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Ricardo CAVALCANTI-SCHIEL
École des Hautes Études en Sciences Sociales

Propuesta general

Este artículo toma la noción de “interculturalidad” –uno de los presuntos ejes


conceptuales de las nuevas políticas de educación formal que se proyectan hacia los
pueblos indígenas de Sudamérica– no como un fenómeno de la “naturaleza” de las
relaciones culturales e históricas, sino como una construcción discursiva susceptible de
abordarse como problema. De este modo, intenta escarbar los contextos discursivos
específicos que marcaron la emergencia de la “interculturalidad” no simplemente como
una formulación interpretativa sino, antes bien, como una consigna y como maquinaria,
un aparato discursivo que procura abrir una suerte de campo de posibilidades
conceptuales, el cual, a su vez, pretende conjugar ciertas naturalizaciones occidentales
respecto a la “cultura” con la invocación al respeto a una alteridad cultural. Si esta
alteridad es, sin embargo, comprendida acorde a aquellas mismas naturalizaciones,
estamos entonces hablando más bien de una operación proyectiva, no necesariamente de
un nuevo campo de posibilidades.

A esta línea argumentativa se agrega otra, con la que se sugiere una


correspondencia implícita: el argumento de que la conversión de las cognoscitividades
indígenas a un universal escolar o académico supone una domesticación de los regímenes
enunciativos de esos conocimientos por la univocidad de la escritura. En este sentido
estaríamos frente a otra operación proyectiva, de tal modo que la idea de
“interculturalidad”, aplicada a la pedagogía, no sólo puede ocupar un lugar discursivo
coherente con las concepciones contemporáneas del “multiculturalismo”, sino que
también sería coherente con el proyecto [fin p. 167] de “etnofagia” de la alteridad, llevada
a cabo por esta misma agenda política.
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El artículo se cierra con un breve comentario metodológico sobre las alternativas


(así como sus límites y riesgos) para abordar analíticamente las políticas interétnicas del
intelecto en los términos generales de la aprehensión teórica de las políticas interétnicas
en sentido amplio.

Contextos sudamericanos

Hace cerca de un cuarto de siglo empezaron a surgir en Sudamérica, tanto en el


área amazónica como en el área andina, en Brasil y en los Estados nacionales de habla
hispana de la región, nuevos proyectos de educación formal hacia los pueblos indígenas.
Insertados en un nuevo contexto discursivo de alabanza de lo étnico, es decir, de la
especificidad sociocultural (retóricamente instrumentalizada en un discurso genérico
sobre la “identidad” y la “diferencia”), los nuevos fundamentos ideológicos de una
pedagogía que pretende abogar por una educación escolar más adecuada a los pueblos
indígenas expresan, a partir de entonces, un imperativo de alejamiento de la vieja
perspectiva de la asimilación, o mejor dicho, de la inserción indiferenciada (y consecuente
“disolución” identitaria) de los pueblos indígenas en un proyecto de Estado nacional
idealmente “homogéneo” e integrador, acorde a los marcos discursivos de la civilización
y del progreso. Lo que estos nuevos proyectos educativos intentan responder, por
consiguiente, es a cómo dar cuenta de la especificidad cultural, pese a tratarla en los
términos de funcionamiento de un aparato institucional –la escuela– que no sólo es ajeno
a las sociedades indígenas, sino que también constituye un componente central de la
configuración social histórica del Estado nacional moderno. El riesgo o la delicada
arquitectura ideológica de esta nueva escuela indígena, consistiría entonces en sopesar las
naturalizaciones (y universalizaciones) occidentales modernas respecto de la escuela,
frente a las posibles especificidades culturales indígenas en cuanto al significado del
conocimiento y su transmisión. Es por medio de este juego siempre abierto e indefinido que
este ámbito fenoménico introduce en el actual debate indigenista continental la consigna
(o la proyección ideal) de la “interculturalidad”.

No deja de ser interesante que en Sudamérica el debate contemporáneo acerca del


multiculturalismo haya encontrado su ámbito de problematización inicial y más evidente
en el campo pedagógico, y no, de una forma más generalizada, en el campo jurídico. Por
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lo general, en todos los [fin p. 168] países sudamericanos, la educación intercultural, o


educación bilingüe –o, como se designa de manera más usual, conjuntamente, educación
“intercultural y bilingüe”–, o aún etnoeducación (como se suele decir específicamente en
Colombia)1, constituye un tema común, con una agenda prácticamente idéntica, lo que no
ocurre en otros temas más conflictivos, como território, representación política y control
de los recursos naturales. Es como si la educación fuera un tema “blando” para el
tratamiento de lo étnico (o lo “multiétnico”); y aquí, la interculturalidad no llega a lidiar
con situaciones de conflictividad en lo lingüístico y lo religioso, como sucede, por
ejemplo, en Europa.

En un sentido genérico, esta interculturalidad se manifestaría como una especie de


espacio potencial (antes que un término) de compromiso, un espacio abierto que
conformaría –no se sabe por medio de qué lógica simbólica– un lenguaje de
entendimiento respecto de las diferencias entre los conocimientos humanos. Como
analizaremos a continuación, también la noción de “conocimiento” en el caso de los
nuevos proyectos de educación indígena, no deja de operar acorde a una proyección ideal:
la de un conocimiento objetificable y enciclopedizable, es decir, patrimonializable. Así que
la idea esta de interculturalidad sería una suerte de traducción en términos cognoscitivos
de aquello que, en términos políticos, en la etnohistoria de los indios americanos, ya se dio
en llamar middle ground (White, 1991; Conklin & Graham, 1995). ¿Sería esto posible y
antropológicamente reconocible, allende sus proyecciones ideales?

Lo que trataremos de hacer aquí, es problematizar la idea de interculturalidad a


partir del contexto de los proyectos educativos. No nos proponemos dibujar un panorama
descriptivo general de dichos proyectos. Para esto, remitimos al lector a algunas
referencias más generales: para Hispanoamérica, Barnach-Calbó (1997); para Brasil,
Cavalcanti-Schiel (1999: capítulo 2); para Latinoamérica en general, López y Küper (1999).
Lo que nos interesa aquí es asir la noción de interculturalidad como eje (o como huella) que
nos permita inferir algunos planteamientos metodológicos y críticos acerca de unas
políticas “interétnicas” del intelecto. Así que no tomamos la noción de interculturalidad
como un truismo universal, que se expresaría como un fenómeno “natural”, una

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hipóstasis empiricista, susceptible de abordarse desde [fin p.169] múltiples versiones


culturales alternativas (“civilizadas” o “autóctonas”, por ejemplo), sino más bien como un
objeto históricamente construido y delimitado, como una categoría que debe su existencia
a un conjunto de relaciones simbólicas atinentes a un enunciador discursivo específico,
que no es indígena. Como fenómeno social concreto que conlleva una serie de
disposiciones políticas –y que necesita ser bien delimitado–, la emergencia discursiva de
la interculturalidad es netamente una empresa de “los blancos”.

Además, cabe subrayar que se trata de una categorización precaria. El concepto de


interculturalidad jamás ha sido definido de manera operativa por algún programa
educativo, y jamás ha sido delineado de manera sustantiva –o, en términos jurídicos,
“positiva”– en un documento legal o normativo acerca de la convivencia social en los
países sudamericanos. La interculturalidad es siempre la promesa de una carta de
intenciones, es su preámbulo, es el anuncio de predisposiciones en cuanto al respeto y la
valoración de la “cultura” de aquellos que pueden llamarse los “otros internos” (Delrio,
2005) o los “otros nacionales” (Ramos, 1998), es decir, los otros del Estado-nación-
territorio moderno en América Latina. A lo sumo, por la falta de especificación, se puede a
veces huir hacia adelante, con un intento por calificar la interculturalidad como
“igualitaria” o “no igualitaria” (cf. Bodnar, 1990), “positiva” o “negativa” (Albó, 2002a:
97), del mismo modo que cierta sociolingüística califica al bilingüismo como diglósico o
no diglósico (Ferguson, 1959), como si los adjetivos justificaran a posteriori –por una suerte
de teleología funcional– el uso y función de los sustantivos.

En los trabajos intelectuales de corte fundamentalmente programático, la


interculturalidad no llega a delimitarse como un sistema de relaciones lógicas o un objeto
empírico más allá de su enunciación retórica (Collet, 2001), lo que la convierte en un
comodín para los discursos políticos de moda en el tono del multiculturalismo. Por todos
estos motivos, la interculturalidad se presenta más bien como un proyecto, algo que se
construye y se promueve por la consecución de esas predisposiciones respetuosas de las
que hablamos antes. La interculturalidad sería entonces la emanación expectante de un
cierto voluntarismo. Del mismo modo que el concepto de cultura popular (Bollème, 1986;
Grignon y Passeron, 1989), el concepto de interculturalidad en la educación indígena se
asemeja a una fantasmagoría putativa, no más que una proyección. [fin p. 170]
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La interculturalidad pedagógica como programa

Bolivia es el país sudamericano que, junto con Ecuador, ha venido


experimentando en la última década y media una conflictividad étnica que se ha
ampliado a la escala del Estado. Es también, coincidentemente junto con Ecuador, uno de
los dos únicos países de la región andina donde la llamada educación intercultural
bilingüe (EIB) se ha consolidado como una política estatal (Abram, 2004: 30; Taylor, 2005:
36-37). En este país, los parcos intentos de una definición sistemática de la
interculturalidad, más allá de las muchas “aproximaciones” (Medina, 2000), se deben al
antropólogo Xavier Albó. Tomamos aquí sus propuestas teóricas como un caso
interesante y digno de observarse2.

De sus primeras aserciones en torno a la diversidad lingüística y sus políticas,


Albó parte, a mediados de la década de los 90, a proponer conceptos y programas para la
educación en una clave más decididamente “multiculturalista”. Intelectual de enorme
influencia en los círculos gubernamentales bolivianos, sus ideas casi siempre sirven para
inspirar o subsidiar programas y políticas estatales. Consciente de esto, su estilo
enunciativo se ha alejado de cualquier análisis más crítico y se ha vuelto netamente
propositivo, benevolente, programático y triunfalista, casi, por así decirlo, demiúrgico3.
De su defensa del plurilingüismo y su respectivo planteamiento del respeto a la diferencia
en el campo lingüístico (Albó, 1995), el autor derivó la perspectiva de “respeto cultural”
para la conceptualización de interculturalidad:

La interculturalidad se refiere sobre todo a las actitudes y relaciones de las personas o grupos
humanos de una cultura con referencia a otro grupo cultural, a sus miembros o a sus rasgos y

productos culturales. (Albó, 2002a: 95) [fin p. 171]

Sin embargo, para Albó (y para muchos otros) la “cultura” es efectivamente un


objeto empírico concreto; es un “conjunto de rasgos compartidos” (Albó, 2002a: 84) que se

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agregan mediante la composición de elementos, que él sugestivamente llama


“componentes” (Albó, 2002a: 87), de manera que esos “componentes” pueden
administrarse mediante un criterio de volición. La “cultura”, para Albó, es ante todo una
externalidad apropiable, manejable por el individuo, y no una lógica simbólica que lo
abarca y que entraña una inteligibilidad compartida del mundo, que precede y da
significado a las acciones del individuo, o, en términos más generales, a las de la persona
social. Así Albó supone que, con un cierto arreglo deliberado y acordado de
“componentes”, a modo de “contrato social”, sea posible consolidar lo que él llama una
“cultura común” (Albó, 2002b: 46-57), que sería equiparable a la expresión hipostasiada
de la interculturalidad:

Una cultura común puede incorporar elementos de múltiples orígenes culturales, siempre que
sean ya deseados y apropiados por todos. (Albó, 2002b: 47, cursivas nuestras)

Es más exacto hablar de elementos de una cultura común o si se prefiere, una especie de común
denominador cultural. (idem: 46, cursivas del autor)

Al parecer tenemos aquí un correlato “interculturalista” de la vieja “cultura


nacional” (homogeneizante y homogeneizada) que supera los particularismos y que ahora
se redimiría bajo el rubro ideológico del multiculturalismo. Así, Albó propugna:

El sistema educativo proveerá, a todos los que lo deseen, los medios para la necesaria
comprensión y manejo de la cultura más común y de rasgos más universales, por existir una
motivación general para conocerla y, dado el caso, desenvolverse en ella, debido a las ventajas
sociales y económicas que con ello pueden adquirir”. (Albó, 2001: 27; cursivas nuestras)

En esta visión accionalista y liberal, el sentido de mundo que aporta la cultura se


subordina a un cálculo individualista de ventajas, puestas en juego en ese mercado
abarcador de lo “más universal”. Análogamente a la lógica utilitarista del pensamiento
económico liberal (o, más precisamente, dentro de la misma matriz epistémica), lo que
está dado son los productos y no los procesos o relaciones (lógicas o sociológicas) que los
preceden. De resultas, por esta clase de perspectiva, la cultura se convierte en patrimonio
y los conocimientos [fin p. 172] se agregan por añadidura, como si fueran también ellos
rasgos aislables y componibles, naturalizables y objetificables. Esta reificación de los
productos (que un marxista llamaría de fetichización de la mercancía), en desmedro
lógico de los procesos y relaciones, es el fundamento de toda perspectiva que opera con la
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patrimonialización de la cultura y del conocimiento, es decir, una perspectiva centrada en


la reificación liberal del individuo.

Otra consecuencia, quizá primordial, de la perspectiva accionalista, es que el


sometimiento de la cultura a una lógica apriorista de la acción, elección y volición del
individuo, acaba por reducir al rango de despropósito el planteamiento de una lógica
simbólica estructurante del sentido, que precedería a la presunta “racionalidad”
inmanente (utilitarista) de la acción individual, es decir una lógica del lenguaje, que
otorga y hace compartir sentidos de mundo y que vuelve socialmente inteligible la acción
misma de los individuos. Serían esta lógica y este sentido de mundo los fundamentos más
elementales de asentamiento de la existencia y legitimidad de los derechos colectivos (y,
en conclusión, los derechos de pueblos), habida cuenta de que conllevan la dimensión
colectiva que, desde esta perspectiva acerca de la cultura (o, sencillamente, desde una
perspectiva culturalista), precede en términos lógicos la ontología sociológica de la
individualidad apriorista. No se trata de realizar una elección de conveniencias
fenomenológicas que se ciñan a este o a aquél contexto interpretativo, se trata ante todo de
una cuestión de lógica, es decir, de antecedentes y consecuentes, de qué cosa se deduce de
qué otra. A una teoría social fundada en la lógica (o la “racionalidad”) de la acción
individual corresponde la lógica de legitimación de no más que derechos individuales.
Aducir derechos colectivos desde una perspectiva accionalista no puede ser sino una
incongruencia lógica, una ensoñación postiza, procedente de un idealismo voluntarista,
con matices muchas veces ingenuos y pueriles, que embalan los ánimos de una suerte de
asistencialismo mesiánico (el de las ONGs y agencias internacionales de ayuda, por
ejemplo), o, como suele suceder en las versiones más radicales de la política
multiculturalista, una suerte de mesianismo de la compensación (el de las así llamadas
acciones afirmativas); una compensación que, a fin de cuentas, sólo tiene como objeto
reconocible y objeto de derecho los mismísimos individuos, jamás el reconocimiento o la
consideración acerca de lo que serían los posibles colectivos sociales y sus principios de
convivencia, más allá de los pretextos y oportunismos etnicistas, que muchas veces [fin p.
173] trabajan y se bastan en el chauvinismo de la balcanización de la diferencia4.

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En esta gramática de los derechos individuales se basa el discurso (neo)liberal


sobre la etnicidad, la “identidad” y el multiculturalismo. No es casual que términos como
autonomía y autodeterminación (referidos a colectivos sociales) hayan pasado de moda
con el nuevo discurso sobre lo pluri-multi (“pluriétnico y multicultural”) –como suele
decirse, por ejemplo, en la misma Bolivia (cf. Toranzo y Exeni, 1993), donde las
propuestas de Albó logran tanto éxito.

El caso ejemplar de esta conformación discursiva en un país donde la EIB se ha


convertido en una sólida política estatal (al menos bajo los gobiernos neoliberales, de 1985
a 2005) no constituye un caso aislado que poseería un carácter distinto en ese ámbito. Lo
que viene caracterizando muy claramente el campo de la discursividad contemporánea
sobre educación escolar para indios en Sudamérica es, por una parte, su articulación
propositiva continental, con la emergencia de algo que muy raramente ocurre en esa parte
del mundo: la recurrencia de foros de gran alcance regional de debate programático,
financiados por agencias internacionales. Y, por otra parte, es igualmente notable la
articulación institucional de gran alcance, caracterizada por organismos como el PROEIB-
Andes (cf. Taylor, 2005)5 y el apoyo sistemático a esta clase de política, en términos
financieros, por parte de organismos como la UNICEF y el Banco Interamericano de
Desarrollo (cf. Abram, 2004). Sin embargo, mas allá de la posibilidad de caracterizar un
contenido ideológico específico, se puede decir, en síntesis, que el rasgo fundamental de
aquél juego abierto e indefinido al que nos referimos al comienzo del presente trabajo y en el
que se mueve la interculturalidad, [fin p. 174] es el de oscilar permanente y tramposamente
entre ciertas naturalizaciones occidentales y la invocación (o suposición) de respeto a las
especificidades culturales indígenas, queo parece caracterizar a toda la lógica de la
concesión y de la condescendencia de la agenda multiculturalista (Žižek, 1997). La
indefinición corriente (causal, relacional, conceptual) de la interculturalidad tiene que ver
directamente con esa precariedad constitutiva. Por detrás de una simple palabra se

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mueven proyectos y (eventualmente) disputas discursivas nada despreciables acerca de lo


que son la cultura, los derechos, la regulación social, el reconocimiento de la alteridad y su
lugar posible (o “necesario”).

La escuela indígena: un programa “políticamente correcto”

En Sudamérica, las demandas de educación escolar por parte de los indígenas son
históricas y bien conocidas, a la vez que han sido muy diversas y contradictorias las
relaciones de las sociedades indígenas con la escuela. Que esa demanda esté hoy día al
corriente en los “pliegos” indígenas y en las políticas indigenistas6 se percibe fácilmente
en los discursos reivindicatorios en materia de “educación y salud” y las múltiples
reformas educativas en los países sudamericanos, inspiradas en el programa de la
llamada educación intercultural bilingüe (EIB). En Brasil, por ejemplo, el último Censo
Escolar del Instituto Nacional de Estudios e Investigaciones Educativas (INEP) del
Ministerio de Educación reporta, tan sólo en los últimos dos años (2003 a 2005), un
incremento del 17,5% en el número de alumnos indígenas que asisten al sistema de
escuelas locales que se han venido creando para recibirlos7. [fin p. 175]

Introducida inicialmente como elemento civilizador o instrumento de conversión


religiosa o lingüística, destinada exclusivamente a los hijos de los jefes indígenas (en los
Andes en los primeros siglos de la Conquista) o empalmada a una concepción
universalista de la educación formal a los individuos-ciudadanos, la curiosidad o el
rechazo indígena frente a la escuela pueden dar paso, y casi siempre lo dan, al

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reconocimiento de su valor instrumental como medio de acceso a una aptitud de poder: la


accesión al desciframiento de la escritura y a la inescrutable autoridad de los “papeles”.
La retórica de la necesidad de uso de este poder “en defensa” de las sociedades indígenas,
queda por supuesto condicionada a las experiencias históricas y a los regímenes y juegos
de autoridad de cada sociedad indígena específica, y no a un abstracto imperativo ideal
de supervivencia colectiva. Sin embargo, una cosa es reconocer esa demanda genérica de
acceso a un presunto instrumento de poder, y otra cosa es suponer que la institución
escuela, o un pretendido modelo ideal y suficiente de escuela, pueda promover el acceso a
una cultura escrita (literacy), como si el conocimiento (“naturalizado”) no dependiera de
una lógica cultural (que incluye regímenes textuales y de autoridad8), sino que de un
simple aparato de dotación, una tecnología pedagógica.

Una versión todavía más contemporánea del elogio civilizado de la escuela y de la


escritura, supone que éstas poseen una virtud preservacionista y comunicacional para las
culturas indígenas frente al mundo (globalizado y digitalizado) que las rodea. Esta
narrativa sugiere que los conocimientos indígenas, sus regímenes textuales de
enunciación y sus modos de transmisión son susceptibles de convertirse no solamente a la
escritura, sino también a una taxonomía disciplinaria (aunque sea esta eventualmente
novedosa, inédita e inventiva) moldeada, sin embargo, por la escuela o la academia. Esta
conversión dispensaría fijeza y perennidad a aquello que, de otro modo, se hallaría bajo la
inminencia de la pérdida en el flujo disipador de la “oralidad” (Goody, 1977). En esta
nueva narrativa, por consiguiente, no sólo estamos frente [p. 176] a un elogio de la escuela
o, más genéricamente, de la escolarización (lo que incluiría una escolarización superior,
académica, universitaria) como medio de acceso a un caudal convertible en poder, un
recurso de “etnodesarrollo”, sino que estamos igualmente frente a un discurso etnófago
(Díaz-Polanco, 1997, 2005) que, en nombre de la “preservación” o de la participación
ecuménica, presume la necesidad (o aunque sólo sea la posibilidad virtuosa) de
conversión de los conocimientos y las cognoscitividades indígenas a un específico y
unívoco régimen textual y de autoridad.

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Se presume que nada se pierde en esta conversión, que los regímenes textuales y
de autoridad autóctonos sobre el conocimiento tienen una supervivencia precaria y que,
finalmente, necesitan de una disciplinarización ajena para que sean reconocidos (porque
al fin y al cabo, implícitamente, los antropólogos serían tan incompetentes como inútiles
para hacer traducciones culturales; como si esto no fuera en verdad su oficio y misión).
Aquí tampoco nada nos garantiza, salvo nuestras predisposiciones escritocéntricas, que la
textualidad de la escritura y los regímenes disciplinarios de disposición escolar o
académica del conocimiento acompasen naturalmente las distancias, divergencias e
incompatibilidades discursivas, y puedan servir como instrumentos universales de
trascripción optimizada de las especificidades culturales. Nuestras sospechas van
precisamente en la dirección opuesta, es decir, en el sentido de que esta “sublimación
humanista”, como la llamaba Eduardo Subirats (1994: 210), provista por la escritura –una
sublimación que algunos llegan incluso a concebir (no sin un fuerte sesgo populista) como
un factor de democratización del logos y de su institucionalidad idealmente abstracta, no
embadurnada por eventuales regímenes de autoridad y de enunciación, una suerte de
“logosfera” (en todo similar a la estratosfera)– instituye, en realidad, la absolutización del
logos escritural y de su hermenéutica como dominio reificado de la dialogía, consumando
el proyecto colonial que describía Subirats de “la victoria de una escritura como sistema y
discurso exterior, y al mismo tiempo apropiador” (Subirats, 1994: 213).

Del mismo modo que la demanda indígena genérica por escuelas se inserta, ya sea
en términos inmediatamente pragmáticos, en un horizonte de acceso a un instrumento de
poder, o en términos todavía más abstractos, en un horizonte de acaparamiento
consuntivo del Otro, tan caro a las cosmologías amerindias (Arnold, Yapita et alii, 2000;
Fausto, 2001), asimismo las eventuales nuevas demandas (indígenas) por una universidad
“indígena” no deberían comprenderse necesariamente [fin p. 177] según el sesgo
intelectualista, enciclopedista y escritocéntrico por el que las culturas indígenas, bajo la
forma de caudales de conocimientos objetificados u objetificables, serían integralmente
convertibles en un régimen enunciativo que no es el suyo; y, peor aún, que esto les pueda
ser un buen destino, un destino “políticamente correcto”, en lugar de no ser sino otra de
esas paternalistas caricaturas benevolentes, una nueva y sofisticada forma de ventriloquía
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(Guerrero, 2000)9; una ventriloquía cognitiva en la que la universidad y la procuración a


una nueva intelectualidad indígena sirvan como caja de resonancia –probablemente tan
vacía como la boca del muñeco de ventrílocuo.

El dilema de la interculturalidad, en cuanto a la formalización pedagógica podría


sintetizarse en una sentencia: las fórmulas mágicas –y aquí hablamos de magia a partir de
un sentido propiamente maussiano (Mauss, 1903)– de la educación formal son una excusa
tanto para pretender impulsar las condiciones políticas (empowerment) de los pueblos
indígenas, como para domesticarlos bajo una cierta gramática de enunciación del
conocimiento10. Si la patrimonialización de la cultura expresa una cierta gramática de los
derechos en el discurso multiculturalista contemporáneo, la sublimación humanista del
logos escritural operaria una especie de amojonamiento textual11 del middle ground
“intercultural”.

Sobre perspectivas analíticas y puntos ciegos

Estos desquiciamientos intelectuales con relación al programa “políticamente


correcto” en boga para la educación para indios, pueden adoptar dos perspectivas
analíticas distintas. Por una parte, es posible realizar un análisis crítico de las políticas
indigenistas en este campo, enmarcando sus condicionamientos ideológicos y deduciendo
la estrechez y terquedad de sus concepciones y acciones, no sólo frente a supuestos como
autonomía y autodeterminación, sino también en su baja permeabilidad para reconocer
especificidades [fin p. 178] culturales indígenas que no respondan lógicamente a los
postulados escritocéntricos, “preservacionistas” y objetificadores de la cultura (cf.
Cavalcanti-Schiel, 1999).

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El riesgo de esta perspectiva es el de caer en una tentación estrictamente


contestataria (p. ej. Patzi, 200012) que dé paso a un afán discursivo centrado en ideas como
las de “resistencia” y “contrahegemonía”13 y en una aprehensión de las dinámicas sociales
delimitada (y limitada) por el apriorismo de la dominación, la subalternidad y la
dependencia (Sahlins, 1997). De ahí el riesgo de restar a los indígenas la condición de
sujetos autonómicos, que puedan moverse a partir de lógicas simbólicas y sentidos de
mundo propios, y reducir así tales lógicas al rango de simple émulo reactivo frente a una
inducción “externa” sobredeterminante, una “situación colonial” (Balandier, 1955), que se
presume tiene un estatuto de “realidad” superior. Al fin y al postre, la radicalización de
esta perspectiva acaba por rechazar la posibilidad de la cultura como especificidad de
lenguaje y sentido, calcando categorías “indígenas” de las categorías occidentales
(historia, arte, etc –que los indios también poseerían, de acuerdo con la defensa, irreflexiva
y militante de sus partidarios) y finalmente sustituyendo (del mismo modo que aquello
que esta perspectiva pretende criticar) el lenguaje y el sentido por un agregado aleatorio
de productos patrimonializables; productos, es decir, de una otra “naturaleza”, y por ella
engendrados y manipulados: la política como condición humana naturalizada o,
sencillamente, la naturalización de la política, la naturalización de la razón práctica del
interés (Sahlins, 1976, 1995) y de sus conflictos.

La otra perspectiva a tratar de las políticas de “interculturalidad” en éste que es


probablemente su campo fuerte, el de la administración del conocimiento, es,
antagónicamente a la primera, la perspectiva que encauza en un cariz culturalista o
estructuralista el recorte de su objeto de interés analítico. En este sentido, ya no interesan
las limitaciones [fin p. 179] y sesgos culturales de las políticas indigenistas sino que la
apropiación y “digestión” cultural de éstas por las lógicas y concepciones autóctonas (cf.
Collet, 2006). La “realidad” por supuesto ya no se encuentra más en la “situación
colonial”, sino en las dinámicas autóctonas de sentido.

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Si bien esta perspectiva recobra con carácter pleno la acción de sujeto de la agencia
indígena, sin reducirla a la condición de interés reactivo y subsidiario con respecto a un
movimiento heteronómico, también tiene sus limitaciones, o, como en el caso anterior, sus
riesgos. Su riesgo más evidente es el de perder, no del campo fenoménico sino del campo
teórico, la problematización analítica de los constreñimientos establecidos por las políticas
indigenistas14. Lo que se pierde es precisamente la dimensión del antagonismo15, y por
consiguiente la acuidad para explicitar una crítica al indigenismo o a sus eventuales
veleidades políticamente correctas, como si éstas se encontraran previa y
voluntariosamente justificadas. La dimensión del antagonismo se pierde porque éste no
llega a plantearse como problema, habida cuenta de que será inexorablemente
“solucionado” por una traducción autóctona que tratará de restablecer en sus rieles de
sentido los trastornos inducidos “desde afuera”. Y así, en esta perspectiva, los “costos” del
antagonismo son finalmente contabilizados ya sea como una fatalidad del curso de la vida
y de la historia (y efectivamente nada impide que, en términos lógicos, así lo sea16), o a lo
sumo como un tono melancólico en la narrativa [fin p. 180] del analista, una suerte de
trágica tristeza de los trópicos. Y la énfasis recae aquí sobre lo trágico, en su inclaudicable
sentido griego. La tristeza sería casi una nota “poética”.

Aquí entramos en un campo demasiado metafísico, porque uno siempre podrá


decir que cualquier trágica tristeza es compensada por la constatación de la vitalidad del
sentido de mundo nativo, salvo en la situación extrema del exterminio, que, como
sabemos, no es nada inusual. Empero, sin ir tan lejos ¿cómo recuperar un lugar teórico

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que no sea un deus ex machina para la disimetría de lógicas simbólicas en un amplio


contexto analítico de las dinámicas sociales? Si los despliegues causales de esta disimetría
son susceptibles de inferirse en la historia ¿estaríamos obligados a reconocer que la
historia es el único metadiscurso que da cuenta de ella en términos interpretativos? El
problema es que la lógica histórica se encuentra atada a una causalidad lineal y finalista,
que no coincide necesariamente con la lógica simbólica de una memoria social tocante a
las culturas indígenas (cf. Cavalcanti-Schiel, 2005), lo que reitera, en otro nivel, la
disimetría, y aseveraría para el historicismo un sesgo etnocéntrico a ultranza, como quizá
también no deje de serlo, en su límite más extremo, toda la narrativa o intento de
traducción antropológica hecha, de su parte, bajo el régimen textual de la escritura, esta
suerte de ultima ratio regis de la colonización occidental, como nos sugiere Subirats (op.
cit.).

Éstas seguramente son cuestiones a las que todavía deberá buscarse respuestas,
pero que nos sirven al menos para que no eludamos sumariamente algunos problemas, ya
sea en nombre de un ultimátum de la política, o bien en nombre de la suficiencia de las
lógicas autóctonas. Y, en conclusión ¿qué problemas son ésos? Simétricamente a cada una
de las perspectivas a las que apuntamos, tendríamos:

(1) Que los indios no son simples víctimas pasivas, o meros reactivos, de las
políticas indigenistas, y que sus sentidos de mundo y de continuidad no se subordinan a
una historia que se gesta desde el exterior. En este sentido, nuestras investigaciones
etnográficas nos sugieren cada vez más enfáticamente que, aunque demanden escuelas y
alfabetización, la recepción del registro escrito por las sociedades indígenas
sudamericanas no significa necesariamente la recepción de la textualidad de la escritura
como recurso legítimo de registro del conocimiento; tampoco implica alguna necesidad de
conversión (o siquiera de traducción) de sus conocimientos a otro régimen textual
eventualmente sustitutivo. La escritura, tal como la reconocemos, les [fin p. 181] sigue
siendo relativamente ajena y tiende a restringirse a otro ámbito: el del conocimiento
foráneo. Haciendo uso de una distinción utilizada por Foucault (1969) y precisada por Le
Goff (1996), el documento escrito les resulta antes un monumento que un documento, o sea,
no vale por su mensaje textual, sino porque evoca un referente que es inmediatamente
regido por un otro régimen textual (alguna forma de “oralidad”, por ejemplo), que tiene
su propio contexto de autoridad (la autoridad tradicional sobre la tradición) y su propia
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hermenéutica interpretativa; del mismo modo como, inversamente, sus “documentos” nos
resultan tan sólo monumentos (en general mencionados bajo el rubro de “arte étnico”,
“arts premiers” y rubros así por el estilo). Los regímenes textuales de diferentes culturas
guardan entre sí un espacio de mutua inconmensurabilidad, que es precisamente la grieta
que establece distintas autoridades sobre la memoria y el conocimiento. Para los
amerindios, los documentos escritos siempre necesitan, de este modo, de un “traductor”,
un intérprete de la memoria, que es una autoridad propia, ajena al texto, y que no tiene
ninguna razón para repetir o avalar los supuestos autoritativos de una historia
documental y evolutiva. Paradójicamente, los libros no enseñan a los indios mucho más
de lo que ellos ya sepan. No es por casualidad que la biblia de Fray Vicente de Valverde
no dijera nada a Atawalpa en el famoso encuentro de Cajamarca, cuando el Inka intentó
“escuchar” los garabatos impresos en su papel. Para hacer valer la textualidad de la
escritura como régimen legítimo de transmisión del conocimiento sería necesario destruir
buena parte de las formas de autoridad nativa sobre él y vaciar ampliamente de sentido el
mundo. Así que, en contra de la tesis de Jack Goody (1977) de la domesticación del
“pensamiento salvaje”, que supone la escritura como un instrumento de implementación
cognitiva que precede los sentidos culturales (una herramienta que precede el lenguaje),
preferimos evocar nuevamente a Lévi-Strauss (1962) y hablar de una “obstinación salvaje
del pensamiento” (Cavalcanti-Schiel, 2005), donde el lenguaje (la lógica simbólica)
precede y otorga sentido a las herramientas.

(2) Que nos toca a los analistas reconocer las diferencias culturales hasta las
últimas consecuencias del distanciamiento, o sea, que nos toca también una mirada crítica
hacia los planes y las idealizaciones indigenistas, por más bien intencionados que se crean
(multiculturalismos triunfantes, por ejemplo), reconociendo que por lo común sus
argumentos justificativos no van allá de sus tercas especificidades culturales y de la
moralidad voluntariosa y primordialista, incluso de sus eventuales impulsores savants. De
otro modo, no nos queda sino el [fin p. 182] silencio frente a la algarabía que todo llena.
Cuando Atawalpa arrojó a tierra la biblia de Fray Vicente y a continuación el dominico
español exhortó a los soldados de Pizarro al justo derecho de silenciar por el filo de la
espada a esa chusma de infieles, en nombre de Dios, ahí empezó la algarabía. La escritura
o los antojos de disciplinarización académica de los conocimientos indígenas no tienen,
por sí solos, el poder de producir esta algarabía, pero pueden justificarla; pueden justificar
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políticas de reconversión de derechos y de domesticación de la legitimidad; pueden


justificar muchos recursos financieros en ciegos juegos clientelistas, que pueden también
comprar muchas veces lo que parece invendible.

Finalmente, es posible que las culturas indígenas acaparen, a su modo, la tara


liberal de patrimonialización de la cultura y del conocimiento, que la que les intenta
seducir bajo el mote políticamente correcto del multiculturalismo, y así escapar de la
perversa etnofagia que le viene adjunta (Díaz-Polanco, 2005). Pero también es posible que
las consecuencias no sean despreciables para su propio “patrimonio” cultural, salvo si
optan por el refúgio seguro, reificado y, en fin, domesticado de la “identidad”, esta
especie de reserva indígena tan bien alambrada por la posmodernidad. ¿Nos lo dirá la
historia? [fin p. 183]

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