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El canon y la

caspa
La verdadera renovación en la literatura
española se sitúa entre los comienzos de los 60
y finales de los 70. ¿Por qué no se supo
reconocerla? Pues precisamente porque
rompía con lo establecido y sus logros se veían
como algo ajeno
LUIS GOYTISOLO
25 JUL 2015

Es curioso, muy curioso: para determinados críticos y profesores el panorama de la


literatura española que estudié en el bachillerato sigue, en lo sustancial, tan vigente
hoy como entonces. Una postura que se mantiene asimismo en más de un
departamento de español de universidades situadas en otros países. A grandes
rasgos, dar como actual lo escrito hace alrededor de un siglo.

No es que novelistas como Baroja y Valle Inclán no me gusten. Lo que quiero decir
es que resulta absurdo darlos como actuales si ya entonces sus novelas eran más
propias del siglo XIX que del XX, coetáneas, por así decir, de las de Galdós y Clarín.
Recuerdo lo que me gustó en su día ​El laberinto de las sirenas, por ejemplo; claro
que por aquellos días aún no había leído ​La regenta, sin duda la obra cumbre de la
novela decimonónica española. Las novelas de Baroja y de Valle Inclán son
equiparables por sus rasgos narrativos no ya a las de un Flaubert o un Dickens, sino
incluso a las de Stendhal. Mientras que la novela que ya en el siglo XX se escribía
fuera de España nada o poco tenía que ver con la narrativa decimonónica. Así,
Proust, Joyce, Faulkner, Kafka, coetáneos de Azorín, de Baroja, de Valle Inclán.
Algo similar, aunque mucho más atenuado, sucede con la poesía. Entrado el siglo
XX aparecen en España grandes poetas y grandes obras: Machado, J. R. Jiménez,
Cernuda, el Lorca de ​Poeta en Nueva York… Pero todos ellos se mantienen al
margen, como si nada hubiese pasado, de la gran revolución de la lírica que en los
últimos decenios del XIX supuso la poesía de Rimbaud, de Lautréamont, de
Mallarmé, que anticiparon no ya la lírica sino incluso aspectos de la narrativa del
siglo XX. Cambios de forma y de fondo que propiciaron los ismos, un fenómeno
—es cierto— más relevante por la voluntad de cambio que representa que por su
calidad; pero el caso es que el único poeta de verdadero relieve en lengua española
afín a esos movimientos es el chileno Vicente Huidobro. Y, al margen de tales
ismos, hay sin duda una gran poesía del siglo XX, la que representan Paul Válery,
Ezra Pound o T. S. Eliot, cuya ​Tierra baldía constituye probablemente el punto
culminante de esa poética.

¿Y qué decir del ensayo, el pensamiento, la filosofía? Azorín fue fundamentalmente


un estilista, al que hay que agradecer el haber puesto punto final a las
extravagancias cursilonas del ​preciosismo. Y en cuanto a Ortega o Unamuno, son
sin duda pensadores de altura, pero su obra se pierde en el mar de grandes figuras
y tendencias existentes en la práctica totalidad del pensamiento europeo.

La mitificación producida respecto a la literatura española anterior a la Guerra Civil


es evidente. Y ahí, en ese punto de referencia que es la Guerra Civil, puede estar la
clave del fenómeno. Hay que tener en cuenta que hasta bien entrados los años 50
todo lo anterior a la Guerra Civil era sinónimo de excelencia. Una comida “de las
antes de la guerra”, una fiesta “de las de antes de la guerra” o, simplemente, “de las
de antes”. Los años de la inmediata posguerra fueron sin duda de una gran aridez
en todos los terrenos, hasta el punto de que con frecuencia se olvidaba la crispación
social y la violencia cotidiana que caracterizaron el periodo inmediatamente anterior,
no precisamente idílico. El caso es que ese “antes” añorado, en contraste con una
realidad cultural que sólo aquí y allá empezaba a dar tímidos síntomas de
recuperación, tuvo también sus repercusiones en el ámbito de la creación literaria.
Es decir: para literatura, nada como la de antes. Un planteamiento que convertía a
ese periodo literario en poco menos que una réplica del Siglo de Oro.

Y sin embargo, en una fase aún más o menos dura de la posguerra, había dado ya
comienzo la renovación. Porque si ​La colmena nos remite a Dos Passos —no el
Pascual Duarte​—, los primeros escritos de Ana María Matute nos hacen pensar en
Carson McCullers. No obstante, la verdadera renovación se sitúa entre los
comienzos de los 60 y finales de la década de los 70, coincidiendo con los llamados
planes de desarrollo y la Transición. Una coincidencia que en cierto modo dificultó
su reconocimiento, ya que para muchos no era posible que bajo una dictadura como
la de Franco florecieran las letras. Una idea de lo más equivocada, ya que el
franquismo actuó precisamente a modo de acicate, de revulsivo, no menos en el
ámbito de la creación literaria que en el de la actividad política clandestina.

Si ese impulso renovador era tan evidente, ¿por qué los guardianes del canon lo
pasaron por alto como si no acertaran a percibirlo? Pues precisamente porque
rompía con lo establecido, con ese canon; porque los nuevos planteamientos tanto
en el ámbito de la narrativa como en el de la poesía eran vistos como algo ajeno a la
tradición propiamente española. Lo que hizo que esos nuevos novelistas y poetas,
apreciados de inmediato por la crítica más despierta tanto española como
extranjera, siguieran al margen del canon. La coincidencia así en el tiempo como en
el espacio con el llamado ​boom de la literatura latinoamericana —cuyo epicentro
hay que situarlo en Barcelona— no hizo más que facilitar las cosas: los inventos,
para el ​
boom; lo propio de España era lo tradicional. Un dogma similar al de la
España negra de Buñuel, que con tan poca fortuna han mantenido vigente algunos
de sus discípulos.

Por otra parte, en torno a los 80, se fue implantando con éxito un nuevo tipo de
novela que, debido a su amplia acogida, despertó más respeto que rechazo: la
novela de gran público, el ​best seller, un producto más relacionado con el éxito de
ventas que con la calidad literaria, y que sin duda ha contribuido a oscurecer la
aparición de más de una obra de autores de verdadero talento publicada
simultáneamente. Un tipo de narración que ha existido siempre, pero sin la
pretensión no ya de ser equiparada sino de suplantar a lo que hasta ahora se ha
entendido por novela. Su principal característica es que “te atrapa”. Y, bueno, será
que no me atraen los cebos ni los anzuelos pero el caso es que se trata de algo por
lo que nunca me he sentido atraído. Con leer las primeras líneas, las últimas y
alguna página abierta al azar de la, por lo general, voluminosa novela, tengo
bastante.

Claro que cada uno tiene sus gustos, y en lo que se refiere al cine, pongamos por
caso, y por cambiar de género, tampoco me identifico con algunos de sus mitos más
extendidos. Así, nunca he comprendido la admiración que suscitan determinadas
películas, ​Casablanca por poner un ejemplo. Y me gusta ​Ciudadano Kane, pero no
así la mayor parte de las películas de Orson Welles, que como actor me parece
horroroso. Vamos, que no lo considero a la altura de Kubrick o de Bergman o de
Fellini. Y en cuanto a las series televisivas, pues tampoco me gusta ​Juego de
tronos, de la que nunca he podido aguantar un solo episodio. Para el caso, puestos
a elegir, me quedo con los golpes de humor de ​Big Bang Theory.

Luis Goytisolo​ es escritor.

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