1683) acerca del
Espíritu Santo, Works (Obras), Tomo 3, 370, edición de Goold.
4

La cuestión que tenemos ante nosotros es de tal profundidad e importancia que


exige ser acotada, protegida, purgada y matizada en todos los aspectos. Una doctrina
necesaria para la salvación nunca puede tratarse ni exponerse lo suficientemente a
fondo. Despejar la confusión entre unas doctrinas y otras —cosa tristemente común
entre los cristianos—, y delimitar la relación que tienen unas verdades con otras en la
religión es una de las maneras de alcanzar la precisión en nuestra teología. No vacilaré,
pues, en presentar a mis lectores una serie de proposiciones o afirmaciones
interconectadas, extraídas de la Escritura, que considero de utilidad a la hora de definir
la naturaleza exacta de la santificación.
1. La santificación es, pues, el resultado invariable de esa unión vital con
Cristo que proporciona la fe genuina al cristiano. “El que permanece en mí, y yo en él,
éste lleva mucho fruto” (Jn 15:5). El pámpano que no da fruto no es un pámpano vivo
de la vid. La unión con Cristo que no produce un efecto en el corazón y en la vida no es
más que una mera unión formal carente de valor ante Dios. La fe que no tiene una
influencia santificadora en el carácter no es mejor que la fe de los demonios. Es una “fe
muerta porque está sola”. No es el don de Dios, no es la fe de los elegidos de Dios. En
resumen, donde la vida no está santificada no existe una verdadera fe en Cristo. La fe
verdadera obra por medio del amor. Constriñe a un hombre a vivir para el Señor desde
un profundo sentimiento de gratitud por la redención. Le hace sentir que nunca puede
hacer lo suficiente por quien murió por él. Al habérsele perdonado mucho, ama mucho.
Aquel que ha sido limpiado por la sangre, anda en la luz. Aquel que tiene una esperanza
viva y genuina en Cristo, se purifica a sí mismo, así como él es puro (Stg 2:17–20; Tito
1:1; Gal 5:6; 1 Jn 1:7; 3:3).
2. La santificación, por otro lado, es el resultado y la consecuencia
concomitante de la regeneración. Quien ha nacido de nuevo y ha sido hecho una
criatura nueva recibe una nueva naturaleza y un nuevo principio, y siempre vive una
vida nueva. La regeneración compatible con una vida de disipación y mundanalidad es
un invento de teólogos heréticos, pero jamás se menciona en la Escritura. Por el
contrario, Juan dice expresamente que “todo aquel que es nacido de Dios, no practica el
pecado”, “hace justicia”, “ama a su hermano” y “vence al mundo” (1 Jn 2:29; 3:9–14;
5:4–18). En pocas palabras, donde no hay santificación no hay regeneración, y donde no
hay vida santa no hay nuevo nacimiento. Es indudable que esto resulta duro de oír para
muchos, pero —ya sea duro o no lo sea— es la pura verdad bíblica. Está escrito
claramente que cuando alguien es nacido de Dios la “simiente de Dios permanece en él;
y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn 3:9).
3. La santificación, por otro lado, es la única prueba segura de esa presencia
del Espíritu Santo que es esencial para la salvación. “Si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, no es de él” (Ro 8:9). El Espíritu nunca hiberna o está ocioso en el alma: siempre
se hace notar por el fruto que engendra en el corazón, el carácter y la vida. “El fruto del
Espíritu —dice Pablo— es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza” y cosas tales como esas (Gal 5:22). Allí donde estas cosas
estén presentes también lo estará el Espíritu; y donde estén ausentes, los hombres
estarán muertos a los ojos de Dios. El Espíritu se compara con el viento y, tal como
sucede con este, no podemos verlo con nuestros ojos físicos. Pero, así como sabemos
que hay viento por el efecto que produce en las olas, los árboles y el humo, podemos
saber que el Espíritu está en un hombre por medio de los efectos que produce en su
conducta. Es una insensatez considerar que tenemos el Espíritu si no “[andamos]
también por el Espíritu” (Gal 5:25). Podemos tener la certeza axiomática de que donde
5

no hay vida santa no hay Espíritu Santo. La santificación es el sello que pone el Espíritu
en el pueblo de Cristo. Todos los que son “guiados por el Espíritu de Dios [y solo ellos]
son hijos de Dios” (Ro 8:14).
4. La santificación, por otro lado, es la única señal segura de la elección de
Dios. Es indudable que los nombres y el número de los elegidos son algo secreto, que
Dios ha guardado sabiamente a recaudo y no ha revelado al hombre. No se nos concede
a nosotros, en este mundo, estudiar las páginas del Libro de la Vida y ver si nuestros
nombres están inscritos en él. Pero sí se deja bastante claro con respecto a la elección
que las mujeres y los hombres elegidos pueden conocerse y distinguirse por sus vidas
santas. Está escrito expresamente que los tales son “elegidos […] en santificación”;
“[escogidos] […] mediante la santificación”; “[predestinados] para que fuesen hechos
conformes a la imagen de su Hijo”; que Dios “nos escogió en él [en Cristo] antes de la
fundación del mundo, para que fuésemos santos”. De este modo, cuando Pablo ve que la
“fe” y el “amor”, así como la paciente “esperanza”, de los creyentes tesalonicenses
están actuando, dice: “Conocemos […] vuestra elección” (1 Pe 2:2; 2 Tes 2:13; Ro
8:29; Ef 1:4; 1 Tes 1:3, 4). Quien se jacta de ser uno de los elegidos de Dios y, a la vez,
vive deliberada y continuadamente en pecado solo se está engañando a sí mismo y
profiriendo una vil blasfemia. Por supuesto, es difícil saber lo que son realmente las
personas y al final muchos que aparentan una profesión de fe convincente, quizá
resulten ser hipócritas corruptos hasta la médula. Pero donde no hay como mínimo
alguna muestra de santificación, podemos estar del todo seguros de que tampoco hay
elección. El catecismo de la Iglesia enseña sabia y correctamente que el Espíritu Santo
“santifica a todo el pueblo elegido de Dios”.
5. La santificación, por otro lado, siempre es visible. Al igual que la Cabeza de
la Iglesia de quien brota, no puede “permanecer oculta”. “Cada árbol se conoce por su
fruto” (Lc 6:44). Una persona verdaderamente santificada puede estar tan revestida de
humildad que no vea más que debilidades y defectos en sí misma. Igual que Moisés,
cuando descendió del monte, puede que no sea consciente del resplandor de su rostro.
Igual que los justos, en la gran parábola de las ovejas y los cabritos, puede que
considere que no ha hecho nada digno de la atención y los elogios de su Señor:
“¿Cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos?” (Mt 25:37). Pero lo vea en sí mismo
o no, los demás siempre verán en él una conducta, unos gustos, un carácter y unos
hábitos distintos de los del resto de las personas. La mismísima idea de que un hombre
esté “santificado” sin que se vea santidad en su vida es una solemne insensatez y una
contradicción. Quizá la luz sea muy trémula; pero en una habitación oscura una sola
chispa ya es visible. Quizá la vida sea muy débil; pero basta con que haya un poco de
pulso para que pueda percibirse. Lo mismo sucede con el hombre santificado: su
santificación será algo perceptible y visible, aunque él mismo no lo entienda. ¡Un
“santo” en el que no se advierte más que mundanalidad y pecado es un tipo de monstruo
que no hallamos en la Biblia!
6. La santificación, por otro lado, es algo de lo que todo creyente es
responsable. No quisiera que se me malinterpretara. Sostengo con tanta convicción
como el que más que todo hombre es responsable ante Dios, y que todos los que se
pierdan quedarán mudos y sin excusas en el último día. Todo hombre tiene la capacidad
de “perder su alma” (Mt 16:26). Pero, si bien afirmo eso, sostengo que los creyentes son
eminente y particularmente responsables, y tienen la obligación especial, de vivir vidas
santas. No son como los demás —muertos, ciegos y sin renovar—; están vivos para
Dios, y tienen luz y conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no son santos, ¿qué
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otro culpable hay sino ellos? Si no están santificados, ¿a quién pueden culpar si no a sí
mismos? Dios, que les ha dado gracia, y un nuevo corazón y una nueva naturaleza, los
ha dejado sin excusas si no viven para su alabanza. Esta es una cuestión que suele
olvidarse con demasiada frecuencia. Quien profesa ser un cristiano verdadero mientras
permanece inactivo, satisfecho con un grado paupérrimo de santificación (si es que hay
alguna en absoluto), y te dice tranquilamente que “no puede hacer nada”, es un
espectáculo lamentable y una persona muy ignorante. Velemos y salvaguardémonos de
este engaño. La Palabra de Dios siempre dirige sus preceptos a los creyentes como seres
responsables. Si el Salvador de los pecadores nos concede una gracia renovadora y nos
llama por medio de su Espíritu, podemos estar seguros de que espera de nosotros que
utilicemos nuestra gracia y no nos quedemos dormidos. Olvidar esto lleva a muchos
creyentes a “contristar al Espíritu Santo”, y los convierte en cristianos muy inútiles y
molestos.
7. La santificación, por otro lado, es susceptible de crecer y desarrollarse. Un
hombre puede ir subiendo peldaños en la santidad y estar mucho más santificado en una
etapa de su vida que en otra. No estará más perdonado ni justificado que cuando creyó
por vez primera —aunque pueda sentirlo más—; pero sí es seguro que tiene la
posibilidad de estar más santificado, puesto que toda virtud de su nuevo carácter puede
ser fortalecida, aumentada y enriquecida. Este es el significado obvio de la última
oración de nuestro Señor por sus discípulos, cuando utilizó la palabra: “Santifícalos”; y
de la oración de Pablo por los tesalonicenses: “El mismo Dios de paz os santifique” (Jn
17:17; 1 Tes 5:23). En ambos casos la expresión implica claramente la posibilidad de un
aumento en la santificación, mientras que la expresión “justifícalos” jamás se aplica en
la Escritura a un creyente, puesto que no puede estar más justificado de lo que ya está.
No veo base alguna en la Escritura para la doctrina de la “santificación imputada”. A mi
modo de ver, esta es una doctrina que confunde cosas diferentes, y conduce a
consecuencias altamente perniciosas. No solo eso, es una doctrina que entra en abierta
contradicción con la experiencia de la mayoría de los cristianos más destacados. Si hay
algún punto en el que coincidan los más grandes santos de Dios es el siguiente: que ven
más, conocen más, sienten más, se arrepienten más y creen más a medida que avanzan
en su vida espiritual, y cuanto más cerca caminan de Dios. En resumen, “[crecen] en
gracia”, tal como exhorta Pedro a los creyentes que hagan, y “[abundan en ello] más y
más”, en palabras de Pablo (2 Pe 3:18; 1 Tes 4:1).
8. La santificación, por otro lado, depende en gran medida de la utilización
diligente de los medios escriturarios. Cuando digo “medios” tengo en mente la lectura
de la Biblia, la oración privada, la asistencia regular a la iglesia, la escucha regular de la
Palabra de Dios y la participación regular en la Cena del Señor. Afirmo como un hecho
manifiesto que ninguna persona que no se preocupe por estas cosas puede llegar a
esperar un progreso en su santificación. No sé de ningún santo destacado que los haya
descuidado. Dichos medios son canales que se han instituido para que el Espíritu
transmita al alma, a través de ellos, los nuevos suministros de gracia, y fortalezca la
obra que ha comenzado en el hombre interior. Táchese esto de doctrina legal si se desea,
pero yo jamás vacilaré en declarar que no existen logros espirituales sin un esfuerzo
previo. Me sería más fácil imaginar la prosperidad de un granjero que se limitara a
sembrar sus campos y a no volverlos a mirar hasta la siega, que esperar de un creyente
un elevado grado de santidad sin ser diligente en su lectura de la Biblia, sus oraciones y
su observancia de los domingos. Nuestro Señor es un Dios que obra a través de medios,
y jamás bendecirá el alma de un hombre que se cree tan espiritual y elevado que no los
precisa.
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9. La santificación, por otro lado, no exime a un hombre de sufrir un gran


conflicto espiritual en su fuero interno. Cuando hablo de conflicto me refiero a la
batalla que se libra en el corazón entre la vieja naturaleza y la nueva, entre la carne y el
espíritu, y que está presente en todo creyente (Gal 5:17). Una profunda conciencia de
esa lucha, y un fuerte malestar mental por su causa, no son prueba de que un hombre no
esté santificado. No, más bien considero que son síntomas saludables de nuestro estado
y demuestran que no estamos muertos. Un verdadero cristiano es alguien que no solo
tiene una conciencia tranquila, sino también una lucha en su interior. Se le puede
conocer tanto por su guerra como por su paz. Cuando digo esto no olvido que estoy
contradiciendo las ideas de algunos cristianos bienintencionados, que sostienen la
llamada doctrina de la “perfección libre de pecado”. No puedo evitarlo, considero que lo
que digo está refrendado por el lenguaje de Pablo en Romanos 7. Recomiendo a mis
lectores que estudien ese capítulo con la máxima atención. Estoy completamente seguro
de que no describe la experiencia de una persona inconversa, o de un cristiano joven e
inmaduro; sino la de un viejo santo experimentado con una comunión íntima con Dios.
Nadie más que una persona así podría decir: “Según el hombre interior, me deleito en la
ley de Dios” (Ro 7:22). No solo eso, también creo que mis afirmaciones quedan
demostradas por la experiencia de todos los santos más eminentes de Cristo que hayan
vivido. La prueba está en sus diarios, sus autobiografías y sus vidas. Dado que creo todo
esto, nunca vacilaré en decir a las personas que el conflicto interior no es prueba alguna
de que un hombre no sea santo, y que no deben pensar que no están santificados porque
no se sientan completamente libres de lucha interior. Es indudable que experimentarán
tal liberación en el Cielo, pero jamás la disfrutarán en este mundo. El corazón del mejor
cristiano, aun en su mejor expresión, es un terreno ocupado por dos ejércitos
antagónicos y la “reunión de dos campamentos” (Cant 6:13). Que todo feligrés pondere
las palabras de los Artículos 13 y 15 de nuestra confesión: “La infección de la
naturaleza permanece en aquellos que han sido regenerados”. “Aunque estemos
bautizados y hayamos nacido de nuevo en Cristo, aún cometemos numerosas
transgresiones; y “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos, y la verdad no está en nosotros”.2
10. La santificación, por otro lado, no puede justificar a un hombre, y, sin
embargo, complace a Dios. Puede que esto nos parezca increíble, pero es cierto. Las
acciones más santas de los más grandes santos que hayan vivido están llenas de defectos
e imperfecciones. O bien son erróneas en sus motivaciones o bien lo son en su
ejecución, y no son más que “espléndidos pecados” de por sí, merecedores de la ira y la
condenación de Dios. Imaginar que tales actos pueden afrontar la severidad del juicio de
Dios, expiarnos y hacernos acreedores del Cielo, es simplemente absurdo. “Por las
obras de la ley ningún ser humano será justificado”. “Concluimos, pues, que el hombre
es justificado por fe sin las obras de la ley” (Ro 3:20, 28). La única justicia con que
podemos presentarnos ante Dios es la justicia de Otro: la justicia perfecta de nuestro
Sustituto y Representante, Jesucristo el Señor. Su obra, y no la nuestra, es nuestra única
acreditación al Cielo. Esta es una verdad por la que deberíamos estar dispuestos a
entregar la vida. Comoquiera que sea, a pesar de todo esto, la Biblia enseña claramente
que, aun cuando sean imperfectas, las acciones santas de un hombre santificado son
2
“La guerra del diablo es mejor que la paz del diablo. Éste sospecha que la santidad es tonta.
Cuando al perro lo sacan afuera de la casa aúlla hasta que lo vuelven a dejar entrar”. “Los encuentros de
contrarios, como el fuego y el agua, tienen conflicto entre sí. Cuando Satanás encuentra un corazón
santificado, lo tienta importunándolo en gran medida. Donde hay mucho de Dios y de Cristo, hay muchos
ataques por los que muchos fieles han sido tentados a dudar”. —Samuel Rutherford (1600-1661), Trial of
Faith (Prueba de fe), 403.
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agradables a los ojos de Dios. “De tales sacrificios se agrada Dios” (Heb 13:16).
“Obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Col 3:20).
“Hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Jn 3:22). Jamás olvidemos
esto, dado que es una doctrina muy reconfortante. Tal como a un padre le agradan los
esfuerzos de su retoño por complacerlo, aun cuando se trate de regalarle una margarita o
atravesar la habitación andando, así nuestro Padre celestial se complace ante las torpes
obras de sus hijos creyentes. Se fija en el motivo, el principio y la intención de sus
actos, y no meramente en su cantidad o calidad. Los considera miembros de su propio
Hijo amado y, por amor a él, se siente complacido dondequiera que alguien está
gobernado por un ojo bueno. Los miembros de la Iglesia que ponen esto en duda harán
bien en examinar el Artículo 12 de la Iglesia de Inglaterra.
11. La santificación, por otro lado, será completamente necesaria para
atestiguar nuestro carácter en el gran Día del Juicio. Será del todo inútil alegar que
creímos en Cristo a menos que nuestra fe haya tenido algún efecto santificador visible
en nuestras vidas. Pruebas y más pruebas, eso será lo único necesario ante el Gran
Trono Blanco, cuando se abran los libros, los sepulcros entreguen a sus ocupantes,
cuando los muertos se alineen ante el tribunal de Dios. Sin alguna prueba de que nuestra
fe en Cristo ha sido real y genuina, solo resucitaremos para nuestra condenación. No
veo ninguna prueba que vaya a ser admitida en ese día a excepción de la santificación.
La cuestión no será cómo hablamos y lo que profesamos, sino cómo vivimos y lo que
hicimos. Que nadie se engañe en cuanto a esto. Si hay algo fuera de cualquier duda con
respecto al futuro, es que habrá un juicio; y si hay algo fuera de cualquier duda con
respecto a ese juicio, es que las “obras” y los “actos” de los hombres serán considerados
y sometidos a examen (Jn 5:29; 2 Cor 5:10; Ap 20:13). Quien imagine que las obras
carecen de importancia porque no pueden justificarnos es un cristiano tremendamente
ignorante. A menos que abra los ojos, descubrirá a sus propias expensas que, si se
presenta ante el tribunal de Dios sin alguna muestra de gracia, más le valdrá no haber
nacido.
12. La santificación, por último, es completamente necesaria a fin de
educarnos y prepararnos para el Cielo. La mayoría de los hombres esperan ir al Cielo
cuando mueran, pero es de temer que sean pocos los que se toman la molestia de
considerar si disfrutarían del Cielo en caso de estar en él. El Cielo es esencialmente un
lugar santo; todos sus ocupantes son santos; todas sus ocupaciones son santas. Es claro
y manifiesto que para ser verdaderamente felices en el Cielo se nos ha de preparar y
educar de algún modo para el mismo durante nuestra estancia en la tierra. El concepto
de un Purgatorio tras la muerte, que convertirá a los pecadores en santos, es un invento
falaz del hombre, y no se enseña en ninguna parte de la Biblia. Hemos de ser santos
antes de morir, si es que deseamos ser santos después en la gloria. La idea predilecta de
muchos de que los moribundos solo precisan de la absolución y el perdón de los
pecados a fin de prepararlos para su gran cambio, es un triste engaño. Necesitamos la
obra del Espíritu Santo además de la de Cristo; necesitamos la renovación del corazón
además de la sangre expiatoria; necesitamos ser santificados además de justificados. Es
habitual oír a las personas decir en su lecho de muerte: “Solo deseo que el Señor
perdone mis pecados y me dé descanso”. ¡Pero quienes dicen tales cosas olvidan que el
resto del Cielo sería completamente inútil si no tuviéramos un corazón para disfrutarlo!
¿Qué podría hacer en el Cielo un hombre sin santificar, en el hipotético caso de que
pudiera llegar allí? Afrontemos esa cuestión con honradez y démosle una respuesta
sincera. Nadie puede ser feliz en un sitio donde no se encuentra en su elemento, y donde
todo lo que le rodea no es afín a sus gustos, sus hábitos y su carácter. Cuando un águila
9

sea feliz en una jaula, cuando una oveja esté a gusto en el agua, cuando a un búho le
complazca el sol del mediodía, cuando a un pez le satisfaga estar en tierra firme,
entonces —y solo entonces— reconoceré que un hombre sin santificar puede ser feliz
en el Cielo.3
He establecido estas doce proposiciones acerca de la santificación firmemente
convencido de su veracidad, y pido a todos los que lean estas páginas que las sopesen
cuidadosamente. Cada una de ellas podría ampliarse y tratarse con mayor detenimiento,
y todas ellas son dignas de reflexión y consideración personales. Quizá algunas puedan
cuestionarse o contradecirse; pero dudo que ninguna de ellas se pueda refutar o rebatir.
Solo pido que se escuchen honrada e imparcialmente. Estoy persuadido de que son
susceptibles de ayudar a las personas a tener unas ideas más claras con respecto a la
santificación.

2. Las pruebas visibles de la santificación


Paso ahora al segundo de los puntos que me he propuesto considerar. En pocas
palabras, ¿cuáles son las señales visibles de un hombre santificado? ¿Qué podemos
esperar ver en él?
Este es un apartado amplio y difícil de la cuestión que estamos tratando. Es
amplio, puesto que requiere mencionar muchos detalles que no podemos tratar
exhaustivamente en el espacio de un artículo como este. Es difícil, porque no se puede
abordar sin ofender a alguno. Pero la verdad debe decirse a cualquier precio, y hay
ciertos aspectos de la verdad que precisan de una mención especial en nuestros tiempos.
1. La verdadera santificación, pues, no consiste en hablar de la religión. Este
es un punto que no debería olvidarse jamás. El considerable aumento de la educación y
la predicación en nuestra época hacen necesario dar la voz de alarma. Las personas oyen
hablar tanto de la verdad del evangelio que acaba por producirse una familiaridad
profana con sus palabras y sus frases, y en ocasiones hablan con tal soltura de sus
doctrinas que uno podría llegar a considerarlos cristianos verdaderos. De hecho, es
nauseabunda y repugnante la facilidad y ligereza con que muchos hablan de la
“conversión”, “el Salvador”, “el evangelio”, “hallar paz”, “la libre gracia” y términos
semejantes, mientras sirven de forma notoria al pecado y viven para el mundo. ¿Puede
cabernos la menor duda de que tal discurso es abominable a los ojos de Dios, y que
viene a ser lo mismo que las maldiciones, las blasfemias y el tomar el nombre de Dios
en vano? La lengua no es el único miembro que Cristo nos pide poner a su servicio.
Dios no quiere que las personas de su pueblo sean meros tubos vacíos, metal que
resuena o címbalos que retiñen. No hemos de estar santificados únicamente “de palabra
ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Jn 3:18).

3
“No hay ninguna fantasía humana inventada por el hombre, ninguna más necia, ninguna tan
perniciosa como ésta: Que las personas no purificadas, no santificadas, no hechas santas en su vida, sean
después llevadas a ese estado de bendición que consiste en disfrutar de Dios. Estas personas tampoco
pueden regocijarse en Dios y Dios no sería una recompensa para ellas. Es cierto que la santidad se
perfecciona en el cielo, pero invariablemente su comienzo se limita a este mundo”. — Owen on the Holy
Spirit (Owen sobre el Espíritu Santo), 575. Edición de Goold. John Owen (1616-1683): Capellán en el
ejército de Oliver Cromwell y vicecanciller de la Universidad de Oxford. La mayor parte de su vida fue
pastor de iglesias congregacionales. Sus escritos abarcan un periodo de cuarenta años y llegan a
veinticuatro tomos que se consideran entre los mejores recursos para el estudio de la teología en el idioma
inglés. Nació de padres puritanos en la aldea de Oxfordshire de Stadham, Inglaterra.
10

2. La verdadera santificación no consiste en meros sentimientos religiosos


transitorios. Nuevamente, este es un punto en el que hay una fuerte necesidad de
advertencia. Los cultos de misión y de avivamiento están suscitando una gran atención
por todo el país y son la sensación del momento. La Iglesia de Inglaterra parece tener
savia nueva y mostrar una actividad renovada, y hemos de estar agradecidos a Dios por
ello. Pero, además de ventajas, estas cosas llevan aparejados peligros. Dondequiera que
se siembre trigo, es seguro que el diablo sembrará cizaña. Es de temerse que muchos
parezcan emocionados, conmovidos e inspirados por la predicación del evangelio
cuando sus corazones no han cambiado en lo más mínimo. Lo que verdaderamente
explica su situación es una especie de perturbación anímica contagiada por la presencia
de personas que lloran, se regocijan o se sienten conmocionadas. Sus heridas solo son
superficiales, y la paz que profesan sentir también es superficial. Tal como los creyentes
de terrenos pedregosos, reciben la Palabra con gozo (Mt 13:20), pero al poco tiempo se
apartan, vuelven al mundo y se encuentran más endurecidos y en peor situación que
antes. Al igual que la calabacera de Jonás, esos creyentes brotan repentinamente en una
noche y se secan en una noche. No olvidemos estas cosas. Cuidémonos en esta época de
curar las heridas con liviandad y de clamar: “Paz, paz”, cuando no hay paz. Instemos a
todo aquel que demuestre un interés renovado en la religión, a que no se dé por
satisfecho con nada menos que una obra santificadora sólida y profunda del Espíritu
Santo. La reacción tras una falsa emoción religiosa es una enfermedad sumamente
perniciosa para el alma. Cuando solo se expulsa al diablo transitoriamente en el frenesí
del avivamiento y, al poco, este retorna a su casa, el estado final es mucho peor que el
primero. Es mil veces mejor empezar despacio, y luego “continuar en la Palabra” con
perseverancia, que empezar apresuradamente, sin tener en cuenta el precio, y al poco
mirar atrás, como la mujer de Lot, y volver al mundo. Afirmo que no conozco un estado
del alma más peligroso que el imaginarnos que hemos nacido de nuevo, y que el
Espíritu Santo nos ha santificado, porque hayamos experimentado algunos sentimientos
religiosos.
3. La verdadera santificación no consiste en un formalismo y una devoción
exteriores. Esto es un gran engaño que, desgraciadamente, se halla muy extendido. Hay
innumerables personas que parecen imaginar que la verdadera santidad consiste en que
los vean participar de forma desmedida en la religión física: la asistencia constante a los
cultos eclesiásticos, la participación en la Cena del Señor, la observancia de los ayunos
y los días señalados; las genuflexiones, los gestos y las posturas durante la adoración
pública; el ataviarse con determinados atuendos y utilizar imágenes y cruces.
Reconozco con franqueza que algunas personas recurren a estas cosas por motivos de
conciencia, y que realmente creen que son de ayuda para sus almas. Pero me temo que
en muchos casos esta religiosidad exterior se convierte en un sustituto de la santidad
interior; y estoy totalmente seguro de que queda completamente por debajo de la
santificación del corazón. Por encima de todo, cuando veo que muchos seguidores de
este estilo de cristianismo exterior formal y de los sentidos están absortos en la
mundanalidad y se lanzan de cabeza a sus vanidades sin vergüenza alguna, siento que es
preciso hablar muy claramente de esta cuestión. Puede haber una cantidad inmensa de
“culto físico” sin un ápice de santificación verdadera.
4. La santificación no consiste en retirarnos de nuestro lugar en la vida y
renunciar a nuestros deberes sociales. Han sido muchos los que, a lo largo de todas
las épocas, han caído en esta trampa en su búsqueda de la santidad. Cientos de eremitas
se han exiliado a algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre
los muros de monasterios y conventos, impulsados por la idea de que al hacer tal cosa
11

escaparían del pecado y se tornarían eminentemente santos. Olvidaban que no hay rejas
ni cerrojos que mantengan fuera al diablo y que, allá donde vayamos, acarreamos con
nosotros la raíz de todo mal: nuestros propios corazones. Convertirse en un fraile o en
una monja o trabajar en una “casa de misericordia” no es el camino directo a la
santificación. La verdadera santificación no lleva al cristiano a eludir las dificultades,
sino a afrontarlas y vencerlas. Cristo desea que su pueblo demuestre que su gracia no es
una mera planta de invernadero, capaz únicamente de crecer a cubierto, sino algo fuerte
y resistente que puede florecer en todos los aspectos de la vida. El elemento primario de
nuestra santificación es cumplir con nuestro deber en la situación a que Dios nos ha
llamado, como la sal en medio de la corrupción y la luz entre las tinieblas. El arquetipo
escriturario del hombre santificado no es el hombre que se esconde en una cueva, sino el
hombre que, como señor o criado, como padre o hijo, en la familia y en la calle, en el
negocio y en el trabajo glorifica a Dios. Nuestro Señor mismo dijo en su última oración:
“No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn 17:5).
5. La santificación no consiste en llevar a cabo algún acto correcto de forma
ocasional. Es la obra cotidiana de un nuevo principio celestial en el interior que se
refleja en toda la conducta diaria de una persona, tanto en las cosas grandes como en las
pequeñas. Su esencia se encuentra en el corazón y, tal como sucede con este en lo
referente al cuerpo, así ejerce una influencia constante en cada parte del carácter. No es
como una bomba que solo extrae agua cuando se ejerce presión sobre ella, sino como
una fuente perpetua de la que brota un manantial perpetuo de forma natural y
espontánea. Hasta Herodes, cuando escuchó a Juan el Bautista, “hacía muchas cosas”
aun cuando su corazón estaba completamente equivocado a los ojos de Dios (Mr 6:20
RV1909). De igual modo, hay multitudes de personas hoy día que parecen tener
arrebatos espasmódicos de “bondad”, tal como se la denomina, y hacen muchas cosas
correctas bajo la influencia de la enfermedad, la aflicción, la muerte en la familia, los
desastres sociales o una súbita punzada de la conciencia. Sin embargo, cualquier
observador perspicaz advertirá que, durante todo ese tiempo, no están convertidos y no
saben lo más mínimo de la santificación. Un verdadero santo, tal como era Ezequías, lo
será de todo corazón. Considerará los mandamientos de Dios justos en todo y
aborrecerá “todo camino de mentira” (2 Cr 31:21; Sal 119:104).
6. La auténtica santificación se revelará en un respeto continuo a la ley de
Dios, y en un esfuerzo continuo para vivir en obediencia a ella como regla de vida. No
existe mayor error que imaginar que un cristiano no tiene nada que ver con la ley y los
Diez Mandamientos porque no se puede justificar por medio de su observancia. El
mismo Espíritu Santo que convence al creyente de pecado por medio de la ley, y lo
conduce a Cristo para su justificación, lo llevará siempre a una utilización espiritual de
la ley, como un guía amigable, en la búsqueda de la santificación. Nuestro Señor
Jesucristo jamás hizo de menos los Diez Mandamientos; por el contrario, los expuso en
su primera intervención pública —el Sermón del Monte— y mostró la naturaleza
exhaustiva de sus exigencias. Pablo nunca menospreció la ley; por el contrario, dice:
“Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”; “según el hombre
interior, me deleito en la ley de Dios” (1 Tim 1:8; Ro 7:22). El que se considera un
santo mientras desprecia los Diez Mandamientos y se toma a la ligera la mentira, la
hipocresía, el fraude, el mal carácter, la calumnia, la ebriedad y el quebrantamiento del
séptimo mandamiento, se encuentra bajo el influjo de un terrible engaño. ¡En el último
día le costará trabajo demostrar que es un “santo”!
12

7. La auténtica santificación se manifiesta en un esfuerzo continuo por


cumplir la voluntad de Cristo, y vivir según sus preceptos prácticos. Estos preceptos
se hallan diseminados por los cuatro Evangelios y, especialmente, en el Sermón del
Monte. Quien imagine que se pronunciaron sin intención de fomentar la santidad, y que
un cristiano no tiene necesidad de respetarlos en su vida cotidiana, es realmente poco
más que un lunático o una persona profundamente ignorante en el mejor de los casos.
¡Si escuchamos lo que dicen algunos, o leemos lo que escriben otros, cabe imaginar
que, durante su estancia en la tierra, nuestro Señor solo enseñó doctrina y dejó la
enseñanza de los deberes prácticos en manos de otros! El más mínimo conocimiento de
los cuatro Evangelios debería hacernos ver que esto es un error absoluto. La enseñanza
de nuestro Señor presenta de continuo lo que sus discípulos deben ser y hacer. Un
hombre verdaderamente santificado jamás lo olvidará. Sirve a un Señor que dijo:
“Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15:14).
8. La auténtica santificación se manifestará en un deseo habitual de vivir
conforme al patrón que Pablo establece para las iglesias en sus textos. Ese patrón se
puede encontrar en la mayoría de los capítulos finales de sus epístolas. La extendida
idea de muchos de que los textos de Pablo solo son una colección de aseveraciones
doctrinales y cuestiones polémicas —la justificación, la elección, la predestinación, la
profecía y cosas semejantes— es un engaño absoluto y una triste demostración de la
ignorancia de las Escrituras que prevalece en estos últimos tiempos. Desafío a
cualquiera a leer con detenimiento los textos de Pablo sin advertir en ellos un gran
número de indicaciones prácticas en lo tocante a los deberes cristianos en todos los
aspectos de la vida, en nuestro carácter, nuestros hábitos cotidianos y nuestro
comportamiento para con los demás. Estas indicaciones se escribieron por inspiración
divina para guía perpetua de los cristianos profesantes. Puede que el que no les preste
oídos se haga pasar por miembro de una iglesia, pero no hay duda de que no se trata de
lo que la Biblia denomina un hombre “santificado”.
9. La auténtica santificación se manifestará en una atención habitual a las
virtudes activas que tan hermosamente ejemplificó nuestro Señor, y especialmente
a la virtud del amor. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros;
como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn 13:34, 35). Un hombre
santificado intentará hacer el bien en el mundo y aliviar el dolor de quienes lo rodean,
así como aumentar su alegría. Deseará ser como su Señor y mostrar bondad y amor a
todo el mundo; y no solo de palabra —llamando “amado” al prójimo—, sino por medio
de obras y de abnegación cuando se le presente la oportunidad de ello. El cristiano
profesante egoísta, encumbrado en su orgullo y en la superioridad de sus conocimientos,
y al que parece no preocuparle que los demás naden o se ahoguen, que vayan al Cielo o
al Infierno, mientras él vaya endomingado a la iglesia y se le considere un miembro
“ortodoxo”, desconoce por completo el significado de la santificación. Puede que se
considere un santo sobre la tierra, pero no será un santo en el Cielo. Cristo jamás será el
Salvador de quienes desconocen lo que es seguir su ejemplo: la fe salvadora y la
verdadera gracia de conversión producirán siempre alguna clase de conformidad con la
imagen de Jesús (Col 3:10). 4

4
“En el evangelio, Cristo se nos presenta como un modelo y ejemplo de santidad y, tal como es
una fantasía maldita creer que éste era todo el propósito de su vida y muerte, o sea, principalmente
ejemplificar y confirmar la doctrina de santidad que él enseñó; lo es también olvidar que él es nuestro
ejemplo, dejar de considerarlo por fe con ese fin y esforzarnos para conformarnos a él, es inicuo y
pernicioso. Por lo tanto, meditemos mucho en lo que él era, lo que él hacía y cómo encaraba todos sus
13

10. Por último, la auténtica santificación se manifestará en una atención


habitual a las virtudes pasivas del cristianismo. Cuando hablo de virtudes pasivas me
refiero a esas virtudes que se muestran específicamente en la sumisión a la voluntad de
Dios, y en la paciencia de los unos con los otros. Pocos serán, quizá, los que, a menos
que hayan examinado esta cuestión, tengan una idea cabal de todo lo que se dice acerca
de estas virtudes en el Nuevo Testamento y el importante lugar que parecen ocupar.
Esta es la cuestión en la que insiste Pedro cuando nos presenta elogiosamente el
ejemplo de nuestro Señor Jesucristo: “También Cristo padeció por nosotros, dejándonos
ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su
boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe 2:21–23). Esta es
la profesión que el Padre Nuestro nos exige que hagamos: “Perdónanos nuestros
pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben”, y es la
cuestión que se comenta al final de la oración. Este es el asunto que ocupa un tercio de
la lista de los frutos del Espíritu que enumera Pablo. Se nombran nueve de ellas y tres
son, de forma indudable, virtudes pasivas: la paciencia, la benignidad y la mansedumbre
(Gal 5:22–23). Debo decir con toda franqueza que este no es un asunto al que los
cristianos dediquen la suficiente atención. No cabe duda de que es más difícil alcanzar
las virtudes pasivas que las activas, pero son precisamente aquellas que mayor
influencia ejercen sobre el mundo. Hay algo de lo que estoy completamente seguro: es
absurdo aspirar a la santificación a menos que busquemos la paciencia, la benignidad y
la mansedumbre a las que tanta importancia atribuye la Escritura. Las personas
propensas a dejarse llevar por la ira en sus vidas cotidianas, y que son de lengua afilada
y desagradables con los demás, personas resentidas, vengativas y maliciosas —de las
que, por desgracia, abundan—, saben muy poco de lo que es la santificación.
Esas son las señales visibles de una persona santificada. No digo que todas ellas
se presenten de igual modo en todo el pueblo de Dios; reconozco que, aun entre los
mejores, se manifiestan de forma parcial y defectuosa. Pero sí afirmo confiadamente
que las cosas que he mencionado son las señales escriturarias de la santificación, y que
los que no saben nada de ellas bien pueden dudar de que disfruten de gracia alguna.
Independientemente de lo que guste decir a otros, nunca temeré afirmar que la
santificación auténtica es algo visible, y que las señales que he intentado esbozar son
más o menos las señales de una persona santificada.

3. La distinción entre justificación y santificación


Me propongo ahora considerar, por último, la distinción entre justificación y
santificación. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian?
Este apartado del tema que estamos tratando es de la mayor importancia, aunque
me temo que no todos mis lectores serán de la misma opinión. Lo trataré por encima,
pero no se me ocurriría dejarlo de lado en su totalidad. Muchos son los que tienden a
observar únicamente las cosas superficiales de la religión y consideran que algunas
interesantes distinciones teológicas son una cuestión meramente nominal de escaso o
ningún valor. Pero advierto a todos aquellos que se preocupen sinceramente por sus
almas, que el desconsuelo derivado de no “aprobar lo mejor” en la doctrina cristiana es
sin duda mayúsculo; y les aconsejo de forma especial que, si son amantes de la paz,
procuren tener las ideas claras en lo tocante a la cuestión que estamos tratando. La

deberes y pruebas, hasta que una imagen o idea de su santidad perfecta se implante en nuestras mentes y,
por ello, lleguemos a parecernos a él”. —Owen acerca del Espíritu Santo, 513; edición de Goold.
14

justificación y la santificación son dos cosas distintas que siempre hemos de tener
presentes. Sin embargo, hay aspectos en los que son similares y otros en los que
difieren. Intentemos enumerarlos.

¿En qué se parecen la justificación y la santificación?


a. Ambas provienen por igual de la libre gracia de Dios: los creyentes son
justificados o santificados exclusivamente como un don suyo.
b. Ambas forman parte de la gran obra de salvación que Cristo llevó a cabo por
su pueblo merced al pacto eterno: Cristo es la fuente de vida, de la que brotan el perdón
y la santidad; Cristo es la raíz de todo ello.
c. Ambas se hallan en las mismas personas: quienes han sido justificados están
siempre santificados y a la inversa. Dios las ha unido y es imposible separarlas.
d. Ambas comienzan de forma simultánea: en el momento que alguien empieza
a ser una persona justificada empieza también a ser una persona santificada. Quizá no lo
sienta así, pero es un hecho.
e. Ambas son igualmente necesarias para la salvación: jamás hubo nadie que
llegara al Cielo sin un corazón renovado —además de haber recibido el perdón—, sin la
gracia del Espíritu —además de la sangre de Cristo—, sin una conformidad con la
gloria eterna, además de la acreditación para ella. La una es tan necesaria como la otra.
Tales son los puntos en los que coinciden la justificación y la santificación.

Invirtamos ahora el sentido y veamos en qué se diferencian.


a. La justificación es el acto de considerar a una persona justa en virtud de otra;
esto es, del Señor Jesucristo. La santificación es el acto de convertir a una persona en
justa interiormente, aunque sea en un grado muy leve.
b. La justicia que obtenemos por nuestra justificación no nos pertenece, sino que
es la justicia perfecta y eterna de Cristo nuestro Mediador, que se nos imputa y de la que
nos apropiamos mediante la fe. La justicia que obtenemos mediante la santificación nos
corresponde a nosotros: impartida y obrada en nosotros por el Espíritu Santo pero
entremezclada con una fuerte dosis de debilidad e imperfección.
c. En la justificación, nuestras obras no tienen lugar alguno, y lo único necesario
es la pura fe en Cristo. En la santificación, nuestras obras son de inmensa importancia, y
Dios nos pide que luchemos, vigilemos y oremos, que nos esforcemos y trabajemos por
ella.
d. La justificación es una obra completa y terminada, y la persona queda
plenamente justificada en el instante en que cree. La santificación es, en términos
comparativos, una obra imperfecta que jamás alcanzará la perfección hasta que
lleguemos al Cielo.
e. La justificación no deja lugar para el crecimiento: una persona está tan
justificada en el momento en que acude por vez primera a Cristo por fe como lo estará
durante toda la eternidad. La santificación es una obra eminentemente progresiva y deja
lugar para un crecimiento continuo mientras viva la persona.
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f. La justificación hace especial referencia a nuestras personas, nuestra posición


a los ojos de Dios, y nuestra liberación de la culpa. La santificación hace especial
referencia a nuestras naturalezas y a la renovación moral de nuestros corazones.
g. La justificación nos acredita para el Cielo, y nos proporciona el denuedo para
entrar en el mismo. La santificación nos prepara para el Cielo y para disfrutar de este
cuando lo alcancemos.
h. La justificación es el acto de Dios con respecto a nosotros, y resulta difícil
para los demás discernirla. La santificación es la obra de Dios en nosotros, y es
imposible ocultarla a los ojos de los hombres en su manifestación exterior.
Presento estas distinciones a la consideración de todos mis lectores, y les pido
que las ponderen con detenimiento. Estoy convencido que una de las grandes causas de
la penumbra y el malestar que sienten muchas personas bienintencionadas en cuestiones
religiosas es su costumbre de confundir y no diferenciar la justificación y la
santificación. Nunca se puede recalcar lo suficiente que se trata de dos cosas distintas.
Está claro que son inseparables, y todo el que participa de una de ellas debe participar
por fuerza de la otra; pero nunca, nunca, debemos confundirlas, y jamás debemos
olvidar la distinción entre ellas.

4. Aplicación Práctica
Solo me queda ahora concluir este tema con unas breves palabras prácticas.
Hemos visto la naturaleza y las señales visibles de la santificación. ¿Qué reflexiones
prácticas debe plantearnos toda esta cuestión?
1. Por un lado, tomemos conciencia del peligroso estado en que se encuentran
muchos cristianos profesantes. Nadie verá al Señor sin santidad; sin santidad no hay
salvación (Heb 12:14). ¡Qué gran cantidad de supuesta religión es, pues, del todo inútil!
¡Qué inmensa proporción de feligreses se halla en el camino ancho que lleva a la
destrucción! Es una idea espantosa, abrumadora. ¡Ojalá que los predicadores abrieran
los ojos y comprendieran el estado de las almas que los rodean! ¡Ojalá que fuera posible
persuadir a los hombres a “huir de la ira venidera”! Si las almas sin santificar pueden ser
salvas e ir al Cielo, la Biblia no es verdadera. ¡Sin embargo, la Biblia es verdadera y no
puede mentir! ¡Qué final habrá!
2. Por otro lado, asegurémonos de confirmar nuestro estado y no cejemos
hasta sentir y saber que nosotros mismos estamos “santificados”. ¿Cuáles son nuestros
gustos, nuestras elecciones, nuestras preferencias y nuestras inclinaciones? Esa es la
prueba de fuego. Poco importa lo que deseemos y lo que esperemos ser tras nuestra
muerte. ¿Qué somos ahora? ¿Qué estamos haciendo? ¿Estamos santificados o no? Si no
es así, solo podemos culparnos a nosotros mismos.
3. Por otro lado, si deseamos ser santificados, el curso que debemos tomar es
manifiesto: debemos empezar por Cristo. Debemos acudir a él como pecadores, sin
otro alegato que nuestra necesidad absoluta, y encomendarle nuestras almas por fe, para
alcanzar la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus manos, como en
manos de un buen médico, e implorarle misericordia y gracia. No debemos esperar
llevar ninguna otra recomendación con nosotros: el primer paso hacia la santificación,
tal como sucede con la justificación, es acudir a Cristo con fe. Primero debemos vivir y
luego obrar.
16

4. Por otro lado, si deseamos crecer en santidad y llegar a estar más santificados,
debemos proseguir siempre tal como empezamos, y acudir de forma renovada y
continua a Cristo. Él es la cabeza de la que debe nutrirse cada miembro (Ef 4:16). El
gran secreto de la santificación progresiva es vivir la vida de fe diaria en el Hijo de Dios
y aprovisionarnos cotidianamente de la gracia que se nos ha prometido en su plenitud y
de la fuerza que él ha puesto a disposición de su pueblo. Los creyentes que parecen
anquilosados descuidan, por regla general, la comunión íntima con Jesús y contristan de
ese modo al Espíritu. El que oró diciendo: “Santifícalos” en la víspera de su crucifixión,
está más que dispuesto a ayudar a todos los que acudan a él por fe y deseen ser
santificados en mayor medida.
5. Por otro lado, no esperemos demasiado de nuestros corazones aquí abajo.
En el mejor de los casos hallaremos en nosotros motivos diarios de humillación, y nos
descubriremos deudores necesitados de misericordia y gracia a cada instante. Cuanta
más luz tengamos más patentes se nos harán nuestras imperfecciones. Éramos pecadores
cuando comenzamos, y descubriremos que somos pecadores a cada paso: pecadores
hasta el fin, a pesar de haber sido renovados, perdonados y justificados. Nuestra
perfección absoluta aún está por llegar, y aguardarla es una de las razones para que
anhelemos el Cielo.
6. Por último, jamás nos avergoncemos de atribuir gran importancia a la
santificación y de contender por un elevado patrón de santidad. Mientras otros se
dan por satisfechos con unos logros misérrimos y a otros aún no les avergüenza lo más
mínimo vivir sin santidad alguna, contentos con una mera visita a la iglesia, sin llegar a
avanzar jamás —como le sucede a un caballo uncido a una noria—, mantengámonos
firmes en las sendas antiguas y busquemos una santidad eminente en nosotros, y
prediquémosla con fervor a los demás. Ese es el único camino a la felicidad verdadera.
Independientemente de lo que digan los demás, tengamos la convicción de que
la santidad es la felicidad, y que la persona que pasa por la vida con mayor consuelo es
la persona santificada. Es indudable que existen algunos cristianos verdaderos que, por
causa de una mala salud, o de aflicciones familiares, o de alguna otra causa oculta,
disfrutan de escaso consuelo sensible y recorren dolientes su camino al Cielo. Pero esos
son casos excepcionales: por regla general, a largo plazo, se podrá comprobar que las
personas “santificadas” son las más felices del mundo. Disfrutan de consuelos sólidos
que el mundo no puede dar ni arrebatar. “Sus caminos son caminos deleitosos”; “mucha
paz tienen los que aman tu ley”. El que no puede mentir dijo: “Mi yugo es fácil, y ligera
mi carga”. Pero también está escrito: “No hay paz para los malos” (Pr 3:17; Sal
119:165; Mt 11:30; Is 48:22).
La Doctrina de la Santificación
Louis Berkhof
Esta lectura corresponde a gran parte del capítulo X de Louis Berkhof, Teología
Sistemática (1938). La obra de Berkhof (1873–1957) representa muy bien la teología
reformada sobre la santificación. De acuerdo con Grudem, “Este libro es un gran
tesoro sobre de información y análisis, y probablemente es el más útil volumen de
teología sistemática disponible desde cualquier perspectiva teológica”. En lo referente a
la doctrina de la santificación, esta obra se puede complementar con La Redención
Consumada y Aplicada de John Murray (1955), y la Teología Sistemática de Wayne
Grudem (2004). Berkhof tiene la virtud de decir mucho en poco espacio. Téngase en
cuenta que Berkhof se graduó del seminario en 1900, en pleno auge de la doctrina
perfeccionista de la escuela de Oberlin, representada por sus maestros Asa Mahan y
Charles Finney y James Fairchild. Es por eso que él dedica bastante espacio para
refutar ese error doctrinal, que aún persiste hoy entre las iglesias metodistas,
nazarenas y pentecostales.
Se han eliminado el comienzo y el fin de este capítulo: (1) el análisis de los términos del
AT y el NT para santidad y santificación, y (2) la relación de la santificación con las
buenas obras, respectivamente.

B. LA DOCTRINA DE LA SANTIFICACIÓN EN LA HISTORIA

1. ANTES DE LA REFORMA. En el desarrollo histórico de la doctrina de la


santificación la iglesia se preocupó, en primer lugar, con tres problemas: (a) la relación
que en la santificación guarda la gracia de Dios con la fe; (b) la relación de la
santificación con la justificación; y (c) el grado de santificación a que se puede llegar en
la vida presente. Los escritos de los Padres de la Iglesia primitiva contienen muy poco
referente a la doctrina de la santificación. Un brote de moralismo se hace muy
manifiesto en que se enseñaba al hombre que su salvación depende de la fe y las buenas
obras. Los pecados cometidos antes del bautismo quedaban lavados por el bautismo;
pero para los que se cometían después, el hombre tenía que recurrir a la penitencia y a
las buenas obras. Tenía que llevar una vida virtuosa, y ganarse de este modo la
aprobación del Señor. “Semejante dualismo” dice Scott en su obra, the Nicene
Theology,5 “dejó el dominio de la santificación relacionado sólo en forma indirecta con
la redención de Cristo; y este fue el terreno en que crecieron de manera natural los
conceptos inexactos del pecado, el legalismo, el sacramentalismo, el sacerdocio y todos
los excesos de la devoción monacal”. Al ascetismo llegó a considerársele como de la
mayor importancia. Hubo también la tendencia de confundir la justificación y la
santificación. Agustín fue el primero que en gran parte desarrolló ideas definidas acerca
de la santificación, y sus conceptos tuvieron una influencia determinante en la iglesia de
la Edad Media. No distinguió con claridad entre justificación y santificación; pero tenía
el concepto de que esta última estaba incluida en la primera. Puesto que creía en la

5
Página 200.

17
18

corrupción total de la naturaleza humana debido a la caída, pensaba que la santificación


era una nueva repartición sobrenatural de la vida divina, una nueva energía infusa que
opera con exclusividad dentro de los confines de la iglesia y por medio de los
sacramentos. Aunque no perdió de vista la importancia del amor personal a Cristo como
un elemento constituyente de la santificación, manifestó una tendencia a tomar un
concepto metafísico de la gracia de Dios en la santificación considerándola como un
depósito de Dios en el hombre. No acentuó en forma suficiente, como el factor más
importante en la transformación de la vida del cristiano, la necesidad de una
preocupación constante de fe con el Cristo que redime. Las tendencias manifiestas en
las enseñanzas de Agustín fructificaron en la Edad Media y en su forma más
desarrollada se encuentran en los escritos de Tomás de Aquino. La justificación y la
santificación no se distinguen con claridad, pero se hace que la primera incluya como
algo substancial la infusión de gracia divina dentro del alma humana. Esta gracia es una
clase de donum superadditum, por medio del cual el alma se levanta a un nuevo nivel, o
a un orden más alto del ser y queda capacitada para alcanzar su destino celestial de
conocer a Dios, poseerlo y gozar de Él. La gracia se deriva del tesoro inextinguible de
los méritos de Cristo y se imparte a los creyentes por medio de los sacramentos. Mirada
desde el punto de vista divino, esta gracia santificante dentro del alma asegura la
remisión del pecado original, imparte un hábito permanente de justicia inherente y lleva
consigo misma la potencia de un desarrollo posterior y hasta de la perfección. De ella se
desenvuelve la vida nueva con todas sus virtudes. Su buen resultado puede ser
neutralizado o destruido por los pecados mortales; pero las culpas contraídas después
del bautismo serán removidas mediante la eucaristía si se trata de pecados veniales, y
mediante el sacramento de la penitencia en el caso de pecados mortales. Considerados
desde el punto de vista humano, los frutos sobrenaturales de la fe que obra por el amor
tienen méritos delante de Dios y aseguran el crecimiento en gracia. No obstante, tales
frutos u obras son imposibles sin la operación continua de la gracia de Dios. El
resultado de todo este proceso se conocía como justificación; y consistía en hacer justo
al hombre delante de Dios. Estas ideas están incorporadas en los Cánones y Decretos
del Concilio de Trento.

2. DESPUÉS DE LA REFORMA. Los reformadores al hablar de la santificación


acentuaron la antítesis del pecado y de la redención más bien que la de lo natural y lo
sobrenatural. Hicieron una diferencia clara entre justificación y santificación
considerando a la primera como un acto legal de la gracia divina que afecta al status
judicial del hombre, y a la segunda como una obra moral o re-creadora que cambia la
naturaleza interna del hombre. Pero en tanto que hicieron una distinción cuidadosa entre
los dos, también acentuaron su relación inseparable. Aunque tenían honda convicción
de que el hombre sólo por la fe es justificado, también entendieron que la fe que
justifica no está sola. La justificación va seguida de inmediato por la santificación
puesto que Dios envía el Espíritu de su Hijo a los corazones de los suyos tan pronto
como son justificados y ese Espíritu es el de la santificación. No consideraron que la
gracia de la santificación sea una esencia sobrenatural infusa en el hombre mediante los
sacramentos, sino una obra sobrenatural y bondadosa del Espíritu Santo, hecha
principalmente por medio de la Palabra, y secundariamente, por los sacramentos por los
cuales nos libra más y más del poder del pecado y nos capacita para hacer buenas obras.
Aunque de ninguna manera confunden la justificación y la santificación, sienten la
necesidad de conservar la relación más estrecha posible entre la primera en la que la
libre y perdonadora gracia de Dios se acentúa con fuerza y la segunda la cual demanda
19

la cooperación del hombre para evitar el peligro de la justicia por obras. El pietismo y el
metodismo pusieron mucho énfasis en el compañerismo constante con Cristo como el
gran medio para la santificación. Al exaltar la santificación a expensas de la
justificación no siempre evitaron el peligro de la justicia propia. Wesley no nada más
distinguió entre justificación y santificación sino tácitamente las separó; y habló de la
completa santificación como de un segundo regalo de la gracia que sigue al primero, es
a saber, a la justificación por la fe, después de un período largo o corto. Aunque también
habló de la santificación como de un proceso, sin embargo, sostuvo que el creyente
debiera orar y procurar una inmediata y completa santificación como un acto de Dios
por separado. Bajo la influencia del racionalismo, y del moralismo de Kant dejó de
considerarse a la santificación como una obra sobrenatural del Espíritu Santo en la
renovación de los pecadores y se le rebajó hasta el nivel de un mero mejoramiento
moral realizable mediante los poderes naturales del hombre. Para Schleiermacher la
santificación era nada más el dominio progresivo del conocimiento de Dios dentro de
nosotros. Y para Ritschl consistía en la perfección moral de la vida cristiana a la que
podemos llegar mediante el cumplimiento de nuestra vocación como miembros del
reino de Dios. En la porción mayor de la teología liberal moderna, la santificación
consiste nada más en la siempre cada vez más grande redención del más bajo yo del
hombre, mediante el dominio del más alto yo. La redención por el carácter es uno de los
temas actuales y el término “santificación” ha quedado para designar tan sólo un
mejoramiento moral.

C. EL CONCEPTO BÍBLICO DE LA SANTIDAD Y DE LA SANTIFICACIÓN

1. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. En la Biblia la cualidad de santidad se


aplica ante todo a Dios, y tal como se le aplica su concepto fundamental es el de
imposibilidad de aproximación. Y esta imposibilidad de aproximarse a Dios se funda en
el hecho de que Dios es divino, y por tanto, en absoluto diferente de la criatura. La
santidad en este sentido no es un mero atributo que ha de coordinarse con otros en Dios.
Es, más bien, algo que es predicable de todo lo que se encuentra en Dios. Él es santo en
su gracia tanto como en su justicia, en su amor tanto como en su ira. Hablando con
rigurosa exactitud, la santidad se convierte en atributo sólo en este último sentido ético
de la palabra. El sentido ético del vocablo surgió y se desarrolló del significado de
majestad. Este desarrollo comienza con la idea de que un ser pecador tiene más aguda
conciencia de la majestad de Dios que un ser sin pecado. El pecador se da cuenta de su
impureza contrastándola con la majestuosa pureza de Dios, compárese Is 6. Otto habla
de la santidad en el sentido original como de lo numinoso y propone que a la reacción
característica hacia ella se le llame “sentirse criatura”, o, “saberse criatura”, lo que sería
una devaluación del yo hasta el anonadamiento, en tanto que habla de la reacción hacia
la santidad en el sentido derivado de lo ético como un “sentimiento de absoluta
profanidad”. De esta manera se desarrolló la idea de la santidad como pureza
majestuosa o sublimidad ética. Esta pureza es un principio activo en Dios que debe
vindicarse por sí mismo y mantener su honor. Esto explica el hecho de que la santidad
se presente también en la Escritura como la luz de la gloria divina que se vuelve fuego
devorador, Is 5:24; 10:17; 33:14, 15. Frente a la santidad de Dios el hombre siente no
sólo su insignificancia sino sabe además que en efecto es impuro y pecador y como tal,
también objeto de la ira de Dios. De varias maneras reveló Dios su santidad en el
Antiguo Testamento. Lo hizo con juicios terribles sobre los enemigos de Israel, Ex
15:11 y 12. Lo hizo también separándose un pueblo para Él, y lo tomó de entre el
20

mundo, Ex 19:4-6; Eze 20:39-44. Dios, al tomar este pueblo de entre el impuro y
malvado mundo, protesta en contra de ese mundo y de su pecado. Además, repetidas
veces lo hizo perdonando también a su pueblo infiel, porque no quería que el mundo
impío se regocijara al considerar que Dios había fracasado en su obra, Os 11:9.
La idea de santidad en su sentido derivativo también se aplica a las cosas y a las
personas que se colocan en relación especial con Dios. La tierra de Canaán, la ciudad de
Jerusalén, el monte del templo, el tabernáculo y el templo, los sábados y las fiestas
solemnes de Israel, — cada una y todas estas cosas se llaman santas, puesto que están
consagradas a Dios y colocadas bajo la brillantez de su majestuosa santidad. De manera
semejante, los profetas, los levitas y los sacerdotes se denominan santos como personas
apartadas para el servicio especial del Señor. Israel tuvo sus lugares sagrados, sus
épocas sagradas, sus ritos sagrados y sus personas sagradas. Si embargo, esta no es
todavía la idea ética de la santidad. Uno puede ser una persona sagrada y estar, no
obstante, del todo vacío de la gracia de Dios en su corazón. En la antigua dispensación
tanto como en la nueva la renovación ética es el resultado de la influencia renovadora y
santificadora del Espíritu Santo. Sin embargo, debe recordarse que aun en donde el
concepto de santidad está por completo espiritualizado, siempre expresa una relación.
La idea de santidad nunca es la de una bondad moral considerada en sí misma, sino la
de una bondad ética vista en su relación con Dios.
2. EN EL NUEVO TESTAMENTO. Al pasar del Antiguo Testamento al Nuevo
notamos una notable diferencia. Mientras que en el Antiguo Testamento no hay ni un
solo atributo de Dios que sobresalga con la misma prominencia de su santidad, en el
Nuevo la santidad raras veces se atribuye a Dios. Con excepción de algunos cuantos
pasajes del Antiguo Testamento, se le cita nada más en los escritos de Juan, Jn 17:11; 1
Jn 2:20; Ap 6:10. Con toda probabilidad la explicación de esto se encuentra en el hecho
de que en el Nuevo Testamento la santidad se presenta como la característica especial
del Espíritu de Dios por quien los creyentes son santificados, capacitados para servir y
conducidos a su eterno destino, 2 Tes 2:13; Tito 3:5. La palabra hagios se usa en
relación con el Espíritu de Dios casi cien veces. Sin embargo, el concepto de santidad y
santificación no es diferente en el Nuevo de lo que es en el Antiguo Testamento. Tanto
en el primero como en el segundo la santidad se atribuye al hombre en un sentido
derivativo. En uno como en el otro la santidad ética no es mera rectitud moral, y la
santificación nunca es nada más un mejoramiento moral. Actualmente, con frecuencia
se confunden estas dos cuando la gente habla de la salvación mediante el carácter. Un
hombre puede vanagloriarse de grande adelanto moral, y sin embargo ser un bien
conocido extranjero en cuanto a la santificación. La Biblia no exige pura y simplemente
un mejoramiento moral, pero sí, un mejoramiento moral en relación con Dios, por causa
de Dios y con el propósito de servir a Dios. La Biblia insiste en la santificación. En este
punto preciso mucha de la predicación ética de la actualidad está notoriamente
equivocada, y el único remedio para corregirse está en que haga la presentación de la
doctrina verdadera de la santificación. La santificación puede definirse como aquella
operación misericordiosa y continua del Espíritu Santo por la cual Él libera al
pecador justificado de la polución del pecado, renueva su naturaleza completa a la
imagen de Dios y lo capacita para realizar buenas obras.

D. LA NATURALEZA DE LA SANTIFICACIÓN
21

1. ES OBRA SOBRENATURAL DE DIOS. Algunos tienen el concepto equivocado de


que la santificación consiste nada más en la formación de una vida nueva, implantada en
el alma mediante la regeneración, de una manera persuasiva al presentar motivaciones
para la voluntad. Pero esto no es cierto. Consiste fundamental y principalmente en una
operación divina en el alma, por medio de la cual, aquella disposición santa nacida en la
regeneración queda fortalecida y se aumenta su santa actividad. Se trata de una obra que
en esencia es de Dios, aunque en la medida en que Él emplea medios, el hombre puede
cooperar y se espera que coopere mediante el uso adecuado de estos medios. La Biblia
demuestra con claridad, y de varias maneras, el carácter sobrenatural de la santificación.
La descubre como una obra de Dios, 1 Tes 5:23; Heb 13:20 y 21, como fruto de la
unión de vida con Jesucristo, Juan 15:4 Gal 2:20; 4:19; como una obra hecha en el
hombre desde su interior y la cual por esa misma razón no puede ser una obra del ser
humano, Ef 3:16; Col 1:11, y habla de sus manifestaciones en las virtudes cristianas
como de la obra del Espíritu, Gal 5:22. Nunca debe explicarse como un mero proceso
natural en el desarrollo espiritual del hombre, ni rebajarla al nivel de un mero logro
humano, como hace buena parte de la moderna teología liberal.

2. CONSISTE DE DOS PARTES. Las dos partes de la santificación se presentan en la


Biblia como:
a) La mortificación del viejo hombre, es decir, el cuerpo del pecado. Este
término bíblico denota aquel acto de Dios por medio del cual la mancha y corrupción de
la naturaleza humana que resultó del pecado se va removiendo en forma gradual. Con
frecuencia se presenta en la Biblia como la crucifixión del viejo hombre, y está así
conectado con la muerte de Cristo en la cruz. El viejo hombre es la naturaleza humana
en cuanto está controlada por el pecado, Rom 6:6; Gal 5:24. En el contexto del pasaje de
Gálatas, Pablo contrasta las obras de la carne y las obras del Espíritu, y luego dice:
“Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”. Esto
significa que en su caso el Espíritu ha ganado el predominio.
b) La vivificación del nuevo hombre, creado en Cristo Jesús para buenas obras.
Mientras la primera parte de la santificación es de carácter negativo, esta segunda parte
es positiva. Consiste en aquel acto de Dios por medio del cual se fortalece la disposición
santa del alma, se aumenta la actividad santa, y de este modo se engendra y promueve
un nuevo curso de vida. La vieja estructura de pecado va destruyéndose por grados, y
una nueva estructura originada en Dios se alcanza en lugar de aquella. Estas dos partes
de la santificación no son sucesivas sino contemporáneas. Gracias a Dios que la
erección gradual de la nueva estructura no necesita demorarse hasta que la antigua
quede demolida por completo. Si tuviera que esperar para eso no podría jamás comenzar
durante esta vida. Con la disolución gradual de lo viejo hace su aparición lo nuevo. Esto
se parece a la ventilación de una casa llena de pestilencia. A medida que el aire corrupto
va saliendo, el nuevo irrumpe dentro de la casa. Este lado positivo de la santificación
con frecuencia se llama “ser resucitados junto con Cristo”, Rom 6:4, 5; Col 2:12; 3:1, 2.
La vida nueva a la que esta vivificación nos conduce se llama “una vida para Dios”,
Rom 6:11; Gal 2:19.

3. LA SANTIFICACIÓN AFECTA AL HOMBRE COMPLETO: CUERPO Y ALMA,


INTELECTO, AFECTOS Y VOLUNTAD. Esto se deduce de la naturaleza del caso, porque la
santificación tiene lugar en la vida interna del hombre, en el corazón, y este no puede
cambiarse sin que se cambie todo el hombre. Si el hombre interior queda cambiado, hay
22

obligación de cambiar también la periferia de la vida. Además, la Biblia enseña clara y


explícitamente que la santificación afecta tanto al cuerpo como al alma, 1 Tes 5:23; 2
Cor 5:17; Rom 6:12; 1 Cor 6:15, 20. El cuerpo tiene que considerarse aquí como el
órgano o el instrumento del alma pecadora por medio del cual se expresan las
inclinaciones, los hábitos y las pasiones pecaminosos. La santificación del cuerpo tiene
lugar de manera especial en la crisis de la muerte y en la resurrección de los muertos.
Por último, también se descubre en la Biblia que la santificación afecta a todos los
poderes o facultades del alma: el entendimiento, Jer 31:34; Jn 6:45; la voluntad, Eze
36:25–27; Fil 2:13; las pasiones, Gal 5:24; y la conciencia, Tito 1:15; Heb 9:14.

4. ES OBRA DE DIOS EN LA CUAL COOPERAN LOS CREYENTES. Cuando se dice


que el hombre toma parte en la obra de santificación, no se da a entender que el hombre
sea un agente independiente en la obra como si esta fuera parcialmente la obra de Dios y
parcialmente la obra del ser humano; sino, en esencia, que Dios hace la obra en parte
por medio de la instrumentalidad del hombre como un ser racional requiriendo de él
cooperación devota e inteligente con el Espíritu. Esta cooperación del hombre con el
Espíritu de Dios se deduce: (a) de las repetidas admoniciones en contra del mal y de las
tentaciones, lo que implica con claridad que el hombre debe mostrarse activo en evitar
los peligros de la vida, Rom 12:9, 16, 17; 1 Cor 6:9, 10; Gal 5:16-23; y (b) de las
constantes exhortaciones a una vida santa. Estas implican que el creyente debe ser
diligente en el empleo de los medios que están a su disposición para el mejoramiento
moral y espiritual de su propia vida, Miq 6:8; Jn 15:2, 8, 16; Rom 8:12, 13; 12:1, 2, 17;
Gal 6:7, 8, 15.

E. LAS CARACTERÍSTICAS DE LA SANTIFICACIÓN


1. Tal como se ve por lo que precede, la santificación es una obra de la cual Dios
es el autor y no el hombre. Sólo los abogados del llamado libre albedrío pueden
pretender que sea obra del hombre. Sin embargo, difiere de la regeneración en que el
hombre puede, y el deber lo obliga a luchar por una creciente y constante santificación
usando para ello los medios que Dios ha puesto a su disposición. Esto está enseñado con
claridad en la Biblia, 2 Cor 7:1; Col 3:5–14; 1 Pe 1:22. Los antinomianos que son
consistentes pierden de vista esta verdad importante, y no sienten la necesidad de evitar
cuidadosamente el pecado, puesto que esto afecta nada más al viejo hombre que está
condenado a muerte, y no al nuevo hombre que es santo con la santidad de Cristo.
2. La santificación tiene lugar en forma parcial en la vida subconsciente, y como
tal es una operación inmediata del Espíritu Santo; pero también en forma parcial tiene
lugar en la vida consciente, y depende entonces del uso de determinados medios, tales
como el ejercicio constante de la fe, el estudio de la Palabra de Dios, la oración y la
asociación con otros creyentes.
3. La santificación es de ordinario un proceso lento y nunca alcanza la
perfección en esta vida. Al mismo tiempo puede haber casos en los que se complete en
muy corto tiempo o hasta en un momento, por ejemplo, en los casos en que la
regeneración y la conversión son seguidas de inmediato por la muerte temporal. Si
procedemos sobre la asunción de que la santificación del creyente se perfecciona de
inmediato después de la muerte — y la Biblia parece enseñar esto hasta donde tiene que
ver con el alma —, entonces en tales casos la santificación del alma debe completarse
casi de inmediato.
23

4. Según parece, la santificación del creyente debe completarse o bien al


momento de morir, o inmediatamente después de la muerte, hasta donde tiene que ver
con el alma, y en la resurrección hasta donde esta tiene que ver con el cuerpo. Esto
parece deducirse del hecho de que, por una parte, la Biblia enseña que en la vida
presente nadie puede pretender estar libre del pecado, 1 Re 8:46; Prov 20:9; Rom 3:10,
12; Stg 3:2; 1 Jn 1:8; y por la otra, que aquellos que se han ido antes están santificados
por completo. Habla de ellos como de “los espíritus de los justos hechos perfectos”,
Heb 12:23, y “sin mancha”, Ap 14:5. Además, se nos dice que en la Ciudad celestial de
Dios no entrará “ninguna cosa sucia o que hace abominación y mentira”, Ap 21:27; y
que Cristo en su segunda venida “transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para
que sea semejante al cuerpo de la gloria suya”, Fil 3:21.

F. EL AUTOR DE LA SANTIFICACIÓN Y LOS MEDIOS DE ELLA


La santificación es una obra del Dios trino, pero se atribuye más particularmente
al Espíritu Santo en la Escritura, Rom 6:11; 15.16, 1 Pe 1:2. Nuestro día,6 con su énfasis
sobre la necesidad de acercarnos al estudio de la teología desde el punto de vista
antropológico, y con su llamamiento unilateral al servicio en el reino de Dios, hace que
resulte particularmente importante acentuar el hecho de que Dios y no el hombre es el
autor de la santificación. De manera especial en vista del activismo que es uno de los
hechos característicos de la vida religiosa americana y que glorifica la obra del hombre
más bien que la gracia de Dios es necesario acentuar el hecho una y otra vez de que la
santificación es fruto de la justificación, que aquella es sencillamente imposible sin ésta,
y que las dos son el fruto de la gracia de Dios en la redención de los pecadores. Aunque
el hombre tenga el privilegio de cooperar con el Espíritu de Dios puede hacerlo sólo en
virtud de la fuerza que el espíritu le imparte cada día. El desarrollo espiritual del hombre
no es un logro humano, sino una obra de la gracia divina. El hombre no merece ningún
crédito por aquello a lo que contribuye como un instrumento. Hasta donde la
santificación tiene lugar en la vida subconsciente se efectúa por la operación inmediata
del Espíritu Santo. Pero como una obra que tiene lugar en la vida consciente de los
creyentes se produce por varios medios que emplea el Espíritu Santo.
1. LA PALABRA DE DIOS. En oposición a la iglesia de Roma debe sostenerse que
el principal medio usado por el Espíritu Santo es la Palabra de Dios. La verdad en sí
misma es cierto que no tiene la eficiencia adecuada para santificar al creyente, sin
embargo, se adapta de manera natural para ser el medio de santificación al ser empleada
por el Espíritu Santo. La Escritura presenta todas las condiciones objetivas para los
ejercicios y actos santos. Sirve para excitar la actividad espiritual presentando motivos y
persuasiones, y le imprime dirección mediante prohibiciones, exhortaciones y ejemplos,
1 Pe 1:22; 2:2; 2 Pe 1:4.
2. LOS SACRAMENTOS. Estos son los medios par excellence según la iglesia de
Roma. Los protestantes los consideran como subordinados a la Palabra de Dios y a
veces hasta hablan de ellos como de la “Palabra visible”. Simbolizan y sellan para
nosotros las mismas verdades que están expresadas verbalmente en la Palabra de Dios,
y pueden ser considerados como la palabra actuada, que contiene una representación
vívida de la verdad, la cual el Espíritu Santo utiliza como ocasión para ejercicios santos.
No solo están subordinados a la Palabra de Dios, sino que tampoco pueden existir sin

6
Se refiere al año 1932, fecha de la primera edición en inglés.
24

ella y por lo mismo van siempre acompañados de ella, Rom 6:3; 1 Cor 12:13; Tito 3:5;
1 Ped 3:21.
3. LA DIRECCIÓN PROVIDENCIAL. Los actos providenciales de Dios, tanto los
favorables como los adversos, son con frecuencia medios poderosos de santificación. En
relación con la operación del Espíritu Santo por medio de la palabra, operan en nuestros
afectos naturales y de esta manera, a menudo ahondan la impresión de la verdad
religiosa y la introducen al alma. Debe recordarse que la luz de la revelación divina es
necesaria para la interpretación de sus direcciones providenciales, Sal 119:71; Rom 2:4;
Heb 12:10.

G. RELACIÓN ENTRE LA SANTIFICACIÓN Y OTRAS ETAPAS DEL ORDO SALUTIS


Es de mucha importancia tener un concepto correcto de la relación que hay entre
la santificación y algunas de las otras etapas de la obra de redención.
1. CON RESPECTO A LA REGENERACIÓN. Aquí hay a la vez diferencia y
similaridad. La regeneración se completa de inmediato, porque un hombre no puede
estar más o menos regenerado; o está muerto o está vivo espiritualmente. La
santificación es un proceso que produce cambios graduales, de tal manera que se podrán
distinguir grados diferentes en la santidad resultante. De aquí que se nos amoneste a
perfeccionar la santidad en el temor del Señor, 2 Cor 7:1. El Catecismo de Heidelberg
también presupone que hay grados de santidad, cuando dice que aun “los más santos
hombres, mientras están en esta vida, tienen nada más un pequeño principio de esta
obediencia”.7 Al mismo tiempo, la regeneración es el principio de la santificación. La
obra de renovación, que comienza en la primera se continúa en la segunda, Fil. 1:6.
Strong dice: “La santificación se distingue de la regeneración como se distingue el
crecimiento del nacimiento, o como se distingue el fortalecimiento de una santa
disposición de lo que es la participación original de ella”.8
2. CON RESPECTO A LA JUSTIFICACIÓN. La justificación precede a la santificación
y es básica para ella… La justificación es la base judicial para la santificación. Dios
tiene el derecho de demandar de nosotros la santidad de nuestra vida, pero en vista de
que no podemos producir esta santidad por nosotros mismos, Él gratuitamente la
produce en nosotros mediante el Espíritu Santo, sobre la base de la justicia de
Jesucristo, la cual se nos imputa en la justificación. El hecho importante de que la
santificación se funda sobre la justificación, en la cual la gracia gratuita de Dios
sobresale con extraordinaria prominencia, excluye la idea de que podamos merecer cosa
alguna en la santificación. La idea católica romana de que la justificación capacita al
hombre para producir obras meritorias es contraria a la Escritura. La justificación como
tal no efectúa un cambio en nuestro ser interior, y por tanto, necesita la santificación
como su complemento. No es suficiente que el pecador se presente como justo delante
de Dios; debe también ser santo en su vida íntima…
3. CON RESPECTO A LA FE. La fe es la causa mediata e instrumental tanto de la
santificación como de la justificación. Ella para nada merece la santificación como
tampoco la justificación, pero sí nos une a Cristo y nos conserva en relación con Él
como la cabeza de la nueva humanidad, considerado como la fuente de la vida nueva en
nuestro interior, como también de nuestra santificación progresiva, mediante la

7
Pregunta 114.
8
Systematic Theology, 87.
25

operación del Espíritu Santo. El conocimiento del hecho de que la santificación está
fundada sobre la justificación, siendo imposible colocarla sobre cualquiera otra base, y
de que el ejercicio constante de la fe es necesario para avanzar en el camino de la
santidad, nos resguardara en contra de toda justicia propia, en nuestra lucha para
avanzar en la bondad y santidad de nuestra vida. Merece atención particular el hecho de
que, mientras que la fe más débil media para el logro de una perfecta justificación, el
grado de santificación es conmensurable con la potencia de la fe del cristiano y con la
persistencia con la que él se posesiona de Cristo.

H. EL CARÁCTER IMPERFECTO DE LA SANTIFICACIÓN EN ESTA VIDA


1. LA SANTIFICACIÓN ES IMPERFECTA EN GRADO. Cuando hablamos de la
santificación como imperfecta en esta vida, no queremos decir que es imperfecta en
partes, como si solo una parte del ser humano santo que se origina en la regeneración
fuera afectada. Es la totalidad, aunque todavía en desarrollo, del nuevo hombre lo que
debe crecer hacia la estatura plena. Un niño recién nacido es, descontando las
excepciones, perfecto en sus partes, pero todavía no en el grado de desarrollo para el
cual ha sido creado. Así también el nuevo hombre es perfecto en partes, pero permanece
en la vida presente imperfecto en cuanto al grado del desarrollo espiritual. Los creyentes
tienen que luchar en contra del pecado durante todo el tiempo que vivan, 1 Re 8:46; Pr
20:9; Ec 7:20; Stg 3:2; 1 Jn 1:8.

2. NEGACIÓN DE ESTA IMPERFECCIÓN POR LOS PERFECCIONISTAS.


a. La doctrina del perfeccionismo. Hablando en general, esta doctrina pretende
que la perfección religiosa puede alcanzarse en la vida presente. Es enseñado de
diversas formas por los pelagianos, los católicos romanos o los semi pelagianos, los
arminianos, los wesleyanos, las sectas místicas tales como los labadistas, los quietistas,
los cuáqueros y otros, algunos de los teólogos de Oberlin, tales como Mahan y Finney,
y Ritschl. Todos estos coinciden en sostener que es posible para los creyentes en esta
vida alcanzar un estado en el que cumplan con los requisitos de la ley bajo la cual
ahora viven o bajo aquella ley tal como fue ajustada a sus habilidades y necesidades
presentes, y, en consecuencia, ser libres del pecado…
Es muy significativo que todas las principales teorías perfeccionistas (con la sola
excepción de la pelagiana, que niega la corrupción inherente del ser humano)
consideren necesario reducir el estándar de la perfección y no tener al ser humano
responsable por una gran parte de lo que indudablemente exige la ley moral original. Y
es igualmente significativo que sientan la necesidad de externalizar la idea de pecado,
cuando afirman que solo el mal obrar consciente puede ser así considerado, y rehúsan
reconocer como pecado una buena parte de lo que está representado como tal en la
Escritura.

b. Pruebas bíblicas aducidas en favor de la doctrina del perfeccionismo.


(1) La Biblia ordena a los creyentes que sean santos e incluso perfectos, 1 Pe
1:16; Mat 5:48; Stg 1:4, y les exige que sigan el ejemplo de Cristo, quien no hizo
pecado, 1 Pe 2:21 ss. Tales mandatos serían irrazonables si no fuera posible alcanzar la
perfección inmaculada. Pero la orden bíblica de que seamos santos y perfectos tiene que
ver con los que no son regenerados tanto como con los que son regenerados, puesto que
26

la ley de Dios demanda santidad desde el principio y nunca ha sido revocada. Si el


mandamiento implica que aquellos a quienes se les da, vivan de acuerdo con ese
requerimiento, esto tiene que ser cierto de todos los hombres. Sin embargo, sólo
aquellos que enseñan el perfeccionismo según el sentido pelagiano, pueden sostener este
concepto. La medida de nuestra capacidad no puede inferirse de los mandamientos
bíblicos.
(2) La santidad y la perfección se atribuyen a menudo en la Biblia a los
creyentes, Cant 4:7; 1 Cor 2:6; 2 Cor 5:17; Ef 5:27; Heb 5:14; Fil 5:13; Col 2:10. Sin
embargo, cuando la Biblia habla de los creyentes como santos y perfectos esto no quiere
significar, necesariamente, que se encuentren sin pecado, puesto que ambas palabras se
usan con frecuencia en un sentido diferente, no sólo en el lenguaje común, sino también
en la Biblia. Las personas puestas aparte para el servicio especial de Dios son llamadas
santas en la Biblia, sin tomar en cuenta su condición moral y su vida. Los creyentes
pueden ser y son llamados santos, porque objetivamente son santos en Cristo, o porque
en principio son subjetivamente santificados por el Espíritu de Dios. Pablo en sus
Epístolas se dirige invariablemente a sus lectores como santos, es decir “los santos”, y
luego continúa, en varios casos, conduciéndolos a trabajar en contra de sus pecados. Y
cuando los creyentes son descritos como perfectos, esto significa en algunos casos nada
más que han llegado a un pleno crecimiento, 1 Cor 2:6; Heb 5:15, y en otros, que ya
están equipados por completo para su tarea, 2 Tim 3:17. Todo esto, en verdad, no da
contenido a la teoría de la perfección sin pecado.
(3) Se dice que hay ejemplos bíblicos de santos que tuvieron vidas perfectas,
por ejemplo, Noé, Job y Asa, Gen 6:9; Job 1:1; 1 Re 15:14. Pero, de seguro, tales
ejemplos no prueban el punto por la simple razón de que no son ejemplos de perfección
sin pecado. Aun los santos más notables de la Biblia se describen como hombres que
tuvieron sus fallas y que pecaron, en algunos casos, muy gravemente. Esto es cierto de
Noé, Moisés, Job, Abraham y todos los otros. Es cierto que esto no prueba de necesidad
que sus vidas siguieron siendo pecaminosas durante todo el tiempo que vivieron sobre
la tierra, pero es un hecho sorprendente que no se nos presenta uno solo que estuviera
sin pecado. La pregunta de Salomón todavía es pertinente, “¿Quién podrá decir: yo he
limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?”, Pr 20: 9. Además, Juan dice: “Si
decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está
en nosotros”, 1 Jn 1:8.
(4) El apóstol Juan declara explícitamente que los que son nacidos de Dios no
pecan, 1 Jn 3:6, 8, 9; 5:18. Pero cuando Juan dice que los que son nacidos de Dios no
pecan está contrastando los dos estados representados por el viejo hombre y el nuevo,
en cuanto a su naturaleza esencial y su principio. Una de las características esenciales
del nuevo hombre es que no peca. En vista del hecho de que Juan usa invariablemente el
tiempo presente del verbo para expresar la idea de que el que nace de Dios no peca, es
posible que deseara expresar la idea de que el hijo de Dios no continúa pecando por
hábito, como hace el diablo, 1 Jn 3:8.9 Ciertamente no quiere afirmar que el creyente
nunca cometa un acto de pecado, compárese 1 Jn. 1:8–10. Además, el perfeccionista no
puede hacer muy buen uso de estos pasajes para probar su punto, puesto que probaría
demasiado para su propósito. No se atreve a decir que todos los creyentes sean
realmente sin pecado, sino solamente que pueden alcanzar un estado de perfección sin
pecado. Sin embargo, los pasajes juaninos probarían, según esta interpretación, que
todos los creyentes están sin pecado. Y todavía más que eso, probaría que los creyentes

9
Compárese Robertson, The Minister and His Greek Testament, 100.
27

nunca caen del estado de gracia (porque eso es pecado); y sin embargo los
perfeccionistas son la misma gente que cree que hasta los creyentes verdaderos pueden
caer y apartarse.

c. Objeciones a la teoría del perfeccionismo


(1) A la luz de la Biblia, la doctrina del perfeccionismo es por completo
insostenible. La Biblia nos da la seguridad explícita y muy definida de que no hay en la
tierra uno solo que no peque, 1 Re 8:46; Pr 20:9; Ecl 7:20; Rom 3:10; Stg 3:2; 1 Jn 1:8.
En vista de estas afirmaciones claras de la Escritura es difícil ver cómo algunos que
pretenden creer que la Biblia es la Palabra infalible de Dios puedan sostener que es
posible que los creyentes tengan vidas sin pecado, y que algunos, verdaderamente,
hayan triunfado al proponerse evitar todo pecado.
(2) Según la Escritura hay una lucha constante entre la carne y el Espíritu en las
vidas de los hijos de Dios y aun el mejor de ellos está todavía luchando por la
perfección. Pablo da una descripción muy impresionante de esta lucha en Rom 7:7–26,
un pasaje que ciertamente se refiere a él en su estado regenerado. En Gal 5:16–24 él
habla de aquella misma lucha como de una que caracteriza a todos los hijos de Dios. Y
en Fil 3:10–14 habla de sí mismo cuando en realidad había llegado al fin de su carrera
como uno que todavía no ha alcanzado la perfección pero que está esforzándose en
llegar a la meta.
(3) La confesión del pecado y la oración por el perdón se requieren
continuamente. Jesús enseñó a todos sus discípulos sin ninguna excepción a orar por el
perdón de los pecados y por ser libertados de la tentación y del maligno, Mat 6:12–13.
Y Juan dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados y limpiarnos de toda maldad”, 1 Jn 1:9. Además, los santos de la Biblia se
presentan siempre como los que confiesan sus pecados, Job 9:3, 20; Sal 32:5; 130:3;
143:2; Pr 20:9; Is 64:6; Dan 9:16; Rom 7:14.
(4) Los perfeccionistas mismos estiman necesario rebajar las reglas de la ley y
hacer que la idea del pecado sea externa para poder sostener su teoría. Además, algunos
de ellos han modificado repetidas veces el ideal al cual, según su concepto, pueden
alcanzar los creyentes. Al principio el ideal fue “libertad de todo pecado”; luego,
“libertad de todo pecado consciente”, en seguida, “completa consagración a Dios”, y
por último, “seguridad cristiana”. Esto ya de por sí es una condenación suficiente de su
teoría. Nosotros naturalmente, no negamos que el cristiano puede alcanzar la seguridad
de la fe.

I. LA SANTIFICACIÓN Y LAS BUENAS OBRAS


La santificación y las buenas obras están relacionadas de la manera más íntima.
De la manera precisa en que la vida vieja se expresa en obras malas, así la vida nueva
que se origina en la regeneración y que se promueve y fortalece en la santificación, se
manifiesta de manera natural en las buenas obras. Estas pueden llamarse los frutos de la
santificación, y como tales entran en consideración aquí.
a) Las buenas obras en el sentido específico de la teología. Cuando hablamos de
las buenas obras en relación con la santificación, no nos referimos a obras que sean
perfectas, que respondan con perfección a los requerimientos de la ley moral divina, y
que como tales sean dignas, inherentemente, de alcanzar la recompensa de la vida eterna
28

bajo las condiciones del pacto de obras. Queremos dar a entender, sin embargo, que se
trata de obras que en su cualidad moral son diferentes en esencia de las acciones de los
no regenerados, y que son la expresión de una naturaleza nueva y santa, como el
principio del cual brotan. Son obras que Dios no sólo aprueba, sino que, en cierto
sentido, también recompensa. Las siguientes son las características de las obras
espirituales buenas: (1) Son los frutos de un corazón regenerado, puesto que sin éste no
puede haber la disposición (de obedecer a Dios) y el motivo (de glorificar a Dios) que se
requiere, Mat 12:33; 7:17, 18. (2) No están hechas sólo en conformidad externa con la
ley de Dios, sino que se hacen en obediencia consciente a la voluntad revelada de Dios,
es decir, porque son requeridas por Dios. Brotan del principio del amor a Dios y del
deseo de hacer su voluntad, Deut 6:2; 1 Sam 15:22; Isa 1:12; 29:13; Mat 15:9. (3)
Cualquiera que sea su fin inmediato, su finalidad última no puede ser el bienestar del
hombre, sino la gloria de Dios, la cual es el más alto propósito concebido en la vida del
hombre, 1 Cor 10:31; Rom 12:1; Col 3:17, 23.

La Santificación, El Crecimiento en la Semejanza de Cristo
Wayne Grudem

Lectura tomada de Wayne Grudem, Teología Sistemática, cap. 38. Grudem es de


convicción reformada, y escribe con una claridad inigualable. Él se ha propuesto,
expresamente, escribir una teología sistemática centrada en el texto bíblico, sin
mencionar teólogos o escritores del pasado. Su pensamiento es original y entendible
para quienes no suelen leer teología. Como en las demás lecturas, los tres puntos
suspensivos indican que se ha eliminado algo el original, al que alentamos a leer de
forma completa.

… llegamos a una parte de la aplicación de la redención que es una obra


progresiva que continúa a lo largo de nuestra vida en la tierra. Es también una obra en la
que Dios y el hombre cooperan, cada uno en un papel diferente. Esta parte de la
aplicación de la redención la conocemos como la santificación: La santificación es una
obra progresiva de Dios y del hombre que nos lleva a estar cada vez más libres del
pecado y que seamos más semejantes a Cristo en nuestra vida real.

A. Diferencias entre la justificación y la santificación


El cuadro siguiente explica varias de las diferencias entre la justificación y la
santificación:
Justificación Santificación
Posición legal Condición interna
Una vez para siempre Continúa durante toda la vida
Es por completo obra de Dios Nosotros cooperamos
Perfecta en esta vida No es perfecta en esta vida
Igual para todos los cristianos Más en unos que en otros

Como indica este cuadro, la santificación es algo que continúa a lo largo de toda
nuestra vida como cristianos. El curso ordinario de una vida cristiana involucrará el
crecimiento continuo en santificación, y es algo en lo que el Nuevo Testamento nos
anima a que le prestemos atención y nos esforcemos en conseguirlo.

B. Tres etapas de la santificación


1. La santificación tiene un comienzo definido en la regeneración. Un
cambio moral definido tiene lugar en nuestra vida en el momento de la regeneración,
porque Pablo habla acerca de: “Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y
de la renovación por el Espíritu Santo” (Tit 3:5). Una vez que hemos nacido de nuevo
no podemos continuar pecando como un hábito o estilo de vida (1 Jn 3:9), porque el

29
30

poder de la nueva vida espiritual dentro de nosotros nos guarda de ceder a la vida de
pecado.
El cambio moral inicial es la primera etapa en la santificación. En este sentido
hay un cierto traslapo entre la regeneración y la santificación, porque este cambio moral
es en realidad una parte de la regeneración. Pero cuando lo vemos desde el punto de
vista del cambio moral dentro de nosotros, lo podemos ver también como la primera
etapa de la santificación. Pablo mira retrospectivamente a un suceso completado cuando
dice a los corintios: “Pero ya han sido lavados, ya han sido santificados, ya han sido
justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co
6:11). Del mismo modo, en Hechos 20:32 Pablo se puede referir a los cristianos como
los que tienen “herencia entre todos los santificados”.
Este paso inicial en la santificación involucra un rompimiento definido con el
poder dominante y amor al pecado, de manera que el creyente ya no está más controlado
o dominado por el pecado y ya no le gusta pecar. Pablo dice: “De la misma manera,
también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús
… Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino
bajo la gracia” (Ro 6:11, 14). Pablo dice que los cristianos han sido “liberados del
pecado” (Ro 6:18). En este contexto, estar muerto al pecado o ser liberado del pecado
involucra el poder para vencer acciones o pautas de comportamiento pecaminoso en
nuestra vida. Pablo les dice a los romanos: “No permitan ustedes que el pecado reine en
su cuerpo mortal, ni obedezcan a sus malos deseos. No ofrezcan los miembros de su
cuerpo al pecado como instrumentos de injusticia, ofrézcanse más bien a Dios” (Ro
6:12–13). Estar muerto al poder dominante del pecado significa que nosotros como
cristianos, en virtud del poder del Espíritu Santo y la vida de resurrección de Cristo
obrando dentro de nosotros, tenemos el poder de vencer la tentación y la seducción del
pecado. El pecado ya no será nuestro amo como lo era antes de hacernos cristianos.
En términos prácticos, esto significa que debemos afirmar dos cosas como
ciertas. Por un lado, nunca seremos capaces de decir: “Estoy completamente libre del
pecado”, porque nuestra santificación nunca estará del todo completada (vea abajo).
Pero, por otro lado, un cristiano nunca debiera decir (por ejemplo) “Este pecado me ha
derrotado, me rindo. He tenido un mal temperamento por treinta y siete años y lo tendré
hasta el día que me muera, y las personas me van a tener que aguantar tal como soy”.
Decir eso es reconocer que el pecado te ha dominado. Es permitir que el pecado reine en
nuestros cuerpos. Es admitir la derrota. Es negar la verdad de las Escrituras, que nos
dicen: “De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero
vivos para Dios en Cristo Jesús” (Ro 6:11). Es negar la verdad de las Escrituras que nos
dicen que “el pecado no tendrá dominio sobre ustedes” (Ro 6:14).
El rompimiento inicial con el pecado involucra una reorientación de nuestros
deseos de manera que ya no tenemos una inclinación dominante hacia el pecado en
nuestra vida. Pablo sabe que sus lectores fueron antiguos esclavos del pecado (como lo
son todos los incrédulos), pero dice que ellos ya no son esclavos. “Pero gracias a Dios
que, aunque antes eran esclavos del pecado, ya se han sometido de corazón a la
enseñanza que les fue transmitida. En efecto, habiendo sido liberados del pecado, ahora
son ustedes esclavos de la justicia” (Ro 6:17–18). Este cambio en los deseos e
inclinación de la persona ocurre al comienzo de la santificación.
2. La santificación va aumentando a lo largo de la vida. Aunque el Nuevo
Testamento habla de un comienzo definido de la santificación, también lo ve como un
proceso que continúa a lo largo de nuestra vida cristiana. En general este es el sentido
31

primario en el que se usa hoy santificación en la teología sistemática y en la


conversación cristiana. Aunque Pablo dice a sus lectores que han sido liberados del
pecado (Ro 6:18), y que están “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús”
(Ro 6:11), él, no obstante, reconoce que el pecado permanece en sus vidas, de modo que
los insta a que no permitan que reine en ellos y cedan al pecado (Ro 6:12–13). Su tarea,
por tanto, como cristianos es crecer más y más en la santificación, de la misma manera
que antes habían crecido cada vez más en el pecado. “Hablo en términos humanos, por
las limitaciones de su naturaleza humana. Antes ofrecían ustedes los miembros de su
cuerpo para servir a la impureza, que lleva más y más a la maldad; ofrézcanlos ahora
para servir a la justicia que lleva a la santidad” (Ro 6:19; las expresiones “antes” y
“ahora” [gr. hosper … houtos] indican que Pablo quiere que ellos hagan eso de la
misma manera: si “antes” se entregaban cada vez más al pecado, “ahora” ofrézcanse
cada vez más a la justicia por la santificación).
Pablo dice que a lo largo de la vida cristiana “todos nosotros … somos
transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor” (2 Co
3:18). Nos vamos haciendo cada vez más como Cristo al ir avanzando en la vida
cristiana. Por tanto, él dice: “Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado ya.
Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo
que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece
mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús” (Fil 3:13–14). Con esto el apóstol no
está diciendo que ya sea perfecto, sino que sigue adelante para alcanzar aquellos
propósitos para los cuales Cristo le había salvado (vv. 9–12).
Pablo les dice a los colosenses: “Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se
han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva
naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su Creador” (Col 3:10),
mostrando de esa manera que la santificación involucra una creciente semejanza a Dios
en nuestros pensamientos, así como en nuestras palabras y acciones. El autor de
Hebreos dice a sus lectores: “despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del
pecado que nos asedia” (He 12:1), y “busquen … la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor” (He 12:14). Santiago anima a sus lectores: “No se contenten sólo con escuchar la
palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica” (Stg 1:22), y Pedro
les dice a sus lectores: “Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como
también es santo quien los llamó” (1 P 1:15).
No es necesario acumular muchas más citas, porque mucho del Nuevo
Testamento está compuesto de instrucciones a los creyentes en varias iglesias sobre
cómo debieran crecer en la semejanza a Cristo. Todas las exhortaciones morales y los
mandamientos en las epístolas del Nuevo Testamento se aplican aquí, porque todas ellas
exhortan a los creyentes a cultivar un aspecto u otro de una mayor santificación en sus
vidas. La expectativa de todos los autores del Nuevo Testamento es que nuestra
santificación aumente a lo largo de nuestra vida cristiana.
3. La santificación se completará en la muerte (para nuestras almas) y
cuando el Señor regrese (para nuestros cuerpos). Debido a que el pecado todavía
permanece en nuestros corazones, aunque nos hayamos hecho cristianos (Ro 6:12–13; 1
Jn 1:8), nuestra santificación nunca se completará en esta vida (vea abajo). Pero una vez
que morimos y vamos a estar con el Señor, entonces nuestra santificación se completará
en un sentido, porque nuestras almas quedarán liberadas del pecado y serán perfectas. El
autor de Hebreos dice que cuando entramos a la presencia del Señor para adorar
llegamos como “los espíritus de los justos que han llegado a la perfección” (He 12:23).
Esto es apropiado porque es una anticipación del hecho de que “nunca entrará en ella
32

nada impuro”, se refiere a entrar a la presencia de Dios en la ciudad celestial (Ap


21:27).
Sin embargo, cuando apreciamos que la santificación involucra a toda la
persona, incluyendo nuestros cuerpos (vea 2 Co 7:1; 1 Ts 5:23), entonces nos damos
cuenta de que la santificación no estará del todo completada hasta que el Señor regrese
y recibamos cuerpos nuevos resucitados. Esperamos la venida de nuestro Señor
Jesucristo desde el cielo y “él transformará nuestro cuerpo miserable para que sea como
su cuerpo glorioso” (Fil 3:21). Es “cuando él venga” (1 Co 15:23) que recibiremos un
cuerpo de resurrección y entonces “llevaremos también la imagen del [hombre]
celestial” (1 Co 15:49).
Podemos diagramar el proceso de la santificación como aparece en el cuadro
debajo, mostrando que somos esclavos del pecado antes de la conversión, (1) que hay
un comienzo definido de la santificación en el momento de la conversión, (2) que la
santificación debiera incrementarse a lo largo de la vida cristiana, y (3) que la
santificación se perfecciona en la muerte. (Por amor de la simplicidad omitimos de este
cuadro la finalización de la santificación cuando recibimos nuestros cuerpos
resucitados.)

EL PROCESO DE LA SANTIFICACIÓN

He mostrado en el cuadro el progreso de la santificación como una línea


irregular, indicando que el crecimiento en la santificación no es siempre una línea recta
y ascendente en esta vida, sino que el progreso de la santificación sucede en algunos
momentos, mientras que en otras ocasiones nos damos cuenta de que estamos teniendo
algo de retroceso. En un caso extremo, un creyente que hace poco uso de los medios de
santificación, y más bien tiene mala enseñanza, no anda con cristianos y le presta poca
atención a la Palabra de Dios y a la oración, puede pasar muchos años y tener muy poco
progreso en su proceso de santificación, pero esto no es ciertamente lo normal ni lo que
se espera en la vida cristiana. Es en realidad muy anormal.
4. La santificación nunca se completa en esta vida. Ha habido algunos en la
historia de la iglesia que han tomado mandamientos tales como Mateo 5:48 (“Por tanto,
sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto”) o 2 Corintios 7:1
(“purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el
temor de Dios la obra de nuestra santificación”) y han razonado que puesto que Dios
nos da estos mandamientos, él también debe darnos la capacidad para obedecerlos
33

perfectamente. Por tanto, han concluido, es posible para nosotros obtener un estado de
perfección impecable en esta vida. Además, apuntan a la oración de Pablo por los
tesalonicenses: “Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo” (1 Ts
5:23), e infieren que bien puede ser que la oración de Pablo se cumpliera en algunos de
los cristianos tesalonicenses. De hecho, Juan incluso dice: “Todo el que practica el
pecado, no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Jn 3:6). ¿Están hablando estos versículos de
la posibilidad de una perfección impecable en la vida de algunos cristianos? Es este
estudio, usaré la palabra perfeccionismo para referirme a este punto de vista de que la
perfección impecable es posible en esta vida.
Si examinamos con detenimiento estos pasajes veremos que no apoyan la
posición perfeccionista. Primero, sencillamente no se enseña en las Escrituras que
cuando Dios da un mandamiento, él también nos da la capacidad para obedecerlo en
cada caso. Dios manda a todas las personas en todo lugar que obedezcan todas sus leyes
morales y los tiene como culpables de no obedecerlos, aun cuando las personas no
redimidas son pecadores y, como tales, están muertas en sus delitos y pecados, y eso les
incapacita para obedecer los mandamientos de Dios. Cuando Jesús nos manda que
seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5:48), nos está
sencillamente diciendo que la pureza moral absoluta de Dios es la meta hacia la cual
debemos apuntar y la norma por la cual Dios nos va a pedir cuentas. El hecho de que
nosotros no seamos capaces de estar a la altura de ese ideal no significa que va a ser
rebajado; más bien, quiere decir que necesitamos la gracia y el perdón de Dios para
vencer lo que queda del pecado en nosotros. Del mismo modo, cuando Pablo manda a
los corintios que completen la obra de la santificación en el temor del Señor (2 Co 7:1),
o pide en oración que Dios santifique plenamente a los tesalonicenses (1 Ts 5:23), está
apuntando a la meta que él quiere que ellos alcancen. No está diciendo que algunos lo
van a conseguir, sino que ese es el ideal moral al que Dios quiere que todos los
creyentes aspiren.
La declaración de Juan: “Todo aquel que permanece en él, no peca” (1 Jn 3:6)
no está enseñando que algunos de nosotros vamos a alcanzar la perfección, porque el
tiempo presente de los verbos en griego se traducen mejor como indicando una acción
continuada o actividad habitual: “Todo el que permanece en él, no practica el pecado.
Todo el que practica el pecado, no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Jn 3:6, NVI). Esta
declaración es similar a la que hace Juan unos pocos versículos después: “Ninguno que
haya nacido de Dios practica el pecado, porque la semilla de Dios permanece en él; no
puede practicar el pecado, porque ha nacido de Dios” (1 Jn 3:9). Si vamos a tomar estos
versículos para probar una perfección impecable, tendrían que probarla para todos los
cristianos, porque están hablando de lo que es cierto de todos los que son nacidos de
Dios, y todo el que ha visto a Cristo y le ha conocido.
Por tanto, no parece haber ningún versículo en las Escrituras que sea
convincente en la enseñanza de que es posible para algún ser humano estar
completamente libre de pecado en esta vida. Por otro lado, hay pasajes tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamentos que enseñan claramente que no podemos ser
moralmente perfectos en esta vida. En la oración de Salomón durante la dedicación del
templo, él dice: “Ya que no hay ser humano que no peque, si tu pueblo peca contra ti
…” (1 R 8:46). Del mismo modo, leemos una pregunta retórica con una respuesta
negativa implícita en Proverbios 20:9: “¿Quién puede afirmar: ‘Tengo puro el corazón;
estoy limpio de pecado’?” Y leemos también una declaración explícita en Eclesiastés
7:20: “No hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque”.
34

En el Nuevo Testamento, encontramos a Jesús mandando a sus discípulos que


oren así: “Danos hoy nuestro pan cotidiano. Perdónanos nuestras deudas, como
también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores” (Mt 6:11–12). Así como la
oración pidiendo nuestro pan cotidiano nos provee de un modelo de oración que
debiéramos repetir cada día, así también la petición por el perdón de pecados está
incluida en el tipo de oración que deberíamos hacer cada día de nuestra vida como
creyentes.
Como indicamos arriba, cuando Pablo habla del nuevo poder sobre el pecado
que recibe el cristiano, no está diciendo que no habrá nada de pecado en la vida del
cristiano, sino solo que el creyente ya no dejará que “reine” en su cuerpo ni “ofrece” sus
miembros al pecado (Ro 6:12–13). No está diciendo que no pecarán, sino que el pecado
no “tendrá dominio” sobre ellos (Ro 6:14). El mismo hecho de dar estas instrucciones
muestra que se daba cuenta que el pecado continuaría en la vida de los creyentes a lo
largo de sus vidas sobre la tierra. Aun Santiago el hermano del Señor podía decir:
“Todos fallamos mucho” (Stg 3:2), y si Santiago mismo puede decir eso, entonces
nosotros también debiéramos estar dispuestos a decirlo. Por último, en la misma carta
en la que Juan declara tantas veces que un hijo de Dios no continuará en una pauta de
comportamiento pecaminoso, él también dice con claridad: “Si afirmamos que no
tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad” (1 Jn 1:8).
Aquí Juan está excluyendo explícitamente la posibilidad de estar libre por completo del
pecado en nuestra vida. De hecho, dice que cualquiera que afirme estar libre de pecado
se está sencillamente engañando a sí mismo, y la verdad no está en él.
Pero una vez que hemos concluido que la santificación nunca se completará en
esta vida, debemos ejercer sabiduría y cautela pastoral en la manera en que usamos esta
verdad. Algunos pueden tomar este hecho y usarlo como una excusa para no esforzarse
por la santidad o el crecimiento en santificación, lo cual es todo lo contrario a docenas
de otros mandamientos en el Nuevo Testamento. Otros pueden pensar acerca del hecho
de que no podemos ser perfectos en esta vida y perder la esperanza de progresar en la
vida cristiana, una actitud que es también contraria a la enseñanza clara de Romanos 6 y
otros pasajes acerca del poder de la resurrección de Cristo para capacitarnos para vencer
el pecado. Por tanto, aunque la santificación nunca se completará en esta vida, debemos
también recalcar que no debemos nunca de parar en incrementarla en nuestra vida.
Además, a medida que los cristianos crecen en madurez, las clases de pecados
que permanecen en sus vidas a menudo no son tanto pecados de palabras y acciones que
son exteriormente visibles a otros, sino los pecados internos de actitudes y motivos del
corazón, deseos tales como el orgullo y el egoísmo, falta de valor o de fe, falta de celo y
de amar a Dios con todo nuestro corazón y a nuestro prójimo como a nosotros mismos,
y no confiar completamente en Dios en cuanto a todo lo que él ha prometido para cada
circunstancia. ¡Esos pecados auténticos! Muestran cuán cortos nos quedamos de la
perfección moral de Cristo.
Sin embargo, reconocer la naturaleza de estos pecados que persistirán aun en los
cristianos más maduros también ayuda a guardarnos en contra de malos entendidos
cuando decimos que nadie se verá libre del pecado en esta vida. Es ciertamente posible
que muchos cristianos se encuentren libres en muchos momentos a lo largo del día de
actos conscientes de desobediencia a Dios en sus palabras y acciones. De hecho, si los
líderes cristianos van a ser un “ejemplo a seguir en la manera de hablar, en la conducta,
y el amor, fe y pureza” (1 Ti 4:12), entonces será con frecuencia cierto que sus vidas
estarán libres de palabras y acciones que otras considerarán como censurables. Pero eso
35

está lejos de haber obtenido libertad total del pecado en nuestros motivos, pensamientos
e intenciones del corazón.

C. Dios y el hombre cooperan en la santificación
Algunos (tales como John Murray) objetan a decir que Dios y el hombre
“cooperan” en la santificación, porque ellos quieren insistir en que esa es la obra
primaria de Dios y que nuestra parte en la santificación es solo secundaria (vea Fil
2:12–13). Sin embargo, si nosotros explicamos con claridad la naturaleza del papel de
Dios y nuestro papel en la santificación, no es inapropiado decir que Dios y el hombre
cooperan en la santificación. Dios obra en nuestra santificación y nosotros también, y
trabajamos por el mismo propósito. No estamos diciendo que tenemos participaciones
iguales en la santificación o que ambos trabajamos de la misma forma, sino solo
decimos que cooperamos con Dios en formas que son apropiadas a nuestra condición de
criaturas de Dios. Y el hecho de que las Escrituras enfatizan el papel que nosotros
tenemos en la santificación (con todos los mandamientos morales del Nuevo
Testamento), hace que sea apropiado enseñar que Dios nos llama a cooperar con él en
esta actividad.
1. La parte de Dios en la santificación. Puesto que la santificación es sobre
todo obra de Dios, es apropiado que Pablo orara diciendo: “Que Dios mismo, el Dios de
paz, los santifique por completo” (1 Ts 5:23). Una de las funciones específicas de Dios
el Padre en la santificación es su proceso de disciplinar a sus hijos (vea He 2:5–11).
Pablo les dice a los filipenses: “Pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer
como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Fil 2:13), indicando así algo de
la manera en que Dios los santificaba, haciendo que desearan tanto su voluntad como
dándoles el poder para cumplirla. El autor de Hebreos nos habla de los papeles del
Padre y del Hijo en la bendición familiar: “El Dios que da la paz … Que él los capacite
en todo lo bueno para hacer su voluntad. Y que, por medio de Jesucristo, Dios cumpla
en nosotros lo que le agrada. A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (He
13:20–21).
El papel de Dios el Hijo, Cristo Jesús, en la santificación es, primero, que él
ganó nuestra santificación. Por tanto, Pablo podía decir que Dios hizo a Cristo “nuestra
sabiduría —es decir, nuestra justificación, santificación y redención” (1 Co 1:30).
Además, en el proceso de la santificación Jesús es también nuestro ejemplo, porque
debemos correr la carrera de la vida “[fijando] la mirada en Jesús, el iniciador y
perfeccionador de nuestra fe” (He 12:2). Pedro les dice a sus lectores: “Cristo sufrió por
ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos” (1 P 2:21). Y Juan dice: “El que
afirma que permanece en él, debe vivir como él vivió” (1 Jn 2:6).
Pero es Dios el Espíritu Santo quien trabaja específicamente dentro de nosotros
para cambiarnos y santificarnos, dándonos una mayor santidad de vida. Pedro habla de
la “obra santificadora del Espíritu” (1 P 1:2), y Pablo habla también de la “obra
santificadora del Espíritu” (2 Ts 2:13). Es el Espíritu Santo el que produce en nosotros
“el fruto del Espíritu” (Gá 5:22–23), esos rasgos característicos que son parte de una
mayor santificación diaria. Si nosotros crecemos en la santificación “andamos en el
Espíritu” y somos “guiados por el Espíritu” (Gá 5:16–18; cf. Ro 8:14), es decir, que
somos cada vez más sensibles a los deseos y estímulos del Espíritu Santo en nuestra
vida y carácter. El Espíritu Santo es el espíritu de santidad, y genera santidad dentro de
nosotros.
36

2. Nuestra parte en la santificación. La parte que nosotros cumplimos en la


santificación es tanto pasiva en la que dependemos de Dios para que nos santifique,
como activa en el cual nos esforzamos por obedecer a Dios y dar los pasos necesarios
que van a incrementar nuestra santificación. Vamos a considerar ahora ambos aspectos
de nuestro papel en la santificación.
Primero, lo que podemos llamar el papel “pasivo” que nosotros tenemos en la
santificación lo vemos en los textos que nos animan a confiar en Dios y a orar
pidiéndole que nos santifique. Pablo les dice a sus lectores: “Ofrézcanse más bien a
Dios como quienes han vuelto de la muerte a la vida” (Ro 6:13; cf. v. 19), y dice a cada
cristiano en Roma: “Ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios”
(Ro 12:1). Pablo se da cuenta que dependemos de la obra del Espíritu Santo para crecer
en santificación, porque él dice: “Si por medio del Espíritu dan muerte a los malos
hábitos del cuerpo, vivirán” (Ro 8:13).
Lamentablemente, este papel “pasivo” en la santificación, esta idea de
ofrecernos a Dios y confiar en él para que produzca en nosotros “tanto el querer como el
hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Fil 2:13) se enfatiza tanto hoy que es lo
único que las personas oyen acerca del camino de la santificación. A veces la frase
popular de “déjalo y déjale a Dios” se presenta como un resumen de cómo vivir la vida
cristiana. Pero esa es una distorsión trágica de la doctrina de la santificación, porque
solo habla de la mitad de la parte que nosotros debemos realizar y, por sí misma, llevará
a los cristianos a ser perezosos y descuidar el papel activo que las Escrituras nos
mandan que tengamos en nuestra propia santificación.
El apóstol Pablo nos indica en Romanos 8:13 el papel activo que debemos tener,
cuando dice: “Si por medio del Espíritu dan muerte a los malos hábitos del cuerpo,
vivirán”. Pablo reconoce aquí que es por “medio del Espíritu” que somos capaces de
hacerlo. ¡Pero también nos dice que nosotros debemos hacerlo! ¡No le manda al Espíritu
Santo que dé muerte a los malos hábitos del cuerpo, sino al cristiano! Del mismo modo,
Pablo les dice a los filipenses: “Así que, mis queridos hermanos, como han obedecido
siempre —no sólo en mi presencia sino mucho más ahora en mi ausencia— lleven a
cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el
querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Fil 2:12–13). Pablo les
exhorta a obedecer aún más que cuando él estaba presente con ellos. Les dice que la
obediencia es la manera mediante la cual ellos “[llevan] a cabo su salvación” queriendo
decir que deben continuar con la realización de los beneficios de la salvación en su vida
cristiana. Los filipenses tenían que procurar ese crecimiento en la santificación, y
hacerlo con solemnidad y reverencia (“con temor y temblor”), porque lo están haciendo
en la misma presencia de Dios. Pero hay más: La razón por la que ellos deben trabajar y
esperar que su trabajo dé resultado es porque “Dios es quien produce en ustedes …”, la
obra anterior y fundamental de Dios en la santificación significa que su propio trabajo
queda fortalecido por Dios; por tanto, merecerá la pena y dará resultados positivos.
Hay muchos aspectos de este papel activo que nosotros tenemos que jugar en la
santificación. Debemos “[buscar] … la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He
12:14). Tenemos que apartarnos “de la inmoralidad sexual” porque “la voluntad de
Dios es que sean santificados” (1 Ts 4:3). Juan dice que los que tienen la esperanza de
ser semejantes a Cristo cuando él aparezca trabajarán activamente en la purificación de
su vida: “Todo el que tiene esta esperanza en Cristo, se purifica a sí mismo, así como él
es puro” (1 Jn 3:3). Pablo les dice a los corintios que “huyan de la inmoralidad sexual”
(1 Co 6:18), y no se unan “en yugo con los infieles” (2 Co 6:14). Luego les dice:
“purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el
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temor de Dios la obra de nuestra santificación” (2 Co 7:1). Esta clase de lucha por la
obediencia y por la santidad puede involucrar gran esfuerzo de nuestra parte, porque
Pedro les dice a sus lectores que se “esfuercen” por crecer en las características que son
conforme a la piedad (2 P 1:5). Muchos pasajes específicos del Nuevo Testamento nos
animan a que prestemos detallada atención a los varios aspectos de la santidad y de la
piedad en la vida (vea Ro 12:1–13:14; Ef 4:17–6:20; Fil 4:4–9; Col 3:5–4:6; 1 P 2:11–
5:11; et al.). Debemos edificar continuamente pautas y hábitos de santidad, porque una
medida de madurez es que los cristianos maduros “tienen la capacidad de distinguir
entre lo bueno y lo malo, pues han ejercitado su facultad de percepción espiritual” (He
5:14).
El Nuevo Testamento no sugiere ningún atajo mediante el cual podamos crecer
en santificación, sino solo nos anima repetidas veces a darnos a nosotros mismos a los
medios antiguos y reconocidos de la lectura de la Biblia y la meditación (Sal 1:2; Mt
4:4; Jn 17:17), la oración (Ef 6:18; Fil 4:6), la adoración (Ef 5:18–20), al testimonio (Mt
28:19–20), al compañerismo cristiano (He 10:24–25), a la autodisciplina y al dominio
propio (Gá 5:23; Tit 1:8).
Es importante que continuemos creciendo tanto en la confianza pasiva en Dios
para nuestra santificación y en nuestro esfuerzo activo por la santidad y una mayor
obediencia en nuestra vida. Si descuidamos el esfuerzo activo para obedecer a Dios, nos
hacemos cristianos pasivos y perezosos. Si descuidamos el papel pasivo de confiar en
Dios y entregarnos a él, nos hacemos orgullosos y excesivamente confiados en nosotros
mismos. En cualquier caso, nuestra santificación será deficiente. Debemos mantener la
fe y la diligencia en obedecer al mismo tiempo. El antiguo himno dice: “Obedecer, y
confiar en Jesús, es la regla marcada para andar en la luz”.
Debemos añadir un punto más a nuestro estudio de nuestro papel en la
santificación: La santificación es por lo general un proceso corporativo en el Nuevo
Testamento. Es algo que sucede en comunidad. Se nos exhorta: “Preocupémonos los
unos por los otros, a fin de estimularnos al amor y a las buenas obras. No dejemos de
congregarnos, como acostumbran hacerlo algunos, sino animémonos unos a otros, y con
mayor razón ahora que vemos que aquel día se acerca” (He 10:24–25). Los cristianos
juntos “son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De
este modo llegan a ser un sacerdocio santo” (1 P 2:5); juntos son una “nación santa” (1
P 2:9), juntos se les insta a “anímense y edifíquense unos a otros, tal como lo vienen
haciendo” (1 Ts 5:11). Pablo ruega a los hermanos en Éfeso que “vivan de una manera
digna del llamamiento que han recibido” (Ef 4:1) y que vivan de esa manera en
comunidad: “siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor.
Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Ef 4:2–
3). Cuando eso ocurre, el cuerpo de Cristo funciona como un todo unido, cada parte
trabajando debidamente, de modo que la santificación corporativa sucede al tiempo que
“todo el cuerpo crece y se edifica en amor” (Ef 4:16; cf. 1 Co 12:12–26; Gal 6:1–2). Es
significativo que el fruto del Espíritu incluye muchas cosas que sirven para edificar la
comunidad (“amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y
dominio propio”, Gá 5:22–23), mientras que las “obras de la naturaleza pecaminosa”
destruyen la comunidad (“inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y
brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y
envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas”, Gal 5:19–21).

La Santificación
John Murray

Lectura tomada de John Murray, La Redención Consumada y Aplicada (Grand Rapids:


Libros Deafío, 2007), 137–45. John Murray (1898–1975) enseñó teología en Princeton,
y ayudó a fundar Westminster Theolgical Seminary, donde enseñó Teología Sistemática
por 30 años, hasta su retiro en 1966. A pesar de haber enseñado teología por más de 30
años, y ser un escritor reconocido por su método teológico impregnado con sana
exégesis, Murray nunca quiso escribir una teología sistemática, pues pensaba que
había suficientes y muy buenas teologías reformadas, especialmente la de Charles
Hodge y Louis Berkhof. Su comentario en dos tomos al libro de Romanos sigue estando
entre los mejores en inglés. Sus libros de ética cristiana: Divorce y Principles of
Conduct, siguen siendo extremadamente útiles por estar fundamentados en una
cuidadosa exégesis de textos bíblicos. Sin embargo, su obra más popular y ampliamente
extendida es La Redención Consumada y Aplicada. En ella es evidente su preocupación
por la claridad, la precisión, y la ausencia de terminología técnica.

Las Presuposiciones
La santificación es un aspecto de la aplicación de la redención. Hay un orden en
la aplicación de la redención, y el orden es progresivo hasta que alcanza su culminación
en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Ro 8:21, 30). La santificación no es el
primer paso en la aplicación de la redención; presupone otros pasos como el
llamamiento eficaz, la regeneración, justificación y adopción. Todos éstos tienen una
estrecha relación con la santificación. Los dos anteriores pasos o aspectos, que son
particularmente pertinentes para la santificación, son el llamamiento y la regeneración.
La santificación es una obra de Dios en nosotros, y el llamamiento y la regeneración
son actos de Dios que tienen sus efectos inmediatos en nosotros. El llamamiento se
dirige a nuestra conciencia y suscita una respuesta en nuestra conciencia. La
regeneración es la renovación que se registra en nuestra conciencia en los ejercicios de
la fe y del arrepentimiento, amor y obediencia. Hay también otras consideraciones que
exhiben la relevancia particular del llamamiento y de la regeneración con respecto al
proceso de la santificación. Es por el llamamiento que somos unidos a Cristo, y es esta
unión con Cristo la que vincula al pueblo de Dios con la eficacia y la virtud por medio
de la que son santificados.
La regeneración es obrada por el Espíritu Santo (Jn 3:3, 5, 6, 8) y por medio de
este acto el pueblo de Dios viene a ser habitado por el Espíritu Santo; y así, en términos
del Nuevo Testamento, llegan a ser “espirituales”. La santificación es de manera
específica la obra de este Santo Espíritu habitador y director.
Una consideración de la máxima importancia que se deriva de la prioridad del
llamamiento y de la regeneración es que el pecado queda destronado en cada persona
que es eficazmente llamada y regenerada. El llamamiento une a Cristo (1 Co 1:9), y si la
persona llamada queda unida a Cristo, queda unida a él en virtud de su muerte y del
poder de su resurrección; es muerto al pecado, el viejo hombre ha sido crucificado, el
cuerpo de pecado ha quedado destruido, el pecado no tiene el dominio (Ro 6:2–6, 14).

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En Romanos 6:14 Pablo no está simplemente dando una exhortación. Está haciendo una
declaración apodíctica en el sentido de que el pecado no ejercerá dominio sobre aquel
que esté bajo la gracia. En el contexto da una exhortación en un lenguaje muy similar,
pero aquí está haciendo una negación enfática: “Porque el pecado no se enseñoreará de
vosotros”. Si contemplamos la cuestión desde la perspectiva de la regeneración,
llegamos a la misma conclusión. El Espíritu Santo es el agente controlador y director en
cualquier persona regenerada. De aquí el principio fundamental, la disposición rectora:
el carácter dominante de cada persona regenerada es la santidad; es “espiritual” y se
deleita en la ley del Señor según el hombre interior (1 Co 2:14, 15; Ro 7:22). Este debe
ser el sentido en que Juan habla de la persona regenerada como alguien que no practica
el pecado y como no pudiendo pecar (1 Jn 3:9; 5:18). No se trata de que sea sin pecado
(cf. 1 Jn 1:8; 2:1).
Lo que Juan está destacando es seguramente el hecho de que la persona
regenerada no puede cometer el pecado que es para muerte (1 Jn 5:16), no puede negar
que Jesús es el Hijo de Dios y que ha venido en carne (1 Jn 4:1–4), no puede
abandonarse de nuevo a la iniquidad, se guarda, y el maligno no lo toca. Mayor es el
que está en el creyente que el que está en el mundo (1 Jn 4:4).
Hemos de apreciar esta enseñanza de la Escritura. Cada uno que ha sido llamado
eficazmente por Dios y que ha sido regenerado por el Espíritu ha logrado la victoria en
términos de Romanos 6:14 y 1 Juan 3:9; 5:4, 18. Y esta victoria es real o no es nada. Es
un reproche al testimonio del Nuevo Testamento y una distorsión de este hablar de ella
como meramente potencial o posicional. Es tan real y práctica como lo es cualquier cosa
comprendida en la aplicación de la redención.
Tocante a esta libertad del dominio del pecado, se debe también reconocer que
esta victoria sobre el poder del pecado no se logra mediante un proceso, ni por nuestros
esfuerzos o trabajo con este fin. Se logra de una vez por todas por unión con Cristo y la
gracia regeneradora del Espíritu Santo. Los perfeccionistas tienen razón cuando insisten
en decir que esta victoria no la logramos nosotros ni se llega a ella esforzándonos o
trabajando por ello; están en lo correcto cuando mantienen que es un acto en el tiempo
alcanzado por la fe. Pero también cometen tres radicales errores, errores que
distorsionan toda su presentación de la santificación.
1) No alcanzan a reconocer que esta victoria es la posesión de todo aquel que ha
nacido de nuevo y que es llamado eficazmente.
2) Presentan la victoria como separable del estado de justificación.
3) La presentan como algo muy diferente de como la presenta la Escritura; la
presentan como estar exentos de pecar o como exención de pecado consciente. Es un
error emplear estos textos en apoyo de cualquier otra postura acerca de la victoria que la
que enseñan las Escrituras, esto es, la radical rotura con el poder y amor al pecado que
es necesariamente posesión de cada uno de los que han sido unidos con Cristo. La unión
con Cristo es unión con él en la eficacia de su muerte y en la virtud de su resurrección;
aquel que así murió y resucitó con Cristo queda liberado del pecado, y el pecado no se
enseñoreará de él.

El objeto de la santificación
Esta liberación del poder del pecado lograda por la unión con Cristo, y de la
contaminación del pecado lograda por la regeneración no elimina todo pecado del
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corazón y de la vida del creyente. Sigue habiendo el pecado que mora en el creyente (cf.
Ro 6:20; 7:14–25; 1Jn1:8; 2:1). El creyente no está aún tan amoldado a la imagen de
Cristo que sea santo, inocente, sin contaminación y separado de los pecadores. La
santificación tiene precisamente este objeto, y tiene como su meta la eliminación de
todo pecado y la completa conformación a la imagen del Hijo de Dios, para que sea
santo como el Señor es santo. Si tomamos el concepto de la santificación total en serio,
nos vemos conducidos forzosamente a la conclusión de que no será culminada hasta que
el cuerpo de nuestra humillación sea transformado a la semejanza del cuerpo de la gloria
de Cristo, cuando lo corruptible se revista de incorrupción y lo mortal se revista de
inmortalidad (Fil 3:21; 1 Co 15:54).
Debemos darnos cuenta de la seriedad del objeto de la santificación. Hay varios
respectos en los que se debe contemplar:
1. Todo pecado en el creyente es una contradicción de la santidad de Dios. El
pecado no cambia su carácter como pecado porque la persona en quien mora y por
quien sea cometido sea creyente. Es cierto que el creyente mantiene una nueva relación
con Dios. No hay condenación judicial para él y la ira judicial de Dios no descansa
sobre él (Ro 8:1). Dios es su Padre y él es hijo de Dios. El Espíritu Santo mora en él y
es su abogado. Cristo es el abogado del creyente para con el Padre. Pero el pecado que
reside en el creyente y que comete es de tal carácter que merece la ira de Dios y se
suscita el desagrado paterno de Dios por este pecado. Así, el pecado que queda, que
mora, es la contradicción de todo lo que él es como persona regenerada e hijo de Dios.
Es la contradicción del mismo Dios, en cuya imagen ha sido recreado. Sentimos el
temor de la solicitud del apóstol cuando dice: “Hijitos míos, os escribo estas cosas para
que no pequéis” (1 Jn 2:1). Para que no haya ninguna disposición a tomar el pecado
como algo supuesto, para contentarse con el status quo, para gratificar el pecado, o para
convertir la gracia de Dios en disolución, Juan tiene el celo de llamar a los creyentes al
recuerdo de que todo aquel que tiene esperanza en Dios “se purifica a sí mismo, así
como él es puro” (1 Jn 3:3), y que todo lo que está en el mundo, “los deseos de la carne,
la codicia de los ojos, y la soberbia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo”
(1 Jn 2:16).
2. La presencia del pecado en el creyente involucra el conflicto en su corazón y
vida. Si hay pecado restante, que mora dentro, ha de haber el conflicto que describe
Pablo en Romanos 7:14ss. Es inútil argumentar que este conflicto no es normal. Si hay
pecado en cualquier grado en uno en quien mora el Espíritu Santo, entonces hay
tensión, hay contradicción dentro del corazón de aquella persona. Lo cierto es que
cuanto más santificada está la persona, cuanto más amoldada esté a la imagen de su
Salvador, tanto más debe reaccionar en rechazo contra toda falta de conformidad a la
santidad de Dios. Cuanto más profunda su aprehensión de la majestad de Dios, cuanto
mayor la intensidad de su amor hacia Dios, cuanto más persistentes sus anhelos por
alcanzar el premio del alto llamamiento de Dios en Cristo Jesús, tanto más consciente
será de la gravedad del pecado que permanece y tanto más aguda será su repugnancia
contra el mismo.
Cuanto más se aproxime al lugar santísimo, tanto más se dará cuenta de su
pecaminosidad y clamará: “¡Miserable hombre de mí!” (Ro. 7:24). ¿No fue éste el
efecto en todo el pueblo de Dios al entrar en una más estrecha proximidad a la
revelación de la santidad de Dios? “¡Ay de mí!, que estoy muerto; porque siendo
hombre inmundo de labios, y habitando en medio de un pueblo de labios inmundos, han
visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is 6:5). “De oídas había yo sabido de ti;
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más ahora te ven mis ojos; por lo cual me aborrezco a mí mismo, y me arrepiento en
polvo y ceniza” (Job 42:5, 6, V.M.).
La verdadera santificación bíblica no tiene afinidad con la propia complacencia,
que ignora o deja de tomar en cuenta la pecaminosidad de toda falta de conformidad a la
imagen de aquel que era santo, inocente, sin contaminación. “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt. 5:48).
3. Debe haber un constante y creciente aprecio de que, aunque el pecado
permanece, no por ello debe ejercer el dominio. Hay una total diferencia entre que el
pecado sobreviva y que el pecado reine, entre el regenerado en conflicto con el pecado y
el irregenerado complaciente con el pecado. Una cosa es que el pecado viva en
nosotros; otra que nosotros vivamos en pecado. Una cosa es que el enemigo ocupe la
capital; otra que su ejército derrotado hostigue las guarniciones del reino. Es del mayor
interés para el cristiano y del mayor interés para su santificación que sepa que el pecado
no tiene dominio sobre él, que las fuerzas de la gracia redentora, regeneradora y
santificante le han sido aplicadas en aquello que es central en su ser moral y espiritual,
que él es morada de Dios por el Espíritu, y que Cristo ha sido constituido en él la
esperanza de gloria. Ello equivale a decir que tiene que considerarse muerto ciertamente
al pecado, pero vivo para con Dios por medio de Jesucristo su Señor.
Es la fe de esta realidad lo que provee la base para la exhortación y el incentivo
al cumplimiento de esta: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo
que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al
pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como
vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia”
(Ro 6:12, 13). En esta cuestión el indicativo se encuentra en la base del imperativo, y
nuestra fe en el hecho es indispensable para la ejecución del deber. La fe de que el
pecado no se enseñoreará es la dinámica en el servicio fiel a la justicia y a Dios, de
manera que podamos tener el fruto para santidad y como fin la vida eterna (Ro 6:17,
22). Es el objeto de la santificación que el pecado sea más y más mortificado, y la
santidad alimentada y cultivada.

El agente de la santificación
Es necesario recordar que en último análisis nosotros no nos santificamos a
nosotros mismos. Es Dios quien santifica (1 Tes 5:23). De manera específica, es el
Espíritu Santo el agente de la santificación. En este contexto se tienen que hacer algunas
observaciones.
1. El modo de la operación del Espíritu en santificación está rodeado de
misterio. No conocemos el modo de la morada del Espíritu ni el modo de su operación
eficiente en los corazones y mentes y voluntades del pueblo de Dios mediante la que
son progresivamente purificados de la contaminación del pecado y más y más
transformados según la imagen de Cristo. Mientras que no debemos dañar el hecho de
que la obra del Espíritu en nuestros corazones se refleja en nuestra conciencia y
conocimiento interior; mientras que no debemos relegar la santificación al reino de lo
subconsciente ni dejar de reconocer que la santificación trae a su órbita todo el campo
de la actividad consciente de nuestra parte, debemos, con todo, apreciar el hecho de que
hay una actividad de parte del Espíritu Santo que sobrepasa con creces el análisis o la
introspección por nuestra parte. Los efectos de esta actividad constante e ininterrumpida
entran en el campo de nuestra conciencia, del entendimiento, el sentimiento y la
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voluntad. Pero no debemos suponer que la medida de nuestro entendimiento o


experiencia sea la medida de la operación del Espíritu. En cada movimiento concreto y
particular del creyente en el camino de la santidad hay una actividad energizadora del
Espíritu Santo, y cuando intentamos descubrir cuál es el modo de este ejercicio de su
gracia y poder es cuando nos damos cuenta de cuán lejos estamos de poder determinar
la obra secreta del Espíritu.
2. Es imperativo que nos demos cuenta de nuestra total dependencia del Espíritu
Santo. Naturalmente, no hemos de olvidar que nuestra actividad está totalmente
involucrada en el proceso de la santificación. Pero no debemos confiar en nuestra propia
intensidad de resolución ni propósito. Es cuando somos débiles que somos fuertes. Es
por gracia que estamos siendo salvos, tan ciertamente como que hemos sido salvados. Si
no somos agudamente conscientes de nuestra propia impotencia, entonces podemos
hacer del uso de los medios de santificación el ministro de la propia justicia y orgullo, y
con ello derrotar el objeto de la santificación. No tenemos que apoyarnos en los medios
de la santificación, sino en el Dios de toda gracia. El moralismo propio impulsa a la
soberbia, y la santificación promueve a la humildad y a la contrición.
3. El Espíritu Santo santifica en calidad del Espíritu de Cristo y del Espíritu de
aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos que. No podemos pensar en el Espíritu
como operando en nosotros aparte del Cristo resucitado y glorificado. El proceso
santificador no sólo depende de la muerte y resurrección de Cristo en su iniciación;
también depende de la muerte y resurrección de Cristo en su continuación. Es por la
eficacia y virtud que proceden del Señor exaltado que se lleva a cabo la santificación, y
esta virtud pertenece al Señor exaltado por causa de su muerte y resurrección. Es por el
Espíritu que se comunica esta virtud.
Tal vez el pasaje más significativo en conexión con esto sea 2 Corintios 3:17,
18, donde Pablo dice que el Señor es el Espíritu, y luego indica que el proceso de
cambio por el que somos transformados a imagen del Señor es “por el Espíritu del
Señor”, o, quizá con mayor precisión, “el Señor del Espíritu”. Sea cual sea la forma en
que interpretemos la expresión al final del versículo 18, es evidente que la obra
santificadora del Espíritu no sólo consiste en una conformación progresiva a la imagen
de Cristo, sino que también depende de la actividad del Señor exaltado (cf. 1 Co 15:45).
Es la peculiar prerrogativa y función del Espíritu Santo glorificar a Cristo tomando de
las cosas de Cristo y mostrándolas al pueblo de Dios (cf. Jn 16:14, 16; 2 Co 3:17, 18).
Es el Espíritu que mora en nosotros quien hace esto, y el que intercede con los creyentes
(Jn 14:16, 17).

Los medios de santificación


Mientras que dependemos constantemente de la actividad sobrenatural del
Espíritu Santo, debemos tener en cuenta también que la santificación es un proceso que
atrae dentro de su ámbito la vida consciente del creyente. Los santificados no son
pasivos ni inactivos en el proceso. Nada muestra esto con mayor claridad que la
exhortación del apóstol: “Llevad a cabo la obra de vuestra salvación, con temor y
temblor; porque Dios es el que obra en vosotros, así el querer como el obrar a causa de
su buena voluntad” (Fil 2:12, 13). La salvación a que se hace referencia aquí no es la
salvación ya poseída, sino la salvación escatológica (cf. 1 Tes 5:8, 9; 1 Pe 1:5, 9; 2:2). Y
ningún texto establece de manera más sucinta y clara la relación de la obra de Dios con
nuestra obra.
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La obra de Dios en nosotros no queda suspendida porque nosotros obremos.


Tampoco es la relación estrictamente de cooperación, como si Dios hiciese su parte y
nosotros hiciésemos la nuestra de manera que la conjunción o coordinación de ambas
produjese el resultado deseado. Dios obra en nosotros, y nosotros también obramos.
Pero la relación es que debido a que Dios obra, nosotros obramos. Toda obra de nuestra
salvación por nuestra parte es el efecto de Dios obrando en nosotros, no el querer con
exclusión al hacer ni el hacer con exclusión del querer, sino tanto el querer como el
hacer. Y esta obra de Dios se dirige al fin de capacitamos para querer y hacer lo que a él
le agrada. Aquí tenemos no sólo la explicación de toda actividad aceptable por nuestra
parte sino que tenemos también el incentivo para nuestro querer y hacer.
Lo que el apóstol está apremiando es la necesidad de obrar nuestra propia
salvación, y el aliento que él da es la certidumbre de que es Dios mismo quien obra en
nosotros. Cuanto más persistentemente activos estemos en la obra, tanto más
persuadidos podemos estar de que toda la gracia y poder energizador es de Dios.
Las exhortaciones a la acción de las que está impregnada la Escritura son todas
con el propósito de recordarnos que todo nuestro ser está intensamente activo en este
proceso que tiene como su meta el propósito predestinador de Dios de que seamos
modelados conforme a la imagen de su Hijo (Ro 8:29). Pablo dice de nuevo a los
filipenses: “9Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia
y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e
irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de
Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Fil 1:9–11). Y Pedro, de manera semejante:
“Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud;
a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio,
paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal,
amor. Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni
sin fruto en orden al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (2 Pe 1:5–8). Es
innecesario multiplicar las citas.
El Nuevo Testamento está saturado de este énfasis (cf. Ro. 12:1–3, 9–21; 13:7–
14; 2 Co 7:1; Gal 5:13–16, 25, 26; Ef 4:17–32; Fil 3:10–17; 4:4–9; Col. 3:1–25; 1 Ts.
5:8–22; He 12:14–16; 13:1–9; Stg1:19–27; 2:14–26; 3:13–l8; 1 Pe 1:13–25; 2:11–
13,17; 2 Pe 3:14–18; 1 Jn 2:3–11; 3:17–24).
La santificación involucra la concentración del pensamiento, del interés, del
corazón, de la mente, de la voluntad y del propósito sobre el premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús y el compromiso de todo nuestro ser con estos
medios que Dios ha instituido para el alcance de este destino. La santificación es la
santificación de las personas, y las personas no son máquinas; es la santificación de
personas renovadas conforme a la imagen de Dios en conocimiento, justicia y en
santidad. La perspectiva que ofrece es conocer como somos conocidos y ser santos
como Dios es santo. Todo aquel que tiene esta esperanza en Dios se purifica a sí mismo,
así como él es puro (1 Jn 3:3).
8 Reglas para Crecer en la Piedad: # 1, Confía en los Medios de Gracia
Tim Challies

Este artículo, escrito por Tim Challies, fue publicado el 27 de marzo de 2017, en
https://www.challies.com/articles/rule-1-trust-the-means-of-grace-8-rules-for-growing-
in-godliness/. Challies dice que esta serie de artículos, “8 reglas para crecer en la
piedad” se han extraído de la obra de Thomas Watson, particularmente de estas
palabras: “Sé diligente en el uso de todos los medios que puedan promover la piedad,
Lucas 13:24: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta”. ¿Qué es un propósito sin
búsqueda? Cuando haya hecho su estimación de la piedad, persiga aquellos medios que
sean más convenientes para obtenerla”. Se incluye en esta selección de lecturas para
subrayar la importancia de la santificación como un esfuerzo comunitario, y reforzar lo
dicho en otras lecturas acerca de la Palabra y la oración.

El gran objetivo de la vida cristiana es conformarse a la imagen de Jesucristo. El


cristiano anhela ser influenciado por Cristo hasta tal punto que cada pensamiento sea
uno que Jesús pensaría, que cada acción es una que tomaría. Dicha conformidad
depende de una mente renovada, porque solo una vez que nuestras mentes se renuevan,
le siguen nuestros deseos y acciones (Ro 12:2). La vida cristiana, entonces, consiste en
quitar el “viejo hombre con sus malos hábitos” y ponerse el “nuevo hombre, el cual se
va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de aquel que lo
creó” (Col 3: 9–10, LBLA).
Una meta tan noble solo puede lograrse con gran esfuerzo y con un compromiso
de por vida, porque somos personas pecaminosas, recién liberadas de nuestro cautiverio
al mundo, a la carne y al diablo. La vida cristiana no es un paseo placentero sino un
viaje intencional. Jesús nos dice que debemos “esforzarnos para entrar por la puerta
estrecha”, sabiendo que la vida cristiana no permite la complacencia, que debemos
“ocuparnos” de la salvación, no simplemente esperarla (Lc 13:24; Fil 2:12). El cristiano
no es un espectador pasivo en la santificación, sino un participante activo.
La primera regla para crecer en la piedad es esta: Confíe en los medios de la
gracia. Cada cristiano es responsable de buscar y descubrir con diligencia las disciplinas
a través de las cuales Dios otorga mayor piedad. Entonces él debe hacer un compromiso
de por vida y de todo corazón con cada uno de ellos.

¿Cómo Crecen los Cristianos?


Con el crecimiento espiritual, aumenta el conocimiento de Dios, la confianza en
Dios y la conformidad con Dios. El que tenía poco conocimiento de las obras y caminos
de Dios llega a conocerlas profundamente. El de la fe débil llega a tener confianza
inamovible. El que fue depravado en el deseo y el comportamiento viene a mostrar un
carácter y una conducta semejantes a los de Cristo. Tal crecimiento lleva
inexorablemente al deleite, porque conocer e imitar a Dios es disfrutarlo.
Entonces, ¿cómo podemos experimentar tal aumento en el conocimiento, la
confianza, la conformidad y el deleite? Principalmente a través de lo que llamamos
“medios de gracia”, disciplinas a través de las cuales Dios nos comunica su gracia
santificadora para nosotros. Si bien existen muchos medios de este tipo, podemos

44
45

resumirlos bajo tres encabezados: Palabra, oración y compañerismo. Ellos se


experimentan en la devoción privada, el culto familiar y corporativo, y cuando estamos
con otros cristianos. Aunque el crecimiento puede venir por otros medios, Dios
promete que el crecimiento vendrá a través de estos. J. C. Ryle habla de su importancia
cuando dice: “Lo considero como una simple cuestión de hecho que nadie que sea
descuidado en tales cosas debe esperar hacer mucho progreso en la santificación. No
puedo encontrar ningún registro de ningún santo eminente que alguna vez los haya
descuidado”.

Medios Ordinarios de Gracia


Los cristianos a menudo se han referido a estas actividades como los medios
ordinarios de gracia. La palabra ordinario está destinada a abordar la tentación común
de perder la confianza en los medios que Dios ha ordenado, y buscar en cambio los que
son extraños o prohibidos. Profundamente incrustado en el corazón humano pecaminoso
hay un deseo por más de lo que Dios ha mandado, por algo que no sea lo que Dios ha
prescrito. Aunque Dios le dio a Adán y Eva el conocimiento del bien, su tentación
pecaminosa era agregarle el conocimiento del mal. Cuando Dios no retuvo nada,
excepto el fruto de un solo árbol, se encontraron obsesionados con ese mismo árbol. De
manera similar, podemos cansarnos de confiarnos al ministerio ordinario de la Palabra
y, en cambio, desviarnos hacia el misticismo. Podemos desanimarnos en nuestras
oraciones ordinarias y buscar nuevas formas de comunicación con Dios. Podemos
cansarnos de adorar en la comunidad cristiana y dedicarnos a la adoración egoísta.
Sin embargo, Dios quiere que nos comprometamos con estas actividades, a
confiar en que son los medios a través de los cuales realiza su obra dentro de nosotros.
Su extraordinaria labor se logra a través de medios ordinarios. Por lo tanto, no solo
debemos hacer uso de los medios de gracia sino también confiar en ellos. Debemos
confiar en que son los medios designados por Dios para promover el celo por la piedad,
para fomentar la piedad y para preservar la piedad hasta el final.

Los Medios de Dios


Los medios de gracia de Dios son la Palabra, la oración y la comunión. Estos,
según John MacArthur, son los “instrumentos a través de los cuales el Espíritu de Dios
en su gracia hace crecer a los creyentes en la semejanza a Cristo y los fortalece en la fe
y los conforma a la imagen del Hijo”. Ryle los describe como “canales designados a
través de los cuales el Espíritu Santo transmite nuevas provisiones de gracia para el
alma y fortalecen la obra que Él ha iniciado en el hombre interior”. Veamos brevemente
cada uno de ellos.

Palabra. La Palabra de Dios, la Biblia, es la revelación de Dios a la humanidad,


su revelación de sí mismo, su carácter y sus obras. Es su voz al mundo. Y es a través de
la Biblia, más que cualquier otro medio, que Dios nos santifica. La Biblia primero
revela el evangelio, que es “el poder de Dios para la salvación” (Ro 1:16). No podemos
ser salvos sin ella. Entonces es “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia”, para que todo cristiano pueda estar “completo, equipado para toda
buena obra” (2 Ti 3:16–17). No podemos crecer en la piedad sin ella. Por lo tanto, la
Biblia debe ser leída, enseñada, absorbida y aplicada. Debemos leerlo como individuos,
46

familias e iglesias. Los padres deben enseñarla a sus hijos, los pastores a sus
congregaciones, los cristianos a sus compañeros. Debemos meditar en ella, buscando
con diligencia y oración comprenderla, y debemos aplicarla, moldeando nuestras vidas
de acuerdo con su verdad y cada mandato. Como cristianos somos, y siempre debemos
ser, personas de El Libro.

Oración. Como la Biblia es el medio por el cual Dios habla a la humanidad, la


oración es el medio por el cual le hablamos a Dios. Los cristianos deben “orar sin cesar”
(1 Tes 5:17), para hacer de la vida una conversación en la que escuchemos a Dios y
hablemos a cambio, o en la que hablemos a Dios y escuchemos a cambio. Debemos
ofrecer oraciones de adoración, confesión, acción de gracias, intercesión y súplica.
Debemos orar en privado, con nuestra familia, con nuestros amigos y con nuestra
congregación, para orar como individuos y como congregaciones reunidas. En ciertas
estaciones, debemos orar con ayuno, especialmente consagrándonos al trabajo de la
oración. Mientras oramos, Dios nos bendice con una mayor confianza en él, una mayor
comunión con él y una mayor confianza en su carácter y obras.

Compañerismo. Cuando nos convertimos en cristianos, entramos en una


comunidad de creyentes que abarca la tierra y las edades. Crecemos en la piedad en
comunidad, no en aislamiento. Es por esto que el autor de Hebreos escribió: “Y
considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando
de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más,
cuanto veis que aquel día se acerca” (10:24–25). Es en la comunidad cristiana que
leemos la Palabra y la escuchamos predicar (2 Ti 4:2), que unimos nuestras voces en
oración (Hch 4:24), que cantamos alabanzas a Dios (Col 3:16), que sobrellevamos los
unos las cargas de los otros (Gal 6:2), hablamos la verdad (Ef 4:25) y nos alentamos
unos a otros (1 Tes 5:11). Es aquí donde celebramos las ordenanzas de la Cena del
Señor y el bautismo, y aquí experimentamos las bendiciones de la membresía y el duro
amor de la disciplina de la iglesia. La Biblia no sabe nada de los cristianos que se
separan voluntariamente de la comunión cristiana. Es un medio a través del cual Dios
derrama su gracia santificadora sobre nosotros y por medio de nosotros”.

Conclusión
Ray Ortlund señala que los medios de gracia son la respuesta de Dios a las
preguntas que todo cristiano debe hacer: “¿Cómo puedo yo, como creyente, acceder a la
gracia del Señor para mis muchas necesidades? ¿A dónde voy, qué hago para
conectarme con la ayuda real que Él brinda a los pecadores y los que sufren aquí en este
mundo?” Accedemos a la gracia del Señor y recibimos la ayuda del Señor a través de
estos medios ordinarios. No podemos esperar crecer o prosperar aparte de ellos. Pero
podemos esperar con confianza crecer y prosperar en proporción al grado en que nos
comprometemos con ellos, porque Dios los ha ordenado para este propósito.
Así, la primera regla de la piedad es confiar en los medios ordinarios de la
gracia. Debemos aprovechar al máximo las disciplinas que Dios provee, y debemos
asegurarnos de no perder nuestra confianza en que Dios puede y trabajará a través de
tales medios ordinarios. Es su deseo y deleite hacerlo.
Los Cinco Factores Clave en la Santificación de Cada Cristiano
David Powlison
Estos puntos fueron extraídos de ¿Cómo funciona la santificación? por David
Powlison, y fueron publicados por Tim Challies, en 14 de Julio de 2017, en
https://www.challies.com/articles/the-five-key-factors-in-every-christians-sanctification/
Powlison ministra en el campo de la consejería bíblica. Este pequeño sumario
de su obra permite apreciar algunas implicaciones de la doctrina de la santificación
progresiva en la práctica de aconsejar bíblicamente.

El crecimiento en la semejanza a Cristo es una progresión activa de por vida.


Somos más santos el día que morimos de lo que éramos el día que vinimos a Cristo.
Somos más santos el día que morimos que el día antes de morir. Sin embargo, esta larga
progresión está salpicada de momentos de calma estacionales, pesadez y complacencia.
Sabemos que nunca somos tan parecidos a Cristo como deberíamos ser o incluso como
queremos ser. Sin embargo, aunque nuestra falta de santidad debe motivar un mayor
esfuerzo en la piedad, a menudo permitimos que contribuya al desánimo, la pereza y la
apatía. La santificación es un asunto difícil.
¿Cómo hace Dios esta obra de santificación? David Powlison, útilmente, lo
reduce a cinco medios o cinco torrentes a través de las cuales Dios derrama su gracia
santificadora. Estos factores funcionan en conjunto, cada uno de los cuales contribuye a
nuestro crecimiento de por vida en la piedad.

Dios te cambia
Dios te cambia. Él interviene soberanamente y a veces de manera invisible e
interfiere en tu vida para ayudarte a crecer en la santidad. Este puede ser el medio más
obvio, pero tu inclinación atea natural emparejada con tu inclinación por la gloria propia
amenaza con hacerle olvidar o descartar su importancia. Tu santificación no sería
posible sin que Dios intervenga primero para que el Evangelio sea hermoso para tu
entenebrecido corazón y mente. Tú mismo no puedes querer ver cuando has sido ciego
de nacimiento. De la misma manera, no puedes hacerte vivir en Cristo cuando estás
muerto en pecado.
La conversión es solo un ejemplo de la interferencia soberana de Dios. Cuando
le pides que sea tu Señor, debes recibir su interferencia permanente y perfecta en el
transcurso de tu vida. Debes recordar que tu santificación también depende de él,
“porque Dios produce en vosotros tanto el querer como el hacer su buena voluntad” (Fil
2:13).

La verdad te cambia
Dios elige trabajar en armonía con un libro, su libro. Romanos 15:4 muestra esta
interacción entre Dios y la Palabra de Dios: “Porque las cosas que se escribieron antes,
para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de
las Escrituras, tengamos esperanza”. Sin embargo, en el versículo 13, Pablo ora que “el
Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en

47
48

esperanza por el poder del Espíritu Santo”. La Escritura da esperanza porque su autor es
el Dios y dador de esperanza.
La Biblia es “es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel,
que hace sabio al sencillo” (Sal 19:7). Una mente no convertida puede extraer sabiduría
de sus verdades proverbiales e incluso esto puede resultar en cambios de
comportamiento. Pero los cristianos beben de sus palabras porque están habitados por el
Espíritu de Dios y desean escuchar la voz de Dios. Esto, también, debería resultar en
cambios de comportamiento, y cambios de una naturaleza mucho mejor y más profunda.
La verdad de Dios te transforma a medida que lees, reflexionas, comprendes y obedeces
su Palabra.

Las personas sabias te cambian


En el nivel más básico, no puedes conocer el evangelio a menos que te llegue a
ti. Llegaste a la fe porque alguien compartió el evangelio contigo: “¿Y cómo creerán en
aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Ro 10:14).
Poco después, espero, te integraste a una iglesia local. Después de todo, es en este
entorno corporativo donde Dios reparte la gracia a través de los medios ordinarios de la
gracia. Ningún hombre o mujer debe ser una isla.
Proverbios 13:20 nos exhorta a caminar con personas sabias, porque entonces
nos hacemos sabios. A la inversa, el compañero de los necios se vuelve necio. Espero
que estén familiarizados con la dulce bendición de la amistad cristiana. Dios nos llama a
reprender, animar, confesar nuestros pecados, discipular y consolarnos unos a otros en
la aflicción. Mientras hacemos eso, nos cambiamos mutuamente. El aislamiento
perpetuo te mantendrá alejado de uno de los grandes medios de santificación de Dios.

El sufrimiento y la lucha te cambian


Si incluso Cristo “por lo que padeció aprendió la obediencia” (He 5:8), ¿cuánto
más eres cambiado por el sufrimiento y la lucha? Piensa en las doctrinas que llegaron a
ser tan queridas en las noches más oscuras de tu alma. Piensa en las lecciones que
aprendiste en tus pruebas más difíciles. El sufrimiento y la lucha requieren la gracia de
Dios en tu vida de una manera que el bienestar no lo hace.
Gran parte de tu sufrimiento es el resultado de tu oscuridad interior y el mal en
los demás. Mientras esperas con
expectativa tu completa santificación, tu
naturaleza pecaminosa te mantiene
inclinado hacia el mal, y esto a menudo
abre una puerta al sufrimiento. Otras veces,
es el resultado de circunstancias
incontrolables, de pérdida, de deterioro
físico, de persecución o de los efectos
dañinos del pecado de otra persona.
Vivimos en un mundo decadente donde
abundan los problemas. Pero el sufrimiento
nunca es sin causa, porque sabemos que “la
49

tribulación produce paciencia; y la paciencia, carácter probado; y el carácter probado,


esperanza” (Ro 5:3–4, LBLA). Dios nos cambia a través de cada lucha y cada momento
de sufrimiento.

Tú cambias
El sufrimiento, la gente sabia, la verdad y la obra soberana de Dios deben unirse
a su arrepentimiento voluntario y constante. Te resistes a la santificación cuando eres
pasivo y no respondes a estos cuatro factores. Estás llamado a ser tanto un oyente como
un hacedor de la Palabra. Si alguien te reprende por el pecado, deberías elegir
arrepentirte y cambiar. Ante el sufrimiento, tienes la opción de ceder a la tentación de
amargarte o de encontrar esperanza en Dios. Cuando creíste en el Señor, te “convertiste
de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tes 1:9). Pero incluso tu
arrepentimiento es una obra del poder de Dios en ti.
En lugar de resistir, metase en el torrente de la obra santificadora de Dios y vea
cómo el poder del Señor se revela en todas las formas en que Dios, la verdad, las
personas y el sufrimiento lo cambian a medida que responde con obediencia y
arrepentimiento continuo.
La Visión Chaferiana de la Santificación
Alejandro Peluffo

I. Introducción
El Seminario Teológico de Dallas (de aquí en más “STD”) fue probablemente el
factor más influyente en la configuración de los puntos de vista modernos sobre la
santificación del fundamentalismo y el evangelicalismo.10 Este modelo a menudo se
denomina santificación “dispensacional”, “perspectiva agustiniana-dispensacional”11, o
incluso “visión de Dallas”12, ya que la gran mayoría de sus adherentes son graduados de
STD y siguen la perspectiva de su fundador sobre la santificación.13 Charles Ryrie
sugiere la etiqueta “Chaferiana”14, disociándolo, por lo tanto, del dispensacionalismo.15
El propósito de este ensayo es analizar y criticar la enseñanza representativa del
STD sobre la doctrina de la santificación. “Chaferiana” es el término elegido para
referirse a esa opinión, ya que parece ser la etiqueta más precisa.

II. Análisis de la visión chaferiana de la santificación


La visión chaferiana de la santificación se desarrolla completamente en el libro
de Chafer “El Hombre Espiritual”, escrito en 1918.16 El libro comienza con una
clasificación de todos los seres humanos en tres grupos: (1) el hombre natural (no
regenerado); (2) el hombre carnal (bebé en Cristo); y (3) el hombre espiritual.17 El
apoyo bíblico para esa división es 1 Corintios 2:9–3:4.18 El hombre carnal está en
contraste directo con el hombre espiritual; sin embargo, ambos son salvos.19 Dos
grandes cambios son posibles para la experiencia humana: del hombre “natural” al
hombre salvo, y del hombre “carnal” al hombre “espiritual”. Según Chafer, “lo primero


Alejandro Peluffo, The Chaferian View of Sanctification, An Analysis and Critique, ensayo
presentado para el cumplimiento parcial de los requisitos de TH 705, Theology III, The Master´s
Seminary, Diciembre de 2009.
10
Andrew David Naselli, “Keswick Theology: A Survey and Analysis of the Doctrine of
Sanctification in the Early Keswick Movement,” Detroit Baptist Seminary Journal 13 (2008): 27.
11
John F. Walvoord, “The Augustinian-Dispensational Perspective,” en Five Views of
Sanctification, (Grand Rapids: Zondervan, 1987), 199–226.
12
William W. Combs, “The Disjunction Between Justification and Sanctification in Contemporary
Evangelical Theology,” Detroit Baptist Seminary Journal 6 (Fall 2001): 28–33.
13
Este ensayo considera los escritos de Lewis S. Chafer, Charles Ryrie, Dwight Pentecost, John
Walvoord y Henry Holloman como representativos del STD.
14
“Esta etiqueta sirve para distinguir la posición defendida por Lewis Sperry Chafer en su
tratamiento de la doctrina de la santificación” (ver Systematic Theology, 8 vols. [Dallas: Dallas
Theological Seminary, 1947], vol. 6; y He That Is Spiritual, rev. ed. [Grand Rapids: Zondervan, 1967]).
Esta es también la posición official del STD (“Doctrinal Statement,” Article ix); Charles C. Ryrie,
“Contrasting Views on Sanctification,” en Walvoord: A Tribute, ed. por Donald K. Campbell (Chicago:
Moody Press, 1982), 191.
15
Ver Jonathan R. Pratt, “Dispensational Sanctification: A Misnomer” Detroit Baptist Seminary
Journal 7 (Fall 2002): 95–108.
16
Lewis Sperry Chafer, He that is Spiritual (Chicago, Moody Press, 1918). Editado en español
como El Hombre Espiritual (Milwaukee, WI: Spanish Publications, 1973), y reeditado como El Hombre
Espiritual: Un Estudio Clásico sobre la Doctrina de la Espiritualidad (Grand Rapids: Portavoz, 1995).
17
Ibid., 3.
18
Ibid.
19
Ibid., 9.

50
51

se cumple divinamente cuando hay fe real en Cristo; lo último se logra cuando hay un
ajuste real al Espíritu”.20
La Biblia revela las condiciones para alcanzar ese tipo de ajuste al Espíritu. La
condición clave para hacer “la transición de lo carnal a lo espiritual”21 es la llenura con
el Espíritu. Esa llenura se distingue claramente de los otros ministerios del Espíritu
Santo. Chafer dice: “Es posible nacer del Espíritu, ser bautizado con el Espíritu, ser
habitado por el Espíritu y sellado con el Espíritu y, sin embargo, estar sin la llenura del
Espíritu”.22 La llenura del Espíritu no se alcanza ni por la respuesta a la oración
persistente ni por la espera paciente. “El cristiano siempre estará lleno mientras haga
posible la obra del Espíritu en su vida”.23
Chafer ve un orden divino revelado de las condiciones para la espiritualidad, en
tres frases sencillas: (1) “No contristéis al Espíritu Santo” (Ef 4:30); (2) “No apaguéis al
Espíritu” (1 Tes 5:19); y (3) “Andad en el Espíritu” (Gal 5:16). Dos de estas tres
condiciones bíblicas “están directamente relacionadas con el tema del pecado en la vida
diaria del creyente, y una con la entrega a la voluntad a Dios”.24 Todo su sistema de
santificación se basa en estas tres condiciones, con especial énfasis en la dedicación
como el primer paso o crisis inicial para liberar el poder del Espíritu. Chafer no cree en
la erradicación de la vieja naturaleza sino en su “contrarrestación por el poder del
Espíritu”.25
Chafer reafirma su sistema en su monumental Teología Sistemática (8
volúmenes). Sugestivamente, trata con la doctrina de la santificación en el Volumen VI,
dedicado a la neumatología, en lugar de en su tomo dedicado a la salvación.26 Allí,
define claramente la santificación como un proceso aparte de la justificación: “existen
condiciones bien definidas en las que el creyente carnal puede llegar a ser espiritual y
éstas no tienen ninguna relación con el único requisito por el cual los perdidos pueden
ser salvados”.27 Para él, la santificación comienza con la entrega del creyente a Dios:
“En virtud de presentar su cuerpo un sacrificio vivo, el hijo de Dios se aparta así para
Dios y se santifica experimentalmente”.28
Chafer suena como un defensor de la “vida victoriosa” o “movimiento de
santidad” cuando propone la santificación por la fe: “para obtener la victoria, el creyente
debe mantener una actitud de fe hasta el fin de que puede ser salvado del poder reinante
del pecado, así como fue salvado de la culpa y la pena del pecado por un acto de fe”29; y
cuando afirma que es posible que un cristiano alcance una victoria perfecta sobre su

20
Ibid., 13.
21
Ibid., 40.
22
Ibid., 77.
23
Ibid., 78.
24
Ibid., 80–81.
25
Ibid., 169. Chafer le llama “counteraction”, lo cual sería como el acto de contrarrestar o contra-
actuar.
Ryrie destaca las habilidades de Chafer como teólogo, “como se puede ver en su excelente
26

tratamiento, a menudo único, de la soteriología y la neumatología”, Charles Ryrie, “Chafer, Lewis


Sperry,” en Evangelical Dictionary of Theology, ed. Walter Elwell (Grand Rapids: Baker Academic,
1990), 203.
27
Lewis Sperry Chafer, Systematic Theology, Vol. VI (Dallas: Dallas Seminary Press, 1948), 173.
La obra original en inglés tiene 2751 páginas, mientras que su edición en español, publicada en solo dos
tomos, tiene 2480 páginas, Teología Sistemática (Dousman, WI: Publicaciones Españolas, Inc, 1986).
Desde 2009 es publicada por Editorial CLIE.
28
Ibid., 285.
29
Ibid., 184.
52

pecado: “Dios ha provisto la posibilidad de una victoria perfecta; pero los cristianos a
menudo han fracasado en su realización”.30

Resumen
La visión Chaferiana de la santificación se puede resumir en varios puntos: (1)
La santificación progresiva como una obra divina separada del tiempo de la
justificación.31 (2) División de los creyentes en dos categorías: el hombre carnal y el
hombre espiritual. (3) Rendirse a la voluntad de Dios como una crisis definida y única.
(4) La santificación por la fe en el poder del Espíritu para neutralizar o contrarrestar la
carne.
La visión de “santificación” de Dallas tiene algunos puntos que recomendar.
Sostiene que el bautismo del Espíritu Santo es la obra del Espíritu que coloca al
creyente en el cuerpo de Cristo en el momento de la regeneración. También enseña la
seguridad eterna de los creyentes y la imposibilidad de alcanzar la perfección sin pecado
en esta vida presente. Su énfasis en la gracia de Dios y la depravación humana también
son encomiables. Finalmente, sin ninguna duda, Dios ha utilizado este movimiento de
“consagrar la vida a Cristo” propuesto por los chaferianos, para propagar miles de
misioneros en todo el mundo, en el siglo veinte.32
Para el propósito de este ensayo, la atención se centrará en los cuatro puntos
enumerados anteriormente, haciendo un análisis bíblico y teológico de todos y
mostrando su similitud con los “movimientos de santidad” de fines del s. XIX.

III. Crítica de la visión de chaferiana de la santificación


A. La santificación progresiva separada de la justificación
Los defensores de la visión chaferiana presentan la santificación progresiva o
experimental (no la posicional) como un proceso opcional que puede comenzar cuando
el creyente decida, en algún momento después de la conversión. John Walvoord
sostiene que en el Nuevo Testamento “la experiencia de la santificación está claramente
condicionada a la respuesta de uno a la santificación que el Espíritu Santo tiene la
intención de proporcionar ... Aunque la santificación es una obra de Dios en el corazón
del individuo, se realiza solo en armonía con la respuesta humana”.33 La afirmación de
Ryrie de que “tanto el punto de vista reformado como el chaferiano ven la justificación
y la santificación como inseparables, a pesar de que el punto de vista chaferiano hace
una gran distinción entre las dos operaciones”34, es engañoso. El mismo Ryrie resume

30
Ibid., 185.
31
Chafer, He That is Spiritual, 13–14. Chafer reconoce que “experimentalmente el que se salva a
través de la fe en Cristo, puede al mismo tiempo rendirse totalmente a Dios y entrar de inmediato en una
vida de verdadera entrega. Sin duda este es a menudo el caso. Así fue en la experiencia de Saulo de Tarso
(Hch 9:4–6)”. Evidentemente, para él eso es algo opcional, no la regla.
32
Joel A. Carpenter, Revive Us Again, The Reawakening of American Fundamentalism (New
York: Oxford University Press, 1997), 80–85; y George M. Marsden, Fundamentalism and American
Culture, The Shaping of Twentieth-Century Evangelicalism, 1870–1925 (New York: Oxford University
Press, 1980), 72–101.
33
John Walvoord, “Augustinian–Dispensational Perspective,” en Five Views on Sanctification,
Melvin E. Dieter (Grand Rapids: The Zondervan Corporation, 1987), 225.
34
Ryrie, “Contrasting Views on Sanctification,” 194. Ryrie puede decir eso porque sostiene que la
santificación posicional ocurre simultáneamente con la justificación. En ese sentido él piensa que los
53

su posición con un gráfico que separa claramente la salvación de la santificación


experiencial, marcando el punto de dedicación, en un lugar indefinido después de la
cruz, como el lugar donde comienza la santificación progresiva.35

Luego, para disipar cualquier confusión, Ryrie aclara su gráfico, enfatizando


que, aunque la dedicación “no es un requisito para la salvación, es el fundamento básico
para la santificación”.36 Lamentablemente, toda la discusión del “decisionismo” o
“creencia fácil” y los llamamientos simplistas en el evangelismo moderno están
estrechamente vinculados con este fuerte énfasis en separar la justificación de la
santificación.37
La Biblia enseña la santificación como inseparable de la justificación. El pasaje
que demuestra más claramente el vínculo inquebrantable entre la justificación y la
santificación es Romanos 6. Declara que todos los creyentes sin excepción,
inevitablemente, “caminan en vida nueva” (Rom 6:4). El punto principal de Romanos 6
es que “Dios no solo nos libera de la pena del pecado (justificación), sino que también
nos libera de la tiranía del pecado (santificación)”.38 Combs cita a Warfield:
Todo el sexto capítulo de Romanos. . . fue escrito con el único propósito
de afirmar y demostrar que la justificación y la santificación están unidas
indisolublemente; que no podemos tener lo uno sin tener lo otro; que,
para usar su propio lenguaje figurativo, morir con Cristo y vivir con
Cristo son elementos integrales en una salvación inseparable.39
Hablando sobre la inseparabilidad de estos dos aspectos de la salvación, Bruce
Demarest hace una observación interesante: “En términos de su unidad interna, la
justificación deriva en la santificación, eliminando así el error de la gracia barata. Y la
santificación se basa en la justificación, evitando así la herejía de la justicia por las
obras”.40

puntos de vista de chaferianos y reformados son los mismos. Sin embargo, el punto en discusión no es
posicional sino la santificación experimental o progresiva.
35
Charles C. Ryrie, Balancing the Christian Life (Chicago: Moody Press, 1969), 187.
36
Ibid., 186. Tratando con el mismo tema de la dedicación, Chafer hace una afirmación similar:
“Las personas entusiastas pero irreflexivas han promovido una grave distorsión de la doctrina, en el
sentido de que los términos de la salvación deben incluir, además de la fe en Cristo, una entrega completa
a Su autoridad. Sin embargo, tan importante como lo es en su lugar, la rendición es un asunto que solo
pertenece al que ya es hijo de Dios”, Chafer, Systematic Theology, 6:172.
37
“La posición actual del no-señorío [para la salvación] es principalmente el producto de la
teología de Dallas”, Combs, “The Disjunction between Justification and Sanctification”, 32.
38
John F. MacArthur Jr., Faith Works: The Gospel According to the Apostles (Dallas: Word,
1993), 121.
39
Combs, “The Disjunction Between Justification and Sanctification”, 32.
40
Bruce Demarest, The Cross and Salvation (Wheaton: Crossway Books, 2007), 401.
54

En resumen, esta distinción temporal entre la justificación y la santificación


progresiva no puede ser apoyada por las Escrituras. De hecho, la Biblia trata estos dos
como aspectos complementarios de una realidad más grande. Por ejemplo, 1 Corintios
1:30: “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios
sabiduría, justificación, santificación y redención” y 6:11: “Y esto erais algunos; mas
ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”. Chafer y otros profesores de
STD han tomado esta enseñanza no de la Biblia sino de otros movimientos. 41 La
erudición evangélica señala a John Wesley como el creador de esta doctrina dispar: “La
principal contribución de John Wesley a la enseñanza de la santificación es su
separación de la justificación, que se deben recibir en actos separados de fe”.42 “Lo que
la teología de Dallas comparte con la teología de Keswick y todas las teologías de la
segunda bendición remontándose al propio Wesley es una distinción entre la
justificación y la santificación como obras de gracia separadas”.43
La primera de las distinciones de la santificación de acuerdo con Chafer, no es
enseñada por las Escrituras, sino que ha sido derivada de la dudosa enseñanza de
Wesley, más basado en sus experiencias que en la exégesis del Nuevo Testamento, y los
grupos que posteriormente se inspiraron en él.

B. Dos categorías de creyentes


Como se mostró, Chafer comienza su presentación en “El Hombre Espiritual”,
dividiendo a los creyentes en dos categorías: carnal y espiritual. Lo mismo hacen sus
discípulos, Walvoord44, Pentecost45, y Ryrie.46 Todos ellos aducen 1 Corintios 2:9–3:4
como texto de prueba. ¿Es ese el caso? ¿Están los cristianos divididos en dos categorías
diferentes y contrastantes? El académico Gordon Fee, al comentar este pasaje, recalca
cómo se ha malinterpretado a lo largo de la historia para defender cierta clase de
elitismo espiritual:
Este párrafo [2:15–16] ha soportado una historia sumamente
desafortunada de aplicación en la iglesia. El propio tema de Pablo ha
quedado casi totalmente perdido a expensas de una interpretación que es
casi ciento ochenta grados opuesta a su intención. Casi todas las formas
de elitismo espiritual, movimientos de “vida más profunda” y doctrinas
de “segunda bendición” han apelado a este texto.47
Y más adelante vuelve a subrayar lo popular de esas interpretaciones erróneas:

41
Benjamin B. Warfield, Perfectionism, vol. II (Grand Rapids: Baker Book House, 1932), 107.
Warfield denuncia que fue la posición de Asa Mahan, el primer presidente de Oberlin College: “Debe
observarse cuidadosamente qué es lo que está involucrado en esta crítica, de que, en opinión de Mahan, la
santificación no solamente no es por esfuerzo sino por fe, sino también que no es por el acto de fe por el
cual se recibe la justificación, sino por un acto posterior de fe. . . Él insiste en que la santificación sigue a
la conversión”.
42
Jonathan R. Pratt, “Dispensational Sanctification: A Misnomer” Detroit Baptist Seminary
Journal 7 (Fall 2002): 102.
43
Combs, “The Disjunction Between Justification and Sanctification”, 29.
44
John F. Walvoord, The Holy Spirit (Grand Rapids: Zondervan Publishing House, 1958), 190.
45
Dwight Pentecost, The Divine Comforter (Westwood: Fleming Revell Company, 1963), 154.
46
Ryrie, Balancing the Christian Life, 12–18.
47
Gordon D. Fee, Primera Epístola a los Corintios (Grand Rapids: Nueva Creación, 1994), 137.
55

Con esta acusación [3:1, De manera que yo, hermanos, no pude hablaros
como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo],
Pablo se expuso a siglos enteros de malentendido. Pero su preocupación
es singular: no consiste en sugerir diversas clases de cristianos o grados
de espiritualidad, sino en lograr que ellos dejen de pensar como la gente
del mundo presente.48
En este párrafo, Pablo usa dos términos diferentes para “carnal” σαρκικός
(sarkikós) y σάρκινος (sárkinos). σαρκικός significa “pertenecer a la carne” (σάρξ’) [en
oposición a πνευματικός], “carnal”; por otro lado, σάρκινος es “consistente / compuesto
de carne”, “carnoso”.49 Anthony Thiselton explica que “σάρκινος significa movido por
impulsos completamente humanos, mientras que σαρκικός significa movido por interés
propio”.50 Otros eruditos los ven como sinónimos. El punto en esta discusión es que
ambos representan tentaciones comunes para cada cristiano en cada etapa de su vida.
La entrada en TDNT (“Kittel”) tiene una nota interesante: “1 Cor 2:13–3: 3 no
describe un grupo extático como πνευματικοί [espirituales], sino aquellos que entienden
el mensaje de la cruz, de modo que lo que se dice en 3:1–3 es simplemente que los
creyentes están constantemente expuestos a la tentación de convertirse en incrédulos”.51
La implicación correcta de este texto es que los creyentes pueden vivir,
temporalmente, de una manera carnal, pero los creyentes, por definición, viven de una
manera habitualmente justa; los que viven de una manera típicamente carnal son
incrédulos. “Cada cristiano puede ser llamado un cristiano carnal porque cada cristiano
es carnal hasta cierto punto, pero no hay una categoría distinta de cristiano carnal”.52
El obispo J. C. Ryle lo dice muy bien:
La regeneración compatible con una vida de disipación y mundanalidad
es un invento de teólogos heréticos, pero jamás se menciona en la
Escritura. Por el contrario, S. Juan dice expresamente que “todo aquel
que es nacido de Dios, no practica el pecado”, “hace justicia”, “ama a su
hermano” y “vence al mundo” (1 Juan 2:29; 3:9–14; 5:4–18). En pocas
palabras, donde no hay santificación no hay regeneración, y donde no hay
vida santa no hay nuevo nacimiento. Es indudable que esto resulta duro
de oír para muchos, pero —ya sea duro o no lo sea— es la pura verdad
bíblica. Está escrito claramente que cuando alguien es nacido de Dios la
“simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido
de Dios” (1 Juan 3:9) ... ¡Un “santo” en el que no se advierte más que
mundanalidad y pecado es un tipo de monstruo que no hallamos en la
Biblia!”.53
Por esa razón, es evidente que estas enseñanzas, derivadas de 1 Corintios 3:1-15
no solo son exegéticamente indefendibles sino también doctrinas perniciosas, desde una

48
Ibid., 139. Se recomienda leer con mucha atención este comentario desde 2:9 y hasta 3:4.
49
William Arndt, Frederick W. Danker and Walter Bauer, A Greek-English Lexicon of the New
Testament and Other Early Christian Literature, 3rd ed. (Chicago: University of Chicago Press, 2000),
914.
50
Anthony C. Thiselton, The First Epistle to the Corinthians: A Commentary on the Greek Text.
NIGTC (Grand Rapids: W.B. Eerdmans, 2000), 289.
51
Eduard Schweizer, σαρκικός, en Theological Dictionary of the New Testament, ed. Gerhard
Kittel (Grand Rapids: Eerdmans, 1964), 7:144.
52
Combs, “The Disjunction Between Justification and Sanctification”, 42.
53
J. C. Ryle, Holiness (Durham: Evangelical Press, 1979), 17.
56

perspectiva teológica y pastoral. Estas doctrinas se han utilizado para inculcar en las
personas la idea de que pueden tener verdadera fe y, sin embargo, ser carnales e
infructuosas. Lewis y Demarest ofrecen un argumento adicional sobre el peligro de
pensar que hay distintos grados de espiritualidad entre los cristianos:
Es contraproducente para la santificación colocar a algunos cristianos en
una clase más alta que otros. Aquellos que se consideran que están en el
plano superior pueden ser engañados al imaginar que están más allá de la
tentación y han alcanzado la plena estatura de la semejanza a Cristo. Los
que están en el plano inferior pueden imaginar que no necesitan crecer en
Cristo. Pero todos los creyentes están en el viaje espiritual en el mismo
reino espiritual. Todos los que nacen de nuevo lucharán con aspectos de
la carnalidad de maneras diferentes y sutiles en diferentes etapas de la
vida. . . Esa pretensión también interrumpe la unidad cristiana para
dividir a la iglesia en dos “clases” mutuamente excluyentes.54
El origen de esta doctrina se remonta a Asa Mahan y al Colegio Oberlin.55
Hablando de Mahan, Warfield afirma: “En consecuencia, había dos clases de cristianos,
un tipo inferior que solo había recibido justificación, y un tipo superior que también
había recibido santificación”.56 Y en su crítica de “El Hombre Espiritual”, Warfield
alega:
El señor Chafer hace usa de toda la jerga de los maestros de la “Vida
Superior”. En él, también, oímos hablar de dos tipos de cristianos a los
que designa respectivamente “hombres carnales” y “hombres
espirituales”, sobre la base de una mala interpretación de I Corintios 2:9
ss. (pp. 8, 109, 146); y se nos dice que pasar de uno hombre a otro
depende de nuestra decisión, siempre que nos interese “reclamar” el
grado más alto “por la fe” (p. 146). Para él, también, el disfrute de cada
bendición depende de que as “reclamemos” (p. 129).57
El segundo distintivo de la santificación chaferiana se basa entonces en una
dudosa exégesis, usada también por grupos que enseñan una segunda bendición luego
de la salvación.

C. Dedicación a Dios
El tema de la dedicación es central en la visión chaferiana de la santificación.
Charles Ryrie comenta: “Quizás no haya un asunto más importante en relación con la
vida espiritual que la dedicación”.58 John Walvoord escribió en 1958:
Es imposible entrar en los gozos presentes de la salvación sin aceptar al
Salvador como Señor, pero esta es una verdad que se debe comprender
tanto en la experiencia como en la doctrina. En consecuencia, los
cristianos son constantemente exhortados a rendirse a Dios. En Romanos
6:13, se encuentra la exhortación. . . La palabra griega para “presentar” se

54
Gordon R. Lewis y Bruce A. Demarest, Integrative Theology, Vol. 3 (Grand Rapids: Zondervan
Publishing House, 1994), 220–21.
55
Combs, “The Disjunction Between Justification and Sanctification”, 38.
56
Warfield, Perfectionism, 67.
57
Benjamin B. Warfield, “A Review of Lewis Sperry Chafer’s ‘He That Is Spiritual”, The
Princeton Theological Review 17: 2 (April 1919): 322.
58
Ryrie, Balancing the Christian Life, 75.
57

encuentra en dos tiempos en este versículo, que ilustra claramente que la


apelación es a una entrega a Dios que se realiza de una vez por todas. . .
parastesate, en aoristo, que significa “Preséntate a Dios de una vez por
todas”. Se le pide a un cristiano que rinda su vida a Dios para hacer
posible su plena bendición y utilidad, de la misma manera que se le pidió
creer para ser salvo. La exhortación familiar que se encuentra en
Romanos 12:1, de “presentarnos” a Dios, es la misma palabra en tiempo
aoristo, una vez más, un acto definido de someterse a Dios. La entrega de
la vida y la voluntad a Su guía y dirección es un requisito previo para ser
lleno con el Espíritu.59
Charles Ryrie hizo el mismo énfasis en 1965:
La dedicación inicial es una crisis y un asunto de una vez por todas.
Según el pasaje central, Romanos 12:1–2, involucra tres cosas. Primero,
debe haber una presentación. El tiempo es aoristo (que indica un evento
no repetido), y el objeto es el cuerpo. Así esta dedicación es una crisis y
una cosa completa. No es una sucesión de actos, e involucra toda la vida
del creyente. . . La dedicación a la vida, incluido el acto inicial básico de
consagración, y la vida continua de dirección por el Espíritu Santo, es el
primer requisito previo para la vida llena del Espíritu.60
Dwight Pentecost repite el mismo punto: “La presentación de Romanos 12:1 se
ve como una presentación de una vez por todas debido al tiempo del verbo en el griego.
. . A partir de ese momento, [el creyente] no necesita sacrificarse una y otra vez. Solo
necesita reafirmar continuamente, el hecho de su presentación de una vez por todas
como un sacrificio a Dios”.61
Este concepto es fundamental para su punto de vista de la santificación.
Pentecost concluye:
Puede ser que estés tropezando y cayendo en tu vida cristiana porque
nunca te has entregado o consagrado a Dios por un acto de tu voluntad.
Dios el Espíritu Santo no puede darte poder continuamente en la justicia
y la verdadera santidad, no puede manifestar la vida de resurrección de
Cristo en ti, hasta que, en primer lugar, te hayas rendido, presentado y
sometido a Dios. La vida cristiana comienza cuando uno acepta a
Jesucristo como su Salvador personal. Uno comienza a vivir la vida
cristiana cuando se presenta a sí mismo como un sacrificio a Dios para
que pueda estar continuamente caminando por el Espíritu.62
Todos ellos (Chafer, Walvoord, Pentecost y Ryrie) construyen su argumento
sobre el supuesto significado del tiempo aoristo. Esa es la “trampa del aoristo”, como lo
llama Frank Stagg en su artículo fundamental de 1972, “The Abused Aorist” (El Aoristo
Abusado).63 Donald Carson enumera la interpretación del “tiempo griego” aoristo como
una acción completada o hecha una vez para siempre, como una falacia exegética.64

59
Walvoord, The Holy Spirit, 197–98.
60
Charles C. Ryrie, The Holy Spirit (Chicago: Moody Press, 1965), 96–97.
61
Dwight Pentecost, Pattern for Maturity (Chicago: Moody Press, 1966), 129–30.
62
Ibid., 130.
63
Frank Stagg, “The Abused Aorist,” Journal of Biblical Literature 91:2 (1972): 222–31.
64
Donald A. Carson, Exegetical Fallacies (Grand Rapids: Baker Academic, 1996), 68–73
58

Ese uso del tiempo aoristo es evidentemente incorrecto. Si el mismo concepto de


acción ya realizada “de una vez por todas” se aplica a otros pasajes donde se usa el
tiempo aoristo, esos pasajes no tendrían sentido. Tres ejemplos serán suficientes para
demostrar el punto:
2 Corintios 11:24–25: “Cinco veces recibí (ἔλαβον) de los judíos treinta y nueve
latigazos. Tres veces me golpearon con varas (ἐρραβδίσθην). . . tres veces naufragué
(ἐναυάγησα)”. Estas acciones no fueron singulares, momentáneas o de una vez por
todas.

Juan 2:20 dice “Tomó cuarenta y seis años para construir (οἰκοδομήθη) este
templo” Evidentemente, el indicativo aoristo no apunta a una sola acción en el pasado.
Más bien, como la mayoría de las gramáticas griegas enseñan, el uso del aoristo implica
una acción indefinida. En palabras de Daniel Wallace: “El tiempo aoristo presenta el
evento en resumen, visto como un todo desde fuera, sin tener en cuenta la composición
interna del acontecimiento”.65 Dana-Mantey coinciden: “El aoristo denota una acción
simplemente como un evento, sin definir en ningún sentido la manera de su
ocurrencia”.66 Comentando sobre Juan 2:20, Stagg dice “Tampoco es este un uso
excepcional. Este es un uso aorístico normal, una simple alusión a la acción sin
descripción, es decir, a-orístico o indefinido”.67
Lo mismo es cierto para el imperativo aoristo (el tiempo de Romanos 6:13),
usado en Lucas 19:13: “Y llamó a diez de sus esclavos, les dio diez minas y les dijo:
‘Hagan negocios (πραγματεύσασθε) con esto hasta que regrese’”. Una vez más, la
acción contemplada no es momentánea, solo hecha de una vez por todas, o incluso vista
como completada en el pasado. El imperativo aoristo no dice nada de la naturaleza de la
acción.
Sería una tontería ver acciones puntuales en esos ejemplos.68 “No menos
absurdo es en otra parte construir una interpretación bíblica o teología sobre la falacia
que un aoristo debe implicar que ocurra una vez o para siempre”.69
Stagg finaliza su artículo explorando varias gramáticas griegas para mostrar la
misma verdad, y para concluir: “La acción cubierta por el aoristo puede o no ser
puntual, y la presencia del aoristo no da ningún indicio sobre la naturaleza de la acción
detrás de ello. Los factores contextuales son primarios para cualquier intento de ir detrás
del aoristo a la naturaleza de la acción en sí misma”.70
¿Están esos factores contextuales presentes en Romanos 12:1? Douglas Moo,
uno de los principales comentaristas de Romanos, explica: “El tiempo aoristo en sí
mismo no indica eso [un acto de “una vez por todas”], y no hay ninguna razón en el
contexto para pensar que Pablo consideraría esta presentación como una ofrenda que
hacemos solo una vez. Pablo simplemente nos ordena que hagamos esta ofrenda, sin

65
Daniel B. Wallace, Greek Grammar Beyond the Basics, Exegetical Syntax of the New Testament
(Zondervan Publishing House, 1996), 554.
66
H. E. Dana y Julius R. Mantey, A Manual Grammar of the Greek New Testament (Toronto,
Ontario: The Macmillan Company, 1927), 187.
67
Stagg, “The Abused Aorist”, 228.
68
Carson, Exegetical Fallacies, 68–69, y Stagg, 228–29, mencionan docenas de ejemplos.
69
Stagg, “The Abused Aorist”, 228.
70
Ibid., 231. Wallace presenta una clara analogía para explicar el aspecto de “foto” del tiempo
aoristo, Greek Grammar Beyond the Basics, 555.
59

decir nada sobre la frecuencia con la que se debe hacer”.71 Thomas R. Schreiner
sostiene una opinión similar: “Esta es una mala interpretación del tiempo aoristo, que no
denota de manera inherente una acción hecha una vez por todas. Si el aoristo significa
una acción que ocurre solo una vez se indica por otros factores contextuales. Aquí no
están presentes tales factores contextuales”.72
Lo mismo es cierto en Romanos 6:13. Nuevamente, Moo comenta: “Algunos
comentaristas piensan que Pablo retrata esta “presentación” como una acción hecha “de
una vez por todas”, o como ingresiva (“empieza a presentar”), o como urgente. Pero el
tiempo aoristo en sí mismo no indica tales matices, y nada en el contexto aquí sugiere
ninguno de ellos claramente”.73 Y Schreiner confirma: “La diferencia entre los dos
[presente imperativo y aoristo imperativo] no debe ser presionada; no debe entenderse
que el aoristo se refiere a una acción definitiva o decisiva. Lo más probable es que las
dos formas diferentes sean simplemente sinónimos aquí”.74
En lugar de una cuidadosa exégesis, la interpretación chaferiana de estos dos
textos de prueba parece proceder de los maestros de Keswick. De hecho, Chafer adaptó
gran parte de su concepto de santificación del movimiento de “vida victoriosa”
representado por sus mentores.75
Es un hecho sugerente que los movimientos de santidad hicieron hincapié en el
mismo error a fines del siglo diecinueve. Richard A. Young ilustra el uso indebido del
tiempo aoristo en su Intermediate New Testament Greek: “Los ejemplos de las malas
interpretaciones resultantes abundan en la literatura, especialmente en los círculos de
santidad para apoyar la naturaleza de una santificación de “crisis”. Por ejemplo . . . En
Romanos 12:1 debemos hacer una presentación decisiva de una vez por todas de
nuestras vidas a Dios, algo que nunca debe hacerse de nuevo”.76
Andrew Naselli señala el mismo error en uno de estos movimientos: “La
teología de Keswick es culpable de la falacia del tiempo aoristo. . . Esta suposición es
común en la literatura de Keswick, especialmente con referencia al texto de prueba para
la crisis de la consagración (p. ej., Rom 6:13 y 12:1)”.77
William Combs muestra el origen de tal énfasis en la consagración:
Palmer desarrolló su “teología del altar” por medio de alguna exégesis
ingeniosa, si se puede llamar exégesis. Ella comenzó con la declaración
de Jesús en Mateo 23:19 que el altar santifica la ofrenda. Entonces
Palmer observó que Éxodo 29:37 dice que todo lo que toca el altar es
santo. Ya que el altar santifica la ofrenda, todo lo que toca el altar es
santo. Y, según Hebreos 13:10, para los creyentes del NT, Cristo es su
altar. Por lo tanto, si uno se coloca en el altar, esa persona será santa. Y la
receta para lograr esto se encuentra en Romanos 12:1. Uno se coloca en
71
Douglas J. Moo, The Epistle to the Romans, The New International Commentary on the New
Testament (Grand Rapids: Eerdmans Publishing Company, 1996), 750.
72
Thomas R. Schreiner, Romans, Baker Exegetical Commentary on the New Testament (Grand
Rapids: Baker Books, 1998), 643.
73
Moo, The Epistle to the Romans, 385.
74
Schreiner, Romans, 324.
75
Consultar Randall Gleason, “B. B. Warfield and Lewis S. Chafer on Sanctification” Journal of
the Evangelical Theological Society 40:2 (June 1997): 244, para ver las conexiones de Chafer con los
“movimientos de santidad”.
76
Richard A. Young, Intermediate New Testament Greek: A Linguistic and Exegetical Approach
(Nashville: Broadman & Holman, 1994), 121.
77
Naselli, “Keswick Theology”, 55.
60

el altar mediante una consagración de una vez por todas que implica una
entrega completa a Dios, especialmente la voluntad de uno. “Así, la
consagración completa garantiza la entera santificación”.78
Por lo tanto, Chafer y sus discípulos de STD están edificando sobre una falacia
exegética lo que ellos consideran la doctrina “más importante” de la vida cristiana79, la
“clave” para la vida cristiana.80

C. Santificación Contrarrestante
El distintivo elegido por Ryrie para caracterizar el punto de vista chaferiano no
es la separación de justificación/santificación, ni la división carnal/espiritual, ni la
consagración a Dios, sino la acción de contrarrestar. “La visión chaferiana de la
santificación progresiva se puede resumir en la idea de contrarrestar la nueva naturaleza
del creyente contra la vieja, o del Espíritu contra la carne”.81 Esa es la definición elegida
por Charles Ryrie después de resumir el punto de vista reformado como “extirpación
gradual”, y el de la vida victoriosa como “perfeccionismo” o “erradicación”.82
El concepto de santificación contrarrestante o “contra-actuante” se menciona en
“El Hombre Espiritual” y Chafer lo amplía en su Teología Sistemática. La idea básica
es que los creyentes progresan en la santificación al rendirse al Espíritu Santo, quien
puede contrarrestar la vieja naturaleza y otorgar poder a la nueva. Todos los esfuerzos
para cambiar la vieja naturaleza son en vano. Lo único que se puede hacer con la carne
es ponerla bajo el control de un poder mayor. “La cuestión vital”, razona Chafer, “es si
el cristiano, en sí mismo y simplemente porque es salvo, tiene el poder para controlar
victoriosamente su naturaleza pecaminosa. Sería imposible concebir conflicto más sutil
y engañoso. En este conflicto entre el hombre salvado que posee una nueva naturaleza y
su naturaleza caída, el hombre salvado con sus propósitos santos es completamente
derrotado”.83
Los creyentes solo pueden contrarrestar la vieja naturaleza con el mayor poder
del Espíritu Santo cuando están llenos del Espíritu (“el secreto de la santificación”). La
más reciente y representativa Teología Sistemática del STD, Understanding Christian
Theology (2003), explica el método de contrarrestación para “conquistar el pecado y la
carne a través de la victoria de Cristo”:
Debemos por fe reclamar esta victoria y aplicarla a nuestras vidas para
experimentar la victoria sobre el pecado y la carne. . . Por la fe, los
creyentes pueden reclamar la victoria de Cristo sobre el pecado y,
mediante la gracia de Dios y su Espíritu, pueden resistir el pecado (Rom
8:13) . . . Los cristianos se esclavizan a su nuevo Maestro al obedecer tres
órdenes: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo obedeciendo sus
concupiscencias (6:12); dejen de presentarse al pecado para una vida
injusta; y preséntense a Dios para una vida justa (6:13, 19). Cuanto más
se esclavizan los cristianos a su nuevo Maestro al obedecer estos

78
William W. Combs, “Romans 12:1–2 and the Doctrine of Sanctification,” Detroit Baptist
Seminary Journal 11 (2006): 5–6.
79
Pentecost, The Divine Comforter, 154.
80
Ryrie, “Contrasting Views on Sanctification,” 199.
81
Ibid., 191.
82
Ibid., 190–91.
83
Chafer, Systematic Theology, 6:185.
61

mandatos, más experimentan la libertad del pecado y el progreso en la


santificación . . . podemos conquistar el pecado reclamando la victoria de
Cristo sobre el pecado y dependiendo en el Espíritu para contrarrestar el
principio de pecado que mora en nosotros.84
Por lo tanto, según Holloman, todos los esfuerzos del creyente deben dirigirse a
obedecer los tres mandamientos de Romanos 6:12–13, no a vencer ningún pecado en
particular. De nuevo aquí, hay una sorprendente similitud con la teología de Keswick.
En realidad, la contrarrestación o “santificación por la fe” es “el corazón y el núcleo de
la teología de Keswick”.85

Extirpación gradual, la visión reformada


La visión reformada de la santificación servirá, en este punto del ensayo, como
un contraste necesario para comprender las imprecisiones bíblicas de la contra-acción.
En lugar de limitarse a contrarrestar el pecado, el Espíritu transforma gradualmente al
creyente restaurando la imagen de Dios en él y gradualmente mortificando el pecado.
Esta mortificación gradual del pecado (nunca completa hasta la glorificación) incluye la
santificación sinérgica, es decir, Dios y el creyente están activos en la santificación (cf.
Fil 2:12–13; Col 1:29; 2 Pe 1:3–8). Esa es la visión reformada de la santificación. La
visión reformada enfatiza la obediencia activa de la fe en lugar de un descanso pasivo.
Así lo explica Donald Bloesch:
El evangelicalismo moderno frecuentemente representa la santificación
como simplemente rendirse a Dios . . . Esto ignora la verdad de que la
santidad bíblica implica la guerra y la lucha para llevar adelante el
estandarte de Cristo. En palabras del obispo Ryle: “Una violencia santa,
un conflicto, una guerra, una lucha, la vida de un soldado, una batalla,
son . . . características del verdadero cristiano”.86
Por supuesto que lo anterior no significa que el creyente se esfuerza en su
justificación o en su regeneración, las cuales son obras completamente hechas por Dios
(en teología se dice que la justificación es “monergista”). Robert Culver advierte, “Los
buenos teólogos de cada persuasión tienen cuidado de señalar que aunque el pecador no
está activo en la regeneración, ya que somos ‘nacidos de Dios’ por completo, se nos
manda a cooperar con el Espíritu de Dios en la santificación”.87 La forma técnica de
decir esto es que la santificación es “sinergista”. Esto se hace evidente al considerar la
larga lista de advertencias contra las tentaciones y el mal (p. ej., Ro 12:9, 16, 17; 1 Cor
6:9, 10; Gal 5:15–23), y las constantes exhortaciones a la vida santa.
En este punto es necesaria una aclaración, para que no parezca que Dios hace el
50% y el hombre el 50% restante. Berkhof es útil aquí:
Cuando se dice que el hombre participa en la obra de santificación, esto
no significa que el hombre sea un agente independiente en la obra, para

84
Henry W. Holloman, “Sanctification, Rediscovering the Transforming Power of Sanctification,”
en Understanding Christian Theology, ed. Charles R. Swindoll y Roy B. Zuck, (Nashville: Thomas
Nelson Publishers, 2003), 971–73.
85
Steven Barabas, So Great Salvation (Eugene: Wipf & Stock, 1952), 100.
86
Donald G. Bloesch, Essentials of Evangelical Theology. Two Volumes in One (Peabody:
Hendrickson Publishers, 2006), 61.
87
Robert Duncan Culver, Systematic Theology, Biblical & Historical (Ross-shire: Christian Focus
Publications, 2005), 759.
62

que sea en parte de la obra de Dios y en parte la obra del hombre, sino
simplemente, que Dios efectúa el trabajo en parte a través de la
instrumentalidad del hombre como un ser racional, al exigirle una
cooperación inteligente y en oración con el Espíritu.88
Pablo puede decir que ha trabajado más que todos los demás apóstoles, “pero no
yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor 15:10). A los colosenses les explica que él
trabaja, “luchando según la potencia de él [Cristo], la cual actúa poderosamente en mí”
(Col 1:29). Él mismo exhorta a los cristianos: “ocupaos [κατεργάζεσθε, presente medio
imperativo de εργον] en vuestra salvación con temor y temblor” (Fil 2:12). Pero
inmediatamente Pablo les recuerda que lo hacen “porque [γάρ] Dios es el que en
vosotros produce [ἐνεργῶν, participio presente activo de εργον] así el querer como el
hacer, por su buena voluntad” (Fil 2:13). Hay docenas de pasajes que enfatizan que el
creyente debe comprometerse plena y conscientemente en su santificación.89 John
Murray explica con maestría la dinámica de tal interacción entre la obra de Dios y la
obra del creyente:
La obra de Dios en nosotros no queda suspendida porque nosotros
obremos. Tampoco es la relación estrictamente de cooperación, como si
Dios hiciese su parte y nosotros hiciésemos la nuestra de manera que la
conjunción o coordinación de ambas produjese el resultado deseado. Dios
obra en nosotros, y nosotros también obramos. Pero la relación es que
debido a que Dios obra, nosotros obramos. Toda obra de nuestra
salvación por nuestra parte es el efecto de Dios obrando en nosotros, no
el querer con exclusión al hacer ni el hacer con exclusión del querer, sino
tanto el querer como el hacer. Y esta obra de Dios se dirige al fin de
capacitamos para querer y hacer lo que a él le agrada. Aquí tenemos no
sólo la explicación de toda actividad aceptable por nuestra parte, sino que
tenemos también el incentivo para nuestro querer y hacer . . . Cuanto más
persistentemente activos estamos en el trabajo, más persuadidos
estaremos de que toda la gracia y el poder energizantes son de Dios. 90
La tradición reformada es rica en fórmulas para expresar el sinergismo en la
santificación. William G. T. Shedd dice: “La santificación es tanto una gracia como un
deber. . . La regeneración, siendo la obra sola de Dios, es gracia, pero no un deber”.91
Shedd cita a Agustín: “Dios opera sin nuestra ayuda para que podamos querer hacer lo
correcto, pero cuando queremos lo correcto, Él coopera con nosotros (Grace and Free
Will, 33)”.92 Y también cita a John Owen:
La obra de la primera conversión [regeneración] se realiza mediante un
acto inmediato de poder divino, sin ninguna cooperación activa de
nuestra parte. Pero esta no es la ley o regla de la comunicación u
operación de la gracia real para la subyugación del pecado [en el

88
Louis Berkhof, Systematic Theology (Grand Rapids: Eerdmans Publishing Company, 1938),
534.
89
Robert L. Reymond, A New Systematic Theology of the Christian Faith (Nashville: Thomas
Nelson, 1998), 779. Reymond enumera: Rom 12:1–3, 9–21; 13:7–14; 2 Cor 7:1; Gal 5:13–16; Ef 4:17–
32; Fil 3:10–17; 4:4–9; Col 3:1–25; 1 Tes 5:8–22; Heb 12:14–16; 13:1–9; Stg 1:19–27; 2:14–26; 3:13–
18; 1 Pe 1:13–25; 2:11–17; 2 Pe 3:14–18; 1 Jn 2:3–11; 3:17–24.
90
John Murray, Redemption Accomplished and Applied (Grand Rapids: Eerdmans Publishing
Company, 1955), 184–85.
91
William G. T. Shedd, Dogmatic Theology, 3rd ed. (Phillipsburg: P & R Pub., 2003), 804.
92
Ibid., 807.
63

regenerado]. Esto se da de manera concurrente con nosotros en el


cumplimiento de nuestros deberes, y cuando somos diligentes en ellos
podemos estar seguros de que no nos faltará la asistencia divina (Sin and
Grace in Works, 14.459 [ed. Russell]).93
Berkhof afirma que el Espíritu Santo proporciona “músculos” espirituales que el
creyente puede usar para realizar obras piadosas.94 Si la visión chaferiana puede ser
representada por el lema: “santificación por la fe”; entonces, la visión reformada podría
representarse con una “frase más precisa y menos confusa, que es ‘la santificación por
creer y obedecer la Palabra’ (cf. Juan 17:17, 19)”.95

Resumen
Este análisis ha demostrado que las cuatro premisas principales de la visión de
chaferiana de la santificación no tienen apoyo bíblico. La interpretación chaferiana de la
santificación es una versión mejorada de la teología de Keswick; y entonces, como tal,
es una forma modificada de wesleyanismo y el movimiento de santidad.

IV. Conclusión
El dispensacionalismo en general y el Seminario Teológico de Dallas en
particular, como su principal promotor, han ofrecido una contribución distintiva a la
discusión teológica en los campos de la eclesiología y la escatología.96 Sin embargo, en
la doctrina de la salvación, el STD y su visión chaferiana de la santificación, han
servido para difundir el error teológico con consecuencias prácticas desastrosas. Los
puntos de vista de los “cristianos carnales” y la justificación separada de la santificación
han perpetuado la falsa confianza de muchos incrédulos que profesan la fe cristiana.
Además, el concepto de contrarrestar la santificación ha engañado a muchos cristianos
en sus esfuerzos por ser santos.
La magnitud de este error doctrinal, sostenida por tantos años y extendida por
tantos lugares, solo habla en voz alta de cuán descuidada ha sido la doctrina de la
santificación en la iglesia moderna. Considerando la pasión por la santidad expresada
por escritores y predicadores en generaciones anteriores, James Packer puede tener
razón al afirmar que la santidad es una gloria decreciente en el mundo evangélico de
hoy.97

93
Ibid.
94
Berkhof, Systematic Theology, 533–34.
95
Naselli, “Keswick Theology”, 52.
96
“La hermenéutica también ha sido influenciada ya que los eruditos se han visto obligados a
considerar la relación entre Israel nacional y la iglesia”. Jonathan R. Pratt, “Dispensational Sanctification:
A Misnomer”, Detroit Baptist Seminary Journal 7 (Fall 2002): 95.
97
David Peterson, Possessed by God, A New Testament Theology of Sanctification and Holiness
(Grand Rapids: Eerdmans Publishing House, 1995), 11.
Advertencias para Nuestro Tiempo en la Cuestión de la Santidad
J. C. Ryle

Tomado del prólogo de la primera edición de J. C. Ryle, Santidad, escrito por el mismo
autor en 1877. Esta introducción tiene un valor enorme, porque muestra el contexto en
el que Ryle se sintió impulsado a escribir. En la segunda mitad del s. XIX proliferaban
los movimientos inspirados en los errores de John Wesley, que enseñó la perfección
cristiana, y la segunda obra de gracia, de la cual surgieron la separación entre la
justificación y la santificación. Movimientos de la “vida superior”, la “vida
victoriosa”, la “santificación por fe”, la “vida espiritual”. Por medio de siete
preguntas, Ryle rechaza los énfasis no escriturales tanto de los perfeccionistas, como
de los que desprecian el esfuerzo del creyente para la santificación. Se agregan
subtítulos a cada pregunta para facilitar la lectura.
En cuanto al estilo del escritor, citamos del prefacio escrito por Martin Lloyd Jones de
la edición en inglés, Holiness, de 1956: “Las características del método y estilo del
obispo Ryle son obvias. Él es preeminente y siempre es bíblico y expositivo. Nunca
comienza con una teoría en la que trata de encajar algunos versículos. Él siempre
comienza con la Palabra y la expone. Es la exposición en su máxima profundidad y
altura. Siempre es claro y lógico e invariablemente conduce a una clara enunciación de
la doctrina. Es fuerte y viril y está completamente libre de sentimentalismo que a
menudo se describe como ‘devocional’”.

Sobre la santificación por fe, sin esfuerzo personal


1. En primer lugar, pregunto si es sabio hablar de la fe como lo único
necesario, tal como muchos parecen hacer actualmente al tratar la doctrina de la
santificación. ¿Es sabio proclamar de una forma tan directa y sin matices como hacen
algunos que la santidad de los conversos es únicamente por fe y no por esfuerzo
personal alguno? ¿Se corresponde esto con el tenor de la Palabra de Dios? Lo dudo.
Que la fe en Cristo es la raíz de toda santidad, que el primer paso hacia una vida
santa es creer en Cristo, que hasta el momento de creer no tenemos un ápice de santidad,
que la unión con Cristo por fe es el secreto tanto para comenzar a ser santos como para
continuar siéndolo, que hemos de vivir la vida que vivimos en la carne por la fe en el
Hijo de Dios, que la fe purifica el corazón, que la fe es la victoria que vence al mundo,
que los antiguos alcanzaron buen testimonio mediante la fe, todas estas son verdades
que ningún cristiano instruido pensará jamás en negar. Pero, sin duda, las Escrituras nos
enseñan que, además de la fe, el verdadero cristiano necesita obrar y esforzarse
personalmente para seguir el camino de la santidad. El mismísimo apóstol que en un
lugar dice: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios”, en otro
lugar expresa: “Corro”; “peleo”; “pongo en servidumbre [mi cuerpo]”; y en otros
pasajes: “Limpiémonos de toda contaminación”; “procuremos”; “despojémonos de todo
peso” (Gal 2:20; 1 Co 9:26, 27; 2 Co 7:1; He 4:11; 12:1). ¡No solo eso, sino que las
Escrituras no nos enseñan en ninguna parte que la fe nos santifique en el mismo sentido
que nos justifica! La fe justificadora es una virtud que “no obra”, sino que simplemente
confía, descansa y se apoya en Cristo (Ro 4:5). La fe santificadora es una virtud cuya
mismísima esencia consiste en la acción: “obra por el amor” y, como un resorte,
impulsa a todo el hombre interior (Gal 5:6).

64
65

En cuanto a la frase “santidad por la fe”, no la veo en ninguna parte del Nuevo
Testamento. En la cuestión de nuestra justificación ante Dios, la fe en Cristo es
indiscutiblemente la única cosa necesaria. Todos los que creen son justificados; la
justicia se imputa “al que no obra, sino cree” (Ro 4:5). Es completamente escriturario y
correcto decir: “Solo la fe justifica”; pero no es igualmente escriturario ni correcto
decir: “Solo la fe santifica”. Esa afirmación precisa de muchas matizaciones. Bástenos
un solo hecho: san Pablo nos dice a menudo que un hombre “es justificado por fe sin las
obras de la ley”; pero no se nos indica ni una sola vez que dicho hombre sea
“santificado por fe sin las obras de la ley”. Por el contrario, Santiago nos dice
expresamente que la fe mediante la cual somos justificados de forma visible y
manifiesta ante el hombre, es una fe que “si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stg
2:17). A modo de respuesta, se me podrá decir que nadie tiene intención de
menospreciar las “obras” como parte esencial de una vida santa. Comoquiera que sea,
resultaría oportuno dejar esto más claro de lo que muchos parecen hacerlo hoy día.

Sobre menospreciar las numerosas exhortaciones prácticas hacia los cristianos


2. Pregunto, en segundo lugar, si es sabio dar tan escasa importancia en
términos comparativos —tal como muchos parecen hacer— a las numerosas
exhortaciones prácticas a la santidad en la vida diaria que hallamos en el Sermón del
Monte y en la última parte de la mayoría de las Epístolas de S. Pablo. ¿Se corresponde
esto con el tenor de la Palabra de Dios? Lo dudo.
Que una vida de consagración personal y de comunión diaria con Dios debiera
ser la meta de todo el que profesa ser creyente, que debiéramos esforzarnos en alcanzar
el hábito de ir al Señor Jesucristo con todo lo que nos parece una carga —ya sea grande
o pequeña— y ponerlo en sus manos, todo esto —repito— ningún hijo de Dios bien
instruido soñaría en cuestionarlo. Pero, sin duda, el Nuevo Testamento nos enseña que
necesitamos algo más que generalidades con respecto a la vida santa, las cuales a
menudo no sacuden la conciencia ni resultan ofensivas. Quienes afirmen dominar esta
cuestión deberían presentar y recalcar a los creyentes todos los detalles y los
ingredientes particulares que constituyen la santidad en la vida diaria. La verdadera
santidad no consiste meramente en creer y sentir, sino en hacer y soportar, y en hacer
una exhibición práctica de la gracia pasiva y activa. Nuestras lenguas, nuestros
temperamentos, nuestras pasiones e inclinaciones naturales; nuestra conducta como
padres e hijos, señores y siervos, maridos y mujeres, gobernantes y súbditos; nuestro
atuendo, la utilización que hacemos de nuestro tiempo, nuestro comportamiento en el
trabajo, nuestra actitud en la enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la pobreza,
todo, absolutamente todo ello, lo tratan a fondo los autores inspirados. No se dan por
satisfechos con una afirmación general de lo que debiéramos creer y sentir y de cómo
debe arraigar la santidad en nuestros corazones. Excavan más hondo, entran en los
detalles: especifican minuciosamente lo que un hombre santo debe hacer y ser en su
propia familia y en su hogar, si permanece en Cristo. Dudo que esta clase de enseñanza
goce de la suficiente atención en el movimiento actual. Cuando las personas hablan de
haber recibido “tal bendición” y encontrado la “vida más elevada”, después de escuchar
a algún ferviente defensor de la “santidad por la fe y de la consagración personal”,
mientras que sus familias no perciben mejora alguna ni una mayor santidad en sus
conductas y comportamientos cotidianos, se inflige un daño inmenso a la causa de
Cristo. La verdadera santidad —jamás lo olvidemos— no consiste meramente en
sentimientos e impresiones interiores. Es mucho más que lágrimas y sollozos, frenesí
físico, un pulso acelerado y sentir poderosos vínculos emocionales con nuestros
66

predicadores favoritos y nuestro grupo religioso, así como más que una disposición a
discutir con todos aquellos que discrepen de nosotros. Es algo de la “imagen de Cristo”
que los demás pueden observar y percibir en nosotros en nuestras vidas privadas, en
nuestro carácter y en nuestras acciones (Ro 8:29).

Sobre la enseñanza falsa de la perfección cristiana.


3. En tercer lugar, pregunto si resulta sabio utilizar un lenguaje vago con
respecto a la “perfección” e instar a los cristianos a un patrón de santidad como si
fuera alcanzable en este mundo, cuando ni la Escritura ni la experiencia lo refrendan.
Lo dudo.
Ningún atento lector de su biblia negará jamás que se exhorta a los creyentes a
“[perfeccionar] la santidad en el temor de Dios”, a “la perfección” y a “perfeccionarnos”
(2 Co 7:1; Heb 6:1; 2 Co 13:11). Pero aún estoy a la espera de que alguien me muestre
un solo pasaje en la Escritura que enseñe la posibilidad de alcanzar una perfección
literal, una completa y absoluta liberación del pecado —de pensamiento, palabra o
acto— en este mundo, o que haya un solo hijo de Adán que la haya alcanzado. En
ocasiones puede que algunos creyentes en Dios logren una perfección relativa, una
madurez en su conocimiento, una coherencia general en sus relaciones en la vida y un
rigor consumado en todas las doctrinas. ¡Pero en lo que a la perfección absoluta
concierne, los más destacados santos de Dios en todas las épocas han sido los últimos
en reivindicar tal cosa! Por el contrario, siempre han tenido una profunda conciencia de
su absoluta indignidad e imperfección. Cuanto mayor ha sido la luz espiritual que han
disfrutado, más claramente han visto sus innumerables defectos y deficiencias. Cuanto
mayor ha sido la gracia de que han gozado, más “[revestidos] de humildad” han estado
(1 Pe 5:5).
¿Qué santo del que se haya dejado constancia de forma detallada en la Palabra
de Dios fue literal y completamente perfecto? ¿Cuál de ellos, al escribir acerca de sí
mismo, menciona alguna vez que se sienta libre de imperfección? Por el contrario,
hombres como David, Pablo y Juan declaran con el lenguaje más enérgico que sienten
debilidad y pecado en sus corazones. Los más santos hombres de tiempos modernos se
han destacado siempre por su profunda humildad. ¿Se ha visto alguna vez a hombres
más santos que John Bradford el mártir, Hooker, Usher, Baxter, Rutherford o
M’Cheyne? Sin embargo, es imposible leer los escritos y las cartas de estos hombres sin
advertir que se sentían “deudores de la misericordia y de la gracia” a diario, ¡y que lo
último de lo que se jactaron fue de la perfección!
En vista de hechos como estos debo denunciar el lenguaje que se utiliza en
muchos sectores en los últimos tiempos con respecto a la “perfección”. Me veo
obligado a pensar que quienes lo utilizan desconocen bastante o bien la naturaleza del
pecado, o los atributos de Dios, o sus propios corazones, o la Biblia, o el mismísimo
significado de las palabras. Cuando alguien que profesa ser cristiano me dice
tranquilamente que ha superado himnos como “Tal como soy” los cuales están por
debajo de su experiencia actual, ¡solo puedo pensar que su alma goza de muy poca
salud! Cuando un hombre me habla tan tranquilo de la posibilidad de “vivir sin pecado”
mientras está en el cuerpo, y puede llegar a decir que “no ha tenido siquiera un mal
pensamiento en tres meses”, ¡solo puedo decir que en mi opinión es un cristiano muy
ignorante! Denuncio semejante enseñanza, la cual no solo no hace bien, sino que
produce un inmenso daño. Repele y aparta de la religión a las personas lúcidas del
mundo que la saben errónea y falsa. Deprime a algunos de los mejores hijos de Dios,
67

que sienten que nunca podrán alcanzar semejante “perfección”. Envanece a muchos
hermanos débiles, que imaginan ser algo no siendo nada. En resumen, es una quimera
peligrosa.

Sobre enseñar que Romanos 7 no se refiere a la experiencia de un creyente maduro


4. En cuarto lugar, ¿es sabio aseverar tajante y categóricamente, tal como
hacen muchos, que el capítulo 7 de la Epístola a los Romanos no describe la
experiencia del santo maduro, sino aquella del hombre no regenerado o del creyente
débil y vacilante? Lo dudo.
Reconozco abiertamente que esta es una cuestión que se ha debatido durante
dieciocho siglos; de hecho, desde los tiempos de S. Pablo. Reconozco abiertamente que
algunos cristianos de altura como John y Charles Wesley o Fletcher, de hace cien años
—por no mencionar a algunos autores competentes de nuestro tiempo—, sostienen
convencidos que en ese capítulo 7 Pablo no estaba describiendo su propia experiencia
en aquel momento. Reconozco abiertamente que hay muchos incapaces de ver lo que yo
y muchos otros vemos; esto es, que Pablo no dice nada en este capítulo que no se
corresponda punto por punto con la experiencia que se documenta de los mayores
santos de todas las épocas, y que sí dice varias cosas que ninguna persona no regenerada
ni ningún creyente débil pensarían en decir ni podrían decir. Así me parece, pues, en
todo caso. No obstante, no entraré en ningún análisis detallado de ese capítulo.
En lo que hago hincapié es en el hecho manifiesto de que los mejores
comentaristas de todas las épocas de la Iglesia han aplicado casi invariablemente
Romanos 7 a los creyentes maduros. Con algunas escasas excepciones de renombre, los
comentaristas que no han adoptado esta tesis han sido los romanistas, los socinianos y
los arminianos. En contra de ellos se alinea el juicio de la práctica mayoría de los
reformadores, de casi todos los puritanos y de los mejores teólogos evangélicos
modernos. Por supuesto, se me dirá que nadie es infalible, que los reformadores, los
puritanos y los teólogos modernos a los que hago referencia pueden estar del todo
equivocados, ¡y que los romanistas, los socinianos y los arminianos pueden estar
completamente en lo cierto! No cabe duda de que nuestro Señor nos enseñó a no
“llamar a ningún hombre maestro”. Pero, si bien no pido a nadie que llame “maestros” a
los reformadores y los puritanos, sí que pido a mis lectores que lean lo que dicen al
respecto y que intenten refutar sus argumentos si pueden. ¡Esto no se ha hecho aún!
Decir —como hacen algunos— que se rechazan las “doctrinas” y los “dogmas”
humanos no es ninguna respuesta. Toda la cuestión es: “¿Cuál es el significado de un
pasaje de la Escritura? ¿Cómo hemos de interpretar el capítulo 7 de la Epístola a los
Romanos? ¿Cuál es el verdadero sentido de sus palabras?”. En cualquier caso,
recordemos que existe un gran hecho que no podemos pasar por alto: por un lado están
las opiniones y la interpretación de los reformadores y los puritanos y por el otro las
opiniones y la interpretación de los romanistas, los socinianos y los arminianos.
Entendamos eso claramente.
Ante un hecho como este, debo denunciar el lenguaje despreciativo, insultante y
burlón que han utilizado frecuentemente en los últimos tiempos algunos defensores de
lo que he de llamar la idea arminiana de Romanos 7, al hablar de las opiniones de sus
oponentes. Semejante lenguaje es, cuando menos, inapropiado y solo obra en su propia
contra. Una causa que se defiende con semejante lenguaje es merecidamente
sospechosa. La verdad no precisa tales armas. Si no estamos de acuerdo con los
hombres, no es preciso que hablemos de forma descortés y despreciativa de sus ideas.
68

Quizá una opinión que cuenta con el respaldo y el apoyo de hombres como los mejores
reformadores y puritanos no logre convencer a todas las mentes del siglo XIX, pero en
todo caso conviene hablar de ella respetuosamente.

Sobre usar “Cristo en nosotros” como una excusa para la irresponsabilidad


5. En quinto lugar, ¿es sabio utilizar el lenguaje que tan a menudo se emplea
hoy día con respecto a la doctrina de “Cristo en nosotros”? Lo dudo. ¿No se eleva esta
doctrina con frecuencia a una posición que no ocupa en la Escritura? Me temo que ese
es el caso.
A ningún lector atento del Nuevo Testamento se le ocurrirá negar que el
verdadero creyente es uno con Cristo y que Cristo está en él. No cabe duda alguna de
que existe una unión mística entre Cristo y el creyente. Con él morimos, con él fuimos
sepultados, con él resucitamos y con él nos sentamos en los lugares celestiales.
Tenemos cinco textos claros en los que se nos enseña que Cristo está “en nosotros” (Ro
8:9, 10; Gal 2:20; 4:19; Ef 3:17; Col 3:11). Pero hemos de asegurarnos de conocer el
significado de esa expresión. Está claro que “Cristo [habita] por la fe en [nuestros]
corazones” y que lleva a cabo su obra interior por medio de su Espíritu. Pero si además
de eso queremos decir que Cristo mora de alguna forma misteriosa en el creyente,
hemos de tener cuidado con lo que hacemos. A menos que tengamos cuidado, nos
veremos dejando de lado la obra del Espíritu Santo. Estaremos olvidando que en la
economía divina de la salvación del hombre la elección es obra específica de Dios el
Padre; la expiación, la mediación y la intercesión es obra específica de Dios el Hijo; y la
santificación es obra específica de Dios el Espíritu Santo. Estaremos olvidando que
cuando nuestro Señor se disponía a abandonar este mundo dijo que enviaría otro
Consolador, que estaría con nosotros para siempre y que, por así decirlo, ocuparía su
lugar (Jn 14:16). En resumen, con la creencia de que estamos honrando a Cristo, en
realidad estaremos deshonrando su don propio y especial: el Espíritu Santo. No cabe
duda de que Cristo, en calidad de Dios, está en todas partes: en nuestros corazones, en el
Cielo, en el lugar donde dos o tres se reúnen en su nombre… Pero lo que debemos hacer
es recordar que Cristo, como nuestra Cabeza y nuestro Sumo Sacerdote, se encuentra
especialmente a la diestra de Dios intercediendo por nosotros hasta su segunda venida; y
que Cristo lleva a cabo su obra en los corazones de su pueblo por medio de la obra
especial de su Espíritu, a quien prometió enviar cuando abandonaba este mundo (Jn
15:26). Considero que una comparativa con los versículos 9 y 10 del capítulo 8 de
Romanos lo muestra con claridad: me convence de que “Cristo en nosotros” significa
Cristo en nosotros “por su Espíritu”. Por encima de todo, las palabras de Juan son
sumamente claras y explícitas: “Y en esto sabemos que él [Cristo] permanece en
nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn 3:24).
Espero que nadie malinterprete lo que estoy diciendo. No digo que la expresión
“en Cristo” sea antibíblica, pero sí afirmo que veo un gran peligro en dar una
importancia extravagante y antibíblica a la idea que contiene; y temo que hay muchos
en la actualidad que utilizan tal expresión sin saber exactamente lo que quieren decir y
deshonran, quizá involuntariamente, la poderosa obra del Espíritu Santo. Si algún lector
cree que soy excesivamente escrupuloso en lo tocante a esto, le recomiendo que tome
nota de un curioso libro de Samuel Rutherford (autor de las famosas cartas), llamado
The Spiritual Antichrist (El anticristo espiritual). Allí podrán ver cómo hace dos siglos
surgieron las más delirantes herejías a partir de una enseñanza acerca de esta misma
doctrina de la “presencia de Cristo” en los creyentes. Verán que Saltmarsh, Dell, Towne
69

y otros falsos maestros, contra quienes el bueno de Rutherford contendió, partieron de


ideas extrañas con respecto a “Cristo en nosotros” para luego caer en la doctrina del
antinomianismo y en un fanatismo de la peor calidad y de las tendencias más viles.
¡Aseveraban que la vida independiente y personal del creyente desaparecía por
completo y que era Cristo quien se arrepentía, creía y actuaba en él! La raíz de este
colosal error fue una interpretación forzada y antibíblica de textos como “ya no vivo yo,
mas vive Cristo en mí” (Gal 2:20). ¡Y el resultado natural de ello fue que muchos
desgraciados seguidores de esta escuela llegaron a la cómoda conclusión de que los
creyentes no eran responsables, independientemente de lo que hicieran! ¡Los creyentes,
claro está, estaba muertos y sepultados; y solo Cristo vivía en ellos y lo hacía todo por
ellos! ¡La consecuencia última fue que algunos pensaron que podían mantenerse en un
estado carnal dado que su responsabilidad personal había desaparecido por completo, y
cometer cualquier pecado sin temer por ello! Jamás olvidemos que la verdad,
distorsionada y desfigurada, puede engendrar las más peligrosas herejías. Cuando
hablamos de “Cristo en nosotros”, asegurémonos de explicar a lo que nos referimos. Me
temo que muchos descuidan esto en la actualidad.

Sobre separar la conversión y la consagración


6. En sexto lugar, ¿es sabio establecer una línea divisoria tan gruesa entre la
conversión y la consagración, o la supuesta «vida más elevada», tal como la establecen
muchos actualmente? ¿Se corresponde esto con el tenor de la Palabra de Dios? Lo
dudo.
Sin duda, esta enseñanza no tiene nada de novedoso. Es bien sabido que los
autores romanistas suelen sostener que la Iglesia se divide en tres clases de personas:
pecadores, penitentes y santos. A mi modo de ver, los maestros actuales que nos
enseñan que hay tres clases de cristianos profesantes —los inconversos, los conversos y
los que participan de la “vida más elevada” de la consagración absoluta— vienen a decir
prácticamente lo mismo. Pero, ya sea una idea nueva o antigua, romanista o anglicana,
me siento completamente incapaz de hallar respaldo alguno para ella en la Escritura. La
Palabra de Dios siempre habla de dos grandes grupos en el género humano, y solo de
dos. Habla de quienes viven y quienes están muertos en pecado, los creyentes y los
incrédulos, los conversos y los inconversos, quienes viajan por la senda angosta y
quienes viajan por el camino ancho, los sabios y los necios, los hijos de Dios y los hijos
del diablo… Es indudable que en cada una de estas dos grandes clases existen diversos
grados de pecado y de gracia; pero eso no es más que la diferencia entre el punto más
elevado y el más bajo de un plano inclinado. Entre estas dos grandes clases existe un
enorme abismo: son tan diferentes como la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el
Cielo y el Infierno. ¡Pero la Palabra de Dios no dice lo más mínimo de una división en
tres clases! Cuestiono la sabiduría de introducir divisiones novedosas que la Biblia no
hace, y siento profundo rechazo hacia la idea de una segunda conversión.
Reconozco abiertamente que existe una diferencia inmensa entre un grado de
gracia y otro, que en la vida espiritual hay lugar para el crecimiento y que, por tanto, se
debe instar constantemente a los creyentes a crecer en gracia. Pero lo que no puedo
aceptar es la teoría de una transición súbita y misteriosa de un creyente a un estado de
bienaventuranza y de consagración absolutas, de un solo golpe. Lo considero una
invención humana, y no veo un solo texto claro en la Escritura que lo demuestre. El
crecimiento gradual en gracia, el crecimiento en el conocimiento, el crecimiento en la
fe, el crecimiento en amor, el crecimiento en santidad, el crecimiento en humildad, el
70

crecimiento en la mentalidad espiritual, todo eso, tal como lo veo, se enseña y se insta
claramente en la Escritura y queda claramente ejemplificado en las vidas de muchos de
los santos de Dios. Lo que no veo en la Biblia son saltos repentinos e instantáneos de la
conversión a la consagración. ¡Ciertamente, dudo que exista la menor base para decir
que alguien puede convertirse sin consagrarse a Dios! Es indudable que puede estar más
consagrado, y lo estará a medida que vaya creciendo en gracia; pero si no se consagró a
Dios en el mismísimo día en que se convirtió y nació de nuevo, desconozco qué otra
cosa puede significar la conversión. ¿No corren las personas el peligro de subestimar e
infravalorar la inmensa bienaventuranza de la conversión? ¿No están subestimando —
cuando instan a los creyentes a una “vida más elevada” como una segunda conversión—
la anchura, la altura y la profundidad de ese primer gran capítulo que la Escritura
denomina nuevo nacimiento, nueva creación y resurrección espiritual? Quizá esté
equivocado, pero en ocasiones, en los últimos años, he tenido la impresión al leer el
enérgico lenguaje que utilizan muchos acerca de la “consagración”, de que su idea con
respecto a la “conversión” que la antecede había de ser particularmente pobre e
inapropiada, si es que tenían alguna idea de la conversión en absoluto. En resumen,
¡casi he tenido la sospecha de que cuando se “consagraban” en realidad se estaban
convirtiendo por primera vez!
Reconozco sin tapujos que prefiero las formas antiguas. Considero más sabio y
prudente presentar a todos los conversos la posibilidad de crecer continuamente en la
gracia, aumentándola más y más, y dedicándose y consagrándose más cada año a Cristo,
en espíritu, alma y cuerpo. Enseñemos a toda costa que se puede alcanzar más santidad
y disfrutar de más Cielo en la tierra de lo que la mayoría de los creyentes experimentan
en la actualidad. Pero me niego a decirle a ningún converso que precisa de una segunda
conversión y que algún día dará un salto enorme a un estado de consagración absoluta.
Me niego a enseñarlo porque no veo nada en la Escritura que respalde semejante
enseñanza. Me niego a enseñarlo porque considero que la tendencia de tal doctrina es
profundamente perniciosa, que desanima a los mansos y humildes y envanece a los
superficiales, ignorantes y orgullosos hasta un extremo sumamente peligroso.

Sobre desalentar la lucha contra el pecado en pos de una dedicación pasiva a Dios
7. En séptimo y último lugar, ¿es sabio enseñar a los creyentes que no atribuyan
tanta importancia a la lucha y la contienda con el pecado, sino que, en lugar de eso,
deben “presentarse a Dios” y ser pasivos en manos de Cristo? ¿Se corresponde esto con
el tenor de la Palabra de Dios? Lo dudo.
Lo cierto es que la expresión “presentaos” aparece en un solo pasaje del Nuevo
Testamento como cometido de los creyentes. El pasaje es Romanos 6, y en él la
expresión se repite en cinco ocasiones en el espacio de seis versículos (cf. Ro 6:13–19).
Pero aun ahí el término no incluye el sentido de “ponernos de forma pasiva en manos de
otro”. Cualquier estudiante de griego podrá decirnos que el sentido es más bien de
“presentarnos” activamente para la utilización y el servicio (cf. Ro 12:1). La expresión
es, pues, una excepción. Pero, por otro lado, sería sencillo señalar como mínimo
veinticinco o treinta pasajes en las Epístolas donde se enseña claramente a los creyentes
que se esfuercen de forma personal y activa, y se les responsabiliza de poner en práctica
lo que Cristo quiere que hagan, y no se les dice que se “presenten” como agentes
pasivos y se queden quietos, sino que se levanten y actúen. Se dice que el verdadero
cristiano se caracteriza por una santa violencia, un conflicto, una guerra, una lucha, una
vida de soldado, una contienda… Cabría pensar que la explicación de “la armadura de
71

Dios” en Efesios 6 deja la cuestión zanjada. Por otro lado, sería sencillo mostrar que la
doctrina de la santificación sin el esfuerzo personal —simplemente “presentándonos a
Dios”— es justamente la doctrina de los fanáticos antinomianos del siglo XVII (a
quienes ya he hecho referencia al hablar del The Spiritual Antichrist de Rutherford), y
que su tendencia es hacia el mal más extremo. Por otro lado, sería sencillo mostrar que
se trata de una doctrina completamente subversiva de toda la enseñanza de libros
probados y aprobados como El Progreso del Peregrino, y que si la aceptamos no
podemos más que arrojar el viejo libro de Bunyan al fuego. Si “Cristiano”, en El
Progreso del Peregrino, simplemente se presentó a Dios y nunca luchó o contendió, mi
lectura de la famosa alegoría ha sido en vano. Pero la pura verdad es que se insiste en
confundir dos cosas distintas: esto es, la justificación y la santificación. En la
justificación la palabra que se dice al hombre es “cree”, solo “cree”; en la santificación
esa palabra debe ser: “Vela, ora y lucha”. No mezclemos ni confundamos lo que Dios
ha separado.

Conclusión
Dejo aquí el tema de mi introducción y me apresuro a llegar a una conclusión.
Confieso que dejo mi pluma con tristeza y preocupación. La actitud de los cristianos
protestantes de hoy día me llena de preocupación y de temor ante el futuro.
Existe una asombrosa ignorancia de la Escritura entre muchos, y una
consecuente ausencia de religión firme y sólida. De ningún otro modo se puede explicar
la facilidad con que los hombres son “llevados por doquiera de todo viento de doctrina”
como si fueran niños (Ef 4:14). Existe una extendida atracción ateniense por lo
novedoso, y un malsano rechazo hacia cualquier cosa antigua, uniforme y que siga la
trillada senda de nuestros antepasados. Habrá miles de personas dispuestas a
congregarse ante una nueva voz y una nueva doctrina sin pensar, ni por un momento, si
esa doctrina que oyen es cierta. Existe un deseo insaciable de cualquier enseñanza
sensacional, emocionante y que apele a los sentimientos. Existe un apetito malsano por
una especie de cristianismo espasmódico e histérico. La vida religiosa de muchos es
poco más que tomarse unas copas y el “espíritu afable y apacible” que elogia Pedro se
olvida por completo (1 Pe 3:4). Las multitudes gritando, los salones abarrotados, la
música altisonante y la constante incitación de las emociones son las únicas cosas de las
que muchos se preocupan. La incapacidad para distinguir diferencias doctrinales está
cada vez más extendida y, mientras el predicador sea “agudo” y “fervoroso”, hay
numerosas personas que parecen pensar que todo anda bien, ¡y te tacharán de
terriblemente “estrecho e inflexible” si les indicas lo contrario! Moody y Haweis, Dean
Stanley y Canon Liddon, Mackonochie y Pearsall Smith, parecen idénticos a ojos de
tales personas. Todo esto es triste, muy triste. Pero si a ello añadimos que los sinceros
defensores de la santidad creciente tienen luchas intestinas y no se entienden entre sí, es
mucho más triste aún. Sin duda, nos hallaremos en una difícil situación.
En lo que a mí concierne, soy consciente de que ya no soy un ministro joven.
Quizá mi mente se está volviendo correosa y no puedo aceptar con facilidad ninguna
doctrina nueva: “Lo antiguo es mejor”. Imagino que pertenezco a la vieja escuela de la
teología evangélica y que, por tanto, me doy por satisfecho con enseñanza acerca de la
santificación como la que veo en Life of Faith (La vida de fe) de Sibbes y Manton, y en
The Life, Walk and Triumph of Faith (Vivir, caminar y triunfar por fe) de William
Romaine. Pero debo expresar mi esperanza de que los hermanos más jóvenes que han
adoptado nuevas ideas con respecto a la santidad eviten multiplicar las divisiones
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innecesarias. ¿Piensan que hoy día se precisa un listón más elevado en la vida cristiana?
También yo lo creo. ¿Piensan que se precisa una enseñanza más clara, plena y enérgica
con respecto a la santidad? Yo también. ¿Piensan que se debería exaltar más a Cristo
como la Raíz y el Autor de la santificación tanto como de la justificación? También yo.
¿Piensan que se debería instar cada vez más a los creyentes a vivir por fe? Yo también
lo hago. ¿Piensan que se debería recalcar a los creyentes que caminar cerca de Dios es
el secreto de la felicidad y la utilidad? También lo creo. Estamos de acuerdo en todo
esto; pero si quieren ir más lejos, entonces les pido que tengan cuidado de mirar por
dónde pisan y que expliquen clara y nítidamente lo que quieren decir.
Por último, debo renegar —y lo hago con amor— de la utilización de palabras y
frases desmañadas y a la última moda en la enseñanza de la santificación. Sostengo que
un movimiento a favor de la santidad no puede propagarse por medio de una fraseología
de nuevo cuño, o por medio de afirmaciones desproporcionadas y parciales, o forzando
y aislando textos concretos, o exaltando una verdad a expensas de otra, o alegorizando y
amoldando textos para extraer de ellos significados que el Espíritu Santo jamás quiso
atribuirles, o hablando con desprecio y acritud de quienes no ven las cosas exactamente
igual que nosotros y no siguen nuestro mismo camino. Estas cosas no contribuyen a la
paz; por el contrario, repelen a muchos y los mantienen alejados. Este tipo de armas no
impulsan la causa de la verdadera santificación, sino que la obstaculizan. Un
movimiento en pro de la santidad que produce luchas y contiendas entre los hijos de
Dios tiene algo de sospechoso. Por amor a Cristo, y en nombre de la verdad,
esforcémonos en buscar la paz además de la santidad: “Lo que Dios juntó, no lo separe
el hombre”.
Pido a Dios a diario, y es mi más hondo deseo, que la santidad personal aumente
grandemente entre los cristianos profesantes de Inglaterra. Pero confío en que todos los
que están implicados en fomentarla se ajusten al tenor de la Escritura, distingan las
cosas que difieren y separen “lo precioso de lo vil” (Jeremías 15:19).

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