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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de

experiencia  (1)
GONZALO QUINTERO OLIVARES
Catedrático de Derecho Penal
Universitat Rovira i Virgili

RESUMEN

Estos comentarios tienen como objetivo únicamente poner de manifiesto cómo


muchos de los temas que han preocupado en algún momento a los penalistas han
perdido importancia o interés con el paso de los años, lo cual relativiza la auténtica
importancia de los mismos. Lo mismo ha sucedido con ideas que se consideraron
imprescindible para comprender el sistema penal. La otra parte del estudio está dedi-
cada a destacar temas cuyo interés solo se puede entender como una atracción pasa-
jera, que después de preocupar a los penalistas durante un tiempo desaparecen del
campo de estudio. Por el contrario, hay problemas que parecen destinados a perdu-
rar sin encontrar nunca solución.
Palabras clave: teoría, proporcionalidad, dolo, sistema, culpabilidad, imputación,
personas jurídicas, pena.

ABSTRACT

These comments are intended only to show how many of the questions that have
worried in some moment to the experts in criminal law have lost importance or inter-
est over the years, which relativizes the true importance of them. The same has hap-
pened with ideas that were considered essential to understand the penal system. The
other part of the study is dedicated to highlighting issues whose interest can only be

  (1)  Este trabajo está dedicado a mis amigos los profesores de Derecho Penal de
la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, y fue allí parcialmente
expuesto el 21 de junio de 2019.

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understood as a passing attraction, which after worrying the criminals for a time
disappear from the field of study. On the contrary, there are problems that seem des-
tined to endure without ever finding a solution.
Key Words: theory, proportionality, intent, system, culpability, imputation, legal
persons, pain.

SUMARIO: 1.  Introducción: el sentido de estas páginas.–2.  Los mitos. 2.1  La


«perfecta» teoría del delito. 2.2  La culpabilidad como juicio personal cristali-
zado en un reproche que es la condena. 2.3  La pena como «amarga necesidad».
2.4  La función del bien jurídico y el principio de ofensividad. 2.5  El principio
de proporcionalidad. 2.6  Los principios de intervención mínima y ultima ratio.
3.  Las modas. 3.1  El uso alternativo del derecho. 3.2  El debate sobre la colo-
cación sistemática del dolo. 3.3  La imputación objetiva. 3.4  Hablar de Jakobs.
3.5  La «organización criminal» y el «autoblanqueo», de fenómeno nuevo a acu-
sación automática. 3.6  La «era de las compliance».–4.  Recapitulando, un
poco, sobre la realidad penal.

1.  INTRODUCCIÓN: EL SENTIDO DE ESTAS PÁGINAS

He llegado a mi jubilación administrativa, pero seguiré siendo


penalista mientras viva, pues, después de haber dedicado tantos años a
este menester, resulta imposible desprenderse de algunas tendencias
mentales, como es la de preocuparse por los problemas penales. Preci-
samente por eso, estas reflexiones son solo una parada en el camino
que seguramente continuaré recorriendo, pero no sobra una pequeña
recapitulación sobre lo visto y oído.
En las páginas que siguen no voy a señalar problemas nuevos o
candentes, y no porque eso no sea importante, sino porque, a estas
alturas de mi vida me parece más interesante para los demás hacer un
pequeño balance de mi experiencia como penalista, dejando de lado
los rituales modos de expresión académicos. Quisiera que los más
jóvenes puedan conocer unas opiniones que en modo alguno pretendo
presentar como sabias e indiscutibles verdades, sino percepciones
acumuladas al paso de los años, y, por supuesto, bastante subjetivas,
como es lógico, razón por la cual solo puedo respetar al que discrepe.
El título que he dado a este trabajo –mitos y modas del derecho
penal– puede resultar un tanto oscuro o escandaloso, aunque yo no

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creo que lo sea, pues solo pretende resumir, con denominaciones que
pueden ser exageradas o parecer injustas para con respetables pensa-
mientos, mi punto de vista sobre una serie de cuestiones penales. He
elegido esas etiquetas, como hubiera podido usar otros criterios clasi-
ficadores más amplios o reducidos. Tal vez haya quien estime frívolo
tildar de «moda» cualquier tema que tenga que ver con algo tan severo
como el derecho penal. Pero confío en que nadie haya de sentirse
ofendido, pues no creo que ninguna persona inteligente vea afectada
su sensibilidad profunda por la importancia que yo conceda a este o
aquel problema penal.
Por supuesto que cualquier penalista podría añadir los temas que,
en su opinión merecen también calificarse como moda o como mito, o
cuestionar los que yo sugiero. Igualmente, la selección de temas es un
tanto arbitraria, y podría ser incluso más amplia. Pero he creído sufi-
ciente una selección de muestras que pueden admitirse como signifi-
cativas.
Quien me dispense el honor de leer estas páginas observará, y,
acaso, lo censure, que nada de lo que se dice va acompañado de nota
alguna. La explicación es sencilla: por una parte, este no pretende ser
un trabajo académico, sino una especie de larga carta, dedicada a unos
amigos concretos, y, a la vez, dirigida a un número indeterminado de
posibles lectores. Ni a unos ni a otros les hablo con notas a pie de
página.
Por otra parte, y eso es también fácil de comprender, los temas que
indico los califico unas veces de modas y otras de mitos, y me tomo
esa libertad «literaria» sin con ello pretender decir que uno o muchos
colegas han dedicado su tiempo a estudiar o glosar mitos y modas,
cosa que también yo he hecho. Pero no quiero que nadie se sienta
ofendido por lo que, en el fondo, no deja de ser una reflexión sin espe-
ciales pretensiones que solo expresa un cierto desengaño de quien las
hace.
Hechas estas precisiones, que no me han de salvar de la censura,
lo sé, pasaré a exponer mis reflexiones.

2.  LOS MITOS

Si yo califico algo como «mito» no me estoy refiriendo a otra cosa,


como son los «lugares comunes», de los que todos hablan y nadie se
molesta en demostrar si lo que se dice es verdad o mentira. Los ejem-
plos son múltiples, solo como muestra pensemos en estas frases: «la
cárcel no sirve para nada», la «mayor parte de los presos serán reinci-

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dentes», las sentencias «están decididas de antemano», «mucho dere-


cho penal, pero la inseguridad ciudadana no para de crecer», «los más
listos siempre escapan». La relación podría continuar, pero no es a eso
a lo que quiero referirme, sin poner en duda que, como dato «socioló-
gico», la persistencia de esa clase de opiniones es preocupante.
Un mito era, en la antigüedad, una explicación de la historia apo-
yada en la imaginación a falta de datos concretos. Esas explicaciones
iban impregnando la cultura de una sociedad en un tiempo dado, mez-
cladas frecuentemente con intervenciones de divinidades. Tampoco
quiero utilizar el término «mito» en ese sentido, ni menos en el de
«máxima calidad», como a veces se hace, como adjetivo que califica
la grandeza de un artista o de un deportista «míticos».
Denomino «mitos», aplicado el término al derecho penal, para
referirme a una serie de verdades o axiomas «recibidos» que, a lo
largo del tiempo, han ido demostrando si no su «inexistencia», una
importancia muy inferior a la que se les daba, determinada, especial-
mente, por la cantidad de excepciones a la supuesta regla.
Normalmente, en la ciencia penal a muchos de esos axiomas los
denominamos «principios», y no hay que reflexionar mucho para lle-
gar a la conclusión de que padecemos un empacho de «principios»
–Alejandro Nieto acuñó la expresión «principialismo» para etiquetar
un mal extendido en la ciencia jurídica española– porque hay una
sobrecarga que no se justifica, enfermedad que está bastante extendida
en la ciencia jurídica y no solo en la penal.
Bastantes de esos principios se transforman, con el paso del
tiempo, en «mitos» cuya razonabilidad y función no se discuten, y eso
es precisamente lo que no es admisible en relación con bastantes de
ellos, que están huecos de contenido, de los que seguidamente selec-
cionaré un grupo que creo significativo.
No cabe duda de que la selección es opinable, pues muchos pena-
listas podrían añadir algún tema más, y de eso soy consciente, pero no
puedo recorrer todos los temas del derecho penal en los que las etique-
tas o las «ideas recibidas» poco tienen que ver con la realidad. Entién-
dase, pues, que sugiero unos cuantos temas sin pretensión alguna de
que sean considerados los únicos que están aquejados de esa enferme-
dad de «oquedad».

2.1  La «perfecta» teoría del delito

Un primer mito lo integra la idea de que la teoría del delito es una


estructura lógico-normativa en la que tienen su adecuada ubicación
todos los hechos, elementos o dimensiones de una conducta humana,

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guardando un orden interior coherente, y cumpliendo cada concepto


con una adecuación a su naturaleza y función.
Son innegables los avances en temas como la teoría del delito
imprudente, la tentativa inidónea, la causalidad, la imputación de
resultados, la autoría mediata, el error de prohibición, la responsabili-
dad omisiva, la actuación por otros, etc., temas todos que solo treinta
o cuarenta años atrás eran prácticamente desconocidos, o al menos no
merecían especial atención, en nuestra doctrina, y en cambio hoy, y
gracias al esfuerzo de los profesores españoles de derecho penal, han
conseguido un reconocimiento jurisprudencial que impiden el despec-
tivo etiquetado de «cuestión académica».
Pero también es cierto que la teoría del delito ha ido evolucio-
nando y en sus elementos se han producido cambios radicales, y no
me refiero solo a la «revolución finalista», que ya ha ido a parar al
desván de los recuerdos, sino a otros muchos cambios que se han pro-
ducido en relación con todos y cada uno de los elementos de la teoría.
Y eso es bueno porque los sillares fundamentales del edificio, tomando
por tales la legalidad y la necesidad de que todas las infracciones
penales cumplan con un «patrón de elementos», siguen siendo, en
esencia, los mismos, pero a veces cambian tanto los contenidos que
resultan desdibujados (eso ha pasado, nada menos, con el concepto de
dolo).
Los excesos se han cometido y su causa ha sido siempre el olvido
de que la dogmática es una expresión de la primacía del positivismo
jurídico de orientación social y democrática, pero siempre reaparece
el iusnaturalismo, de cualquier signo, disfrazado de hipótesis dogmá-
tica, con la pretensión de hacer pasar como «consecuencia lógica de la
interpretación de la ley lo que no es sino la ideología del intérprete».
Es entonces cuando nos interrogamos acerca de la mencionada
ideología y su legitimidad. Es evidente que el sistema penal no es un
programa polivalente para cualquier ideología, sino que es una pro-
puesta de regulación de la convivencia y de selección de lo intolerable
y de los modos de reprimirlo, pero es imposible afirmar que su
columna principal, que es la teoría del delito, está compuesta íntegra-
mente por conceptos, como los de antijuridicidad y culpabilidad, de
significado unívoco, porque no es así ni podría serlo.
Por tomar solo un punto (central) me referiré a la esencia del com-
portamiento «contrario a derecho», que para algunos se ha de determi-
nar solamente partiendo de criterios objetivos, mientras que otros
estiman que lo subjetivo también decide lo que ha de tenerse por
injusto. Esta segunda idea daría lugar a tesis que en su momento se
consideraron brillantes, hasta que alguno se detuvo a pensar si tanto

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aplauso era merecido (las polémicas sobre la concepción subjetiva de


la tentativa, el ánimo libidinoso como elemento del abuso o el propó-
sito de defenderse como restricción de la legitimidad de la defensa,
criterios interpretativos que hoy ya no se defienden).
Sobre la importancia de lo subjetivo ha planeado siempre, aunque
no haya sido así reconocido, la influencia que se quiera dar a lo moral
o a lo religioso, de manera tal que muchos son los que estiman que lo
«laico» casa mejor con el objetivismo, lo cual no siempre es cierto.
En conclusión: la teoría del delito es mutante en sus contenidos y
en la ideología que anida en sus «elementos», y esperar de ella que
ponga «cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa», como se decía
en España cuando se divulgó en el primer tercio del siglo xx, es una
esperanza vana.

2.2  L
 a culpabilidad como juicio personal cristalizado
en un reproche que es la condena

El mito de la «humanidad» del derecho penal, está concentrado en


la categoría de la culpabilidad, pues es a través de ella como, en teoría,
se efectúa el «juicio personal» que permite conectar la sentencia con
las condiciones específicas del que está siendo juzgado. Pero eso es
solo una verdad a medias.
Cuando éramos jóvenes se nos explicaba que la culpabilidad, ele-
mento central de la teoría del delito había experimentado una evolu-
ción, esencialmente transitando de la concepción psicológica a la
concepción «normativa». ¿Y luego qué? Al parecer nada, pero no es
así, pues cada cual ha ido rellenando esa casilla de la teoría del delito
con lo que le ha parecido oportuno o adecuado.
Desde que se formuló la llamada «concepción normativa» se asu-
mió que el concepto de culpabilidad no podía tener una sola explica-
ción, pues dentro de él convivían aspectos psicológicos, otros, de
desobediencia (a través de la idea de que las normas entrañan también
una regla de determinación) y otros de quiebra de una cierta uniformi-
dad mayoritariamente deseada, que se expresa mediante la compara-
ción con el «hombre medio», ese personaje a quien nadie conoce, y
que es nada menos que el «baremo» para medir criterios tan repetidos
y de dudosa utilidad como es el de «la posibilidad de actuar de otro
modo».
La situación actual es prolífica en variedad de posturas sobre lo
que significa o cómo ha de entenderse la culpabilidad, y vemos como
predican su dogma autores como Jakobs y sus ideas sobre la obligato-
riedad de las leyes, que solo se confirma castigando al desobediente,

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que es el modo en que la fuerza del derecho se confirma ante el buen


ciudadano.
Menciono a Jakobs no porque ese autor, en concreto, me merezca
especial respeto, sino como prueba de la cantidad de ideas dispares y
contradictorias que se pueden defender como «posición doctrinal»,
sin reparar excesivamente en su compatibilidad con un modelo de
Estado social, y, además, y esa es otra dimensión del tema, sin que sus
promotores aspiren a que sus tesis lleguen a ser el criterio seguido en
la práctica.
Sabemos que gran número de «ideas» doctrinales no llegarán
nunca a traducirse en pautas interpretativas en la aplicación del dere-
cho positivo. Ni tiene por qué, y quizá uno de los ejemplos más claros
es el de la culpabilidad y la variedad de versiones o concepciones que
de ella o su significado se han propuesto, sin que ninguna de ellas
–respetables en cuanto expresan una manera de entender el funda-
mento de la represión penal en cada sociedad– se haya traducido en
consecuencias tangibles para la aplicación del sistema.
Más aún, creo que se tiene que aceptar resignadamente que la
mayor desproporción entre el interés que una institución despierta en
el mundo académico y la virtualidad que esos estudios tienen en la
práctica forense se da, precisamente, en el tema de la culpabilidad:
Los profesores polemizan como si en la aplicación real del derecho
penal hubiera un espacio para la reflexión sobre la culpabilidad,
cuando no es así.
Los tribunales españoles comprobarán, como es de esperar, la
ausencia de circunstancias de exculpación o de exclusión o reducción
del conocimiento de lo prohibido; también se discutirá sobre la nor-
malidad del sujeto en orden a la imputabilidad, pero nada más (ni
nada menos).
Tal vez pueda aceptarse que por el lenguaje que emplean en los
fallos, en los obiter dicta, siguen más o menos la concepción norma-
tiva de la culpabilidad; pero en todo caso no existe un espacio propio
para valorar la exigibilidad de conducta distinta o adecuada, por eso
no ha de extrañar que, en alguna ocasión, penalistas españoles hubie-
ran reclamado que el Código penal (cuando se estaba elaborando)
incluyera una declaración programática que dijera «no hay pena sin
culpabilidad», cosa que consiguieron únicamente con el Proyecto de
Código penal de 1980, pero que no tuvo continuidad.
El sistema penal español no ha necesitado de esa declaración, pero
es que, además, no faltan penalistas, como yo mismo, convencidos de
que no hace falta tenerla. La ley exige la concurrencia de dolo o
imprudencia, regula el error de prohibición y sus efectos, y contiene

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una serie de circunstancias de exención o atenuación de responsabili-


dad que, en opinión generalizada, son supuestos de ausencia o reduc-
ción de la posibilidad de reprochar o, si se prefiere, de atribuir
personalmente el hecho, por lo que de las bases de esas figuras legales
se puede extraer una orientación sobre cuál es el criterio de nuestro
derecho sobre imputación personal del hecho.
Con esos diversos mimbres, pues, tenemos un concepto funcional
de «culpabilidad», que hay que aceptar como «mínimo necesario».
Quizás el único ventanuco por el que pueda entrar un debate «puro»
sobre la culpabilidad en el derecho de los Tribunales es en la interpre-
tación de los delitos omisivos que en el propio tipo indican que el
autor dejo de hacer lo que debía pudiendo hacerlo. Más allá de eso no
queda otra puerta que la fundamentación de la petición de indulto en
atención «a.… las circunstancias personales del reo» (art. 4.3 CP).
Por lo tanto, el debate sobre el contenido de la culpabilidad es casi
únicamente académico, y conviene tener conciencia de ello, para,
sobre todo, no confundir a los estudiantes.
¿Por qué sucede eso o pudo suceder en algún momento? Creo que
la respuesta es en esencia una sola: que la fascinación por el universo
dogmático alemán llevó en un tiempo –hoy la situación ha cambiado
mucho– a olvidar que en el derecho penal español no existe ninguna
regla parecida a la del artículo 46 del Código penal alemán (que expre-
samente proclama que la culpabilidad es el fundamento de la medi-
ción de la pena), con lo que falta la base jurídico-positiva sobre la que
construir la teoría, lo que se traduce en una diferencia de punto de
partida que es sistemáticamente orillada por la dogmática académica
en detrimento de otras vías de asentamiento del juicio personal que
podrían abrirse partiendo de nuestro derecho, y que posibilitan buscar
la pena proporcional; pero esa cuestión me alejaría demasiado.

2.3  La pena como «amarga necesidad»

Han transcurrido cincuenta y tres años desde que el famoso Pro-


yecto Alternativo alemán se refiriera a la pena como una «amarga
necesidad» de la que los humanos organizados socialmente no pode-
mos prescindir, y todavía muchos penalistas comienzan sus disquisi-
ciones sobre la pena echando mano de esa muletilla, que sitúa el tema
en un plano de humanismo de la voluntad y resignación de la razón,
con el cual se puede hablar del tema sin temor a ser acusado de cruel-
dad o indiferencia hacia el que sufre.
Es, también, fácil de comprobar que los penalistas se afanan en
razonar la lógica del castigo, con una especie de sentimiento de culpa

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que no tienen los cultivadores de otras parcelas cuando se ocupan de


sus respectivos sistemas sancionatorios. La invocación de la amargura
resuelve no pocos supuestos problemas éticos, como si lo único digno
fuera ser «abolicionista».
Pero no quiero continuar con la glosa del jeremíaco modo de abor-
dar la cuestión de la pena, sino que me referiré a otra dimensión de la
cuestión que pasa a menudo desapercibida: el penalista medio, tras
invocar la amarga necesidad y confesar o asumir la incapacidad del
imperfecto ser humano para inventar algo diferente y menos malo, da
por zanjada la cuestión, y no suele entrar en sugerir «reacciones dife-
rentes» de las penas tal como las conocemos, con lo cual parece que la
consecuencia punitiva, que para el pensamiento kantiano era propia
de un imperativo de razón, de cuya verificación depende el que se
pueda hablar propiamente de derecho penal, es, en realidad, una «fata-
lidad» a la que no nos podemos sustraer.
Llegando a este punto parece que lo oportuno es, en primer lugar,
abandonar la «amargura», dejando la hipocresía institucional y asu-
miendo la realidad, y esa realidad nos dice que el sistema penal es
preciso para alcanzar un mínimo de convivencia pacífica, y si es así,
también será necesaria la pena para convivir.
Eso es perfectamente compatible con el derecho penal mínimo, y
es ahí donde el discurso entronca con la segunda parte de la adjetiva-
ción de la pena, que es la «necesidad», pues lo «amargo», lo que se
debe evitar no es la pena, consubstancial a una sociedad que no sea la
«utopía», sino la pena innecesaria, pues esa es una crueldad que nin-
guna causa puede justificar.
En este punto si podemos lamentar, pues eso sí que está en nues-
tras manos, la cantidad de penas que se imponen, y me refiero espe-
cialmente a las de prisión, y es entonces cuando la mención a la
«amarga necesidad» resulta sarcástica si se la relaciona con datos
como estos:
a)  Las continuas invocaciones a la necesidad de salir al paso de
la inseguridad, la cual exige prevención general en el peor de los sen-
tidos (derecho penal máximo), despreciando cualquier intento de pro-
mocionar valores de convivencia y racionalizar el uso de la represión.
b)  La justificación de la represión en nombre de las característi-
cas personales del inculpado, que se colocará por encima de la propor-
cionalidad, tanto si se trata de un asesinato (el autor pertenece a una
organización criminal) como si se trata de un multirreincidente en
pequeños hurtos.
c)  Tampoco es una «amarga necesidad» el recurso al derecho
penal para reprimir supuestos excesos en el ejercicio de la libertad de

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expresión de ideas, que pueden no gustar, ser reprobables y hasta ser


auténticos dislates groseros, pero en modo alguno un ultraje a la
Nación o una incitación al odio.
d)  El populismo punitivo, tema estrella de muchas campañas
electorales, que ha llevado a desviaciones de la proporcionalidad tan
evidentes como el llamado «cumplimiento íntegro de las penas», que,
además, pareció poco, y dio paso a la instauración de la pena de pri-
sión perpetua revisable.
e)  Y no nos olvidemos, en el catálogo de supuestas «amarguras
necesarias» la escandalosa duración que pueden alcanzar algunas
situaciones de prisión preventiva.
f)  La cantidad de privación de libertad que se puede sufrir en
España es, normalmente, la que para hechos similares se impone en
los principales Estados de la UE. Eso no le preocupa especialmente a
la clase política española, y nuestra alta tasa de población penitencia-
ria no se corresponde con el volumen de la criminalidad. En España se
va a la cárcel por más motivos que en otros Estados de la UE, y, ade-
más, se permanece en ella más tiempo. Pero para ningún Gobierno, sea
cual sea su color, eso es motivo de preocupación o reflexión pública.
¿Cuál es entonces la auténtica razón de la «amargura»? Creo que
el penalista debiera dejar de golpearse diciendo que la pena es una
amarga necesidad y avergonzarse de la resignación con la que se con-
templan los abusos del derecho penal. Es verdad que ha habido peque-
ños avances en materia de alternativas al ingreso en prisión, apertura,
aunque muy limitada, a la conciliación y poco más.
Las prisiones serán, por mucho tiempo, las reinas del sistema
punitivo, y los legisladores, especialmente los españoles, no muestran
especiales deseos de que las cosas cambien, posiblemente, se dirá, por
miedo al rechazo social y al uso demagógico que harán otros partidos
políticos contra cualquier paso dirigido a reducir la prisión. Los exce-
sos en la represión penal son menos importantes que una eventual pér-
dida de votos.

2.4  La función del bien jurídico y el principio de ofensividad

Los penalistas damos por sentado que los preceptos creadores de


infracciones penales son, a la vez, proclamaciones indirectas de res-
peto a ciertos derechos, valores, intereses, objetos, que reunimos y
resumimos con una sola expresión: «bienes jurídicos». Desde esa
«consciencia de su presencia» decimos que orienta la interpretación,

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a fin de que todos los elementos que componen la figura delictiva sean
coherentes con el fin de protección que ésta persigue.
Gracias a esa función, se dice, se hace visible el principio de ofen-
sividad, que sirve para descartar la tipicidad de comportamientos que
parecen corresponderse con la figura legal, pero que no dañan ni
ponen en peligro el bien jurídico, y, por lo tanto, la antijuridicidad
material desaparece por falta de ofensividad, pues este componente ha
de estar presente en todas las infracciones penales.
Así expuesta la cuestión, es fácil ponerse de acuerdo y aceptar el
planteamiento de la relación entre bien jurídico, tipicidad y ofensivi-
dad. La ofensividad podría llegar a considerarse, incluso, como una
exigencia de nivel constitucional, si se admitiera que todos los bienes
jurídicos han de tener acogida en la Constitución.
Sucede, no obstante, que el punto de partida –la función de protec-
ción de bienes jurídicos como legitimadora del derecho penal– es muy
discutible.
La afirmación habitual, que sostiene que el derecho penal está
condicionado por el principio de «exclusiva» protección de bienes
jurídicos, no es cierta, y, aun menos, que esa sea la vía de vinculación
con la Constitución, además de que, aunque se admita, es de muy
diferente intensidad (comparemos el homicidio con la tutela de las
denominaciones de origen, todo se puede enlazar con la Constitución,
pero es muy diferente el derecho fundamental a la vida a la necesidad
de tutela del mercado).
Cuestión diferente es que sea el principal criterio de orientación,
pero no olvidemos que el Código penal acoge delitos de pura omisión,
delitos de peligro abstracto, delitos que perfectamente pueden redu-
cirse a infracciones administrativas, actos preparatorios punibles, y,
finalmente, pero no en último lugar, delitos en los que el único sentido
se encuentra en la tutela de «sentimientos», objetivo que, a veces,
puede ser explicable, pero otras veces no es así.
Tantas dudas genera el supuesto principio que no ha de extrañar
que, al igual que sucedió con la culpabilidad, no se llegara nunca a
introducir en el Título preliminar la regla de que no hay delito «sin
lesión de bien jurídico» (pretensión que solo tuvo el Borrador de
Anteproyecto de Código penal de 1990). Como he dicho antes, la
tutela de bienes jurídicos topa con dos dificultades: la primera decidir
cuándo estamos en presencia de un bien jurídico. La segunda, hay que
reconocer que hay infracciones penales en las que no es posible ver
ese bien jurídico.
Así las cosas, todo parece conducir a una especie de renuncia a
ideas que, por mucho tiempo, nos habían parecido buenas y necesa-

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rias, como son la exigencia de que el derecho penal se dedique exclu-


sivamente a la tutela de bienes jurídicos y de que se verifique la ofensa
antes de imponer pena alguna.
Por citar solo un ejemplo en favor de la utilidad de esas ideas: el
principio de ofensividad ha sido muy útil en la propia jurisprudencia
española para limitar la aplicación de los delitos de peligro, rechazada
cuando no se produce riesgo alguno. Pero también hay que admitir
que las leyes penales incluyen delitos que no son claras ofensas a bie-
nes jurídicos (salvo que se conceda esa condición a cualquier interés),
pues la entrada en el derecho penal depende, por ejemplo, del incum-
plimiento de un requisito administrativo, como sucede con la tenencia
de armas o la conducción sin permiso o la seguridad alimentaria o la
contaminación.
Pero posiblemente, y aun con esas contradicciones, si lo son, pues
también entran en juego comprensibles razones preventivas, la renun-
cia es excesiva e innecesaria.
Téngase en cuenta que, en su momento, el argumento principal era
que la pena era una privación de libertad, y que una lesión tan grave a
un derecho fundamental solo podía justificarse por haber dañado un
bien constitucionalmente proclamado. Pero hay que recordar que no
todas las reacciones penales son restricciones de la libertad, pues pue-
den ser multas o inhabilitaciones, además de que, en nuestro tiempo,
la opción del Estado por el sistema sancionador administrativo no ha
de traducirse por «inexistencia de bienes jurídicos en juego». En
cuanto a que en los Códigos penales aparezcan delitos en los que es
difícil ver cuál es el bien jurídico que tutelan, puede explicarse por
criterios de razonabilidad y no a causa de la ofensividad, puesto que
la variable presencia de bien jurídico tutelado en las infracciones
penales solo demuestra que la ofensividad no tiene una interpretación
única, y no que sea «innecesaria».
El principio de ofensividad ha de ser filtrado y corregido por la
razonabilidad, y ese proceso pasa por la separación entre el derecho y
la moral, y, en otra dirección, el consenso social mayoritario en torno
a una intervención penal. Lo que ha de quedar excluido es la interven-
ción penal decidida exclusivamente por autoritarismo del legislador
erigido en intérprete indiscutido de «la opinión dominante». Conti-
nuando con lo que el principio de ofensividad impide, hay que refe-
rirse al derecho penal «de autor», en todas sus manifestaciones.
Las leyes penales, pues, no pueden juzgarse solo pensando en la
protección de bienes jurídicos, porque ese no es el único criterio
válido para limitar al derecho penal. La intervención punitiva puede
ser también rechazada por otras razones (innecesaria, inhumana, per-

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turbadora, desigual, redundante sobre otras ramas del derecho). Con


ello no rechazo la teoría del bien jurídico, sino que advierto de los
riesgos que puede comportar su «sacralización» y la creencia de que
está y ha de estar presente tanto al tiempo de la creación de la norma
penal cuanto en el de su aplicación por el juez a un caso concreto, lo
cual sucede, como veremos, con otros principios, como el de interven-
ción mínima.

2.5  El principio de proporcionalidad

Es difícil encontrar una obra general de derecho penal en la que no


se haga mención del principio de proporcionalidad, y, más aún, un
penalista que no considere que se trata de un criterio esencial por el
que se ha de regir la relación entre el hecho delictivo y el castigo. La
teoría retribucionista de la pena está enteramente construida sobre la
regla axilar de que ésta es respuesta proporcionada a la gravedad del
hecho cometido. La pena, inspirada en ese principio, será la plasma-
ción de la medida de la culpabilidad.
Paralelamente, sabemos que la idea de proporcionalidad está tam-
bién presente en otros ámbitos jurídicos, especialmente, como vara de
medir hasta dónde puede llegar la limitación de derechos que puedan
determinar las actuaciones de los poderes públicos en el cumplimiento
de sus cometidos.
Todo eso es sin duda de suma importancia, pero por más que nos
empeñemos, la forma y objetivo con el que los penalistas invocan la
«proporcionalidad» transmiten la idea de que se trata de un principio
reconocido por la Constitución o por la Ley penal, cuando eso no es
verdad, y, por lo tanto, no sirve para juzgar o declarar la excesiva
dureza de una pena excesiva decidida por el legislador ni tampoco para
guiar la determinación de la pena aplicable al caso concreto. Se dirá
que el principio pertenece a nuestra «cultura jurídica», pero la expe-
riencia española nos sirve para asumir que eso no significa gran cosa, y
es ingenuo esperar de ese principio una contención a la tentación puni-
tiva del legislador o una orientación obligada en la medición de la pena.
Bien es cierto que al principio de proporcionalidad le sobra «presti-
gio histórico» en la cultura penal. En el pensamiento ilustrado o ilumi-
nista se sentó la exigencia esencial de que las penas solo eran legítimas
cuando eran atemperadas al hecho y necesarias. La proporción entre la
pena y el hecho se consideraba una obviedad irrenunciable, y esa idea
no se ha modificado, aparentemente, a lo largo del tiempo, llegándose a
equiparar la pena desproporcionada con la pena inhumana, de modo tal
que la proporción era la expresión de la justicia.

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34 Gonzalo Quintero Olivares

Desde entonces y hasta hoy, el principio no ha dejado de procla-


marse, y, en todo caso, no ha habido nadie capaz de defender lo con-
trario expresamente, si bien, y con más frecuencia de lo admisible, se
acude al subterfugio de la «necesidad de prevención general», para
obviarlo y establecer penas desmedidas, de lo que los penalistas espa-
ñoles tenemos buena experiencia. Pero lo cierto es, repito, que el prin-
cipio de proporcionalidad no pasa del terreno de las proclamaciones
que de modo propedéutico se enseñan al que se adentra en el estudio
del derecho penal, dejando que sea él solo quien descubra su poca
función real.
Como problemas de «proporcionalidad» se presentan muchos que
no tienen relación directa con el derecho penal, para el cual la despro-
porción se refería a la relación entre el hecho y la pena conminada o
aplicada, mientras que en el constitucionalismo la proporcionalidad se
va entendiendo como otra cosa: la innecesaria privación de derechos
fundamentales, que alcanza a actuaciones del Estado o cualquiera de
sus poderes no solo en la aplicación de penas o medidas, sino allí
donde se tope con derechos del ciudadano (a la intimidad o privaci-
dad, a la libertad de expresión, reunión, manifestación u opinión, a la
libertad de culto, a la libertad de empresa, etc.) que pueden verse cer-
cenados o limitados innecesariamente, todo lo cual puede suceder en
conflictos diversos y al margen de la justicia penal.
En esa línea se sitúa la jurisprudencia del TEDH, que se ha pro-
nunciado repetidamente, insistiendo en que la condición imprescindi-
ble para que se pueda admitir la restricción de un derecho fundamental
es que ésta sea «proporcionada» al fin que se quiere alcanzar. Por
ejemplo: la invasión de la intimidad mediante un registro que se lleva
a cabo ante una amenaza terrorista. De ese modo, la proporcionalidad
pasa a ser la expresión del necesario equilibrio entre afectación de
derechos y fines legítimos, y así es también como entiende la propor-
cionalidad el artículo 52 de la Carta de los Derechos Fundamentales
de la Unión Europea.
Como fácilmente puede comprobarse, en ningún momento se
alude a la extensión del principio al derecho penal, o, más concreta-
mente, a la relación entre la gravedad de las penas o medidas en rela-
ción con el hecho delictivo.
Por su parte, el Tribunal Constitucional español no se ha apartado
de esa línea, más aún: de modo casi expreso ha dado en reconocer que
el principio de proporcionalidad en materia penal es meramente sim-
bólico o retórico.
La idea esencial del TC en esta cuestión es que la pena que decide
el legislador en uso de su competencia es la proporcionada, y solo en

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 35

casos muy extremos (que nunca se han producido) de clamorosa des-


proporción entre el delito y la pena se podría entrar a discutir su deci-
sión. En cambio, el TC sí ha entrado a valorar la proporcionalidad de
las afecciones de derechos por causas diferentes de las penas, como
son los casos de escuchas telefónicas, entradas y registros, datos per-
sonales indagados, derecho al juez natural y otros.
Más allá de eso, que, por supuesto, es muy importante, lo único
que ha reconocido o proclamado el TC es que la proporcionalidad es
una virtud consustancial a la justicia como valor supremo proclamado
en el art. 1.1. de la CE, y también presente en el respeto a la dignidad
de la persona a la que se refiere el art. 10 CE como fundamento del
orden público y la paz social, pero sin dejar de reconocer la inoperan-
cia técnica del principio, hasta el punto de que la STC 65/1986 declaró
que «no cabe deducir del artículo 25.1 de la Constitución Española un
derecho fundamental a la proporcionalidad abstracta de la pena con
la gravedad del delito», pues la «desproporción» no es por sí misma
causa de inconstitucionalidad en ausencia de lesión de derecho o bien
constitucional claramente identificado.
Tampoco ha ahorrado el TC declaraciones contundentes sobre la
absoluta libertad del legislador para hacer lo que le venga en gana en
esta materia, gozando, así se dice, de una presunción de constituciona-
lidad, pues «el legislador democrático no tiene el deber de expresar
los motivos que le llevan a adoptar una determinada decisión en ejer-
cicio de su libertad de configuración». (Tan solo en una ocasión, STC
136/1999, declaró la inconstitucionalidad de una norma penal por
imponer una pena desproporcionada por no permitir al juez imponer
una pena inferior a la mínima fijada, que se consideró en las circuns-
tancias del caso, excesiva)
Eso por lo que se refiere al «creador» de la Ley, pues en lo que
respecta a los jueces que la aplican han sido excepcionales los fallos
en los que se estima excesiva la decisión del juzgador. El TC ha recor-
dado, cuando se ha dado la ocasión por ser ese el argumento, que en la
Constitución no se hace mención alguna a un «principio de propor-
cionalidad» que haya de servir como criterio general para limitar la
legitimidad de la intervención de los poderes públicos en la esfera de
los derechos y libertades, sin perjuicio, se dice, de que la proporciona-
lidad sea una «idea cultural» implícita en el derecho penal propio de
un Estado democrático de derecho.
Ante esa indiscutible realidad, el penalista debería prescindir de
hacer referencias a la proporcionalidad de las penas. Al menos, eso es lo
que aconseja la prudencia. El legislador puede decidir lo que quiera, y
los juzgadores solo están obligados a cumplir la legalidad ordinaria, que

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36 Gonzalo Quintero Olivares

deja abierto mucho margen de decisión. La proporcionalidad se difu-


mina en el bello espacio de la argumentación jurídica. Por supuesto,
hemos de confiar en la razonabilidad de la conducta del legislador, que
antes o después ha de comparecer ante la ciudadanía, aunque también
sabemos lo baja que es la sensibilidad ciudadana en relación con los
temas penales.
A los penalistas nos queda el deber de denunciar los excesos de
legisladores y jueces, sin olvidar que, por desgracia, la «medición en
meses y años» de libertad de las conductas delictivas tiene siempre un
componente, mayor o menor, de irracionalidad (sin olvidar los «moti-
vos» de prevención especial o general que se pueden invocar para
zafarse de la proporcionalidad). El legislador decide castigos que, en
su concreta medición, apenas merecen debate parlamentario, y a nues-
tra historia me remito, salvando excepciones como la polémica sobre
la llamada cadena perpetua.
Podemos exigir respeto a las escalas de valores que proclama la
Constitución. La necesariedad de la intervención del derecho penal ha
de ser explicada, razonando por qué no es posible otra solución. Si es
inevitable, cabe esperar que las penas se formulen con la suficiente
apertura de ángulo como para permitir una medición ajustada a las
circunstancias del hecho y del autor. Lo único que deberemos exigir
como juristas y como ciudadanos es que el derecho penal no sea utili-
zado como instrumento de propaganda política.
Los Tribunales tienen que imponer penas o absolver, y lo han de
hacer de modo motivado, y expresar su valoración de las circunstan-
cias materiales y personales que los llevan a una concreta medición
del castigo, si lo imponen. Si hacen eso podremos decir que han
obrado con proporcionalidad, entendida como cumplimiento ade-
cuado de su función.

2.6  Los principios de intervención mínima y ultima ratio

En los párrafos anteriores me he ocupado del principio de propor-


cionalidad, como uno de los mitos que manejamos los penalistas (con
nuestra mejor intención, por supuesto). Pasaré ahora a otros «princi-
pios» que no corren mejor suerte: los de ultima ratio e intervención
mínima, que invocamos siempre como criterios que han de guiar al
legislador como expresiones de un ideal: cuanto menos derecho penal,
mejor.
Los principios de intervención mínima y ultima ratio son, en rea-
lidad, dos caras de una misma moneda, y, en el fondo, derivan, en
primer lugar, de la limitación de los objetivos que se puede proponer

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 37

el derecho penal, de entre los cuales ya antes me he referido al de


exclusiva protección de bienes jurídicos y solo frente a los ataques
más graves (el carácter fragmentario del derecho penal así lo impone,
siempre en teoría, por supuesto). La intervención mínima no se cum-
pliría si el derecho penal entrara a proteger intereses que no son mayo-
ritariamente compartidos, o contribuir a imponer ideas derivadas de
una cierta «moral pública».
En segundo lugar, tales principios tampoco se cumplirían si los
fines de tutela que se propone el legislador penal pudieran ser conse-
guidos con medios jurídicos menos severos que las penas, que han de
reservarse para cuando no quede otro remedio por la insuficiencia
disuasoria de otros medios. Será un error entender que allí donde haya
un bien jurídico respetable jurídicamente necesariamente ha de inter-
venir el derecho penal, pues el recurso a éste implica también una
selección de bienes jurídicos.
Esa es la descripción básica de lo que significan los principios de
intervención mínima y ultima ratio de cuya mano se han afirmado
cosas ciertas, como que usar el derecho penal al dictado de conviccio-
nes morales minoritarias es un modo de imponer ideologías, y tam-
bién otras, que no son aceptables, como que la intervención mínima es
la única manera de que el derecho penal no acabe al servicio de gru-
pos de intereses parciales, porque solo así se marcan las condiciones
de convivencia, y si es así ya no podría considerarse a la ley penal
como propia de un Estado de Derecho social y democrático.
En cuanto a la afirmación de que la pena es la ultima ratio, el dis-
curso que conduce a ella es parecido, y se adorna añadiendo que el
recurso a la pena esconde un fracaso colectivo del sistema social, y,
por lo tanto, no debe aplicarse exclusivamente por razones retributi-
vas, sino porque es precisa por algún motivo. No hace falta esforzarse
mucho para reconocer que eso no es verdad, eso no es verdad, y que
abunda la imposición de penas exclusivamente por motivos retributi-
vos.
Es en la propia Ley penal donde se encuentran ejemplos claros de
posibles imposiciones de pena totalmente innecesarias, comenzando
por la excesiva duración que tienen en España todas las penas privati-
vas de libertad, y continuando con otras reglas que, indirectamente,
ponen al descubierto un innecesario afán represivo, como sucede, por
ejemplo, con la previsión de castigo para la tentativa de cualquier
delito de resultado tenga o no sentido, lo que es un modo perfecto de
violar el principio de intervención mínima.
A eso se tiene que añadir la significativa cantidad de delitos inne-
cesarios porque el problema que quieren resolver está debidamente

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resuelto a través del derecho privado o del derecho administrativo. A


propósito de este comprobable hecho, se puede también cuestionar el
llamado carácter secundario del derecho penal, etiqueta que parte de
la idea de que el derecho penal está destinado a actuar cuando resultan
insuficientes los recursos que puedan ofrecer otras leyes o para com-
pletar sus respuestas en algunos casos. Pero eso no es verdad, y huelga
hablar de naturaleza «accesoria», «secundaria», «complementaria»,
«sancionadora», que son diferentes nombres para referirse a una
misma cosa, puesto que el derecho penal, en muchos casos, interviene
a pesar de que bastaría con el derecho no penal, y, por otra parte, no es
cierto que su intervención se sume a otras previstas en el derecho no
penal, sino que se trata de intervenciones penales totalmente indepen-
dientes de lo que hagan otras ramas del derecho.
Antes de cerrar este punto, creo obligado señalar alguna «reserva»
ante los precios que se pueden pagar por reducir el derecho penal. En
teoría, las vías del derecho administrativo, u otras de carácter no penal,
como pudiera ser el «derecho de intervención» que proponía
Hassemer, parecen menos traumáticas y más ágiles que el derecho
penal, pero esas ventajas van acompañadas de defectos que las hacen
mucho menos atractivas, como son la renuncia a las diferentes garan-
tías que entraña el derecho penal del hecho y, en general, las que se
reúnen bajo la etiqueta de «derecho penal de la culpabilidad». En
España tenemos la experiencia de la manera en que la Administración
tributaria concibe el uso del derecho penal: como refuerzo coactivo de
sus decisiones, y, si alguna crítica se ha hecho al derecho penal ha
sido, precisamente, que en nombre de las garantías acaba siendo
demasiado lento. Sabemos de la modificación del Código penal que se
hizo para que nada entorpeciera la actividad inspectora y recaudadora
de la Administración, y también sabemos que en la Administración
reina el convencimiento de que la vía administrativa es mejor y más
rápida, por supuesto, siempre que se prescinda de garantías «penales»,
y, por esa razón, cuando se abre el debate sobre los modos de sancio-
nar conductas reprobables conviene no olvidar que la despenalización
puede tener un costo inadmisible.

3.  LAS MODAS

Paso ahora a la segunda parte de mi reflexión: las modas. Hay


temas jurídico-penales que en algunos momentos centran los debates
y obligan a todos a posicionarse, a decir algo sobre la cuestión, que se
presenta como un nuevo marco de reflexión, o como una dimensión

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 39

de la cuestión penal que ha de producir una obligada renovación del


pensamiento. Al cabo de un tiempo, el tema pierde «centralidad»,
aunque pueda no perder importancia, tal vez porque esa importancia
es revisada a la baja.
Por supuesto, no calificaré de moda a cualquier tema de debate
que existió con fuerza y que luego sería abandonado por superación.
Un ejemplo claro: la lucha de escuelas en torno al fundamento de la
responsabilidad criminal que enfrentó al positivismo naturalista y a
los partidarios de la concepción clásica, más o menos evolucionada,
de la imputabilidad. Aquella discusión larga (desde el último tercio
del siglo xix hasta el primer tercio del xx) y casi violenta no era solo
un debate sobre un «tema de moda», sino algo mucho más profundo:
el posicionamiento fundamental sobre el sentido y la función del dere-
cho penal, y, tras ello, la lucha política. El resultado y el saldo (posi-
tivo) de aquel debate lo conocemos, y no voy a exponerlo, pues no es
ese el objetivo de estas páginas. Baste con recordar que marcó el deve-
nir de la ciencia penal, abrió la puerta a la incorporación de las medi-
das de seguridad y, en buena medida, contribuyó al nacimiento de la
Criminología.
Aclarado ese punto, se comprenderá que no califique de moda
temas que determinan un auténtico cambio del derecho penal, sino,
como antes dije, temas que durante un tiempo centraron la atención y
que, paulatinamente, fueron perdiendo interés, lo cual no quiere decir
que los temas fueses baladíes, sino que perdieron el atractivo que,
quizás exageradamente, habían tenido.
Claro está que algunos de esos temas continuarán teniendo culti-
vadores interesados en ellos, pero eso no importa. Igualmente, opina-
ble es la selección de temas que propongo, y no espero, ni puedo,
consenso sobre ellos, pues la elección se apoya únicamente en la
experiencia personal, que no es ni más importante ni más acertada que
la de cualquiera otro. Algunos de esos temas ya han pasado, y a otros,
estoy convencido de que les aguarda la pérdida del primer plano de
interés.

3.1  El uso alternativo del derecho

Fue ese un tema que nació en Italia y durante un período de tiempo


no muy largo, corrió como la pólvora por España. Los jóvenes pro-
fesores corrieron a leer las obras de Pietro Barcellona y Giuseppe
Coturi, y un relevante sector de la judicatura prestó profunda atención
a aquellas ideas, indudablemente revolucionarias. Pero desde un pri-
mer momento, el tema del uso alternativo fue duramente criticado,

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40 Gonzalo Quintero Olivares

incluso excesivamente, en su momento y después, por razones cuyo


examen nos alejaría demasiado. En la filosofía del derecho española
se consideró que se trataba de un movimiento ideológico de carác-
ter judicialista, que era inadmisible en la teoría de la interpretación y
argumentación jurídica. La dureza de la crítica tiene diversas explica-
ciones, pero no voy a entrar en ello.
En todo caso, no fue justo reducirlo a la categoría de intranscen-
dente, pues no lo fue, especialmente en Italia. Su dimensión de pro-
puesta de aplicación del derecho no diluía su otra dimensión de
revisión de la posición de los juristas en relación con el Estado.
Ahora bien, la operación de aplicar la ley siempre se hará en base
a una interpretación, y es en ese momento cuando pueden entrar en
juego los métodos más o menos tradicionales, y las perspectivas,
desde las personales del intérprete, tomadas a su vez de su educación,
sus creencias y sus convicciones, o las del grupo ideológico al que
pertenece, y si estas últimas se imponen sobre lo que los métodos de
interpretación ofrecen la confianza en la legalidad se vería afectada.
Algo así sucedió, en opinión de muchos, con las ideas que se pro-
pugnaban como propuestas de uso alternativo del derecho, que en su
tiempo se presentó en Italia como una vía para hacer realidad el socia-
lismo democrático en el momento de la interpretación y aplicación de
la ley. En España fue la llamada a interpretar las leyes, muchas aun
franquistas, con un criterio constitucional avanzado. Del alternati-
vismo solo queda el recuerdo, salvo un aspecto del problema que no
puede desdeñarse, a saber: que la interpretación no es una mera téc-
nica y los conceptos jurídicos pueden tener diferentes interpretaciones
cada una de ellas afectada ideológicamente, y, por lo mismo, cada
fallo judicial tendrá ese componente ideológico, dentro, claro está, de
los márgenes que la norma establezca.
El uso alternativo del derecho, por lo tanto, no fue un método de
interpretación, sino una perspectiva bajo la cual se quería cambiar el
criterio con el que se había de aplicar el derecho, lo cual, por cierto,
no tiene nada que ver con la idea circulante de que una misma norma
penal se puede aplicar de un modo u otro dependiendo de la persona a
la que vaya destinada esa aplicación, lo cual es inadmisible. Entre los
que en su momento creyeron en las vías que se abrían partiendo de
aquellas ideas se percibía un cansancio doble: por un lado, hacia la
posición acrítica en la aplicación de unas leyes que se consideraban
incompatibles con el orden constitucional que se presentía. Por otra
parte, era también visible una reacción contra la vieja idea marxista
que zanjaba el problema jurídico diciendo que el derecho no era más
que una superestructura al servicio de la clase dominante, lo cual

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 41

dejaba en una posición insoportable a los juristas que deseaban el


compromiso con el Estado de Derecho.
Para esos ideales, aquella vía no pudo preparar, lo que no es óbice
para mirar con respeto a aquel movimiento, que fue pasando del cen-
tro del debate a la marginación y el olvido.

3.2  El debate sobre la colocación sistemática del dolo

Han pasado ya muchos años desde que la polémica entre «causa-


listas» y «finalistas», en la que era cuestión central la colocación de lo
subjetivo en la tipicidad ha dejado de tener interés. En su momento
fue «apasionada», y hoy, esa pasión, nos parece grotesca. Solo quiero
recordar que las escuelas académicas se agrupaban, en primer lugar,
por la colocación sistemática del dolo, cuando en el exterior caían
«chuzos de punta» en la lluvia de problemas penales, y eso hoy pro-
duce risa, si no fuera porque ese tema hizo malgastar muchas horas
que hubieran podido dedicarse a otras cosas más importantes.
Hay un aspecto del tema que no puede desdeñarse: la cultura jurí-
dica europea-continental, y no solo en materia penal, es sistemática,
lo que quiere decir que existe una tendencia visible a ordenar y clasi-
ficar elementos. Para algunos esa es la manera en que se verifica la
condición de «ciencia» aplicada al derecho, pero no ha faltado quien
ha hecho del método y el sistema el centro del problema penal. Y eso
es o ha sido excesivo. El sistema es imprescindible, pero cuando el
sistema tiene como centro de atención a la conducta humana no puede
descomponerla en nombre de un pensamiento analítico.
No quiero frivolizar con un tema que tiene un respetable fondo
dogmático, sino solo incluir entre las «modas pasajeras» el exceso de
atención que motivó, con el agravante de que algunos creían que el
finalismo (doctrina penal que tiene muchos componentes) era algo
que se resumía en una teoría de la acción de la que se derivaba que era
inexorable la colocación del dolo en el tipo subjetivo, y eso era un
reduccionismo lamentable, que solo se mitigaba diciendo que, de
paso, se utilizaba un concepto de dolo «neutro» por oposición al tradi-
cional «dolus malus», pues la cuestión del conocimiento de la antiju-
ridicidad era cuestión a valorar en el ámbito y momento de la
culpabilidad. En el tema se enzarzaron preclaros representantes de la
doctrina penal, con auténtica, aunque incomprensible pasión, aunque
el problema ni era tan grave ni tan grande.
Cuando se está ante una actuación intencional y plenamente cono-
cedora de lo antijurídico que esa conducta entraña, no se planteará
problema alguno, pues da igual donde se sitúan los diferentes elemen-

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42 Gonzalo Quintero Olivares

tos ya que al final se reúnen todos. En cambio, cuando se producen


defectos de conocimiento es preciso decidir la trascendencia que eso
ha de tener para la teoría del delito y, a la postre, para la pena. Por lo
tanto, lo más importante era el tratamiento penal para dar a los casos
de error de prohibición y a algunos problemas de la teoría de la parti-
cipación, en supuestos de defecto de conocimiento por parte de un
partícipe. Esa trascendencia para la pena confería a la discusión un
cierto significado (ficticio), pues para los defectos de conocimiento
hay que buscar la solución que mejor satisfaga las exigencias político-
criminales que se asignan al sistema penal, entre ellas, y en primer
plano, la de tratar a cada cual valorando su capacidad y su formación.
Al paso del razonamiento todos fueron conviniendo que el conoci-
miento de la antijuridicidad puede y debe ser relevante tanto para el
dolo, aunque se coloque en el tipo como para la culpabilidad, porque
el dolo en todo caso supone conocimiento de la significación del acto,
y eso, en relación con un enorme grupo de delitos, incluye por fuerza
elementos de significación jurídica, sin perjuicio de que, al debatir la
culpabilidad se deba tomar en consideración el grado de consciencia
de la antijuridicidad.
Hoy, y así se puede ver en la manualística, se expone la teoría del
delito colocando, mayoritariamente, el dolo en la parte subjetiva del
tipo, lo cual no se hace como supuesta consecuencia de un «credo
finalista», que, por demás, tiene pocos seguidores auténticos en la
actualidad, sin perjuicio de lo respetable que pueda ser la teoría, que
no es una «teoría del delito», sino una manera de entender el derecho
penal y su relación con un supuesto orden previo, de lo que, además,
se extrajo, en su momento, una manera de entender el concepto de
acción y la teoría del delito.

3.3  La imputación objetiva

A los que fueron formados como penalistas estudiando las múlti-


ples teorías, clasificaciones y subclasificaciones que se reunían en
torno a la relación de causalidad, la irrupción de las doctrinas de la
imputación objetiva les liberó de una trama de conceptos pseudo-fisi-
cistas que difícilmente conducían a soluciones aceptables como jus-
tas. Por fin llegaba un modo jurídico de resolver la relación entre un
hecho y una persona.
Con la entrada de la teoría de la imputación objetiva se producía
un cambio substancial en la ciencia penal. Pronto alcanzó una impor-
tancia nuclear, aunque algunas voces escépticas se atrevían a decir
que es una teoría cuya utilidad práctica no se corresponde con la infla-

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 43

ción de estudios y posiciones sobre ella. Parecía que el concepto de


«imputación objetiva» era la savia vivificadora de un árbol (la teoría
del delito) que estaba irremisiblemente muerto. Gracias a ella, y eso
era un mérito, se reconsideraba la tipicidad para entenderla de un
modo coherente con la función del derecho penal de «prevención
frente a conductas humanas» y no, o no solo, «prevención frente a la
producción de resultados lesivos». Considerando el significado que
eso tiene para un entendimiento humanístico de lo que han de ser las
conductas que merecen la calificación de criminales, el criterio de
imputación objetiva merece aplauso; mas no al punto de sacar conse-
cuencias transcendentales.
Una primera reducción de la importancia del tema era que la impu-
tación objetiva despliega su primordial interés solo en relación con los
delitos de resultado, lo cual limita su pretendido impacto general en el
sistema penal. La importancia de la imputación objetiva, en realidad,
venía determinada por algo que no se decía con claridad: que el delito
no podía ya ser considerado solamente un acto típico, antijurídico y
culpable, sino que hacía falta algo más, que acercara la conducta
delictiva a su condición de conducta humana que tiene lugar en la
sociedad, del mismo modo que otros (los finalistas, por ejemplo) se
refieren a la exclusión de tipicidad por «adecuación social».
Con la exigencia de imputación objetiva se opera una selección de
conductas que en sí mismas entrañan una potencialidad de producción
del resultado, y así aparece un perfeccionamiento del concepto de
delito y un criterio apto para resolver situaciones de pluralidad de
resultados fruto de procesos causales no equiparables, que gracias al
principio de imputación objetiva pueden ser reconducidos y atribuidos
a personas que han llevado a cabo acciones en sí mismas cargadas del
peligro generador de esa clase de consecuencia
El tema de la imputación objetiva interesa sobremanera en Alema-
nia, algo menos en España y muy poco en Italia. La relativa pérdida de
interés tal vez obedezca a que el desarrollo del estudio de esta cues-
tión ha aportado muy desiguales frutos según se trate del delito cul-
poso o del delito doloso, y en este punto son muchos los que estiman
que la trascendencia del concepto de imputación objetiva es reducible
a unos muy pocos casos, y con tantas limitaciones no puede ser colo-
cado en una función de clave de bóveda del sistema penal.
También hay que tener en cuenta que las antiguas teorías sobre la
relación de causalidad fueron siendo relativamente abandonadas a
partir de la extensión del criterio de la causalidad adecuada, que como
todos saben ya no era un criterio causal puro, sino causal-normativo.
La teoría de la imputación objetiva era, en buena parte, una continua-

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44 Gonzalo Quintero Olivares

ción de las de la adecuación, en cuanto que se trata ya de un criterio


plenamente normativo, en el que lo físico-causal ocupa un lugar
subordinado y no determinante.
Pero además sucede que el desarrollo del principio de imputación
objetiva, en la medida en que muchos lo quieren situar en el epicentro
de lo injusto, puede indirectamente propiciar el vaciamiento del con-
cepto de dolo al que antes me he referido. La hipertrofia de la impor-
tancia de la imputación objetiva puede llevar, y de hecho así ha
sucedido con bastantes penalistas, al dolus in re ipsa, que no es sino
una renuncia a indagar sobre el dolo.
La razón se entiende fácilmente: a fuerza de concentrar la atención
(y el fundamento del castigo) en la relación entre el autor y la acción,
dejando en un plano secundario la volición del resultado, puede propi-
ciarse el entendimiento de que para la apreciación de dolo es sufi-
ciente esa reducción de objetivo, con lo cual, un principio que
seguramente nació para reforzar la imagen del delito como acción
humana –ese fue otro exceso, que minusvaloró todas las dimensiones
objetivas del hecho delictivo– acabó convirtiéndose en una vía para
acabar sirviendo para objetivar la responsabilidad penal.

3.4  Hablar de Jakobs

Quizá alguno considere que es una frivolidad calificar a Jakobs y


su obra como «moda», y lo haga porque crea que es uno de los gran-
des pensadores de nuestro tiempo o porque crea que es demasiado
siniestro lo que se deriva del pensamiento de ese autor como para tran-
quilizar la conciencia diciendo que se trata solo de una moda. Pero así
lo veo, y el paso del tiempo con el progresivo olvido del personaje y
sus ideas me dará la razón.
Yo no formo parte, por supuesto, del primer grupo. Más aún: hace
bastante tiempo un gran profesor alemán, cuyo nombre no diré, me
decía que lo que le sorprendía del fenómeno de la difusión de la obra
de Jakobs en lengua española, y, especialmente, en Latinoamérica, era
algo muy previo, cual era la poca respetabilidad que sus ideas habían
suscitado en Alemania. De las razones de ese relativo éxito de las tales
ideas podría sugerir dos. La primera, el acceso a la obra que permite
su traducción al castellano. En segundo lugar, el acomodo que ofrece
el pensamiento de ese autor a las posiciones más conservadoras y
autoritarias.
Más allá de lo que pueda decirse de sus ideas sobre el «derecho
penal del enemigo», en Europa circulan y ganan adeptos las más
regresivas teorías sobre la criminalidad y sus causas y la conveniencia

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 45

de abandonar discursos humanistas y repartir represión. Sobrada-


mente se puede demostrar que para hacer eso no hace falta acudir a las
ideas de lo que se ha dado en llamar «funcionalismo normativista» y a
Luhmann y lo que le sigue, donde se encuadra Jakobs.
Frente a los que desean, en balde, un derecho penal mínimo y que
evite la represión en lo posible, Jakobs considera que el derecho penal
ha de utilizarse todo lo que sea preciso para que la sociedad sienta que
su modelo de coexistencia está garantizado y es respetado, a pesar de
que surjan conductas que evidencian desconocimiento o, lo que es
peor, que no aceptan la existencia y vigencia de la norma. La respuesta
penal es la única que permite fortalecer la confianza en la vigencia de
esa norma, y por esa vía, se produce el alejamiento de las ideas defen-
didas por los partidarios de la prevención general positiva y se cede
paso a la prevención general negativa, se diga o no expresamente.
Sería injusto, no obstante, atribuir a Jakobs ideas como la renuncia
a esfuerzos por integrar al discrepante o al peligroso, que no deben
realizarse, sino que lo adecuado es acabar con ellos, pues esas ideas se
pueden encontrar ya en Mezger y otros. Pero tampoco se trata de
reducir a Jakobs a la etiqueta de penalista «anticuado» y propio de una
época de Europa ya superada, pues se trata de un pensador actual, que
no es «del pasado», sino del presente, y así ha de tenerse la creación
de categorías como «derecho penal del enemigo» enfrentada a la de
«derecho penal del ciudadano».
El uso de la palabra «enemigo» encierra la idea de que la política
criminal se ha de configurar como una estrategia de guerra, contra
sujetos que no solo atacan a bienes jurídicos importantes para los ciu-
dadanos, sino que quieren destruir el modelo de vida y de sociedad
que esos ciudadanos desean tener, dotada de garantías y de libertades,
y, ante un posicionamiento como ese, que es el de un adversario, sola-
mente puede responderse con la «guerra» penal.
Los defensores de Jakobs sostienen que su admirado autor no pos-
tula la intimidación ni la dureza punitiva, sino que su sistema aspira a
no tener que aplicarse a nadie, pero que eso no obsta para tener claros
los objetivos del derecho penal, que son irrenunciables, y que inclu-
yen, en una primerísima línea, la necesidad de defenderse mediante
intervenciones contundentes ante el menor indicio de riesgo contra el
sistema de convivencia.
El relativo éxito de este autor se debe, en mi opinión, a factores
externos, como el auge del terrorismo en Europa, así como los fenó-
menos criminales que se asocian a la inmigración masiva, pero tam-
bién a una tendencia, visible en los sectores conservadores, a tratar al
sujeto delincuente como un individuo que no ha querido participar del

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46 Gonzalo Quintero Olivares

orden constitucional y, por lo mismo, no tiene por qué pretender un


equipamiento subjetivo de derechos constitucionales, cuando solo es
una fuente de peligro para la convivencia de los demás.
En un clima así prosperan las propuestas orientadas a duplicar o
triplicar el derecho penal, acogiendo en alguna de esas partes especia-
lidades particularmente asegurativas, que alcanzan a la reducción de
garantías procesales, o, lo que también es preocupante, la defensa de
criterios diferentes de interpretación de las mismas normas punitivas
dependiendo de la clase de delito y de delincuente.
Lo he dicho al inicio y lo repito ahora de otro modo: ¡Ojalá que la
admiración por Jakobs y sus ideas sean solo una moda! Ahora bien, y
que nadie se engañe: ideas como las del autor alemán las defienden
también penalistas españoles que utilizan otras «etiquetas» para deno-
minar a sus propuestas de sectorización del derecho penal y la concen-
tración de sus esfuerzos en grupos concretos de infractores.

3.5  L
 a «organización criminal» y el «autoblanqueo», de fenó-
meno nuevo a acusación automática

Basta asomarse a la práctica para comprobar que en los escritos de


acusación de estos tiempos se añaden habitualmente, prácticamente
como «cláusula de estilo y cierre», las imputaciones de organización
criminal y autoblanqueo. Para ello, a los acusadores les basta con dos
datos: que se ha cometido un delito generador de dinero y que en la
ejecución del hecho ha intervenido más de una persona. Lo menos que
le sugiere eso al observador es que no puede ser fruto de una reflexión
profunda. Veamos por separado el tema, comenzando por la imputa-
ción de organización criminal.
Si se repasan los títulos de reuniones, seminarios, mesas de debate,
de los últimos años, el tema de la criminalidad organizada se lleva,
aparentemente, la palma del interés penalístico, como si fuera el pro-
blema central del derecho penal. Por supuesto que no estoy yendo al
extremo contrario (negar la importancia), sino a denunciar cómo ha
entrado el problema de la «organización criminal» en nuestro derecho
penal positivo, que se concreta en dos manifestaciones: la creación de
una tipicidad autónoma de pertenencia a una organización criminal, y
la introducción de un criterio para agravar las penas, que es el de la
pertenencia a organización criminal. La idea que subyace a esa agra-
vación es que cualquier comportamiento delictivo es necesariamente
más grave por que el autor o autores pertenecen a una organización, lo
cual se acepta con incomprensible facilidad, a pesar de ser, en relación
con muchos delitos, simplemente falso, y, aunque solo sea como

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 47

ejemplo, basta pensar en la agravación del asesinato porque el autor


pertenece a una organización criminal, como si eso hiciera que el ase-
sinato cometido por un lobo solitario fuese menos grave.
A esa censurable idea se ha de añadir otra reflexión crítica, pues
ese criterio agravatorio de las penas es, en esencia, «excepcional», lo
cual no es, por principio, aceptable en el derecho penal del hecho.
No sería correcto negar el impacto que para la política criminal
supone asumir la importancia de las organizaciones criminales, y, por
supuesto, las dificultades que conlleva trasladar ese fenómeno al dere-
cho penal, pensado para individuos. La atribución de decisiones y la
imputación de delitos en los hechos que proceden de la actividad de
grandes grupos criminales no es fácil, y el riesgo de no atinar con los
auténticos responsables es elevado, pero la solución no puede ser
incrementar la responsabilidad penal por el solo hecho de la pertenen-
cia a la organización, que es lo que se está haciendo en la praxis espa-
ñola, con el aval de la ley, pues son muchos los preceptos que declaran,
en relación con un amplio grupo de delitos, que las penas se agravarán
si los hechos fueran cometidos en el marco de una organización cri-
minal, cuando eso, en sí mismo, es un dato de importancia criminoló-
gica indudable, pero por sí mismo no genera en todo caso un aumento
de la antijuridicidad de la conducta, sin perjuicio de que en relación
con algunos delitos sea la organización y su mantenimiento el centro
obligado de la actuación penal (por ejemplo, en terrorismo o en tráfico
de personas para la explotación sexual).
Lo que no es admisible es que se haya simplificado el concepto de
organización criminal al extremo de que cualquier supuesto de
codelincuencia se transforma en organización criminal, para así
poder aumentar la penalidad imponible, o, lo que también se ha visto,
alargar el plazo de prescripción.
Es fácil comprender que no es lo mismo realizar una concreta
acción que se suma o añade a otras de otras personas, que formar parte
de un grupo que ejecuta un programa común. La idea de «formar
parte» no puede interpretarse extensivamente (proceder prohibido en
derecho penal) y llegar a entendimientos laxos. El concepto penal de
proyecto común se construye a partir de la idea de la conspiración, y
los conspiradores han de tener una relación común y con el proyecto
delictivo y eso se ha de plasmar en un programa, y no basta una supo-
sición derivada de conocimientos personales previos o relaciones
familiares o sociales.
Ampliar la esfera de sujetos diciendo que hay relaciones entre
ellos sería equivalente a sostener que la mera codelincuencia solo
puede existir entre sujetos que no se conocen de nada, lo cual es gro-

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


48 Gonzalo Quintero Olivares

tesco, puesto que lo normal es que los copartícipes se conozcan antes


del delito, e incluso que prefiguren lo que va a hacer cada uno. Si eso
es lo humanamente normal y, por otra parte, el CP describe diferentes
modos de participación, no tiene sentido que lo «normal» conduzca a
tener a todos por autores, como si las otras categorías de participación
estuvieran reservadas a personas que ni se conocieran ni pactaran
nada previamente, y, aún más, a fundamentar la existencia de una
organización criminal.
Por otra parte, nos encontramos con que la doctrina del «acuerdo
previo», que está presente en la imputación de integración en organi-
zación criminal, ha de dar respuestas a problemas espinosos: en pri-
mer lugar, ¿qué es un «acuerdo»?, ¿cómo y cuándo surge? ¿es expreso,
tácito, positivo, omisivo? A estas cuestiones la jurisprudencia espa-
ñola ha dado las respuestas más dispares e insatisfactorias.
En frecuentes escritos de acusación de los Fiscales se imputa,
junto con el delito originario generador de un rendimiento material, el
blanqueo (por cualquier cosa que se haya hecho luego con esos bie-
nes) y, si ha habido más. Pero no se detiene ahí el Fiscal, sino que
invoca el artículo 302 CP para justificar un aumento de pena fundado
en ese artículo (que se refiere a la comisión del blanqueo de modo
organizado) y además acusa de delito de pertenencia a organización
criminal, sin que le preocupe la lesión del límite non bis in idem, pues
ese mismo (supuesto) hecho, le sirve para agravar la pena dos veces.
En diferentes tipos de delitos se agrava el hecho por la pertenencia
del sujeto a organización o grupo. Si esas específicas cualificaciones
no existieran tendríamos un concurso de delitos entre el artículo 570
bis o ter y los concretos delitos. Pero a veces, como sucede con el
blanqueo, no es así, y de todas las interpretaciones posibles la única
inadmisible es la del concurso de delitos entre el correspondiente tipo
cualificado y los delitos tipificados en los artículos 570 bis o 570 ter,
pues el dato de la pertenencia a organización sería utilizado por par-
tida doble sin un diverso fundamento habilitante (non bis in idem).
Pero vayamos a la propia imputación de permanencia a organiza-
ción criminal. No tiene interés traer a colación las razones que deter-
minaron al legislador a crear los delitos de pertenencia a organización
o grupo criminal. Pero lo cierto es que desde su entrada en el Código
penal se han multiplicado los problemas para diferenciar esas figuras
de la mera codelincuencia, de la coautoría, de la conspiración y del
delito de asociación ilícita.
Según el propio CP una organización criminal es una «agrupación
formada por más de dos personas con carácter estable o por tiempo
indefinido, que de manera concertada y coordinada se repartan diver-

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 49

sas tareas o funciones con el fin de cometer delitos». Aparecen así


elementos como son la diversidad o división del trabajo, el convenio
sistemático para el logro de propósitos específicos. La exigencia de
estructura implica también la idea de jerarquía. Exige también el ar-
tículo 570 ter que la estructura sea «estable o por tiempo indefinido»,
lo que en buena lógica debe dejar fuera de radio a la organización
«transitoria», que, en cambio, es aceptada (sin base legal) por el TS
para algún específico tipo cualificado, como, p. e., el artículo 369 bis
y la organización para el tráfico de drogas. El carácter transitorio de la
organización también se prevé expresamente a efectos de consecuen-
cias accesorias del 129 CP en dos delitos CP (Cfr. arts. 166 y 386 CP).
Pasemos al tema del autoblanqueo:
También es usual, en los últimos tiempos, en especial tras la
reforma de 2015, que en los escritos de acusación por delitos que
hayan supuesto beneficio económico para sus autores, incluyan la
imputación de blanqueo, normalmente referida a las modalidades de
tenencia, posesión o utilización. La reflexión sobre la infracción del
principio non bis in idem se ha ido extendiendo doctrinalmente y en
algunos fallos judiciales aparece el rechazo a la acumulación de cali-
ficaciones. Pese a ello, se sigue sosteniendo por muchos que, en la
lucha contra la corrupción no se puede prescindir de ese armamento,
lo cual no es cierto.
La admisibilidad del autoblanqueo ha de ser sometida a muchos
condicionantes, y cuestionar severamente si ese instrumento de lucha
contra la corrupción no conlleva insalvables contradicciones penales.
En la misma línea crítica se han de incluir las extensiones de la impu-
tación de blanqueo a terceras personas que, por la razón que sea, par-
ticipan en la utilización por parte de los autores del delito.
El tema se completa con el criterio jurisprudencial dominante, que
estima innecesaria la acusación de autoblanqueo cuando ya se castiga
el delito originario, del mismo modo que descarta el comiso cuando se
ha ejecutado debidamente lo dispuesto en el CP sobre restitución y
reparación.

3.6  La «era de las compliance»

No hay que esforzarse mucho para aceptar que, aunque parece que
la pasión se mitiga en los últimos tiempos, el tema de los programas
de funcionamiento corporativo o de «compliance» ha sido un autén-
tico nuevo campo de trabajo para penalistas (y no penalistas). Se ha
llegado a decir que las compliances marcan nada menos que el inicio

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50 Gonzalo Quintero Olivares

de una nueva época del derecho penal. Han aparecido empresas y des-
pachos especialistas en configurar programas de esa clase, al punto de
que se puede decir que el tema ha generado un sector de negocio.
Cuánto durará es otra cuestión.
El origen, aparentemente, se ubica en el Código penal por la
importancia que concede a la presencia de esos programas para que
las personas jurídicas puedan eludir su responsabilidad penal. Con
ello, a todas luces, se restringe el sentido que, por origen y función
empresarial, tienen en otras culturas jurídicas los programas de fun-
cionamiento corporativo, que van mucho más allá del tema de la res-
ponsabilidad penal de las empresas. Por eso, cuando califico al tema
de las compliance de «moda» me refiero exclusivamente a lo que se
supone que son para el derecho penal, y sin poner en duda la impor-
tancia que tienen los programas de cumplimiento normativo en el
mundo empresarial.
Volviendo al derecho penal hay que recordar que los programas no
irrumpen en un espacio vacío, pues son muchas las normas legales y
reglamentarias que disciplinan la actividad de las empresas, sin olvi-
dar que el deber de controlar a sus propios empleados y directivos,
deber que deriva del derecho societario. En segundo lugar, y para un
ámbito concreto, los programas impuestos desde el exterior de la
empresa a través de la normativa sobre higiene y seguridad en el tra-
bajo, u otros, como los de prevención del blanqueo de dinero o de la
financiación del terrorismo o de protección ambiental, y son solo
ejemplos, no precisan de un sistema de compliance.
El derecho español ha elevado a esos programas a la función de
barrera protectora frente a la posible declaración de responsabilidad
penal de la persona jurídica, lo cual es excesivo. A eso se añade el
defectuoso modo con que la Ley acoge su función, sin diferenciar ni
entre tamaño de empresas ni entre delitos dolosos o imprudentes.
Mientras tanto, conviene recordar que apenas contamos con pro-
nunciamientos judiciales que establezcan criterios sobre suficiencia
de los programas en relación con casos concretos. En cuanto al dere-
cho comparado, la situación no es mejor, en primer lugar, porque
muchos sistemas penales europeos desconocen la culpabilidad o
imputación de la persona jurídica por descontrol.
Por supuesto que es conveniente y deseable que las empresas se
doten de programas de funcionamiento que transmitan confianza a
terceros y a sus propios socios. Pero los problemas surgen cuando,
como hace el derecho español, se establece la conexión entre los pro-
gramas de cumplimiento corporativo y la posibilidad de declarar la
responsabilidad penal de las personas jurídicas, en un sistema, como

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 51

el español, en el que, con pocas excepciones, esa responsabilidad


siempre deriva de la actuación de una persona física, sea directivo o
subordinado.
La presencia de esos programas se presenta como vía para excluir
la responsabilidad penal de la persona jurídica, pues «ésta» habrá
hecho lo posible para que las personas físicas que la gobiernan o la
sirvan no delincan. Se puede comprobar cómo la innumerable publici-
dad que han emitido los nuevos «especialistas» en compliance,
incluye, como mensaje esencial, la virtud escapular de exonerar de
pena. Tales programas despliegan la misma función tanto en relación
con los delitos dolosos como con los delitos imprudentes. Lo cual, por
sí solo, constituye una anomalía dada la diferente configuración del
actuar doloso y del actuar imprudente.
Frente a la decisión dolosa de delinquir no es mucho lo que puede
hacer un programa de cumplimiento corporativo con sus detecciones
de riesgos y sus medidas preventivas. Si el que delinque es el que tiene
máximo poder en la empresa, y de ese delito se beneficia la empresa,
no sería injusto extender a ésta la responsabilidad penal, pero para eso
no se debiera precisar de ningún programa de compliance.
Si el que delinque es un subordinado, que, también dolosamente,
ha cometido un delito, aunque sea en beneficio de la empresa, imputar
a ésta porque no ha sabido evitarlo con un programa de prevención de
riesgo, y sin haberlo propiciado directa o indirectamente, resulta exce-
sivo y hasta injusto. Bastante será que deba, en su caso, asumir la
responsabilidad civil correspondiente.
Más complicada es la situación cuando se trata de delitos impru-
dentes, pues éstos, en sí mismos, son por naturaleza la infracción de
una norma de prevención. Esas normas de prevención y cuidado pue-
den ser violadas por una o por varias personas, en relación horizontal
o vertical. Patrimonialmente, las empresas responderán en todo caso,
y, además, al margen de que esté prevista para ellas la responsabilidad
penal de personas jurídicas.
Lógicamente, en los supuestos de imprudencias concatenadas de
directivos y subordinados, en los que, efectivamente, la imprudencia
originaria del directivo podrá ser no controlar la actividad de los
subordinados, se darán motivos suficientes, en caso de graves conse-
cuencias, para sancionar penalmente a las empresas con multas o cie-
rres, además de la responsabilidad patrimonial.
A la vista de todo ello podemos concluir que es impredecible la
interpretación que pueda hacer la jurisprudencia de la regulación
legal. La omisión del deber de controlar a los subordinados opera bien
para las estructuras de imputación por imprudencia, pero para eso no

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


52 Gonzalo Quintero Olivares

se necesitaba una compleja regulación de la RPPJ, pues, desde el


punto de vista político-criminal, habría bastado la dogmática de la
imprudencia para imputar a cadenas de personas físicas, dejando para
la persona jurídica la responsabilidad patrimonial o, eventualmente, la
consecuencia accesoria de suspensión o cierre.
Surge después la preocupación por evitar que la persona jurídica
se vea en el trance de sufrir las consecuencias de conductas dolosas
que, en provecho de ella, han realizado personas físicas. La idea esen-
cial es que se pueda proclamar a los cuatro vientos que «ella» (la per-
sona jurídica) no quería que eso pasara, y la prueba está en los
catecismos que rigen sus actividades.
El problema penal de las compliance se produce, en realidad, por
la excesiva función que se les ha dado, que, con la sola excepción ita-
liana, no tiene parangón en el derecho comparado.
Resumiendo: pocas son las condenas a personas jurídicas. Menos
aún los fallos que valoran la importancia de un programa de cumpli-
miento. Desde esa realidad es evidente que la atención y dedicación
que recibe el tema de las compliance es realmente excesivo. Por eso lo
califico de moda.

4.  RECAPITULANDO SOBRE LA REALIDAD PENAL

Los diferentes temas que he agrupado como mitos y como modas,


tienen o han tenido importancia en el derecho penal o en la ciencia
penal, cuestión diferente es que la atención haya sido desmedida o
desproporcionada.
Mientras tanto, el derecho penal nos desborda, y me refiero solo a
los penalistas. Ese es un hecho que no precisa debate, y a ello me he
referido en otros trabajos anteriores, y, por supuesto, no es una per-
cepción mía. Hace bastantes años, Hassemer señalaba que para el ciu-
dadano europeo el derecho penal es «el prototipo del derecho», y la
explicación es fácil de encontrar: las informaciones judiciales o de
conflictos que dominan el periodismo se refieren, en una enorme pro-
porción, a problemas penales. Pero lo peor no es eso, de por sí preocu-
pante, sino que la sociedad sitúa al derecho penal en el difícil papel de
fuente de expectativas para la solución de muchos problemas políticos
y sociales. Y eso es demasiado, y da lugar a continuadas exigencias de
incremento de la intervención penal.
Paralelamente hay una realidad preocupante, que se resume en
pocas palabras: la frivolidad de los que tienen el poder y la responsa-
bilidad de cuidar del rigor de la legislación penal, así como la de pla-

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 53

near una política criminal eficaz, que respete las funciones del derecho
penal, a fin de que no sea obligado calificar de «mito» a principios
como el de intervención mínima.
Si los penalistas reclamamos un paso atrás del derecho penal, y el
traslado de muchos temas a ámbitos de solución diferentes del dere-
cho penal, somos mirados como ingenuos que no saben lo que es la
responsabilidad del poder político.
No veo razones para tener esperanzas. Hace poco hemos tenido
elecciones legislativas. No pretendo decir (sería absurdo que lo
hiciera) que el problema penal ha de ser la primera cuestión que abor-
dar por los políticos, porque no lo es, y la preferencia la tienen otros
problemas. Pero el penal está entre los problemas importantes, como
lo demuestra el que no haya político español que en sus manifestacio-
nes públicas deje de mencionar, antes o después, un tema relacionado
con el derecho penal, por no hablar de la tentación de usar esos temas
como argumento político.
Pues bien, basta un rápido repaso a lo que se decía en los diferen-
tes programas electorales del pasado mes de abril de 2019 para cons-
tatar la frivolidad a la que me he referido antes. Veamos algunos
botones de muestra:
A)  De la dureza de las penas en España, tema del que los pena-
listas hemos hablado hasta la saciedad, no trata ningún programa, con
excepción del presentado por el Partido Popular, que considera poca
esa dureza y postulaba la necesidad de aumentar el número de delitos
a castigar con prisión permanente.
B)  De la lectura del programa socialista se desprende que nues-
tras urgencias penales están encabezadas por la necesidad de suprimir
la forma agravada de las coacciones cometidas por piquetes. A ren-
glón seguido, se quiere recuperar la jurisdicción universal para la
Audiencia Nacional, eso sí, sin cuestionar la exclusividad competen-
cial de la Audiencia Nacional, que es cuestionada ampliamente. Eso,
compartido por Podemos, se considera más urgente que el aumento de
órganos judiciales para reducir la insoportable duración de los proce-
sos penales, y, por supuesto que la valoración del volumen de nuestra
población penitenciaria.
C)  Como mito he mencionado el principio de proporcionalidad,
y como exhibición de superficialidad hay que tomar lo que se dice en
el programa socialista sobre el objetivo de «fortalecer» no solo el
principio de proporcionalidad, tan invocado como inoperante, sino
también el principio de legalidad (¡). Esos principios de extienden
también a los «principios» de subsidiariedad y reinserción social.

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54 Gonzalo Quintero Olivares

D)  Del sentido de este último objetivo, y, a su vez, del signifi-


cado del artículo 25 de la Constitución ya se ha dicho bastante. De las
instituciones o figuras penales que propician la reinserción se ha dicho
menos, sin desdeñar, claro está, lo referente a la mediación y a la con-
ciliación. Pero de lo más importante, que sería el serio propósito de
reducir la presencia de la pena privativa de libertad, nada de nada, sin
entender que la idea de reinserción tiene plomo en las alas a causa de
la severidad y extensión que la privación de libertad tiene en España.
E)  Algo similar se puede decir del propósito de fortalecer el
principio de «subsidiariedad», al margen de que ese no sea un princi-
pio, sino, en teoría un «carácter» del derecho penal, que significa que
el derecho penal, en la mayoría de los problemas que el derecho
regula, debe complementar lo que otras ramas del sistema jurídico. La
subordinación de partida del Derecho Penal a otros medios de control
y solución que ofrecen, por ejemplo, el Derecho Administrativo o el
Derecho Mercantil en puridad se podría entender «idealmente» como
una consecuencia de los principios de exclusiva protección de bienes
jurídicos y de intervención mínima y fragmentaria. Frente a ese vapu-
leado ideal nuestro presente es el aumento incontrolado de leyes pena-
les.
F)  Nuestra realidad no se caracteriza por la racionalidad y la
mesura, sino todo lo contrario, y por eso puede tenerse como triste
consecuencia que, al cabo de tantos años de clamar por esos objetivos,
haya alcanzado la categoría de signo de los tiempos la célebre expre-
sión de Roxin: huida al derecho penal.
G)  Nada más lejos de mi ánimo que restarle importancia al pro-
blema de las agresiones sexuales. Pero de ahí a transformar ese grave
problema en el centro absoluto de los problemas penales, hay un tre-
cho. Que en los programas electorales se llegue a decir que hay que
reformar el Código penal (otra vez) a fin de que se garantice que «la
falta de consentimiento de la víctima será clave en los delitos sexua-
les», idea que se proclama como si fuera desconocida en el Código
vigente, pero ninguno de los comentarios que ha merecido la obvie-
dad de que «no es no», o «sí es sí», como prefiere el programa de
Podemos, ha hecho mella en el pensamiento jurídico de los autores
del Programa, que, inaccesibles a las advertencias, anuncian la supre-
sión del delito de abuso sexual, que no transmite adecuadamente el
«carácter coactivo inherente a todo comportamiento sexual que se
impone a otra persona». A cambio, inevitablemente, se anuncia una
tipificación «específica para cada caso», con lo cual, en resumen, se
dice que se suprimirá el delito de abusos sexuales y en su lugar se

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 55

introducirá un catálogo de subtipos de agresión, que propiciarán, con


toda seguridad, enormes problemas interpretativos.
H)  Si de interpretación hablamos, no podemos olvidar que, en
los meses inmediatamente anteriores a la convocatoria de las eleccio-
nes legislativas, y siempre al hilo de las polémicas sobre las agresio-
nes sexuales, surgió, y sigue estando presente, la pretensión de
«revolucionar la teoría de la interpretación». El origen de la cuestión
fue la legítima insatisfacción de algunos sectores por ciertas senten-
cias en materia de agresiones sexuales. De ahí se ha llegado, nada
menos, a un cuestionamiento global del sistema penal, y a la exigencia
de leyes que reduzcan al mínimo la función jurisdiccional. Una durí-
sima campaña contra jueces y fiscales fue la primera fase.
I)  La denuncia de incorrección de la ley como causa del fallo
injusto era compartida sin discusión, por lo que la consecuencia obli-
gada era exigir una intervención técnica del legislador que obviara el
riesgo de repetición de un fallo parecido. A partir de ese dislate pro-
gramático se sucedieron las más peregrinas ideas. Pero de ellas la que
resulta más preocupante, y, por lo visto, es compartida por el Gobierno,
es la exigencia de que la ley penal incluya unas pautas obligatorias
para lograr la interpretación «en clave de género». Otra exigencia,
paralela, era, y es, que se ha de modificar el Código penal a fin de que
quede fuera de duda que «no caben interpretaciones», lo que com-
porta el recurso a definiciones vinculantes para garantizar que el sen-
tido de los tipos no dependa de la interpretación de los jueces.
¿Adónde vamos? Todo eso son saltos atrás en la evolución del
Estado de Derecho, y no parece haber especial consciencia de lo que
significa la función jurisdiccional como garantía de la mejor aplica-
ción de la Ley, al margen de desacuerdos que ha de resolver un ade-
cuado sistema de recursos.
J)  Regresando a los programas electorales, y lo que dicen que
afecte al derecho penal, que, por cierto, se presenta como el causante
de todos los desarreglos que vive la sociedad española, el siguiente
tema inaplazable es la abolición de la prostitución (problema antiguo
donde los haya) y erradicar la trata de seres humanos con fines de
explotación sexual, hecho que hace tiempo que está regulado en el
Código penal. La abolición de la prostitución, como idea, tiene una
dimensión cuasi utópica, salvada la vía de una represión altísima, que
tampoco acabaría con ella, y otra, que es la más importante, de desca-
lificación de todos los partidarios, que son muchos, de la reglamenta-
ción de la prostitución. Es evidente que, en esto, como en el tema de
los vientres de alquiler, se ha impuesto el feminismo radical. En mate-
ria de programas, y curiosidades penales, los demás no van a la zaga.

ADPCP, VOL. LXXIII,  2020


56 Gonzalo Quintero Olivares

Todos creen que el manejo de la legislación penal es tan simple como


el mecanismo de un chupete o de una peonza, o, peor aún, que cual-
quier problema se resuelve con el mazo o el bisturí del derecho penal.
Y, por supuesto, no se puede desperdiciar la ocasión de hacer popu-
lismo punitivo con las leyes penales.
K)  En un alarde de aferramiento a lo que ha venido haciendo en
los últimos tiempos (utilizar la cuestión penal como tema de gancho
electoral) propone recuperar el delito de convocatoria de referéndum,
ampliar la aplicación de la cadena perpetua y lo mismo con la apolo-
gía del terrorismo, ese tema que nunca abandonará, como el monopo-
lio de la preocupación por las víctimas del terrorismo, cual si el
terrorismo fuera un drama solo percibido y sentido por el pensamiento
más conservador.
L)  Coyuntural, con perfume electoralista, es la promesa de Ciu-
dadanos de prohibir por ley el indulto a los condenados por rebelión o
sedición. La legislación de indulto exige una reforma amplia y urgente,
pero si se abre la vía de establecer una lista de excepciones difícil será
decidir cuántos son los delitos que entran en la lista, y, a partir de ahí
será cuestionable la subsistencia de la institución del derecho de gra-
cia que, pese a sus detractores, tiene suficientes ventajas como para
mantenerlo. Pero la cuestión tiene una gravedad mayor, pues, en los
últimos tiempos se oyen reclamaciones de prohibir el indulto o de
alargar, o suprimir, la prescripción de algunos delitos. Estas dos insti-
tuciones penales, que los especialistas consideramos sobradamente
fundadas y llenas de sentido, son vapuleadas por demagogos de todos
los colores. Se ha llegado a decir que el derecho de gracia, sustento
del indulto, es una antigualla residuo de tiempos pasados, insoporta-
ble e inútil en la actualidad.
Claro que la regulación del indulto se ha de revisar, pues es obso-
leta la Ley de 18 de junio de 1870, sobre todo, porque no contiene
ninguna indicación orientativa acerca de cuándo procede concederlo y
cuáles son las razones político-criminales que pueden explicarlo, y
esa es una puerta abierta a la irracionalidad y las desviaciones que se
han producido en alguna ocasión, con las que se ha desvirtuado su
carácter de vía excepcional de regulación de la respuesta penal, pero
no solo porque le interese así al que lo pide, sino porque la racionali-
zación de la respuesta punitiva así lo exige.
M)  No son menores las enormidades que se dicen de la prescrip-
ción, como, por ejemplo, que los delitos relativos a la corrupción (y no
solo esos: sexuales, tributarios, contra menores, y la lista sigue) tienen
señalado plazos prescriptivos demasiado breves, a pesar de que esos
plazos prescriptivos no son inferiores, antes, muy al contrario, a los

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Mitos y modas del derecho penal tras algunos años de experiencia 57

que señalan las leyes penales de los demás Estados de la UE. A eso se
añade el desacuerdo sobre la clase de delitos que merecerían «no pres-
cribir», o tardar mucho en hacerlo, no puede consensuarse con clari-
dad, pues a muchos les parecería mejor que no prescribiera una
violación, o dar drogas a menores, o un atentado terrorista, que aplicar
la imprescriptibilidad al funcionario que metió la mano en los nego-
cios a su cargo. La solución «ecuánime» a la que se puede ir a parar es
que se alarguen todos los plazos, para así contentar a todos, y de ese
modo el populismo punitivo habrá marcado otro hito en su incesante
carrera en pos de la destrucción del derecho penal civilizado.
A buen seguro, quien lea estas páginas dirá que solo menciono las
«heridas» que perciben los penalistas, sin reparar en otras tanto o más
graves, que se ven en el funcionamiento de juzgados y tribunales – y
no solo la habitual mención a la lentitud – o en el sempiterno tiempo
de espera para que aparezca un nuevo Código procesal penal que, de
una vez, instaure el principio acusatorio.
No menos preocupación produce el modo en que sigue operando
la prisión provisional, cuya función y fines son cada vez más «teóri-
cos» pues su función real, en muchos casos, es la de pena impuesta sin
proceso, sin perjuicio de que muchas veces se pueda explicar por la
peligrosidad del sujeto o por el riesgo de fuga.
Pero también flota en el argumentario que la justifica la presión
social sobre el juzgador, que habrá de enfrentarse a seguras críticas si
no actúa «como se espera», de manera tal que tácitamente se le indica
al juez que debe o puede anticipar la respuesta penal al hecho, esto es,
comenzar a aplicar el castigo. El problema esencial es que falta por
declarar la culpabilidad, y, como corolario, ya que esa «pena mate-
rial» no es respuesta a la culpabilidad y tiene por qué participar de las
teorías sobre los fundamentos y fines de la pena que se consideran
acuñados para la pena en sentido estricto, y no material.
En esa misma línea de perversión de funciones es fácil observar
que en todos los frecuentes debates sobre medidas adecuadas para la
lucha contra la llamada inseguridad ciudadana, es frecuente la discu-
sión sobre la contribución de la prisión provisional a la seguridad ciu-
dadana, y en esa dirección se señalan como problemas la renuencia de
los jueces de instrucción a acordarla (al menos tanto como desearían
los medios), o la imposibilidad de imponerla a los sujetos acusados de
faltas, que integran una buena parte de la delincuencia menor profe-
sional.
Late, y eso es visible, un deseo de que la prisión provisional, como
posibilidad, ejerza funciones de prevención general, y, en relación con
el grupo de delincuentes «insidiosos», sea incluso la respuesta necesa-

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58 Gonzalo Quintero Olivares

ria y adecuada, es decir, una función de prevención especial. Si se


añade que la prisión provisional para la pequeña y masiva delincuen-
cia habitual puede constituir la parte mayor del castigo que se les
pueda imponer concluiremos fácilmente que a través de ella se desea
organizar un subsistema penal.
Termino ya estas reflexiones, desordenadas y tal vez contradicto-
rias. Ya sé que he tocado un excesivo número de cuestiones y, a pesar
de eso, muchos echarán a faltar sus propias ideas, tanto sobre mitos y
modas como sobre problemas reales.
Así las cosas, solo puedo pedir al lector que tome estas páginas
solo como un vuelo sobre problemas de nuestra especialidad, a la que
dedicamos nuestra vida académica, y así poder debatir sin prejuicios
de clase alguna.
Quiero, por último, reiterar mi gratitud y afecto a mis amigos de
Salamanca, con los que espero seguir colaborando durante muchos
años.

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