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Subcomandante Marcos
La palabra identidad deriva del latín identitas, cuya raíz es ídem: lo mismo. El concepto de
identidad en las ciencias sociales y humanas posee una tradición filosófica cuya
significación es “lo idéntico a sí mismo”, lo que permanece, lo esencial. La cuestión de la
identidad es cara a los debates contemporáneos y a la producción de subjetividad desde
fines del siglo XIX hasta nuestros días. Y se ha transformado en un problema político-
cultural desde mediados del siglo XX, cuando las corrientes de pensamiento crítico (ligadas
a las permanentes revisiones de los paradigmas modernos y a los acontecimientos
revolucionarios que se sucedían en el mundo) comienzan a reflexionar, sospechar y a
poner bajo borradura la idea de identidad única. Son los estudios culturales los que
plantearan una revisión y deconstrucción del mismo. Desde estos enfoques, el problema
de la identidad será un dominio signado por la diversidad, por el imperio de lo múltiple.
Se tomará conciencia de que las identidades nunca son esenciales, nunca se completan,
siempre están en movimiento y en proceso de formación, como la subjetividad misma. En
esta tradición, propongo poner bajo borradura el carácter positivo de los conceptos desde
un encuadre que piensa a la identidad como nunca acabada y que descree de la totalidad;
que sostiene lo contextual, lo temporal, lo narrativo entrelazado con la idea de
identificación( categoría psicoanalítica). Identidad en relación con la idea de
inacabamiento, incompletud, fragmentación, heterogeneidad, no ser, racionalidades
múltiples, sospecha y duda (modos en que se presenta toda la escritura freiriana). Estos
análisis son entonces acompañados por una idea de identidad que se construye en el
discurso y no por fuera de él. Sujetos, subjetividades, lo múltiple, lo plural: distintas
denominaciones que traman la experiencia del espacio y del tiempo haciendo
permanentemente una referencia a lo identitario en las preguntas por quiénes somos y
cómo se construye nuestra subjetividad, atravesada por historias de privación,
discriminación, intercambio de valores, significados que no siempre tienden a la
colaboración y al diálogo. Y que, por el contrario, son espacios entre-medio, conflictivos y
antagónicos, que no pueden ser comprendidos.
La idea de identidad histórica tal vez nos permita responder estas preguntas, porque nos
habilita a ir más allá de posiciones esencialistas y ontologizadas para historizar las marcas
de la presencia de la colonialidad en la producción de subjetividad. En las naciones
latinoamericanas se pretendió hegemonizar una única versión del mundo, un enfoque
cerrado e inamovible que se conquistó en el par axiológico campo/ciudad,
barbarie/civilización; esta idea homogenizante auspició y acompañó los procesos de las
identidades nacionales y culmino con el mito de la raza elegida; a esta noción de identidad
ontológizada sólo le quedaba el recurso de cercar o exterminar lo diferente o diverso,
todo aquello que se salía de la norma( Cerutti Guldberg, 1998:138). Por el contrario, el
concepto histórico de la identidad concibe al ser como siendo, para enfatizar su
construcción. Así, la identidad es un proceso de autorreconocimiento, no una estación de
llegada perfecta y acabada. La noción de identidad histórica incluye la categoría de acción
y creación cultural que parte siempre de materiales culturales y elementos itinerantes
nutrientes de las culturas, asimismo, brinda elementos a la utopía y no es algo dado e
imposible de cambiar: Es proyecto y construcción conjunta que incluye la dimensión de
un pasado y un porvenir. Como afirma Cerutti Guldberg, es un movimiento que no se
conforma con lo adquirido y estático, sino que apuesta a su potencia y sostiene una
identidad latinoamericana como recurso contra la agresión y los intervencionismos
descarados.
De este modo, en este trabajo subyace una idea de identidad como conflicto y lucha por la
hegemonía, porque pensarla de este modo es instalarla en el terreno de lo cultural y
político, y es ubicarnos en un más allá de las matrices subjetivas originarias, esenciales,
para concentrarse en los procesos que se producente en las diferencias culturales, en los
entremedio (in-between) de todo encuentro con el otro. Porque es allí, en el entre-medio,
en donde se da el material con que se elaboran las estrategias de identidad singular y
comunitaria. Identidad que, por otro lado, cuestiona y colabora con la idea misma de
sociedad. En estos intersticios, en sus movimientos (de solapamiento y deslizamiento) es
donde se negocian las experiencias intersubjetivas y comunitarias.
Ahora bien, Europa es un invento ideológico de fines del siglo XVIII romántico alemán; su
misma idea responde a un modelo conceptual ario y racista, que tiene sus matices; uno,
de contenido claramente eurocéntrico y provinciano, es llamado ad-intra por Dussel
(2000:41) e implica que para ser sujeto de la modernidad hay que salir de la minoría de
edad por el esfuerzo de la razón. Esta noción se conjuga con una segunda visión de la
Modernidad, que consistiría en definir como determinación fundamental del mundo
moderno el hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía. etc.) “centro” de la
Historia Mundial (Dussel, 2000:46). Esta Europa es el centro de la historia mundial a
partir de dos momentos: el primero, ligado a la llegada de los españoles a América (1492-
1610 aproximadamente), que tendrá su continuidad en la colonización holandesa, inglesa
y francesas. El segundo, como efecto (y no como punto de partida) vinculado con la
Revolución Industrial y la Ilustración (siglo XVIII), en él se profundizará y ampliará el
horizonte que ya se había comenzado a perfilar a fines del siglo XV. Inglaterra remplaza a
España y logra la hegemonía de la Europa moderna y de la historia mundial. Dussel
sostiene una hipótesis contrahegemónica: esta Europa Moderna (desde 1492, centro y eje
de la historia mundial) constituye, por primera vez, a todas las otras culturas como su
periferia; de este modo, no permitirá más mirada que la del europeo. Es decir: “Si la
Modernidad tiene un núcleo racional ad intra fuerte, por otra parte, ad extra, realiza un
proceso irracional que se ocupa a sus propios ojos” (Dussel, 2000:47). De lo anterior se
sigue que el eurocentrismo constituye al resto de las culturas como periferia y hace de sí
mismo una universalidad-mundialidad. En otras palabras, según Dussel, la formulación
especulativa de Descartes a propósito del “yo pienso” presupone un sujeto anterior
práctico (es decir, que actúa), que él denomina “yo conquisto” (ego conquiro). Este se
hace presente a partir del siglo XV como paradigma de vida cotidiana, de comprensión del
mundo, de la ciencia, y como sistema de creencias. De modo que la Modernidad, por un
lado, tiene ad intra un núcleo racional ilustrado, que busca alcanzar autonomía e ir más
allá de su inmadurez provinciana y, por otro, ad extra, anclada en una fuerte
irracionalidad, un núcleo conquistador, que se justifica en la autocomprensión. Así, Europa
se presenta, con poder militar de por medio, como una civilización más desarrollada que,
en virtud de ello, tiene el deber de educar a los bárbaros, justificando la violencia frente a
la resistencia de las víctimas en pos del mentado progreso civilizatorio. Si continuamos
con la hipótesis contrahegemónica de Dussel (2000:48), se hace necesario “negar la
negación del mito de la modernidad”. Para ello, la “cara negada” de la Modernidad debe
descubrirse como “inocente”, para poder juzgar a la dominación europea como culpable
de la violencia conquistadora y constitutiva de su subjetividad. Sólo en el reconocimiento
de la “alteridad colonizada” (y no como culpable) se hace posible descubrir la cara negada
de la modernidad, que se expresa en el mundo periférico colonial (el indio sacrificado, el
negro esclavizado, la mujer oprimida, el niño y la cultura popular) en todas las “víctimas
del acto irracional (como contradicción del ideal racional de la misma modernidad”
(Dussel, 2000:49).
Estas afirmaciones cobran mayor sentido si se recurre al análisis que al respecto realiza
Dipesh Chakrabarty. El teórico de los estudios subalternos señala que Europa es un
referente tácito del conocimiento histórico; así, las historia no occidentales (las del Tercer
Mundo) adquieren un carácter de subalternidad, lo que deriva en la actitud de sus
cronistas, que necesitan ir a la historia europea para poder justificar las suyas propias,
pero no sucede lo contrario: por una lado de los europeos, no existe ningún interés en
preguntarse por nuestras historias. Esta ignorancia asimétrica no es sólo por servilismo
cultural de los subalternos o arrogancia cultural de los europeos. No se trata solamente
del predominio de Europa en tanto sujeto de todas las historias; es algo mucho más
profundo y paradojal. Se trata de un “síntoma cotidiano de nuestra condición de
subalternidad” (Chakrabarty, 2008: 59). Ahora bien, el fenómeno de la modernidad
política comportó una visión secular y universal de lo humano que guarda una
insoportable paradoja: el colonizador europeo predicaba el humanismo pero, al mismo
tiempo, con sus prácticas, negaba la humanidad a los conquistados. Y las secuelas han sido
tan profundas que aún hoy se convive con esos efectos. Por ejemplo, no se puede negar
que, a presente, la erudición de los intelectuales de Asia, África, América Latina y el Caribe
se inscribe dentro de esas figuras del humanismo y la razón forjada por la Europa del siglo
XVIII en adelante. No hay manera sencilla de prescindir de esos universales para pensar la
modernidad política y las cuestiones de las ciencias sociales y humanas. Las
epistemologías europea-norteamericanas parecen tener una influencia importante en los
trabajos actuales sobre modernidad y globalización, que olvidan que los conceptos
modernos/eurocéntricos se encontraron, que olvidan que los conceptos modernos/
eurocéntricos se encontraron ante prácticas preexistentes a través de las cuales fueron
traducidos y configurados de manera diversa; que las denominadas ideas producidas por
los pensadores europeos no son ni universales ni puras, porque en la enunciación- en el
propio lenguaje- se presentaron elementos de historias prexistentes, singulares y locales.
Poner en evidencia que la historia (como las nociones de identidad, sujeto, cultura) ha
sido impuesta. Señalar, por ejemplo, en el sentido primero, que los europeos no perdieron
sus lenguas y los nativos sí. Que los territorios colonizados están en Occidente, pero no
son occidente y, al mismo tiempo, registrar que el fenómeno de la modernidad no puede
concebirse a esclava mundial sin tener en cuenta ciertas categorías que hunden sus
genealogías en las tradiciones intelectuales en Europa, en conceptos que suponen una
inevitable visión “universal y secular de lo humano”. El colonizador europeo del siglo XIX
predicaba el humanismo al mismo tiempo que lo negaba en sus prácticas y,
simultáneamente, “el subconsciente se apropiaba de la Europa Ilustrada” (Chakrbarty,
2008: 25,30-31).
La colinialidad del poder, entonces, hace referencia al patrón de poder que emerge como
resultado del colonialismo moderno y que perdura, incluso, una vez que desaparece la
relación de sometimiento manifiesto. Se la entiende en la forma que adquieren las
relaciones intersubjetivas (conocimiento, trabajo, autoridad, educación). De este modo la
colonialidad sobrevive al colonialismo a través del mercado capitalista mundial y de la idea
de raza y es matriz de organización y producción de poder que va más allá de un tiempo
cronológico determinado. Sus prácticas de saber, poder e identidad aún hoy persisten.