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Ricardo CAVALCANTI-SCHIEL
École des Hautes Études en Sciences Sociales
Propuesta general
Contextos sudamericanos
La interculturalidad se refiere sobre todo a las actitudes y relaciones de las personas o grupos
humanos de una cultura con referencia a otro grupo cultural, a sus miembros o a sus rasgos y
Una cultura común puede incorporar elementos de múltiples orígenes culturales, siempre que
sean ya deseados y apropiados por todos. (Albó, 2002b: 47, cursivas nuestras)
Es más exacto hablar de elementos de una cultura común o si se prefiere, una especie de común
denominador cultural. (idem: 46, cursivas del autor)
El sistema educativo proveerá, a todos los que lo deseen, los medios para la necesaria
comprensión y manejo de la cultura más común y de rasgos más universales, por existir una
motivación general para conocerla y, dado el caso, desenvolverse en ella, debido a las ventajas
sociales y económicas que con ello pueden adquirir”. (Albó, 2001: 27; cursivas nuestras)
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En Sudamérica, las demandas de educación escolar por parte de los indígenas son
históricas y bien conocidas, a la vez que han sido muy diversas y contradictorias las
relaciones de las sociedades indígenas con la escuela. Que esa demanda esté hoy día al
corriente en los “pliegos” indígenas y en las políticas indigenistas6 se percibe fácilmente
en los discursos reivindicatorios en materia de “educación y salud” y las múltiples
reformas educativas en los países sudamericanos, inspiradas en el programa de la
llamada educación intercultural bilingüe (EIB). En Brasil, por ejemplo, el último Censo
Escolar del Instituto Nacional de Estudios e Investigaciones Educativas (INEP) del
Ministerio de Educación reporta, tan sólo en los últimos dos años (2003 a 2005), un
incremento del 17,5% en el número de alumnos indígenas que asisten al sistema de
escuelas locales que se han venido creando para recibirlos7. [fin p. 175]
Se presume que nada se pierde en esta conversión, que los regímenes textuales y
de autoridad autóctonos sobre el conocimiento tienen una supervivencia precaria y que,
finalmente, necesitan de una disciplinarización ajena para que sean reconocidos (porque
al fin y al cabo, implícitamente, los antropólogos serían tan incompetentes como inútiles
para hacer traducciones culturales; como si esto no fuera en verdad su oficio y misión).
Aquí tampoco nada nos garantiza, salvo nuestras predisposiciones escritocéntricas, que la
textualidad de la escritura y los regímenes disciplinarios de disposición escolar o
académica del conocimiento acompasen naturalmente las distancias, divergencias e
incompatibilidades discursivas, y puedan servir como instrumentos universales de
trascripción optimizada de las especificidades culturales. Nuestras sospechas van
precisamente en la dirección opuesta, es decir, en el sentido de que esta “sublimación
humanista”, como la llamaba Eduardo Subirats (1994: 210), provista por la escritura –una
sublimación que algunos llegan incluso a concebir (no sin un fuerte sesgo populista) como
un factor de democratización del logos y de su institucionalidad idealmente abstracta, no
embadurnada por eventuales regímenes de autoridad y de enunciación, una suerte de
“logosfera” (en todo similar a la estratosfera)– instituye, en realidad, la absolutización del
logos escritural y de su hermenéutica como dominio reificado de la dialogía, consumando
el proyecto colonial que describía Subirats de “la victoria de una escritura como sistema y
discurso exterior, y al mismo tiempo apropiador” (Subirats, 1994: 213).
Del mismo modo que la demanda indígena genérica por escuelas se inserta, ya sea
en términos inmediatamente pragmáticos, en un horizonte de acceso a un instrumento de
poder, o en términos todavía más abstractos, en un horizonte de acaparamiento
consuntivo del Otro, tan caro a las cosmologías amerindias (Arnold, Yapita et alii, 2000;
Fausto, 2001), asimismo las eventuales nuevas demandas (indígenas) por una universidad
“indígena” no deberían comprenderse necesariamente [fin p. 177] según el sesgo
intelectualista, enciclopedista y escritocéntrico por el que las culturas indígenas, bajo la
forma de caudales de conocimientos objetificados u objetificables, serían integralmente
convertibles en un régimen enunciativo que no es el suyo; y, peor aún, que esto les pueda
ser un buen destino, un destino “políticamente correcto”, en lugar de no ser sino otra de
esas paternalistas caricaturas benevolentes, una nueva y sofisticada forma de ventriloquía
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Si bien esta perspectiva recobra con carácter pleno la acción de sujeto de la agencia
indígena, sin reducirla a la condición de interés reactivo y subsidiario con respecto a un
movimiento heteronómico, también tiene sus limitaciones, o, como en el caso anterior, sus
riesgos. Su riesgo más evidente es el de perder, no del campo fenoménico sino del campo
teórico, la problematización analítica de los constreñimientos establecidos por las políticas
indigenistas14. Lo que se pierde es precisamente la dimensión del antagonismo15, y por
consiguiente la acuidad para explicitar una crítica al indigenismo o a sus eventuales
veleidades políticamente correctas, como si éstas se encontraran previa y
voluntariosamente justificadas. La dimensión del antagonismo se pierde porque éste no
llega a plantearse como problema, habida cuenta de que será inexorablemente
“solucionado” por una traducción autóctona que tratará de restablecer en sus rieles de
sentido los trastornos inducidos “desde afuera”. Y así, en esta perspectiva, los “costos” del
antagonismo son finalmente contabilizados ya sea como una fatalidad del curso de la vida
y de la historia (y efectivamente nada impide que, en términos lógicos, así lo sea16), o a lo
sumo como un tono melancólico en la narrativa [fin p. 180] del analista, una suerte de
trágica tristeza de los trópicos. Y la énfasis recae aquí sobre lo trágico, en su inclaudicable
sentido griego. La tristeza sería casi una nota “poética”.
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Éstas seguramente son cuestiones a las que todavía deberá buscarse respuestas,
pero que nos sirven al menos para que no eludamos sumariamente algunos problemas, ya
sea en nombre de un ultimátum de la política, o bien en nombre de la suficiencia de las
lógicas autóctonas. Y, en conclusión ¿qué problemas son ésos? Simétricamente a cada una
de las perspectivas a las que apuntamos, tendríamos:
(1) Que los indios no son simples víctimas pasivas, o meros reactivos, de las
políticas indigenistas, y que sus sentidos de mundo y de continuidad no se subordinan a
una historia que se gesta desde el exterior. En este sentido, nuestras investigaciones
etnográficas nos sugieren cada vez más enfáticamente que, aunque demanden escuelas y
alfabetización, la recepción del registro escrito por las sociedades indígenas
sudamericanas no significa necesariamente la recepción de la textualidad de la escritura
como recurso legítimo de registro del conocimiento; tampoco implica alguna necesidad de
conversión (o siquiera de traducción) de sus conocimientos a otro régimen textual
eventualmente sustitutivo. La escritura, tal como la reconocemos, les [fin p. 181] sigue
siendo relativamente ajena y tiende a restringirse a otro ámbito: el del conocimiento
foráneo. Haciendo uso de una distinción utilizada por Foucault (1969) y precisada por Le
Goff (1996), el documento escrito les resulta antes un monumento que un documento, o sea,
no vale por su mensaje textual, sino porque evoca un referente que es inmediatamente
regido por un otro régimen textual (alguna forma de “oralidad”, por ejemplo), que tiene
su propio contexto de autoridad (la autoridad tradicional sobre la tradición) y su propia
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hermenéutica interpretativa; del mismo modo como, inversamente, sus “documentos” nos
resultan tan sólo monumentos (en general mencionados bajo el rubro de “arte étnico”,
“arts premiers” y rubros así por el estilo). Los regímenes textuales de diferentes culturas
guardan entre sí un espacio de mutua inconmensurabilidad, que es precisamente la grieta
que establece distintas autoridades sobre la memoria y el conocimiento. Para los
amerindios, los documentos escritos siempre necesitan, de este modo, de un “traductor”,
un intérprete de la memoria, que es una autoridad propia, ajena al texto, y que no tiene
ninguna razón para repetir o avalar los supuestos autoritativos de una historia
documental y evolutiva. Paradójicamente, los libros no enseñan a los indios mucho más
de lo que ellos ya sepan. No es por casualidad que la biblia de Fray Vicente de Valverde
no dijera nada a Atawalpa en el famoso encuentro de Cajamarca, cuando el Inka intentó
“escuchar” los garabatos impresos en su papel. Para hacer valer la textualidad de la
escritura como régimen legítimo de transmisión del conocimiento sería necesario destruir
buena parte de las formas de autoridad nativa sobre él y vaciar ampliamente de sentido el
mundo. Así que, en contra de la tesis de Jack Goody (1977) de la domesticación del
“pensamiento salvaje”, que supone la escritura como un instrumento de implementación
cognitiva que precede los sentidos culturales (una herramienta que precede el lenguaje),
preferimos evocar nuevamente a Lévi-Strauss (1962) y hablar de una “obstinación salvaje
del pensamiento” (Cavalcanti-Schiel, 2005), donde el lenguaje (la lógica simbólica)
precede y otorga sentido a las herramientas.
(2) Que nos toca a los analistas reconocer las diferencias culturales hasta las
últimas consecuencias del distanciamiento, o sea, que nos toca también una mirada crítica
hacia los planes y las idealizaciones indigenistas, por más bien intencionados que se crean
(multiculturalismos triunfantes, por ejemplo), reconociendo que por lo común sus
argumentos justificativos no van allá de sus tercas especificidades culturales y de la
moralidad voluntariosa y primordialista, incluso de sus eventuales impulsores savants. De
otro modo, no nos queda sino el [fin p. 182] silencio frente a la algarabía que todo llena.
Cuando Atawalpa arrojó a tierra la biblia de Fray Vicente y a continuación el dominico
español exhortó a los soldados de Pizarro al justo derecho de silenciar por el filo de la
espada a esa chusma de infieles, en nombre de Dios, ahí empezó la algarabía. La escritura
o los antojos de disciplinarización académica de los conocimientos indígenas no tienen,
por sí solos, el poder de producir esta algarabía, pero pueden justificarla; pueden justificar
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