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Universidad Nacional de Córdoba

Facultad de Filosofía y Humanidades


Maestría en Antropología

Del corazón habla la boca


Una etnografía al calor del Evangelio

Autora: Lic. Victoria Murphy


Director: Dr. Gabriel Noel
Co-directora: Dra. Natalia Bermúdez

Mayo de 2017
Al Gabi y a la Carlita, hermanos en Dios.

A Martha, mi abuela.

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Índice

Agradecimientos................................................................................................................................ 3
Introducción ........................................................................................................................................ 5
Junto al camino ............................................................................................................................. 6
En los pedregales ......................................................................................................................... 9
Entre espinos .............................................................................................................................. 11
Hacia la buena tierra ................................................................................................................ 13
Los frutos ...................................................................................................................................... 16
Un testimonio .............................................................................................................................. 18
Capítulo I. Acá nos damos dos besos....................................................................................... 22
Llegar a MEDEA.......................................................................................................................... 22
El Departamento de Desarrollo Juvenil ............................................................................ 27
Un campo de puertas (siempre) abiertas ........................................................................ 32
Mis vivencias ................................................................................................................................ 35
Capítulo II. ¿No tenés Biblia? ...................................................................................................... 39
La Barca ......................................................................................................................................... 39
Tibios, siervazos ......................................................................................................................... 42
Brenda ........................................................................................................................................... 46
El fuego de Cristo ....................................................................................................................... 51
Capítulo III. No me gustaría estar en tu lugar ................................................................... 56
El frío del mundo ........................................................................................................................ 56
Desviados...................................................................................................................................... 58
Yo, la intrusa ................................................................................................................................ 65
Reflexiones Finales ........................................................................................................................ 71
En un taxi ...................................................................................................................................... 71
Una tarea de Sísifo..................................................................................................................... 73
Compromiso y distanciamiento ........................................................................................... 77
Bibliografía ......................................................................................................................................... 80

2
Agradecimientos

A Gabriel Noel, por el discernimiento y la incondicionalidad.


A Natalia Bermúdez, por la calidez y el compromiso.
A mis interlocutores de campo, por la fraternidad, el gozo y el desconcierto.
A la Universidad Nacional de Córdoba, por mi formación de grado y por la beca que
me permitió financiar mi maestría.
A las y los docentes, secretarixs y directores de la Maestría en Antropología de la
UNC, por la guía y el aprendizaje.
Al equipo Y los muertos no mueren y su versión actual La calle es nuestra, por las
lecturas y las discusiones.
A las y los que hacemos la muestra “Entre Altares y Pancartas”, por el trabajo
compartido.
A las y los amigxs del Museo de Antropología, por las pequeñas rutinas.
A la Mari, por la palabra.
A la Rosa, por lo sagrado.
Al Agus, por la ternura.
A la Turca, Diego, la Suyi, la Lau y la Flor, por el descubrimiento propicio de la mirada
antropológica.
A Rosana Guber y a Julieta Quirós, por las clases y la sensibilidad.
A mis alumnxs del Instituto Secundario El Salvador, por el cariño y la lucidez.
A la Cari, la Anita y la Nía, por la amistad.
A Sergio, Germán y César, por la inspiración.
A Pía Rosatto y Rodrigo Rivas, por el Parampara.
A mis papás, Alberto y Lucy, por el sentido común y el amor.
A mi hermano, Esteban, por la armonía que hacemos juntos.

Muchas, muchas gracias. Esta tesis está aquí por sus presencias.

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Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general,
ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos.
J. L. B.

¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y


no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu
hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo
tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces
verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.
San Mateo, 7: 3-5

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Introducción

Parábola del sembrador


Aquel día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Y se le
juntó mucha gente; y entrando él en la barca, se sentó, y toda la gente
estaba en la playa. Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He
aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la
semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y las comieron. Parte
cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque
no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no
tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la
ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál
a sesenta, cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga.
San Mateo, 13: 1-9 (Versión Reina Valera, 1960)

Cuando los discípulos le preguntaron a Jesús por el significado de esta


parábola, él les explicó que la semilla era la palabra de Dios. Quienes estaban junto
al camino la oían pero, como no podían entenderla, venía el Diablo y les arrebataba
lo sembrado en su corazón. Los pedregales referían a aquellos que oían la palabra y
la recibían con gozo pero sin profundidad, de modo tal que creían por algún tiempo
y luego se apartaban. La palabra que caía entre espinos refería a aquellos que eran
capaces de oír pero, ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres, no
la dejaban crecer. La buena tierra, por su parte, se refería a aquellos que oían la
palabra con el corazón y la retenían, y de ella daban fruto.
Los discípulos también le preguntaron a Jesús por qué le hablaba a la gente en
forma de parábolas. Jesús explicó que sólo a ellos doce les era dado conocer los
misterios del Cielo, mientras que en aquellas otras personas se cumplía la profecía
de Isaías: veían sin ver y oían sin oír. Sólo serían capaces de entender aquellos que
oyeran y vieran con el corazón bien dispuesto.
La parábola del sembrador y sus correlatos proyectan una luz algo caprichosa
–pero no por eso oscura; diría que más bien intermitente– sobre el proceso de
investigación que llevé a cabo para la elaboración de esta tesis de maestría. Hubo
momentos, como en todo proceso de construcción de conocimiento etnográfico, en
los que veía sin ver y oía sin oír. Tuve un punto a mi favor: retuve la palabra. Mis
5
diarios de campo y mis notas no permitieron que el Diablo me la arrebatara, ni que
se quemara o secara. Y aunque muchas veces tendía a ahogarla entre cuestiones
laborales, correos electrónicos, trabajos finales y deadlines, la palabra perduraba
allí.
La parábola sugiere no obstante algo importante: no es la palabra en sí misma
lo que reviste la mayor importancia –pues es siempre la misma semilla la que cae–
sino, precisamente, el terreno donde esta cae. Desde el punto de vista del trabajo
etnográfico que realicé, los diferentes terrenos presentados por la parábola podrían
constituirse como los diferentes estadios por los que atravesé durante el proceso de
investigación, particularmente en lo que refiere a la construcción de los objetos
empíricos y analíticos. Los repondré brevemente a continuación.

Junto al camino
En el principio, fue la redacción del proyecto de investigación. El contexto de
producción del proyecto fue el de tantos otros: una solicitud para una beca de
maestría. Allí empezó lo que después del cursado de un seminario esclarecedor di
en llamar el proceso de “insularización” de mi objeto empírico de estudio: elegí como
“escenario” de estudio el barrio Villa El Libertador, ubicado al suroeste de la ciudad
de Córdoba, al sur del anillo de la Circunvalación, entre la Avenida Armada
Argentina y el Canal Maestro Sur.
¿El porqué de la elección? Por un lado, mi codirectora había trabajado allí y
tenía por lo tanto contactos a quienes podría recurrir; por otro, algunas de las
características del barrio me permitían configurarlo a priori –sobre todo, para
justificarlo ante el comité evaluador– como un espacio potencialmente fructífero
para la investigación propuesta. En las últimas tres décadas, la población de la Villa
–según el censo provincial de 2008, de aproximadamente 30.000 habitantes; para el
2011, se calculaba en casi 100.000– ha experimentado un crecimiento vertiginoso
que fue acompañado por el surgimiento simultáneo de barrios –Mirizzi, Comercial,
Santa Isabel– y asentamientos periféricos, con las consecuentes expansión y
diversificación poblacionales. Por otra parte, y en consonancia con el crecimiento
demográfico, en 2011, los habitantes de Villa El Libertador instalaron un debate –
que tuvo eco tanto en la opinión pública cordobesa como en los medios de

6
comunicación y en la Municipalidad de la ciudad– acerca de la posibilidad de
solicitar la autonomía para contar con un municipio propio (si bien el barrio se
encuentra en sentido estricto dentro del ejido urbano, está por fuera del anillo de la
Circunvalación).
Pues sí: mi ínsula estaba configurada –¡incluso los futuros nativos “isleños”
tendían a sostener ese proceso de insularización respecto del resto de la ciudad!– y
su configuración, debidamente justificada. Mi investigación tenía como principal
objetivo describir y analizar los procesos –específicamente aquellos en los que se
ponían en juego categorías morales– que suponía la delimitación de identidades
colectivas con las que se adscribían los jóvenes de Villa El Libertador e identificaban
a otros grupos. Así, los cambios demográficos ocurridos recientemente en la Villa
me permitían partir del supuesto de que diversas categorizaciones morales habían
proliferado, tendientes a clasificar y crear fronteras respecto de las nuevas y
diversas formas de alteridad que se estaban percibiendo dentro del barrio.
Entregué todos los papeles requeridos para la solicitud en tiempo y forma, con
el estrés y la ansiedad tan caros a esos momentos cuando las impresoras se declaran
en huelga y las firmas resultan ser siempre insuficientes. Pasaron los meses. El plan
de trabajo fue aprobado, el puntaje total obtenido resultó satisfactorio: obtuve la
beca. El siguiente paso fue comenzar el trabajo de campo propiamente dicho: el
escenario configurado ad hoc para mi plan de trabajo pasaba a convertirse,
dramáticamente, en un escenario real. Se cristalizaba como el campo adonde tenía
que entrar, munida de mi investidura antropológica, a investigar.
El uso metafórico de las acciones de entrar y salir al/del campo consolida, a
todas luces, el proceso de insularización de nuestros objetos empíricos y, por
extensión, de nuestras “aldeas” de estudio. Más específicamente, tiende a confundir
–sobre todo a los principiantes– acerca del carácter del objeto: refuerza la (errónea)
idea de que se trata de un lugar, y no de una perspectiva desde donde mirar. En lo
que a mí respecta, la mentada entrada al campo no me resultó sencilla. La palabra –
los objetivos, las ideas, los escenarios, los actores, los fundamentos– estaba en mi
proyecto pero no podía hacerla fluir con la praxis de investigación. Súbitamente, la
ínsula tan bien delimitada me parecía monstruosamente grande y no sabía por
dónde comenzar a abarcarla. Le daba vueltas al asunto y no me atrevía a ir. Quería
leer algún texto teórico que me aclarara alguna cuestión… pero no sabía siquiera

7
cuál podía ser esa cuestión a aclarar. Me pasaron teléfonos de personas a quienes
nunca llamé. Hice contactos con instituciones que nunca visité. Recién cuando
necesité hacer un acercamiento etnográfico para la elaboración del trabajo final de
un seminario –el seminario de Antropología de la Religión, dictado por el Dr. César
Ceriani– decidí no postergarlo más y entrar al campo.

En los pedregales
Y así llegué, más por una eventualidad que por una decisión debidamente
fundamentada, al Ministerio Evangelístico Dios Es Amor. Mis anteojeras insulares
me constreñían a conceptualizar el Ministerio como un buen escenario desde donde
entrar a Villa El Libertador: una institución barrial que me permitiría una primera
aproximación a algunos de los jóvenes de allí. También era, está claro, el contexto
perfecto para realizar un breve acercamiento etnográfico para escribir el trabajo
final del seminario.
El Ministerio Evangelístico Dios Es Amor (en adelante, MEDEA), se encuentra
en la calle Río Negro, a pocas cuadras de la entrada a Villa El Libertador. Fue fundado
por su actual presidente, Raúl Villarreal, en el año 1984, en una casa de oración
ubicada en barrio Comercial, colindante a Villa El Libertador. Cuando el espacio
resultó insuficiente para albergar a la cantidad de personas que se acercaban,
MEDEA se mudó a la Villa, en primera instancia a un predio (donde desde 1988
funciona el Centro Integral Educativo MEDEA, el cual comprende una guardería, un
jardín y una escuela primaria) y en segunda instancia a su actual emplazamiento, de
tres hectáreas. Este espacio presenta una cúpula con capacidad para unas cuatro mil
personas, un comedor, un ropero comunitario, una estación de radio, un santuario,
edificaciones más pequeñas que funcionan como depósitos varios y un estadio de
fútbol de césped sintético con capacidad para quince mil espectadores (el segundo
más grande de Córdoba). El estadio se halla estrechamente vinculado al Atlético
MEDEA, club de fútbol dependiente del ministerio que comenzó a funcionar en 1997
y cuyos equipos juegan en ocho categorías, tanto masculinas como femeninas. Por
otra parte, el Ministerio cuenta con una librería (“Luz a las naciones”), una tienda de
productos aromáticos (“La Sulamita”), dos frecuencias de radio y un canal de
televisión, una fundación (Lemuel “Manos Extendidas”) creada por Bibiana

8
Villarreal en septiembre de 2001, y numerosos anexos que lo reconocen como
iglesia madre y se ubican en diferentes puntos de la provincia de Córdoba –Calera,
Malvinas Argentinas, Alta Gracia–, del país –Chubut, Tierra del Fuego, Santa Fe, San
Juan, Río Negro, Neuquén, Buenos Aires– y en Valparaíso, Chile. Además, el
Ministerio se extiende por diversos barrios de la ciudad a partir de una red de zonas
y casas de oración que ofrece espacios alternativos de contención espiritual y lectura
de la Palabra.
Allí estaba, pues, para comenzar con la investigación etnográfica que me
serviría, a corto plazo, para el trabajo final del seminario y, a más largo plazo, para
mi tesis de maestría. Los tropiezos metodológicos se sucedieron uno a otro. En
primera instancia, la ínsula previamente constituida determinó no sólo mi modo de
observar sino sobre todo mi modo de vincularme con los jóvenes “nativos” con
quienes me encontraba: me resultaba fundamental preguntarles de qué barrio eran
y, a partir de su respuesta, definía si eran “funcionales” o no a mi investigación.
Agradezco profundamente las buenas recomendaciones de las materias
metodológicas y de mis directores acerca de la toma de notas en campo: todo es
relevante fue una premisa que llevé mentalmente tatuada en mi brazo izquierdo y, a
pesar de las anteojeras impuestas por mi ínsula preliminar, los datos recabados
fueron frondosos.
Frondosos, sí, pero caóticos. Frondosos, sí, pero sin hilo conductor. Frondosos,
sí, pero carecían de raíz: nada tenían que ver con aquel plan de investigación que
redactara unos meses antes. Poco estaban hablando de Villa El Libertador y sus
jóvenes. Estaban llevándome en una dirección diferente a la que trazara idealmente
cuando decidiera acercarme a MEDEA para iniciar mi trabajo etnográfico. Quizás me
hubiera consolado en aquel momento leer la primera oración de la Introducción de
En busca del respeto: “Me metí en el crack en contra de mi voluntad” (Burgois, 2015:
31); o saber que a Evans-Pritchard no le interesaban, en realidad, ni la magia ni los
oráculos, pero sí a los Azande (Peirano, 2014).
Tras unas semanas de investigación en las que asistí regularmente a MEDEA,
y después de consultarlo con mi director y codirectora, le di un giro a mi objeto
empírico. Numerosas razones –de las cuales sólo detallaré algunas aquí, pero aun
las que no nombro atraviesan esta tesis de principio a fin– me llevaron a tomar la
decisión de cambiar el escenario “barrio Villa El Libertador” a “el Ministerio

9
Evangelístico Dios Es Amor”. Una de esas razones se vinculaba a lo abarcable del
objeto. Dicho en otros términos, se trataba de una cuestión de “escalas”: me
resultaba más asible pensar en los jóvenes de una institución religiosa en vez de en
los jóvenes de un barrio. Máxime teniendo en cuenta que se trataba de una tesis de
maestría… tal vez para una investigación de doctorado podía pensar en “ampliar” mi
mirada.

Entre espinos
Para entonces, asistía varias veces a la semana a MEDEA y participaba
enérgicamente de las actividades propuestas por el Departamento de Desarrollo
Juvenil. Había llegado al Departamento gracias a Emmanuel Villarreal, hijo del
fundador del ministerio y ex líder de los jóvenes: después de una entrevista
telefónica y una personal, en las que yo le detallara mi proyecto de investigación y
mi interés particular por trabajar entre jóvenes, me sugirió que participara de las
reuniones del Departamento de Desarrollo Juvenil (en adelante DDJ).
El DDJ era uno de los tantos departamentos que conformaban la estructura
estable de MEDEA. El propósito central del DDJ consistía en acoger a jóvenes que
decidían formar parte activa del Ministerio –es decir, quienes no sólo se habían
convertido sino que comenzaban a prestar servicio en la iglesia– y los acompañaba
en un proceso de formación que contemplaba las enseñanzas necesarias al
cumplimiento de tal servicio: nociones básicas acerca de la oración, del ayuno, del
servicio en las reuniones, de la lectura de la Palabra, de la evangelización. Según me
señaló Mailén1, una de las encargadas del DDJ, este departamento se encargaba de
preparar a los jóvenes para el ministerio, DESARROLLARLOS [vocalizando
excesivamente cada sílaba], por eso se llama “Desarrollo Juvenil”. Después ya se van a
otros departamentos, Ujier, Liberación de Almas, Músicos… lo que les indique el
llamado.
La estructura del DDJ (y de los otros departamentos de MEDEA) era
verticalista: cuando un joven ingresaba era oveja, luego de una cantidad variable de
años de trabajo y compromiso podía pasar a ser capitán o capitana, luego

1Este y todos los nombres que indican a mis interlocutores son ficticios. Sólo los nombres de Raúl
Villarreal y los miembros de su familia, por ser figuras de público conocimiento, son reales.

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subencargado o subencargada y posteriormente encargado o encargada. El
departamento contaba además con dos líderes, un hombre y una mujer2.
La entrada de los jóvenes al DDJ era figurada con una considerable carga
moral: se trataba de adquirir e internalizar las prácticas y enseñanzas necesarias
para desenvolverse luego como miembros plenos del ministerio. El proceso de
aprehensión e internalización de tales prácticas y enseñanzas creaba una malla de
relaciones que unía a cada joven con el resto de los congregados en la comunidad
del departamento –y de modo particular con las figuras jerárquicas– en una red de
obligaciones y reciprocidades. Ingresar al DDJ implicaba, en términos generales,
asumir el compromiso de participar de modo activo en las acciones colectivas
llevadas a cabo por el departamento –entre otras: reuniones, producción de pan
casero, campamentos, cocina comunitaria, donación de ingredientes para la comida
comunitaria, venta de comida, evangelizaciones, visitas a los anexos de Malvinas
Argentinas y Calera–, y asumir también el compromiso de cumplir con las exigencias
compelidas a nivel personal –orar diariamente, leer la Palabra siguiendo un maná
diario, llevar la Palabra de Dios al mundo3–.
En aquellas primeras semanas de trabajo de campo, comencé a internalizar el
modo de funcionamiento del DDJ y, muy fundamentalmente, a conocer a los jóvenes
que allí asistían. El Departamento se configuraba ante mí como una comunidad que
se adecuaba maravillosamente –con un esfuerzo de escala mediante– como una
variante más de la Gemeinschaft tönniesiana, imaginada por Redfield y por los
teóricos de Chicago (Delgado, 2005: 5). Se trataba de una comunidad pequeña –
constituida aproximadamente por ochenta jóvenes evangélicos–, homogénea,
cimentada en lazos cálidos y sagrados, organizada según una estricta jerarquía
moral que reaccionaba prestamente ante las amenazas del mundo. A mis ojos ateos
y modernos –y estupefactos ante las innumerables muestras de fe y acción de la
divinidad de las que era testigo cada vez que iba a MEDEA– mi (una vez más) nuevo
objeto empírico se sostenía en ese comunalismo emotivista que Weber había

2 Analizo esta estructura jerárquica y los procesos de etiquetamiento de los miembros del DDJ en el
Capítulo II.
3 El mundo es el término nativo utilizado por mis interlocutores de campo para referirse al espacio –

físico y moral– por fuera de la iglesia.

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declarado perdido por los procesos de industrialización, urbanización y la
consecuente secularización del mundo encantado4.
Por lo demás, la pequeña comunidad emotivista circunscribía mi objeto
analítico: los jóvenes eran ahora una categoría nativa, que incluía tanto a varones
como a mujeres de entre dieciocho y aproximadamente veintisiete años, y que se
nucleaban en ese Departamento creado para ellos y administrado por ellos (y por
los puestos de mayor jerarquía, ocupados por adultos). También cabe destacar –y
esto cobra una fundamental importancia en la argumentación que sigue– que la
pequeña comunidad me comprendía a mí misma en tanto joven –tenía la misma
edad que muchos de mis interlocutores– y en tanto participante (muy) activa de
todas las actividades del DDJ: mi asistencia asidua, que significaba para mí un
compromiso con mi rol de etnógrafa, era leída entre los jóvenes como un
compromiso con el servicio a Dios y al Ministerio5.

Hacia la buena tierra


La configuración de mi Gemeinschaft y su consistente abordaje etnográfico me
permitieron dormir relativamente serena mientras duró el trabajo de campo. Se
trataba de un fragmento social bien delimitado, susceptible de ser entendido en
términos de una tranquilizadora etnografía totalizadora. Pero lo cierto es que esa
localización de mi objeto estaba ahogando la semilla en una estrecha visión de
enclave. Aún faltaba un paso más en el recorrido: deslocalizar o, en otros términos,
entender que “lo local” es cada vez efecto de una serie de operaciones y que por lo
tanto se ajusta a un proceso de “construcción continua y más o menos concertada
de universos prácticos y simbólicos ad hoc” (De La Pradelle, 2007: 5). Fue una
conversación fortuita el detonante de esa deslocalización en mi proceso de
investigación y –también– la responsable de que hoy esta tesis presente la forma
que presenta.

4 Abordo en profundidad los temas del desencantamiento y de la secularización en las Reflexiones


Finales.
5 Analizo las interpretaciones de mis interlocutores de campo respecto de mi asistencia a MEDEA en

el Capítulo I, y profundizo en la cuestión del compromiso en el Capítulo II.

12
Era sábado por la tarde. Varios de mis interlocutores de campo y yo estábamos
sentados a orillas del río Suquía, secándonos tras un chapuzón que había buscado
paliar la insolación después de una intensa jornada bajo el sol abrasador de enero,
en la localidad de La Calera, Córdoba. Iban acallándose poco a poco los últimos
estertores de la colorida parafernalia que había estado circundando las extensas
celebraciones del bautismo anual organizado por MEDEA. Nosotros esperábamos el
último de los colectivos que trasladaban el grueso de fieles desde el anexo de la
iglesia en La Calera –donde se había llevado a cabo el bautismo de cientos de
conversos tras una noche de vigilia en oración– hacia el predio madre, en Villa El
Libertador. Allí, unas dos horas más tarde, comenzaría la celebración de la Santa
Cena6 que nos ocuparía –fugaz ducha de por medio– hasta la madrugada del
domingo.
A mi lado, sentado en una esterilla sobre el pasto, estaba Adrián, un miembro
del DDJ a quien había tenido la oportunidad de conocer en la cena de fin de año. En
aquella ocasión habíamos coincidido en la misma mesa y habíamos conversado
largamente; él se había mostrado muy interesado en mi proceso de investigación.
Esa tarde de enero, sentado a mi lado, me preguntó, con el mismo notable interés,
cómo iba mi trabajo. Le comenté algunas generalidades y que ya estaba pensando
en cerrar la etapa de la observación participante. Tu lugar acá es muy peculiar, me
dijo. A Dios se llega por obediencia o misericordia. A vos, te trajo una tesis.
Sí, le respondí. Estoy muy agradecida de que la investigación antropológica me
haya traído hasta acá, y me haya hecho conocer a las personas que estoy conociendo.
Pienso que, tal vez, de otra manera no nos hubiésemos conocido ni estaríamos
compartiendo este momento. La conversación viró hacia las posibilidades de
mantener activos los lazos más allá de la etapa de trabajo de campo y de escritura
de la tesis –asunto que por entonces me preocupaba de ese modo tan caro a la
experiencia etnográfica en que se mezclan las cuestiones académicas con las
emocionales y las éticas, y pueden derivar en una perturbación que, objetivada,
suele iluminar reflexiones metodológicas–, y hacia las posibilidades de los
miembros del DDJ de conservar amistades por fuera del entorno de la iglesia. Le

6 La Santa Cena es una celebración que recuerda simbólicamente el sacrificio y muerte de Jesucristo,
y en la que los fieles comen el pan y beben el vino para conmemorar el nuevo pacto con Jesús (Lc 22
: 19-20).

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hablé de la sensación de familia que podía sentir al interior del Departamento, más
allá de no ser una hermana en un sentido estricto7, y de las reacciones
desconcertantes que ello había generado entre mis vínculos sociales habituales. Ah,
mucha gente no entiende por qué venimos a la iglesia, me dijo Adrián. Mis amigos del
mundo piensan que lo único que le interesa al Siervo8 es ganar plata. “¿Qué auto
tiene?”, me preguntan. Esbozó una sonrisa cansada: Lo peor es que el Siervo tiene una
buena camioneta.
Yo no entré en detalles acerca de cuáles habían sido las reacciones de mis
allegados al enterarse de que estaba llevando a cabo mi trabajo de campo para la
tesis de maestría en una iglesia evangélica, pero se me vinieron a la cabeza dos
situaciones representativas de lo que fueron meses cruzando impresiones acerca
del “mundo evangélico” en conversaciones casuales con mis pares.
La primera aconteció en mi casa: tomábamos unos mates en el comedor con
dos amigas, Guada y Cintia, ex compañeras de la Universidad Nacional de Córdoba.
Entre los temas de conversación, surgió el de mi trabajo de campo en la iglesia
evangélica y les hablé de aquellas, mis primeras impresiones. Hice hincapié en la
cantidad de gente que visitaba la cúpula en las reuniones dominicales. Se congregan
tres mil personas cada domingo, les precisé, en un por cierto poco etnográfico intento
de justificar la “elección” de mi “tema” de investigación. Guada golpeó la mesa con
impaciencia: Deberías inmolarte ahí, dijo con seriedad y señalando con los dedos de
la mano derecha el centro de una cúpula imaginaria, deberías ir un domingo ahí
justito al medio. La miré estupefacta: la imagen de una cúpula llena de personas
volando por los aires por obra de mi cuerpo descuartizado en aras de ello me resultó
tan violenta y sorpresiva que no pude responderle. Más aún: Cintia adhirió al
comentario sonriendo a medias, bajando la mirada hacia la mesa y diciendo por lo
bajo Sí, sí…
La segunda ocasión me tomó un poco menos desprevenida. Era día de semana
y nos habíamos reunido con unas amigas a cenar. Cuando ya estábamos bebiendo el

7 Para ser considerada una hermana –fórmula de tratamiento entre todos los miembros de la iglesia–
tenía que cumplimentar con la decisión de fe: se trata del rito de conversión, consistente en
pronunciar una oración, mediante la cual las personas –en términos nativos– reciben a Dios en su
corazón. Me detendré en este aspecto –y también en la “sensación de familia” que nombro al pasar
aquí– más en detalle en el Capítulo II.
8 Siervo es el término por el cual los miembros de MEDEA llaman a su presidente y fundador, Raúl

Villarreal.

14
té post cena, comenté algo acerca de mi trabajo de campo en MEDEA. Bianca, la
dueña de casa, con un gesto de sutil exasperación y un breve resoplido, me dijo: Sé
que ya te pregunté esto, ¿pero POR QUÉ estás estudiando a los evangelistas? Impulsó
mi respuesta una curiosidad etnográfica animada por la experiencia anterior cuando
sacara a relucir el dato poco etnográfico: repetí la muletilla de los tres mil fieles en
cada reunión dominical y agregué el número de personas que se habían bautizado
en enero de ese año (2015) –más de dos mil– para justificar la relevancia social de
“mi caso”. Los números –y acaso mi premeditada inexpresión– le restaron sutileza a
la exasperación de Bianca. Abrió grandes los ojos y me miró con impaciente
reproche: ¿Pero a vos eso te parece que está bien o que está mal? Hizo una pausa en
la que inspiró profundamente y supe que no estaba esperando mi respuesta: Porque,
para mí, está mal. Su argumento giraba en torno a los diezmos y al interés económico
de los dirigentes de la iglesia, quienes engañaban a los sectores populares para
sacarles el dinero que no tenían9.
A veces a mí me sorprende lo poco que saben mis allegados sobre los evangélicos,
me limité a comentarle a Adrián, y lo poco que sabía yo antes de llegar a MEDEA. Me
preguntó cómo presentaba las cosas en la tesis, cómo iba a presentarlos a ellos. Le
dije algo acerca de la importancia de la descripción en el discurso etnográfico y de
llamar a las cosas en términos nativos. Ah, pero entonces no elaborás nada, señaló.
Bueno, le contesté, la descripción requiere de mucha elaboración. Describo cómo es el
DDJ, qué hacen los jóvenes, qué hago yo cuando estoy acá… de ahí mismo salen las
reflexiones teóricas, detallé, intentando explicar un estadio del proceso de
construcción del conocimiento etnográfico al que aún –pensaba– no había siquiera
llegado. Adrián se quedó un instante en silencio, me miró con la expresión de
sorpresa de quien acaba de caer en la cuenta de algo inesperado y sentenció: Tu tesis
va a ser un testimonio.

Los frutos
Cabe hacer unas breves observaciones respecto de la importancia de los
testimonios para los miembros del Ministerio: estos eran relatos de la experiencia

9
Un análisis de las implicancias de estas dos situaciones etnográficas se desarrolla en el Capítulo III.

15
de llegar a MEDEA o, en términos más generales, conocer a Dios. Su estructura era
similar en todos los casos y coincidía con el patrón que señala Wright (2008: 198)
respecto de la iniciación en el Evangelio: comenzaba con alguna situación trágica o
límite, una “crisis existencial” –vinculada a muertes, enfermedades, desgracias,
reclusión en cárceles, internación en hospitales psiquiátricos, o estilos de vida
moralmente condenables (consumo de estupefacientes, delincuencia,
prostitución)– cuya resolución sólo se concebía con intervención de Dios y la
manifestación del Espíritu Santo en la vida del convertido. Así, la vida del sujeto
sufría un quiebre rotundo que permitía resignificar el trayecto vital pasado y
proyectar una vida nueva hacia el presente y futuro.
El testimonio, además, en tanto relato de la experiencia de conocer a Dios, era
una y otra vez argumento válido para utilizar en la evangelización de un nuevo
hermano: se trataba en cierto sentido de una “evidencia” del poder divino y de sus
efectos en la vida de quienes entregaban su corazón a Jesús10. Compartir el
testimonio constituía así una competencia que, dentro de sus posibilidades, todo
miembro del DDJ –aún más, todo miembro de MEDEA comprometido con llevar la
Palabra a otros– estaba llamado a cultivar y explotar. La utilización del verbo
compartir daba cuenta de la inscripción de los testimonios en un contexto dialogal;
de esta manera, se establecía un terreno discursivo donde el relato de la experiencia
de conocer a Dios era siempre un relato para alguien.
Al enfrentarme a la tercera acepción del término etnografía, la escritura, las
palabras de Adrián se aparecían ante mí una y otra vez. ¿Tenía que construir un
testimonio? ¿Acaso el testimonio ya estaba construido y sólo tenía que moldearlo
como eje vertebrador de mi tesis? La cuestión se me presentaba peliaguda y
riesgosa; suponía, como mínimo, dos inconvenientes metodológicos: por un lado,
conllevaba el riesgo de que el etnógrafo tomara el centro de la escena en un delirio
protagónico sin objetivación suficiente; por otro, coqueteaba con etnografías de tipo
“experimental” o “posmoderno”, cuyas búsquedas parecían circunscribirse a una
cuestión de “estilo textual”, sin detenerse en el lugar que el trabajo de campo

10Frigerio (2002) señala la importancia de los testimonios en tanto evidencia que respalda la fe en
los compensadores. Los compensadores son bienes religiosos cuya veracidad es difícil de determinar,
ya que se basan en la existencia de poderes sobrenaturales: es por esta razón que los testimonios –
entendidos como relatos de la intervención de esos poderes en la vida del religioso– cobran una
importancia fundamental a la hora de sustentarlos.

16
ocupaba en el texto producido ni en la posterior recepción de ese texto (Guber, 2012:
129).
En mis elucubraciones había no obstante ciertos elementos que no respondían
a una cuestión (solamente) estética, a menos que la entendamos en tanto una opción
metodológica: comparto con Quirós (2014) la inquietud por “crear, instituir y
consolidar estrategias y políticas textuales que sean fieles al carácter vívido de
nuestros medios y métodos de conocimiento”. En mi caso, había sido un interlocutor
de campo quien me había brindado la clave narrativa para construir textualmente
la atmósfera de ese universo social y las particulares experiencias etnográficas en él,
al invitarme –o más bien compelerme– a pensar y producir mi tesis en términos de
testimonio. Así, tras las peripecias metodológicas que he detallado someramente en
esta Introducción, la reflexividad nativa –encarnada en la conversación con Adrián–
coronaba el “sentido último” de mi campo y de mi trabajo allí (Guber, 2012: 47)11.
La observación de Peirano según la cual el conocimiento de tipo etnográfico se
revela en el investigador y no al investigador (en Guber, 2012: 50) adquiría en mi
caso una fuerza y una literalidad aplastantes.
Cedí.

Un testimonio
Los capítulos que se desarrollan a continuación tienen, por tanto, un eje que
los atraviesa: el de mi propia experiencia en el transcurso del trabajo de campo
etnográfico entre los jóvenes del DDJ de MEDEA (cuyos límites espaciales y
temporales, como habrá de verse, son difusos y esquivos). La noción de carrera
moral servirá de apoyo para objetivar e interpretar mi testimonio –y también los
recorridos de algunos de mis interlocutores–. Esta noción, tal como fue utilizada por
Howard Becker para sus estudios sobre los comportamientos desviados (2014
[1963]), tiene la ventaja heurística de suponer un proceso en curso, una secuencia
de movimientos que atraviesa un individuo y que puede conceptualizarse desde dos
perspectivas analíticas: una objetiva –carrera entendida como un recorrido por una

11“El investigador puede predefinir un campo de estudio según sus intereses teóricos o su sentido
común, “la villa”, “la aldea”, pero el sentido último del campo estará dado por la reflexividad de los
nativos” (Guber, 2012: 47).

17
serie de cargos y jerarquías definidos de modo (más o menos) claro– y una subjetiva
–esta es, la carrera en tanto una “perspectiva móvil” desde la cual el individuo
percibe su recorrido como un todo e interpreta a partir de allí sus atributos y
acciones (Hughes en ídem, 2014 [1963]: 123). Como cualquier categoría que se
precie de tal, será insuficiente en numerosas ocasiones para dar cuenta de las
riquezas del universo de las interacciones sociales; pero alumbrará asimismo otras
tantas situaciones fundamentales.
La propuesta constituye un desafío. Comparto aquí mi testimonio en tanto
construyo un espacio dialógico que permite poner sobre el tapete las categorías
nativas y las teóricas, al tiempo que hace interaccionar el sentido común que me
circundaba –y que constituía el sentido común con el cual yo arribé al campo– con
las experiencias vividas por mí y mis interlocutores. La idea del testimonio presenta
la ventaja de no constituirme como una traductora –figura utilizada a veces por los
etnógrafos– sino como una testigo. Esta última figura, a pesar de sus riesgos
inherentes de autorreferencialidad vacía, abre el juego a las dos dimensiones de la
reflexividad del investigador, en tanto investigador y en tanto miembro de la
sociedad. Por otra parte, la forma testimonial permite hacer hincapié en las
profundas incidencias que la etnografía produce en la subjetividad del antropólogo
–las cuales, muchas veces, pueden pensarse en términos de un quiebre vital–, y que
Peirano sintetiza con Geertz en el epígrafe elegido para su artículo (2004): “An
anthropologist's work tends, no matter what its ostensible subject, to be but an
expression of his research experience, or more accurately, of what his research
experience has done to him” (Geertz 1968, en Peirano, 2004)12. Señala Guber,
además, que “la” fuente del conocimiento del etnógrafo son su “experiencia” y su
“testificación” (2012: 52): ambas serán privilegiadas a lo largo de la tesis.
La experiencia de investigación etnográfica en términos de testimonio tiene
asimismo la ventaja epistemológica de tender hacia la deslocalización del campo y a
abandonar la fijación de “insularizar” los objetos empíricos y los objetos analíticos
en vistas de crear etnografías totalizadoras. Testifico también desde mi lugar de
investigadora: cómo fui, poco a poco, conceptualizando los objetos en términos

12 Elsie Rockwelladopta una postura similar: “El etnógrafo debe dejar el campo transformado en “otro
ser humano”. Si no hay una transformación profunda de sus marcos de interpretación (…) el arduo
trabajo de campo y de análisis cualitativo no vale la pena” (Rockwell, 2005: 3).

18
procesuales. Cómo opté por una narración en pretérito, incluso resultando en
ocasiones algo forzada, para relegar la narración en “presente etnográfico” de mis
primeras escrituras etnográficas que no hacía más que petrificar un universo que yo
sabía –experimentaba– vívido. Cómo el barrio dejó de ser un escenario, la iglesia
evangélica dejó de ser una institución, los jóvenes dejaron de ser un grupo definido
a priori… las fronteras tranquilizadoras fueron desdibujándose conforme avanzaba
el trabajo de campo y las falacias que señala Fredrik Barth (1992) en la
conceptualización de las sociedades fueron cayendo una a una, sostenidas como
estaban en la idea de una totalización compuesta por partes: “Above all, I see a need
to recognize that what we have called societies are disordered systems, further
characterized by an absence of closure” (ídem, 21). Y, mientras tanto, la pregunta
necesaria: “But how do we conceptualize and describe disordered open systems?”
(ídem). El testimonio aquí presentado se constituye como una posible respuesta: se
trata de un proceso exploratorio tendiente a descubrir y describir –en vez de definir
y asumir (ídem, 23)– el grado de (des)orden y forma que un sistema social
presentaba en situaciones y eventos particulares. Apuesta a entender lo social no
como una estructura preexistente –no el barrio, no la iglesia, no el grupo de jóvenes–
sino como un resultado (outcome) de procesos de interacción que necesariamente
implican grados variables de desorden (ídem), y a rescatar cada vez su condición
fluctuante.
¿Cómo hacer para rescatar esa condición fluctuante? Pues haciendo explícito
el modo como los etnógrafos investigamos: poniéndome a mí misma en ese flujo de
interrelaciones formadas por seres humanos a cuyas presiones y tensiones estuve
expuesta desde un primer momento. ¿Cómo fueron construyéndose esos vínculos
entre los miembros del DDJ de MEDEA y yo –en tanto investigadora; en tanto joven,
mujer, atea–? ¿Cuáles fueron las fronteras –morales, espaciales, epistemológicas–
que adquirieron relevancia en las diferentes instancias del trabajo de campo y cómo
y por qué fueron transformándose? ¿Cómo intervinieron los bagajes y preconceptos
que traíamos de el reino de Dios y de el mundo ellos y yo?
También la pregunta del porqué los “resultados” de esta investigación
debieran ser conceptualizados en términos de testimonio atravesará la escritura
etnográfica. Y recordará una y otra vez que los lazos sociales construidos durante el
trabajo de campo cuestionaron estereotipos de mi sentido común en una

19
resemantización paulatina de diversas fronteras –urbanas, epistemológicas,
ontológicas– y coquetearon con el (tras)paso hacia el terreno de experiencias
humanas profundas y en cierto sentido primitivas, como la vida, la muerte, lo
sagrado.

20
Capítulo I
Acá nos damos dos besos

Jesús, el buen pastor


Volvió, pues, Jesús a decirles: De cierto, de cierto os digo:
Yo soy la puerta de las ovejas. (…) Yo soy la puerta; el que por
mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.

San Juan, 10: 7-9 (Versión Reina Valera, 1960)

Llegar a MEDEA
Imagínese que de repente está en un barrio que casi no conoce, con una
mochila pequeña cargada apenas con una botellita de agua y una libreta, en una calle
cercana a una iglesia evangélica de notable concurrencia, mientras ve alejarse hasta
desaparecer el colectivo urbano número 36 que la ha llevado hasta allí. Desde que
una comienza a caminar por las veredas desiguales y enojosamente angostas, atenta
al movimiento de los autos y al andar de los transeúntes, involuntariamente
perturbada por el súbito ladrido de algunos perros callejeros y voluntariamente
distraída por las macetas que decoran profusamente los jardines delanteros de
algunas casas, no hay otra cosa que hacer sino empezar directamente el trabajo de
etnógrafa. Imagínese que es usted una principiante, sin experiencia previa, sin nada
que le guíe ni nadie para ayudarle. Imagínese, además, que una mezcla de ansiedad
y curiosidad la hacen llegar aproximadamente una hora antes de lo indicado por el
(ex) líder de los jóvenes durante una entrevista telefónica acontecida tres días antes.
Eso fue, más o menos exactamente, lo que ocurrió la primera vez que fui a
MEDEA a una reunión organizada por el DDJ, un gélido sábado de junio de 2015. El
(ex) líder de los jóvenes me indicó vía mensaje de texto que Mailén, una de las
capitanas13 del Departamento –morocha, con pelo largo ruludo, detalló–, se

13 Para ese entonces, Mailén ya no era capitana sino encargada. Esto me dio la pauta, tiempo después,
de los cambios de etiqueta al interior del DDJ, y del hecho de que Emmanuel, en términos estrictos,
ya no era líder de los jóvenes; aunque claramente su alejamiento del cargo estaba siendo paulatino.

21
encargaría de recibirme y darme la bienvenida ya que él estaba preparándose para
dirigir la ceremonia. Cuando entré al predio de MEDEA faltaba aún una hora para mi
encuentro con Mailén: como la fecha coincidía con Pentecostés, a la sazón estaba
cerrándose un seminario propuesto por el siervo Raúl Villarreal para la ocasión y
había muchísima gente, probablemente más de cinco mil personas14. Me acerqué a
la entrada de la cúpula, caminando tímida entre la multitud que iba y venía, en su
mayoría vestidas con pantalón o pollera negra y camisa o blusa blanca. Tenía desde
allí una vista privilegiada por la altura, ya que para ingresar había que bajar una
escalinata.
El clima era de febril y ensordecedor entusiasmo: desde el escenario, Raúl
Villarreal predicaba dando voces vía micrófono y gesticulando ampulosamente,
mientras la banda de seis músicos y un vehemente cantante interpretaban festivas
canciones de alabanza a Dios, seguidas por palmas y gritos de júbilo de parte del
público. Los más puntuales habían conseguido lugar en las numerosas pero a todas
luces insuficientes sillas azules, dispuestas en filas semicirculares concéntricas, y los
más previsores habían llevado reposeras, banquitos o sillas de plástico para
acomodarse. Muchos circulaban. La librería “Luz a las Naciones” y la tienda “La
Sulamita”, ubicadas en el extremo diametralmente opuesto al escenario, estaban
abiertas y llenas de gente. Entre la entrada de uno y otro negocio había dos puestos
de tortas variadas atendidos por mujeres. A uno y otro lado del escenario, dos
grandes pantallas transmitían en vivo, alternadamente, las gesticulaciones del
siervo, la interpretación de los músicos y el frenesí de los asistentes.
Ante un nada antropológico y bastante ingenuo estupor mío, muchos de ellos
danzaban en el espacio que había entre la primera de las filas de sillas azules y el
escenario. Danzar es el término nativo utilizado para designar el estado de trance
en el que un congregado podía entrar al oír las canciones de alabanza a Dios, durante
las reuniones o en otros espacios. Los modos de danzar de los asistentes eran
múltiples: algunos implicaban desplazamientos –correr, girar, saltar–; otros,

14Pentecostés coincide con el quincuagésimo día después del Domingo de Pascua de Resurrección y
es la fiesta cristiana que pone fin al tiempo pascual, en la que se celebra la Venida del Espíritu Santo
durante una reunión de Apóstoles en Jerusalén. Durante el Pentecostés posterior a la resurrección
de Cristo, el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y otros discípulos (Hechos, 2:1-4, 14-21).
En el pasado, el Espíritu Santo era otorgado con poder a profetas, reyes y a ciertos creyentes, pero el
primer Pentecostés cristiano marca el inicio de la dispensación del Espíritu: desde aquel entonces,
los dones del Espíritu son dados a (todos) los creyentes y son exhortados a ser llenos de Él (Hechos
1:8, 2:38-39, Efes.1:12-13; 5:18).

22
movimientos de unas pocas partes del cuerpo desde un solo lugar –por ejemplo,
girar la cabeza continuamente, temblar, mover brazos o piernas arrítmicamente–, e
incluso había quienes llegaban a la inmovilidad total: se tiraban al suelo de rodillas
y permanecían allí, o caían en una suerte de desmayo (en esos casos, tres o cuatro
hombres se acercaban, levantaban a la persona y la llevaban a un espacio alejado del
gentío para que recuperase la conciencia). Había personas encargadas de cuidar a
los que danzaban para que no se lastimasen entre sí, ya que todos permanecían con
los ojos cerrados y los movimientos tendían a volverse bruscos y potencialmente
violentos. Además, y como era invierno, había mujeres que cubrían con mantas color
bordó a quienes permanecían de rodillas en el suelo; mientras que otras recogían
los gorros, bufandas y camperas que los sujetos perdían en el transcurso de la danza,
e iban amontonándolos en una silla.
Tal la escena que se desarrolló ante mis atónitos ojos aquel sábado hasta que
se dio por concluido el seminario. Se cerró el telón del escenario y la muchedumbre
empezó a abandonar la cúpula de a poco. A continuación comenzaría la reunión de
jóvenes, seguida por una vigilia en oración que concluiría pasadas las cuatro de la
mañana. Varios jóvenes empezaron a reacomodar las sillas y a barrer el salón. Un
grupo de adolescentes, ataviadas con polleras largas blancas y chalecos de
lentejuelas, ensayaban una coreografía con banderolas blancas. Muchos adultos y
familias permanecieron en la cúpula esperando la siguiente reunión. Aprovechaban
para beber algo –mate, gaseosas– y comer –pizza, panchos, empanadas, conos de
papas, tortas o facturas–.
Bastante entradas las diez de la noche, después de que la banda de músicos
interpretara algunos temas para volver a acaparar la atención de los asistentes,
Mailén se dirigió a un atril de madera ubicado en el proscenio para dar la palabra –
es decir, comentar un pasaje bíblico y dirigir una oración colectiva– que indicaría el
inicio de la reunión de jóvenes. Yo me sentía ansiosa y apenas pude seguir sus
palabras. Luego de que terminara y abandonara el atril, la intercepté entre las sillas
y la saludé. Acá nos damos dos besos, me aclaró cuando atiné a darle sólo uno.
Después de explicarle a los gritos quién era yo y qué estaba haciendo allí –el
ambiente continuaba igual de estruendoso–, Mailén me pidió que la esperara un
momento –tenía que cambiarse la ropa– y me propuso que charláramos fuera de la
cúpula. Volvió a mi encuentro con un jean en vez de la pollera larga negra que llevaba

23
puesta antes –y que, como luego de asistir a un par de reuniones terminaría de
corroborar, se trataba del uniforme obligado de las mujeres cuando prestaban
servicio durante las reuniones– y salimos juntas. Eran aproximadamente las once y
media de la noche y hacía muchísimo frío. Con las narices y los cachetes enrojecidos,
de pie, a menos de diez metros de la entrada principal de la cúpula donde la afluencia
de gente iba menguando poco a poco, mirándonos de frente y a poca distancia,
Mailén y yo conversamos durante más de una hora.
En esa ocasión le pregunté, entre otras cosas, cómo había llegado a MEDEA. Me
sorprendió el modo como me contó su historia: me dio la sensación de que ya la
había contado muchas veces y estaba preparada para ello. El testimonio de Mailén
fue el primero de muchos que me tocaría oír: ella nació muy enferma y su madre –
tras visitar infructuosamente hospitales, brujos y curanderos– se acercó a una
iglesia evangélica y conoció a Dios. A partir de ese momento, Mailén fue sanada en
Dios y creció en barrio Santa Isabel –colindante a Villa El Libertador–, concurriendo
asiduamente a MEDEA con sus padres. Después de cumplir quince años, no obstante,
comenzó a preguntarse la razón de su asistencia al Ministerio: Me di cuenta de que
venía a la iglesia capaz porque mis papás me trajeron nomás… hasta que decidí probar
yo misma: ¿Existe Dios?, ¿no existe? Quería saber si venía porque mis papás me traían
o algo me traía a mí. La respuesta llegó de la mano de una situación vital límite –su
madre sufrió un accidente cerebro-vascular y los médicos le aseguraron que iba a
morir– y de una vivencia15–escuchó la palabra de Dios–: Yo me encerré en el santuario
[espacio de oración sagrado sito en el predio de MEDEA] y empecé a pedirle a Dios:
Señor, yo vengo a la iglesia porque mis papás me traen pero bueno, ahora estoy
atravesando un momento difícil; no sé si mi mamá va a morir, si va a vivir. Y bueno, fue
ahí donde pude escuchar la voz de Dios, que me dijo que Él me iba a cuidar y me iba a
ser fiel eternamente. Esa fue la primer vivencia que yo tuve y ya desde ahí no pude decir
nunca más “vengo porque me obligaron”.

* * *

15Vivencia es uno de los términos nativos para designar un evento que se asocia a la manifestación
del Espíritu Santo en la vida de la persona.

24
El segundo sábado en que asistí a MEDEA, luego de que terminara la reunión
de jóvenes –alrededor de las doce de la noche– fui con Mailén a La Barca, el comedor
de la iglesia. Mientras entrábamos, Rosa –una chica a quien yo aún no conocía– se
acercó, nos saludó y le dijo a Mailén que la necesitaba. Mailén me miró por un
momento –no quería dejarme sola– y le respondió que estaba ocupada. Es
importante, insistió Rosa. Mailén asintió, llamó a una chica llamada Noe y me la
presentó. ¿Pueden cenar juntas?, le preguntó. Noe pareció encantada con la
propuesta; supuse que era importante para ella que Mailén le delegara la tarea de
acompañarme. Nos acercamos a la barra, hicimos cola durante varios minutos y
pedimos una pizza. Nos dieron un número para identificar el pedido; lo tomamos y
nos sentamos enfrentadas en la punta de uno de los ocho largos tablones
compartidos que atraviesan el salón. Acababa de terminar la reunión y por lo tanto
había mucha gente y mucho bullicio. La pizza se demoró alrededor de media hora y
Noe estaba impaciente, miraba continuamente hacia la barra donde, tras una puerta,
se adivinaba la cocina; cuando finalmente nos llamaron, la pizza resultó estar fría y
tener poco queso. ¿Querés que les diga que nos agreguen un poco de queso y la
calienten?, me preguntó Noe. Supuse que su impaciencia y preocupación tenían que
ver con mi presencia allí; me negué rotundamente y le resté importancia. Lo que aún
no sabía es que quienes en ese momento estaban a cargo de la cocina eran los
jóvenes del DDJ y, por lo tanto, compañeros de servicio de Noe.
Mientras cenábamos, me contó que había llegado hacía tres años a MEDEA
porque su novio, Gonzalo, la había llevado. Andábamos re mal nosotros, me detalló, y
mi novio me invitó un día y vine y me parecieron todos unos locos. Yo me asustaba, no
entendía nada. Vinimos un día y Gonzalo empezó a temblar y yo le apretaba fuerte la
mano y le decía que no tenía que hacer como ellos. Discutíamos mucho. Un día se
manifestó y lo llevaron a Liberación [de Almas] y yo estaba muy asustada, me largué
a llorar. Pero seguí viniendo, seguí viniendo, y conocí a Dios. Al principio no me
manifestaba, cerraba los ojos y no pasaba nada, no sentía nada. Tenía el corazón
endurecido. Me costó, pero al final el Espíritu Santo me tomó16.

16Es decir, se manifestó en su cuerpo mientras ella oraba: tal experiencia era corriente en las
oraciones grupales que se llevaban a cabo en las reuniones, durante las cuales los sujetos podían
ponerse rígidos, balancear todo el cuerpo o la cabeza, mover rítmicamente y sin parar pies y piernas,
entre otras manifestaciones.

25
Por otro lado, Noe me contó que fue sanada en Dios de una celiaquía, después
de conocer a Dios y empezar a asistir regularmente al Ministerio: Empecé a comer
de todo; si Dios sanaba a todos, por qué no me iba a sanar a mí. Vos me ves flaca, pero
yo era muchísimo más flaca. Y de chiquita sufría mucho, que se me burlaban, que me
preguntaban, siempre con la viandita a todos lados. Y empecé a comer de todo
encomendandomé a Dios y mirá: [señaló la porción de pizza que estaba comiendo]
no me hace nada. Le pregunté si había vuelto al médico después de eso. Se encogió
de hombros y me contestó, resuelta: ¿Para qué? ¿Para contarles que Dios me sanó?
Me van a decir que estoy loca17.
Cuando estábamos terminando de cenar y ya las mesas se iban vaciando de
gente y el nivel de ruido comenzaba a bajar, Mailén se acercó nuevamente: ¡Tengo
un hambre!, exclamó mientras se sentaba y tomaba una porción de pizza. Era la Cris,
le comentó a Noe un poco molesta y con cara de cansancio. Después me explicó: Es
una hermana que entró al departamento [de Desarrollo Juvenil] hace poco. Me vino a
hablar porque tuvo una vivencia y se asustó y ahora se quiere apartar 18. Noe se
impacientó: ¿Y se va a apartar? No creo, respondió Mailén, yo la hablé. Le digo: “cómo
puede ser que hayas estado tanto años acá y no sepas cómo funciona eso”… que entrás
a un departamento y pasan cosas.

El Departamento de Desarrollo Juvenil


Todos los lunes por la noche se celebraba la reunión interna del DDJ, adonde
asistían principal aunque no exclusivamente miembros activos del departamento.
Después de aquel segundo sábado cuando conocí a Noe, Mailén me invitó a la
reunión del lunes siguiente. Las reuniones de los sábados y las de los lunes, si bien
dirigidas por igual (principalmente) a los jóvenes, presentaban diferencias
fundamentales en sus dinámicas. Cuando le pregunté a Lili –una de las encargadas
del DDJ y responsable de la tesorería del departamento– cuáles eran esas
diferencias, me explicó que a las reuniones de los lunes asistían un número más
reducido de personas y se llevaban a cabo en una sala pequeña en lugar de en la

17 Analizo el epíteto de locos y otros etiquetamientos de los miembros de MEDEA por parte de los del
mundo en el Capítulo III.
18 Término nativo para indicar el acto de no asistir más al Ministerio.

26
cúpula; por lo tanto, el contacto con los jóvenes era más íntimo y personal. Nos
acercamos más a los jóvenes y podemos ministrar mejor, me dijo. Tal vez los sábados,
como hay mucha gente y sonido y todo, los jóvenes no pueden hablar de lo que les pasa.
Pero los lunes pueden contar si están pasando por un mal momento, para ministrar al
joven que está desanimado más en profundidad.
Las reuniones que se celebraban los sábados por la noche se desarrollaban en
la cúpula entre las nueve y aproximadamente las doce de la madrugada y había, en
general, bastante concurrencia, entre jóvenes y adultos (unas ochenta personas
como mínimo). La gran mayoría de los adultos iban ataviados con el conjunto negro
y blanco (pantalón o pollera negro, camisa o blusa blanca) de rigor en las reuniones
dominicales; mientras que los jóvenes tendían a utilizar jean y camisas, blusas y
abrigos de colores diversos que, descontando la ausencia de faldas cortas y escotes
pronunciados en las mujeres, coincidían con los modelitos habituales de moda entre
jóvenes. La reunión de los sábados era la salida nocturna semanal para (muchos de)
los jóvenes de MEDEA y por lo tanto constituía la ocasión propicia para utilizar la
ropa más elegante con la que contaban y que difería del negro-blanco obligatorio en
las reuniones dominicales. En mi entrevista telefónica con Emmanuel Villarreal, él
me explicó que las reuniones de los jóvenes se llevaban a cabo los sábados por la
noche puesto que esos eran los momentos cuando los jóvenes están más en riesgo,
pueden caer en las tentaciones, están más vulnerables a las drogas, al alcohol, a los
robos. De hecho, después de concluida la reunión, se invitaba a los asistentes a
compartir una vigilia en oración, que podía durar hasta las cuatro de la mañana
aproximadamente, entre cantos de alabanza, oraciones grupales y alguna comida en
La Barca, el comedor de la iglesia. Las reuniones de los sábados solían contar con un
considerable grado de espectacularidad: quienes dirigían la ceremonia utilizaban
micrófono; había mucho ruido y las intervenciones musicales de la banda eran
continuas y estaban acompañadas de uno o más cuerpos de adolescentes que
realizaban coreografías con banderolas blancas. Además, a veces se hacían
actividades alternativas como juegos o coreografías grupales, eventualmente algún
departamento preparaba un sketch u obra de teatro, y siempre se llamaba al frente
a quienes iban a tomar la decisión de fe esa noche y, sobre el final de la reunión, los
asistentes que lo desearan oraban y danzaban desde sus lugares o en el proscenio.

27
Las reuniones de los lunes, en cambio, presentaban un clima más íntimo. Aquel
primer lunes en que asistí a una reunión, llegué temprano –la cita era a las nueve– y
había sólo cuatro personas. Entre ellas se destacaban Carlos –un hombre de unos
cuarenta años, por entonces flamante líder de los jóvenes, rol que hasta hacía poco
tiempo cumplía Emmanuel Villarreal– y Rebeca –una enérgica mujer de cuarenta y
un años, encargada del DDJ, cuya imagen personal me desconcertó ya que difería
raudamente de cualquier otra mujer que hubiese cruzado en MEDEA hasta ese
momento: tenía el cabello corto y teñido de rubio platinado, con una parte rapada;
sus pantalones tenían tajos y usaba una campera de cuero–. Saludé –ya a esa altura
con los dos besos correspondientes–, me presenté y ayudé a acomodar las sillas en
limpieza, donde por aquel entonces se llevaban a cabo las reuniones: una sala
sencilla, rectangular, donde se guardaban artículos de limpieza y alfombras y que
contaba con tres ventanas, un armario grande y desvencijado, una mesa y muchas
sillas blancas de plástico19. ¿Así que venís a ver cómo se portan los jóvenes?, me dijo
en tono jocoso Rebeca. Mirá que llegan todos tarde.
Efectivamente, la reunión se inició media hora tarde. A pesar de que Vanina,
líder femenina del DDJ, contabiliza a los miembros del departamento en
aproximadamente ochenta, cada lunes asisten entre veinte y treinta jóvenes. Para
abrir aquella reunión, realizamos una breve oración colectiva para encomendarnos
a Dios. No fue muy numerosa ya que sólo unos diez jóvenes habían llegado a tiempo.
Esa fue la primera vez que participé activamente en una: nos pusimos en ronda
tomándonos de las manos; todos cerraron los ojos y poco a poco fueron agachando
la cabeza y hablándole a Dios en voz más o menos alta, según la disposición de cada
uno, mientras hacían movimientos rítmicos (o no) llevando el peso de un pie al otro
o haciendo un pequeño paso hacia adelante y hacia atrás. Permanecí un momento
con los ojos abiertos, luego los cerré y agaché la cabeza en actitud de recogimiento.
El joven a mi izquierda se movía enérgicamente y me presionaba la mano de a ratos,
intempestivamente. Intenté disipar mi rigidez flexionando apenas las rodillas y
basculando la pelvis, para dejarme llevar por los movimientos de quienes estaban a
mi lado. Me concentré por un momento en el ritmo de la oración: entre

19Meses después, cerca de fin de año, y tras una serie de refacciones realizadas bajo las tribunas del
estadio de MEDEA, se les ofreció a los jóvenes otro espacio donde realizar sus reuniones. Este era
más amplio, ventilado y cómodo, y fue percibido por el grupo como una gran conquista de su trabajo
en oración y en servicio.

28
agradecimientos y pedidos se sucedían una serie de fórmulas fijas –en su mayoría
vocativos que designaban a Dios– que los jóvenes repetían una y otra vez generando
un ritmo continuo en el flujo de palabras. Quienes iban llegando, se sumaban a la
ronda a orar.
Para cerrar la oración, Carlos –el líder de los jóvenes– gritó ¡Cristo!, a lo cual
todos respondieron: ¡Vive! ¡¿Y Cristo?! ¡Viene! ¡¿Y Cristo?! ¡Reina! Después
aplaudimos y tomamos asiento en las sillas blancas. Carlos permaneció parado
frente a las filas de sillas y nos dio la bienvenida. En la reunión de hoy tenemos una
invitada especial, dijo entonces. ¿Quiere presentarse?, me preguntó. Sonreí, un poco
turbada por la inesperada exposición, pero agradecí internamente poder explicarles
a todos juntos de una vez –por supuesto, no para siempre– qué estaba haciendo allí.
Saludé, me presenté y comenté brevemente que estaba iniciando el trabajo de
campo para mi tesis de maestría en Antropología y que iban a verme bastante
seguido por ahí, compartiendo reuniones y actividades con ellos. Mientras recorría
la sala con los ojos, me crucé con algunas miradas curiosas.
Carlos prosiguió, y preguntó quién quería agradecer y compartir algo. Hubo un
silencio. A veces era difícil comenzar las reuniones de los lunes, nadie quería hablar.
En general, cuando eso sucedía, dos o tres de los más elocuentes o de los miembros
más antiguos tomaban la palabra para “romper el hielo”. Otras veces, Carlos o quien
estuviese dirigiendo la reunión podían incitar a alguien en particular para que
hablase. La primera en tomar la palabra aquella noche fue Tamara, una corpulenta
joven de veintinueve años, que trabajaba en un carro de comidas a la vera de la ruta.
Agradeció por un día más de vida y compartió que su hermano, quien era
hemipléjico, está muy enojado con Dios y es muy difícil compartirle la Palabra porque
siempre insulta, siempre está muy enojado. Pero justo el otro día fui a llevarle unos
pañales que una señora me había dejado para él, y me quedé porque estaba solo y
estaba bien, tranquilo. Nos pusimos a ver una peli, la nueva de Noé. Entonces le digo:
“¡Esto tiene errores!”, y ahí nomás agarro la Biblia para empezar a darle la Palabra
[Tamara hizo la mímica de asir rápidamente algo en el aire como quien se aprovecha
de una situación propicia, y todos nos reímos]. Y le leo y le leo, y él, nada: mudo,
porque Dios siempre nos da la oportunidad de llevar la Palabra. Después, bueno… pasó
no sé qué con la cama y él empezó a insultar y yo le dije que se calme, que se guarde un
poco los insultos, que no se los gaste todos de una sola vez. Pero después le anoté todo

29
lo que estaba mal de la peli y él me lo aceptó. Cuando concluyó, todos aplaudimos.
Gloria a Dios, hermanita, dijo Carlos. ¿Quién sigue?
Tomaron luego la palabra dos jóvenes más y, por último, una de las jóvenes
que estaba sentada al fondo de la sala se ofreció, en voz baja y con timidez, a
compartir una experiencia reciente. Como era difícil oírla, Carlos la invitó a pasar al
frente. Mari, la joven, dudó un momento. Ante la insistencia de los demás, ella se
paró con notable esfuerzo, se dirigió hacia el frente y se quedó allí parada, cabizbaja,
visiblemente incómoda. Cuéntenos, hermana, ahora sí, la animó Carlos. Es que soy un
poco tímida, explicó Mari, todavía en voz baja, retorciendo las manos. ¡¿Tímida?!,
exclamó Carlos. ¡ERAS tímida! La muchacha levantó la cabeza, lo miró y sonrió.
Todos estallaron en aplausos. Mari, en voz considerablemente más audible y con la
cabeza en alto, le agradeció al Señor por un día más de vida, por permitirle servir en
el Departamento de Jóvenes y detalló estar pasando por momentos difíciles, por la
muerte de su abuela –que estaba en Jujuy, donde nació Mari– y por el embarazo
complicado de una hermana, a quien le había costado mucho quedar embarazada.
Pidió que las tuvieran presentes en oración. Fue ovacionada al terminar. Carlos la
palmeó en la espalda, le preguntó los nombres de su abuela y su hermana para poder
tenerlas presentes en oración, la felicitó y la invitó a que volviera a su asiento.
Después llegó el momento de la lectura de la Palabra. Lucas, 4: 1. Tentación de
Jesús, indicó Carlos. Todos buscaron en sus Biblias respectivas –o en las aplicaciones
de sus celulares– las líneas. Una joven levantó la mano para leer en voz alta. Cuando
concluyó la lectura de los diez primeros versículos, Carlos preguntó: ¿Y de qué habla?
Comenzó una reflexión grupal sobre las tentaciones. No hay que caer en la tentación,
sentenció Carlos, no hay que darle espacio al Enemigo. Es como esas películas en las
que está el diablito de un lado y el Señor del otro lado, ¡eso es verdad! Carlos giró su
cabeza hacia atrás de un hombro y hacia atrás del otro, alternativamente, como
atendiendo al Diablo y a al Dios allí presentes. Muchos se rieron. ¿Y a quién vamos a
escuchar nosotros…? El Enemigo está siempre ahí. Tenemos que estar preparados en
oración y en ayuno; para que no lleguen los del mundo y nos inviten al baile y nosotros
digamos “sí, sí…”

30
Un campo de puertas (siempre) abiertas
“Todos los grupos sociales establecen reglas” (Becker, 2014 [1963]: 21). Mailén
se encargó de recordármelo desde el momento cero. Acá nos damos dos besos fue su
frase de bienvenida a MEDEA y determinó, en toda su simpleza y contundencia, el
lugar de partida de mi carrera moral allí: una outsider que ni siquiera sabía cómo
saludar adecuadamente. Por lo demás, el poder deíctico de ese acá y de ese nosotros
expresado en la desinencia verbal dejó en claro que yo pertenecía a un allá y a un
ellos. Un allá que esa noche sentía muy, muy lejano; un ellos que hubiera reaccionado
con un estupor equivalente al mío ante las manifestaciones del Espíritu Santo en la
danza de los concurrentes a la fiesta de Pentecostés –y que, ciertamente, hubiera
atinado a saludar con un solo beso–.
Pero algo aún más poderoso que los deícticos se translucía tras la frase
pronunciada por Mailén: una intención de formarme o “domesticarme”. Según Lins
Ribeiro (2004 [1989]), el etnógrafo se constituye como un actor social descalificado
–un outsider– en la medida en que experimenta en campo un “extrañamiento”: una
tensión, derivada del desconocimiento del investigador sobre la conciencia práctica
del grupo, entre aproximación (presencia física en el campo e interés por la realidad
social que se despliega ante sus sentidos) y distanciamiento (no participación del
código compartido, de la conciencia práctica del grupo). Lins Ribeiro destaca que la
presencia del antropólogo es percibida como una ruptura en las formas cotidianas
de los actores sociales y necesitan “domesticarlo”, darle un lugar en las redes
sociales locales.
El lugar que me fue dado–y que yo misma me di o, como mínimo, acepté– fue
el de una novata. Cuando le pregunté a Mailén cómo ministraban a quienes recién
llegaban a MEDEA, me explicó que van enseñándoles de a poquito. La mejor metáfora
para describirlo, según ella, es la de un bebé: al nuevo tenés que explicarle todo de
cero, es como un bebé. Un bebé empieza a gatear, empieza después a caminar, después
empieza a balbucear y después empieza a hablar. Empezamos desde el principio
nosotros. Desde que el bebé empieza a gatear empezamos…
Y así comencé yo a gatear: aprendiendo a saludar con los dos besos
correspondientes. Huelga aclarar que en aquel momento no percibía que me
encontraba en ese lugar de “bebé” a quien hay que explicarle todo de cero. Estaba
demasiado ocupada en mi rol de etnógrafa, tomando notas mentales y reales,

31
observando y registrando los detalles a mi alrededor, memorizando nombres,
disimulando alternativamente y con éxito relativo mi estupefacción o mi
aburrimiento. Es la visión retrospectiva la que permite conceptualizar mi paso por
MEDEA –y particularmente por el DDJ, adonde me envió Emmanuel y me invitó
Mailén– como una carrera moral que comenzó en ese, mi lugar de outsider. Pronta,
casi simultáneamente, ese lugar sería reconfigurado por los mecanismos de
funcionamiento del grupo y yo pasaría a ser una oveja –el escalón número uno de la
carrera moral objetiva de un miembro “típico” del DDJ–, una novata, un bebé.
Aprendería cómo saludar, cómo comportarme durante las reuniones y durante las
oraciones colectivas, cómo compartir la palabra…
Ocupar el lugar de novata al interior del DDJ se me facilitó sensiblemente
durante aquellos primeros tiempos de asistencia por tres razones fundamentales.
En primera instancia, por la cercanía etárea entre mis interlocutores y yo: resultó
sencillo que mi lugar en el DDJ se percibiera como el de una novata “más”, que
aprendía reunión a reunión y actividad tras actividad las convenciones del grupo.
Quienes no habían estado presentes en aquella reunión de lunes en la que Carlos
hizo que me presentara, tardarían en enterarse de que mi interés por el
Departamento residía en mi condición de antropóloga.
En segunda instancia, MEDEA –en tanto institución neopentecostal, con misión
de evangelización– se trataba de un campo de “puertas siempre abiertas” y, por lo
tanto, una cara desconocida en las reuniones no era poco común. Mis interlocutores
estaban acostumbrados a recibir personas nuevas, a enseñarles los pasos para llevar
una vida en Dios. Aún más: para ellos tenía la radical importancia de un mandato el
predicar la Palabra del Evangelio y rescatar nuevas almas, ya que así podían
conseguir bendición.
Ello da paso a la tercera razón que facilitó de modo relativo mis primeros
tiempos de participación en el DDJ: la centralidad del uso de la palabra como una
competencia a desarrollar entre los miembros del DDJ. La interacción entre Mari y
Carlos durante aquella reunión de lunes, demostró a mis ojos que la timidez no podía
ser un atributo de un miembro del DDJ –y, por extensión, de un hijo de Dios cuya
tarea es llevar la palabra del Evangelio a las personas–. Sin ir más lejos, Mailén –
dueña de una elocuencia y una verborragia formidables– me contó esa noche cuando
la conocí una historia similar sobre sí misma. Me detalló que, antes de participar

32
activamente en el DDJ, ella era callada y reservada: Yo entro siendo una persona
tímida, no hablaba con nadie, muy callada, cerrada, todo era así, cero cero cero. Y
bueno, Dios me fue ayudando, obviamente con los encargados [del DDJ] que tenía en
su momento, Dios me fue tratando, pude ir soltandomé.
El recurso a la palabra se configuraba, en la carrera de Mailén y (por lo menos
potencialmente) en la de Mari, como un don dado por Dios y por el ministerio del
departamento. Y es que el uso de la palabra podía esgrimirse a la hora de compartir
testimonio, para retener a hermanos que querían apartarse –como en el caso de la
Cris–, para ministrar a aquellos que estaban desanimados o para reclutar a nuevos
adeptos. Ello allanó ostensiblemente el decurso de mis primeros pasos en el DDJ, en
la medida en que sus miembros entendían la importancia de transmitir mediante la
palabra: estaban dispuestos a conversar conmigo, a relatarme su testimonio, a
detallarme los cambios que el Espíritu Santo había hecho en sus vidas y a explicarme
cuestiones relativas a Dios y al Ministerio. Nuestras conversaciones cabían a la
perfección en las notas que yo tomaba veloz y casi compulsivamente en el colectivo
mientras volvía a casa, y ya más detallada y reposadamente cuando estaba sentada
frente a mi computadora. En mi círculo científico antropológico, también le dábamos
una importancia fundamental a la palabra; todas aquellas conversaciones eran
fácilmente traducibles al lenguaje de mis notas y mi diario de campo –y,
eventualmente, al de alguna ponencia–.
Me llevaría un tiempo darme cuenta de que mis notas estaban perdiéndose
algunos detalles fundamentales. Había otras profundidades en aquel mundo de las
que me daban cuenta los miembros de MEDEA pero que mis notas, tan influenciadas
por el sentido común antropológico de separación entre el etnógrafo y los otros
exóticos –más exactamente: exotizados–, aun no podían registrar. Como señala
Wright (1998: 186), el lenguaje de la religión sólo es comprensible a partir de su
sintaxis y no puede ser reducido a cuestiones de creencias. Por esta razón, para
entender el fenómeno religioso en tanto un “conjunto total, vital”, en tanto “espacio
habitado” (ídem), es necesario que el etnógrafo abandone la perspectiva objetivista
y ocupe un turno del habla en la praxis comunicativa que se abre en el campo
(Fabián: 1974, 1983 en Wright, 1998: 184).
Y el corolario necesario de aquella praxis comunicativa que entabláramos mis
interlocutores y yo es este, la escritura etnográfica. Este testimonio como (una

33
posible) culminación del encuentro intersubjetivo que me permitió saberme –
súbita, inesperadamente– involucrada en una concepción diferente acerca de la
lógica de funcionamiento del mundo. Y estaba de tal modo involucrada que esa
lógica circunscribía no (sólo) mi trabajo como etnógrafa sino también otros –y, para
mí, completamente impensados– aspectos de mi vida.

Mis vivencias
Un lunes a finales de julio de 2015, a poco menos de un mes de mi entrada a
campo, pasé por el hospital a visitar a Martha, mi abuela materna, antes de ir a la
reunión del DDJ. Ella estaba internada hacía ya unos días; yo había estado de viaje
desde el miércoles anterior así que esa era mi primera visita. Entré a la sala y
conversé con mi tío un rato. Él estaba allí desde la mañana; le propuse que bajara a
tomar aire y un café. Ya sola, me acerqué a la cama y tomé a mi abuela de la mano.
La situación familiar no era sencilla: por entonces mis padres estaban viviendo
en Lima, Perú, y la situación económica no le había permitido a mi madre comprar
un pasaje para volar todo lo pronto que hubiese querido a Argentina y estaba muy
angustiada. Llegaría recién unos cinco días después. Sentada al lado de la cama, le
escribí a mi mamá. Que se quedara tranquila, que estaba allí acompañando a la
abuela, que ambas la teníamos muy presente.
Mi abuela estaba inconsciente. Respiraba con intranquilidad y notable
esfuerzo tras la máscara de oxígeno. Me quedé allí quieta, algún rato, mientras
pensaba en mi madre y en los tiempos cuando mi abuela estaba sana y compartía
tiempo conmigo: recordé que bordábamos juntas durante tardes enteras en su
departamento de la calle Jujuy, y que ella me cocinaba cada vez un pastel de
berenjenas que a mí me encantaba. Interrumpió mis pensamientos la entrada de un
médico, quien hizo unos chequeos generales, me dijo alguna vaguedad que no
recuerdo y dejó saludos para mi tía. Me quedé de nuevo a solas con mi abuela. Otra
vez la tomé de la mano y le acaricié la piel translúcida, arrugada y suave. Su
respiración me inquietaba mucho; supe que estaba haciendo un ingente esfuerzo y
que se sentía muy perturbada. Empecé a hablarle. En voz baja, casi inaudible, al
principio sin estar muy segura de lo que le decía, hasta que le pedí que se calmara.
Que se dejara ir, que todo estaba bien, que la queríamos mucho. Pasaron unos

34
minutos. No sabría decir cuántos. Su respiración se enlentecía y aquietaba. Seguí
hablando y la tomé con más firmeza de la mano. Estaba muriendo.
Más tarde, entre las lágrimas y las llamadas familiares, me tomé un momento
para escribirle a Emmanuel Villarreal, mi único contacto en MEDEA por esos días,
para avisarle que mi abuela había fallecido y pedirle que por favor les avisara a
Mailén y a Noe –con quienes había asumido el compromiso de asistencia a la reunión
pero cuyos números de teléfono aún no tenía– que no iba a poder ir.

* * *

El lunes siguiente, después de la reunión, tanto Mailén como Noe me


abordaron para darme sus pésames y unos abrazos que me sorprendieron por su
calidez, y para preguntarme por mi estado anímico y el de mi familia. Con Noe tuve
oportunidad de conversar más largamente y le conté en detalle lo acontecido aquella
tarde. Me miró gravemente y me preguntó: ¿Y ahora vas a dejar de venir?
Desorientada, le respondí que no, que por qué me hacía esa pregunta. Es que esas
cosas pasan cuando uno empieza a venir al ministerio, me explicó. La gente a veces se
asusta.
Su respuesta me desconcertó aún más, y no fue sino hasta meses después que
pude objetivar la muerte de mi abuela y sus correlatos –tanto en la iglesia como
entre los miembros de mi familia– como datos de campo, cuando pude conversar del
asunto con mi director de tesis y luego discutirlo durante una clase de una materia
metodológica de la maestría. De modo súbito, mis experiencias personales y yo
misma fuimos incluidas en una lógica desconocida para mí –la del Ministerio y la del
Departamento– que incluía el accionar de una fuerza que se me figuraba como
“sobrenatural”: tal y como la Cris quiso apartarse porque había tenido una vivencia,
para Noe era esperable que yo dejara de ir después de acompañar a mi abuela en su
muerte.
Hago uso las comillas ya que el término “sobrenatural” indica cómo estaba
percibiendo yo el discurrir de los acontecimientos: para los miembros de MEDEA,
no había sobrenaturalidad en el accionar del Espíritu Santo. Si dejo la expresión es
simplemente porque me parece importante reparar en esta calificación de sobre-
natural como un modo de describir lo que para mí, como etnógrafa, se constituía

35
como un conflicto ontológico pero no lo era para mis interlocutores: ellos tomaban
como natural el hecho de que los que se acercaran al Departamento comenzaran a
tener vivencias y reaccionaran ante ello.
Si bien la más emocionalmente intensa para mí, no fue esa la única
interpretación que realizaron mis interlocutores de una vivencia mía en función de
mi asistencia a MEDEA. Fue ciertamente significativa la cantidad de veces que, ante
la respuesta a la pregunta de quién era yo y qué hacía allí, la reacción eran una
sonrisa y una mirada que denotaban un cierto aire de suficiencia seguidas de
comentarios del tenor de: Los caminos de Dios son siempre misteriosos; Dios quiere
que escribas esa tesis; Dios nos trae a todos de modos diferentes; Pero estás acá
entonces; Dios te está usando a vos. De esta manera, las explicaciones respecto de
quién era yo y qué estaba haciendo –que en mi cabeza repleta de miedos de
inexperta etnógrafa iban a resultar peliagudas e incómodas– eran rápidamente
entendidas bajo la lógica de los miembros de MEDEA. Así también, y de modo
renovado, mi llegada al DDJ se constituía como el inicio de una carrera más o menos
típica al interior del grupo.
Lo que más me intranquilizaba era el hecho de que el inicio de esa carrera y
sus interpretaciones borbotaban a mi alrededor con absoluta independencia de mi
acuerdo con ellas. Algo similar a lo que le ocurriera a Jeanne Favret-Saada cuando
sus interlocutores de campo entendían que su accionar en campo y su interés por la
brujería se debían a su naturaleza de bruja (en Wright, 1998: 188). No importaba
qué dijera o qué hiciera yo, cabía todo ello en los planes de Dios. Recordé
advertencias que me habían hecho algunos de mis allegados con respecto a los
riesgos que podía correr en MEDEA: me aconsejaron que tuviera cuidado entre los
evangélicos. Algunos en tono de broma –los más, amigos varones– y otros en tono
de advertencia –mi madre y la madre de una amiga–, coincidieron en aconsejarme
que tenía que ser precavida, ya que iban a intentar evangelizarme. Ese intento era
leído en términos de una amenaza ora evidente ora solapada pero siempre
constante frente a la cual yo no iba a poder “defenderme”: Cuando uno menos se da
cuenta ya está atrapado, fue una de las expresiones.
El devenir de los acontecimientos en campo se asemejaba al cumplimiento, al
mismo tiempo sutil y palmario, de una profecía. Cada vez me adentraba más en el
DDJ, no sólo participando más asidua y enérgicamente de las actividades propuestas

36
sino internalizando cada vez más resueltamente las lógicas de funcionamiento del
grupo y de su percepción del mundo. Poco a poco, mi ser outsider iba
relativizándose, mi gatear se traducía en unos primeros pasos y hasta me atrevería
a decir que ya intentaba balbucear: empecé a comprender y experimentar la
importancia del compromiso en el DDJ, tanto a un nivel colectivo como a un nivel
más individual. Entiendo por compromiso un proceso a través del cual ciertos
intereses se alían para sustentar determinadas líneas de comportamiento entre los
miembros de un grupo (Becker, 2014: 46). Abordo estas líneas de comportamiento
en el marco de mi carrera moral y las de algunos de mis interlocutores –y los
intereses que las sustentaron– en el próximo capítulo.

37
Capítulo II
¿No tenés Biblia?

Mensaje a Laodicea

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente.


¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no
frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.

Apocalipsis, 3: 15-16 (Versión Reina Valera, 1960)

La Barca
Los sábados por la noche, el DDJ se hacía cargo de la cocina de La Barca y
producía empanadas árabes caseras, pizzas, pizzetas, hamburguesas, panchos,
sánguches de milanesa y conos de papas fritas para vender a los asistentes a la
reunión y así juntar fondos para las actividades del departamento. Todo comenzaba
en la reunión del lunes inmediatamente anterior, cuando, cerca del final, Lili –la
tesorera del departamento– se ponía de pie enérgicamente, con un cuaderno en el
antebrazo izquierdo y una birome en la mano derecha, y decía, en voz alta, clara e
invariablemente alegre: No se vayan, no se vayan, ¡vamos con las donaciones para La
Barca! Acto seguido comenzaba a leer uno por uno los ingredientes –carne picada,
cebolla, tomate, lechuga, harina, papa, puré de tomate, aceite, orégano, aceitunas,
queso, salchichas, pan, prepizzas…– y la cantidad necesaria de cada uno, haciendo
una pausa entre uno y otro y mirando a todos los asistentes, para que aquel joven
que deseara (y pudiera) donarlo se apuntase. En ciertas ocasiones, había personas
que se apuntaban rápidamente, pero en muchas otras Lili tenía que arengarlos:
Vamos, que es para gloria de Dios; Donar también es prestar servicio a Dios; Todo lo
que va en Dios vuelve multiplicado, entre otras variantes. Leía la lista una vez y volvía
a repetirla –sin los ingredientes para los que ya había anotados–, y les recordaba que
podían donar el dinero en vez de comprar los productos, y que era necesario que los
ingredientes estuviesen a más tardar el jueves en el depósito de La Barca. Lili hacía
muecas graciosas y generaba momentos alternados de tensión y distensión

38
mientras iba leyendo una y otra vez la lista de su cuaderno. A veces se aplaudía a
quien nunca donaba y de repente decidía donar uno de los ingredientes más caros.
Los recaudos que Lili y su cuaderno pudieran tomar no siempre eran
completamente eficaces. Ocurría en ocasiones que nadie se apuntaba para donar
algún ingrediente (o varios), u ocurría que alguien se comprometía y luego no
llevaba el producto. También podía ocurrir que llegara el sábado por la tarde –
cuando se juntaban los encargados de la cocina y los designados para trabajar allí
ese día– y no hubiese casi ningún ingrediente para comenzar la labor.
Tal la situación que se presentaba un sábado de octubre cuando, alrededor de
las cinco de la tarde, llegué a MEDEA. Hacía ya unos dos meses que asistía
regularmente a trabajar a la cocina de La Barca y, a fuerza de compartir sábado a
sábado el trabajo una y otra vez cansador y vertiginoso, había establecido muy
buena relación con Jonás, un joven de veinte años que oficiaba de cocinero con una
destreza, un ritmo y un buen humor admirables; y con Rebeca, aquella mujer de
cuarenta años a quien conociera en mi primera reunión de lunes y que era la
encargada de dirigir la cocina cuando estaba en manos del DDJ. Constituía por cierto
una responsabilidad notable la que recaía en los hombros de Rebeca: el trabajo en
la cocina de La Barca era una fuente muy importante de fondos para muchos de los
departamentos del Ministerio y por lo tanto había un cronograma estricto que
dividía los días de la semana equitativamente para cada departamento. Además de
la producción de comida de los sábados, el DDJ tenía la cocina a su disposición los
lunes por la tarde, cuando producían pan casero que vendían entre los miembros de
la iglesia y a sus allegados o vecinos, y los sábados al mediodía, cuando producían
diferentes viandas para llevar (pollo horneado, canelones, entre otras) y, en época
estival, también producían ensalada de frutas para vender durante las reuniones
dominicales o en parques y plazas de la ciudad. Rebeca tenía a su cargo sostener la
invisible, gigantesca y delicada ingeniería que aseguraba la producción colectiva de
toda esa comida.
En cuanto entré a La Barca aquel sábado y saludé a quienes ahí estaban –
Rebeca, Jonás y los miembros del DDJ que estaban designados para servir ese día en
la cocina– noté que el clima estaba caldeado. No sólo no había ingredientes sino que
tampoco había dinero para ir a comprarlos. Lili, la tesorera, brillaba por su ausencia
y tenía apagado su teléfono celular. Porque trabajar con los jóvenes es así, son todos

39
irresponsables, nunca se comprometen, decía una y otra vez Rebeca, visiblemente
alterada, caminando de un lado a otro de la cocina, hablando alternadamente para
sí y para los que allí estábamos con el histrionismo que la caracteriza. Pero esto no
va a seguir así: yo me voy a ir y ahí los quiero ver a estos jovencitos, se van a quedar
sin Barca. Tenía en la mano derecha el teléfono celular con el cual había intentado
contactar a Lili repetidas veces, se detenía y lo miraba con encono, como si detrás
de él pudiese adivinar el rostro de la tesorera ausente. Crucé la mirada con Jonás y
él me sonrió, entre divertido e indulgente.
Bueno, resolvamos, dijo finalmente Rebeca, mirándonos a todos. Jonás abrió su
Biblia y extrajo unos billetes: Yo puedo aportar algo, dijo. Yo busqué en mis bolsillos
y también ofrecí dinero. Se les va a devolver todo, nos aclaró Rebeca mientras tomaba
los billetes, agregaba algunos, los contaba y nos los devolvía junto a un pedazo de
papel: Se van a ir los dos al Súper Mami20 a comprar todo lo de la lista. Todo es TODO.
Tomensé un remis.
Gloria a Dios, tenía ganas de irme de ahí. Pobre Rebeca, las luchas21 la ponen
muy mal a veces, me dijo Jonás cuando nos subimos al auto. Fuimos, compramos los
ingredientes lo más rápidamente posible y volvimos –el remisero de la vuelta aceptó
como parte de pago dos empanadas árabes manufacturadas en La Barca, famosas en
el barrio, y Jonás se sintió muy orgulloso por ello. Mientras trasladábamos los
bártulos desde el auto a la cocina, nos cruzamos con Mailén: ¡Ante Dios, Viqui, que te
han puesto a trabajar!, exclamó, sorprendida y satisfecha. Le sonreí detrás de las
bolsas: ¿Viste?
Esa tarde comenzamos a trabajar presurosa y atropelladamente y no nos
detuvimos hasta después de la una de la mañana. Jonás, Rebeca, Paola, Pablo,
Santiago y yo no nos movimos de la cocina en prácticamente ningún momento: La
Barca se mantuvo en pie a pesar de los reveses, y los asistentes a la reunión pudieron
comer a gusto. Mujer de poca fe, acusó Jonás a Rebeca, en tono de broma. Pensaste
que nos quedábamos sin Barca.
Sobre el final de la noche, mientras los otros jóvenes ordenaban la cocina, fui
al comedor a barrer y limpiar los tablones. En una esquina, conversando en voz

20 El Súper Mami Dino es un supermercado mayorista-minorista ubicado en Circunvalación Sur,


esquina Hipólito B. Cejas, perteneciente al Grupo empresarial cordobés Dinosaurio.
21 Las luchas son los obstáculos cotidianos que se presentan durante el servicio a Dios. En general, su

origen es atribuido al Diablo.

40
queda, estaban Rebeca, Vanina (la líder del DDJ) y Lili (la tesorera). Las tres estaban
muy serias.

* * *

Las consecuencias no se hicieron esperar. En la reunión del lunes


inmediatamente posterior, Vanina tomó la palabra después de que algunos jóvenes
agradecieran y compartieran. Si bien no hizo referencia (tan) directa a lo que había
pasado en La Barca el sábado anterior, su intervención giró en torno a la falta de
compromiso de muchos de los miembros del departamento: No se puede estar un
poco sí y un poco no. O están, o no están, dijo, y sentenció: Los tibios no pueden ser
hijos de Dios. Hizo una pausa breve, sin mirar a nadie en particular y añadió: No
puede ser que seamos ochenta y siempre sean los mismos. Los que van a evangelizar,
los que van a los anexos [en Calera y Malvinas Argentinas], los que trabajan en La
Barca. Todos dicen que tienen que estudiar pero después ni en las vacaciones se
comprometen con las actividades. Esto no se trata nomás de venir a las reuniones de
los domingos. Acá se viene los lunes, los sábados, los jueves, se viene a cocinar a la
Barca, se viene a las vigilias, se viene a las guardias, se va a los anexos, se va a
evangelizar. Y no se llega a cualquier hora. Acá nosotros sabemos quién es la gente que
trabaja y no puede llegar antes; todos los demás tenemos que estar a tiempo.
El silencio era sepulcral. Todos nos sentíamos incómodos; incluida yo misma,
que me consideré aludida porque había llegado a la reunión media hora tarde. La
actitud generalizada era de sobrecogimiento. Nadie intercambiaba miradas, ni hacía
comentarios por lo bajo, ni miraba al pasar la pantalla de su teléfono celular.
Acá no formamos soldaditos de chocolate, prosiguió Vanina. Acá formamos
siervos y siervas de Dios. Después vienen de otros departamentos a preguntarme si
tengo jóvenes listos para el llamado, ¿y qué les digo? ¿Eh? ¿Hay alguien listo para el
llamado en esta sala?
Nadie respondió.

Tibios, siervazos
Tal como sucedió aquel lunes, en las reuniones internas del DDJ eran
reiterados los reproches por la falta de compromiso. Y es que la misión del DDJ, como

41
señalé de modo breve en la Introducción, se centraba en que el joven adquiriera e
internalizara las prácticas y enseñanzas necesarias para desenvolverse luego como
miembro pleno del ministerio. Las palabras de Vanina en tanto emprendedora moral
(Becker, 2014: 167) encargada de aplicar las reglas inherentes a la pertenencia al
DDJ, y el contexto de situación que las precediera, resultan funcionales para
comprender en qué medida el proceso de aprehensión e internalización de tales
prácticas y enseñanzas creaba una malla de relaciones que unía a cada miembro en
una red de obligaciones y reciprocidades con el resto de los congregados en la
comunidad del departamento, con los miembros de otros departamentos y con los
del Ministerio en su totalidad. Señala Frigerio (2002) que “la religión es un bien que
se produce colectivamente al interior de un grupo religioso”, y para su producción
satisfactoria es necesario lograr entre los miembros un elevado nivel de
compromiso colectivo, que evite la proliferación de free-riders –individuos que no
contribuyen a la producción de los bienes colectivos pero participan de ellos (ídem)
–. Para lograrlo, Vanina tendía a subir con sus reprimendas el nivel de strictness
supuesta en la participación en el DDJ: se entendería, (no tan) paradójicamente, que
a mayores costos implicados en el ser miembro, aumentan las “ganancias” de serlo.
Estas ganancias implican la incrementación del bien producido colectivamente y los
niveles generales de participación en el grupo, que se traducen en aún más bienes
colectivos.
Según Iannaccone y Stark (en ídem), estos “costos” no son monetarios. Pueden
clasificarse en dos tipos: estigmas y sacrificios. Los primeros comprenden las
acciones desviadas de las que un individuo participaría por formar parte de un
grupo –en el caso de los jóvenes del DDJ: no beber, no bailar, no fumar, no decir
malas palabras, no usar malla ni vestimentas sugerentes, entre otras22–. Los
segundos implican las inversiones (materiales y humanas) y las “oportunidades
perdidas” que afrontan los individuos en calidad de miembros del grupo: como ya
vimos, estar en el departamento implicaba, en términos generales, asumir el

22 Puede distinguirse aquí cómo “el normal” y “elestigmatizado” se constituyen en tanto perspectivas
y no en tanto personas (Goffman, 2006: 160). Estas perspectivas son constituidas en roles de
interacción, por lo tanto una conducta que es percibida como estigma entre ciertos grupos de jóvenes
–consumir drogas, por ejemplo–, al interior de un grupo evangélico adquiere el efecto exactamente
contrario ya que sería más esperable (más “normal”) que los jóvenes consuman drogas: su estigma
está constituido, paradójicamente, por el no consumo de drogas. Volveré sobre estas ideas en el
próximo capítulo.

42
compromiso de participar de modo activo en las acciones colectivas llevadas a cabo
por el DDJ –entre otras: reuniones, producción de pan casero, campamentos, cocina
de La Barca, donación de ingredientes, venta de comida, evangelización, visitas a los
anexos de Malvinas Argentinas y Calera–, y asumir también el compromiso de
cumplir con las exigencias compelidas a nivel personal –orar diariamente, leer la
Palabra siguiendo un maná diario, llevar la Palabra de Dios al mundo–.
Desde su rol de emprendedora moral, Vanina se encargó de explicitar en
aquella reunión la exigencia de asumir las obligaciones tanto colectivas como
individuales, en la medida en que era esa la conducta deseable en (y requerida a) un
miembro pleno del DDJ. De esta manera, tales actividades se presentaban como
prácticas morales, ya que involucraban valores atribuidos a un colectivo de
referencia –ser hijo de Dios, miembro pleno, por lo tanto no ser tibio– y exigían
“grados de obligación y deseabilidad relativa de un curso de acción comparado con
otros cursos posibles” (Noel, 2013: 23). Se ponía así sobre el tapete que el estatuto
de miembro del DDJ no era conquistado de una vez y para siempre: las carreras
morales de mis interlocutores estaban (también) –y en tanto obvio, esto es
fundamental– siempre en proceso y en riesgo.
En este sentido, cabe hacer algunas consideraciones acerca de los procesos de
etiquetamiento (Becker, 2014) que se llevaban a cabo dentro del DDJ. Como ya
señalé, la estructura de los departamentos de MEDEA era jerárquica (oveja, capitán,
subencargado, encargado, líder). La conquista de cada una de esas etiquetas podía
ser entendida, siguiendo la propuesta teórica de Becker, como una cuestión
relacional –entre miembros de un grupo que pasan a detentar diferentes estatus– y
procesual –funciona en términos de carrera y por lo tanto está siempre siendo y
nunca conquistada para siempre–. Así, en la reunión de fin de año del DDJ, Vanina se
encargó nuevamente de construir reproches que pusieran de relieve la falta de
compromiso de muchos miembros del DDJ pero, al mismo tiempo, y en contraste,
premió el compromiso certero de otros: anunció que, para gloria de Dios, contaban
con un nuevo capitán y una nueva capitana en el Departamento, por su servicio y
entrega al Señor. Nombró a Susana, una de las mujeres de mayor edad y a quien unos
días después vi desvivirse con alegría y entusiasmo para los preparativos de la cena
de fin de año del DDJ, y a Pablo, un joven que trabajaba asiduamente en La Barca y
con quien yo había tenido la oportunidad de compartir varias tardes y noches de

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labor conjunta. Un siervazo, me dijo Lili por lo bajo, mientras lo aplaudíamos. Yo era
del mismo criterio: Pablo era un joven calmo, colaborador, eficiente, amable. Lo
había visto trabajar en los más diversos puestos en la cocina, dirigir oraciones
colectivas, recolectar donaciones, preparar meriendas para algún evento, atender la
caja de La Barca… invariablemente su actitud era tranquila y positiva.
Santiago, el hermano menor de Pablo, era trabajador y eficiente como su
hermano, con una nota personal bastante más vivaz y divertida que lo hacía un
compañero ideal para las tareas de cocina. Contaba entonces con diecinueve años,
fue nombrado encargado de las guardias de los varones. Las guardias son un servicio
que prestan los miembros de los departamentos de MEDEA semanalmente, y
consiste en cuidar durante toda la noche algún sector del predio. En el caso del DDJ,
las guardias se dividen entre las que hacen los hombres –y por lo general son a la
intemperie– y las que hacen las mujeres –menos asiduas y en el Santuario u otro
espacio cerrado–. El ser encargado de esas guardias implicaba para Santiago un gran
incremento de sus responsabilidades dentro del departamento: conformar grupos
de trabajo, coordinar horarios, asegurarse de que todos asistieran a los turnos
concertados y, sin duda, asistir él mismo a más de un turno.
También a Santiago lo aplaudimos mucho: estaban ambos ascendiendo un
escalón en su carrera moral entendida de modo objetivo, y ello resultaba de
edificación para todos los otros miembros del DDJ. Cuando la reunión terminó, la
gran mayoría de los asistentes nos acercamos a los dos flamantes capitanes y al
flamante encargado para felicitarlos y abrazarlos por el logro alcanzado. Ascender
en la jerarquía del DDJ era, claramente, una señal de éxito (Becker, 2014 [1963]:
124). ¿Pero qué significaba el éxito –quitándole, por supuesto, su carga más
vinculada a lo laboral– en la carrera moral de los miembros del DDJ? ¿La visibilidad,
el prestigio de detentar un cargo de jerarquía? Seguramente sí; pero había algo más
allá. Más contundente, más decisivo.
El discurrir de las carreras morales de mis interlocutores y el discurrir de mi
propia carrera al interior del DDJ me estaban dictando una cuestión fundamental:
estar en el Departamento implicaba (también) aceptar el hecho de que –en palabras
de Mailén– pasan cosas, esto es, aceptar el hecho de que Dios intervenía en las vidas
de sus miembros. Es por eso precisamente que, como indiqué en el Capítulo I, tanto
Cris como yo teníamos que aceptar nuestras vivencias en términos de nuestra

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adscripción al DDJ. Podemos entender de un modo más o menos equivalente el
nombramiento de los nuevos capitanes y encargado. Los miembros del DDJ conocían
(y yo también) las trayectorias de Susana, Pablo y Santiago: todos los veíamos
trabajar sin descanso y sin queja durante cualquier día de la semana en que era
requerido, participar en todas las actividades, proponer ideas, compartir la palabra.
El hecho de que ese compromiso y ese trabajo en el servicio a Dios fueran traducidos
en un ascenso en sus carreras morales objetivas respectivas, implicaba que era Dios
quien estaba atento a ellos: no era Vanina quien designaba con esas etiquetas a
Pablo, Santiago y Susana; era Dios a través de ella quien tomaba esa decisión.

Brenda
Cuando sistematicé los primeros datos de mi trabajo de campo en una
ponencia y la presenté en una reunión de equipo de investigación para discutirla,
muchas de las preguntas que me formularon giraban en torno a las posibilidades de
generar vínculos con los jóvenes por fuera de la iglesia. El asunto me preocupaba.
Intenté forzarlo, pensar modos de generar encuentros más allá de las reuniones,
pero lo cierto es que cada vez pasaba más tiempo en el Ministerio: de las reuniones
de los sábados a las reuniones de los lunes, de los lunes a trabajar en La Barca los
sábados por la tarde y por la noche, de trabajar en La Barca los sábados por la tarde
a producir pan casero los lunes por la tarde y de ahí ya quedarme a la reunión de la
noche, y después fue sumarme a las evangelizaciones de los jueves en el Hospital de
Niños y asistir a las reuniones dominicales, y eventualmente ir al anexo de la Calera
o a repartir volantes a algún parque o plaza o acompañar en alguna maratón de
evangelización…
Antes de que me diera cuenta, los horarios de mi semana entera –incluyendo,
y de manera muy fundamental, los fines de semana– giraban en torno a las
actividades del DDJ. Me sentía culpable y en falta si no podía asistir a alguna reunión
o no podía ayudar alguna vez en La Barca: ¿Vos venís acá porque te toca o porque te
gusta?, recuerdo que me preguntó una jovencita recién integrada al DDJ, que me veía
demasiado seguido en la cocina. Llegué a pensar que había caído en una suerte de
trampa y que no iba a poder construir conocimiento etnográfico desde el lugar que
estaba ocupando. No obstante, fueron precisamente la asiduidad de mi asistencia y
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la constancia de mi trabajo las que siguieron dictándome pistas acerca de mi lugar
en el campo: el DDJ estaba brindándome la oportunidad de –al tiempo que
virtualmente me lo exigía– internalizar las prácticas y enseñanzas necesarias para
desenvolverme como miembro pleno del ministerio.
La profecía continuaba; mis pasos seguían siendo los de una oveja que hacía
poco había ingresado al departamento. Entendí rápidamente la importancia de
participar activamente de las acciones colectivas, y fue precisamente gracias a ello
que pude construir lazos de intimidad y confianza con algunos de los jóvenes; así
entré a sus casas, conocí a sus familias, escuché sus historias, compartí cumpleaños,
algún viaje y una Navidad. Así fue como ellos fueron preguntándose y
preguntándome por mi lugar y mi rol dentro del departamento, por los significados
del hacer antropología, por las posibilidades de que fuera a quedarme o a irme
después de cerrada la etapa de observación participante.
Así fue, también, como un día –de un modo paulatino pero casi diría,
imprevisto– me hallé a mí misma utilizando con toda naturalidad los vocativos
hermano y hermana para dirigirme a los miembros de MEDEA; comprendí el porqué
de la recurrente idea de fraternidad y familia entre los miembros del DDJ –por un
momento, o varios, llegué experimentar una sensación de comodidad, a pensarme y
actuar como una hermana más–. Me emocioné profundamente cuando un día –
después de compartir conmigo la historia de la muerte de su hermano y de la muerte
de su padre– Jonás me abrazó y me dijo que Dios te RE bendiga; pude compartir
historias de infancia y de mis equívocos recorridos espirituales personales con otros
interlocutores. Aún más: llegó un momento en que, a pesar de mi ateísmo, me
encontré participando más comprometidamente de las oraciones colectivas e
intentando hablarle a algo o a alguien, e incluso llegué a plantearme seriamente la
posibilidad de tomar la decisión de fe, pensando que quizás mi pertinaz negativa
estaba vedando mi percepción sobre fenómenos o sensaciones.
Ya la participación asidua y comprometida en las actividades colectivas no
(me, nos) era suficiente. Tenía que dar –estaba dando– otro paso más: el
compromiso tenía que ser también personal, espiritual. Los avatares de mi carrera
en el DDJ así lo habían determinado desde la muerte de mi abuela, aunque yo no
hubiese sido capaz de percibirlo en aquel momento. Fue gracias a mi relación con
Brenda, una de las jóvenes del DDJ, como pude comenzar a comprender la

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importancia de las lecturas bíblicas y de la oración, y fue esta misma relación y sus
correlatos los que me guiaron en la objetivación de lo que (me) estaba sucediendo.
Repongo a continuación dos contextos de situación que dan cuenta de ese proceso,
crucial en mi carrera en el DDJ.

* * *

Terminaba agosto. Era sábado y muchos de mis interlocutores y yo estábamos


sentados dentro de la cúpula en las filas de sillas azules que conformaban varios
semicírculos concéntricos frente al escenario, entumecidos de frío dentro de
nuestros abrigos. El siervo Emmanuel daba la Palabra con su efusividad habitual,
parado en el atril de madera. Cuando indicó la lectura que seguía, escuché que me
preguntaban en un susurro: ¿No tenés Biblia?
Era Brenda, una de las miembros más jóvenes del DDJ, con diecisiete años.
Nunca antes habíamos conversado. Nos habíamos visto algunas veces ya que ella se
había estado haciendo cargo de la caja de La Barca durante algunos sábados,
mientras yo trabajaba en la cocina. Recordé su cara de mal humor asomándose por
la puerta de la cocina y su tono de exasperación una noche cuando, al traspapelarse
un pedido, una pizzeta se había demorado indefinidamente: ¡¿Y la pizzeta del
hermano?!, nos había apremiado en tono de reproche. Brenda era enérgica y
determinada, y no lo que llamaríamos precisamente paciente. Su sonrisa ancha y
espontánea, su risa fácil y contagiosa, sus comentarios francos y resueltos, y su
alegría tan notoria como su malhumor daban alguna cuenta de su personalidad
entusiasta y de su extraordinaria capacidad para vincularse con los demás de un
modo no solemne, llano y generoso.
Le respondí por lo bajo que no, que no tenía Biblia. Se sorprendió ante mi
negativa: ¿Pero vos no estás en el departamento?, me preguntó inquieta, acercando
un poco más su cabeza a la mía. Le expliqué que estaba allí haciendo una
investigación para mi tesis de maestría –lo cual, según yo, justificaba el asistir a las
reuniones sin una Biblia–. Me miró fijamente: ¿Y creés en Dios? Fortuitas o no, la
lectura bíblica y la Palabra del siervo giraban en torno a los incrédulos. No, le
respondí. Aunque desde que vengo al Ministerio estoy relativizando mis ideas sobre
Dios. El rictus de Brenda se endureció por un momento: Vos no digas que nosotros

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venimos acá porque creemos en una [flexionó los dedos índice y mayor de ambas
manos simulando comillas] “idea de Dios”. Nosotros venimos acá porque creemos en
Dios, me dijo. Y agregó: Mirá, yo no creo en la religión. Y antes no creía en Dios. Pero
llegué acá y Dios me cambió tanto… Yo era muy mentirosa. Muy, muy mentirosa. Dios
cambió eso en mí.
Esa noche, cuchicheando mientras el siervo daba la Palabra, Brenda me hizo
algunas preguntas sobre mi investigación con una seriedad y una lucidez que me
sorprendieron. Además, me regaló una Biblia: la suya. Nos la dieron en un encuentro
de jóvenes en Puerto Madryn, dijo mientras me la daba. Esa fue la primera vez que salí
de la provincia. Tiene un gran valor para mí. Quiero que la tengas. Reprimiendo la
negativa entre amable y vergonzosa que borbotaba en mí, tomé el libro y se lo
agradecí. La Biblia tenía dedicatorias breves de sus amigos, de sus hermanas y
hermanos. Algunos pasajes estaban subrayados con marcadores de colores y tenían
anotaciones en los márgenes. Desde aquella noche, asistí a las reuniones con mi
Biblia y seguí las lecturas de los pasajes. Aprendí a buscarlos con la celeridad
necesaria.
Algunas semanas después, en una reunión de lunes, Carlos –el líder del DDJ–
se me acercó. Vi que tenés una Biblia, observó. Estaba contento. Nos quedamos
conversando brevemente y me dijo que me había estado mirando cuando
participaba de las oraciones comunes. ¿Le pedís cosas a Dios cuando orás?, me
preguntó. Lo miré, un poco incómoda. No, le respondí. No hablo con Dios.
Error tuyo, me respondió, lacónicamente.

* * *

Había diluviado durante horas. Alrededor de la una y media de la mañana,


después de terminada la reunión y tras ayudar a limpiar y ordenar la cocina de La
Barca, aún llovía. Hacía frío y había grandes charcos en el predio. Me quedé en la
entrada del Ministerio durante casi una hora esperando el colectivo número 36 que
me llevaría desde Villa El Libertador hasta mi casa. Conversaba de a ratos con
algunos de mis interlocutores que me hacían compañía o pasaban para marcharse a
sus casas. Brenda salió de la cocina a paso apurado y me vio en la entrada: ¿Qué hacés
ahí?, me preguntó. ¡Estás mojada! Le dije que estaba esperando el 36. Me miró,

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incrédula: ¡Andá a saber cuánto se va a demorar! Aguantame que le pregunto a María
José si podemos ir las dos a dormir a su casa.
Brenda se quedaba cada sábado después de la reunión de jóvenes a dormir en
casa de María José. Me explicó que se quedaba a dormir allí porque las reuniones
terminaban tarde y porque ella vivía lejos: Es una villa, me detalló. Yo vivo en una
villa y no puedo llegar ahí de noche ni salir el domingo para venir hasta acá de nuevo.
Como María José vive con su familia a unas siete cuadras del Ministerio, se iban
juntas a dormir y por la mañana se levantaban temprano para prestar servicio en la
reunión dominical. Aquella noche caminé con ellas, esquivando charcos y pequeños
barrizales, hasta la casa de María José. Franqueamos unas rejas blancas bajas y el
jardín delantero, oscuro y con el pasto crecido, y entramos. En una pequeña sala de
estar nos recibió un televisor prendido en el canal de MEDEA; desde la pantalla, el
siervo Raúl Villarreal daba un Mensaje al Corazón detenido en el tiempo. Las paredes
ostentaban almanaques y cartulinas con citas bíblicas, y cuatro grandes cuadros con
retratos de niños y niñas. Un sillón floreado y un mueble con portarretratos con
fotos familiares y un florero con flores artificiales completaban el mobiliario.
¿Quieren comer algo?, nos preguntó María José mientras atravesaba la sala de
estar hacia la cocina comedor. Abrió el horno y sacó unas porciones de pizza y unas
empanadas que habían sobrado de las ventas de esa noche, ya que en su casa
funcionaba una rotisería. Sobre la mesa, cubierta de un extremo a otro por papel
aluminio, había un envase retornable de Coca Cola lleno hasta la mitad y algunos
platos y cubiertos distribuidos azarosamente. Nos sentamos y conversamos un rato
mientras comíamos. Estábamos cansadas y teníamos hambre; eran más de las dos
de la mañana y casi no habíamos comido nada en toda la noche.
Compartí una habitación con Brenda y María José fue a acostarse con su madre.
Agradecí el calor hogareño después del frío padecido bajo la lluvia, y me dormí
profundamente. A la mañana siguiente nos despertamos bien temprano. Fui testigo
de la preparación exhaustiva y detallista –ropa, peinado, maquillaje– de las chicas
para ir a dar servicio a la reunión dominical. Brenda estaba desesperada porque su
pollera negra tenía pelusas que no podía sacar: ¡No me miren!, nos decía una y otra
vez. María José nos ofreció criollos y yogur para desayunar; los puso en la mesa a la
que luego nos sentamos Brenda y yo, y fue a plancharse el pelo al baño. Atiné a tomar

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el vaso de yogur para beber un trago y Brenda me paró en seco: Yo acostumbro a
agradecerle a Dios antes de desayunar. ¿Te molesta?
No, no, cómo me va a molestar, le respondí, sintiéndome torpe e inoportuna.
¿Querés agradecerle vos?, me preguntó Brenda. La miré, un poco desorientada. Sí,
puede ser. Pero no sé cómo, le dije. Ella me miró, seria, extrañamente inexpresiva: Le
agradecés por un día más de vida, por la comida en tu mesa, por estar acá, me explicó.
También podés agradecerle si nunca ha faltado la comida en tu mesa.
Cerramos los ojos. Yo tomé mis manos en actitud de rezo y las apoyé sobre la
mesa. Hice silencio un momento, pensando en cómo enunciar un agradecimiento sin
ser deshonesta ni con Brenda ni con mi ateísmo. Respiré hondo. Busqué gratitud en
mí, una gratitud genuina. No fui capaz de enunciar mi agradecimiento en segunda
persona –es decir, dirigiéndome directamente a Dios–: Agradezco el alimento que
hay sobre esta mesa… empecé, insegura. Sentía vértigo. Agradezco que me hayan
abierto las puertas de esta casa; agradezco tener la oportunidad de conocer a las
personas que estoy conociendo. Hice una pausa. Agradezco que nunca haya faltado
comida en mi mesa y la salud de mi familia. Las caras de mis padres y de mi hermano
se me vinieron a la mente. Emocionada, me quedé en silencio. Después abrí los ojos:
Brenda estaba mirándome.
Amén, dijo.

El fuego de Cristo
Ser una outsider en el DDJ de MEDEA –y por extensión, también, en el reino de
Dios–, esto es, en el seno de una comunidad moral reducida donde se exigía
continuamente un compromiso con las actividades colectivas, con la oración y la
asistencia al Ministerio, terminaba casi necesariamente convirtiéndome en una
tibia. No obstante, y conforme mi carrera moral fue desarrollándose, viví
experiencias como las recién detalladas, donde se pusieron en cuestión afectos y
emociones vinculadas a lo sagrado, a la amistad, al amor, y que fueron
indudablemente cálidas. Los contextos de situación donde tales experiencias se
enmarcaron –invitaciones a comer o a dormir en alguna casa, compartir un viaje o
una tarde de cocina– se asocian también a la calidez, al calor.

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El calor era una categoría utilizada recurrentemente por los miembros de
MEDEA. Hablaban del fuego de Dios y del fuego de Cristo, ese fuego que los toma
cuando danzan o son tomados por el Espíritu Santo. Pienso en este sentido que es útil
comprender las percepciones acerca de la temperatura creciente de mi carrera
moral en el DDJ en términos de lo que Goldman llama “devir-nativo”: la etnografía
como un devenir, esto es, una composición, un cierto movimiento mediante el cual
un sujeto sale de su condición por medio de una relación de afectos que establece
con una condición otra. Tales afectos o afecciones componen, descomponen y/o
modifican al individuo: así, mi condición de tibia devenía, cada vez con mayor fuerza,
caliente. Ese calor me llevó a abrir canales de comunicación involuntarios –con mis
interlocutores, conmigo misma, incluso con Dios– signados no (sólo) por lo verbal
sino por lo corpóreo, lo sensitivo, lo emocional; a experimentar el calor de la
fraternidad al interior del DDJ; a permitirme una mayor intimidad con mis
interlocutores y con esas fuerzas que adivinaba más allá de ellos, en el transcurrir
una y otra vez sinuoso de la investigación etnográfica.
Presenté en este capítulo contextos de situación representativos de cómo fui
internalizando los intereses que, entre los miembros del DDJ, sustentaban las líneas
de comportamiento entendidas como compromiso. Está claro que el compromiso a
nivel colectivo, de participación asidua en las actividades propuestas por el
Departamento, fue el que asimilé de modo más sencillo y rápido; en parte, porque
pude equipararlo a mi compromiso con el trabajo de campo, en tanto investigadora.
Por otro lado, los contextos de situación que compartí con Brenda ponen de
manifiesto que, en el despliegue de prácticas tendientes a la no tibieza, cobran igual
importancia las conductas vinculadas al compromiso colectivo como aquellas
vinculadas al compromiso personal. Tal como señala Daniel Míguez (2000), el
pentecostalismo se caracteriza por proponer un contacto íntimo y personal –aunque
no individual– con el Espíritu Santo. Este nivel de la experiencia adquiere una
importancia cardinal en la vida del creyente en la medida en que manifiesta, en su
fuerza íntima y personal, un categórico carácter relacional y social en tanto que
experiencia compartida con los otros congregados: a partir de ella, el creyente se
inserta en una red de obligaciones con lo superior y con otros hombres, la cual
funciona como el contexto cognitivo y moral de la experiencia (Semán, 2001: 61-62).

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Cuando Brenda me regaló su Biblia y cuando me invitó a ensayar una
comunicación con Dios, estaba indicándome cuál tenía que ser el siguiente paso en
mi carrera moral: abrirme a la experiencia de establecer un contacto personal con
Dios y con la Palabra. Ya no eran suficiente las acciones colectivas; era necesario que
me comprometiera íntimamente: para ello, me regaló su Biblia y abrió la posibilidad,
en la praxis comunicativa del trabajo de campo, de que yo experimentara el hablarle
a Dios.
Entiendo que Brenda estaba allí construyendo canales de comunicación
específicos que pueden abordarse desde la concepción del ser-afectado de Favret-
Saada. Ella propone que cuando el etnógrafo ocupa –en vez de imaginar– una
posición en el campo, se ve bombardeado por “intensidades específicas”: afectos que
movilizan y modifican al etnógrafo y permiten abrir un tipo de comunicación con los
nativos que es involuntaria y desprovista de intencionalidad (Favret-Saada, 1990:
9). Así, el etnógrafo vive una “escisión” entre su parte afectada y la parte que registra
la experiencia –escisión que se extiende en el tiempo y distancia el momento cuando
uno es afectado del momento de análisis de la experiencia (ibídem, 10)–.
En mi experiencia del agradecimiento a Dios, desperté sentimientos de
gratitud genuinos vinculados a mis afectos personales, a los miembros de mi familia,
y así logré entablar una comunicación (involuntaria) con Brenda que me permitió
percibir algunos de los significados y de las experiencias de lo sagrado. Y no es
menor el hecho de que el agradecimiento y la oración implican actos de habla con
una carga performativa: el amén con el que Brenda cerró mi oración –la cual, por lo
demás, y en comparación con los agradecimientos que realizan los miembros del
DDJ, fue escueta y pobre– implicó la celebración de ese acto, su enmarcación en un
estatuto ontológico que en ese momento estaba atravesándonos a las dos.
En vez de plantear la cuestión en términos de las “creencias” que Brenda o yo
podíamos estar poniendo sobre el tapete, resulta fecundo pensar en términos de
experiencia o vivencia (Goldman, 2003: 453): aquella mañana, tras haber dormido
juntas en una casa que generosamente estaba dándonos cobijo a ambas y cuando
estábamos por compartir el desayuno, Brenda me invitó a vivenciar una experiencia
que “emanaba de ella” (Gow, 1998 en Goldman, 2003: 449) y que resultaría
determinante a la hora de cuestionar (también yo) la concepción de “creencias
nativas”. Por lo demás, Brenda ya me lo había planteado de modo muy concreto: Vos

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no digas que nosotros venimos acá porque creemos en una “idea de Dios”. Nosotros
venimos acá porque creemos en Dios.
La suspicaz cita de Brenda invita a cuestionar los modos como ciertas
etnografías tienden a “intelectualizar” el punto de vista de los nativos. Al respecto,
Julieta Quirós propone concebir a las perspectivas nativas no en tanto intelectuales
sino en tanto vivenciales, esto es, “forma/s y posibilidad/es de hacer, producir y
crear vida social” (Quirós, 2014): para ello, es preciso atender a los contextos de
situación en los cuales las palabras son dichas y cobran significados. En el acto de
regalarme su Biblia, Brenda me brindó no sólo claves para entender en términos
afectivos aquello que me estaba diciendo –por el valor atribuido a esa Biblia– sino
también canales de comunicación con otros nativos –como Carlos– e incluso
recursos para enfrentarme a la escritura de mis textos etnográficos. Profundicemos.
La pregunta que Carlos me hizo –si le pedía o no cosas a Dios– fue (sólo)
posible después de que Brenda me regalara la Biblia y habilitara –a Carlos, a mí– un
canal de comunicación que pudiera relevar mis propias relaciones con lo sagrado –
por las que se preguntó Carlos y por las que también me pregunté yo– y pudiera
revelarme a mí, en tanto investigadora, un tema crucial para mis nativos: la
importancia de los pedidos a Dios durante la oración colectiva. Por otra parte, su
regalarme la Biblia también abrió otra suerte de canal de comunicación –y aquí tal
vez estoy llevando un poco al límite la expresión–: introdujo el discurso bíblico en
mis textos etnográficos. Cuando escribí el primer artículo sobre MEDEA (Murphy,
2015), me resultó sumamente difícil encontrar epígrafes que pudieran darle ritmo
y distinción a los parágrafos. Busqué con esfuerzo, probé algunos; ninguno me
gustaba. Excesivamente académicos, excesivamente literarios; ninguno me
convencía. Terminé encontrando en la Biblia, hojeándola casi inconscientemente
una tarde, los epígrafes que necesitaba –y también los que necesité para esta tesis,
como puede verse–. Y es que, como ya he señalado en la Introducción y tal como
propone Quirós (2014), la escritura etnográfica es un proceso creativo mediante el
cual pueden desarrollarse estrategias textuales que tiendan a darle un carácter
vívido al universo social en estudio, a transmitir su atmósfera. El accionar de Brenda
formó parte decisiva y crucial de mi escritura etnográfica: su punto de vista
vivencial, compartido en acto conmigo, determinó la inclusión del discurso bíblico
en mis textos, no (sólo) como una cuestión estética sino como una operación

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cognoscitiva que permite “interrogar y analizar vívidamente el mundo social” (ídem)
en cuestión y –agregaría yo– mi rol como investigadora y mis experiencias en campo.
El devenir de mi carrera moral dentro del DDJ seguía implicando, para mí,
ocupar nuevos y diferentes turnos de habla en la trama de los diálogos del campo.
Ahora, y cada vez más, esa praxis comunicativa se ampliaba para implicar vectores
que me conectaban de modo íntimo a la comunicación con Dios, con la palabra
bíblica, con la oración. De esta manera, mi trabajo de campo en MEDEA se constituía
como un cuestionamiento a la idea de un encuentro (desigual) entre un Otro y el
investigador, mientras adquiría predominancia –y sin que yo lo premeditara, está
claro– la intersubjetividad, entendida esta como una herramienta necesaria para
enfrentar la praxis comunicativa implicada en el campo y para enriquecer la
epistemología antropológica (Wright, 1998: 184).
Pero faltaba aún más por recorrer. La intersubjetividad no era completa:
restaba poner sobre el tapete mi propia subjetividad, mi bagaje científico y moral,
las constricciones supuestas en el sentido común que me circundaba: en suma,
aquello que arrastraba desde el mundo.

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Capítulo III
No me gustaría estar en tu lugar

El mundo os aborrecerá

Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha


aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el
mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes
yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece.

San Juan, 15: 18-19 (Versión Reina Valera, 1960)

El frío del mundo


Era verano; habían decidido aprovechar el clima cálido y llevar a cabo la
reunión habitual de los lunes en el parque de Las Tejas. Nos encontraríamos media
hora antes de lo habitual. Se avecinaba un evento muy importante: el aniversario
número treinta y dos de MEDEA, a celebrarse en enero. Los miembros del DDJ
habían estado esa tarde en las zonas céntricas de la ciudad repartiendo panfletos e
invitando a la gente a asistir a la celebración, que se llevaría a cabo en la cancha del
predio del Ministerio.
Llegué al parque con unos diez minutos de antelación. La temperatura era
agradable y el horario, propicio para disfrutar del aire libre. Había bastante gente
sentada en el pasto o en algunos de los bancos disponibles, tomando mate y
conversando. Pasadas las 20:30, oí una música estridente y alcancé a ver una combi
ploteada con propagandas del inminente trigésimo segundo aniversario de MEDEA
que se acercaba y emitía a un volumen cuasi ensordecedor canciones de alabanza a
Dios. El vehículo se detuvo sin apagar la música ni bajar el volumen, y acaparó
inmediatamente la atención de todos los que estábamos en el parque. Los jóvenes
se apearon de la combi, animados y exultantes, con remeras negras y blancas
estampadas con el logo del aniversario de MEDEA.
Noté que a mi alrededor las personas hacían algunos comentarios en tono
exasperado, pero no alcancé a distinguir qué decían. La combi bajó la música y se

55
marchó; con los jóvenes repartimos panfletos entre la gente que estaba sentada en
el parque. La tarea consistía no sólo en entregarles el papel sino, sobre todo, en
invitarlos activamente, explicándoles de qué se trataría el evento y qué era MEDEA.
Cuando cada uno fue terminando el montón de panfletos que le había sido
encomendado, elegimos un lugar libre en el pasto para sentarnos en ronda. La
reunión se desarrolló de un modo poco común: no hubo oración de inicio ni lectura
bíblica, tampoco hubo una persona que tuviera a su cargo explícito la guía del
encuentro. Se trató más bien de una reunión informal, signada por el espacio donde
nos encontrábamos: hubo una ronda abierta y larga de testimonios. Alguien pidió
que yo me presentara. Mailén tomó la palabra y dijo: Bueno, ella es Victoria… Y
agregó, en tono de broma: Ella es una intrusa… ¿Querés presentarte?
Su preámbulo a mi presentación me desconcertó y me hizo sentir ajena e
incómoda, y alerta de un modo como hacía tiempo no experimentaba en campo.
Estaba, de hecho, palpitando ya el cierre de la etapa de observación participante, y
me resultó perturbador que Mailén me expusiera de ese modo. Me reí del
comentario y ensayé una presentación: Hola, yo soy Victoria, la intrusa, dije. Estoy
haciendo una maestría en Antropología y por eso estoy acá, para hacer mi trabajo final
sobre jóvenes… Noté algunas caras de incomprensión. Ahora estoy estudiando a los
jóvenes de MEDEA, dije y al instante me sorprendí de mi incontestable torpeza. Me
corregí, pero ya era tarde: Estoy estudiando CON los jóvenes de MEDEA.
Somos ratas de laboratorio, acotó Gonzalo, el novio de Noe. Muchos se rieron y
otros intervinieron. Qué mala, alcancé a escuchar. Logré tomar la palabra de nuevo
y, mientras intentaba sonreír, apunté que era yo la principal “rata de laboratorio”:
Los datos tienen mucho que ver con lo que me pasa a mí, dije. Un ejemplo, me pidió
Mailén. Rememoré una tarde en ese mismo parque, cuando celebrábamos el
cumpleaños de Mailén. Había conocido a Gonzalo y habíamos conversado
largamente. Yo andaba atravesando una crisis personal y Gonzalo me habló mucho
de Dios y de los sentimientos y de las búsquedas emocionales y espirituales. Volví a
mi casa en la bicicleta, ya por la noche, llorando. Esto para mí es muy fuerte, dije. Es
muy intenso venir acá y compartir con ustedes, me afecta mucho. Cambia lo que soy,
lo que pienso y lo que siento.
Surgieron preguntas. Todos hablábamos desordenadamente, al mismo tiempo.
En algún momento alguien preguntó qué iba a hacer cuando terminara la tesis: ¿Vas

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a volver o no? Una de las chicas se apuró en acotar: ¡No se va a ir! Alguno de los más
nuevos preguntó si participaba o no participaba del grupo. ¿Que si participo?, dije yo,
¡deberías haber visto la cantidad de papas que pelé y freí en La Barca! ¡Sábados enteros
ahí adentro! Santiago intervino: Es una hermanaza en Cristo. Mailén se rió. Es parte,
dijo. Todos estaban en silencio otra vez. Mailén habló, esta vez dirigiéndose a mí:
Todo ese trabajo fue para Dios. Aunque creas que haya sido para tu investigación y
todo lo que vos quieras, es de Dios y para Dios. Y Dios te usó ahí.
Al darse por terminada la reunión, Mailén nos invitó a que nos pusiéramos de
pie para cerrar el encuentro con una oración colectiva. En esa ocasión, en vez de
tomarnos de las manos nos tomamos de los hombros, y conformamos así una ronda
estrechamente cerrada. La oración fue inusualmente corta. Cuando concluimos, le
pregunté a Mailén el porqué de la corta duración y de la inusitada disposición de la
ronda. Es que la gente nos mira, me explicó. Así nos resguardamos entre nosotros. Su
respuesta me sorprendió; máxime teniendo en cuenta el despliegue harto llamativo
que habían hecho muchos de los jóvenes apenas dos horas antes, al bajarse de la
combi igualmente llamativa y con la música de alabanza a todo volumen.

* * *

Dos líneas de reflexión interesantes se desprenden de la situación etnográfica


que acabo de relatar. Están relacionadas entre sí porque ambas apuntan, de modos
diferentes, hacia la relación de los miembros del DDJ de MEDEA con el mundo. Las
analizaré a continuación.

Desviados
Si he dilatado la introducción de esta categoría hasta el presente capítulo, es
porque se trata de una categoría interaccionista y, como tal, cobra todo su sentido
en la relación entre grupos; en lo que Goffman llama situaciones sociales mixtas
(2006: 28): aquellas que comparten los “desviados” y los “normales”. La desviación
es, fundamentalmente, una interacción entre las personas que actúan y las personas
que responden a ese accionar; no es, por lo tanto, una cualidad intrínseca al
comportamiento (Becker, 2014: 34).

57
Los miembros de MEDEA se constituían como un grupo social estigmatizado.
Como ya vimos en la Introducción, había discursos del sentido común que circulaban
refiriéndose a ellos de modo violento y prejuicioso. Tanto la sugerencia de mi amiga
de que debería inmolarme un domingo en la cúpula llena de fieles de MEDEA, como
la certeza irrebatible de mi otra amiga acerca de lo MAL que estaba que hubiese
personas que asistiesen a iglesias evangélicas, descansaban sobre lo que Rockwell
llama “los lentes ideológicos del sentido común”, cuya visión sobre el mundo este
trabajo etnográfico pretende, como mínimo, cuestionar vigorosamente. Es llamativo
constatar que esos dichos de mis pares –como otras advertencias de cuidado
respecto del mundo evangélico, y los epítetos locos, fanáticos, raros a los que los
miembros de MEDEA estaban acostumbrados– coincidían conceptualmente con
gran parte de los estudios sobre religión que parten de una idea “irracionalista”
(Frigerio, 2002). En un nivel de análisis macro, se acepta en general, y de modo
acrítico, la idea de que la religión tiende a aumentar en “épocas de crisis”; a pesar de
que no se detallen las características de tal crisis ni sus incidencias en la actividad
religiosa. En los análisis micro, tiende a considerarse a la religión como ilusión o
síntoma de una patología (en la psicología), como falsa conciencia (en los estudios
de corte marxista) o como una consecuencia de la ignorancia y pobreza de cultura
de ciertos individuos. Huelga decir que estos supuestos no parecen estar apoyadas
por estudios empíricos (ídem) y que hallan sustento en una visión modernocéntrica
y etnocéntrica, que conceptualiza a Dios y a lo sagrado como recursos reactivos ante
una situación crítica, como una respuesta última, mientras niega matrices de la
experiencia en las que lo sagrado y lo sobrenatural son dimensiones de lo real,
variables siempre presentes en los eventos, sean estos felices o infelices (Semán,
2001: 56)23.
Me atrevería incluso a hablar de pánico moral (Frigerio y Oro, 1998: 6), puesto
que, entre algunos de mis allegados, parecía necesario tomar medidas de modo
drástico –cometer un acto terrorista en una cúpula llena de evangelistas, tener
cuidado ya que iban a intentar evangelizarme en contra de mi voluntad–. Su sentido
común revestía de peligrosidad evidente –pero inexistente o muy menor cuando era
(si es que era) analizada– un comportamiento que formaba parte de un estereotipo

23 Me detendré en este punto de fundamental importancia en las Reflexiones Finales.

58
desviado de los evangelistas, y advertía sobre la necesidad de controlarlo. Por lo
demás, conductas que no revestían peligrosidad alguna –sino al contrario– como no
consumir drogas o no decir malas palabras, eran leídas por mis allegados como
signos visibles de una desviación siempre-ya peligrosa: eran raros, locos, fanáticos –
y por ende peligrosos– por no actuar de modo “normal”. Durante un almuerzo de
domingo, mi hermano Esteban comentó que el tío de un amigo suyo había logrado
superar una adicción a la cocaína gracias a insertarse en la comunidad de una iglesia
evangélica. Mi tía respondió que, a su juicio, eso no era más que cambiar una adicción
por otra.
Estas tensiones, asumía yo en los primeros tiempos de mi trabajo etnográfico,
tendían a radicalizar la frontera moral con la que los miembros de MEDEA, y la
comunidad del DDJ en particular, se distanciaban del mundo. Pero tal radicalización
parecía no constituirse de un modo lineal, sino sinuoso. Así, aquella tarde, mientras
ocupaban el espacio público –y por lo tanto, socialmente mixto– del parque de Las
Tejas, los jóvenes del DDJ imponían a esas fronteras con el mundo las pautas del
Ministerio y del vínculo con Dios: mientras se trató de invitar a potenciales nuevos
fieles a la celebración del aniversario de MEDEA, las acciones y el despliegue
colectivo tendieron a llamar la atención de las personas que nos circundaban. La
música, el ploteo de la combi, las remeras, los panfletos y el abordaje directo para
hacerles la invitación al evento y explicarles de qué iba a tratarse, constituían un
montaje que en términos de Goffman podría entenderse como una revelación
voluntaria (2006: 122). Se trata de un método para descubrirse, esto es, en general,
usar voluntariamente un signo de estigma para declarar su pertenencia a
determinado grupo por determinada razón. La razón, en este caso en particular,
descansaba sobre el carácter del evento que se avecinaba: el aniversario estaba
diseñado, en su espectacularidad, más para los del mundo que para los siervos de
Dios; podría incluso proponerse que se constituía como un mecanismo de la
“tecnología del evangelismo” (Wynarczyk, Semán, De Majo, 1995: 10) para reclutar
nuevos adeptos. Cabe hacer un breve excursus de lo que fue el evento: en aquel, el
trigésimo segundo aniversario de MEDEA, me tocó formar parte de las celebraciones
acompañando a los miembros del DDJ. Como ya hacía varios meses que participaba
de las actividades colectivas, trabajé en el evento a la par de ellos. ¿El resultado?
Pues me perdí el espectáculo casi en su totalidad –a excepción de unos veinte

59
minutos de recreo que me tomé ad hoc para ver “algo” de lo que sucedía (y con una
cierta ansiedad acerca de lo que, creía, “me estaba perdiendo” a nivel etnográfico)–
ya que me pasé, junto a muchos de mis interlocutores de campo, más de siete horas
haciendo pizzas para vender bajo las tribunas de la flamante cancha de césped
sintético del Ministerio, en el por cierto abrasador calor del enero cordobés.
Por el contrario, y para continuar con el análisis de lo acontecido aquella noche
en el parque, en lo que refería a las prácticas propiamente vinculadas a Dios y a la
Palabra –la oración y las lecturas bíblicas– el resguardo era propicio y necesario: por
eso obviamos la oración de inicio y las lecturas –y nadie sacó a relucir su Biblia en
ningún momento–; mientras que la oración de cierre fue corta y en una ronda
particularmente estrecha. Este mecanismo de autosegregación puede vincularse al
polo contrario que Goffman establece para un continuum cuyo otro extremo es la
situación social mixta: la intimidad. Los vínculos con Dios y con la Palabra, como ya
he señalado, se caracterizan por un contacto de índole personal e íntima, que puede
compartirse sólo con hermanos y hermanas cuyo rol fraterno se sostiene,
precisamente, sobre la experiencia común de la vida en Dios. Los miembros del DDJ
estaban, en cierto sentido, resguardando “lo común”, entendido –junto con Maurice
Halbwachs y en un sentido romántico– como aquello con lo que todos comulgan
para constituirse en un solo cuerpo fraternal y, sobre todo, en una sola alma: así se
genera –y se mantiene cohesionada– una unidad social cuyas características
fundamentales son, como en el caso del DDJ, la jerarquía estricta y el orden
cosmovisional y organizativo de sus componentes (Delgado, 2005: 10).

* * *

Otra situación social mixta en la vida de varios jóvenes del DDJ que quisiera
relevar estaba dada por su familia de origen. La relación con los familiares apartados
o no conversos era un tema recurrente en las reuniones –recordemos la palabra
compartida por Tamara sobre su hermano hemipléjico (Capítulo I)– y en las
conversaciones casuales, por su dramatismo y complejidad. Lorena, una joven alta,
morocha y rolliza, bastante reservada y quien muy rara vez se ofrecía para
compartir, relató, durante una reunión en un tórrido lunes de enero, que se había
mudado a casa de su hermana –la única de su familia no apartada del camino de Dios–

60
, ya que la casa de sus padres –donde había estado viviendo hasta aquel momento–
no era de edificación. Ahora tengo un espacio de intimidad con Dios, puedo orar, dijo,
contenta. Y ahora mi familia puede ver el cambio en mí, porque yo antes me
contaminaba mucho [con las tentaciones del mundo]. Y mi familia también está
cambiando, para gloria de Dios. Una hermana mía me dijo que se quería ir a bautizar,
¡y al final fueron dos!, contó, emocionada, mientras se le dibujaba lentamente una
vasta sonrisa en la cara.
Mientras Lorena contaba esa experiencia, recordé algunos detalles de la
Navidad pasada en los que había no reparado con la suficiente atención. Nos
habíamos reunido con los jóvenes del departamento en el Parque de las Tejas,
alrededor de las dos de la mañana. Compartimos budines, panes dulces, galletas,
mates y gaseosas. La noche estaba cálida y agradable. Algunos nos sentamos en el
pasto a conversar, mientras otros jugaban a la pelota, un poco más alejados. Los
niños presentes estrenaban sus juguetes y corrían a nuestro alrededor. El plan era
pasar la noche allí y por la mañana dirigirnos al anexo de la iglesia en Calera para
darnos un chapuzón en el río Suquía y disfrutar de un picnic. Alrededor de las cinco
de la mañana, cuando empezaba a clarear, todos se fueron a sus casas a cambiarse
la ropa y preparar una mochila. Nos encontraríamos unas dos horas más tarde en la
terminal de ómnibus. Yo ya contaba con todo lo necesario así que fui a casa de
Mailén, en barrio Santa Isabel. Ella se subió muy perturbada al auto: Le dije a mi
hermano que le iba a devolver el auto a las cuatro, vamos a llegar tardísimo. Intenté
tranquilizarla: ¿Pero lo necesita?, pregunté. Me miró con dureza: No sé, respondió.
Pero no estoy cumpliendo con mi palabra.
Entramos por la cochera, donde había dos personas durmiendo en colchones
en el suelo. Mi hermano y mi cuñada, indicó Mailén después de que atravesáramos la
puerta del fondo de la cochera hacia el patio. Una vez en su habitación, me contó que
tanto su cuñada como su hermano estaban apartados. Ahí comprendí la importancia
de cumplir con su palabra: ante los familiares no conversos o apartados, hay que
predicar con la palabra y con el ejemplo de modo continuo y categórico. Mientras
Mailén se cambiaba y preparaba la mochila, su teléfono celular no dejaba de sonar:
Las chicas con familiares no convertidos quieren que nos vayamos, me explicó Mailén,
mirando su teléfono. Llegaron a sus casas y están todos bebiendo.

61
Becker señala que la familia es una institución que exige al individuo
“comportarse de acuerdo a las convenciones” (Becker, 2014: 140), y por lo tanto
genera conflictos de intereses y de ideas sobre sí mismos a los desviados. La
influencia del mundo –con sus tentaciones, peligros y sentido común– en el seno de
su hogar se configuraba como una situación dramática en la vida de muchos
miembros del DDJ. A veces, como muestra el caso de Lorena, la mejor opción era
mudarse. Noe, quien se casó con Gonzalo mientras yo estaba haciendo trabajo de
campo, me confió que el cambio más importante para ella había sido tener un espacio
para orar y para compartir la Palabra en su propia casa. Antes, en la casa de mis
papás, era mucho más complicado: ellos no conocen de Dios. Tener en cuenta estas
condiciones permite esclarecer aunque sea de modo parcial la fuerza categórica que
detentaba la metáfora de la familia al interior del Ministerio: si bien el accionar
desviado de pertenecer a un grupo evangélico minaba las relaciones con la familia
de origen si esta no conocía a Dios, al mismo tiempo generaba y reforzaba los lazos
de una comunidad hermanada gracias a la experiencia de la vida en Dios.
Nos detengamos ahora en un caso diferente: el de aquellos que provenían de
cuna cristiana, es decir, de familias evangélicas. Tal es el caso de Mailén, cuyo
testimonio (en el Capítulo I) da cuenta de que tuvo que enfrentarse, ya crecida, a la
cuestión de si asistía a la iglesia sólo porque sus padres la llevaban o porque
efectivamente tenía un vínculo con Dios. También Lili provenía de cuna cristiana y
su caso me resultó muy peculiar, ya que era equivalentemente opuesto al de aquellos
que tienen familiares no conversos o apartados: su madre la llevaba a congregarse
desde pequeña y, cuando era adolescente, comenzó a apartarse. Solamente oraba en
la iglesia, me relató, y cerraba los ojos y levantaba las manos y me hacía la que el
Espíritu Santo me tomaba. Todo para que mi mamá me dejara salir. Sonrió con el
recuerdo. Y funcionaba, ¿eh? Le mentía un montón. Iba a las casas de mis amigas, ahí
me cambiaba y salíamos al baile. Yo me ponía unas polleras re cortas, detalló, y se
quedó un momento en silencio. No hacíamos nada tan malo, dijo, encogiéndose de
hombros ante su propia conclusión: yo no me emborrachaba ni fumaba ni me
drogaba, solamente me gustaba mucho bailar. Y hasta que una noche mi mamá me
agarró. Lili se mordió el labio inferior; logré acaso vislumbrar en ese gesto la
angustia y desesperación vividas aquella noche cuando fue descubierta en falta por
su madre. Fui a lo de una amiga con un pantalón blanco me acuerdo, me contó. El

62
ritmo narrativo era atrapante, sus recuerdos eran vívidos: también yo podía
“recordar” aquel pantalón blanco. Me lo cambié por una pollerita re corta y nos fuimos
al baile. Y volvimos demasiado tarde. A mi amiga le dieron un palizón y yo no pude
buscar mi pantalón, y no podía volver así vestida a mi casa. Y le mandé un mensaje a
mi mamá avisándole que no iba a volver a dormir, pero el mensaje nunca llegó, y mi
mamá se terminó enterando de todo. Y me castigó. El tono de Lili hacía suponer un
castigo inflexible: De la escuela a la iglesia y de la iglesia a casa y de casa a la escuela,
y así… y terminé entrando al departamento, de tanto ir a la igle. Ahí lo conocí al Isra,
y con él y otros chicos empezamos a salir otra vez. Y entonces me sacaron del
departamento.
La carrera moral de Lili resulta particularmente rica para el análisis. Por un
lado, porque su decisión de entrar al DDJ no se afirma en una decisión consciente ni
en un vínculo demasiado estrecho con Dios, sino en la asistencia asidua y la
costumbre –modo de entrada al grupo con el que me sentí ciertamente identificada–
. Por otro lado, la trayectoria de Lili puede ser leída en términos de una carrera
“típica” de desviación en el seno de una comunidad moral reducida (el DDJ). Su
patrón de desviación –mentirle a su madre y salir– fue sostenido en el tiempo,
actualizado gracias a su vínculo con otros desviados –el Isra y los chicos–, vínculo
que sostenía los “motivos e intereses desviados” (Becker, 2014 [1963]: 49).
Finalmente, Lili fue identificada y etiquetada públicamente como desviada y, en
tanto etiqueta relacional, esta tuvo repercusiones directas y palmarias en su vida
social: ya no era el castigo de su madre, sino que la habían echado del DDJ. En el seno
de esa comunidad, el estatus de desviado era de tipo maestro: tenía más fuerza que
todo lo demás, incluso que las ganas de Lili de volver al grupo.
Fue muy duro para mí, siguió relatándome Lili, con los ojos bajos. Seguí yendo
a la iglesia pero cada vez menos; hasta que decidí ponerme las pilas para entrar al
departamento otra vez. Imaginé a una Lili unos años más chica, encauzando su
energía lozana y vehemente en acciones e intenciones para volver a ser aceptada en
el DDJ. Hablé con Emmanuel para que me dejara entrar pero me dijo que no, que
siguiera trabajando y que Dios ya me iba a dar el visto bueno. Y un buen día vino y me
dijo que era de Dios que volviera al departamento, y de ahí ya no me aparté más.
El etiquetamiento del desviado puede tener el efecto de una profecía
autocumplida: puede tender a aislarlo y a profundizar el camino de la desviación

63
(ídem, 53). No obstante, existen factores que aminoran o detienen la desviación: el
enfrentarse a las drásticas consecuencias de su accionar, máxime si son percibidas
como definitivas, puede generar en el etiquetado una nueva elección: si hace la
elección “correcta”, como Lili, será acogido nuevamente en la comunidad (ídem, 55-
6). Y en esta comunidad en particular, la nueva entrada de Lili estuvo signada no
tanto por una reaceptación del líder sino por la intervención divina: era de Dios –la
jerarquía moral máxima– que ella regresara. Así como los etiquetamientos para
subir por el escalafón de la jerarquía del DDJ dependían en última instancia de la
voluntad divina (como vimos en el Capítulo II), también los etiquetamientos y
castigos por las conductas desviadas estaban en manos de Dios.

Yo, la intrusa
El otro eje de reflexión que sugiere el contexto de situación narrado al inicio
de este capítulo, se dispara a partir de la exposición que de mí hiciera Mailén cuando
me llamara intrusa, la cual generó una situación de campo en la que me sentí torpe,
inexperta, importuna, desprevenida. Se constituyó como una suerte de revés
inesperado en mi carrera moral en el DDJ: jamás esperé que Mailén me tratara de
“intrusa” y menos que me expusiera de ese modo frente a los concurrentes a la
reunión. Sus palabras y su accionar me resultaron afectivamente perturbadores, y
me encontré a mí misma intentando justificar mi presencia en el grupo después de
cometer el desacierto de decir que estudiaba a los jóvenes de MEDEA y, más aún,
exteriorizando los modos como la experiencia de campo me afectaba a nivel
profesional pero también –sobre todo–personal.
Ese tipo de experiencias etnográficas resultan particularmente fructíferas a la
hora del análisis. Tal como propone Philippe Bourgois en la anécdota con la que
inaugura el primer capítulo de En busca del respeto (2010 [1995]) y como invita a
pensar Diego Zenobi (2010), el conocimiento etnográfico se produce sólo
parcialmente a partir de la construcción de relaciones sociales: también su
destrucción y/o las dificultades y obstáculos que se presentan a la hora de
establecerlas o mantenerlas abren interesantes vías de producción de conocimiento.
Las situaciones en campo que pueden ser percibidas durante los tiempos de la

64
observación participante en términos de fracaso, torpeza o inexperiencia, presentan
aristas insospechadas durante al análisis.
Zenobi señala que el conocimiento etnográfico, en tanto producto de una
interacción humana, “debe ser entendido en su contexto local de producción” (2010:
14). A partir del relato de una experiencia en su campo en la que él es tratado como
un espía, advierte que el investigador, en tanto formando parte de una red de
relaciones sociales, es evaluado desde las categorías que esa red de relaciones
propone como disponibles. Mailén se encargó de señalarme (o recordarme) cuál era
la principal categoría que a mí en tanto investigadora se me presentaba como
posible: la de “intrusa”, en un contexto donde todos estaban contando su testimonio
y yo no tenía uno para justificar mi presencia allí, por la sencilla y certera razón de
que no había aceptado a Dios en mi corazón.
Por otra parte, la situación me generó a mí una incomodidad tal que, mientras
intentaba explicar la investigación que estaba llevando a cabo, cometí la torpeza de
decir que estudiaba a los jóvenes de MEDEA: y esa torpeza, súbitamente, abrió un
derrotero de observaciones y comentarios acerca de lo que significaba, tanto para el
investigador como para los “investigados”, hacer trabajo de campo y observación
participante, en un contexto de situación rico y fecundo (sobre todo visto a la
distancia) para pensar en términos de investigación colaborativa.
Todo resultó en que mi carrera moral en el DDJ –y esos sentimientos de calor
que había estado sintiendo en mis últimos tiempos de trabajo de campo– sufrieran
un fuerte golpe, que abatió contra lo metodológico y contra lo afectivo, contra mi
reflexividad como investigadora y mi reflexividad como miembro de la sociedad.
Después de concluida la reunión aquella noche de lunes, Brenda y otro miembro del
DDJ, Luis, se me acercaron para conversar conmigo sobre lo que había sucedido.
Brenda me preguntó si seguía sin creer en Dios. Luis me miró estupefacto cuando
les dije que no, que (aún) no creía en Dios: ¿Pero cómo puede ser que veas todo lo que
Dios hace en nuestras vidas y no creas en Él?, me interpeló. La pregunta era
perfectamente válida: si los testimonios se constituían como una de las principales
evidencias de la existencia de Dios y de su poder transformador en las vidas de los
creyentes, yo me había pasado los últimos meses viendo una y otra vez testimonios
hechos palabra, carne y acción. El testimonio de Luis era paradigmático en este
sentido: había pasado años perdido en las drogas, robando, escribiendo yuta puta en

65
las paredes del barrio, hasta que finalmente conoció a Dios. Y ahora quisiera ser
policía, me contó un día. Pero no puedo, por los antecedentes, ¿viste?
Intenté explicarles que sí podía entender que Dios existía para ellos, a pesar de
que no creía en Él. Brenda me miró con gravedad: No me gustaría estar en tu lugar,
dijo. Indudablemente, estar en mi lugar no estaba resultando sencillo. El penetrante
proceso social de dos roles –el “normal” y el “estigmatizado”– que Goffman identifica
como estigma (2006: 160) estaba haciendo carne en mí misma: lo llamativo era que,
cada vez con mayor fuerza, me hallaba una y otra vez en el rol de estigmatizada, y
era mi propia presencia la que generaba las condiciones de un encuentro social
“mixto”. Así, entre mis allegados –como ya detallé– el tema de mi investigación era
considerado un signo de estigma. Entre los miembros del DDJ, por otra parte, se
empezaban a generar contextos de situación como el de aquel lunes, en los que se
proyectaba sobre mí el rol de estigmatizada con una fuerza que jamás había sentido
al interior del DDJ –y que jamás hubiera esperado sentir después de tantos meses
en campo–. Y sí: inserta en una casual ronda de testimonios, se hizo evidente –mejor
dicho, Mailén, configurada como una emprendedora moral, hizo evidente– que no
contaba con un bien fundamental al interior del DDJ, el testimonio. No había quiebre
en mi vida por la experiencia de conocer a Dios y, por lo tanto, no podía haber relato
autobiográfico cuyo eje fuera ese evento. Volvía a ser la outsider del principio, pero
ahora con una etiqueta acusatoria.
Y el proceso no acabaría allí. Poco después del episodio del parque, en aquella
mañana del 25 de diciembre, cuando nos íbamos a Calera a disfrutar del feriado
navideño después de pasar la noche celebrando y yo cabeceaba de sueño en el
colectivo, Mailén me dijo: Te vi dormirte varias veces en la iglesia últimamente. Yo me
sonrojé; por esos tiempos me sentía verdaderamente extenuada. Ensayé algunas
explicaciones: el fin de año, el cansancio, el ejercicio físico, el ritmo del trabajo más
el trabajo de campo y la cursada de las materias de la maestría… Mailén me cortó en
seco: Es tu cuerpo, me explicó. Es tu cuerpo que no quiere que escuches la Palabra.
Tenés que abrir tu corazón. El espectacular cansancio que yo sentía por aquellos días
se constituía como una evidencia de que mi corazón no estaba bien dispuesto para
recibir la Palabra ni las acciones de Jesús en mi vida. Conforme avanzaban las
semanas, Mailén tornaba más agudas sus observaciones y ponía de relieve una y otra
vez las distancias que me separaban de los miembros del DDJ: ponía de relieve que,

66
mientras yo estuviera participando de las actividades del DDJ, estas revestirían la
forma de un encuentro social mixto.
Un par de semanas más tarde, otra situación –en la que Mailén participaría de
modo decisivo– terminaría dándome un certero golpe de gracia.

* * *

Estaba ya cerrando mi trabajo de campo. Paulatinamente, en cierto modo


dubitativamente, casi sin ganas. Había pensado concluir con mi asistencia asidua
después de las celebraciones por el aniversario del Ministerio, a mediados de enero,
pero las circunstancias me llevaron a posponer el cierre para participar de un
campamento que se llevaría a cabo a finales de febrero. Durante el último tiempo,
fundamentalmente después de las celebraciones del aniversario, mi concurrencia a
MEDEA se había vuelto en muchas ocasiones incómoda: los jóvenes y otros
miembros me preguntaban una y otra vez si había tomado la decisión de fe, si iba a
tomarla, por qué no la tomaba y un largo y pertinaz etcétera. Cuando aquel lunes de
enero me acerqué a Mailén para inscribirme para asistir al campamento, me miró
suspicazmente y me dijo: Mirá que son tres días, ¿te la vas a bancar? Le dije que sí,
muy segura. Insistió: Mirá que es una experiencia espiritual mi fuerte, ¿eh? Oramos
muchas horas por día… Y terminó sentenciando: Vas a recibir a Dios en tu corazón.
Yo te anoto, pero vas a recibir a Dios en tu corazón.
No era ni una amenaza ni una condición para ir al campamento: el tono era
más bien de aviso. Y algo –una intuición, un cierto temor por experiencias que ya
había estado transitando al compartir muchas horas con los jóvenes del
departamento, sobre todo durante las celebraciones del aniversario– me indicaba
que Mailén tenía razón, aunque de hecho yo no quería tomar la decisión de fe ni
convertirme. Supe que su tener razón radicaba precisamente en una perspectiva –
llamémosle “nativa”– de mi rol en campo, de los alcances de mi investigación y de
los equilibrios entre la observación y de la participación.
Un momento después se me acercaron María José y Noe. ¿Ya te anotaste?, me
preguntó Noe. Sí, le respondí. Vos sabés que yo empecé a creer en un campamento,
comentó María José, y relató: Yo antes no creía en Dios. Y le oraba así, ¿eh? Le decía:
“Dios, yo no te amo”. La Vani siempre dice que las oraciones sinceras son las mejores.

67
Y allá en el campamento el Espíritu Santo me tomó. El corazón está más dispuesto allá.
Noe me miró, sonriendo con perspicacia: Parece que todos te habláramos a vos, me
dijo.
Tal parecía que todos me hablaban a mí. Dudé seriamente si ir o no al
campamento. Las discusiones respecto de mi negativa recurrente de tomar la
decisión de fe –que se basaba en argumentos metodológicos y académicos pero
también en mis vínculos con lo sagrado– y la insistencia de algunos miembros del
DDJ para que la tomase se habían convertido en una constante que estaba
agobiándome lentamente. Ya había ciertas personas con las que evitaba
intercambiar palabra porque sabía que iban a intentar evangelizarme. Dudé más,
mucho. Consulté con mi director, con mi codirectora, con algunos colegas becarios.
No quería perderme la oportunidad de ir a un campamento con mis nativos, me
parecía una instancia de gran valor etnográfico. Al mismo tiempo, el aviso de Mailén
–y su modo de decírmelo: un cierto tono de voz, un cierto levantar las cejas, un cierto
ladeo de su cabeza de rulos negros– y mis últimas experiencias en el campo –como
la del parque– me obligaban a atender a una necesidad de distancia.
Una semana después, decidí que no iba a asistir al campamento. Tenía
sentimientos muy encontrados al respecto. Me sentía una etnógrafa irresponsable,
débil. Los jóvenes más cercanos a mí lo lamentaron y me dijeron que me iba a perder
un hermoso viaje. Todos a mi alrededor hablaban de experiencias intensas y
maravillosas vividas en campamentos anteriores.

* * *

La elocuente insistencia de Mailén al advertirme sobre mi inscripción al


campamento –además de funcionar como disuasión– implicó poner sobre el tapete,
de nuevo, mi rol de estigmatizada: había un (cada vez más) claro abismo entre mi
posición en el DDJ y las de los demás. En la medida en que yo no había tomado
(¿aún?) la decisión de fe y en tanto estuviera decidida a continuar en esa postura, era
preferible que no asistiera al campamento –de hacerlo, iba a recibir a Dios en mi
corazón–. Mi carrera moral, súbitamente, había sido obturada. Nada de lo
internalizado por mí, ni mis intentos de contacto con Dios o con la Palabra tenían

68
sentido porque, de todas maneras, nunca había aceptado a Dios. No había dado el
primer y más importante paso. Mi corazón no estaba dispuesto.
Huelga poner en perspectiva esa conversación que entablé con Mailén a
propósito de mi inscripción al campamento con mis últimos tiempos en el campo:
estos estuvieron marcados por numerosas situaciones en las que mi rol de
investigadora se iba desdibujando paulatinamente, o vivía situaciones muy
recurrentes en las que las personas que se enteraban de que “aún” no había tomado
la decisión de fe se sorprendían mucho, e intentaban evangelizarme y convencerme
de que lo hiciera de una vez. Me permitiré sugerir que mi no asistencia al
campamento implicó lo que Balbi llama “una integración dinámica de las
perspectivas nativas” (2011: 493) simultánea al trabajo de campo. Fue atender a una
advertencia nativa y aprehender las condiciones del mundo social que se me estaban
presentando, ubicando a la “perspectiva nativa” en una centralidad tan estratégica
que determinó mi decisión final. Así, en este caso, la perspectiva nativa acerca de mi
lugar como investigadora y de las implicancias de la asistencia al campamento,
funcionó como una construcción analítica para dirimir qué hacer en una situación
peliaguda y conflictiva en campo.
Lo más llamativo del caso es que, en aquel momento, no pude percibir nada de
esto. Por el contrario, me castigué internamente sintiéndome débil e irresponsable,
pensando en que no estaba “dejándome afectar” como debieran hacerlo los
etnógrafos que se precian de tales. No obstante, el “dejarse afectar” en ese momento
era precisamente no poder asistir a ese campamento, experimentar una dificultad
para decidir cuándo cerrar el campo. En cierto modo, no querer cerrarlo. Y a pesar
de ello, había llegado un punto en que estaba afectada de modo tal que se había
vuelto asfixiante la insistencia general sobre mi conversión. Dejarse afectar fue, para
mí, experimentar las dudas y la incomodidad de no saber qué hacer: estar
tensionada entre un formar parte de un grupo y al mismo tiempo no encajar en las
categorías que el grupo proponía.
Ser, después de todo –y por todo me refiero a una carrera moral de
aproximadamente ocho meses–, una outsider en el DDJ y, por extensión, en el reino
de Dios, me obligó a tomar mi decisión de fe: no recibir a Dios en mi corazón, “salir”
del campo y ponerme a escribir la (esta) tesis.

69
Reflexiones Finales

La fe que vence al mundo


Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es
la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence
al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
1 San Juan Apóstol, 5: 4-5 (Versión Reina Valera, 1960)

En un taxi
Salíamos de la Clínica de Ojos, sita en el barrio de Nueva Córdoba, con dos
amigas y colegas antropólogas, Lourdes y Sofía. Hacía alrededor de un mes, a
Lourdes le habían intervenido quirúrgicamente ambos ojos por un cuadro de
queratocono avanzado y mal tratado. Su estado era muy delicado. No podía
exponerse al aire libre ni a la luz del sol. Ella y Sofía se quedaron un momento
resguardadas en el palier de la clínica mientras yo paraba un taxi. Nos subimos las
tres y le pedimos al conductor que subiera los vidrios de las ventanillas, a pesar del
calor ígneo y la humedad agobiante del verano cordobés. Le explicamos el estado en
que se encontraba Lourdes.
Teníamos un camino más o menos largo por recorrer: primero iríamos hacia
barrio Güemes para recoger la tarjeta de débito de Lourdes, la cual había quedado
en el departamento de una amiga suya, y luego continuaríamos hacia su casa.
Cuando llegamos al edificio donde se encontraba la tarjeta, tuvimos que esperar
alrededor de diez minutos hasta dar con la chica que iba a entregárnosla. Entretanto,
me llamó momentáneamente la atención el programa de radio que escuchaba el
taxista –y que había estado sonando todo el tiempo, a un volumen bastante
invasivo–: se trataba de la Radio Libertad, la radio de MEDEA. ¿Es la Radio Libertad?,
le pregunté. ¿Usted la escucha?, me preguntó a su vez el taxista, contento, mirándome
con atención. Le expliqué todo lo brevemente que pude cuál había sido mi
acercamiento a MEDEA –hacía ya casi un año que no asistía más a las actividades del
DDJ–, y durante el resto del viaje conversamos los cuatro animadamente sobre el
Ministerio y sobre Dios. El taxista, en entusiasta misión evangelizadora, nos contó

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su testimonio –había conocido a Dios en la cárcel–, luego extrajo una Biblia de la
guantera y nos leyó algunos pasajes, mientras manejaba cada vez más despacio.
Cuando arribamos a destino, paró el auto, se dio vuelta por completo desde el
asiento delantero y nos miró: No es casualidad que nos hayamos encontrado aquí,
dijo solemnemente. Vamos a orar por la sanación de los ojos de su amiga. Asentimos.
Los cuatro nos tomamos de la mano simulando una ronda. Él comenzó a hablar,
formulando frases que nosotras repetíamos. Después de agradecer y pedir por la
sanación completa de los ojos de Lourdes, advertí que la oración viraba –sin aviso
de por medio– hacia la decisión de fe.
Cuando caí en la cuenta de que estábamos efectivamente tomando la decisión
de fe allí, sin saberlo, dejé de repetir mecánicamente las frases que el taxista
pronunciaba. Sentí vértigo y, al mismo tiempo, ganas de reír: mi “salida” de campo
había estado signada de modo bastante dramático por mi negativa respecto de
tomar la decisión de fe. Sentía que era deshonesto de mi parte recibir a Dios en mi
corazón cuando, de hecho, no creía en Dios. La insistencia de mis interlocutores, la
asiduidad con la que participaba del DDJ y las situaciones que detallé en el Capítulo
III redundaron en una presión que iba creciendo mientras mi tiempo de trabajo de
campo corría, y terminé dándolo por cerrado de un modo un tanto más abrupto de
lo que hubiera deseado, y sin duda con más angustia y consternación de lo que había
imaginado.
Sentada en ese taxi, casi un año después de haber “cerrado” mi campo –esto es,
de haber dejado de asistir asiduamente a MEDEA– de la mano de Sofía y Lourdes
(quienes a la sazón estaban pidiéndole a Dios que anotara sus nombres y los de su
familia en el Libro de la Vida y estaban tomando, así, la decisión de fe sin saberlo)
entendí que el campo –tal vez, cierto tipo de campo– no puede “abrirse” ni
“cerrarse”, que no se trata de un espacio que pueda concebirse a priori con fronteras
bien delimitadas adonde se entra o desde donde se sale.
Ello aplicaba tanto para la construcción de mi objeto empírico como para la
construcción de mi objeto analítico –que fueron problematizados en la Introducción,
primero, y a lo largo de toda la escritura–. También aplicaba, imprevistamente, para
mi trayectoria entendida como carrera moral: esta no había concluido allí donde
Mailén me había hecho una advertencia y yo tomado la decisión algo forzosa de
“cerrar” el trabajo de campo, sino que se extendía –temporal y espacialmente– hasta

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ese taxi y hasta esa oración colectiva que celebrábamos los cuatro tomándonos de
la mano. El reino de Dios se había inmiscuido de modo inequívoco en el mundo, en
mi territorio secularizado y desencantado. Había pasado tantos meses en MEDEA, y
recién a la luz de lo ocurrido en ese taxi, a fuerza de una cotidianeidad y una
imprevisibilidad llanamente incontestables, empezaba a comprender que la
principal (y primitiva) frontera que como investigadora tendría que relativizar –
porque yo misma no estaba de un lado o de otro– era la que dividía al mundo del
reino de Dios.

Una tarea de Sísifo


Fue así como llegué a dilucidar cuál era el quiebre vital que permitiría
conceptualizar esta tesis en términos de un testimonio: caer en la cuenta de que –
muy a pesar de las visiones y experiencias modernocéntricas y secularizadas mías y
de mis allegados– el mundo estaba encantado. Era encantado.
Mi carrera moral en el DDJ de MEDEA y todo el proceso de investigación me
habían encontrado como una pequeña (y, progresivamente, una insegura) Sísifo de
la modernidad y la secularización. Había insistido una y otra vez en enmarcar mis
más disímiles y variablemente intensas experiencias de campo en una lógica que
suponía “dos mundos”: lo natural y lo sobrenatural, lo inmanente y lo trascendente,
lo profano y lo sagrado. Y cada vez que estaba por llegar a la cima, los nuevos
aconteceres entre mis interlocutores arrojaban desde allí la roca que con tan ígneo
esfuerzo yo había arrastrado.
Yo bajaba a buscarla y comenzaba otra vez el ascenso.
El mito de la modernidad respaldaba tal accionar repetitivo y lo dotaba de
sentido. Concebir a la modernidad no como un hecho consumado sino en tanto
proyecto, idea y “una narrativa moral culturalmente apropiada por diversos grupos y
sociedades en condiciones sociohistóricas específicas” (Keane 2007 en Ceriani
Cernadas, 2013: 13), permite elucidar su fuerza motora y su eficacia a la hora de
constituirse como el marco conceptual y experiencial al cual yo me aferraba –y
tantos otros como yo– para subir una y otra vez la ladera. Había en mí una certera e
incontestable inquietud por asegurar la secularización que el proyecto
modernizador había augurado y auguraba desde mis más cercanos círculos sociales

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y desde mis más tiernos bagajes culturales. En este sentido, cabe hacer algunas
consideraciones acerca de las posiciones que asumimos los cientistas sociales ante
los fenómenos “religiosos”. Tal como invita a pensar Semán a propósito de las
críticas que Pierucci apunta en contra de los religiosos practicantes que, a su
parecer, “contaminan” las prácticas intelectuales con sus supuestas pruebas (o,
según él, ansias) de la revancha de Dios, “tal vez sea necesario recordar que en el
campo religioso todas las posiciones son tomadoras y que el ateísmo y el agnosticismo
no dejan de ser una posición” (Semán, 2007: 29). Desde esta perspectiva, tanto la
sujeción al retorno de lo sagrado como la sujeción al paradigma de la secularización
serían producto de la posición del investigador; aunque es preciso señalar que la
sujeción al paradigma de la secularización se configura como el término no marcado
en (algunos) contextos científicos modernocéntricos y sociocéntricos24.
En aras de complejizar esa visión maniquea y algo simplista, Semán introduce
el argumento –“heterodoxo y estimulante”– de Velho (1999): “¿acaso el sujeto
cognoscente no puede ser esclarecido, complejizado y repuesto sociológicamente por
la experiencia religiosa?” (en ídem). Las sucesivas experiencias que vivencié con mis
interlocutores de campo durante aquellos meses y –de modo fundamental– la
experiencia del taxi que me permitiera resemantizar aquellas, me guiaron en el paso
desde la visión modernocéntrica y secularizada de los “dos mundos” hacia una
cosmológica, holista, relacional (Semán, 2001), que habilitaría el sentirme –y el
saberme– atravesada por lo sagrado en tanto una dimensión más de lo real. La matriz
modernocéntrica que mantenía viva a fuerza de subir una y otra vez por la ladera
iba resquebrajándose paulatinamente conforme avanzaba la investigación
etnográfica, y su quiebre terminaría por cristalizarse en la escritura de esta tesis en
cuanto testimonio.

24Cabe puntualizar que, en los estudios sobre la religión, el paradigma cristalizado en la teoría de la
secularización y el “dosel sagrado” de Peter Berger, está abriendo paso a un nuevo paradigma que
hace hincapié en la elección racional, echa mano a categorías económicas y centra su atención en la
oferta religiosa más que en la demanda (Frigerio, 2002). Particularmente, y aunque no lo incluiré en
mi argumentación, me interesa poner de relieve la crítica que este nuevo paradigma construye
respecto de la teoría de la secularización, en lo que refiere sobre todo a la disminución necesaria de
la “religiosidad subjetiva” en las sociedades modernas (ídem). Propone que el proceso no es de
secularización sino de desacralización: si bien puede apreciarse una declinación de las incidencias de
la religión en la esfera pública (esto es, una desacralización), ella no se corresponde de modo
necesario con una disminución de la importancia del fenómeno religioso en la vida de los individuos;
por ende, no podría hablarse de un proceso de secularización (ídem).

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Fue, en definitiva, a través de la etnografía –entendida no (sólo) como método
sino sobre todo como teoría, con su inherente “disposição a nos expor ao
imponderável e a vulnerar nossa própria cosmologia” (Peirano, 2014: 382)– y en
particular a través del proceso de escritura, como arribé a ese momento en el
proceso de investigación que coincido en estatuir como un hallazgo o
descubrimiento que “nos marca el camino a seguir”(Quirós, 2014: 61). Construí un
(mi) testimonio gracias a la sugerencia de Adrián, quien me brindó la clave narrativa
propicia para dotar de estatuto epistemológico a las experiencias que mis
interlocutores y yo habíamos compartido en campo sin reducirlas a una cuestión de
“creencias”. Creé –creamos– así un espacio epistemológico en el que la praxis
comunicativa supuesta en la observación participante –entendiendo tal praxis de un
modo amplio, en la que entraron en juego los más diversos y alternativos modos de
comunicación– se puso de modo arrebatadoramente literal sobre el tapete. Es eso lo
que busca esta tesis: no sólo deconstruir (mis) supuestos modernocéntricos y
seculares, sino instaurar un régimen discursivo diferencial que enmarque un
(contingente y singular) encuentro, y en el que tanto la etnógrafa como los
interlocutores (y los teóricos citados) ocupen un turno de habla en la trama de los
diálogos (Wright, 1998: 187). Y también quien esté allí, del otro lado, leyendo este
texto, porque –como ya señalé en la Introducción, y como se encargaron de
mostrarme una y otra vez mis interlocutores de campo– el testimonio actualiza de
modo completo sus sentidos al ser compartido; esto es, inscrito en un contexto
dialogal donde se constituye en un relato para alguien.
Y ello es de suma importancia. He escrito esta tesis pensando en sus
posibilidades de ser compartida: he utilizado, en la medida en que me ha sido
posible, una narrativa llana, accesible, en aras de construir un argumento
igualmente llano, claro. Porque los testimonios –aprendí esto en MEDEA– así deben
ser (y porque las tesis en ciencias sociales –pienso– así debieran ser, también:
asibles, inteligibles). La narración del proceso de transformación de mi propia
subjetividad durante la investigación etnográfica se configura como un testimonio
sobre los cambios que mi paso por MEDEA produjo en mí, y el compartirlo se esboza
como una posibilidad de cuestionar y relativizar los supuestos del sentido común
míos y de mis allegados acerca de “los evangélicos”.

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En el principio, fue el proyecto de investigación. Más de dos años más tarde,
escribiendo estas palabras, he sentido que me animaban fuerzas que antes no
conocía, puesto que la matriz modernocéntrica y secularizada desde la que
experimentaba el mundo no me lo permitía. Fue necesario aprender a saludar con
dos besos, comprometerme con las actividades colectivas del DDJ, ser capaz de
hablar el lenguaje de los hermanos en Dios, construir lazos afectivos, orar, objetivar
la muerte de mi abuela como dato de campo, hablar con Dios, recibir una Biblia y
leerla y llevarla a las reuniones, cocinar en La Barca durante horas y horas, sentir
angustia y resquemor… finalmente, y a pesar de haber decidido no tomar la decisión
de fe, encontré que era precisamente la fe la que me había impelido a construir este
testimonio para dar cuenta –dar una evidencia, una muy literal comprobación
empírica– de que el mundo estaba encantado y (también) de que la investigación
etnográfica transformaba a las personas. La experiencia cosmológica hizo carne en
mí: abandoné la roca al pie de la ladera. Efectivamente, y de un modo tan
cáusticamente literal que me costaba creerlo, “salí” del campo convertida en otro ser
humano. Porque entendí, trabajando codo a codo con los miembros del DDJ de
MEDEA, que el compromiso no era suficiente para comprender: era necesaria la fe.
Entendí, experimenté, que la etnografía era –es– poderosamente transformadora,
subversiva.
Y también lo es la fe. Mis interlocutores de campo y mis experiencias allí me
enseñaron que la fe no se trata de una esperanza, como ciertamente yo creía cuando
aún pensaba que la religión era una falsa conciencia, un opio que dejaba a los
pueblos sufrientes esperando una mejor vida después de la muerte. La fe es mucho
más poderosa: tiene la fuerza de un deseo, con sus inherentes movimiento afectivo
e impulso vital hacia lo deseado, y un grandioso sentido de lucha. Y es en muchos
sentidos una fe la que me ha llevado a escribir esta tesis en estos términos. Una fe en
la fraternidad y el respetuoso desconcierto que experimentamos durante meses mis
interlocutores de campo y yo, una fe en la etnografía y en el conocimiento científico
social como modos de subvertir ciertas matrices del sentido común que tienden a
tornar violentos los lazos entre grupos sociales.

75
Compromiso y distanciamiento
Para finalizar, quiero destacar que el trabajo analítico del que estoy dando
cuenta fue sólo posible después de haberme distanciado lo suficiente de mis tiempos
de trabajo de campo, de mis interlocutores, de mis notas, de mis escrituras
etnográficas preliminares.
En la medida en que los etnógrafos investigamos insertándonos en conjuntos
de interrelaciones formadas por seres humanos, estamos expuestos a sus presiones
y tensiones; cuanto mayores sean estas presiones y tensiones, más difícil será para
nosotros “realizar la operación mental de apartarse de su papel de participante
inmediato” (Elías, 1990: 23). Esta operación resultó particularmente difícil en mi
caso puesto que muchas de las situaciones vividas en campo me interpelaban de
espiritual y epistemológicamente de modo profundo, al tiempo que comprometían
mi participación asidua en el grupo y abrían canales de comunicación íntimos e
imprevistos con mis interlocutores. Estos canales fueron los que me permitieron, en
mayor o menor medida, ir comprendiendo cómo experimentaban el mundo los
miembros del DDJ. También fueron esos canales los que me llevaron a vislumbrar
que mis propias experiencias dentro del campo eran de fundamental importancia
para la construcción de conocimiento etnográfico. Y es que me permitieron
conceptualizar mi objeto: no eran ya los jóvenes, no era ya el barrio, era el conjunto
de las relaciones que mis interlocutores de campo establecían con aquellos que los
veían como desviados. Entre otros, mis allegados y yo misma.
“El que una combinación de observación sistemática y reflexión sea un método
adecuado para adquirir conocimientos relevantes depende de qué conocimientos sean
considerados relevantes”, asegura Norbert Elías (ídem, 87). Esta tesis y su apuesta
por una forma testimonial, apunta a cuestionar la tendencia a intelectualizar el
“punto de vista nativo” y a construir conocimiento sobre la base de paradigmas
modernocéntricos y sociocéntricos; a relativizar los alcances del discurso científico
más árido como medio para describir y explicar (ciertas) redes de interacciones
sociales; a poner sobre el tapete la problemática de un etiquetamiento que acartona
y esclerosa a los grupos con los que se realiza trabajo etnográfico. No resulta
suficiente en este caso hablar de “integrar” a las perspectivas nativas, como si a los
antropólogos nos fuera dada la posibilidad ejercer semejante injerencia sobre esos
conocimientos. A los etnógrafos nos es dada la oportunidad de abrazar nuevas

76
matrices de experiencia de lo real. Es necesario recordar y dar cuenta de que ese
equilibrio nunca delicado entre observación y participación no depende
ciertamente (sólo) de nosotros, los etnógrafos: el compromiso y el distanciamiento
dependen en igual medida de los sujetos junto a quienes investigamos, y a cuyos
procesos de interacción social llegamos no a interrumpir para sacar una
instantánea, sino a sumarnos al flujo y al devenir social que inevitablemente
modificaremos e inevitablemente nos modificará a nosotros y a toda nuestra red de
figuraciones. El desafío está en construir un marco de trabajo que aspire a reponer
esas relaciones interrumpidas artificialmente y “a dejar fluir nuevamente ríos
congelados artificialmente” (ídem, 143). Y ver –y sentir– qué pasa.
Ponerme en el lugar de quien testifica una experiencia tiene sentido
dependiendo de cuál es el conocimiento que se considere relevante. Y, en definitiva,
este trabajo sólo pretende dar cuenta –sin grandilocuencia, sin aspaviento, sin
vergüenza, y con una profunda confianza en lo simple y contundente de lo producido
en esa praxis social que damos en llamar observación participante– de que, gracias
a esta investigación etnográfica cuya escritura aquí concluye, conocí a Dios.
Comoquiera que sea, el secreto –ya lo dijo Fred Murdock– no vale los caminos
que me llevaron hasta él.

77
*

¿Y te bautizaste?, me preguntó Gonzalo. Yo sabía –y él sabía que yo sabía– que


él ya sabía la respuesta a esa pregunta.
No, le respondí. Y agregué: Tampoco tomé la decisión de fe.
Levantó las cejas y auguró: Quién te dice que este año sea el año.
Levanté las cejas a mi vez: Quién te dice.
Ojalá estemos a tiempo de que seas salva, deseó él. Que Cristo no venga antes.
Ojalá, le respondí.
Los dos nos reímos.

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