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AUGUSTO SARMIENTO

VADEMÉCUM
PARA MATRIMONIOS
RESPUESTAS BREVES A CUESTIONES
DE HOY Y DE SIEMPRE
Con la colaboración de Mons. Mario Iceta
Segunda edición

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
Segunda edición: 2016

© 2016. Augusto Sarmiento
Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54
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ISBN: 978-84-313-3140-5
Depósito legal: NA 910-2016

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delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Tratamiento:
iTom. 31014 Pamplona

Imprime:
Gráficas Alzate, S.L. Pol. Comarca 2. Esparza de Galar (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España


Índice

Siglas y abreviaturas ........................................................... 15


Introducción . ...................................................................... 21

I
CASARSE
  1. ¿Qué es el consentimiento matrimonial o «casarse»? ........ 26
 2. ¿Qué características o requisitos debe tener el consenti-
miento matrimonial? ....................................................... 28
  3. ¿Por qué es necesario el consentimiento matrimonial? ...... 30
  4. Para casarse es necesario querer, pero podría suceder que
quienes desean hacerlo fueran incapaces de dar ese con-
sentimiento: ¿Qué es la «incapacidad consensual»? .......... 31
  5. ¿Pudiera haber algunas otras causas que impidieran casar-
se a los que lo desearan? ¿Quiénes pueden casarse? ......... 34
  6. ¿Por qué son necesarios «los papeles», es decir, la institu-
ción matrimonial? ¿Se puede decir que «los papeles» están
al servicio del amor y de la libertad? ................................ 39
  7. ¿Qué es el «matrimonio canónico» y por qué esa forma de
celebración es necesaria para los católicos? ....................... 43
8 Vademécum para matrimonios

  8. ¿Por qué los llamados «matrimonios a prueba», «parejas de


hecho», etc. son contrarios a la dignidad de la persona y a
la naturaleza de la sexualidad? ......................................... 46

II
EL MATRIMONIO COMO SACRAMENTO
  9. ¿Qué quiere decir que el matrimonio es sacramento y qué
implicaciones comporta para el matrimonio como reali-
dad natural? ..................................................................... 49
10. ¿En qué sentido se dice que el sacramento del matrimonio
es un «sacramento permanente»? ¿Tiene algunas conse-
cuencias para la existencia matrimonial y familiar? ......... 51
11. ¿Qué requisitos son necesarios para celebrar el sacramento
del matrimonio? .............................................................. 53
12. ¿Puede haber, entre bautizados, un matrimonio verdadero
que no sea sacramento? .................................................... 54
13. ¿Pueden «casarse por la Iglesia» los católicos que afirman
no tener fe? ...................................................................... 56
14. ¿Un católico puede «casarse por la Iglesia» con un bauti-
zado en otra confesión religiosa (los «matrimonios mix-
tos»)? ................................................................................ 59
15. ¿Un católico puede «casarse por la Iglesia» con uno que no
está bautizado? ................................................................. 61
16. ¿Qué es la celebración litúrgica del matrimonio? .............. 62

III
EL MATRIMONIO CIVIL
17. ¿A qué se llama «matrimonio civil»? ................................. 65
18. ¿Los católicos están obligados al matrimonio civil? .......... 67
19. ¿Cómo valorar la situación de los divorciados civilmente y
«no casados de nuevo»? .................................................... 69
20. ¿Se puede admitir a los sacramentos a los divorciados civil-
mente que se han vuelto a casar? ...................................... 71
Índice 9

21. ¿En algún caso, los católicos pueden recurrir al «divorcio


civil»? ............................................................................... 74

IV
ESTAR CASADOS
22. ¿Qué es el vínculo conyugal o «estar casados» y qué signi-
ficación tiene para el existir matrimonial? ....................... 77
23. ¿Por qué solo puede haber matrimonio verdadero entre un
solo hombre y una sola mujer? ......................................... 79
24. ¿Por qué el matrimonio verdadero ha de ser «para siem-
pre»? ................................................................................ 82
25. ¿Qué es una nulidad matrimonial? ................................... 86
26. ¿Qué es la separación conyugal? ....................................... 87
27. ¿Qué es la «separación conyugal perpetua» y qué requisi-
tos son necesarios para que sea lícita? ............................... 89
28. ¿Qué es la «separación conyugal temporal» y qué requisi-
tos son necesarios para que sea lícita? ............................... 90

V
AMARSE COMO CASADOS
29. ¿Qué es el amor conyugal? ............................................... 94
30. ¿Cuál es la particularidad del amor conyugal en el matri-
monio cristiano? .............................................................. 98
31. ¿Por qué el amor conyugal tiene que ser fiel y exclusivo? .. 100
32. ¿Cómo «custodiar» la fidelidad matrimonial? .................. 103
33. ¿Qué otros medios se deben poner para custodiar la fide-
lidad matrimonial, además de evitar los peligros que la
amenazan? ....................................................................... 105
34. ¿Por qué el adulterio es una transgresión grave de la fideli-
dad? ................................................................................. 111
10 Vademécum para matrimonios

VI
EL ACTO ESPECÍFICO DEL AMOR MATRIMONIAL
O ACTO CONYUGAL
35. ¿A qué se llama acto conyugal? ......................................... 115
36. ¿Cuándo el acto conyugal es un acto de amor? ................. 117
37. ¿Por qué el acto de amor conyugal ha de estar abierto a la
vida? ................................................................................ 121
38. ¿El acto conyugal favorece y sirve para crecer en el amor
conyugal? ......................................................................... 124
39. ¿Se puede decir que el acto conyugal es un derecho/deber
de los casados? ................................................................. 126
40. ¿Tiene, el amor conyugal, otras manifestaciones? ............. 129
41. ¿Cómo proceder en algunas situaciones particulares (edad
avanzada, enfermedades de transmisión sexual, etc.)
cuando no es posible la relación específica del matrimo-
nio? .................................................................................. 130
42. ¿Cómo proceder si, en la unión conyugal, uno de los espo-
sos no quiere actuar conforme a lo que pide el recto orden
moral? .............................................................................. 132
43. ¿Se puede buscar el placer en la relación conyugal, es decir,
esa relación es moralmente buena y, por tanto, expresión
de un amor conyugal verdadero? ..................................... 134
44. ¿Se podrían «justificar» en algún caso las relaciones sexua-
les extramatrimoniales? ................................................... 136

VII
LA PROCREACIÓN, BIEN Y FIN DEL MATRIMONIO
Y DEL AMOR CONYUGAL
45. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la procreación
es uno de los fines del matrimonio? ................................. 139
46. ¿Si la procreación es uno de los fines del matrimonio cómo
valorar la esterilidad matrimonial? ¿Cuándo son lícitas las
intervenciones médicas para superar la esterilidad? .......... 142
Índice 11

VIII
¿CUÁNTOS HIJOS?
47. ¿En qué sentido se dice que los padres son cooperadores
del amor creador de Dios? ............................................... 145
48. ¿Cuándo es responsable la decisión de transmitir la vida? . 147
49. ¿Qué medios deben poner los esposos para que la decisión
de no transmitir la vida sea acorde con la dignidad de la
persona y de la sexualidad? .............................................. 150
50. ¿Qué se entiende por «continencia periódica» cuando se
dice que es uno de los medios acordes con el recto orden
moral para vivir responsablemente la paternidad / mater-
nidad? .............................................................................. 152
51. ¿A qué se llaman «métodos naturales» en la regulación
de la fertilidad o «planificación natural de las familias» y
cuál es su finalidad? ......................................................... 153

IX
LA REGULACIÓN INMORAL DE LA NATALIDAD
52. ¿El aborto, directamente querido y procurado, puede ser
considerado como un medio moralmente bueno para «re-
gular la natalidad»? .......................................................... 155
53. ¿Qué valoración moral merece la «esterilización anticon-
ceptiva»? .......................................................................... 157
54. ¿El uso de la píldora RU-486 o mifepristona es un medio
respetuoso con la dignidad de la vida naciente? ............... 160

X
LA TÉCNICA AL SERVICIO DE LA VIDA
55. ¿Se puede decir que los esposos tienen un «derecho al
hijo»? ¿Hay un derecho de los padres a tener un hijo a la
carta? ............................................................................... 163
12 Vademécum para matrimonios

56. ¿Cuándo es lícito el recurso a los medios técnicos en la


transmisión de la vida? .................................................... 165
57. ¿Se puede considerar la «inseminación artificial» como un
modo de transmitir la vida humana acorde con la digni-
dad humana y la naturaleza de la sexualidad? ................. 167

XI
LAS INTERVENCIONES TÉCNICAS EN EL PROCESO
PROCREADOR: LA FECUNDACIÓN ARTIFICIAL
58. ¿Qué valoración moral merece la «inseminación artificial»
(en sentido propio)? ......................................................... 169
59. ¿La técnica de la fecundación in vitro y transferencia em-
brional (FIVET) es respetuosa con la dignidad humana? .. 171
60. ¿Es moralmente lícito el recurso a la transferencia intratu-
bárica de gametos (TIG) para conseguir transmitir la vida
humana? .......................................................................... 173

XII
EL RESPETO Y CUIDADO DE LA VIDA NACIENTE
61. ¿Por qué debe ser acogida y respetada la vida humana na-
ciente? .............................................................................. 175
62. ¿Son lícitas las intervenciones terapéuticas en el embrión
humano? .......................................................................... 177
63. ¿Qué calificación moral se debe dar a las experimentacio-
nes sobre el embrión? ....................................................... 178
64. ¿Qué valoración ética merece el diagnóstico prenatal? ...... 180

XIII
LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
65. ¿Por qué los padres son los primeros y principales educa-
dores de los hijos? ............................................................ 183
Índice 13

66. ¿Qué se quiere decir con la expresión «educación integral»


aplicada al derecho / deber educativo de los padres? ........ 185
67. ¿Por qué la educación de la libertad y para la libertad es
uno de los valores esenciales de la misión educadora de los
padres? ............................................................................. 187
68. ¿Por qué la educación en la justicia y el amor son valores
que no pueden faltar en la educación que los padres deben
dar a sus hijos? ................................................................. 189
69. ¿Por qué la educación en la castidad es inseparable de la
educación en la justicia y el amor? ................................... 190
70. ¿En qué consiste y por qué es importante la función que el
hogar desempeña en la educación de los hijos? ................ 192
71. ¿Por qué es necesario ayudar a los padres en la educación
de sus hijos? ¿Cumplen con su deber los padres que dele-
gan en otros la misión de educar a los hijos? .................... 194

XIV
LA EDUCACIÓN EN LA FE
72. ¿Por qué los padres son los primeros y principales educa-
dores de la fe de sus hijos? ................................................ 197
73. ¿Qué ámbitos o dimensiones deben cuidar los padres en la
educación de sus hijos en la fe? ........................................ 199
74. ¿Cuál es la responsabilidad de los padres en el bautismo de
los hijos? .......................................................................... 201
75. ¿Qué contenidos fundamentales debe tener una adecuada
catequesis bautismal? ....................................................... 205
76. ¿En qué consiste y por qué es importante el testimonio del
hogar en la educación en la fe? ......................................... 210

XV
LA VOCACIÓN MATRIMONIAL
77. ¿El matrimonio es una vocación de «segunda categoría»? . 213
14 Vademécum para matrimonios

78. ¿Qué es lo propio o peculiar de la vocación matrimo-


nial?.............................................................................. 215
79. ¿En qué sentido se dice que el matrimonio es el sacramen-
to de la «santificación mutua» de los casados? ................. 217
80. ¿En qué sentido se dice que la virginidad o celibato por el
Reino de los Cielos es una vocación superior al matrimo-
nio? .................................................................................. 220

Índice de voces ..................................................................... 223


Siglas y abreviaturas

I. Sagrada Escritura

Ap Apocalipsis
Ct Cantar de los Cantares
1 Co Primera Carta a los Corintios
Col Carta a los Colosenses»
Dt Deuteronomio
Ef Carta a los Efesios
Esd Esdras
Ex Éxodo
Gn Génesis
Hch Hechos de los Apóstoles
Jn Evangelio según San Juan
1Jn Primera Carta de San Juan
Lc Evangelio según San Lucas
Lv Levítico
Mc Evangelio según San Marcos
Ml Malaquías
Mt Evangelio según San Mateo
1 P Primera Carta de San Pedro
16 Vademécum para matrimonios

Pr Proverbios
Rm Carta a los Romanos
Sal Salmos
1 S Primer Libro de Samuel
2 S Segundo Libro de Samuel
Tb Tobías
Tit Carta a Tito
1 Tm Primera Carta a Timoteo

II. Documentos de la de la Iglesia

AA Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuosita-


tem (18.XI.1965)
ADS León XIII, Encílica Arcanum Divinae Sapientiae (10.
II.1880)
AL Papa Francisco, II. Exhortación Apóstolica Amoris
Laetitia (19. III.2016)
CA Juan Pablo II, Encíclica Centesismus annus (1.V.1991)
CEC Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica (11.
XI.1992)
CC Pío XI, Encíclica Casti connubii (31.XII.1930)
ChL Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici (30.XII.1988)
DP Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
Dignitas personae (8.IX.2008)
DVi Congregación Doctrina de la Fe, Instrucción Donum
vitae (22.II.1987)
EV Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae (25.III.1995)
FC Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris con-
sortio (22.XI.1981)
GE Concilio Vaticano II, Declaración Gravissimum edu-
cationis (28.X.1965)
Siglas y abreviaturas 17

GrS Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane


(2.II.1994)
GS Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes
(7.XII.1965)
HSC Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Haec
Sacra Congregatio (11.IV.1973)
HV Pablo VI, Encíclica Humanae vitae (25.VII.1968)
LE Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens (14.
IX.1981)
LG Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium
(21.XI.1964)
MD Juan Pablo II, Carta Mulieris dignitatem (15.
VIII.1988)
OT Concilio Vaticano II, Decreto Optatam totius
(28.X.1965)
PC Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis
(28.X.1965)
PH Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Persona humana (29.XII.1975)
RH Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis
(4.III.1979)
SCa Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Sacramentum
Caritatis (22.II.2007)
SC Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Con-
cilium (5.X.1963)
SComDv Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sobre
la recepción de la comunión eucarística por parte de los
divorciados vueltos a casar (14.IX.1994)
SH Consejo Pontificio para la Familia, Documento
Sexualidad humana: verdad y significado (8.XII.1995)
UR Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio
(21.XI.1964)
18 Vademécum para matrimonios

III. Otros documentos de la Iglesia

CIC Juan Pablo II, Código de Derecho Canónico


(25.I.1983)
CIC17 Código de Derecho Canónico (1917)
DpE Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad
de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25.
III.1993)
OcM Sagrada Congregación de Ritos, Ritual Ordo celebran-
di matrimonii (Para la celebración del matrimonio)
(19.III.1969)
ObpP Congregación para el Culto Divino, Ordo baptismi
parvulorum (16.V.1969)
VdM Pontificio Consejo para la Familia, Vademécum para
los confesores sobre algunos temas de moral conyugal (22.
II.1997)

IV. Otras abreviaturas

a. año
Aloc. Alocución
Cc Concilio
CEE Conferencia Episcopal Española
cf. confróntese
CmEx Á. Marzoa – J. Miras – R. Rodríguez-Ocaña (dir.),
Comentario exegético al Código de Derecho Canónico
I-VII, Pamplona 1997
cn. canon
Dcl. Declaración
DGDC J. Otaduy – A. Viana – J. Sedano (dir.), Diccionario
General de Derecho Canónico, I-VII, Thomson Reu-
ters-Aranzadi, Pamplona 2012
Siglas y abreviaturas 19

DS E. Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion Symbo-


lorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et
morum, Barcinone 1957
DTM A. Fernández, Diccionario de Teología Moral, Monte
Carmelo, Burgos 2005
Hom. Homilía
Intr. Introducción
Lvah CEE, La verdad del amor humano (26.IV.2012)
PCFam Pontificio Consejo para la Familia
Ses. Sesión
vid. véase
Introducción

1. El término «matrimonio» describe una realidad conocida


por todos los pueblos y culturas que, con formas y manifestaciones
diversas en las diferentes épocas, está configurada siempre por unos
rasgos comunes y permanentes. Se puede definir como «la alianza
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un
consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural
al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole»
(CIC 1055). La historia de los pueblos y culturas muestra sufi-
cientemente que, dentro de esa pluralidad de manifestaciones, es
común la persuasión de que la relación hombre-mujer en la unión
matrimonial reviste unas características que la hacen singular y la
distinguen de todas las demás.
En la actualidad, sin embargo, se ha difundido una mentalidad
que, en algunos ordenamientos jurídicos –como denuncia la Con-
ferencia Episcopal Española– ha llevado a cambiar «la figura jurídi-
ca del matrimonio hasta el punto de que no define ya la institución
del consorcio de vida en común entre un hombre y una mujer en
orden a su mutuo perfeccionamiento y a la procreación. Y esa figu-
ra pasa a designar la convivencia afectiva entre dos personas, con
la posibilidad de ser disuelta unilateralmente por alguno de ellos,
22 Vademécum para matrimonios

con tal de que hayan transcurrido tres meses desde la formalización


del contrato de “matrimonio” que dio inicio a la convivencia. Es la
unión de dos cualesquiera ciudadanos para los que ahora se reserva
en exclusiva el nombre de “cónyuges”. De esa manera se estable-
ce una “insólita definición legal del matrimonio con exclusión de
toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer”. Es muy
significativo al respecto, la terminología del texto legal. Desapare-
cen los términos “marido” y “mujer”, “esposo” y “esposa”, “padre”
y “madre”. Y se incluyen otros como “cónyuge A” y “cónyuge B”,
cuya elección a la hora de la inscripción en el Registro Civil se deja
en manos de los consortes» (CEE, Lvah, 109).
Ese cambio cultural hace necesario determinar con claridad la
realidad que se quiere designar con la palabra «matrimonio». No
extraña por, eso, que el Magisterio de la Iglesia de los últimos años
se refiera siempre al matrimonio con expresiones como «la unión
exclusiva e indisoluble entre un hombre y una mujer»; y a la fami-
lia, como «de fundación matrimonial». Ese es también el sentido
en el que se habla aquí del matrimonio y de la familia. El que res-
ponde a la finalidad que la luz de la razón natural descubre en la
diferenciación del ser humano en varón y mujer. Para los cristianos
el matrimonio es, además, uno de los siete sacramentos instituidos
por Cristo. Sin perder ninguna de las características que como rea-
lidad humana le corresponden, el matrimonio es, en los bautiza-
dos, fuente y causa de la gracia.

2. La experiencia del trato con quienes se preparan para el


matrimonio y con los que ya lo han celebrado (particularmente con
los que llevan pocos años de casados) permite concluir que no son
pocos los que, pretendiendo vivir bien su matrimonio, cuando se
presentan los problemas, no saben bien cómo hacerlo. De manera
particular eso ocurre a propósito de las relaciones mutuas, y, tam-
bién en cuanto hace referencia a la paternidad / maternidad.
Introducción 23

Ayudar a dar la respuesta adecuada a esos problemas es el pro-


pósito de estas páginas, en las que se responde de una manera sen-
cilla y breve a algunas de esas cuestiones. Por eso mismo se ha
usado el género vademécum o prontuario, que en el Diccionario de
la lengua española se describe como un «libro de poco volumen y de
fácil manejo para consulta inmediata de nociones o informaciones
fundamentales».
Con esa misma finalidad, es decir, la de facilitar la valoración
ética o moral de los temas o cuestiones se hace (aunque no siem-
pre, ni de una manera rígida) en tres apartados: 1. descripción de
la cuestión que se considera; 2. moralidad o valoración ética que
merece; y 3. documentos del Magisterio de la Iglesia y bibliogra-
fía fundamental relacionados con el tema. (En «Documentos de la
Iglesia», cuando se incluyen las encíclicas Arcananum Divinae Sa-
pientiae [10.II.1880], de León XIII, y Casti connubii [31.XII.1930],
de Pío XI, la numeración que hace referencia a los textos citados de
esos documentos corresponde a la edición de A. Sarmiento [ed.],
La familia, futuro de la humanidad, BAC, Madrid 1995).

3. Estas líneas quedarían claramente incompletas si no cum-


pliera con el grato deber de hacer constar públicamente mi agra-
decimiento a Mons. Mario Iceta, obispo de Bilbao, por la pronta
disposición y eficaz colaboración en esta publicación. Suyas son
las voces –y así se señala en las páginas correspondientes– «Acto
conyugal» (pregunta 36), «Bautismo de los hijos» (pregunta 74),
«Catequesis bautismal» (pregunta 75), «Diagnóstico prenatal»
(pregunta 64), «Esterilización» (pregunta 53), «RU-486 o Mife-
pristona» (pregunta 54).

15 de agosto de 2013,
Festividad de la Asunción de Nuestra Señora
I
Casarse

«La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimien-


to de los esposos» (CEC 2201). El matrimonio está configurado con
unas propiedades y características que trascienden la voluntad de los
que se casan. Como tal, tiene una constitución fundamental que
responde a la humanidad del hombre y de la mujer, al designio o
plan de Dios sobre la humanidad. Pero a la vez ha sido confiada a su
libertad. De ellos no depende que exista, o no, el matrimonio, pero
sí depende que surja, o no, este matrimonio. Y si los que se casan son
bautizados, se requieren además otras formalidades que es necesario
contemplar. Si no se observaran, ese consentimiento no sería matri-
monial y no daría lugar al matrimonio cristiano.
Varias son, en consecuencia, las cuestiones que se plantean re-
lacionadas con el consentimiento matrimonial, como fundante del
matrimonio: su naturaleza y forma de emisión; sujetos que puedan
darlo o «casarse»; etc. Porque si «casarse» es hacer que surja el ma-
trimonio entre un hombre y una mujer determinados, y estos, para
proceder de acuerdo con su dignidad de personas, han de querer lo
que hacen, es evidente que para ello deben conocer primero qué es el
consentimiento matrimonial o «casarse» y también poder o gozar de
la libertad necesaria para hacerlo. De ahí la necesidad de determinar
con precisión la naturaleza, características, etc. del consentimiento
matrimonial como fundante del matrimonio.
26 Vademécum para matrimonios

1. ¿Qué es el consentimiento matrimonial o «casarse»?

Con la expresión «consentimiento matrimonial» (o pacto o


alianza conyugal; contrato, en terminología jurídica) se señala el
acto por el cual se inicia el existir del matrimonio entre un hombre
y una mujer determinados. Se puede definir como el acto humano
por el que los contrayentes se dan y se reciben mutuamente como
esposos. Se trata, por tanto, de un acto consciente y libre. Además
ha de tener como objeto propio la persona del otro en cuanto que
según la disposición de la naturaleza es sexualmente distinta y
complementaria, orientada hacia el bien recíproco y a la fecun-
didad. Son las personas –hombre y mujer– quienes se convierten
en don recíproco en y a través de su masculinidad y feminidad.
Por eso, para que sea consentimiento matrimonial, el consenti-
miento ha de estar dirigido al matrimonio; no a otras formas de
convivencia, aunque en las legislaciones positivas o en el contexto
sociológico y cultural reciban esa misma denominación.
Un consentimiento de esta naturaleza ha de ser un acto huma-
no, es decir, un acto psicológicamente libre, pleno y responsable;
y, además, proporcionado o apto para producir esa unión tan de-
finitiva y estricta que se conoce con el nombre de matrimonio. Se
habla, por eso, de consentimiento matrimonial.
El Concilio Vaticano II se refiere al objeto de este consenti-
miento diciendo que es «la mutua entrega de dos personas» (GS
48). En el mismo sentido se expresa el Código de Derecho Canóni-
co: «El consentimiento es el acto de la voluntad, por el cual el varón
y la mujer se entregan y se aceptan mutuamente en alianza irrevo-
cable para constituir el matrimonio» (CIC 1057); y la Liturgia de
la celebración del matrimonio: «Yo te quiero a ti –Yo te recibo a ti»
(OcM 45). Se indica claramente que el sujeto personal, el hombre
y la mujer («yo-tú»), ocupan el centro de la donación-aceptación
propia del consentimiento conyugal.
Casarse 27

El consentimiento es la causa y el anuncio del matrimonio. Se


dice que es la «causa» del matrimonio, para distinguir y no iden-
tificar el consentimiento con el matrimonio. Una cosa es que el
intercambio de los consentimientos entre los contrayentes sea ele-
mento indispensable para que exista el matrimonio; y otra, que el
consentimiento se identifique con el matrimonio. Si se diera esa
identificación habría que concluir que el matrimonio desaparecería
una vez que se suspendiera o no continuara el consentimiento.
El consentimiento es a la vez e inseparablemente anuncio de
que en adelante serán marido y mujer (esposo y esposa). El con-
sentimiento entraña el compromiso de actuar hasta el final de sus
vidas en conformidad con la unión-comunión interpersonal que
han proclamado: «Yo te recibo como mi esposa-como mi esposo».
Es un anuncio-compromiso que los contrayentes se hacen recípro-
camente, y también y sobre todo ante Dios, la Iglesia y la sociedad.
De este modo, la verdad del consentimiento está vinculada a la
sinceridad de las palabras que manifiestan el compromiso que por
su misma naturaleza exige ser único e indisoluble y abierto a la
procreación.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1625-


1632; Código de Derecho Canónico, cn. 1057, 1103; Conc. Vati-
cano II, Const. Gaudium et spes, n. 48; Juan Pablo II, Alocución
(19.I.1983); Ídem, Alocución (21.I.1999); Pío XI, Enc. Casti connu-
bii (31.XII.1930), nn. 6-8.
Bibliografía: Hervada, J., «Esencia del matrimonio y consentimien-
to matrimonial», en Escritos de derecho natural, EUNSA, Pamplona
1993, 473-517; Reina, V., El consentimiento matrimonial. Sus ano-
malías y vicios como causas de nulidad, Ariel, Barcelona 1978; Vila-
drich, P.-J., Agonía del matrimonio legal, EUNSA, Pamplona 1997,
129-141; Ídem, El amor conyugal entre la vida y la muerte, EUNSA,
Pamplona 2005.
28 Vademécum para matrimonios

2. ¿Qué características o requisitos debe tener el


consentimiento matrimonial?

Por el consentimiento matrimonial los que se casan se dan y se


reciben de tal manera que a partir de entonces pasan a ser esposos:
son y están casados. Surge entre ellos el compromiso de darse y
recibirse, como tales, también en el futuro y para siempre. Es nece-
sario, por eso, que reúna como condiciones:
– ser vinculante: el consentimiento ha de ser un acto volunta-
rio de compromiso: los contrayentes no solo inician una relación de
hecho, sino que asumen la comunidad de vida conyugal como una
unión recíprocamente debida;
– ser radical, es decir, ha de estar dirigido a la persona del otro,
asumir al otro en cuanto esposo (no está ordenado solo a una acti-
vidad o convivencia);
– ser incondicional, porque debe asumir plena y totalmente al
otro: del consentimiento no se pueden excluir los factores que inte-
gran la conyugalidad, v. g., los bienes y propiedades esenciales del
matrimonio como la ordenación a los hijos, la unidad e indisolu-
bilidad, etc.
La disciplina de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico
enumera como características necesarias del consentimiento ma-
trimonial, las de ser:
–  Legítimamente manifestado: dado a conocer externamente
«con palabras» o «signos equivalentes» (CIC 1104 §2) y de acuerdo
con las disposiciones establecidas por la legítima autoridad (cf. CIC
1057 §1), entre las que hay que señalar las referentes a la necesidad
de la «forma canónica» (vid.).
–  Verdadero: porque exista conformidad entre la manifesta-
ción externa y la voluntad interna de los contrayentes al celebrar el
matrimonio; se da cuando existe voluntad seria de contraer. Se pre-
sume siempre, mientras no se pruebe lo contrario. A la veracidad
Casarse 29

del consentimiento se opone la simulación, sea esta total (exclusión


del matrimonio mismo) o parcial (exclusión de algún elemento o
propiedad esencial) (CIC 1101).
–  Libre y deliberado: porque los que se casan son personas, y
también porque el objeto del consentimiento matrimonial son los
mismos esposos en su conyugalidad. Es evidente que una decisión
de esa naturaleza ha de ser consciente –conocer lo que se hace– y
libre –poder quererlo y quererlo–. «El consentimiento debe ser un
acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violen-
cia o de temor grave externo» (CIC 1103).
–  Recíproco: manifestado por los contrayentes al mismo tiem-
po; para lo cual es necesario que se hallen presentes en un mismo
lugar, o en persona o por medio de un procurador (cf. CIC 1104
§1). Esta reciprocidad –con las exigencias de unidad de tiempo y
de lugar– es pedida por la unidad del vínculo conyugal (aunque
son dos los que consienten y se casan, es único el consentimiento
y el matrimonio que se origina) y afecta a la validez del consenti-
miento.
–  Absoluto (o no condicionado): tiene lugar cuando el naci-
miento del vínculo no se subordina a ninguna circunstancia o he-
cho determinado. En este sentido la disciplina actual de la Iglesia
establece que no es válido el matrimonio contraído bajo condición
de futuro (CIC 1102 §1); y de esa manera se evita la dificultad que
se planteaba en la legislación anterior, como era la de subordinación
de la existencia del vínculo y la retroactividad de los efectos del
consentimiento a la verificación de la condición (CIC17 1092).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1625-


1628; Código de Derecho Canónico, cn. 1057, 1101-1104.
Bibliografía: Bañares, J.-B. (dir.), Error, ignorancia y dolo en el con-
sentimiento matrimonial, EUNSA, Pamplona 1997; Viladrich, P.-J.,
El consentimiento matrimonial: técnicas de calificación y exégesis de las
causas de nulidad, EUNSA, Pamplona 1998.
30 Vademécum para matrimonios

3. ¿Por qué es necesario el consentimiento matrimonial?

Porque solo la voluntad libre de los contrayentes puede dar lu-


gar al matrimonio. El dominio sobre el propio «yo», la decisión
sobre uno mismo –lo que se entrega en el matrimonio es la persona
en su masculinidad o feminidad– lo posee en exclusiva cada perso-
na, precisamente porque es persona. De ahí que el consentimiento
para la existencia del matrimonio sea tan necesario como lo es la
causa para producir el efecto. «Si el consentimiento falta, no hay
matrimonio» (CEC 1626).
La libertad, es decir, la ausencia de coacción es requisito indis-
pensable del consentimiento matrimonial. La intervención de ter-
ceras personas que sustituyeran, limitaran o distorsionaran la libre
voluntad de los contrayentes podría llegar a hacer que fuera nula la
celebración del matrimonio. «El consentimiento debe ser un acto
de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia
o de temor grave externo (cf. CIC 1103). Ningún poder humano
puede remplazar este consentimiento (CIC 1057). Si esta libertad
falta, el matrimonio es inválido» (CEC 1628).
Esta libertad, sin embargo, llega únicamente al hecho de con-
traer, o no, matrimonio y hacerlo con esta u otra persona; no al-
canza hasta poder determinar el sentido, finalidad, propiedades…
del matrimonio en cuanto institución. Eso es lo que se quiere decir
al afirmar que el consentimiento matrimonial no es un contrato
meramente voluntarista.
El consentimiento matrimonial es necesario y, además, es su-
ficiente, es decir, no se necesita que haya consumación para que
surja el matrimonio. Sobre la suficiencia del consentimiento para
la formación del matrimonio son particularmente relevantes las in-
tervenciones del Magisterio de la Iglesia: los concilios de Florencia
y Trento. El Concilio de Florencia, en el Decreto para los armenios
(a. 1439), habla tan solo del mutuo consentimiento como causa
Casarse 31

eficiente del matrimonio (DS 1327). Y el Concilio de Trento, en el


Decreto Tametsi y en los cánones sobre el sacramento del matri-
monio (a. 1563), proclama que los matrimonios contraídos con el
solo consentimiento de los que se casan –los llamados matrimonios
«clandestinos»–, son verdaderos matrimonios (cf. DS 1813-1814),
y también que los matrimonios ratos –es decir, los celebrados entre
bautizados– si no han sido consumados pueden ser disueltos en
algunos casos (cf. DS 1806).
Pero si tan solo con el consentimiento son verdaderos matrimo-
nios y, por otra parte, la consumación no es necesaria, la consecuen-
cia es que el consentimiento es necesario y suficiente para constituir
el matrimonio. El Concilio de Trento – según se hace notar al ha-
blar de la «forma canónica»– pondrá como requisito para la validez
del matrimonio que los contrayentes manifiesten su consentimiento
de una manera determinada: ante un testigo cualificado y dos o
más testigos; pero esta forma de consentir no quita esencialidad al
consentimiento en relación con el nacimiento del matrimonio, tan
solo añade una «formalidad» al acto de consentir.
Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1626;
Código de Derecho Canónico, cn. 1057; Conc. de Florencia, Decreto
para los armenios (DS 1327); Conc. de Trento, Cap. Tametsi (DS
1813-1814).
Bibliografía: Hervada, J., «Esencia del matrimonio y consentimien-
to matrimonial», en Escritos de derecho natural, EUNSA, Pamplona
1993, 485-501.

4. Para casarse es necesario querer, pero podría suceder


que quienes desean hacerlo fueran incapaces de dar ese
consentimiento: ¿Qué es la «incapacidad consensual»?

El consentimiento matrimonial no es solo un acto de volun-


tad. Para que haya consentimiento matrimonial no basta un acto
32 Vademécum para matrimonios

humano. Ello es imprescindible, pero no es suficiente. Ha de ser,


además, un acto de voluntad cualificado por la naturaleza matri-
monial de su objeto y de su título. Casarse implica aquel preciso
acto de la voluntad que se cualifica porque, mediante él, los contra-
yentes se hacen el recíproco, perpetuo y exclusivo don y aceptación
de sí mismos, como varón de esta mujer y mujer de este varón, a
título de derecho y de deber mutuo.
La capacidad para el consentimiento matrimonial está integra-
da por estos tres elementos: a) suficiente uso de la razón; b) pro-
porcionada discreción o madurez de juicio acerca de los derechos
y deberes esenciales del matrimonio; c) capacidad para asumir las
obligaciones esenciales del matrimonio. Y, en consecuencia, la in-
capacidad consensual (que no debe confundirse con la incapacidad
que proviene de los impedimentos) se manifiesta en la falta de esos
tres elementos (cf. CIC 1095).
–Se considera que carecen de suficiente uso de razón los que, en
el momento de prestar el consentimiento, no gozan de la adverten-
cia y voluntariedad imprescindibles para que el acto de consentir se
pueda calificar como humano. Pero se presume que, por lo general,
a partir de los siete años se da el uso de razón imprescindible para
ser verdadero dueño y responsable moral de los actos humanos.
Por tanto, por carecer del suficiente uso de razón son incapaces
para contraer matrimonio los privados del uso de razón por alguna
enfermedad mental o por alguna otra causa, v. g., drogas, mientras
dure esa incapacidad.
–Por discreción de juicio se entiende el grado de madurez su-
ficiente, por parte del entendimiento y la voluntad, para que los
contrayentes puedan comprometerse en relación con «los derechos
y deberes esenciales del matrimonio» que mutuamente se han de
dar y aceptar.
El mínimo necesario exigido para que pueda darse esa dis-
creción de juicio y, por tanto, el consentimiento matrimonial, se
Casarse 33

concreta en: a) el matrimonio es una unión permanente, es decir,


una unión estable y duradera que implica una suerte o destino co-
mún; no consiste en una unión esporádica, casual o transitoria,
aunque no es necesario que se tenga estricto conocimiento de su
indisolubilidad; b) entre un varón y una mujer: el matrimonio se da
únicamente entre personas de diverso sexo y entre un solo hombre
y una sola mujer; c) ordenado a la procreación: el matrimonio está
orientado a la descendencia; d) mediante cierta cooperación sexual:
es suficiente que los contrayentes conozcan que, para tener hijos,
se necesita que los padres intervengan mediante algún concurso de
los órganos genitales de ambos (cf. CIC 1096).
Se presume que el conocimiento de ese contenido mínimo ne-
cesario para el consentimiento requerido se posee desde la puber-
tad. Por otra parte, no se necesita que sea un conocimiento distinto
y técnico: la expresión «no ignoren al menos» indica que basta un
conocimiento confuso, es decir, es suficiente que lo conozcan de
alguna manera.
–La imposibilidad de asumir las obligaciones esenciales del matri-
monio por causa de naturaleza psíquica existe cuando se carece del
dominio de sí necesario para asumir, haciéndose cargo en forma
realmente comprometida y responsable, las obligaciones matrimo-
niales esenciales.
Estas obligaciones –que expresan el objeto del consentimiento–
se pueden resumir en: «la obligación acerca del acto conyugal o unión
carnal en su sentido de unión corporal y principio de generación;
la obligación de la comunidad de vida y amor como expresión de la
unión entre el varón y la mujer, bienes recíprocos y mutuos, e inse-
parablemente, cauce y ambiente para la recepción y educación de
la prole; y la obligación de recibir y educar a los hijos en el seno de la
comunidad conyugal». Y como las obligaciones esenciales han de
ser mutuas, exclusivas e irrenunciables, habrá también incapacidad
consensual cuando haya imposibilidad de asumir esas obligaciones
con estas notas esenciales.
34 Vademécum para matrimonios

Documentos de la Iglesia: Código de Derecho Canónico, cn. 1095.


Bibliografía: Fuentes, J. A. (ed.), Incapacidad consensual para las obli-
gaciones matrimoniales, Pamplona 1991; Hervada, J., «Esencia del
matrimonio y consentimiento matrimonial», en Escritos de derecho
natural, EUNSA, Pamplona 1993, 502-516; Tejero, E., «Incapacidad
para el consentimiento matrimonial», en DGDC IV, 492-499.

5. ¿Pudiera haber algunas otras causas que impidieran casarse


a los que lo desearan? ¿Quiénes pueden casarse?

«Los protagonistas o sujetos del consentimiento o alianza ma-


trimonial son un hombre y una mujer, libres para contraer matri-
monio. «Ser libre» quiere decir: no obrar por coacción; no estar
impedido por una ley natural o eclesiástica» (CEC 1625). Además
de no obrar por coacción y de hacerlo con el conocimiento y vo-
luntariedad suficientes, es necesario, por tanto, que los que quieren
casarse no estén afectados por alguna causa que lo impida.
Esas causas se conocen, en la terminología jurídica, con el
nombre de impedimentos matrimoniales: ese conjunto de figuras
tipificadas en la disciplina de la Iglesia que inhabilitan a la persona
para contraer válidamente matrimonio (cf. CIC 1073).
El derecho al matrimonio es un derecho fundamental de la
persona que comprende el derecho a contraer matrimonio y a elegir
libremente el propio cónyuge. Pero el ejercicio de ese derecho puede
estar limitado porque la persona sea inhábil e incapaz de contraer
matrimonio por disposición de la misma naturaleza o de la auto-
ridad competente. «Pueden contraer matrimonio todos aquellos a
quienes el derecho no se lo prohíbe» (CIC 1058).
Como institución social, el matrimonio necesita de un marco
jurídico que, por una parte, regule las mutuas relaciones existentes
entre el matrimonio y la sociedad y, por otra, garantice, entre otras
cosas, la estabilidad de la institución matrimonial. Lo exige el bien
Casarse 35

de las personas y de la sociedad. La necesidad de ese marco jurídico


para la celebración del matrimonio, que tiene efectos decisivos no
solo para los que se casan, sino para toda la sociedad, se hace es-
pecialmente patente cuando surgen conflictos graves que llevan a
los esposos a pedir la separación o la anulación del matrimonio. La
autoridad civil no puede desentenderse de una institución a la que
está ligada la humanización de la sociedad.
En el matrimonio entre bautizados, al tratarse de una celebra-
ción sacramental esa potestad corresponde a la Iglesia. Por eso la
Iglesia, ya desde los primeros siglos, da disposiciones sobre los impe-
dimentos matrimoniales, a veces estableciendo algunos, otras veces
dispensando de ellos, etc. En el Concilio de Trento, con ocasión de
las doctrinas protestantes, se declara solemnemente que la potestad
de la Iglesia sobre los impedimentos se extiende a: a) interpretarlos;
b) establecerlos; c) ampliarlos, o restringirlos. Se dice, además, que
la Iglesia no ha errado cuando ha procedido de esa manera en el
pasado.
La disciplina vigente de la Iglesia sobre los impedimentos que
afectan al matrimonio entre bautizados distingue dos clases de im-
pedimentos: los que provienen de la disposición de la naturaleza
(impedimentos de derecho natural) y los que se deben a una de-
terminación de la ley de la Iglesia (impedimentos de derecho ecle-
siástico).
En orden a la celebración del matrimonio, la diferencia funda-
mental es que los primeros, es decir, los impedimentos de ley natu-
ral, como tienen a Dios por autor, no pueden ser dispensados; los
demás, es decir, los impedimentos de derecho eclesiástico son deter-
minados por la Iglesia y pueden ser dispensados. De todos modos,
por tratarse de leyes restrictivas que afectan a derechos fundamen-
tales, su aplicación ha de interpretarse siempre en sentido estricto.
Los impedimentos de derecho natural. Según la ley natural no
puede contraer matrimonio el hombre o la mujer que esté afectado
36 Vademécum para matrimonios

por alguno de estos impedimentos: impotencia, vínculo o paren-


tesco. Son los llamados impedimentos de ley natural.
–  La impotencia. Se puede definir como la incapacidad, tanto
por parte del hombre como de la mujer, para realizar el acto conyu-
gal de la manera en que ha sido dispuesto por la naturaleza.
Para que sea impedimento que invalide el matrimonio es re-
quisito necesario que la impotencia sea: antecedente, es decir, ha de
padecerse con anterioridad a la celebración del matrimonio; per-
petua, es decir, incurable por medios ordinarios y lícitos; y cierta,
porque «con duda de derecho o de hecho no se debe impedir el
matrimonio ni, mientras persista la duda, declararlo nulo» (CIC
1058). (Sobre este impedimento trata el CIC 1084).
No se debe confundir la impotencia con la esterilidad. Con
este nombre se señalan todos aquellos defectos que, sin afectar a
la realización, según naturaleza, del acto conyugal, imposibilitan
la procreación. La esterilidad no es impedimento del matrimonio.
Otra cosa sería si la fecundidad se pusiera como condición para el
consentimiento matrimonial de tal manera que, de no darse la fe-
cundidad, se excluyera el consentimiento matrimonial. Tampoco se
debe considerar como impotencia y, por tanto, como impedimento
matrimonial, la falta o defecto de semen o líquido seminal, v. g.,
en el caso de vasectomía. Lo verdaderamente esencial es que pueda
tener lugar de manera completa el acto conyugal ordenado de por sí
a la fecundidad, independientemente de que ésta se dé o no.
–  El vínculo o ligamen. El que está ligado por el vínculo (o liga-
men) de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado,
no puede –está incapacitado– contraer otro matrimonio (cf. CIC
1085). Y si lo intenta, ese nuevo matrimonio es inválido.
Esa es la consecuencia de la unidad e indisolubilidad, propieda-
des esenciales del matrimonio.
–  El parentesco. Con el nombre de impedimento de parentesco
(de sangre o consanguinidad) se designa la limitación del derecho
Casarse 37

a casarse entre los miembros de una misma familia. Esa limita-


ción puede provenir del derecho divino-natural (el que ahora se
contempla) o puede estar establecida por el legislador de acuerdo
con factores de índole histórico-cultural (impedimento de dere-
cho eclesiástico) (cf. CIC 1091). Tiene como finalidad proteger
la dignidad de la familia y el carácter específico de las relaciones
familiares originadas por la vía biológica.
Como impedimento de derecho divino-natural hace nulo el
matrimonio entre consanguíneos en línea recta (padres, hijos, etc.)
y también en segundo grado de línea colateral (hermanos). En cuan-
to impedimento de derecho divino no admite ninguna dispensa;
y, por eso, «nunca debe permitirse el matrimonio cuando subsiste
alguna duda sobre si las partes son consanguíneas en algún grado
de línea recta o en segundo grado de línea colateral» (CIC 1091).
Otros grados de parentesco –de los que se habla después– constitu-
yen impedimento (el impedimento de consanguinidad o parentes-
co) pero dispensable, como se verá a continuación.
Los impedimentos de derecho eclesiástico. Según la disciplina vi-
gente en la Iglesia, no pueden contraer válidamente matrimonio
el hombre o la mujer que están afectados por algunos de estos im-
pedimentos: de edad, disparidad de cultos, orden sagrado, voto,
rapto, crimen o parentesco en determinados grados. Sin embargo,
según ya se advertía antes, son unos impedimentos que pueden ser
dispensados con causa justa por la autoridad competente.
–  La edad. El impedimento de edad hace que el «varón no
pueda contraer matrimonio válido antes de los dieciséis años cum-
plidos, ni la mujer antes de los catorce, también cumplidos» (CIC
1083).
–  La disparidad de cultos. El impedimento de disparidad de cul-
tos invalida «el matrimonio entre dos personas, una de las cuales
fue bautizada en la Iglesia católica o recibida en su seno y no se ha
apartado de ella por acto formal, y otra no bautizada» (CIC 1086).
38 Vademécum para matrimonios

Para que surja el impedimento son requisitos necesarios: a) que


una de las partes esté bautizada válidamente en la Iglesia católica o
que, habiendo sido bautizada válidamente en otra confesión, haya
sido recibida después en la Iglesia católica; b) que la parte bautizada
no se haya apartado de la Iglesia católica por un acto formal –v. g.,
apostasía, herejía, cisma–; c) y que la otra parte no esté válidamen-
te bautizada: o porque no ha sido bautizada o porque el bautismo
recibido ha sido inválido.
–  El orden sagrado. El impedimento de orden sagrado se funda-
menta en la ley del celibato pedida por la Iglesia a los clérigos a fin
de «unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedi-
carse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres» (CIC
277). Consiste en que hace que «atenten inválidamente el matrimo-
nio quienes han recibido las órdenes sagradas» (CIC 1087).
Aunque el orden sagrado imprime carácter y es para siempre,
el impedimento es de derecho humano y puede ser dispensado. Esta
dispensa está reservada al Romano Pontífice (cf. CIC 1078).
–  El voto de perpetua castidad. Para que exista el impedimento
del voto son requisitos necesarios: a) voto perpetuo de castidad (en
orden a este impedimento no se tienen en cuenta otros vínculos que
pudieran darse con el instituto religioso); b) voto público, es decir,
recibido en nombre de la Iglesia por el legítimo superior (cf. CIC
1192); c) emitido en un instituto religioso (no quedan afectados por
el impedimento los que han emitido esos votos en otros institutos
de vida consagrada o que se asemejen a los institutos de vida con-
sagrada); d) además, el voto ha de ser emitido válidamente. Sólo
entonces el matrimonio que se atenta es inválido.
–  El rapto. El impedimento de rapto que invalida el matrimo-
nio surge entre un hombre y una mujer raptada o al menos retenida
con miras a contraer matrimonio con ella, a no ser que después la
mujer, separada del raptor y hallándose en un lugar seguro y libre,
elija voluntariamente el matrimonio (cf. CIC 1089).
Casarse 39

Tiene como finalidad proteger la libertad de las nupcias y se


establece –sin duda que por razones históricas y estadísticas– tan
solo en el caso de que la mujer sea la raptada, no el varón.
El propósito matrimonial necesario para que exista el impedi-
mento, puede preceder al rapto o retención de la mujer o sobrevenir
a esas situaciones.
–  El crimen. Dos son los supuestos en los que se da el impedi-
mento de crimen: Ǥ1. Quien, con el fin de contraer matrimonio
con una determinada persona, causa la muerte del cónyuge de ésta
o de su propio cónyuge, atenta inválidamente ese matrimonio. §2.
También atentan inválidamente el matrimonio entre sí quienes con
una cooperación mutua, física o moral, causaron la muerte del cón-
yuge» (CIC 1090).
–  El parentesco. Bajo el título de impedimento de parentesco se
agrupan una serie de figuras encaminadas, todas ellas, a defender
el matrimonio y la familia, haciendo –sobre todo– que las mutuas
relaciones se desarrollen en el ámbito de sus cauces naturales. Esas
figuras son: consanguinidad; afinidad; pública honestidad; y pa-
rentesco legal.

Documentos de la Iglesia: Código de Derecho Canónico, cn. 1073-


1082; 1083-1094.
Bibliografía: D’Auria, A., «Impedimentos matrimoniales», en DGDC
IV, 436-444; Bañares, J., «Comentarios a los cn. 1083-1093», en
ComEx III/ 1997, 1161-1210.

6. ¿Por qué son necesarios los «papeles», es decir, la institución


matrimonial? ¿Se puede decir que «los papeles» están al
servicio del amor y de la libertad?

En el lenguaje coloquial y con referencia al matrimonio, con


esa terminología, es decir, «los papeles» se designa el conjunto de
40 Vademécum para matrimonios

elementos permanentes que, exigidos por la naturaleza de la unión


que se inicia, determinan el originarse y posterior desarrollo de esa
forma de relación entre el hombre y la mujer que se llama matri-
monio. Es lo que técnicamente se conoce como institución matri-
monial. La palabra «institución» hace referencia, en las relaciones
interhumanas, a algo establecido según el orden de la justicia.
El matrimonio no es un asunto meramente privado. En la de-
cisión de casarse están implicados unos bienes, cuya dignidad y
naturaleza piden ser protegidas más allá de la voluntad de los in-
dividuos. El ser humano lleva inscrita en su misma humanidad la
exigencia de la institución. «Pertenece a la naturaleza humana no
ser naturaleza simplemente, sino tener historia y «derecho» preci-
samente con el fin de ser «natural». Este es el fundamento antro-
pológico inmediato de que la sexualidad humana esté sometida a
un orden normativo y de que la sociedad determine ese orden. No
es posible afirmar que la naturaleza sea moral y humana si no está
dirigida y regida por la institución. Por este motivo la moralidad de
la sexualidad depende de su inserción en las estructuras públicas de
la sociedad humana» (J. Ratzinger, «Zur Theologie der Ehe», 106).
La «institución», por tanto, no es algo extrínseco a la verdad de la
sexualidad y la libertad de las personas humanas.
«Los papeles» están exigidos por el bien de los esposos, de los hijos
y de la sociedad. El Vaticano II señala a este propósito que «este
vínculo sagrado, en atención tanto al bien de los esposos y de la
prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana»
(GS 48).
–El bien de los esposos. La diferenciación sexual pertenece al ser
del hombre (se es hombre o se es mujer). La sexualidad participa
del valor y dignidad personal, y, como tal, exige ser respetada por
sí misma. Por eso, como los que se casan toman decisiones que
afectan a la sexualidad –se entregan y reciben en cuanto sexual-
mente diferentes y complementarios–, aparece clara la «necesidad»
Casarse 41

de que esas decisiones se tomen, y se vivan después, dentro de un


marco ético y jurídico que «proteja» la condición personal de su
sexualidad. Eso es la institución. Aunque las relaciones sexuales son
algo íntimo y exclusivo de los esposos, estas piden a la vez el marco
público de la institución, tanto por consideración a ellos mismos
como a los demás. Las exigencias éticas y disposiciones jurídicas
no son otra cosa, en el fondo, que el despliegue del dinamismo
intrínseco del amor. Se introducen en el interior de ese amor como
expresión y garantía de la verdad de su donación.
La institución –los aspectos institucionales– es, a la vez, exi-
gencia de la naturaleza de la sexualidad humana y de la libertad
personal de los esposos, que, por ser verdadera, puede tomar de-
cisiones que comprometan la totalidad de su futuro. Las normas
éticas y jurídicas –las relaciones de justicia–, cuando responden a
la naturaleza humana, no coartan la libertad. Eso se daría si se
introdujeran disposiciones contrarias a la condición de la persona
y de su masculinidad o feminidad. El amor, «la unión (conyugal)
encuentra en esa institución el modo de encauzar su estabilidad y
su crecimiento real y concreto» (AL 131).
–El bien de los hijos. El bien de los hijos exige la existencia de
la institución del matrimonio para el ejercicio de la sexualidad. El
ejercicio de la sexualidad no se circunscribe al ámbito de los que se
casan. No solo porque toda actividad humana tiene siempre una
dimensión social, sino sobre todo porque una de las finalidades
inmanentes de la sexualidad es la orientación a la fecundidad, que,
en el matrimonio, se concreta en constituir el espacio para la trans-
misión y educación de la vida humana. Por este motivo la decisión
de casarse y el ejercicio de la sexualidad en el matrimonio han de
ser vividos de acuerdo con unas normas éticas y jurídicas –eso es la
institución– que permitan acoger y afirmar, como personas, a los
hijos desde el comienzo de su existir.
–El bien de la sociedad. Cuando los contrayentes se casan, en la
decisión que toman está comprometida la humanidad de sus hijos
42 Vademécum para matrimonios

y su propia humanidad. Por eso mismo, deciden también sobre


la «humanización» de la sociedad. Ellos mismos y los hijos, que
nacen y crecen en la familia, son los que integran la sociedad. La
celebración del matrimonio tiene unas consecuencias e influye de
tal modo en la sociedad que exige hacerse en el ámbito externo y
público, de acuerdo con unas normas éticas y jurídicas que «justifi-
quen» (= hagan justa) y «aseguren» la verdad del compromiso que
se toma.
«Los papeles» no son una injerencia indebida de la sociedad. «La
institución del matrimonio no es una injerencia indebida de la so-
ciedad o de la autoridad ni la imposición extrínseca de una forma,
sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se con-
firma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así
la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos
de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivis-
mo y relativismo y la hace partícipe de la sabiduría creadora» (FC
11). Los «papeles», como a veces se dice, no coartan sino que prote-
gen y garantizan la libertad. Y, por eso, la autenticidad del amor.
El matrimonio da lugar a relación que, por su misma naturale-
za, exige estar ligada con la condición misma del ser humano, con
el valor y sentido más profundo del amor y de la vida. Se basa en
las estructuras dadas y permanentes de la humanidad del hombre
y de la mujer, que trascienden la voluntad de los individuos y las
configuraciones culturales.
La diferenciación sexual orientada por el Creador a la mutua
complementariedad es el fundamento que está en la base de la
unión matrimonial. Así lo interpreta el Señor cuando, en el diálo-
go con los fariseos sobre la indisolubilidad (cf. Mt 19, 5), une los
textos de Gn 1, 27 («los hizo varón y hembra») y Gn 2, 24 («Por
eso deja… se hacen una sola carne»). Por otro lado, la bendición
de Dios sobre el hombre y la mujer para que transmitan la vida
humana (Gn 1, 28), indica también que la procreación es otra de
Casarse 43

las finalidades inmanentes a la diferencia sexual querida por Dios y


que está en la base del matrimonio. Porque, aunque la transmisión
de la vida puede tener lugar en uniones ocasionales, es indudable
que la dignidad personal del hijo pide, como «necesaria», la unión
estable del matrimonio. No es otro el sentido que se quiere expresar
con la afirmación de que el matrimonio es una institución natural
o, con terminología jurídica, «de derecho natural».

Documentos de la Iglesia: León XIII, Enc. Arcanum Divinae Sapien-


tiae (10.II.1880), nn. 4-9; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930),
n. 5; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48; Juan Pablo
II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XII.1981), n. 11; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 131-132; CEE,
La verdad del amor humano, EDICE, Madrid 2012, 49-66.
Bibliografía: Ernst, W., «Institution du mariage», en CTI, Problè-
mes doctrinaux du mariage chrétien, Université Catholique, D. L.,
Louvain-la Neuve 1979, 28-64; Viladrich, P.-J., La institución del
matrimonio: los tres poderes, Rialp, Madrid 2005; Wojtyla, K., Amor
y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 262-271.

7. ¿Qué es el «matrimonio canónico» y por qué esa forma de


celebración es necesaria para los católicos?

Se llama «matrimonio canónico» al celebrado ante la Iglesia


y de acuerdo con el ordenamiento o disciplina de la Iglesia. Es el
matrimonio celebrado según la «forma canónica». El matrimonio
se origina por el consentimiento matrimonial de los contrayentes;
pero solo si es manifestado legítimamente, es de acuerdo con la
«forma» establecida por la Iglesia. Con la expresión «forma canó-
nica» se alude a las disposiciones determinadas y exigidas por la
Iglesia para la validez de la celebración del matrimonio, es decir,
la manifestación del consentimiento matrimonial. Su finalidad,
44 Vademécum para matrimonios

por tanto, no es otra que proteger la santidad del matrimonio y la


libertad de los contrayentes.
Dos formas de celebración. Como en la celebración del matri-
monio pueden darse situaciones ordinarias y extraordinarias, cabe
hablar de dos formas de celebración: una ordinaria y otra extraor-
dinaria. Una y otra, según los casos, necesarias para la validez de la
celebración, no solo para la licitud.
–  La forma ordinaria. A propósito de la «forma ordinaria» la
disposición es que: «Solamente son válidos aquellos matrimonios
que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o un sacer-
dote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante
dos testigos, de acuerdo con los cánones […]. Se entiende que asiste
al matrimonio solo aquel que, estando presente, pide la manifesta-
ción del consentimiento de los contrayentes y la recibe en nombre
de la Iglesia» (CIC, 1108).
–  La forma extraordinaria. En relación con la «forma extraor-
dinaria» se establece que: «Si no hay alguien que sea competente
conforme al derecho para asistir al matrimonio, o no se puede acu-
dir a él sin grave dificultad, quienes pretenden contraer verdadero
matrimonio pueden hacerlo válida y lícitamente estando presentes
solo los testigos: 1.º en peligro de muerte; 2.º fuera del peligro de
muerte, con tal de que se prevea prudentemente que esa situación
va a prolongarse durante un mes».
Y en el párrafo segundo se añade: «En ambos casos, si hay otro
sacerdote o diácono que pueda estar presente, ha de ser llamado
y debe asistir al matrimonio juntamente con los testigos, sin per-
juicio de la validez del matrimonio solo ante testigos». Pero, como
claramente se ve, el cumplimiento de la disposición que aquí se
contempla afecta solo a la licitud de la celebración (cf. CIC 1116).
Para que pueda darse esta forma de celebración son necesarias
en primer lugar una serie de condiciones objetivas: a) que no se pue-
da tener ni acudir sin grave dificultad a ningún testigo cualificado
Casarse 45

de los que se habla en el cn. 1108: Ordinario del lugar, párroco o


delegado por uno u otro (al respecto se debe advertir que la difi-
cultad puede ser física o moral, y puede existir tanto por parte de
los contrayentes como del testigo cualificado); b) peligro de muerte
o, fuera de ese caso, que se prevea prudentemente que esa situación
va a prolongarse durante un mes (es suficiente que el peligro de
muerte sea próximo –no es necesario que sea inminente–, y la cer-
teza moral de que la ausencia del testigo cualificado se prolongará
durante un mes, aunque luego de hecho no sea así).
Entre las condiciones subjetivas se requiere que los contrayentes
pretendan contraer verdadero matrimonio. No es suficiente, por
tanto, con la simple intención de contraer matrimonio civil.
Unas cuestiones prácticas. En uno y otro caso –tanto respecto
de la forma ordinaria como de la extraordinaria– se suscitan, entre
otras, estas cuestiones: 1.º qué personas están obligadas a contraer
según la forma jurídica sustancial; esto es, ámbito de aplicación de
la norma; 2.º quiénes pueden ser testigos de la celebración (no referi-
mos a los llamados «testigos comunes» (no «al testigo cualificado»).
–Sobre el ámbito de aplicación se determina que «… [la forma
canónica] se ha de observar si al menos uno de los contrayentes fue
bautizado en la Iglesia católica o recibido en ella y no se ha aparta-
do de ella por un acto formal…» (CIC 1117). La forma canónica
es necesaria para la validez en los supuestos siguientes: a) si una de
las partes ha recibido válidamente el bautismo en la Iglesia católica;
b) o ha sido recibido en ella; y c) no se ha apartado de ella por un
acto formal.
Hay que advertir, por otro lado, que observar la forma canó-
nica es requisito para la validez del matrimonio celebrado entre
bautizados pertenecientes a la Iglesia católica. En el caso de que el
matrimonio se celebre entre una parte católica y otra no católica, de
rito oriental, la forma canónica se requiere solo para la licitud, no
para la validez; pero para la validez es necesaria la intervención de
46 Vademécum para matrimonios

un ministro sagrado (cf. CIC 1127). (Para los demás matrimonios


mixtos, se requiere la forma canónica [ver «matrimonios mixtos»]).
–  Testigos comunes. En la celebración del matrimonio, junto
con la presencia del testigo cualificado, se requiere también la de
otros dos testigos (cf. CIC 1108). Tienen, sin embargo, una función
diferente. No es necesario que asistan activamente, basta con que
estén presentes de manera que puedan testificar la celebración del
matrimonio. Pero no se deben limitar a ser garantes de un acto ju-
rídico, son también representantes de la comunidad cristiana que,
por su medio, participa en la celebración.
Para la validez de su presencia, por tanto, deben ser: a) capaces,
es decir, tener uso de razón suficiente para darse cuenta de la emi-
sión del consentimiento por parte de los contrayentes en la celebra-
ción del matrimonio; y b) estar presentes en la celebración, ya que en
otro caso no podrían percibir que ha tenido lugar la prestación del
consentimiento. Para la licitud se establecen como requisitos los de
ser mayores de edad y gozar de buena reputación.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1631;


Código de Derecho Canónico, cn. 1108, 1116.
Bibliografía: Carreras, J., «La forma del matrimonio», en García-
Hervás, J. (ed.), Manual de derecho matrimonial canónico, Madrid
2002, 229-249; Ortiz, M.-A., Sacramento y forma del matrimonio. El
matrimonio canónico celebrado en forma no ordinaria, EUNSA, Pam-
plona 1995; Ídem, «Forma canónica del matrimonio», en DGDC
IV, 63-73.

8. ¿Por qué los llamados «matrimonios a prueba», «uniones


libres», «parejas de hecho», etc. son contrarios a la dignidad
de la persona y a la naturaleza de la sexualidad?

–  Los matrimonios a prueba. La expresión unión (o matrimo-


nio) a prueba describe la unión en la que uno o los dos contra-
Casarse 47

yentes no prestan un verdadero consentimiento matrimonial, sea


porque al someter su matrimonio a la superación de una prueba o
experimento (de ahí que reciba también el nombre de matrimonio
experimental) prestan su consentimiento sometido a una condición
de futuro (matrimonio nulo), sea porque realizan una simulación
parcial por exclusión de la indisolubilidad (matrimonio nulo tam-
bién).
Moralidad. Desde el punto de vista moral y objetivo reviste la
misma gravedad. Comporta también las mismas consecuencias.
«Una primera situación irregular es la del llamado “matrimonio a
prueba” o experimental, que muchos quieren hoy justificar, atribu-
yéndole un cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no
aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un
“experimento” tratándose de personas humanas, cuya dignidad exi-
ge que sean siempre y únicamente término de un amor de donación,
sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias» (FC 80).
–  Las uniones libres. Con ese nombre se designan las uniones
–que implican la intimidad sexual– entre un hombre y una mujer,
sin ningún vínculo institucional públicamente reconocido, ni civil
ni religioso. «Esta expresión abarca situaciones distintas: concubi-
nato, rechazo del matrimonio en cuanto tal, incapacidad de unirse
mediante compromisos a largo plazo (cf. FC 81)».
Moralidad. «Todas estas situaciones ofenden a la dignidad del
matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el
sentido de la fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto sexual
debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste
constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sa-
cramental» (CEC 2390).
«Cualquiera que sea la firmeza del propósito de los que se com-
prometen en relaciones sexuales prematuras, éstas no “garantizan
que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre
un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegi-
48 Vademécum para matrimonios

das, contra los vaivenes y las veleidades de las pasiones” (PH 7). La
unión carnal solo es moralmente legítima cuando se ha instaurado
una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El
amor humano no tolera la “prueba”. Exige un don total y definitivo
de las personas entre sí (cf. FC 80)» (CEC 2391).
Este tipo de uniones comporta graves consecuencias religiosas y
morales: v. g., pérdida del sentido religioso del matrimonio, priva-
ción de la gracia del sacramento, grave escándalo, etc. Y también
son graves las consecuencias sociales que conlleva: v. g., destrucción
del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad, posi-
bles traumas psicológicos en los hijos, afirmación del egoísmo, etc.
Y es claro que, mientras permanecen en esa situación, no pueden
acceder a los sacramentos. Como se dice a propósito de los «matri-
monios a prueba», disponen solo de dos opciones: la separación, o
arreglar su situación con la celebración del matrimonio.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2390-


2391; Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981),
nn. 80-81.
Bibliografía: Franceschi, H., «Uniones de hecho», en PCFam, Lexi-
con. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones
éticas, Palabra 2006, 1139-1155; Marano, V., «Uniones de hecho»,
en DGDC VII, 760-762.
II
El matrimonio como sacramento

La cuestión de la sacramentalidad del matrimonio es absoluta-


mente decisiva en la comprensión de la verdad profunda de la reali-
dad del matrimonio. Solo así es posible acercarse adecuadamente al
«misterio» que encierra: ser anuncio y realización específica del amor
de Cristo por la Iglesia.
La unión íntima del hombre y la mujer en el matrimonio, tal
como Dios la quiso desde los orígenes –«por eso dejará el hombre
a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola
carne» (Gn 2, 24)– constituye un símbolo religioso de gran impor-
tancia; es, en efecto, signo y figura de la unión de Cristo y de la
Iglesia. Es un «misterio grande» el matrimonio; pero no considerado
en sí mismo, sino en su relación a la unión de Cristo con la Iglesia
(cf. GrS 10; MD 25).

9. ¿Qué quiere decir que el matrimonio es un sacramento y qué


implicaciones comporta para el matrimonio como realidad
natural?

Con ese término se dice que el matrimonio es un signo insti-


tuido por Cristo para conferir la gracia a los que se casan. Como
sacramento, el matrimonio es una acción de Cristo, que causa la
50 Vademécum para matrimonios

gracia. Es un signo eficaz de la presencia de Cristo que comunica la


gracia (cf. CEC 1617) si se recibe con las debidas disposiciones. Es
una actualización real y verdadera, no solo figurativa, de la alianza
de amor entre Cristo y la Iglesia. Por el sacramento del matrimonio
los que se casan son santificados real y verdaderamente.
«La realidad natural del matrimonio se convierte, por voluntad
de Cristo, en verdadero y propio sacramento de la Nueva Alianza,
marcado por el sello de la sangre redentora de Cristo» (GrS 18). Es
así como la «perenne unidad de los dos», constituida desde «el prin-
cipio» entre el hombre y la mujer, se introduce en el «gran misterio»
de Cristo y de la Iglesia de que habla la Carta a los Efesios (cf. MD
26). Por el sacramento los esposos cristianos quedan insertados de
una manera tan real y verdadera en el misterio y alianza de amor
entre Cristo y la Iglesia que el Señor se sirve de ellos, «en cuanto es-
posos», como de instrumentos vivos para llevar a cabo su designio
de salvación.
Esta doctrina, que pertenece a la fe de la Iglesia, es afirmada
solemnemente por el Concilio de Trento cuando sobre la base de la
Escritura y la Tradición define que «si alguno dijere que el matri-
monio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos
de la ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inven-
tado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea
anatema». El Concilio dice expresamente que esta doctrina, que
se insinúa en la Escritura (Ef 5, 25-32), se apoya sobre todo en la
«tradición de ­la Iglesia Universal» (DS 1797).
A partir del Concilio Vaticano II el Magisterio de la Iglesia, al
tratar del sacramento del matrimonio, insiste sobre todo en uno
de los aspectos «desatendidos en el curso de los siglos» como es el
de su «dimensión eclesial» y «de encuentro personal con Cristo».
En este sentido, la Constitución Gaudium et spes del Concilio Va-
ticano II enseña que «el Salvador de los hombres y Esposo de la
Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del
El matrimonio como sacramento 51

sacramento del matrimonio» y «permanece con ellos» (GS 48). Su


recíproca relación, asumida en la alianza Cristo-Iglesia, se transfor-
ma ontológicamente de tal manera que, como tales esposos, vienen
a constituir una comunión-comunidad entre sí y con Cristo. En
modo alguno pueden ser considerados como sujetos extrínsecos de
la alianza realizada.
El matrimonio es un sacramento, signo eficaz permanente de la
unión Cristo-Iglesia. Es una significación intrínseca al matrimonio
y pertenece, por tanto, a su constitución y estructura. Hasta el pun-
to de que no puede desaparecer ni los esposos tienen posibilidad de
destruirla.
Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1612-
1617; Conc. de Trento, Cánones sobre el sacramento del matrimonio,
cn. 1(DS 1800); Doctrina sobre el sacramento del matrimonio (DS
1796-1797); Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48; León
XIII, Enc. Arcanum Divinae Sapientiae (10.II.1880), nn. 4-9, 12;
Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 13;
Pío XI, Enc. Casti connubii (1.XII.1930), nn. 31-44; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 71-75.
Bibliografía: Sánchez Monge, M., «Serán una sola carne…», Atenas,
Madrid, 1996, 79-97; Sarmiento, A., «Sacramentalidad del matri-
monio», en DGDC V, 93-98; Ídem, El matrimonio cristiano, EUN-
SA, Pamplona 2012; Rincón, T., El matrimonio cristiano. Sacramen-
to de la Creación y de la Redención, EUNSA, Pamplona 1997.

10. ¿En qué sentido se dice que el sacramento del matrimonio


es un «sacramento permanente»? ¿Tiene algunas
consecuencias para la existencia matrimonial y familiar?

Responder a la pregunta sobre si el matrimonio cristiano es


un sacramento permanente exige distinguir entre la celebración del
matrimonio, es decir, la constitución del signo sacramental (el con-
sentimiento matrimonial, observada la forma canónica) y el ma-
52 Vademécum para matrimonios

trimonio o estado de casados, surgido de esa celebración. También


es necesario determinar el alcance de lo que se quiere decir con el
término «permanente»: ¿se quiere indicar que la permanencia del
sacramento debe entenderse como si este fuera una realidad «flu-
yente», cuya celebración no estuviera completa del todo mientras
durase la existencia matrimonial?
El matrimonio se forma y constituye como sacramento en el
momento de la celebración. Como tal es un acto transeúnte. Pero
es permanente en el sentido de que esa celebración transeúnte da
lugar a un nuevo estado que, durando para toda la vida, es fuente
de gracia para los casados; no en el sentido de que solo se pueda
considerar como sacramento al final de la vida de los casados. El
matrimonio es un sacramento permanente en el mismo sentido
en el que lo es la Eucaristía. No solo es signo eficaz de la unión de
Cristo mientras tiene lugar el acto de la celebración; lo es también
en el vínculo conyugal permanente surgido entre los esposos por la
celebración del matrimonio. «Se podría comparar el matrimonio
con el bautismo, que también, una vez recibido, deja al bautizado
en un nuevo estado, pero no se constituye como sacramento en
cada una de las acciones del bautizado» (J. Auer, J. Ratzinger, Los
sacramentos de la Iglesia, 318).
Los esposos –esa es la consecuencia– están llamados a hacer de
su existencia matrimonial y familiar un signo visible y permanente del
amor de Cristo por la Iglesia. Como explica Juan Pablo II, «desde
el punto de vista de la teología del sacramento, la clave para com-
prender el matrimonio sigue siendo la realidad del signo, con el que
el matrimonio se constituye sobre el fundamento de la alianza del
hombre con Dios en Cristo y en la Iglesia: se constituye en el orden
sobrenatural del vínculo sagrado que exige la gracia. En este orden
el matrimonio es un signo visible y eficaz. Originario en el misterio
de la creación, tiene un nuevo origen en el misterio de la redención,
sirviendo a la “unión de los hijos de Dios en la verdad y en la ca-
El matrimonio como sacramento 53

ridad” (GS 24). La liturgia del sacramento da forma a ese signo:


directamente durante el rito sacramental, sobre la base del conjunto
de sus elocuentes expresiones; indirectamente a lo largo de toda la
vida. El hombre y la mujer, como cónyuges, llevan este signo toda
la vida y siguen siendo ese signo hasta la muerte».

Documentos de la Iglesia: Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,


n. 48; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981),
n. 56; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 31-44; Papa
Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 73.
Bibliografía: Auer, J. – Ratzinger, J., Los sacramentos de la Iglesia, Her-
der, Barcelona 1977, 286-291; Baldanza, G., «Il matrimonio come
sacramento permanente, en Triacca. A.-M. – Pianazzi, G. (dir.), Re-
altà e valori del sacramento del matrimonio, LAS, Roma 1976, 81-102.

11. ¿Qué requisitos son necesarios para celebrar el sacramento


del matrimonio?

En la celebración del sacramento del matrimonio es necesario


hacer una distinción entre la celebración válida y la lícita o la fruc-
tuosa.
–  Celebración válida. Es la que da lugar a un verdadero sacra-
mento.
Requisitos necesarios. Además de estar bautizados, los que se
casan no han de estar afectados por alguno de los impedimentos
matrimoniales (o haber obtenido la dispensa si hubiera alguno que
fuera de derecho natural), prestar el consentimiento matrimonial
adecuado y observar la forma canónica.
–  Celebración lícita o fructuosa. Es la que además de dar lugar
a la existencia del sacramento, hace que produzca el aumento de la
gracia y la gracia sacramental.
Requisitos necesarios. Observados los requisitos necesarios para
la validez, no hay obstáculo alguno para recibir la gracia. El esta-
54 Vademécum para matrimonios

do de gracia por parte de los contrayentes es uno de los requisitos


necesarios. Eso es lo que se quiere decir cuando se afirma que el
matrimonio es «un sacramento de vivos».

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1622; Juan


Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (21.XI.1981), n. 67; Papa
Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 212-213.
Bibliografía: Sarmiento, A., El matrimomio cristiano, EUNSA, Pam-
plona 2012, 264.

12. ¿Puede haber, entre bautizados, un matrimonio verdadero


que no sea sacramento?

Entre bautizados, el matrimonio de «los orígenes» es elevado


a sacramento de la Nueva Alianza o matrimonio de la redención.
Es el mismo matrimonio como realidad humano-natural el que
es constituido signo eficaz de la unión de Cristo con la Iglesia y
recibe, por la institución de Cristo, la dimensión sobrenatural de la
gracia. Cuando se casan entre sí dos bautizados, se da una unión
tan íntima y esencial entre el matrimonio y el sacramento que, para
ellos, no es posible contraer matrimonio sin que a la vez, y por eso
mismo, sea sacramento.
El bautismo que han recibido los que se casan hace que su ma-
trimonio –si los dos son bautizados– sea siempre sacramento. Por el
bautismo los cristianos se incorporan a Cristo de tal manera que se
convierten en miembros de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Y como
tales, es decir, como miembros de Cristo y de la Iglesia, no pueden
unirse en matrimonio más que en nombre de Cristo y de la Iglesia.
Su unión matrimonial –si es verdadera– ha de ser signo y realiza-
ción de la unión de Cristo con la Iglesia. Lo que tan solo sucede si
su matrimonio es sacramento. «En efecto, mediante el bautismo, el
hombre y la mujer se insertan definitivamente en la Nueva y Eterna
El matrimonio como sacramento 55

Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido


a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de
amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en
la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza
redentora» (FC 13).
El bautismo hace que su matrimonio –por el que quedan de
tal manera vinculados que pasan a ser «una unidad de dos»– sea
representación real del amor de Cristo y de la Iglesia; es decir, que
sea sacramento de la Nueva Alianza. Pero a la vez ese bautismo es
la razón de que su matrimonio –si es verdadero– no puede ser más
que sacramento: una vez que cada uno de ellos, como singulares,
se han hecho miembros del Cuerpo de Cristo y se han insertado ya
en la relación de unión entre Cristo y la Iglesia, no les queda otra
posibilidad.
Ni la Iglesia ni los que se casan pueden hacer que no sea sacra-
mento el matrimonio celebrado entre bautizados. Lo contrario da-
ría lugar a un orden de salvación diferente del revelado y realizado
por Cristo y al que los bautizados se han incorporado por el bautis-
mo. Para que el matrimonio entre bautizados no fuera sacramento,
se debería borrar en ellos el carácter bautismal, lo que no es posible.
Por esta razón la Iglesia ha rechazado siempre el matrimonio civil
de los católicos. Este es también el principio doctrinal que subyace
en la solución pastoral que debe darse en el caso de los bautizados
no creyentes que se acercan a pedir la celebración del matrimonio.
Más que de inseparabilidad entre matrimonio y sacramento
entre bautizados, se debería hablar de identidad. El matrimonio
y el sacramento no son dos realidades unidas, son una y la misma
cosa. Sin embargo, se emplea el término «inseparabilidad» para de-
jar clara la distinción entre naturaleza y gracia que sí son dos reali-
dades distintas. Una y otra dimensión –la naturaleza y la gracia– se
unen inseparablemente en el sacramento del matrimonio, de modo
que éste (el de «los orígenes») es el mismo santificado por Cristo:
56 Vademécum para matrimonios

a la dimensión natural (creacional) se une inseparablemente la di-


mensión sobrenatural (redención). Y porque en el matrimonio de
los bautizados, la gracia y la naturaleza son inseparables e inciden
en una única realidad –el matrimonio–, no es posible afirmar que
matrimonio y sacramento sean dos cosas distintas y separables.

Documentos de la Iglesia: León XIII, Enc. Arcanum Divinae Sapien-


tiae (10.II.1880), n. 12; Ídem, Carta Il divisamento (8.II.1893), n. 2;
Pío IX, Carta La lettera (27.IX.1852); Papa Francisco, Exh. Apost.
Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 75.
Bibliografía: Caffarra, C., «Le mariage, realitè de la création et le ma-
riage sacrament», en CTI, Problèmes doctrinaux du mariage chrétien,
Université Catholique, Louvain-la-Neuve 1979, 218-310; Hervada,
J., «La inseparabilidad entre contrato y sacramento del matrimonio»,
Sarmiento, A. (dir.), Cuestiones fundamentales sobre matrimonio y
familia, EUNSA, Pamplona 1980, 259-272.

13. ¿Pueden «casarse por la Iglesia» los católicos que afirman


no tener fe?

Como sacramento de Cristo y de la Iglesia, el matrimonio debe


su eficacia a la acción de Cristo; pero, a la vez, esa eficacia no se
produce al margen o sin tener en cuenta la fe de los contrayentes.
La fe es un presupuesto necesario en la celebración del matrimonio.
Eso pide que los que se casan celebren su matrimonio conscientes
por la fe del significado que encierra esa celebración.
Pero esa fe necesaria para que su matrimonio sea sacramento
se da cuando su decisión es casarse de verdad. En la decisión de
casarse de verdad va incluida la intención sacramental. Es la conse-
cuencia necesaria de su incorporación a Cristo por el bautismo. (Lo
que puede ocurrir es que no reciban los frutos del sacramento, si no
tienen las debidas disposiciones).
El matrimonio como sacramento 57

Puede suceder que motivos de carácter más bien social que au-
ténticamente religioso impulsen a los novios a pedir casarse en la
Iglesia. Pero, aun así y pese a estar alejados de la fe, quieran casarse
realmente. «La decisión de comprometer en su respectivo consen-
timiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una
fidelidad incondicional, implica realmente aunque no sea de ma-
nera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a
la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan
ya por tanto insertos en un camino de salvación, que la celebración
del sacramento y la inmediata preparación pueden completar y lle-
var a cabo, dada la rectitud de intención» (FC 68).
No es «automatismo sacramental». Esta doctrina no puede ser
calificada de «automatismo sacramental», que –según dicen algu-
nos autores– consistiría en que los bautizados no creyentes recibi-
rían un sacramento sin desearlo. En el surgir de todo matrimonio
hay un acto libre de los contrayentes, si falta no hay matrimonio;
pero cuanto se refiere a la naturaleza, propiedades del matrimonio
–el matrimonio en cuanto tal– es anterior y está por encima de esa
decisión libre de los contrayentes. La existencia de esos «automa-
tismos» generados en la misma naturaleza humana no va contra la
libertad de los contrayentes, necesaria en el originarse de los matri-
monios determinados.
Discernimiento necesario. De todos modos será necesario pro-
ceder con discernimiento. Una cosa es que se pretenda contraer
matrimonio excluyendo algún elemento esencial, v. g., el fin de la
procreación, la indisolubilidad. Y otra la falta de fe necesaria y su-
ficiente para el matrimonio. La falta de verdadero consentimiento
puede estar motivada por la falta de fe; pero son realidades diferen-
tes y separables. Por otro lado, para que la exclusión de la sacramen-
talidad invalide el matrimonio ha de ser hecha mediante un acto
positivo de la voluntad y prevalente respecto a la intención de ca-
sarse (v. g., solo se casa si su matrimonio no es sacramento). En esta
58 Vademécum para matrimonios

cuestión lo verdaderamente decisivo es conocer si los contrayentes


quieren o no contraer matrimonio de acuerdo con el proyecto ori-
ginal de Dios sobre el matrimonio para toda la humanidad.
Exigencia de la «forma canónica». «El sacramento del matrimo-
nio tiene esa peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento
de una realidad que existe ya en la economía de la creación: ser el
mismo pacto conyugal instituido por el Creador “al principio’» (FC
68). Esa es la realidad objetiva.
El derecho al matrimonio es un derecho fundamental de la
persona humana. Por otra parte, la Iglesia exige la forma canónica
para la validez del matrimonio. Por esta razón, a los bautizados no
se les puede negar el matrimonio canónico –con tal de que no se
dé el rechazo explícito formal–, ya que ello significaría la negación
de un derecho fundamental. No es motivo suficiente para negarles
ese derecho, el hecho de que el matrimonio, aunque válido, pueda
ser infructuoso, por falta de las disposiciones necesarias para reci-
bir la gracia. (Recuérdese además que el matrimonio sacramental
infructuoso se hace fructuoso cuando desaparecen los obstáculos a
la recepción de la gracia, por ejemplo, mediante la recepción válida
del sacramento de la penitencia).
«Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebra-
ción eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado
de la fe de los que están próximos a contraer matrimonio, comporta
además muchos riesgos. En primer lugar, el de pronunciar juicios
infundados y discriminatorios; el riesgo además de suscitar dudas
sobre la validez del matrimonio ya celebrado, con grave daño para
la comunidad cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para
la conciencia de los esposos; se caería en el peligro de contestar o
de poner en duda la sacramentalidad de muchos matrimonios de
hermanos separados de la plena comunión con la Iglesia católica,
contradiciendo así la tradición eclesial» (FC 68).
El matrimonio como sacramento 59

Documentos de la Iglesia: Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris con-


sortio (22.XI.1981), n. 68.
Bibliografía: Caffarra, C., «Le lien entre mariage-réalité de la création
et mariage-sacrament», en Esprit et Vie 88 (1978), 353-384; Rincón-
Pérez. T., «Fe para la celebración del matrimonio», en DGDC III,
937-944.

14. ¿Un católico puede «casarse por la Iglesia» con un


bautizado en otra confesión religiosa (los «matrimonios
mixtos»)?

En sentido estricto, matrimonio mixto es el que se celebra en-


tre bautizados, de los cuales una parte es católica y la otra no. En
sentido amplio, con ese nombre se designa también al matrimo-
nio celebrado entre una parte católica y otra no bautizada. (Recibe
también el nombre de matrimonio dispar).
La diferencia fundamental entre uno y otro matrimonio está en
que el primero (matrimonio mixto en sentido estricto) es sacramen-
to, y la licencia del Ordinario para que pueda celebrarse se requiere
tan solo para la licitud (cf. CIC 1125). El segundo (matrimonio
mixto en sentido amplio) no es sacramento, según la opinión co-
mún –ya que no está bautizado uno de los contrayentes –y además
se necesita la licencia del Ordinario para que pueda ser celebra-
do válidamente (cf. CIC 1126). La celebración de los matrimonios
mixtos requiere una atención pastoral especial.
No subestimar las dificultades. «La diferencia de confesión entre
los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matri-
monio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos
ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo
como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades
de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas»
(CEC 1634).
60 Vademécum para matrimonios

La diversidad de religión puede introducir «una especie de di-


visión en la célula viva de la Iglesia», es decir, en la familia; y ade-
más constituir un obstáculo para la fe de la parte católica y para
la educación católica de los hijos. Por esta razón la Iglesia, aunque
no ha prohibido nunca los matrimonios mixtos, ha desaconsejado
siempre su celebración. Lo ha hecho, consciente de la responsabi-
lidad que, como madre, tiene en relación con el bien de sus hijos.
Pero, por otro lado, el derecho a contraer matrimonio libre-
mente es un derecho humano fundamental. Por eso ha velado tam-
bién siempre «por medio de sus leyes» para que, cuando tengan
lugar estos matrimonios, se protejan a la vez las exigencias de la
ley divina –de ello nada ni nadie puede dispensar– y ese derecho
humano fundamental.
Necesidad de la dispensa. Para que se conceda la licencia ma-
trimonial, la Iglesia ha determinado como requisitos necesarios:
a) declaración de «la parte católica de estar dispuesta a evitar cual-
quier peligro de apartarse de la fe y la promesa sincera de hacer
cuanto sea posible por bautizar y educar a los hijos en la Iglesia
católica; b) informar en su momento a la parte no católica sobre las
promesas y obligaciones de la parte católica; c) instrucción a ambas
partes sobre los fines y propiedades esenciales del matrimonio que
no pueden ser excluidos por ninguno de los dos» (CIC 1125).
A este propósito se debe advertir que esa instrucción es particu-
larmente necesaria en estos casos, debido a los errores que existen
frecuentemente entre los no católicos sobre la naturaleza, propieda-
des y fines del matrimonio.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1633-


1636; Código de Derecho Canónico, cn. 1124-1129; Juan Pablo II,
Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 78; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 247.
Bibliografía: Navarro-Valls, R., «Comentarios a los cn 1124-1129»,
en CmEx III, 1504-1514; Ruppi, C.-M., «Matrimonio mixto y dis-
El matrimonio como sacramento 61

criminación», en PCFam, Lexicon. Términos ambiguos y discutidos


sobre familia, vida y cuestiones éticas, Palabra 2006, 759-769.

15. ¿Un católico puede «casarse por la Iglesia» con uno que no


está bautizado?

La situación de los que quieren casarse cuando una de las partes


es católica y la otra no está bautizada se conoce en la disciplina ca-
nónica como «matrimonio dispar» (matrimonio entre personas con
disparidad de cultos). Es el matrimonio mixto en sentido amplio.
Da lugar a un impedimento, el de disparidad de cultos que invalida
la celebración del matrimonio.
Necesidad de la dispensa. Este impedimento responde al dere-
cho-deber, exigido por la misma ley de Dios, de proteger la fe y
también al derecho a contraer matrimonio, inherente a toda perso-
na. Por eso, como el derecho a casarse es un derecho fundamental,
si no existe peligro contra la fe, puede ser dispensado. Una dispensa
que es necesaria para que el matrimonio sea válido.
Corresponde conceder esta dispensa al Ordinario, con las
condiciones siguientes: a) «que la parte católica declare que está
dispuesta a evitar cualquier peligro de apartarse de la fe, y pro-
meta sinceramente que hará cuanto le sea posible para que toda
la prole se bautice y se eduque en la Iglesia católica; b) que se
informe en su momento al otro contrayente sobre las promesas
que debe hacer la parte católica, de modo que conste que es ver-
daderamente consciente de la promesa y de la obligación de la
parte católica; c) que ambas partes sean instruidas sobre los fines
y propiedades esenciales del matrimonio, que no pueden ser ex-
cluidos por ninguno de los dos» (CIC 1125). Por otra parte, «co-
rresponde a la Conferencia Episcopal determinar tanto el modo
según el cual han de hacerse estas declaraciones y promesas, que
son siempre necesarias, como la manera de que quede constancia
62 Vademécum para matrimonios

de las mismas en el fuero externo y de que se informe a la parte


no católica» (CIC 1126).

Documentos de la Iglesia: Benedicto XVI, Motu proprio Omnium


in mentem (26.X.2009); Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1633,
1637; Código de Derecho Canónico, cn. 1086, 1125-1126; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 248.
Bibliografía: Bañares, J.-I., «Comentarios al cn 1085», en ComEx
III/2, 1178-1182; Guzmán Pérez, C., «Disparidad de cultos (Impe-
dimento de), en DGDC III, 393-397; Ruppi, C.-F., «Matrimonio
con disparidad de culto», en PCFam, Lexicon. Términos ambiguos y
discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Palabra 2006, 737-744.

16. ¿Qué es la celebración litúrgica del matrimonio?

Por ser un acto litúrgico, el matrimonio sacramental ha de ce-


lebrarse en la liturgia pública de la Iglesia (cf. CEC 1631), es decir,
según la liturgia establecida por la Iglesia. Es lo que se conoce como
«forma litúrgica». De ella se ocupa el Ritual para la celebración
del matrimonio. A este propósito la Iglesia establece que «fuera del
caso de necesidad se deben observar los ritos prescritos en los libros
litúrgicos aprobados por la Iglesia o introducidos por costumbres
legítimas» (cf. CIC 1119).
La Conferencia Episcopal de cada país tiene la facultad de «ela-
borar un rito propio del matrimonio, congruente con los usos de
los lugares y de los pueblos adaptados al espíritu cristiano». Para
llevar a cabo esa elaboración se exigen como condiciones: a) el reco-
nocimiento del rito por la Santa Sede; y b) la observancia de la «ley
según la cual quien asiste al matrimonio, estando personalmente
presente, debe pedir y recibir la manifestación del consentimiento
de los contrayentes» (CIC 1120).
Dos modos de celebración. El Ritual prevé dos modos de cele-
bración del matrimonio: dentro de la Misa; y fuera de la Misa o
El matrimonio como sacramento 63

sin Misa. La celebración-tipo es la que tiene lugar dentro de la Misa,


y sigue este esquema celebrativo: rito de acogida; liturgia de la pa-
labra; celebración del matrimonio; plegaria eucarística; bendición
nupcial; y bendición final. Su finalidad es conseguir que «la cele-
bración se entienda no solo como un acto legal sino también como
un momento de la historia de la salvación para los cónyuges y, a tra-
vés de su sacerdocio común, para el bien de la Iglesia y la sociedad».
«En el rito latino –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– la ce-
lebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordi-
nariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tie-
nen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf. SC
61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza,
en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada
por la que se entregó (cf. LG 6). Es, pues, conveniente que los es-
posos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la
ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por
su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo
la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la
misma Sangre de Cristo, “formen un solo cuerpo” en Cristo (cf. 1
Co 10, 17)» (CEC 1621).
De esta manera se pone de relieve la acción de Dios en la celebra-
ción del matrimonio en cuanto gesto sacramental de santificación,
al insertarse en la liturgia, culmen de toda la acción de la Iglesia y
fuente de su fuerza santificadora (cf. FC 67; SC 10). Por otra parte,
también de esa manera –con la celebración de su matrimonio y
la participación activa en el memorial de la Nueva Alianza–, los
esposos se verán ayudados a recordar y hacer presente siempre el
aspecto personal eclesial y social que deriva de su consentimiento
matrimonial como entrega del uno al otro hasta la muerte. La in-
divisible unidad que han formado con su matrimonio encuentra su
explicación última en el misterio de amor de Cristo por la Iglesia,
cuyo resumen es la Eucaristía.
64 Vademécum para matrimonios

El lugar de la celebración. Sobre el lugar de celebración la discipli-


na distingue dos supuestos: el matrimonio entre católicos (o entre
parte católica y parte bautizada no católica) y entre parte católica y
parte no bautizada. Para el primer supuesto se establece que el ma-
trimonio «se debe celebrar en una iglesia parroquial». Sin embargo,
«con licencia del Ordinario del lugar o del párroco puede celebrarse
en otra iglesia u oratorio». Además, «el Ordinario del lugar puede
permitir la celebración del ma­trimonio en otro lugar conveniente»
(CIC 1118). Para el segundo supuesto la disposición es que puede
celebrarse «en una iglesia o en otro lugar conveniente».

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1621,


1631; Código de Derecho Canónico, cn. 1118-1120; Juan Pablo II,
Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 67; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 216; Sagrada Congre-
gación de Ritos, Ritual Ordo celebrandi Matrimonii (19.III.1969),
nn. 79-117.
Bibliografía: Abad Ibáñez, J.-A., La celebración del misterio cristiano,
EUNSA, Pamplona 1995, 453-462.
III
El matrimonio civil

Como institución social, el matrimonio necesita de un marco


jurídico que, por una parte, regule las mutuas relaciones existentes
entre el matrimonio y la sociedad y, por otra, garantice, entre otras
cosas, la estabilidad de la institución matrimonial. La autoridad ci-
vil no puede desentenderse de una institución a la que está ligada
el desarrollo y «humanización» de la sociedad. Se debe, en última
instancia, a la índole humano-social del matrimonio, sea o no sa-
cramental.
El Estado ha de respetar la libertad de conciencia de cada persona
que desee proceder conforme a sus convicciones personales, aunque
a veces esté equivocada, siempre que, apoyándose en ese derecho, no
vaya contra el bien común. Y en virtud de ese derecho, todo miem-
bro de la sociedad puede acudir al matrimonio civil. A la autoridad
civil le corresponde el deber-derecho de proporcionar la regulación
adecuada para que aquel derecho de los que componen la sociedad
pueda realizarse de acuerdo con los postulados del bien común.

17. ¿A qué se llama «matrimonio civil»?

«Matrimonio civil» es el celebrado según la «forma civil», es de-


cir, ante un funcionario del Estado y de acuerdo con la legislación
civil por lo que respecta a su institución, forma e impedimentos.
66 Vademécum para matrimonios

La legitimidad del llamado matrimonio civil se fundamenta en


la naturaleza y dignidad de la persona, en la índole social del ma-
trimonio y en las exigencias del bien común. Se ha de respetar la li-
bertad de conciencia de cada persona que desee proceder conforme
a sus convicciones personales, aunque a veces esté equivocada. Y en
virtud de ese derecho, todo miembro de la sociedad puede acudir
al matrimonio civil. A la autoridad civil le corresponde el deber y el
derecho de proporcionar la regulación adecuada para que aquel de-
recho de los que componen la sociedad pueda realizarse de acuerdo
con los postulados del bien común.
El Estado, sea o no confesional, debe reconocer el hecho religioso.
Profesar la religión es un derecho fundamental de las personas. Tan
solo la observancia del justo orden público es el límite que debe
haber para el respeto al derecho fundamental a proceder conforme
a la convicción religiosa personal. Por eso la legislación civil debe
ser respetuosa con el ordenamiento canónico y, en consecuencia, el
llamado sistema de matrimonio civil obligatorio para los católicos
es una injerencia del poder civil que desconoce la potestad de la
Iglesia en este campo.
La disciplina vigente de la Iglesia reconoce que el Estado tiene
potestad sobre determinadas causas matrimoniales. En concreto,
por derecho concordado, corresponden al Estado las de separa-
ción personal de los cónyuges (cf. CIC 1692). Goza también de
potestad sobre los efectos meramente civiles del matrimonio de
los bautizados. Como tales se consideran aquellos efectos tempo-
rales separables de lo que constituye la esencia del matrimonio y
que, por tanto, varían según los tiempos y lugares, v. g., lo relativo
a la dote, administración de bienes, etc. Sobre estos efectos, en
principio, corresponde al Estado intervenir y legislar, a no ser que
el derecho particular prevea otra cosa, y con tal de que las causas
sobre estos efectos se planteen de manera accidental y accesoria
(cf. CIC 1672; 1059).
El matrimonio civil 67

El matrimonio civil de los no bautizados. Diferente es la com-


petencia del Estado y la autoridad civil en el matrimonio de los
no bautizados. Aunque se trata de una realidad sagrada, el Estado
puede y debe regular cuanto se refiere a la institución matrimonial,
v. g., juzgar las causas matrimoniales, establecer impedimentos…
Así lo exige el bien común. Esta es la opinión hoy común entre
los teólogos y canonistas. Es, además, la doctrina que subyace en
la praxis de la Iglesia, que «autoriza a los misioneros a considerar
nulos los matrimonios paganos contraídos sin los requisitos legales
civiles».

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2384;


Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 82,
92; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 81-83.
Bibliografía: De Fuenmayor, A., «Derecho civil», en Gran Enciclope-
dia Rialp, XV, Rialp, Madrid 1987, 333-335; Gerpe, M., La potestad
del Estado en el matrimonio de cristianos y la noción de contrato-sacra-
mento, Instituto de San Raimundo de Peñafort, Salamanca 1970.

18. ¿Los católicos están obligados al matrimonio civil?

Como miembros de la sociedad en que viven, los católicos de-


ben a seguir las leyes justas civiles, emanadas por la legítima auto-
ridad. Lo pide el bien común. Por otro lado, es competencia de la
autoridad civil regular, mediante el ordenamiento jurídico perti-
nente, la vida de la sociedad; y, en su caso, ordenar los aspectos de la
institución matrimonial, como fundamento de la familia y, por eso
mismo, de la sociedad. Evidentemente, siempre dentro del marco
exigido por el bien común, que es la razón última de la autoridad.
La celebración del «matrimonio civil» por los católicos. Si en un
determinado país existiera el matrimonio civil obligatorio, los ca-
tólicos podrán (y deberán) observar esa formalidad. Pero esa for-
68 Vademécum para matrimonios

malidad nunca deberá consistir en realizar lo que se entiende como


«matrimonio civil». Conscientes de que ese «matrimonio civil» no
es, en su caso, matrimonio, deberán formalizar antes o después su
situación, es decir, casarse: celebrar el matrimonio canónico.
Los católicos que pretendieran unirse solo civilmente manifies-
tan, con esa forma de unión, que al menos tienen cierto compromi-
so público y estable, y «aunque a veces no es extraña a esa situación
la perspectiva de un eventual divorcio», «no puede equipararse sin
más a los que conviven sin vínculo alguno» (FC 82). Pero ese pro-
ceder no es aceptable para la Iglesia ya que entraña una profunda
incoherencia con la fe cristiana. Y no podrán ser admitidos a los
sacramentos. La solución coherente con la fe cristiana tratará de
hacerles ver lo equivocado de su proceder y, en consecuencia, la
necesidad de «regular su propia situación conforme a los principios
cristianos» (FC 92). En el fondo, celebrar el matrimonio canónico
o separarse.
Cautelas en el caso de los católicos casados civilmente quisieran
casarse canónicamente con otra persona. Podría darse el caso de que
los casados con matrimonio meramente civil se separaran y solici-
taran casarse canónicamente con una tercera persona. Ciertamente
estarían «libres» delante de Dios y de la Iglesia para casarse. (El
matrimonio civil de los católicos no es válido, y, por tanto, no da
origen al vínculo conyugal). Pero, en esos casos, se debe proceder
con mucha prudencia, a fin de no favorecer la extensión de las
«experiencias matrimoniales» o «matrimonios a prueba», porque
podría suceder que, por esa vía, el matrimonio civil llegase a consi-
derarse como un matrimonio «a prueba», antes del canónico.
Algunas Conferencias Episcopales piden que, como mínimo,
se exija previamente la obtención del divorcio civil del matrimonio
meramente civil. Además, será necesario también hacer frente a las
obligaciones de justicia que hubieran podido contraer por la situa-
ción anterior derivada del matrimonio civil.
El matrimonio civil 69

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650.


Bibliografía: De Fuenmayor, A., «Derecho civil», en Gran Enciclo-
pedia Rialp, XV, Rialp, Madrid 1987, 333-335; Gerpe, M., La po-
testad del Estado en el matrimonio de cristianos y la noción de contra-
to-sacramento, Instituto de San Raimundo de Peñafort, Salamanca
1970.

19. ¿Cómo valorar la situación de los divorciados civilmente y


«no casados de nuevo»?

Con el término «divorcio» se indica la ruptura del vínculo ma-


trimonial, de manera que los esposos quedarían libres para contraer
un nuevo matrimonio. Así entendido, no puede haber divorcio en-
tre los bautizados casados canónicamente. Tan solo puede darse
entre los casos con matrimonio meramente civil.
Moralidad. «El divorcio, [que] es una ofensa grave a la ley na-
tural», es además un atentado grave «contra la Alianza de salvación
de la cual el matrimonio sacramental es un signo» (cf. CEC 2384).
Se percibe con claridad si se tienen en cuenta los efectos que causa
no solo en los que se divorcian, sino en los hijos y en la sociedad.
«El divorcio –señala el Catecismo de la Iglesia Católica– adquiere
también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce
en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños
graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, trau-
matizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en
tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de
él una verdadera plaga social» (CEC 2385).
Discernimiento necesario. Pero la valoración adecuada –siempre
desde el punto de vista objetivo– de los católicos que se encuentran
en esa situación exige distinguir entre la «parte culpable», es decir,
la que ha dado lugar a esa actuación; y la «no culpable», que, en
cambio, la ha sufrido.
70 Vademécum para matrimonios

«Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea víctima inocente


del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no
contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable
entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al
sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y
el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio
canónicamente válido» (CEC 2386). El esposo que no es culpable
y se mantiene fiel a la doctrina de la indisolubilidad manifiesta con
ese proceder que el amor a Dios pasa por el amor a sus leyes, por
las que está dispuesto a sufrir. Se le ha de ayudar a perseverar en
esa disposición y a encontrar –en lo que dependiera de su parte y
todavía fuera posible– la reconciliación. «Hay que alentar a las per-
sonas divorciadas [civilmente] que no se han vuelto a casar –que a
menudo son testigos de la fidelidad matrimonial– a encontrar en la
Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad
local y los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud,
sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es grave»
(AL 242).
Sin ocultar la verdad, es decir, la gravedad de la situación a
que ha dado lugar, también a la parte causante del divorcio se le
deberá tratar con caridad. Esas personas «son parte de la Iglesia»
y «no están excomulgadas». La Iglesia –y, por tanto, los cristia-
nos– no abandona ni excluye a nadie de su misericordia. Esta es,
precisamente, la razón de que, siendo indulgente con las personas,
sea a la vez intransigente con el error. Porque sola la fidelidad a la
verdad –en este caso la doctrina de la indisolubilidad– es expresión
auténtica de la caridad. En cualquier caso –es evidente– que esa
valoración gravemente negativa desde el punto de vista moral obje-
tivo, nunca autoriza a juzgar a las personas, que siempre deben ser
tratadas con respeto, «evitando todo lenguaje y actitud que las haga
sentir[se] discriminadas» (AL 243). «Compete a la Iglesia revelarles
la divina pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar
El matrimonio civil 71

la plenitud del designio que Dios tiene para ellos, siempre posible
con la fuerza del Espíritu Santo» (Al 297).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2384-


2386; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22. XI.1981), n.
84; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 88-93; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 242-243, 296-300.
Bibliografía: Fuenmayor, A., Divorcio, legalidad, moralidad y cambio,
EUNSA, Pamplona 1981.

20. ¿Se puede admitir a los sacramentos a los divorciados


civilmente que se han vuelto a casar?

Discernir las situaciones. El amor a la verdad y la caridad –solo


así la actuación podrá ser auténticamente pastoral–, requerirá ne-
cesariamente diferenciar la diversidad de situaciones que pueden
tener lugar. No son todas iguales, ni objetiva ni subjetivamente.
Son cuatro las posibilidades que pueden tener lugar: a) «los que sin-
ceramente se han esforzado para salvar el primer matrimonio y han
sido abandonados injustamente»; b) «los que por culpa grave han
destruido un matrimonio canónicamente válido»; c) «los que han
contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos»;
d) «los que están subjetivamente seguros en conciencia de que el
precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido
nunca válido» (cf. FC 84).
La Iglesia, consciente de que los sacramentos son caminos de
salvación para el hombre, se abre a todas las respuestas posibles con
tal de que no vayan en contra de la doctrina de la indisolubilidad
y de la recepción fructuosa de los sacramentos. «Actuando de este
modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al
mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos
suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido
abandonados por su cónyuge legítimo» (FC 84).
72 Vademécum para matrimonios

Por eso, para ser admitidos a los sacramentos –dado que para
ello es necesario el dolor de los pecados y el propósito de evitar-
los (en lo posible)–, los divorciados, una vez arrepentidos, deberán
estar dispuestos a llevar una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Y cuando existan motivos serios
que impidan realizar la separación exigida por la indisolubilidad,
será necesario que asuman el compromiso de vivir en plena conti-
nencia, como hermanos (cf. Juan Pablo II, Aloc., 25.X.1980, n. 7).
La Iglesia no los rechaza. Si no se dan esas condiciones, no es la
Iglesia la que les impide acceder a la Eucaristía. «Su estado y con-
dición de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre
Cristo y la Iglesia significada en la Eucaristía», y, por otra parte, «si
se admitiera a estas personas a la Eucaristía, los fieles serían indu-
cidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio» (FC 84). «Esto no significa que la
Iglesia no sienta una especial preocupación por la situación de estos
fieles que, por lo demás, de ningún modo se encuentran excluidos
de la comunión eclesial. Se preocupa de acompañarlos pastoral-
mente e invitarlos a participar en la vida eclesial en la medida que
sea compatible con las disposiciones del derecho divino, sobre las
cuales no posee poder alguno para dispensar (cf. CEC 1640). Es
necesario instruir a los fieles interesados a fin de que no crean que
su participación en la vida de la Iglesia se reduce exclusivamente a
la cuestión de la recepción de la Eucaristía. Se debe ayudar a los
fieles a profundizar su comprensión del valor de la participación en
el sacrificio de Cristo en la Misa, de la comunión espiritual, de la
oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de las obras de ca-
ridad y de justicia (cf. FC 84)» (SComDv 6). Como tal, esa ayuda,
no implica, para la comunidad cristiana, «un debilitamiento de su
fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es
más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad» (AL 243).
Condiciones requeridas. Para que los divorciados casados de
nuevo puedan acceder a la comunión eucarística será necesario que
El matrimonio civil 73

se den conjuntamente estas condiciones: a) abrazar una forma de


vida que no esté en contradicción con la doctrina de la indisolu-
bilidad; b) el compromiso sincero de vivir en continencia total; c)
la imposibilidad de cumplir la obligación de separarse; d) que no
se dé escándalo, es decir, que los demás fieles no se sientan indu-
cidos a pensar que la Iglesia renuncia, en la práctica, a los postu-
lados fundamentales de su fe y de su moral. El cumplimiento de
esta última condición puede ser muy difícil particularmente en
las comunidades pequeñas, en las que es bien conocida la situa-
ción irregular.
Con esta posibilidad no se da ninguna excepción a la doctrina
de la indisolubilidad ni a las exigencias requeridas para la recepción
de la Penitencia y de la Eucaristía. Lo que ocurre es que se han
removido los obstáculos que impedían esa recepción. Reconocen
que su segunda unión no es matrimonio y hacen todo lo que en ese
momento es posible para llevar una forma de vida acorde con esa
indisolubilidad.
El «caso de buena fe». En relación con la situación de aquellos
que, habiendo contraído matrimonio canónico, están seguros mo-
ralmente de que fue inválido, si bien no es posible demostrarlo en
el fuero externo–, la disciplina vigente determina que quienes se
hallen en esa situación no pueden contraer nuevo matrimonio ca-
nónico, y si contraen matrimonio civil, no pueden recibir los sacra-
mentos (cf. HSC 5). «Por lo tanto el juicio de la conciencia sobre la
propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una rela-
ción inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de
lado la mediación eclesial que incluye también las leyes canónicas
que obligan en conciencia. No conocer este aspecto esencial signifi-
caría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la
Iglesia, es decir, como sacramento» (SComDv 7). Es una exigencia
clara del bien común. En la hipótesis contraria, el matrimonio que-
daría reducido a un asunto meramente privado.
74 Vademécum para matrimonios

Documentos de la Iglesia: Benedicto XVI, Exh. Apost. Sacramentum


caritatis (22.II.2007), nn. 28-29; Catecismo de la Iglesia Católica, nn.
1640, 2384-2385; CDF, Carta Haec Sacra Congregatio (11.IV.1973);
Ídem, Carta Sobre la recepción de la comunión eucarística por parte
de los divorciados vueltos a casar (14.IX.1994); Juan Pablo II, Exh.
Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 84; Papa Francisco, Exh.
Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 242 -243.
Bibliografía: Rincón-Pérez, T., «Las cuestiones matrimoniales
abordadas por Juan Pablo II en el discurso de clausura de la V
Asamblea del Sínodo de los Obispos», Jus Canonicum 21 (1981),
651 ss.; Sarmiento, A., «Divorciados casados de nuevo (Adminis-
tración de la comunión eucarística a los), en DGDC III, 439-
442; Ídem, El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 2012,
342-346.

21. ¿En algún caso, los católicos pueden recurrir


al «divorcio civil»?

El problema. En el matrimonio canónico, es decir, en el de los


«casados por la Iglesia» no puede haber divorcio. Pero por causas
justas puede tener lugar una separación conyugal, permaneciendo
el vínculo conyugal. Se plantea entonces la cuestión de si los católi-
cos casados canónicamente pueden recurrir al divorcio civil en caso
de separación conyugal por sentencia canónica.
«Donde la decisión eclesiástica –señala la normativa vigente a
propósito de la separación conyugal– no produzca efectos civiles, o
si se prevé que la sentencia civil no será contraria al derecho divino,
el Obispo de la diócesis de residencia de los cónyuges, atendiendo
a circunstancias peculiares, podrá conceder licencia para acudir al
fuero civil» (CIC 1692). La autorización del Obispo diocesano es
cautela obligada, que evitará promover procesos cuyas sentencias
infrinjan preceptos de derecho divino, con daño para los cónyuges
y peligro de escándalo para los fieles.
El matrimonio civil 75

El problema, sin embargo, se plantea cuando la legislación civil


no contempla la posibilidad de la separación sino solo la del di-
vorcio. Porque entonces, con la sentencia de divorcio se declararía
disuelto el vínculo matrimonial, aunque tan solo fuera a efectos
civiles; y de esa manera se haría muy difícil la reconciliación ya que,
para ello, habría que realizar un nuevo matrimonio civil.
Cómo proceder. De todos modos, desde el punto de vista prácti-
co, se debe proceder de acuerdo con los principios que siguen:
–  Si la legislación civil admite la posibilidad de la separación y
del divorcio, los fieles no pueden pedir el divorcio. En esa hipótesis
solo es lícito acudir a la figura de la separación. Además de que con
el divorcio se haría muy difícil la reanudación de la convivencia
conyugal a la que los cónyuges estarían obligados –una vez que
hubieran desaparecido las causas de la separación–, la petición del
divorcio causaría un grave escándalo.
–  En el caso de que la legislación civil tan solo contemplara la
posibilidad del divorcio, podría ser lícito recurrir al divorcio civil.
Pero solo para casos de extrema necesidad y cumplidas una serie
de condiciones que los moralistas requieren para valorar positiva-
mente, desde el punto de vista moral, las acciones de doble efecto.
«Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegu-
rar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa
del matrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral»
(CEC 2383).
En concreto, será lícito recurrir al proceso civil de divorcio
siempre que se den conjuntamente estas condiciones: a) si una vez
obtenida la sentencia de la separación canónica (o al menos solici-
tada y no conseguida por negligencia de otros), no existe otro me-
dio para conseguir los efectos civiles de la separación; b) que haya
voluntad expresa de no contraer un nuevo matrimonio (que sería
inválido, ya que el divorcio civil no puede disolver el vínculo ma-
trimonial, y, por tanto, no se consiente en el divorcio como tal); c)
76 Vademécum para matrimonios

que haya proporción entre los efectos civiles que se intentan conse-
guir y los males que se siguen del divorcio civil y, particularmente,
el escándalo a que se pudiera dar lugar.
Por eso, se deberán poner los medios adecuados para no lle-
gar a ese extremo. Y, en cualquier caso, será necesario adoptar las
medidas oportunas para evitar el escándalo. Entre otros, el modo
mejor será afirmar netamente la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio, explicando que, en su caso, era el único camino para
conseguir los beneficios de la separación. Esa figura –la separación
conyugal– es la única posible para el matrimonio rato y consuma-
do.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 3383;


Código de Derecho Canónico, cn. 1622.
Bibliografía: Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pam-
plona 2012, 342-343.
IV
Estar casados

La celebración del matrimonio o «casarse» –supuestos los debi-


dos requisitos y formalidades– da lugar, entre el hombre y la mujer
que se casan, a esa forma de existir o estado de vida que se denomina
«estar casados». Ha surgido entre ellos una unión con una naturaleza
y unas características, que no dependen para nada de la decisión hu-
mana. Sellada por el mismo Dios, nace una «sociedad» tan única y
especial que los contrayentes, superando la relación «yo»-«tú», llegan
a ser, cada uno, «yo» y «tú»: «nosotros», una «unidad de dos» (cf. GrS
7; 10). Tan peculiar y estrechamente se unen entre sí que vienen a ser
«una sola carne» (Gn 2, 24), formando una «comunión de personas»
también a través del cuerpo, es decir, en su dimensión masculina y
femenina, sexualmente distinta y complementaria, hasta el punto de
que el Señor, refiriéndose a esa «unidad en la carne» concluye con ló-
gica coherencia: «de manera que ya no son dos, sino una sola carne»
(Mt 19, 6; Gn 2, 24).

22. ¿Qué es el vínculo conyugal o «estar casados» y qué


significación tiene para el existir matrimonial?

Es la «unidad de dos» o comunidad conyugal que se origina a


partir de la celebración del matrimonio o consentimiento matri-
78 Vademécum para matrimonios

monial. Es el efecto primero e inmediato de todo matrimonio vá-


lidamente celebrado. Constituye la esencia del matrimonio. No es
un vínculo visible sino moral, social, jurídico; pero es de tal riqueza
y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, «la voluntad
de compartir (en cuanto tales) todo su proyecto de vida, lo que tie-
nen y lo que son» (FC 19). La «unidad de dos» hace referencia a la
totalidad de la feminidad y masculinidad en los diversos niveles de
su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón,
la inteligencia, la voluntad, el alma. Se refiere exclusivamente a la
conyugalidad y no se reduce a una simple relación de convivencia
o cohabitación.
A partir de entonces el hombre y la mujer, permaneciendo cada
uno de ellos como personas singulares y completas, son «una uni-
dad» en lo conyugal, en cuanto personas sexualmente distintas y
complementarias. Como esposo, el varón pasa a «pertenecer» a la
mujer y, viceversa, como esposa, la mujer al marido. «No dispone
la mujer de su cuerpo sino el marido. Igualmente, el marido no
dispone de su cuerpo sino la mujer» (1 Co 7, 4). «Son una comu-
nidad –unidad en lo social– y son el uno del otro –coposesores en
justicia– en la unidad de lo conyugal».
Si los que se casan son cristianos, su alianza queda de tal ma-
nera integrada en la alianza de amor entre Dios y los hombres, que
su matrimonio –el vínculo conyugal– es «símbolo real» de ese amor.
«Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo
sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia» (FC 13).
Gracias al bautismo recibido los esposos cristianos participan
ya, realmente, del misterio de amor que une a Cristo con la Igle-
sia. Esto es una característica propia de todo sacramento. Pero esa
participación reviste una especificidad propia en el sacramento del
matrimonio: tiene lugar a través del vínculo matrimonial. La cor-
poralidad en su modalidad masculina y femenina es así, el modo
propio y específico que tienen los esposos para relacionarse –en
Estar casados 79

cuanto tales– entre sí y con el misterio de amor de Cristo y de la


Iglesia.
Entre la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y la alianza
matrimonial del sacramento del matrimonio, se da una relación
real, esencial e intrínseca. No se trata solo de un símbolo, ni de una
simple analogía. Se habla de una verdadera comunión y participa-
ción que, sobre la base de la inserción definitiva e indestructible
propia del bautismo, une a los esposos, en cuanto esposos, con el
Cuerpo Místico de Cristo.
El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y
deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos (cf. CEC
1631). Da lugar a un «nuevo modo de ser» en la Iglesia. Esta pers-
pectiva está también presente en el Vaticano II: «… los cónyuges
cristianos en virtud del sacramento del matrimonio, por el que sig-
nifican y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia (cf. Eph 5, 32) (…) poseen su propio don, dentro
del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida» (LG 11).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1631,


1639-1640; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.
XI.1981), nn. 13, 19; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia
(19.III.2016), nn. 71-75.
Bibliografía: Sánchez Monge, M., «Serán una sola carne…», Atenas,
Madrid 1996, 275-276; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano,
EUNSA, Pamplona 2012, 255-258.

23. ¿Por qué solo puede haber matrimonio verdadero


entre un solo hombre y una sola mujer?

La unidad del matrimonio –que el matrimonio solamente pue-


de darse entre un solo hombre y una sola mujer– «hunde sus raíces
en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer»
80 Vademécum para matrimonios

y «es el fruto y el signo de una exigencia profundamente huma-


na» (FC 19). Hace que carezca de validez el intentar contraer un
matrimonio que no sea entre un solo hombre y una sola mujer; y
también que los ya casados –mientras permanezca el matrimonio
anterior– no puedan casarse otra vez. Es, por tanto, una propiedad
esencial del matrimonio. Así lo exigen el amor conyugal, la con-
dición personal de los esposos, su radical igualdad y dignidad y el
bien de los hijos.
Exigida por la condición personal de los esposos. No hay autenti-
cidad en el amor conyugal cuando, en esa relación, los esposos no
están comprometidos a la vez y del todo con la totalidad existencial
de su ser «espíritu encarnado», es decir, con la totalidad de su mas-
culinidad y feminidad, en cuanto dimensiones de su ser sexualmen-
te distintas y complementarias. Al amor de los esposos, en cuanto
esposos, le es esencial la totalidad, cuya primera condición es la
unidad o exclusividad («uno con una»). Una totalidad que debe
comprender todo lo conyugal; que, por tanto, no requiere la entrega
de otras facetas no implicadas en la conyugalidad. Además, debe
entenderse solo de una manera exigitiva: la verdad del pacto y amor
conyugal exige la totalidad. «El amor de los esposos exige, por su
misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad
de personas que abarca la vida entera de los esposos: “De manera
que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6; cf. Gn 2, 24)»
(CEC 1644).
La igual dignidad personal de los esposos. Por su masculini-
dad y feminidad, el hombre y la mujer son diferentes; pero, en
cuanto personas, son radical y esencialmente iguales: sus relaciones
mutuas tienen que desarrollarse en términos de igualdad. Lo que
no sucedería, si el vínculo que les une no fuera exclusivo (o no lo
fueran las relaciones a que ese vínculo da lugar). El amor esponsal,
cuya fuente más profunda es el amor de Cristo-Esposo a la Iglesia-
Esposa, es siempre donación y entrega: afirmación de la persona
Estar casados 81

del otro cónyuge en su dignidad y peculiaridad. Cuando el Apóstol


exhorta a que «las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al
Señor, porque el marido es cabeza de la mujer» (cf. Ef 5, 22-24), ha
de entenderse como una sumisión recíproca en el temor de Cristo
(cf. Ef 5, 21). «En la relación Cristo-Iglesia la sumisión es solo de la
Iglesia, en la relación marido-mujer la “sumisión” no es unilateral
sino recíproca» (MD 24).
Con la venida de Cristo y la elevación del matrimonio a sacra-
mento, la unidad como propiedad esencial del matrimonio ha sido
revestida de un sentido y significación nuevos. Insertado por el sacra-
mento en el amor de Dios a los hombres, llevado hasta la plenitud
en la entrega de Cristo en la Iglesia, el matrimonio de los cristianos
es, en su verdad más profunda, signo y realización de ese amor.
Pero, como hace notar la Revelación (cf. Ef 5, 25-33; Os 2, 21; Jr 3,
6-13; Is 4-5; etc.), uno de los rasgos esenciales y configuradores de
esa unión y del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible,
la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal,
que se ha unido y la ama a ella sola. Así como el Señor es un Dios
único y ama con fidelidad absoluta a su pueblo, así tan solo entre
un solo hombre y una sola mujer pueden establecerse la unión y
el amor conyugal. La unidad indivisible es un rasgo esencial del
matrimonio, exigido por la realidad representada.
El sacramento hace que la realidad humana sea transformada
desde dentro hasta el punto de que la comunión de los esposos sea
anuncio y realización –eso quiere decir «imagen real»– de la unión
Cristo-Iglesia. A la vez que une a los esposos tan íntimamente entre
sí que hace de los dos «una unidad», les une también tan estrecha-
mente con Cristo que su unión es participación –y por eso debe ser
reflejo– de la unidad Cristo-Iglesia. «En Cristo Señor, Dios asume
esta exigencia humana, la purifica y la eleva, conduciéndola a la
perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo
infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristia-
82 Vademécum para matrimonios

nos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y


real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible
Cuerpo místico del Señor Jesús» (FC 19).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1644-


1645; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48; Juan Pablo
II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 19; Ídem, Car-
ta Apost. Gratissimam sane (2.II.1994), nn. 8-11; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 9-13, 70.
Bibliografía: Burke, C., «La indisolubilidad matrimonial y la defensa
de las personas», en Scripta Theologica 22 (1990), 145-156; Felice de,
F., «¿Indisolubilidad matrimonial?», en PCFam, Lexicon. Términos
ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Palabra
2006, 629-636.

24. ¿Por qué el matrimonio verdadero ha de ser


«para siempre»?

Cuando se afirma que, por el matrimonio, el hombre y la mujer


que se casan forman una «unidad de dos» (cf. Gn 2, 24; Mt 19, 5),
se habla de una unidad tan profunda que abarca la totalidad de las
personas de los esposos, en cuanto sexualmente distintos y comple-
mentarios; y, por ello, connota necesariamente la perpetuidad. Es
una unidad que, por su propia naturaleza, exige la indisolubilidad,
el «ser para siempre». El «para siempre» pertenece a la esencia del
matrimonio.
La indisolubilidad no puede entenderse como una condición
extrínseca, yuxtapuesta al matrimonio; es el requisito indispensable
de la verdad de la donación matrimonial, a la vez que su manifesta-
ción más genuina. La indisolubilidad es una dimensión esencial de
la comunión conyugal por la que, una vez que esta se ha constitui-
do, ya no se puede disolver. No está en la voluntad de los cónyuges
poder romper el vínculo conyugal que han contraído. «Esta íntima
Estar casados 83

unión [la comunión conyugal] en cuanto donación mutua de dos


personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fideli-
dad de los cónyuges, y reclaman su indisoluble unidad» (GS 48).
El matrimonio es indisoluble de manera exigitiva y tendencial.
Por su misma naturaleza y desde su misma raíz la comunión con-
yugal está llamada a ser para siempre. Esa es la razón de que si
luego, en la existencia concreta, de hecho no es así, el matrimonio
no deja de ser verdadero. No se pueden identificar el ser y el deber
ser con el hecho del amor o comportamiento concreto.
Exigida por el bien de los esposos. Si no fuera «para siempre», la
donación mutua propia del matrimonio no sería total. Y como la
totalidad es característica esencial de la donación conyugal, habría
que concluir que esta no sería verdadera. Por el matrimonio el hom-
bre y la mujer que se casan pasan a formar una «unidad de dos» en
lo conyugal de tal naturaleza que el esposo (en cuanto esposo) es
todo de la mujer, y viceversa. Pero como lo conyugal (es decir, la
masculinidad y la feminidad, en cuanto dimensiones sexualmente
diferentes y complementarias del ser humano) no es separable de la
humanidad del hombre y de la mujer y permanece durante toda la
vida, mientras continúe la «totalidad unificada» cuerpo-espíritu de
la persona humana, se desprende que la indisolubilidad forma par-
te necesariamente de la exclusividad de la donación de los esposos.
«La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea du-
radera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva pri-
mariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la
persona» (GrS 11). «La donación física total sería un engaño si no
fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la
persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reser-
vase algo, al menos la posibilidad de decidir de otra manera para el
futuro, ya no se entregaría totalmente» (FC 11).
La indisolubilidad es la plenitud de la unidad en el tiempo. Tan
solo hay verdad en la donación esponsal cuando hay voluntad de
84 Vademécum para matrimonios

duración y promesa de fidelidad, cuando los esposos se entregan y


se reciben incondicionalmente, que, en este caso, es lo mismo que
«para siempre». La decisión de ser fieles no se introduce en la dona-
ción matrimonial de los esposos como algo posterior, como si fuera
la consecuencia de su amor. La fidelidad, por el contrario, precede
a su amor y le ofrece su objetivo. No hay amor sin fidelidad. Y no
hay fidelidad en el matrimonio sin indisolubilidad: la indisolubi-
lidad es la forma objetiva de la fidelidad. En el matrimonio, amor,
fidelidad e indisolubilidad son aspectos integrantes y complemen-
tarios de la misma realidad: el amor matrimonial. Antes que ley o
precepto, antes que exigencia social, la indisolubilidad es exigencia
interna de la donación matrimonial.
«El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no
algo pasajero» (CEC 1646). El amor conyugal, que va de persona
a persona y se expresa en la donación de la conyugalidad, tiene que
ser incondicional, para siempre. El amor al que le falta la fidelidad
no es amor. «El miedo a un compromiso permanente –señala Juan
Pablo II– puede cambiar el amor mutuo entre marido y mujer en
dos amores de sí mismos, dos amores que existen el uno al lado del
otro, hasta que terminan en separación».
Exigida por el bien de los hijos. El matrimonio debe ser indiso-
luble porque, de no serlo, difícilmente se podría proveer de mane-
ra adecuada a la educación de los hijos. La condición personal de
los hijos reclama la indisolubilidad del matrimonio como contexto
idóneo para el desarrollo de su personalidad. Sólo el matrimonio
indisoluble, en efecto, «atiende perfectamente a la protección y
educación de los hijos, que debe durar muchos años, porque las
graves y continuadas cargas de este oficio más fácilmente pueden
ser llevadas por los padres cuando unen sus fuerzas» (CC). A esta
argumentación se han referido a veces los autores con la afirmación
de que la indisolubilidad es una propiedad requerida por el «fin
primario» del matrimonio: la procreación-educación de los hijos.
Estar casados 85

En el matrimonio cristiano esta indisolubilidad –como acontece


respecto de la unidad– es «confirmada, purificada y perfeccionada
por la comunión [de los esposos] en Jesucristo dada mediante el
sacramento del matrimonio» (CEC 1644). No se puede hablar de
«dos clases» de indisolubilidad en el matrimonio cristiano (la que le
correspondería como realidad humano-natural y la que le pertene-
cería en cuanto sacramento). La sacramentalidad no se introduce
en el matrimonio de los cristianos como una dimensión yuxtapues-
ta o paralela a la realidad humana-creatural. Es esa misma realidad
primera la que, al ser asumida en el misterio de amor de Cristo por
la Iglesia, es confirmada y ratificada en el sacramento.
Sí adquiere un sentido y una significación nuevas que corres-
ponden a la realidad, a la transformación que por el sacramento
se ha operado en la unión matrimonial. En la fidelidad absolu-
tamente incondicional e irrevocable de Cristo a su Iglesia, de la
que el matrimonio cristiano es una participación real y específica,
están el motivo y la significación más profundos de la indisolubili-
dad: «… representar y testimoniar la fidelidad de Dios a su alian-
za, de Cristo a su Iglesia» (CEC 1647). De la misma manera que
no se pueden separar en Cristo su humanidad y divinidad (ni la
Iglesia, de Cristo), así tampoco se puede romper la unidad de los
esposos que se ha constituido por el sacramento. El matrimonio
viene a ser la manifestación histórica y visible del amor de Cristo
a su Iglesia. Entre sacramentalidad e indisolubilidad se da una
relación tan profunda que la indisolubilidad permite reconocer
la sacramentalidad, y esta, a su vez, es el fundamento último de
la indisolubilidad. La consecuencia es que la indisolubilidad es
una propiedad intrínseca y, por tanto, universal y permanente
del matrimonio. No es solo una exigencia ética y una disposición
disciplinar.
La plenitud de significado, a la que la indisolubilidad es lle-
vada por el sacramento, comporta que el amor de Cristo por la
86 Vademécum para matrimonios

Iglesia sea la fuente y la norma de la fidelidad y relación de amor


entre el hombre y la mujer en el matrimonio. En el sacramento los
esposos cristianos encuentran últimamente la necesaria libertad y
liberación de la «dureza del corazón» para vivir las exigencias de
la indisolubilidad. En la sacramentalidad está la razón profunda
de que la indisolubilidad no se deba reducir a un mero «ideal», al
que los esposos deberán tender, convencidos, sin embargo, de que
no podrán alcanzarlo jamás en su existencia. Porque Cristo sale al
encuentro de sus vidas y les acompaña (cf. GS 48), cuentan con los
auxilios necesarios para superar las dificultades y responder siem-
pre con fidelidad.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1646-


1648, 2364-2365, 2382-2386; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium
et spes, n. 48; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.
XI.1981), nn. 11, 20; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn.
32-35; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016),
nn. 9-13, 63,70-71.
Bibliografía: Kasper, W., Teología del matrimonio cristiano, Sal Te-
rrae, Santander 1984, 65-100; López-Illana, F., «Matrimonio, se-
paración, divorcio y conciencia», en PCFam, Lexicon. Términos
ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Palabra
2006, 771-788; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA,
Pamplona 2012, 291-330.

25. ¿Qué es la nulidad matrimonial?

Es la declaración mediante sentencia de que no era matrimonio


lo que se consideraba como tal. En modo alguno se puede hablar
de la ruptura o disolución del vínculo conyugal por la sencilla ra-
zón de que este no había tenido lugar.
Motivos de la nulidad. La celebración del matrimonio puede no
ser válida, es decir, no dar origen al matrimonio o vínculo conyu-
Estar casados 87

gal por motivos diversos: falta de verdadero consentimiento ma-


trimonial, incapacidad consensual, impedimentos, ausencia de la
forma canónica, etc.
Autoridad competente. Corresponde solo a la Iglesia, mediante
los Tribunales competentes, juzgar las causas matrimoniales rela-
cionadas con el «matrimonio canónico». En ese tipo de causas la
autoridad del Estado alcanza solo a los efectos civiles.

Documentos de la Iglesia: Benedicto XVI, Alocución (25.V.2005);


Ídem, Alocución (28.I.2006); Código de Derecho Canónico, cn.
1100, 1157, 1671-1691; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia
(19.III.2016), n. 244; cfr. Ídem, Motu proprio Mitis Iudex Dominus
Iesus (15. VIII. 20015): L’Osservatore Romano 9.IX.2015, pp. 3-4;
Ídem, Motu proprio Mitis et Misericors Iesus (15.VIII.2015), preám-
bulo, 3, 1: ibíd., pp. 5-6.
Bibliografía: Francesci, H., «Nulidades matrimoniales (Cuestión de
las), en DGDC V, 617-621; Maragnoli, G., «Nulidad del matrimo-
nio (Proceso de la declaración de la)», en DGDC V, 605-610.

26. ¿Qué es la «separación conyugal»?

La separación conyugal se puede definir como la suspensión de


los derechos y deberes conyugales, o sea, la ruptura de la comuni-
dad de vida y convivencia conyugal, permaneciendo, sin embargo,
el vínculo conyugal. Comporta, por eso, la imposibilidad de con-
traer un nuevo matrimonio. En sí no es deseable. Pero puede ser
un remedio para algunas situaciones especialmente graves, tanto
para los cónyuges como para los hijos. «Existen situaciones en las
que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible
por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la sepa-
ración física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos
no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para
contraer una nueva unión» (CEC 1649).
88 Vademécum para matrimonios

Clases o tipos de separación conyugal. La separación puede ser


«perpetua» o «temporal», según que sea para toda la vida o para un
período de tiempo determinado. Y «total» o «parcial», si se refiere a
la totalidad de los aspectos, de los derechos y deberes conyugales o
tan solo a alguno de ellos.
La potestad de la Iglesia. Corresponde la Iglesia, por derecho
propio, juzgar las causas matrimoniales: en este caso, dar legitimi-
dad a los motivos o causas de separación. Se deduce de la Escritura:
del Evangelio (cf. Mt 5, 31; 19, 9) y del texto del Apóstol (1 Co 7,
10-11): «En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor:
que la mujer no se separe del marido, pero en el caso de separarse,
que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que
el marido no despida a la mujer». Y en respuesta a las tesis protes-
tantes, el Concilio de Trento afirma expresamente: «Si alguno dijere
que yerra la Iglesia cuando decreta que puede darse por muchas
causas la separación entre los cónyuges en cuanto al lecho o en
cuanto a la habitación, por tiempo determinado o indeterminado,
sea anatema» (Ses. XXIV, cn.8 [DS, 1808]).
Condiciones para la licitud. Para que la separación sea lícita han
de darse las causas que la justifiquen y, además, ha de realizarse de
acuerdo con el procedimiento previsto en la disciplina de la Iglesia
(cf. CEC 2383). Como casos de la separación matrimonial por
motivo honesto y razonable se señalan: el adulterio de uno de los
cónyuges; grave detrimento corporal o espiritual de los cónyuges
o de los hijos; abandono malicioso o culpable del hogar de uno de
los esposos. La disciplina vigente que recoge la praxis seguida cons-
tantemente en la Iglesia se encuentra en los cánones 1151-1155 del
Código de Derecho Canónico.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1649,


2383; Código de Derecho Canónico, cn. 1151-1155; Pío XI, Enc. Cas-
ti connubii (31.XII.1930), nn. 94-95; Papa Francisco, Exh. Apost.
Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 241-242.
Estar casados 89

Bibliografía: Escrivá Ivarz, J., «Comentario a los cn. 1151-1155», en


CmEx III, 1576-1602; Rodríguez de Araujo, E., «Separación conyu-
gal», DGDC VII, 283-286.

27. ¿Qué es la «separación conyugal perpetua» y qué requisitos


son necesarios para que sea lícita?

Separación conyugal perpetua es la suspensión, total y de por


vida, de los derechos y deberes conyugales, es decir, la ruptura de
la comunidad de vida y convivencia conyugal, permaneciendo, sin
embargo, el vínculo conyugal.
Causas o motivos para la separación. El adulterio es la primera de
las causas que puede dar lugar a una separación perpetua y total.
Se alude a esta causa en la Escritura (cf. Mt 5, 32; 19, 9). El adul-
terio es una injusticia, y el que lo comete, al violar la promesa dada
y quebrantar los derechos del otro cónyuge, pierde a su vez todos
los derechos conyugales (cf. CEC 2381). Para que se origine en el
cónyuge no culpable el derecho a romper la convivencia conyugal
es necesario que el adulterio sea: formal, es decir, a sabiendas de
que se comete; consumado: con realización del acto sexual o unión
carnal (aunque sea de modo onanístico o sodomítico), no siendo
suficiente otros cualesquiera actos de deshonestidad; moralmente
cierto: debe constar al menos con certeza moral; cometido sin el
consentimiento del otro cónyuge o sin que este hubiera sido la causa
del mismo, v. g., por el abandono del cónyuge o la negación repe-
tida e injustificada del acto conyugal; no perdonado o condonado:
porque, en caso contrario, la parte no culpable habría renunciado
a la separación (esta condonación puede otorgarse expresa o tácita-
mente); no mutuo: no cometido por las dos partes.
Autoridad eclesiástica competente. Aunque el cónyuge no culpa-
ble puede interrumpir por propia iniciativa la convivencia conyugal,
debe después pedir la separación ante la autoridad eclesiástica com-
petente (el Ordinario de lugar). Ha de hacerlo en el plazo de seis
90 Vademécum para matrimonios

meses (cf. CIC 1152). El cónyuge no culpable no tiene obligación


de reanudar la vida conyugal; pero puede hacerlo. En algunos casos
podría darse esa obligación, pero tan solo como un deber de caridad.
Reconciliación. El modo aconsejable de proceder puede consis-
tir en mover a la parte no culpable a no pedir la separación y conce-
der el perdón. «El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es
un camino que la gracia hace posible» (AL 242). «En esta situación
difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La
comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir
cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su ma-
trimonio que permanece indisoluble (cf. FC 83; CIC 1151-1155)»
(CEC 1649).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1649,


1651, 2381; Código de Derecho Canónico, cn. 1151-1155; Juan Pablo
II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 83; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn.242.
Bibliografía: Escrivá Ivars, J., «Comentario al cn. 1152», en CmEx
III, 1584-1592; Rodríguez de Araujo, E., «Separación conyugal», en
DGDC VII, 283-286.

28. ¿Qué es la «separación conyugal temporal» y qué requisitos


son necesarios para que sea lícita?

Separación conyugal temporal es la suspensión, total o parcial


por un tiempo determinado, de los derechos y deberes conyuga-
les y/o de la convivencia, permaneciendo, sin embargo, el víncu­lo
conyugal.
Causas o motivos para la separación. Es motivo para la separa-
ción el hecho de que uno de los cónyuges ponga en peligro gra-
ve, ya sea espiritual o corporal, al otro cónyuge o a los hijos. Hay
también causa para la separación si, aunque sea de otro modo, el
cónyuge hace demasiado dura la vida en común.
Estar casados 91

En relación con las causas de separación temporal hay que dis-


tinguir entre el hecho de la no convivencia en común y la suspen-
sión de los derechos y deberes conyugales, incluido el de la no con-
vivencia en común. Se debe distinguir también entre el peligro de
detrimento corporal o espiritual culpable y el no culpable (si bien el
CIC 1153 no habla de cónyuge culpable o inocente).
Autoridad eclesiástica competente. La separación temporal ha de
llevarse a cabo por la autoridad competente. Pero podría hacerlo
también por iniciativa propia del cónyuge perjudicado, si la demora
implicara peligro para sí mismo o para los hijos.
Reconciliación. Una vez que haya cesado el motivo de la separa-
ción, ha de reanudarse la convivencia conyugal, a no ser que la au-
toridad eclesiástica haya dictaminado otra cosa. De todos modos,
se puede renunciar a ese derecho y es aconsejable que se haga así a
no ser que la ley divina pida la separación (v. g., nadie puede expo-
nerse a un peligro grave y próximo de perder la fe). Por otro lado,
existe la obligación de caridad de procurar que cesen las causas que
hayan dado lugar a la separación, si es que esta ya se ha realizado.
Para que no exista el deber de la vida en común es suficiente
que se dé el peligro, aunque no se deba a culpa alguna (v. g., una
enfermedad grave y muy contagiosa). Es claro, sin embargo, que las
situaciones no culpables de dificultades y de desgracia que puedan
sobrevenir deben ser motivo para testimoniar con mayor expresivi-
dad el bien de la mutua ayuda como fin del matrimonio. Entonces
es cuando la «unidad de dos» que han venido a ser por el compro-
miso matrimonial debe alcanzar manifestaciones más hondas de
entrega y donación.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2383,


2386; Código de Derecho Canónico, cn.1153.
Bibliografía: Escrivá Ivars, J., «Comentario al cn. 1153», en CmEx
III, 1584-1592; Rodríguez de Araujo, E., «Separación conyugal», en
DGDC VII, 283-286.
V
Amarse como casados

El «casarse» instaura una relación tan singular y de tal natura-


leza entre los casados que solo es expresión de la verdad (el lenguaje
y signos externos responden a la verdad que dicen expresar) si reúne
unas características determinadas. Si el matrimonio es una «unidad
de dos» en lo conyugal, debe configurarse existencialmente como
comunidad de vida y amor. Es una exigencia que «brota de su mismo
ser y representa su desarrollo dinámico y existencial» (FC 17). El
amor debe ser el principio y la fuerza de la comunidad y comunión
conyugal (cf. FC 18). Porque se han unido conyugalmente han ins-
taurado una comunidad que debe ser de vida y amor.
Una cosa es la «alianza» (consentimiento matrimonial) –casar-
se–; otra es la «comunidad conyugal» (vínculo) –estar casados–; y
otra es la «comunidad de vida y amor», es decir, el hecho y el deber
de amarse como casados. De los contrayentes depende casarse o no
hacerlo, convertirse en esposo y esposa; pero, una vez que se han ca-
sado, ha surgido entre ellos la comunidad conyugal; desde entonces
el único poder de que disponen –en eso consiste la actuación recta de
su libertad– es amarse como esposo y esposa. Si no vivieran su exis-
tencia de esa manera, su matrimonio no dejaría de existir: seguirían
estando casados; pero no estarían viviendo de acuerdo con su con-
dición de casados, no realizarían su matrimonio como comunidad
de vida y amor.
94 Vademécum para matrimonios

29. ¿Qué es el amor conyugal?

Se puede describir como «el amor del varón y de la mujer como


sexualmente distintos y complementarios en el que el cuerpo y el
alma concurren inseparablemente». Por el matrimonio se establece
entre el hombre y la mujer una alianza o comunidad conyugal por
la que ya «no son dos sino una sola carne» (Mt 19, 6; Gn 2, 24).
«Una unidad» de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de
los contrayentes, «la voluntad de compartir [en cuanto tales] todo
su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son» (FC 19). La unidad
en la «carne» hace referencia a la totalidad de la feminidad y mas-
culinidad en los diversos niveles de su recíproca complementarie-
dad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad,
el alma. Dejar un modo de vivir, para formar otro «estado de vida».
Pero si «ser una sola carne» es una «unidad de dos» como fru-
to de un verdadero don de sí, debe configurarse existencialmente
como comunidad de vida y amor. Es una exigencia que «brota de
su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial»
(FC 17). El amor debe ser el principio y la fuerza de la comuni-
dad y comunión conyugal. Porque se han unido conyugalmente
han instaurado una comunidad que debe ser de vida y amor. Se
«deben» amor porque, por el matrimonio, han venido a ser, el uno
para el otro, verdadera parte de sí mismo (cf. Ef 5, 28). Es un amor
comprometido.
La «lógica» de la entrega propia de la unión matrimonial lleva
necesariamente a afirmar que el matrimonio «debe ser», por su pro-
pio dinamismo, una comunidad de vida y amor. Tan solo de esa
manera se realiza en la verdad. El amor conyugal se vive como una
promesa, de tal forma que el don del que hablamos se ha de com-
prender como un prometer, como un comprometerse mutuo para
afrontar la construcción de una vida en común. «A muchos –dice
Benedicto XVI, refiriéndose al matrimonio como una vocación
Amarse como casados 95

cristiana– el Señor los llama al matrimonio, en el que un hombre


y una mujer, formando una sola carne (cf. Gn 2, 24), se realizan
en una profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso y
exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero que se renueva
y ahonda cada día compartiendo alegrías y dificultades, y que se
caracteriza por una entrega de la totalidad de la persona. Por eso,
reconocer la belleza y bondad del matrimonio, significa ser cons-
cientes de que solo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así
como de apertura al don divino de la vida, es el adecuado a la gran-
deza y dignidad del amor matrimonial» (Benedicto XVI, Hom.,
20.VIII.2011).
Características necesarias. El amor conyugal está definido por
unas características que le distinguen de todos los demás tipos de
amor. Y están tan íntimamente articuladas entre sí que son insepa-
rables. Son tan necesarias que si faltara una de ellas, tampoco se da-
rían las demás. Son aspectos o dimensiones de la misma realidad.
Expresan y realizan la verdad del amor conyugal.
–  Un amor plenamente humano. Ni solo sensible ni solo espi-
ritual; sino una y otra cosa a la vez, integrándose esas dimensiones
con la debida subordinación. Ha de ir «de persona a persona con el
afecto de la voluntad» (GS 49). El que ama no pueda relacionarse
con el objeto de su amor de una manera indiferenciada, como si to-
dos los seres fueran igualmente amables e intercambiables. El amor
conyugal, iniciándose y basándose en el amor erótico, lo trasciende.
Tiene todas las singularidades del amor erótico, pero trascendidas.
«Aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la
pasión se debiliten» (AL 120).
–  Un amor total: es decir, de toda la persona a toda la persona
y además de una manera definitiva. Abarca la persona de los espo-
sos –como esposos– en todos sus niveles: sentimientos y voluntad,
cuerpo y espíritu, etc. Es amar a la persona del otro en cuanto
sexualmente distinta y complementaria. Por eso ha de ser desin-
96 Vademécum para matrimonios

teresado y definitivo. Desinteresado, porque la dimensión sexual


pertenece al «ser» de la persona, lo que conlleva que la persona del
otro jamás pueda ser tratada como un bien instrumental. Defi-
nitivo, porque es inseparable del existir de la totalidad unificada
cuerpo-espíritu, mientras dure esa unidad. No sería conyugal el
amor que excluyera la sexualidad o considerara a esta como un
mero instrumento de placer. Los esposos, como tales, han de «com-
partir generosamente todo, sin reservas y cálculos egoístas. Quien
ama de verdad a su propio consorte no ama solo por lo que de
él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el
don de sí» (HV 9). «Esta amistad peculiar entre un hombre y una
mujer adquiere un carácter totalizante que solo se da en la unión
conyugal» (AL 125).
–  Un amor fiel y exclusivo. Si el amor conyugal es total y de-
finitivo porque va de persona a persona, abarcándola en su totali-
dad, ha de tener también como característica necesaria la fidelidad.
La totalidad exige como condición la fidelidad –para siempre–, y
esta, la exclusividad. El amor conyugal es total en la exclusividad
y exclusivo en la totalidad. Así lo proclama la Revelación y esa es
también la conclusión a la que se llega claramente desde la digni-
dad de la persona y de la sexualidad. El amor conyugal que «lleva
a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos (…) ha de ser
indisolublemente fiel, en cuerpo y alma, en la prosperidad y en la
adversidad y, por tanto, ajeno a todo adulterio y divorcio» (GS 49).
El Concilio Vaticano II indica así la doble vertiente de la fidelidad:
positivamente comporta la donación recíproca sin reservas ni con-
diciones; y negativamente entraña que se excluya cualquier intro-
misión de terceras personas –a cualquier nivel: de pensamientos,
palabras y obras– en la relación conyugal.
–  Un amor fecundo, abierto a la vida. Por su naturaleza y di-
namismo el amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas
vidas; no se agota en los esposos. No hay autenticidad en el amor
Amarse como casados 97

conyugal cuando no están comprometidos, a la vez y del todo, la


humanidad del hombre y de la mujer en la totalidad de su ser es-
píritu encarnado. Precisamente por eso, por ser total, además de
ser exclusiva y fiel, ha de estar abierta a la generación (cfr. Al 125).
La sexualidad no es algo meramente biológico sino que «afecta al
núcleo íntimo de la persona en cuanto tal» (FC 11). Por otro lado,
la orientación a la procreación es una dimensión inmanente a la
estructura de la sexualidad, la conclusión es que la apertura a la
fecundidad es criterio de la autenticidad del amor matrimonial.
(Otra cosa distinta es que de hecho surjan o no nuevas vidas).
Como participación en el amor creador de Dios y como donación
de los esposos a través de la sexualidad, el amor conyugal está orde-
nado intrínsecamente a la fecundidad.
Sin esa ordenación a la fecundidad la relación conyugal no
puede ser considerada ni siquiera como manifestación de amor.
El amor conyugal en su realidad más profunda es esencialmente
«don», rechaza cualquier forma de reserva y, por su propio dinamis-
mo, exige abrirse y entregarse plenamente. Esto comporta necesa-
riamente la disponibilidad para la procreación, la posibilidad de la
paternidad o maternidad.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1646;


Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 49; Juan Pablo II,
Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 11; Pablo VI, Enc.
Humanae vitae (25.VII.1968), n. 8.
Bibliografía: Gil Hellín, F., El matrimonio y la vida conyugal, Edicep,
Valencia 1995, 129-162; Ídem, «¿Amor conyugal?», en PCFam, Le-
xicon. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones
éticas, Palabra 2006, 43-48; Sánchez Monge, M., «Será una sola car-
ne…», Atenas, Madrid 1996, 41-62; Wojtyla, K., Amor y responsabi-
lidad, Palabra, Madrid 2008, 117-124.
98 Vademécum para matrimonios

30. ¿Cuál es la particularidad del amor conyugal


en el matrimonio cristiano?

Que es asumido por el amor divino. El amor conyugal es una


«participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios
mismo». Por ella los esposos–el uno para el otro– se convierten en
don sincero de sí mismos del modo más completo y radical: se afir-
man en su desnuda verdad como personas. Como tal, está llamado
a ser, por su misma naturaleza, «imagen viva y real de la singula-
rísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico
del Señor Jesús» (FC 19). Aunque esa orientación, que es propia
de todo verdadero amor conyugal, solo es participada realmente
por los esposos, si ha tenido lugar la celebración sacramental de su
matrimonio. Cuando el Señor –según señala el Vaticano II– «sale
al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del
matrimonio […], el amor conyugal auténtico es asumido por el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo
y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los
cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la paterni-
dad y de la maternidad» (GS 48; LG 57).
El sacramento celebrado hace que, al insertar el vínculo matri-
monial en la comunión de amor de Cristo y de la Iglesia, el amor
de los esposos –el amor matrimonial– esté dirigido a ser imagen y
representación real del amor de Cristo redentor. Cristo se sirve del
amor de los esposos para amar y dar a conocer cómo es el amor con
que ama a su Iglesia. El amor matrimonial es –y debe ser– un refle-
jo del amor de Cristo a su Iglesia. La expresión plena de la verdad
sobre el amor de Cristo se encuentra en la carta a los Efesios: «Cris-
to amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). Y en
ese contexto «entregarse» es convertirse en «don sincero», amando
hasta el extremo, hasta la donación de la cruz. Ese es el amor que
los esposos deben vivir y reflejar.
Amarse como casados 99

El amor conyugal, al ser transformado en el amor divino, no


pierde ninguna de las características que le son propias en cuanto rea-
lidad humano-creacional. Es el amor genuinamente humano –no
otra cosa– lo que es asumido en el orden nuevo y sobrenatural de
la redención. Se produce en él una verdadera transformación (on-
tológica) que consiste en una re-creación y elevación sobrenatural.
No solo en la atribución de una nueva significación. Por eso el
«modo humano» de vivir la relación conyugal, como manifestación
del amor matrimonial, es condición necesaria para vivir ese mismo
amor de manera sobrenatural, es decir, en cuanto «signo» del amor
de Cristo y de la Iglesia.
«El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran
todos los elementos de la persona –reclamo del cuerpo y del instin-
to, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíri-
tu y de la voluntad–; mira a una unidad profundamente personal
que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no ser más
que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y
fidelidad de la donación recíproca definitiva y se abre a la fecun-
didad. En una palabra: se trata de las características normales de
todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que
no solo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto
de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»
(FC 13).
La asunción y transformación del amor humano en el amor
divino no es algo transeúnte y circunstancial. Es una trasformación
permanente. Es tan permanente y exclusiva –mientras vivan– como
lo es la unión de Cristo con la Iglesia. Cristo –dice en este sentido
el Concilio Vaticano II– «por medio del sacramento del matrimo-
nio […] permanece con ellos [los esposos], para que […], con su
mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha
amado a su Iglesia y se entregó por ella» (GS, 48). El amor de Cris-
to ha de ser la referencia constante del amor matrimonial, porque
100 Vademécum para matrimonios

primero y sobre todo es su «fuente». El amor de los esposos es «don»


y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. Y esa es
la razón de que sean capaces de superar con éxito las dificultades
que se puedan presentar, llegando hasta el heroísmo si es necesario.
Ese es también el motivo de que puedan y deban crecer más en su
amor: siempre, en efecto, les es posible avanzar más, también en
este aspecto, en la identificación con el Señor.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1638-


1640, 1647; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48; Juan
Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 13, 29;
Pablo VI, Enc. Humanae vitae (25.VII.1968), n. 9; Pío XI, Enc. Cas-
ti connubii (31.XII.1930), nn. 38-39; Papa Francisco, Exh. Apost.
Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 67-68, 72, 120.
Bibliografía: Gil Hellín, F., El matrimonio y la vida conyugal, Edi-
cep, Valencia 1995; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA,
Pamplona 2012, 252-256.

31. ¿Por qué el amor conyugal tiene que ser fiel y exclusivo?

La fidelidad es la constancia en el compromiso del amor, en el


esfuerzo por vivir de acuerdo con lo que se es. «La fidelidad se ex-
presa en la constancia a la palabra dada» (CEC 2365). Esa palabra,
en los casados, es el «sí te quiero y te recibo como esposo/a» procla-
mado ante Dios y ante la Iglesia en la celebración del matrimonio.
Implica la unión íntima y firme de almas y cuerpos. En la Sagrada
Escritura esta fidelidad se describe como amor y sumisión recípro-
cos que han de manifestarse en la prestación de servicios y ayudas
espirituales y materiales: mediante la paciencia, el espíritu de sacri-
ficio y la laboriosidad (cf. Ef 5, 25; Col 3, 19; Tt 2, 3; 1 P 3, 1 ss.)
La fidelidad, condición necesaria de la verdad del amor. Es la
consecuencia de la «unidad de dos» en que se han convertido por el
matrimonio. Si por el matrimonio el hombre y la mujer que se casan
Amarse como casados 101

pasan a ser «una unidad de dos», que comporta una participación


en el orden personal del otro cónyuge en los aspectos conyugales
y una solidaridad en el destino y objetivos que se convierten en
comunes, es claro que la autenticidad de esa mutua participación
exige la totalidad. Pero no sería total, si no fuera exclusiva (entre
este hombre y esta mujer) y no fuera para siempre (mientras vivan
este hombre y esta mujer). La alianza matrimonial tiene como pro-
piedades esenciales la unidad y la indisolubilidad. Y por eso mismo
la expresión de la mutua ayuda, como fin del matrimonio, es la
fidelidad conyugal que, en los esposos cristianos, es participación
«en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia» (CEC
2365). El amor conyugal exige la fidelidad, y esta, la exclusividad
porque, en otro caso, no sería verdadero.
El amor conyugal que «lleva a los esposos a un don libre y mu-
tuo de sí mismos (…) ha de ser indisolublemente fiel, en cuerpo y
alma, en la prosperidad y en la adversidad y, por tanto, ajeno a todo
adulterio y divorcio» (GS 49).
Y si los que se casan son bautizados, esa unión se convierte en
imagen viva y real del misterio de amor de Cristo por la Iglesia. «El
sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el
misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia» (CEC 2365).
Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad por-
que es su participación. Eso quiere ser imagen real del amor de
Dios. Han de ser signo o hacer visible ese amor de Dios, el uno al
otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a
su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad (Cristo-Iglesia), así los
esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre.
Ha de construirse cada día. La comunión conyugal de los espo-
sos –el «nosotros» en el que se ha convertido la relación «yo»-«tú»
que deriva, en cierta manera, del «Nosotros» trinitario (GrS 7. 8)–
ha de realizarse existencialmente. Es un compromiso que por su
propia naturaleza exige renovarse –hacerse nuevo– cada día. Está
102 Vademécum para matrimonios

llamado «a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana


a la promesa matrimonial de la recíproca donación total» (FC 19).
A los esposos siempre les cabe alcanzar una mayor identificación
con el «Nosotros» divino. Siempre es posible reflejar con mayor
transparencia esa «cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios –en este caso, los esposos–
en la verdad y en el amor» (GS 24). Siempre puede darse una ma-
yor radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la
Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad
al reflejar el amor divino participado.
En ese esfuerzo –mantenido siempre con la oración y la vida
sacramental– los esposos deberán estar vigilantes –es una caracte-
rística del verdadero amor– para que no entre la «desilusión» en la
comunión que han instaurado. Con otras palabras: habrán de estar
atentos para evitar no abrir la puerta a ningún «enamoramiento»
hacia otra tercera persona, poniendo los medios necesarios para evi-
tar el «desenamoramiento» del propio cónyuge. Se trata, en el fon-
do, de mantener siempre vivo el amor primero. Para ello deberán
«conquistarse», el uno al otro, cada día, amándose «con la ilusión
de los comienzos». Sabiendo que las dificultades, cuando hay amor,
«contribuirán incluso a hacer más hondo el amor» (cf. J. Escrivá de
Balaguer, Conversaciones, nn. 107-108).
Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1644-
1655, 3364-2365; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 49;
Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), nn. 8-11; Papa
Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 89, 133-135.
Bibliografía: Auer, J. – Ratzinger, J., Los sacramentos de la Iglesia,
Herder, Barcelona 1977, 301-313; Burke, C., «La indisolubilidad
matrimonial y la defensa de las personas», en Scripta Thelogica 22
(1990), 145-156; Escrivá de Balaguer, J., Es Cristo que pasa, Rialp,
Madrid 1985, nn. 24; Ídem, Conversaciones con Monseñor Escrivá de
Balaguer, Rialp, Madrid 1969, nn. 91, 107-108; Wojtyla, K., Amor y
responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 255-261.
Amarse como casados 103

32. ¿Cómo «custodiar» la fidelidad matrimonial?

Si la fidelidad matrimonial se resume en vivir –en hacer cons-


ciente y actual– la palabra dada en el consentimiento matrimonial
–en prolongar en el tiempo y el espacio el «sí» de la celebración
del matrimonio–, el cuidado por vivir la fidelidad matrimonial se
concreta, como primer paso, en poner por obra una decisión que
parece fundamental: evitar y quitar lo que estorba o impide vivir
ese compromiso.
Acechan a la fidelidad matrimonial unos peligros o amena-
zas que es necesario desenmascarar y combatir sin desfallecer. Esos
riesgos acompañan constantemente el existir del ser humano sobre
la tierra, con manifestaciones muy particulares en la relación del
hombre y la mujer en el matrimonio. Junto a otros peligros que es
necesario evitar, cabe señalar:
–  Una idea equivocada del amor matrimonial. Con mucha
frecuencia el amor se identifica con el sentimiento, y el amor ma-
trimonial, con la atracción. Pero el amor verdadero no es un mero
sentimiento poderoso; es una decisión, una promesa: su sello de au-
tenticidad es la donación, la entrega. El sentimiento, por su propia
naturaleza, es efímero: comienza y desaparece con facilidad. Perder
esto de vista o no haberlo comprendido origina muchos problemas
matrimoniales, cuando la atracción y el sentimiento van quedándose
atrás. Por eso hay que evitar idealizar a la otra persona como si ya fuese
perfecta o «una santa», como si fuera imposible que tuviera defectos.
–  El afán de dominio en la mutua relación. El primero y prin-
cipal enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia, una de cuyas
manifestaciones es el afán de dominar a los demás, en este caso
al propio cónyuge. Se puede llevar a cabo de muchas y variadas
formas: no escuchar, intentar imponer el propio parecer en asuntos
opinables, proceder con hechos consumados en la administración
de las cuestiones que son comunes a los dos, etc.
104 Vademécum para matrimonios

Se puede y se debe implicar al cónyuge, por ejemplo, en las


tareas del hogar. Pero se deberá estar atentos para no caer en vic-
timismos (con quejas continuas que hacen poco atractivas la rela-
ción común y la vida del hogar) o en actitudes reivindicativas (que
pueden responder a verdaderos derechos), pero que se compaginan
difícilmente con el amor. No sería razonable la actitud de la mujer,
que se tradujera en presentar al marido hechos consumados como
la decoración de la casa, compras u otros aspectos, con la excusa
de que se carece de la sensibilidad o del gusto necesario para que
se le tenga en cuenta. Tampoco lo sería el proceder del marido que
reclamara para sí una posición de dominio absoluto, manifestada,
por ejemplo, en que hubiera que pedirle permiso para todo –sin
que él lo pida a nadie–, en que hubiera que rendirle cuentas de
todo sin que él tuviera que rendir a nadie, o en tomar a su mujer
simplemente como una instancia de consulta reservándose siempre
para sí la decisión y sin tener que dar razón de ella.
–  La falta de lucha por superar las dificultades. Vivimos en una
sociedad cómoda en la que es dominante la mentalidad que lleva
a huir de los problemas, en vez de afrontarlos y resolverlos. Lo que
se pide a la vida es que todo salga sin esfuerzo. Es evidente, sin
embargo, que la realidad no es esa, según la experiencia demuestra
claramente.
El verdadero amor se manifiesta no tanto en encontrar una es-
pecie de sintonía perpetua lograda sin esfuerzo, como en una lucha
por superar los obstáculos que se interpongan para conseguir la
concordia y aumentar más la unión. «Tendría un pobre concepto
del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al trope-
zar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisa-
mente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas
criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura
se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo,
más poderoso que la muerte» (San Josemaría).
Amarse como casados 105

En los matrimonios esa falta de lucha por superar las dificul-


tades en sus mutuas relaciones se manifiesta no solo en las des-
avenencias y rupturas matrimoniales, sino en el distanciamiento y
falta de comunicación aunque se mantenga la convivencia. Y sobre
todo, en las discusiones y disputas. Es necesario hacer un esfuerzo
por evitarlas, lo que pone en juego una multiplicidad de virtudes:
la fortaleza –dentro de ella, sobre todo la paciencia–, la humildad,
etc. Es así como se conseguirá muchas veces evitar esas disputas.
–  La imprudencia en las relaciones sociales y laborales. Se dan
también circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad
matrimonial. En ocasiones, el ambiente laboral y social facilita un
tipo de relaciones que pueden resultar a veces agresivas para la fide-
lidad matrimonial (se comparten muchas cosas, frecuentes viajes,
comidas de trabajo, etc. que pueden llevar a un excesivo compañe-
rismo, camaradería, provocaciones…). Es necesario ser prudentes
y poner los medios oportunos: la guarda del corazón, evitar hacer
o recibir confidencias… y sobre todo fomentar el trato y el diálogo
con el propio cónyuge (buscar tiempo, planes familiares, etc.).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1641; Pío


XI. Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 19-24, 72.
Bibliografía: Escrivá de Balaguer, J., Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid
1985, nn. 24; Ídem, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Bala-
guer, Rialp, Madrid 1969, nn. 91, 107-108; Wojtyla, K., Amor y res-
ponsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 147-174.

33. ¿Qué otros medios se deben poner para custodiar


la fidelidad matrimonial, además de evitar los peligros
que la amenazan?

Además de los peligros que se deben evitar, la guarda de la fi-


delidad requiere sobre todo poner en juego otros medios que son
106 Vademécum para matrimonios

de dos clases: sobrenaturales y naturales. Tan relacionados entre


sí, que, sin identificarse, son inseparables: los sobrenaturales son
como el alma que vivifica los naturales y estos constituyen, a su vez,
el espacio y la materia a través de la que se expresa la autenticidad
de los sobrenaturales.
Qué medios naturales. Entre otros, los esposos han de cuidar «el
respeto mutuo», «la comunicación y el diálogo», «el saber perdo-
nar», «el cuido de los pequeños detalles», etc.
–  El respeto mutuo. La primera exigencia del amor que se ma-
nifiesta en la fidelidad es el respeto. Respetar a una persona es va-
lorarla por lo que es. Eso significa que, como la persona humana
solo existe como hombre o como mujer, requisito indispensable de
ese respeto es tener en cuenta tanto la igualdad radical (el hombre
y la mujer como personas son absolutamente iguales) como su dife-
renciación también esencial (por su masculinidad y feminidad son
totalmente diferentes). Solo así se les trata de una manera justa, es
decir, la que se ajusta a la realidad de lo que son.
–  La comunicación y el diálogo. La diferenciación del ser hu-
mano en hombre y mujer está ordenada a la complementariedad
y, por eso mismo, al enriquecimiento mutuo. En este sentido, se
recuerda una vez más que uno de los fines del matrimonio es la
mutua ayuda o bien de los esposos. (No se identifican el bien de
los esposos y la mutua ayuda, pero uno y otra se reclaman hasta
el punto de que no son separables: la mutua ayuda solo es tal si se
ordena al bien de los esposos y este solo se alcanza con la ayuda
mutua: es la consecuencia necesaria de la «unidad de dos» que son
por el matrimonio).
Esta es la razón de que el diálogo, la comunicación y el inter-
cambio de pareceres sea un componente esencial de la vida de los
matrimonios. Y esta es también la razón de que en su trato mutuo
los esposos no deban olvidar nunca que la psicología del otro sexo
es distinta (en la manera de enfocar las cosas, en la importancia que
se da a ciertos detalles, en la manera de valorar los aspectos –más
Amarse como casados 107

objetivos o más subjetivos– de las cuestiones, etc.). Advertir esa


manera de ser distinta, tenerla en cuenta (poniéndose en el lugar
del otro) enriquece a la persona y hace atractiva la vida del hogar.
Es evidente que todo esto supone una serie de actitudes bá-
sicas que se pueden resumir, en cierta manera, en el espíritu de
servicio: es decir, en el afán por hacer fácil y agradable la vida a los
demás. Eso exigirá, entre otras cosas, proceder de común acuerdo
en los asuntos familiares, hablando y exponiendo las razones antes
de tomar las decisiones, etc. Llevar esto a la práctica exigirá mu-
chas veces repartir las responsabilidades –todas ellas, sin embargo,
compartidas en última instancia– teniendo en cuenta siempre las
capacidades y aptitudes de cada uno, en buena medida ligadas a la
condición propia del hombre y de la mujer.
Y un elemento importante de esa comunicación es el tiempo.
Los esposos necesitan tiempo para ellos solos. También cuando
haya una familia numerosa con hijos pequeños que atender, deben
buscar por todos los medios algunos momentos para atender al
cónyuge en particular, para conversar sin más, no solo para tratar
asuntos de la vida familiar. Con frecuencia será necesario poner
en juego una buena dosis de desprendimiento y de fortaleza para
poder hacerlo realidad, pues habrá que superar el cansancio –com-
prendiendo a la vez que puede ser mutuo–, recortar aficiones, olvi-
darse de los asuntos de los hijos, profesionales o de otra índole que
tienden a ocupar el pensamiento, etc.
Cuando los hijos se van haciendo mayores y se van independi-
zando, los esposos han de buscar puntos de unión, tareas e ilusiones
que compartir. Si no, podría ser que, después de una etapa ma-
trimonial con muchas ocupaciones y cosas en común, llegara un
momento en que los esposos no supieran ya qué decirse y entrase el
aburrimiento, que tanto enfría la convivencia matrimonial.
–  El saber perdonar. Uno de los mejores índices para medir el
amor es el perdón, el rechazo a guardar agravios o a dar vueltas
108 Vademécum para matrimonios

una y otra vez a lo que desune. La mayoría de las veces se tratará


de cuestiones intrascendentes, en otras ocasiones los agravios se de-
berán a valoraciones excesivamente subjetivas… En cualquier caso,
el saber perdonar connota siempre la calidad del verdadero amor.
Por eso el examen frecuente –mejor diario– sobre la manera de
vivir este aspecto no puede faltar a la hora de valorar la auten­ticidad
del trato conyugal. Cuántas veces se ha sabido pedir perdón; cuán-
tas se ha perdonado a la primera –o, mejor aún, se ha adelantado
uno a poner cariño antes de que le pidan perdón–; cómo se re-
acciona ante un desacuerdo del cónyuge –si se sabe ceder en lo
intrascendente, si se sabe escuchar–; cuántas veces se ha rectificado
una opinión, pues la pretensión de tener siempre la razón o de ser el
único capaz de juzgar acertadamente la realidad es pura soberbia:
son preguntas que, de una u otra forma, indican la disposición que
se tiene y cómo se vive este aspecto del amor.
Y difícilmente se puede esto tan fundamental si estas preguntas
no entran en el examen de conciencia y en la confesión sacramen-
tal.
–  El cuidado de los detalles pequeños: el empeño por hacer feliz
al cónyuge. El amor –también el de los esposos– necesita renovarse,
es decir, hacerse nuevo cada día, de lo contrario corre el riesgo de
enfriarse y desaparecer. Lo normal serán los detalles sencillos, pero
significativos y necesarios (un par de besos, recordar al cónyuge
que se le sigue queriendo, etc.). No son cosas que se deben dar por
supuestas ni tampoco como ya adquiridas, como si no necesitaran
una renovación permanente o no fuera necesario el esfuerzo por
«conquistar» al cónyuge, procurando hacer que la propia relación
matrimonial sea siempre interesante.
Con el correr de los años, cobra una gran importancia en este
terreno una caridad que lleva a pensar en lo que satisface al cónyuge
más que en las necesidades propias de cariño, venciendo las tenta-
ciones que se pueden presentar: las más comunes son la rutina por
Amarse como casados 109

parte del varón, y la susceptibilidad por parte de la mujer, debido a


que esta última suele ser más sensible al cariño manifestado. Hay
que tener en cuenta, además, que el marido suele pedir que la mujer
exprese con claridad lo que quiere o necesita; por eso sería una acti-
tud equivocada esperar a que él «adivine» lo que le pasa a la mujer, y
pensar que «ya no le quiere como antes» si no lo hace. Pero también
lo sería por parte del marido olvidar ese aspecto de la psicología fe-
menina. Parte de ese cariño se debe traducir en detalles materiales,
con respecto a lo cual se debe huir de dos extremos: por un lado
su carencia, y, por otro, el no acertar a compaginarlo con una vida
sobria. (Se debe tener en cuenta que lo que se aprecia de verdad es
la «sorpresa» movida por el cariño, no el enfrascarse en un tren de
vida de lujo, aunque haya otros que reiteren esas manifestaciones de
ostentación. Otras veces esos detalles materiales ostentosos podrían
enmascarar el deseo de «comprar» al propio cónyuge).
Qué medios sobrenaturales. La importancia de los medios sobre-
naturales en la custodia de la fidelidad matrimonial se descubre
enseguida si se advierte que, por el sacramento, el matrimonio es
una verdadera transformación y participación del amor humano en
el amor divino y, en consecuencia, solo con la ayuda de la gracia los
esposos serán capaces de construir su existencia matrimonial como
una revelación y testimonio visible del amor de Dios. Por ello el
recurso a la oración y a los sacramentos es decisivo en la custodia de
la fidelidad matrimonial.
–  Es en la oración y meditación frecuente del sacramento re-
cibido donde los esposos contarán con la luz y fuerza del Espíritu
Santo para penetrar en la hondura y exigencias de su amor conyu-
gal. El amor solo puede ser percibido en toda su radicalidad desde
su fuente, el Amor de Dios –El Espíritu Santo, el don del Amor de
Dios infundido en sus corazones con la celebración del sacramento
(cfr Rom 5, 5)– cuya luz se hace particularmente intensa en el diá-
logo propio de la oración.
110 Vademécum para matrimonios

– La Eucaristía tiene una significación especial en el crecimien-


to y custodia de la fidelidad matrimonial. «La esponsalidad del
amor de Cristo es máxima en el momento en que, por su entrega
corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de modo que son
“una sola carne”. Este misterio se renueva en la Eucaristía» (DPF
60). Por eso los esposos han de encontrar en la Eucaristía la fuerza
y el modelo para hacer visible, a través de sus mutuas relaciones, la
unidad y fidelidad del misterio del amor de Cristo a su Iglesia del
que su matrimonio es un signo y participación.
–  También el sacramento de la Reconciliación tiene su momento
específico en la custodia de la fidelidad matrimonial. El perdón de
las ofensas es índice claro de la calidad del amor. Ha de estar presen-
te entre los esposos que quieren vivir con sinceridad su amor conyu-
gal. Pero las ofensas que pudieran darse, antes que faltas de amor al
propio cónyuge, son primero y sobre todo, ofensas a Dios. Por eso
el perdón y la reconciliación con el propio esposo exigen siempre
que tenga lugar también el perdón y la reconciliación con Dios. De
manera necesaria mediante el sacramento de la Reconciliación en el
caso de ofensas graves, y muy conveniente en todas las demás.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2364-


2365; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981),
nn. 57-58; Pío XI. Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 19-24,
30; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn.
136 -141.
Bibliografía: Escrivá de Balaguer, J., Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid
1985, nn. 24; Ídem, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Bala-
guer, Rialp, Madrid 1969, nn. 91, 107-108; Gil Hellín, F., «El sacra-
mento de la Penitencia y la santidad de los cónyuges», en PCFam,
Moral conyugal y sacramento de la Penitencia, Palabra, Madrid 1999,
187-201; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplo-
na 2012, 267-274; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra, Ma-
drid 2008, 117-124.
Amarse como casados 111

34. ¿Por qué el adulterio es una transgresión grave


de la fidelidad?

Adulterio es la relación sexual entre un hombre y una mujer,


uno de los cuales, al menos, está casado. Constituye uno de los
atentados más graves contra la fidelidad conyugal.
Moralidad. La Escritura y la Tradición no dan lugar a duda
alguna sobre la gravedad del adulterio. En sí mismo considerado
–es decir, objetivamente considerado– es un pecado grave contra la
castidad y la justicia. Cuando el Magisterio de la Iglesia, siguiendo
a la Escritura y la Tradición, condena el adulterio y proclama su
gravedad moral no hace una concesión a los estilos culturales de
épocas determinadas. Propone una doctrina que, por estar con-
tenida en la Revelación y enraizada en la humanidad del hombre
y de la mujer, es irreformable y de perenne actualidad. Por eso no
admite ninguna excepción (cualesquiera que sean las razones que
se invoquen), ni siquiera en el caso de que se cometiera con el con-
sentimiento del propio cónyuge. Desde el punto de vista objetivo
es siempre gravemente pecaminoso.
El Señor condena con toda claridad este pecado, lo enumera
entre los pecados que manchan al hombre (cf. Mt 15, 19; Mc 7,
21-22). Se refiere al «adulterio del corazón» (es decir, la mirada
concupiscente a un hombre o a una mujer casados) y al «adulterio
del cuerpo» (el adulterio en sentido propio): «Habéis oído que fue
dicho: “no adulterarás”. Pero yo os digo que todo el que mira a una
mujer deseándola, ya adulteró en su corazón» (cf. Mt 5, 27-28). A
lo largo de los siglos la Iglesia ha condenado siempre el adulterio
y ha advertido de su gravedad. En los primeros siglos se estimaba
que el adulterio encerraba tal gravedad que era uno de los pecados
que –junto con la idolatría y el homicidio– excluía de la comunión
con la Iglesia. Era castigado con la excomunión, y el que lo había
cometido tenía que someterse a la penitencia pública. El Magiste-
112 Vademécum para matrimonios

rio reciente de la Iglesia ha insistido de nuevo en que el adulterio


es incompatible con la fidelidad reclamada por el amor conyugal
(cf. GS 49), y conlleva la ruptura misma de ese amor.
El Catecismo de la Iglesia Católica hace un buen resumen de los
motivos de la malicia moral del adulterio: «El adulterio es una injus-
ticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de
la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del
otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando
el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación hu-
mana y de los hijos, que necesitan de la unión estable de los padres»
(CEC 2381). Son los argumentos que tradicionalmente ha empleado
la teología a partir de los bienes de la persona y de la sexualidad, de
la naturaleza de la unión y amor conyugal y del bien de los hijos,
en cuanto «razón de ser» o fin del matrimonio. Es un pecado con-
tra el cuerpo, que entraña la pérdida de su significado esponsalicio.
Gravemente inmoral: sin excepciones. Carecen de valor las «ra-
zones» que –especialmente a partir de los años setenta, en torno
a la publicación de la encíclica Humanae vitae (a. 1968)– algunos
autores aducen para justificar las relaciones sexuales extramatrimo-
niales, por lo menos en algunos casos. Esa forma de razonar –se
debe contestar– supone una concepción de la sexualidad antropo-
lógica y éticamente irrelevante: por no valorar adecuadamente la
corporalidad humana, no se percibe que la sexualidad posee una
significación intrínseca e inmanente a sí misma, que no depende de
la que quiera conferirle la voluntad humana. Por eso hay actos in-
trínsecamente malos y el fin nunca puede justificar los medios: en el
caso que nos ocupa, el adulterio. Tampoco un hipotético consenti-
miento del propio cónyuge podría hacer lícito el adulterio, ya que los
derechos-deberes conyugales, enraizados en la entrega y aceptación
de la persona por el consentimiento matrimonial, no dependen de la
decisión humana (cf. GS 48). Y, por otro lado, como en el supuesto
Amarse como casados 113

anterior, se estaría ante una concepción de la sexualidad que intro-


duciría una ruptura de la unidad sustancial de la persona humana.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2380-


2381; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 49; Juan Pablo
II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 20; Ídem, Carta
Gratissimam sane (2.II.1994), n. 20.
Bibliografía: Fernández, A., «Adulterio», en DTM, 56-59.
VI
El acto específico
del amor matrimonial o acto conyugal

El «existir» de los unidos en matrimonio debe configurarse de


tal manera que sus mutuas relaciones sean, por el amor, expresión de
la «unidad de dos» –del «nosotros»– tan peculiar que han instaura-
do. En el caso de los bautizados ese amor está llamado a ser expresión
singular del amor de Dios a la humanidad (de Cristo a la Iglesia). Su
matrimonio ha sido elevado a signo eficaz del amor de Cristo, por el
sacramento celebrado.
El amor conyugal debe ocupar el centro de la vida de los espo-
sos, es el «principio y fuerza de la comunión conyugal» (FC 18). Pero
considerado ya el «lugar» de este amor –en general– en el matrimo-
nio, se trata ahora de hacer ese mismo análisis en relación con el acto
conyugal, porque, como señala el Vaticano II, «este amor (conyugal)
se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del ma-
trimonio» (GS 49).

35. ¿A qué se llama acto conyugal?

El acto conyugal es el acto propio y específico de la vida matri-


monial. Se designa también con los nombres de cópula matrimo-
nial, uso del matrimonio, unión sexual conyugal, etc. Se puede
describir como la relación o encuentro sexual del hombre y la mujer
116 Vademécum para matrimonios

en el matrimonio. Es el modo típico con el que los esposos se ex-


presan como «una sola carne» y llegan a conocerse mutuamente en
su condición específica de esposos, «apto de por sí para engendrar
la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza»
(CIC 1061). Ha de ser apto de suyo para la generación, aunque por
causas ajenas a la voluntad de los esposos, de hecho no se siga la
procreación (cf. HV 11).
Moralidad. No solo es éticamente recto, es decir, no solo no im-
plica ninguna pecaminosidad, sino que, reunidas las condiciones
necesarias, es santo y fuente de santificación para los casados: es
decir, es sobrenaturalmente meritorio. Es la consecuencia inmedia-
ta de la doctrina del matrimonio como camino de santidad. Son
necesarias, por tanto, en los esposos, una serie de condiciones sin
las que el acto de que se trata, además de ser éticamente desordena-
do, no puede calificarse, en verdad, como conyugal. (No basta que
la intención y las circunstancias sean rectas –hacer bien lo que se
hace–, se requiere ante todo que la acción realizada sea en sí misma
buena).
Condiciones necesarias. El acto conyugal servirá a la realización
del bien de los esposos si, observando esa subordinación, es verdade-
ramente conyugal. Eso tiene lugar únicamente si la relación sexual
conyugal es expresión de la mutua donación que, como elementos
esenciales, comporta: a) la actitud de apertura a la paternidad o
maternidad (si no se diera no se afirmaría al otro como persona; ni
habría una donación total de sí mismo; ni se daría la disposición de
compartir la vida en común); b) el respeto a la persona del otro (se
ha de evitar considerar a la otra parte como objeto de satisfacción o
placer); y c) el dominio de los propios instintos (solo de esa manera
–porque no se está dominado o se es esclavo de los deseos sexuales–
se tiene la libertad necesaria para poder donarse al otro): esta es una
de las razones por las que la castidad es un elemento necesario de la
verdad del amor conyugal.
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  117

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1646-


1647, 2364-2365; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 49;
Juan Pablo II, Exh. Apost, Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 32;
Pablo VI, Enc. Humane vitae (25.VII.1968), nn. 11-12.
Bibliografía: Gil Hellín, F., El matrimonio y la vida conyugal, Edicep,
Valencia 1995; Sarmiento, A., «Acto conyugal», en Simón Vázquez,
C. (dir.), Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos 2006, 29-
39; Ídem, El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 2012, 386-
389.

36. ¿Cuándo el acto conyugal es un acto de amor 1?

El acto conyugal, expresión acabada del amor conyugal. La vo-


cación fundamental de la persona humana es la vocación al amor.
El amor conlleva siempre la entrega de la propia vida. Jesús, en la
Escritura, nos muestra la dinámica interna del amor y de la propia
realización personal. Para ganar la vida, hay que entregarla. Y en
esto consiste precisamente el fundamento de la dinámica amorosa.
Como también Jesús nos dice, «no hay amor más grande que el
que entrega la vida por sus amigos». Entre las diferentes cualidades
o tipos de amor, hay uno que es específico: el amor esponsal. La
entrega de la propia vida en la alianza matrimonial incluye la en-
trega mutua y la consiguiente recepción de la totalidad de los cón-
yuges, de modo característico, que lo hace diferente de otros tipos
de amor, la propia corporalidad. El acto conyugal es la expresión
acabada del amor esponsal, donde los esposos se entregan y reciben
mutuamente.
Es en este contexto donde la sexualidad adquiere su significa-
do auténtico y profundo. La diferencia sexual es una dimensión
originaria del hombre y remite a su identidad última de ser imago

1.  Mario Iceta.


118 Vademécum para matrimonios

Dei, llamado a la comunión interpersonal. Por eso el cuerpo posee


una intrínseca dimensión esponsal. La persona humana ama tam-
bién con el cuerpo. En último término, la sexualidad es el lenguaje
corporal del amor esponsal. Esta diferenciación sexual, que señala
la reciprocidad entre el hombre y la mujer en vistas a la mutua do-
nación, se expresa a todos los niveles de la persona humana: la di-
ferencia sexual no solo abarca los aspectos físicos y biológicos, sino
también los aspectos psicológicos, afectivos y espirituales. No se
puede confundir sexualidad con genitalidad. La diferencia sexual
no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo más ínti-
mo del ser y está orientada a la comunión interpersonal.
Por ello, la sexualidad, fuera del amor, que es su referente fun-
damental, aparece al hombre como ininteligible y fácilmente es ins-
trumentalizada por otras dimensiones. No hay sexualidad humana
sin amor. Las características propias del amor conyugal, la fideli-
dad, exclusividad, estabilidad y definitividad, se expresan admira-
blemente en el acto conyugal. El rasgo propio del amor conyugal
que lo diferencia esencialmente de otros tipos de amores (amor de
amistad, de fraternidad…) radica precisamente en la corporalidad.
Sólo en el acto conyugal, expresión de amor esponsal, se entrega
y recibe el cuerpo del otro, del cónyuge. Por ello el acto conyugal
es esencialmente un acto de donación donde los esposos se donan
y reciben mutuamente no solo corporalmente, sino también por
medio de sus afectos, entregando y recibiendo su vida y su persona.
Por ello podemos afirmar que el acto conyugal es un acto esen-
cialmente extático que implica el don total y recíproco de sí. De
este modo, la sexualidad encuentra su significado, manifestando su
belleza y bondad, pues expresa corporalmente el amor de donación
entre el marido y la mujer.
Es el amor que se ofrecen recíprocamente un hombre y una
mujer que tiene como características la exclusiva intimidad corpo-
ral en la que se unen como esposos y la apertura a la paternidad y
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  119

maternidad como fruto de este amor. En cuanto amor personal y


mutuo, es auténticamente libre y personal, no meramente emotivo
o pasional (cf. HV 10; FC 13). Por eso mismo, este amor cuenta
con unos contenidos precisos. Cuando falta la unión íntima y ex-
clusiva entre los esposos o la apertura a la vida, no se puede llamar
a un amor conyugal aunque se dé entre un hombre y una mujer.
La intimidad que se ofrecen los esposos el uno al otro orienta este
deseo sexual de tal forma que convierte el acto sexual en un acto
conyugal válido para expresar y reforzar la comunión de personas
que conforma el matrimonio y que en la Sagrada Escritura se ex-
presa simbólicamente con la significativa afirmación de «ser una
carne». La unión de los cuerpos de los esposos como expresión del
amor conyugal realiza tal amor según los planes de Dios y, de he-
cho, consuma el matrimonio en cuanto tal.
Significados. El significado último del acto conyugal es expre-
sar corporal y vitalmente el amor esponsal, y por ello conlleva las
dos dimensiones propias de este amor que son el carácter unitivo y
la fecundidad. Estas dos dimensiones, unitiva (oblativa) y fecunda
del acto conyugal son características de una única e idéntica reali-
dad. En su vertiente unitiva, la donación y la recepción mutua de
los esposos alcanzan la realidad a la que tiende el amor conyugal,
que es la comunión interpersonal, perfeccionándose el uno por me-
dio de la entrega del otro. Así mismo, en el acto conyugal los cón-
yuges ponen las condiciones necesarias para que venga a la vida un
nuevo ser, fruto de ese amor y esa entrega, participando en el poder
creador de Dios, que es amor, siendo cooperadores, «ministros» en
el servicio de la vida.
«El amor conyugal se expresa y perfecciona singularmente con
la acción propia del matrimonio» (GS 49). El acto conyugal es el
acto propio y específico de la vida matrimonial. Es el modo típico
con el que los esposos se expresan como una sola carne y llegan a
conocerse mutuamente en su condición específica de esposos. Es
120 Vademécum para matrimonios

santo y fuente de santificación para los cónyuges. La moralidad del


placer en la relación conyugal depende de su ordenación con res-
pecto al acto sexual (bien de la persona, bien útil y bien deleitable).
Cuando proviene de un acto moralmente bueno es lícito, siendo
parte de una actividad moralmente recta y poniéndose al servicio
de la donación interpersonal.
La riqueza de los significados propios del cuerpo humano exi-
ge la integración moral de la sexualidad y el amor en el bien de la
persona en que consiste el amor verdadero. La banalización de la
sexualidad conlleva la banalización de la persona. Cuando la se-
xualidad se banaliza no se capta la riqueza de la persona del otro,
no se es capaz de ver más allá del cuerpo. La persona humana
trasciende la simple genitalidad. El acto conyugal verdadero es
siempre acto de comunión con otra persona considerada un bien
y un fin en sí misma. Es acto de entrega, de donación que conlle-
va en sí una dimensión irrevocable y definitiva y es en sí misma
fecunda. Por ello, es necesaria la educación afectiva para que el
hombre sea capaz de integrar y rectificar sus dinamismos, impul-
sos y pasiones con vistas a un amor verdadero que se fundamenta
en el don recíproco de sí.
La dignidad de la persona humana requiere que venga a la exis-
tencia en el «hábitat» o «ecología» que consiste precisamente en el
acto que significa la donación interpersonal, propia del amor, de
los cónyuges. Desde el punto de vista teológico, el amor conyugal
es participación del amor creador de Dios y del amor de Cristo por
su Iglesia. En toda concepción humana se unen de modo miste-
rioso pero real el poder creador de Dios y la colaboración de los
esposos. Por eso, la lógica del don debe determinar el ethos del acto
conyugal. Cualquier otra lógica, altera y destruye el ethos adecuado
a un acto tan profundamente humano y tan santo. Mediante la
transmisión de la vida, los esposos realizan la bendición original
del Creador y transmiten la imagen divina de hombre a hombre.
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  121

En esta misión, los esposos son cooperadores o «ministros» de la


acción creadora de Dios, que se implica en el amor de los esposos
(«no sois vosotros los que me habéis elegido a mí») para engendrar
una nueva persona.

Documentos de la Iglesia: Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,


n. 49; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981),
n. 13; Pablo VI, Enc. Humanae vitae (25.VII.198), n. 10; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 74, 120,143,
150-157, 314-325.
Bibliografía: Sarmiento, A., El secreto del amor en el matrimonio,
Cristiandad, Madrid 2003, 63-72.

37. ¿Por qué el acto de amor conyugal ha de estar abierto


a la vida?

Dos significados. En el acto matrimonial están inscritos dos sig-


nificados o funciones correspondientes a la doble finalidad del ma-
trimonio: la unitiva y la procreadora. Y, entre ellos, se da una unión
de tal naturaleza que nunca está permitido separarlos (cf. DVi II,
4; HV 12). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magiste-
rio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha queri-
do, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre
los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el
significado procreador» (HV 12).
El término «significado» indica la finalidad a la que está orien-
tado el acto conyugal en su dimensión objetiva (lo que ese acto
quiere decir en sí mismo). Por eso mismo señala también el criterio
que determina la verdad de ese acto en su dimensión subjetiva (lo
que quieren decirse los esposos con el lenguaje del acto conyugal).
Los aspectos personales forman parte de la verdad objetiva del acto
conyugal. La norma moral del acto conyugal se identifica con la
relectura, en la verdad, del lenguaje del cuerpo. El acto conyugal
122 Vademécum para matrimonios

que no está abierto a la vida –según su disposición natural– o se


impone al otro cónyuge, se revela, en sí mismo, incapaz de expresar
el amor conyugal.
Exigencia de la verdad del acto conyugal. La apertura a la trans-
misión de la vida es una exigencia del carácter interpersonal y de
la totalidad propias de la comunión conyugal. En cuanto modali-
zación de la corporalidad, la sexualidad participa de la condición
personal (el ser humano es hombre o es mujer); y, en cuanto tal,
expresa la persona y es cauce de comunicación. Por eso el acto con-
yugal, como lenguaje de la sexualidad humana, ni puede realizarse
automáticamente ni ser impuesto. Para que sea expresivo de la rela-
ción interpersonal ha de ser un acto de libertad en el que participe
la persona en su totalidad. Y aquí está, precisamente –en la verdad
de la donación interpersonal a través de la relación sexual–, la razón
de que el acto matrimonial deba estar abierto a la fecundidad. En
otro caso, no respondería a la verdad que está llamado a expresar.
La coincidencia de estos dos significados responde a la verdad del
acto y a la norma que deben seguir los esposos.
La inseparabilidad de esos bienes y significados en la relación
conyugal está requerida por la verdad ontológica del acto conyugal
como acto de amor de los esposos, y designa el carácter indisociable
de la dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad humana.
Esa es la estructura íntima del acto conyugal. Se habla, por tanto,
del carácter objetivo de esa indisociabilidad.
Inseparable de la expresión del amor. Los significados unitivo y
procreador están unidos inseparablemente. Uno y otro se reclaman
e implican mutuamente hasta el punto que, si cualquiera de ellos
falta, ni el ejercicio de la sexualidad es humano, ni la unión sexual
es verdaderamente conyugal. En el fondo, porque en la verdad de
su dimensión ontológica constituyen una unidad. La consideración
antropológica y teológica de la sexualidad y el amor conyugal exi-
gen que en la relación del acto conyugal se observe como norma la
inseparabilidad de ambos significados. La inseparabilidad de esos
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  123

dos significados es un criterio de la verdad del acto conyugal. Es


una necesidad ética: una realidad que debe ser así.
Como la experiencia demuestra también, los actos humanos, to-
dos, son a la vez del cuerpo y del espíritu. Solamente existe un «yo»,
la persona humana. Por eso el amor no es solo una realidad que per-
tenece a la subjetividad del sujeto que actúa. Por eso también la pro-
creación no es solo el resultado de un proceso biológico: el acto de la
procreación –por ser de la persona– no puede ser aislado o separado
de la dimensión espiritual: es a la vez corporal y espiritual. Si no fue-
ra así se daría una dicotomía o fractura en la unidad de la persona.
La procreación exige el amor y este a su vez implica la aper-
tura a la procreación. Uno y otro bien y significado se reclaman e
implican de tal manera que, si se separan, se destruyen. La verdad
interior del amor y del acto conyugal está condicionada necesaria-
mente por la apertura a la fecundidad, tanto si se considera desde la
perspectiva de los esposos como desde la de los hijos, los frutos de la
unión conyugal. En el primer caso, porque su unión es verdadera-
mente expresiva de la relación interpersonal en la medida en que es
desinteresada y total; y eso no sucede cuando no se respeta la aper-
tura a la fecundidad: al menos no se entregan en esa dimensión. En
el segundo caso –es decir, desde los hijos–, porque su condición de
personas exige que vengan a la existencia en un contexto de amor y
donación gratuitos: tan solo así se reciben como don y son afirma-
dos por sí mismos. Esto únicamente puede tener lugar en la unión
sexual –verdaderamente humana, fiel y exclusiva, total, abierta a la
vida– propia del matrimonio, uno e indisoluble.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2366,


2369; CDF, Instr. Donum vitae (22.II.1987), II, 4; Juan Pablo II,
Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 32; Pablo VI, Enc.
Humanae vitae (25.VII.1968), n. 12; Pío XI. Enc. Casti connubii (31.
XII.1930), n. 60; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.
III.2016), nn. 80-81.
124 Vademécum para matrimonios

Bibliografía: Viladrich, P.-J., Agonía del matrimonio legal, EUNSA


1989, 169-170; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid
2008, 272-287; Sarmiento, A., Generosidad. En la familia y siempre,
EUNSA, Pamplona 2014, 33-39.

38. ¿El acto conyugal favorece y sirve para crecer en el amor


conyugal?

Porque se han unido en matrimonio ha surgido entre los espo-


sos una comunidad que debe ser de amor y debe crecer cada vez
más. Se inicia en la celebración del matrimonio, se realiza cada día
y está destinada a desarrollarse existencialmente hasta alcanzar la
perfección a la que como casados están llamados los esposos; en el
caso de los matrimonios cristianos: ser signos visibles del amor de
Cristo por la Iglesia.
A esa finalidad –el bien y perfeccionamiento de los esposos–, sin
embargo, tan solo sirve aquel proceder de los esposos coherente con
la verdad de la relación que les une, o, con otras palabras, cuando
es amor conyugal (cf. GS 49-51), cuya expresión más singular es el
llamado acto conyugal: el amor conyugal, señala el Vaticano II, «se
expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matri-
monio». «Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamen-
te entre sí, son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdadera-
mente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se
enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (GS 49).
La verdad del acto conyugal –ser honesto y digno– no se deter-
mina por lo que es fisiológicamente una unión natural. Observar
esa fisiología es necesario, pero no es suficiente. Para que esos actos
sean expresión de amor han de ir de persona a persona y, por eso,
como la persona humana es una totalidad unificada (cuerpo - es-
píritu), solo son personales si está presente esa totalidad. De esa
relación han de formar parte los valores sensibles, etc., pero estos no
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  125

pueden ser opacos, han de ser transparentes y dejar ver al «tú» de la


otra parte. La naturaleza que se pone en juego es la humana, que
no se traduce solo en lo fisiológico, sino sobre todo en lo espiritual
–el hombre es racional por naturaleza–, de forma que el espíritu
integra lo fisiológico en la unidad de lo que es el ser humano. La
unión de los cuerpos es digna y conforme a su naturaleza única-
mente cuando es la manifestación de un amor auténtico y de la
entrega que este lleva consigo.
Los esposos han de ir a esa relación con la disposición de en-
tregarse. El acto conyugal debe ser expresión de la donación perso-
nal. Y «darse» al otro cónyuge exige fidelidad interior. No pueden
limitarse a realizar esa unión según lo que sería «técnica» o fisio-
lógicamente correcto. Esa es la razón de que no sean actos conyu-
gales los que se realizan con sucedáneos (acudiendo a imágenes
sugerentes, reales o fantásticas, de las que se serviría para sustituir
intencionalmente al propio cónyugue en la unión) o las interrup-
ciones voluntarias (onanismo). En esa relación los esposos han de
buscar sobre todo el bien y la satisfacción de la otra parte antes que
la suya propia. Si el marido no fuera lo suficientemente considera-
do o no se adaptara bien a la fisiología de la mujer –más lenta–, lo
que procede es decírselo con prudencia, con sencillez y cariño. La
mujer no puede contentarse con una postura pasiva; no ya en la
unión misma, sino también en cuanto a la iniciativa, limitándose
a acceder si el marido lo solicita.
El acto conyugal no puede realizarse automáticamente ni, to-
davía menos, puede ser impuesto, ha de ser un acto de libertad. Un
acto en el que la persona se entregue como tal, en su totalidad. Y
por eso la procreación no puede ser solo el resultado de un proceso
biológico, ha de ser a la vez corporal y espiritual. Esa es precisa-
mente la razón de que el acto matrimonial deba estar abierto a la
fecundidad. La apertura a la transmisión de la vida es una exigencia
del carácter interpersonal y de totalidad propias de la comunión
126 Vademécum para matrimonios

conyugal. Acto conyugal significa también apertura a la vida. Solo


así la entrega es gratuita y sin reservas. Solo así la donación propia
de la relación sexual se realiza en la verdad.

Documentos de la Iglesia: Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,


n. 49; Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), n. 12; Pío
XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), n. 60; Papa Francisco, Exh.
Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 74, 89, 133-135.
Bibliografía: May, W., «La “comunio personarum” y el acto conyu-
gal», en PCFam, Moral conyugal y sacramento de la Penitencia, Pa-
labra, Madrid 1999, 203-221; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad,
Palabra, Madrid 2008, 372-338.

39. ¿Se puede decir que el acto conyugal es un derecho/deber


de los casados?

La naturaleza de la «unidad de dos», es decir, la comunidad


conyugal que los esposos han constituido al celebrar su matrimo-
nio ha hecho surgir, entre ellos, el deber/derecho a los actos con-
yugales. Un derecho/deber que es mutuo o recíproco, permanente
y exclusivo.
Un deber. En el lenguaje clásico se conoce a veces como «débito
conyugal», según la expresión del Apóstol: «El marido dé el débito
a la mujer y lo mismo la mujer al marido; la mujer no es dueña de
su cuerpo, sino el marido; igualmente el marido no es dueño de su
cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de mutuo
acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego volved a
estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinen-
cia» (1 Co 7, 3-5). La obligación de acceder al acto conyugal es un
deber de justicia y un deber de amor. Al casarse, el hombre y la mu-
jer han hecho el compromiso de amarse conyugalmente. Negarse a
ese acto cuando se pide «justa», «seria» y «razonablemente» sería, de
suyo, una transgresión grave de esta obligación moral. La gravedad
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  127

de la negativa sería aún mayor, si por esa actitud se diera a la otra


parte ocasión de pecado o de infidelidad.
Se entiende que la petición es «justa» cuando el acto que se
solicita es verdaderamente conyugal. Solo a un acto de esa natura-
leza se han comprometido en su matrimonio y solo a ese acto da
derecho la unión matrimonial. Por ese motivo no se puede invocar
derecho alguno a prácticas onanísticas o de otra naturaleza, que
contradigan la índole propia de la donación conyugal (v. g., pre-
tender realizarlo sin que haya la natural intimidad). Si se pidiera
de esa manera no habría obligación alguna de acceder a la petición
inmoral. Es más, el esposo solicitado debería negarse, a no ser que
–como se dice en la pregunta 43– hubiera lugar a una cooperación
material. Es «seria», si existe verdadera voluntad de realizar el acto
conyugal. Pero no lo sería, si se renunciara a la petición sin difi-
cultad y prontamente. Es «razonable» cuando, además de hacerse
de un modo verdaderamente humano –con advertencia y volun-
tariedad–, esa petición está justificada por motivos que, dicho de
manera negativa, no se oponen a la dignidad personal.
Esta obligación cesa en el caso de adulterio. El cónyuge ino-
cente, o no culpable del adulterio, puede negarse entonces al acto
conyugal. El adulterio es una injusticia, y el que lo comete, al violar
la promesa dada y quebrantar los derechos del otro cónyuge, pierde
a su vez todos los derechos conyugales (cf. CEC 2381). Incluso
podría dar lugar al derecho a la separación conyugal (vid.). El cón-
yuge culpable del adulterio no está obligado a dar noticia a la otra
parte del adulterio que ha cometido; ni a renunciar, por propia
iniciativa, al acto conyugal.
Tampoco existe la obligación de prestarse al acto conyugal, si el
cónyuge que lo solicita descuida gravemente sus obligaciones con-
yugales o paternas. O, como acaba de decirse, la petición no es
«justa» o «razonable» (v. g., en estado de embriaguez, bajo el efecto
de drogas, con violencia,…); o es «inmoderada»: es decir, sin tener
128 Vademécum para matrimonios

en cuenta las condiciones de salud corporal y psíquica, etc. (v. g.,


en los días inmediatos al parto, etc.); o si la realización del acto
conyugal comporta «consecuencias graves» para la posible descen-
dencia (v. g., peligro de hijos enfermos o con taras por los efectos
del alcohol o de estupefacientes) o, como se ha dicho antes, para los
cónyuges (v. g., enfermedad venérea contagiosa grave como la sífi-
lis, el SIDA, etc.). De todos modos en la valoración de esos motivos
es necesario proceder siempre con prudencia; y, en consecuencia,
habrá que dejarse aconsejar, ya que existe el riesgo grave de tomar
decisiones excesivamente subjetivas. En la práctica, lo prudente será
acudir a un confesor con ciencia y experimentado.
Un derecho. El acto conyugal es también un «derecho» y com-
pete por igual a cada uno de los esposos. Así se deduce de la na-
turaleza y finalidad del matrimonio. Y así se reconoce también en
el Derecho de la Iglesia: «Ambos cónyuges tienen igual obligación
y derecho respecto a todo aquello que pertenece al consorcio de
la vida conyugal» (CIC 1135). De suyo no hay obligación de ha-
cer uso del derecho. Pero podría haberla por otros motivos, v. g.,
reconciliarse con el cónyuge, fomentar la fidelidad, prevenirle de
algún peligro (v. g., incontinencia, adulterio…), etc. Por esta mis-
ma razón –se ha recordado antes– hay obligación de abstenerse del
uso de ese derecho cuando se padece una enfermedad contagiosa.
Cuando sea el caso, para solicitar el acto conyugal deberá adver-
tirse previamente a la otra parte del peligro que corre al prestarse
al acto conyugal, y solo cuando esta acceda libremente será lícito
realizarlo.
Sin embargo, uno y otro cónyuge, procediendo libremente y
de mutuo acuerdo, pueden abstenerse de realizarlo por un tiem-
po determinado o por toda la vida. Es un derecho al que pueden
renunciar. Deberá, sin embargo, haber un motivo justo para ello.
Como recuerda el Concilio Vaticano II, ese acto realizado casta y
humanamente, contribuye grandemente al fomento del amor mu-
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  129

tuo conyugal (cf. GS 49). Esa es también la recomendación del


Apóstol (cf. 1 Co 7, 5).

Documentos de la Iglesia: Código de Derecho Canónico, cn. 1135; Pío


XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), n. 77; Pío XII, Alocución
(10.29.1951), nn. 22-25.
Bibliografía: Fernández, A., «Obligaciones éticas de los esposos en-
tre sí», en Fernández, A., Teología Moral. II: Moral de la persona y
de la familia, Aldecoa, Burgos 2003, 586; Sarmiento, A., El secreto
del amor en el matrimonio, Cristiandad, Madrid 2003, 79-83; Vila-
drich, P.-J., Agonía del matrimonio legal, EUNSA, Pamplona 1989,
129-138.

40. ¿Tiene, el amor conyugal, otras manifestaciones?

Además del acto específico del amor conyugal pueden darse,


entre los esposos, otros actos más o menos relacionados con aquel,
conocidos comúnmente como actos incompletos y actos complemen-
tarios. Los primeros son los que realizan los esposos fuera del acto
conyugal y sin que tengan relación con él, es decir, sin que con
ellos pretendan preparar o completar la plena unión sexual. Los
segundos, en cambio, están ordenados a servir de preparación o
complemento a esa plena unión con la que constituyen una uni-
dad, intentada así por los esposos. Unos y otros pueden servir para
expresar el amor conyugal y contribuir al bien y perfeccionamiento
de los esposos.
Moralidad. Desde una consideración objetiva, la moralidad de
esos actos puede formularse como sigue:
–  Los llamados actos incompletos son honestos y moralmente
buenos –v. g., los besos, abrazos…– entre los esposos, aunque den
lugar a excitaciones sexuales, con tal de que no lleven peligro próxi-
mo de polución y, además, se realicen con una finalidad honesta,
v. g., para manifestarse el amor. Por eso, como afirma la generali-
130 Vademécum para matrimonios

dad de los autores, «son lícitos (en los casados) los pensamientos y
deseos referentes a actos lícitos pasados o futuros, respectivamente,
aunque originen excitaciones sexuales. Lo único que debe evitarse
en todo acto incompleto es el peligro próximo de polución, ya que
ésta es tan ilícita para los casados como para los solteros. Mejor
dicho: es más grave en los casados, porque supone, además de la
violación de la castidad, una ofensa al otro cónyuge y un ultraje al
sacramento del matrimonio; sin embargo, por un motivo impor-
tante podría tolerarse este peligro. Pero nunca es lícito prestar el
consentimiento a una polución surgida involuntariamente».
–  Sobre los llamados actos complementarios se puede establecer,
como principio general, que es honesto y moralmente lícito: a) todo
lo que es necesario o conveniente para el recto uso del matrimonio
(lo que es conforme con la naturaleza y finalidad del matrimonio
y del acto conyugal); b) todo lo que prepara, realiza y completa ese
acto; c) todo lo que sirve para expresar, nutrir y acrecentar el amor
mutuo entre los esposos, observados –se insiste una vez más– los
criterios objetivos de la naturaleza del acto conyugal. Si el acto con-
yugal es bueno y santo –el fin al que se ordenan esos actos–, ha de
ser también bueno y santo lo que se ordena por su propia naturaleza
a ese mismo fin. No es ese el caso de aquellos actos que, dentro
de este contexto, en modo alguno pueden ser considerados como
complemento natural del acto conyugal.

Documentos de la Iglesia: Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,


n. 49; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), n. 22; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 120, 125, 150-
151.
Bibliografía: Sarmiento, A., El secreto del amor en el matrimonio, Cris-
tiandad, Madrid 2003, 83-90;Wojtyla, K., Amor y responsabilidad,
Palabra, Madrid 2008, 327-337.
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  131

41. ¿Cómo proceder en algunas situaciones particulares


(edad avanzada, enfermedades de transmisión sexual, etc.)
cuando no es posible la relación sexual específica
del matrimonio?

En la edad avanzada. Cuando se ha alcanzado una determina-


da edad –en la así llamada «tercera edad»– se produce un declive
orgánico que afecta también a la sexualidad, más o menos según
los casos. Y ello no deja de tener repercusiones en la vida conyugal.
Se nota en primer lugar en la apetencia sexual, de ordinario bastan-
te más prolongada en el varón que en la mujer. Esto requiere, por
parte de ella una caridad particularmente delicada, que le llevará
muchas veces no ya a acceder a las peticiones del marido, sino tam-
bién a disimular su inapetencia.
Sin embargo, a veces surgen otros problemas de orden fisioló-
gico. Si llegan a producir incapacidad para la realización del acto
conyugal, por parte de cualquiera de los cónyuges, es necesario
admitir que la actividad sexual ha llegado a su fin, porque cual-
quier intento en este sentido solo puede desembocar en algo que
no es una verdadera unión conyugal, por mucho que se deseara
que la realidad fuera otra. Si se tratara de una impotencia debi-
da simplemente a la falta de vigor sexual en el varón, habría que
distinguir si es incidental o definitiva. Si fuera algo incidental, no
habría inconvenientes morales con tal de que hubiera esperanza de
realizarlo adecuadamente y así se hubiera intentado, aunque a veces
no se pueda culminar la acción. Si se concluyera que la impotencia
es definitiva –lo que requiere la aceptación humilde de la realidad–,
habría que poner fin a las relaciones sexuales.
En el caso de enfermedades de transmisión sexual. La entrega
propia del acto conyugal es un derecho/deber de los esposos. Ese
deber/derecho, sin embargo, deja de tener vigencia en la hipótesis
de que su realización conlleve consecuencias graves para los espo-
132 Vademécum para matrimonios

sos. Es el caso, por ejemplo, de que se contribuye así a transmitir


alguna enfermedad grave (enfermedad venérea contagiosa como la
sífilis, el SIDA, etc.). Aunque es necesario una mayor matización
y distinguir entre el cónyuge responsable de la transmisión de la
enfermedad y el que no lo es.
El esposo que padece una enfermedad contagiosa ha de abste-
nerse del uso de ese derecho hasta que pase el peligro de contagio.
Para solicitar el acto conyugal deberá advertirse previamente a la
otra parte del peligro que corre al prestarse al acto conyugal, y solo
cuando esta acceda libremente será lícito realizarlo. Por su parte, el
que no es responsable no tiene obligación de acceder a la petición
que se le haga. Si bien, por motivos proporcionalmente graves, po-
drá hacerlo. Y en algunos casos esa manera de actuar será manifes-
tación clara de una altísima virtud.
Documentos de la Iglesia: Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laeti-
tia (19.III.2016), nn. 163-164.
Bibliografía: Viladrich, P.-J., Agonía del matrimonio legal, EUNSA,
Pamplona 1989, 163-168.

42. ¿Cómo proceder si, en la unión conyugal, uno de los


esposos no quiere actuar conforme a lo que pide el recto
orden moral?

El problema. El acto propio de los esposos en la relación conyu-


gal, de suyo honesto y santo, puede carecer de esa bondad y consti-
tuir un verdadero pecado, si no se realiza con las condiciones nece-
sarias para su rectitud moral. Y puede suceder que los dos esposos
sean responsables de esa acción intrínsecamente mala, porque uno
y otro procedan de común acuerdo, queriendo y llevando a cabo la
acción inmoral. Pero existe también la posibilidad de que uno de
ellos sea el culpable de las prácticas inmorales y que el otro cónyu-
ge tan solo preste su cooperación o concurso al pecado de la otra
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  133

parte. Porque, aunque el acto conyugal puede considerarse como


un único acto físico común a los dos esposos, en su realización hay,
sin embargo, dos actos humanos: son dos los sujetos que obran; y,
por tanto, puede suceder que el mismo y único acto físico responda
a dos actos humanos de distinta moralidad. ¿Qué moralidad tiene
entonces el concurso o cooperación que se da a la acción pecami-
nosa del otro cónyuge?
Moralidad de la cooperación formal. Según los principios funda-
mentales de la cooperación al mal, la cooperación formal, es decir,
la que se da aprobando interna o externamente la acción pecami-
nosa –el pecado– es siempre intrínsecamente mala. De esa manera
comete un doble pecado: contra la justicia y contra la castidad. En
ningún caso, por tanto, es lícita la cooperación formal.
Moralidad de la cooperación material. La cooperación material y
pasiva puede ser lícita en algunas circunstancias. Se entiende como
cooperación material aquella en la que el cónyuge inocente, además
de no aprobar el pecado ajeno, manifiesta de modo conveniente su
desacuerdo con esa manera de actuar. Y por cooperación pasiva,
aquella en la que el cónyuge inocente no es el causante ni siquiera
indirecta o implícitamente de la acción pecaminosa que realiza la
otra parte, v. g., quejándose de los inconvenientes de un nuevo em-
barazo, etc.
«Presentan una especial dificultad los casos de cooperación al
pecado del cónyuge que voluntariamente hace infecundo el acto
unitivo. En primer lugar, es necesario distinguir la cooperación
propiamente dicha de la violencia o de la injusta imposición por
parte de uno de los cónyuges, a la cual el otro no se puede oponer.
Tal cooperación puede ser lícita cuando se dan conjuntamente es-
tas tres condiciones:
1. la acción del cónyuge cooperante no sea en sí misma ilícita;
2. existan motivos proporcionalmente graves para cooperar al
pecado de cónyuge;
134 Vademécum para matrimonios

3. se procure ayudar al cónyuge (pacientemente, con la ora-


ción, con la caridad, con el diálogo: no necesariamente en
aquel momento, ni en cada ocasión) a desistir de tal conduc-
ta» (VdM 13).
Como aplicación práctica de cuanto se viene diciendo desde el
punto de vista de la licitud moral, con causa proporcionada es po-
sible: a) la cooperación material y pasiva al onanismo del marido;
b) esa misma cooperación cuando el otro cónyuge se ha esteriliza-
do definitiva o temporalmente (si se recurre al uso de medios que
pueden tener efectos abortivos, se deberá evaluar cuidadosamente la
cooperación al mal; esa cooperación no parece que pueda prestarse
cuando el medio utilizado sea directa y ciertamente abortivo ); y
c) y también, en casos proporcionadamente graves, si uno de los
cónyuges pretende servirse de instrumentos (v. g., preservativo) en
la unión conyugal. Pero el amor y la caridad hacia la otra parte exi-
girán siempre manifestar activamente de manera clara el desacuerdo
con esa forma de actuar. Además, del modo más conveniente, con
medios naturales y sobrenaturales se deberá poner el esfuerzo ne-
cesario para llevarla a obrar bien. No es suficiente, por tanto, con
«dejar hacer».
No cabe la cooperación material y pasiva cuando el otro cón-
yuge busca realizar una unión sodomítica o cuando la mujer ha
tomado antes un fármaco directa y ciertamente abortivo o usa de
instrumentos mecánicos –v. g., DIU– con efectos también abor-
tivos. En el primer caso no hay acto conyugal sino un uso intrín-
secamente desordenado de la facultad generativa; y en el segundo
caso se daría cooperación a un posible aborto, un crimen al que no
se puede nunca cooperar y totalmente desproporcionado con los
males que se evitarían con la cooperación material y pasiva.

Documentos de la Iglesia: PCFam, Vademécum para los confesores so-


bre algunos temas de moral conyugal (12.II.1997), nn. 13-14; Juan
Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25.III.1995), n. 74.
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  135

Bibliografía: Caffarra, C., «La cooperación al mal de la contracep-


ción», en PCFam, Moral conyugal y sacramento de la Penitencia, Pa-
labra, Madrid 1999, 163-171; Sarmiento, A., El secreto del mor en el
matrimonio, Cristiandad, Madrid 2003, 216-222.

43. ¿Se puede buscar el placer en la relación conyugal, es decir,


esa relación es moralmente buena y, por tanto, expresión
de un amor conyugal verdadero?

La valoración moral del placer depende de la condición moral


del acto al que acompaña. El placer que proviene de un acto mo-
ralmente bueno es bueno y puede ser intentado, es parte de una
actividad moralmente recta. Como tal, es indisociable de la acti-
vidad a la que acompaña. Por eso se debe rechazar la posición que
defiende que ha de ser despreciado o simplemente tolerado el placer
que puede acompañar a la relación conyugal rectamente realizada.
El placer ha sido puesto por Dios para facilitar las operaciones rec-
tas. En la relación conyugal está ordenado a descubrir y manifestar
la recíproca corporalidad.
No lo sería si se desvinculara del respeto debido a la perso-
na, que nunca se puede convertir en objeto o bien instrumental.
Eso ocurriría si ese placer se buscara como finalidad última, y
también si se intentara como consecuencia de una acción que
evitara positivamente la finalidad a la que está ordenada de modo
natural.
Para que una acción sea moralmente recta no basta que la ac-
ción sea buena, es decir, ordenable al bien conforme a la naturaleza
racional del hombre; se requiere además que se realice bien, o sea,
que de hecho esté ordenada a ese bien. Hay que perseguir siempre
el bien honesto –lo conforme con la naturaleza racional del ser hu-
mano–, al que se ordena el bien útil, al que sigue –puede seguir– el
bien deleitable. Sólo de esa manera la búsqueda del placer deja de
136 Vademécum para matrimonios

ser egoísta, poniéndose al servicio de la entrega y donación inter-


personal.

Documentos de la Iglesia: Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane


(2.II.1994), n. 12; Pío XII, Alocución (10.29.1951), nn. 37-41; Papa
Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 143-149.
Bibliografía: Fernández, A., Teología Moral. II: Moral de la persona
y de la familia, Aldecoa, Burgos 1993, 534-536; Sarmiento, A., El
secreto del amor en el matrimonio, Cristiandad, Madrid 2003, 87-90.

44. ¿Se podrían «justificar» en algún caso las relaciones


sexuales extramatrimoniales?

A veces se aducen como razones para justificar las relaciones


sexuales extramatrimoniales, por lo menos en algunos casos, los
de disfunción sexual de los esposos; como medio para evitar la so-
ledad y frustración; o como medio para obtener favores y evitar
daños. Entonces –se argumenta– ese tipo de relaciones podría ser
compatible con los valores del matrimonio, ya que, en ese conflicto
de valores, lo que se haría sería buscar el mayor bien, evitando el
mayor mal.
Nunca se pueden justificar. Esa forma de razonar supone una
concepción de la sexualidad antropológica y éticamente irrelevan-
te: por no valorar adecuadamente la corporalidad humana, no se
percibe que la sexualidad posee una significación intrínseca e in-
manente a sí misma, que no depende de la que quiera conferirle
la voluntad humana. Por eso hay actos intrínsecamente malos y
el fin nunca puede justificar los medios. Tampoco un hipotético
consentimiento del propio cónyuge podría hacer lícito el adulterio,
ya que los derechos-deberes conyugales, enraizados en la entrega
y aceptación de la persona por el consentimiento matrimonial, no
dependen de la decisión humana (cf. GS, 48). Y, por otro lado,
El acto específico del amor matrimonial o acto conyugal  137

como en el supuesto anterior, se estaría ante una concepción de la


sexualidad que introducirá una ruptura de la unidad sustancial de
la persona humana.
Gravemente inmorales. Cuando el Magisterio de la Iglesia, si-
guiendo a la Escritura y la Tradición, condena las relaciones sexua-
les extramatrimoniales y proclama su gravedad moral no hace una
concesión a los estilos culturales de épocas determinadas. Propone
una doctrina que, por estar contenida en la Revelación y enrai-
zada en la humanidad del hombre y de la mujer, es irreformable
y de perenne actualidad. Por eso no admite ninguna excepción
(cualesquiera que sean las razones que se invoquen), ni siquiera
en el caso de que se cometiera con el consentimiento del propio
cónyuge. Desde el punto de vista objetivo ese proceder es siempre
gravemente inmoral.

Documentos de la Iglesia: CDF, Declaración Persona humana (29.


XII.1975), n. 7; Juan Pablo II, Alocución (5.X.1979), n. 6; Ídem,
Alocución (4.X.1984), n. 5; Pío XI, Enc. Casti connubii (31.
XII.1930), nn. 73-74.
Bibliografía: Fernández, A., «Relaciones extraconyugales» y
D’Agostino, F., «Familia y derechos de los menores», en PCFam, Le-
xicon, Palabra, Madrid 2004, 429-440; Fernández, A., Diccionario
de Teología Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 1148-1151.
VII
La procreación,
bien y fin del matrimonio y amor conyugal

«Por su misma naturaleza la institución del matrimonio y el


amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la
prole» (GS 48).
El matrimonio está orientado a una doble finalidad: el bien de
los esposos, en torno a la dignidad de los esposos, en cuanto personas
que forman la comunidad conyugal; y la apertura a la fecundidad,
en torno a la existencia como valor básico de la persona. Una y otra
son éticamente inseparables. Pero el valor primero y singularísimo del
matrimonio, como marco para el ejercicio de la sexualidad, radica en
que por su intrínseca constitución está ordenado a dar origen a la per-
sona humana. Un valor que se acrecienta aún más cuando se considera
la sexualidad como participación en la creación divina de la persona
humana, como el vehículo de la conjunción de la creatividad del amor
divino y del amor humano.

45. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la procreación es


uno de los fines del matrimonio?

«El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su


propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Desde
luego, los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen
140 Vademécum para matrimonios

grandemente al bien de los mismos padres. El mismo Dios, que dijo:


“No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18), y el que los creó
“desde el principio los hizo varón y hembra” (Mt 19, 4), queriendo
comunicarle una participación especial en su propia obra creadora,
bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn
1, 28). De ahí que el cultivo verdadero del amor y todo el sistema de
vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del
matrimonio, tiende a que los esposos estén dispuestos con fortaleza
de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por
medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia» (GS 50).
Exigencia del bien y verdad del matrimonio. La procreación es
la finalidad hacia la que por su intrínseco dinamismo se orienta
el matrimonio, no de modo diferente de como el ojo tiene como
finalidad la visión. La ordenación del matrimonio a la procreación
es una exigencia de la naturaleza de la sexualidad humana, sobre la
que se fundamenta el matrimonio. El matrimonio está orientado a
la procreación, porque la sexualidad está ordenada al matrimonio,
y el procreativo es uno de los significados de la sexualidad. Este es
el sentido objetivo al que tiende el lenguaje de la sexualidad.
Expresión de la verdad del amor conyugal. Y hacia esa misma
finalidad está ordenado el amor conyugal. La verdad interior del
amor conyugal está condicionada necesariamente por la apertura
a la fecundidad. En su realidad más profunda el amor es esencial-
mente don, tanto si se considera en Dios, su fuente suprema (cf. 1
Jn 4, 8), como en el hombre. Y en cuanto don –a fin de que el len-
guaje exterior exprese la verdad interior–, los esposos han de estar
abiertos a la fecundidad. Tan solo así la entrega es desinteresada
y sin reservas: el amor conyugal no puede agotarse en la pareja
(cf. FC 14). La plenitud del amor y del acto conyugal, tanto desde
el punto de vista biológico como afectivo, se alcanza –en caso de
que la naturaleza no falle– cuando es fecundo. La orientación del
matrimonio a la procreación no se identifica con el hecho de la
La procreación, bien y fin del matrimonio y amor conyugal  141

fecundidad, ni con la intención subjetiva de los esposos de tener


un hijo. Desde el punto de vista ético, esa apertura a la fecundidad
viene determinada –ese es el criterio– por el respeto a la orientación
a la vida que el acto matrimonial tiene en su misma estructura.
La finalidad procreadora del matrimonio ha de observarse en to-
dos y cada uno de los actos matrimoniales. No solo en el conjunto
de la vida conyugal (cf. HV 14). La estructura de esos actos desde
todos sus aspectos –anatomía, fisiología, biología, psicología– está
orientada a la transmisión de la vida. (No menos que a la expre-
sión del amor y donación recíproca). Esa es la finalidad a la que el
acto conyugal tiende desde su misma naturaleza, por ser expresión
del amor que le distingue esencialmente de cualquier otro tipo de
amores. Esta es la enseñanza clara de la Iglesia cuando proclama
que «todo acto matrimonial, en sí mismo, debe quedar abierto a la
transmisión de la vida (HV 11)» (CEC 2366).
La ordenación a la fecundidad no es la única finalidad del ma-
trimonio. Que el matrimonio está orientado a la fecundidad no ha
de entenderse como si esta fuera su única finalidad. Tampoco, en
el sentido de que la sexualidad en el matrimonio solo es ordenada si
es posible la fecundidad (únicamente, por tanto, en la época de fer-
tilidad femenina). Los matrimonios sin hijos y la vida conyugal no
pierden su valor ni siquiera cuando, por motivos serios y graves, se
intenta que esa fecundidad no tenga lugar, con tal de que los esposos
respeten la disposición natural a la fecundidad propia del amor con-
yugal. Porque, como se recuerda al tratar de la paternidad responsa-
ble, una cosa es la disposición a la fecundidad –estar dispuesto a ser
padre o madre si la procreación se siguiera de los actos que se ponen
según la naturaleza–, y otra, que esa procreación se siga.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1652-


1654; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48, 50; Juan
Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 28-41;
142 Vademécum para matrimonios

Pío XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 11-18; Papa Francis-
co, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 125.
Bibliografía: Mattheuws, A., Unión y procreación. Evolución de la doc-
trina de los fines del matrimonio, PPC, Madrid 1990; Wojtyla, K.,
Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 272-287; Sarmiento,
A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 2012, 377-386.

46. ¿Si la procreación es uno de los fines del matrimonio, cómo


valorar la esterilidad matrimonial? ¿Cuándo son lícitas las
intervenciones médicas para superar la esterilidad?

Una distinción necesaria. Una cosa es que la orientación a la


procreación sea una finalidad esencial al matrimonio. Y otra, que
de la unión conyugal se siga de hecho la procreación. Porque puede
ocurrir que, por causas ajenas a la voluntad de los cónyuges, no
tenga lugar la transmisión de la vida. Así sucede en el caso de la es-
terilidad matrimonial. Una expresión que alude a la incapacidad de
los esposos para concebir. Se puede deber a múltiples causas tanto
en la mujer como en el varón. Hace que no sea posible el embarazo.
Valorar en su medida el amor y el acto conyugal. La esterilidad
matrimonial no debe constituir un obstáculo para el perfecciona-
miento y realización de los esposos, ni ha de llevar a no valorar en
su medida la unión y el amor conyugal. En primer lugar, porque
la transmisión de la vida no es el único fin del matrimonio y este
conserva su valor aunque no hubiera descendencia (cf. GS 50). Y,
en segundo lugar, porque, según recuerda también el Concilio, los
actos de amor conyugal contribuyen en buena medida a la mu-
tua perfección y realización personal (cf. GS 49). En esta línea,
la Iglesia ve como buenas y santas las relaciones conyugales y el
matrimonio de las personas que no pueden tener ya descendencia
por su edad avanzada.
La procreación, bien y fin del matrimonio y amor conyugal  143

No es un mal absoluto. Los esposos deben ser conscientes de que


la esterilidad física, cualquiera que sea la causa, aunque sea una
dura prueba, no es un mal absoluto. El sufrimiento que ello pueda
causarles ha de ser comprendido y valorado adecuadamente. Si se
encuentran en esa situación, han de recordar que están llamados a
«asociarse a la Cruz del Señor, fuente de toda fecundidad espiritual.
Pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados
o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo» (CEC
2379).
Licitud del recurso a las ciencias médicas. El deseo de tener un
hijo y el amor entre los esposos que aspiran a vencer la esterilidad es
bueno y natural: expresa la vocación a la paternidad y a la materni-
dad inscrita en el amor conyugal (cf. DVi II, 8). Los esposos están
en el derecho de acudir a los recursos legítimos de las ciencias mé-
dicas para superar esa esterilidad. El respeto a la dignidad personal
del hijo y al orden inscrito por el Creador en la sexualidad no cierra
en modo alguno la posibilidad de recurrir a la técnica en la trans-
misión de la vida. Son éticamente lícitas las actuaciones médicas,
quirúrgicas, farmacológicas, etc., respetuosas con la dignidad del
ser humano (en la procreación se transmite la vida de una persona)
y la naturaleza de la sexualidad (la originalidad con que esa vida
humana es transmitida): los valores fundamentales relacionados
con las técnicas de procreación artificial humana.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1653,


2374-2375; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 48, 50;
CDF, Instrucción Donum vitae (22.II.1987), II. 8; Juan Pablo II,
Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 14.
Bibliografía: Fernández, A., «Esterilidad«, en Diccionario de Teología
Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 529-531; Vanrell, J.-A., Fer-
tilidad y esterilidad humana, Masson, Barcelona 1999; Sarmiento,
A., Generosidad. En la familia y siempre, EUNSA, Pamplona 2014,
75-83.
VIII
¿Cuántos hijos?

El matrimonio, el amor conyugal y su acto específico están


orientados por su propia índole y naturaleza a la transmisión de la
vida. El acto matrimonial desemboca de modo natural en la pro-
creación, en la paternidad y maternidad. Pero la procreación y, por
tanto, la paternidad y maternidad como fruto de esa donación no
deben ser algo automático e instintivo. Aparte de que la transmisión
de la vida está vinculada a los ritmos de la fertilidad femenina, para
que sea acorde con la dignidad humana ha de ser consciente y libre.
A la vez es claro que no es suficiente que paternidad y maternidad
sean el resultado de una decisión consciente y libre para que sean
responsables.

47. ¿En qué sentido se dice que los padres son cooperadores


del amor creador de Dios?

Grandeza y dignidad de la paternidad / maternidad. «Conside-


ren los padres y madres de familia su misión como un honor y una
responsabilidad, pues son cooperadores del Señor en la llamada
a la existencia de una nueva persona humana, hecha a imagen y
semejanza de Dios, redimida y destinada, en Cristo, a una vida de
eterna felicidad. “Precisamente en esta función suya como colabo-
146 Vademécum para matrimonios

radores de Dios que transmite su imagen a la nueva criatura, está


la grandeza de los esposos dispuestos a cooperar con el amor del
Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
familia cada día más”» (VdM 2, 2).
La paternidad / maternidad, colaboración con el amor de Dios.
Mediante la transmisión de la vida, los esposos realizan la ben-
dición original del Creador y transmiten la imagen divina de
hombre a hombre, a lo largo de la historia (cf. FC 28). Pero en
esa misión la función de los esposos consiste en ser cooperadores
y «ministros» de la acción de Dios (cf. FC 28; GS 50), porque
en el origen de todo ser humano hay siempre un acto creador de
Dios (el alma es creada inmediatamente por Dios), que se sirve
del amor de los esposos para comunicar la vida humana. En esa
actividad no pueden proceder a su arbitrio; y, por otra parte, en
esta colaboración –sin que ello signifique dejar de lado los demás
fines del matrimonio– está la peculiar dignidad de la sexualidad
y del amor conyugal.
La responsabilidad necesaria. Ser cooperadores del amor de Dios
Creador requiere proceder, en la transmisión de la vida, con res-
ponsabilidad humana y cristiana, es decir: tener conciencia de la
condición de instrumentos al servicio de Dios que, por ser huma-
nos, han de colaborar libre (es decir, consciente y voluntariamente)
y responsablemente (es decir, ajustándose al orden objetivo). Para
ello es necesario: en primer lugar, conocer adecuadamente el senti-
do y estructura de la sexualidad humana; y en segundo lugar, res-
petar en su integridad los valores personales, éticos, etc., propios de
la sexualidad y del matrimonio, a través del dominio de sí mismo
por la virtud de la castidad (cf. GS 51; HV 10). (El primer paso
en esa colaboración consistirá en no oponerse a los planes de Dios
en la transmisión de la vida. Pero lo deseable –hacia esa meta han
de dirigirse los esfuerzos– es identificarse con esos planes afectiva
y efectivamente).
¿Cuántos hijos? 147

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2366-


2369, 2373; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 49-50;
Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 28,
36; Ídem, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), nn. 8-9; Papa Fran-
cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 80-83, 65-175.
Bibliografía: Caffarra, C., «Paternidad responsable», en PCFam, Le-
xicon, Palabra, Madrid 2004, 943-948; Ciccone, L., «Paternidad y
maternidad responsables», en PCFam, Moral conyugal y sacramento
de la Penitencia, Palabra, Madrid 1999, 173-186; Sarmiento, A.,
Generosidad. En la familia y siempre, EUNSA, Pamplona 2014, 41-
48; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008,
315-320.

48. ¿Cuándo es responsable la decisión de transmitir la vida?

Plantear adecuadamente la cuestión. La decisión de trasmitir la


vida corresponde exclusivamente a los esposos. Nadie les puede sus-
tituir. Pero solo será responsable si es conforme con lo que debe ser,
es decir, si el juicio de los esposos sobre la decisión de transmitir la
vida tiene como notas fundamentales: a) ser el resultado de una de-
liberación ponderada y generosa, tomada no por motivos egoístas, y
teniendo a la vista los diversos bienes que se deben tutelar respecto
de los esposos, los hijos, la Iglesia y la sociedad; b) estar realizada
personal y conjuntamente por los esposos: nadie puede sustituirlos
en esa decisión; y no se les puede imponer ni desde instancias ex-
teriores al matrimonio ni tampoco uno de los esposos al otro; c)
ser objetiva, es decir, respetuosa con la ley de Dios; no basta la
sinceridad de la intención ni se puede tomar arbitrariamente; d)
para adoptar esa decisión los esposos deben guiarse por la concien-
cia rectamente formada. Un elemento necesario en esa formación
(cuando se trata de cristianos) es la fidelidad al Magisterio de la
Iglesia sobre esa cuestión.
148 Vademécum para matrimonios

Generosidad en la decisión. Para los esposos de conciencia rec-


ta, la decisión acertada no puede ser otra que la generosidad en la
respuesta a ese plan de Dios. Como consecuencia del sacramento
recibido y del sentido vocacional de su matrimonio, esa decisión
ha de fundamentarse en la confianza en Dios. Una conducta o
forma de proceder que no estuviera inspirada en el amor a Dios
atentaría contra la esencia de la vida cristiana y, por tanto, del ma-
trimonio como vocación cristiana, camino de santidad. Por eso,
lo normal y natural, es decir, lo que responde a la naturaleza de
la sexualidad y del amor conyugal, es que, como consecuencia de
la fidelidad al designio divino «creced y multiplicaos» (cf. Gn 1,
28), los esposos sean generosos al recibir los hijos que Dios quiera
enviarles. El amor, si es verdadero, tiende por su propia naturaleza
a ser fecundo.
Para que la decisión de no procrear sea acorde con lo que debe
ser el matrimonio, es necesario que existan razones que así lo jus-
tifiquen. Actuar de otra manera sería ir en contra de los bienes
del matrimonio, cuya transgresión puede llegar a perturbar grave-
mente el orden moral. «Por razones justificadas, los esposos pueden
querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso deben cer-
ciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme
a la justa generosidad de una paternidad responsable» (CEC 2368).
Incluso pueden existir razones que lleven a ver que la decisión acor-
de con el designio divino sea no transmitir la vida, mientras esas
razones o circunstancias persistan. La generosidad, por tanto, no
viene determinada por el mayor o menor número de hijos, sino por
la fidelidad al querer o plan divino. Ciertamente «lo natural» –lo
que de suyo pide uno de los bienes del matrimonio y la naturaleza
del amor conyugal– será que la familia sea numerosa; pero, pueden
existir razones serias y graves que hagan ver que el querer de Dios
para esos esposos sea que la familia no sea numerosa o incluso que
ese matrimonio no tenga hijos.
¿Cuántos hijos? 149

Razones serias y graves. «De esta prestación positiva obligatoria


–se está hablando del acto conyugal– pueden eximir, incluso por
largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios
motivos como los que no raramente existen en la llamada indica-
ción médica, eugenésica, económica y social» (HV 10). Las razones
o motivos para esa decisión son diversos. El Magisterio de la Iglesia
explica que pueden ser de índole física, económica, médica, psicológi-
ca, social (cf. HV 10; 16): como, por ejemplo, el grave peligro para
la vida de la madre si tiene lugar un nuevo embarazo, el peligro de
transmitir una grave enfermedad o el peligro de una malformación
del feto, etc. Pero siempre han de ser razones justas y graves, es
decir, proporcionadas al bien del hijo al que se debe renunciar. Un
elemento importante que se debe tener en cuenta para la valoración
de la gravedad de esas razones es el tiempo para el que se toma la
decisión de no procrear nuevas vidas. No se requiere, evidentemen-
te, la misma gravedad si esa decisión se toma para un breve espacio
de tiempo, o si se refiere a un tiempo indefinido. En esta segunda
hipótesis los motivos han de ser forzosamente mayores.
Es claro, por otro lado, que las razones más fáciles de valorar,
sin caer en subjetivismos, son las físicas y médicas, v. g., las mal-
formaciones del feto. Mucho más difícil es el juicio sobre las eco-
nómicas, psicológicas, sociales, etc., sobre todo en una sociedad de
signo marcadamente consumista y hedonista. Por otra parte, si los
esposos toman la decisión de espaciar los nacimientos, o la de no
procrear por un tiempo indefinido, esa actitud será responsable en
la medida en que estén en disposición de reconsiderar con frecuen-
cia si permanecen las razones que hicieron responsable su decisión
anterior.
Aconsejarse debidamente. Por eso, en la mayoría de los casos,
una forma prudente de actuar será solicitar el consejo de gente expe-
rimentada y de buena conciencia. En cualquier caso, se debe recor-
dar que la petición de consejo no tiene otra finalidad que ayudar a
150 Vademécum para matrimonios

los esposos en la decisión que solo ellos pueden tomar. Y como la


interpretación auténtica de esta norma ha sido confiada a la Iglesia,
la prudencia pide desoír las orientaciones que no respondan a la
enseñanza del Magisterio de la Iglesia en estos temas.
Un caso particular. La decisión de transmitir la vida es respon-
sabilidad de los dos esposos. Y podría suceder que uno de ellos per-
cibiera con claridad que no hay razones serias y graves para decidir
no tener un hijo u otros más. En este caso, el cónyuge que consi-
dera que no existen las razones que el otro invoca, debería intentar
hacérselo ver a la otra parte; pero, como la decisión de transmitir la
vida corresponde tomarla a los dos, no se deberá inquietar juzgan-
do que obra mal procediendo de esa manera.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2367;


Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 50-51; Juan Pablo II,
Carta Gratissimam sane (2.II.1994), n. 12; Ídem, Exh. Apost. Familia-
ris consortio (22.XI.1981), nn. 29, 35; Pablo VI, Enc. Humanae vitae
(25.VII.1968), nn. 7, 10-13; Pío XII, Alocución (10.29.1951), nn. 25-
27; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 68.
Bibliografía: Fernández, A., «Paternidad responsable», en Diccionario
de Teología Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 1015-1019; Simón
Vázquez, C., «Procreación responsable», en Simón Vázquez, C. (dir.),
Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos 2006, 574-581; Wo-
jtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 338-346;
Sarmiento, A., Generosidad. En la familia y siempre, EUNSA, Pam-
plona 2014, 145-148.

49. ¿Qué medios deben poner los esposos para que la decisión


de no transmitir la vida sea acorde con la dignidad de la
persona y de la sexualidad?

Para que la decisión de no transmitir la vida sea responsable no


es suficiente que se tome apoyada en razones serias y graves. Es ne-
¿Cuántos hijos? 151

cesario, además, que se ponga en práctica por los medios adecuados:


los que son conformes con la naturaleza de la sexualidad y el acto
de amor conyugal. Estos son exclusivamente: la continencia absolu-
ta y la continencia periódica o el recurso a los ritmos naturales de la
fertilidad femenina.
«La Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los
ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar
del matrimonio solo en los períodos infecundos y así regular la
natalidad sin ofender los principios morales» (HV 16).
Tanto la continencia total como la periódica son actitudes cla-
ramente lícitas, acordes con el orden moral recto. Aunque los actos
conyugales son en sí buenos y santos, los esposos pueden renunciar
a ellos, con tal de que lo hagan con un fin y motivo honestos.
Existen razones serias y graves –esa es la hipótesis que se está con-
templando– para abstenerse totalmente de los actos conyugales o
para limitarlos a los días agenésicos. «Esos actos, con los cuales
los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los cuales
se transmite la vida humana, son como ha recordado el Concilio,
honestos y dignos (GS 50-51) y no cesan de ser legítimos si, por
causas independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén
infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar
su unión» (HV 11).
Esta forma de actuar de los esposos responde a la actitud respon-
sable de servirse legítimamente de una disposición natural inscrita en
el cuerpo de la mujer. Como existen motivos justos que hacen que
la procreación no sea deseable, los esposos, al proceder de esa ma-
nera, no hacen otra cosa que «reconocer que no son árbitros de las
fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan
establecido por el Creador» (HV 13). Se muestran como cooperado-
res responsables del Creador, cuyos designios sobre la transmisión de
la vida interpretan con un juicio de conciencia rectamente formada
a la luz de unos criterios objetivos. No es su voluntad la que lleva
152 Vademécum para matrimonios

a los esposos a recurrir a la continencia periódica, sino las razones


serias y graves que les revelan el designio de Dios.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2368-


2370; Pablo VI, Enc. Humanae vitae (25.VII.1968), nn. 14-16; Pío
XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), nn. 33-36; Pío XII, Alocu-
ción (10.29. 1951), nn. 26-27.
Bibliografía: Ciccone, L., «Paternidad y maternidad responsables», en
PCFam, Moral conyugal y sacramento de la Penitencia, Palabra, Ma-
drid 1999, 173-186; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra,
Madrid 2008, 288-298.

50. ¿Qué se entiende por «continencia periódica» cuando se dice


que es uno de los medios acordes con el recto orden moral
para vivir responsablemente la paternidad / maternidad?

En el Magisterio de la Iglesia, la expresión «continencia perió-


dica» sirve para designar las relaciones conyugales continentes, res-
petuosas con la naturaleza y finalidad del acto conyugal, cuando
existen motivos serios para espaciar los nacimientos o para descar-
tarlos definitivamente. Alude, por tanto, al «uso» exclusivo del acto
de amor propio de los esposos –el acto conyugal– en los días de
infertilidad de la mujer. Hace siempre referencia a la virtud de la
castidad, hasta el punto de que sin esta virtud es imposible vivir la
continencia con rectitud (cf. GS 51).
Por eso, llevarla a la práctica exige el recurso a los medios natu-
rales y sobrenaturales: la obediencia a los mandamientos divinos, la
práctica de las virtudes, la fidelidad a la oración y a los sacramen-
tos…, además del conocimiento propio y la práctica de la ascesis
adaptada a las situaciones particulares; será necesaria también una
adecuada educación y formación de la conciencia.
La bondad de la continencia periódica –es decir, la moralidad
buena– depende de la presencia conjunta de dos elementos. Como
¿Cuántos hijos? 153

el matrimonio y el amor conyugal están abiertos, por su propia


naturaleza, a la procreación, será necesario, en primer lugar, que
existan razones serias y graves que hagan «ver» que esa forma de
proceder –es decir, no transmitir la vida– es conforme con el de-
signio de Dios. Por otro lado, como los actos con los que los espo-
sos se unen castamente entre sí no dejan de ser honestos y dignos,
nada hay que impida o haga menos conveniente la unión conyugal
exclusivamente en esos días. Ayudan, por el contrario, a nutrir y fo-
mentar el amor conyugal, como recuerda el Vaticano II. «La Iglesia
enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales
inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio
solo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofen-
der los principios morales» (HV 16).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2370;


Pablo VI, Enc. Humanae vitae (25.VII.1968), nn. 13, 16.
Bibliografía: Ciccone, L., «Paternidad y maternidad responsables», en
PCFam, Moral conyugal y sacramento de la Penitencia, Palabra, Ma-
drid 1999, 173-186; Wojtyla, K., Amor y responsabilidad, Palabra,
Madrid 2008, 288-298.

51. ¿A qué se llaman «métodos naturales» en la regulación de


la fertilidad o «planificación natural de las familias» y cuál
es su finalidad?

Con la terminología «métodos naturales» (también «métodos


biológicos») se describen aquellos métodos que tienen como finali-
dad poder calcular el momento de la ovulación y, en consecuencia,
conocer los días fecundos e infecundos de la mujer, en orden a rea-
lizar la unión sexual según se intente, o no, la procreación. Además
del llamado método de la lectura, existen otros como el del ritmo,
de la ovulación (o Billings), el sintotérmico, etc.
154 Vademécum para matrimonios

Como tales, es decir, desde el punto de vista objetivo, sirven


para conocer los ritmos de la fertilidad femenina, respetando el cuerpo
y el sentido de la sexualidad. Por eso, pueden ayudar a fomentar el
afecto entre los esposos y favorecer la educación de una libertad
auténtica (cf. CEC 2370). Ya que entonces la unión sexual está
abierta a la vez a la donación interpersonal (significado unitivo) y
a la vida (significado procreativo) y es respetuosa con los bienes del
matrimonio: el bien de los esposos, de los hijos nacidos y por nacer,
la sociedad y (en el caso de los cristianos) la Iglesia.
Esa es la razón de que la Iglesia apele a la responsabilidad de
los médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, etc.,
para que contribuyan a que se conozcan y practiquen los métodos
naturales. En el mismo sentido, Juan Pablo II recuerda que una
parte importante del magisterio de los pastores a las familias ha
de ser el de la «planificación natural de las familias», que se puede
describir como el deber-derecho de los esposos a decidir, con amor,
el número de hijos y el tiempo para recibirlos, por motivos justi-
ficados y a través de medios moralmente rectos (cf. Juan Pablo II,
Aloc. 24.IX.1983, n. 3).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2370;


Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25.III.1995), nn. 88, 97; Pablo
VI, Enc. Humanae vitae (25.VII.1968), nn. 16, 23-24.
Bibliografía: Otte, A.- Rutllant, M., «Métodos naturales de la regu-
lación de la fertilidad», en Aznar Lucea, J. (coord.), La vida huma-
na naciente. 200 preguntas y respuestas, BAC, Madrid 2007, 67-95;
Pérez-Soba. J. – Sebastián, M. – Talens, J.-A., «Valoración moral de
la fertilidad humana por los métodos naturales», Aznar Lucea, J.
(coord.), La vida humana naciente. 200 preguntas y respuestas, BAC,
Madrid 2007, 97-102; Simón Vázquez, C., «Métodos naturales», en
Simón Vázquez, C. (dir.), Diccionario de Bioética, Monte Carmelo,
Burgos 2006, 516-520.
IX
La regulación inmoral de la natalidad

Sin pretender una enumeración exhaustiva de las prácticas con-


traceptivas, la Encíclica Humanae vitae señala como intrínsecamente
inmorales «la interrupción directa del proceso generador ya iniciado,
y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea
por razones terapéuticas. Hay que excluir igualmente la esteriliza-
ción directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mu-
jer; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto
conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación» (HV 14).

52. ¿El aborto, directamente querido y procurado, puede ser


considerado como un medio moralmente bueno para
«regular la natalidad»?

Aborto es «la eliminación deliberada y directa, como quiera que


se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que
va de la concepción a su nacimiento» (EVi 58).
Moralidad. Atenta directamente contra la apertura a la fecun-
didad del matrimonio y del acto conyugal en cuanto que, median-
156 Vademécum para matrimonios

te métodos quirúrgicos, instrumentos, substancias químicas, etc.,


destruye el feto antes de que sea viable. Es un crimen abominable
(cf. GS 51). Como trata de causar directamente la muerte de un
inocente, es siempre gravemente inmoral (cf. EVi 57).
De esta calificación moral –son prácticas abortivas– participan:
el DIU (dispositivo intrauterino), dirigido a evitar la implantación
del óvulo fecundado en la matriz; la mayoría de las llamadas píl-
doras anticonceptivas, toda vez que entre sus efectos está evitar la
concepción mediante el aborto si fuera necesario; la píldora del día
siguiente, etc. Se trata de acciones intrínseca y gravemente inmo-
rales. Idéntico juicio ético recibe el diagnóstico prenatal cuando se
pone al servicio de una mentalidad eugenésica, es decir, inductora
del aborto selectivo en el caso de que se detecten anomalías en los
embriones.
Nunca se puede justificar. Por dramática e injusta de la situación
nunca puede ser considerado como un medio moralmente bueno
para la regulación de la natalidad. Las buenas intenciones jamás
pueden hacer que una acción mala sea buena. Ni siquiera en el caso
de que exista la obligación grave de ayudar a los que pasan por una
situación injusta.

Magisterio de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2270-


2272; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 51; Juan Pablo
II, Enc. Evangelium vitae (25.III.1995), n. 91; Pablo VI, Enc. Huma-
nae vitae (25.VII.1968), n. 14.
Bibliografía: Fernández, A., «Aborto», en Diccionario de Teología Mo-
ral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 1015-1019; Tomás y Garrido, G.
– Tomás y Garrido, M.ª-C., «Aborto», en Simón Vázquez, C. (dir.),
Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos 2006, 13-28.
La regulación inmoral de la natalidad 157

53. ¿Qué valoración moral merece la «esterilización


anticonceptiva»? 2

Noción. La esterilización es el método mediante el cual se inha-


bilita por técnicas farmacológicas o quirúrgicas la capacidad pro-
creadora de la persona humana. Los motivos que han conducido a
la utilización de esta técnica han variado notablemente a lo largo de
la historia. Se conoce la castración por motivos pseudorreligiosos
(Orígenes, Pedro Abelardo, la adquisición de «voces blancas» para
interpretaciones corales), también la castración penal o punitiva, la
esterilización eugenésica, a fin de evitar el nacimiento de personas
con alteraciones genética, la mal llamada esterilización terapéutica
que tiene como finalidad impedir la concepción en mujeres con
riesgos importantes de la salud, y la más conocida, la esterilización
anticonceptiva.
Este último tipo de esterilización, la anticonceptiva, ha sido
utilizada principalmente para controlar el crecimiento demográ-
fico en países pobres. Su utilización ha sido propagada principal-
mente por su eficacia, porque conlleva menos efectos secunda-
rios que los procedimientos anticonceptivos hormonales, y por la
propaganda de movimientos y asociaciones fuertemente coloni-
zadas por ideologías de género o de feminismo radical. Ha sido
permitida legalmente en los países occidentales, y está prohibida
en la mayoría de los países orientales. Su utilización recae mayo-
ritariamente sobre la mujer. La OMS afirma que se ha convertido
en uno de los métodos usuales (más del 30%) para controlar los
nacimientos en el mundo.
Los procedimientos utilizados más frecuentemente en la mujer
son la ligadura de trompas, la ovarectomía o histerectomía (resec-
ción de los ovarios o del útero respectivamente), y en el caso del

2.  Mario Iceta.


158 Vademécum para matrimonios

hombre, la vasectomía, que consiste en la resección quirúrgica de


los conductos deferentes.
Moralidad. La esterilización terapéutica, en los casos en que
pudiera estar médicamente indicada, con el fin de extirpar tejidos
enfermos o tumorales, incapaces de ser curados por otras técnicas,
es lícita cuando cumple estrictamente las siguientes condiciones:
su intención no es producir la esterilidad de la persona interveni-
da; se realiza con el consentimiento informado del paciente; está
ordenada al bien de la totalidad del organismo; es necesaria para
la conservación de la vida; no existe otra alternativa conservadora;
se refiere a una necesidad actual, no futura o hipotética; se extirpa
únicamente la parte enferma.
En cambio, la esterilización anticonceptiva es la que presen-
ta el problema ético mayor. Es de carácter voluntario con fina-
lidad exclusivamente anticonceptiva. Algunos países obligan a la
esterilización a gran parte de la población con el fin de ejercer un
control de natalidad. Se trataría de un procedimiento inaceptable
e irrespetuoso con los cónyuges que tienen el derecho a regular
responsablemente el uso del acto conyugal. Los fundamentos que
revelan la ilicitud de esta intervención son los siguientes: agreden la
inviolabilidad de la persona y de su integridad física; no cumplen el
principio terapéutico (no es lícito suprimir un bien físico sin causa
justificada) ni el principio de totalidad; conllevan una concepción
utilitarista y consecuencialista del acto moral; suprimen delibera-
damente la dimensión procreativa en vistas a la realización del acto
conyugal.
Los llamados casos límite. Debemos atender de modo particular
al denominado caso límite. Este consiste en las situaciones en las
que un nuevo embarazo estaría desaconsejado para una mujer con
una enfermedad crónica o con secuelas de enfermedades o inter-
venciones anteriores (cardiopatías, nefropatías, múltiples cesáreas).
Ante esta situación habría que responder que no se muestra una
La regulación inmoral de la natalidad 159

razón suficiente para acudir a la esterilización, que es un procedi-


miento irreversible (bien por ligadura de trompas, histerectomía en
casos de múltiples cesáreas, u ovarectomía en cardiópatas), pues
existen otros medios de eficacia contrastada que podrían ser pues-
tos en práctica con un alto grado de eficacia.
Los casos de mujeres mentalmente enfermas o en las que po-
dría ejercerse violencia extra o intraconyugal deben ser examinados
cuidadosamente. Existen algunos elementos que pueden ayudar-
nos a realizar un adecuado juicio moral. La esterilización es una
intervención que paradójicamente recae sobre la víctima y no sobre
el agresor en el caso en que se invoque el principio de legítima de-
fensa. La esterilización no combate la violencia sufrida, sino la con-
cepción, por lo que no evita la injusta agresión a la mujer. También
se plantea la dificultad de sobre quién recae la autoridad moral para
dictar una intervención de este tipo. Es siempre necesario velar por
la integridad física, psíquica y espiritual de la posible víctima y no
reducir la atención únicamente a las consecuencias de la agresión.
La esterilización no responde a la necesidad imperiosa del cuidado
de la integridad psíquica y espiritual de la posible víctima, previen-
do solamente las posibles consecuencias procreativas. Así mismo,
favorece la impunidad del cónyuge agresor o del agresor extracon-
yugal o del delincuente. Por ello se hace necesaria una prevención
que atienda de modo integral todos los aspectos de la persona que
puede ser agredida, que no sean cruentos y que respeten su invio-
lable dignidad.

Documentos de la Iglesia: Pablo VI, Enc. Humanae vitae (25.


VII.1968), n. 14; Pío XII, Alocución (10.29. 1951), n. 18.
160 Vademécum para matrimonios

54. ¿El uso de la píldora RU-486 o mifepristona es un medio


respetuoso con la dignidad de la vida naciente? 3

Qué es y cómo actúa. Se llama RU-486, porque es el produc-


to de investigación número 486 de la firma farmacéutica francesa
Roussel-Uclaf, filial de la firma alemana Hoechst. La RU-486 o
mifepristona es un fármaco cuya acción fundamental es antigesta-
tiva, es decir, interrumpe el desarrollo del embrión recién implan-
tado en la pared uterina.
Administrada antes de la implantación del embrión impide que
el endometrio experimente los cambios necesarios para poder aco-
ger adecuadamente a dicho embrión.
Administrada después de la implantación del embrión, bloquea
la actividad secretora del endometrio e inicia la erosión endometrial,
lo que induce a que se produzca el desprendimiento del embrión de
la pared del útero. Además, al no poder la progesterona desarrollar
su normal actividad biológica, aumenta la contractilidad del mús-
culo uterino y facilita el reblandecimiento y dilatación del cervix,
todo lo cual conduce a la expulsión del embrión. En este sentido,
se ha utilizado la mifepristona como «píldora del día siguiente»,
administrada dentro de las 72 horas siguientes al acto sexual.
Dispensada como método contraceptivo varios días después
de la realización del acto sexual, puede ser considerada más bien
como «píldora del mes después». Efectivamente, este fármaco con-
siste en una «falsa progesterona», su actividad es antiprogestágena,
ya que se une irreversiblemente a los receptores de progesterona,
bloqueando la acción progestágena en el embrión y, por ello, cau-
sando su muerte y separación de la pared uterina, consiguiendo su
expulsión. Por ello, bien por su efecto antiimplantatorio, como por

3.  Mario Iceta.


La regulación inmoral de la natalidad 161

su mecanismo antigestativo, puede ser identificado como un verda-


dero método abortivo con una eficacia superior al 96%.
Moralidad. Muchas veces se ha utilizado el argumento falaz
de que la RU-486 reduce los abortos. Efectivamente, reducirá los
abortos quirúrgicos, pero no la totalidad de los abortos ya que ella
misma produce un efecto abortivo.
Entre los efectos secundarios de la RU-486 destacan las hemo-
rragias vaginales, que pueden ser importantes en un 5% de casos,
lo que recomienda la utilización del fármaco en medio hospitalario.
También se han descrito accidentes cardiovascuares. Así mismo, en
el caso en que no se haya producido la interrupción del embarazo,
la RU-486 puede producir malformaciones congénitas.
En los últimos años se ha propuesto la RU-486 como méto-
do anticonceptivo. Así mismo, se ha sugerido su utilización como
medio de planificación familiar. En este caso se administran 5 mg
de mifepristona una vez a la semana en el segundo día del ciclo
menstrual. Con esta dosis no se inhibe la ovulación, pero sí se im-
pide la implantación. Ambas iniciativas han ido decayendo ante
los importantes efectos secundarios que produce la utilización del
fármaco.
De todo ello resulta que, tanto por su efecto antiimplantatorio
como antigestativo, el mecanismo principal de acción de la RU-
486 consiste en la eliminación del embrión, es decir, es abortivo.
Por eso, su utilización puede calificarse como éticamente inacep-
table y conlleva la obligación de los profesionales de la salud de
acogerse a la objeción de conciencia, a fin de evitar su colaboración
en la dispensación del fármaco.

Documentos de la Iglesia: CDF, Instrucción Dignitas personae


(8.XII.2008), n. 23; PCFam, Vademécum para los confesores sobre
algunos temas de moral conyugal (12.II.1997), n. 14; Pablo VI, Enc.
Humanae vitae (25.VII.1968), n. 14.
X
La técnica al servicio de la vida

El matrimonio y el amor conyugal están de tal manera orien-


tados a la fecundidad que, para proceder responsablemente en su
vida conyugal, los esposos han de actuar de modo que «todo acto
matrimonial debe quedar abierto a la vida» (HV 11). Esa misma res-
ponsabilidad –cuando existen razones justificadas– puede llevarles
a que procuren que, de hecho, no tenga lugar la fecundidad. Y esa
responsabilidad puede dar motivo a que los esposos recurran a las
intervenciones técnicas en el proceso procreador con la finalidad de
que siga efectivamente la vida.

55. ¿Se puede decir que los esposos tienen un «derecho


al hijo»? ¿Hay un derecho de los padres a tener un hijo
a la carta?

Como persona el hijo nunca puede ser utilizado como medio


para algo; no es un bien útil o instrumental. El hijo no puede ser
considerado como un objeto de dominio o propiedad.
El hijo es un don del amor de Dios. En el origen de cada ser hu-
mano se encuentra, junto con la generación por parte de los padres,
una acción creadora del alma por parte de Dios. De los padres se
sirve como de instrumentos para comunicar la vida, pero solo Dios
164 Vademécum para matrimonios

es su autor y Señor. Cada hombre responde a una llamada a la


existencia, singular y única, hecha por Dios. «El origen del hombre
no se debe solo a las leyes de la biología, sino directamente a la vo-
luntad creadora de Dios» (GrS 9). Se puede decir en cierta manera
que los padres viven en el hijo. Pero a la vez y sobre todo el hijo es
un don de Dios, una bendición de Dios: el don preciosísimo y más
excelente del matrimonio (cf. GS 50; FC 14).
No existe un derecho al hijo. Un verdadero y propio derecho al
hijo sería contrario a su dignidad y a su naturaleza. El matrimonio
no da derecho a tener un hijo, sino solo el derecho a realizar los
actos naturales que de suyo se ordenan a la procreación: un derecho
que ha de ejercerse siempre en el respeto que se debe a la dignidad
del engendrado (además de la que exige el recto uso de la sexuali-
dad matrimonial) (cf. DVi II, 8).
Sin embargo, el respeto a la dignidad personal del hijo y al
orden inscrito por el Creador en la sexualidad no cierra en modo
alguno la posibilidad de recurrir a la técnica en la transmisión de
la vida. Pero esas intervenciones solo serán moralmente rectas si
respetan la unidad del proceso procreador, la dignidad personal
de los esposos y del hijo que puede venir a la vida. «La legitimidad
del deseo de un hijo no puede ser antepuesto a la dignidad que
posee cada vida humana hasta el punto de someterla a un dominio
absoluto. El deseo de un hijo no puede justificar la “producción”
del mismo, así como el deseo de no tener un hijo ya concebido no
puede justificar su abandono o destrucción» (DP 16).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2379;


CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II, n. 8; Ídem, Ins-
trucción Dignitas personae (8.XII.2008), n. 16; Pío XII, Alocución
(19.V.1956): AAS 48 (1956), 471-473.
Bibliografía: Vega Gutiérrez, A.-M.ª, «Ética, legalidad y familia en
las técnicas de reproducción humana asistida», Ius Canonicum 35,
n.º 70 (1995), 673-738.
La técnica al servicio de la vida 165

56. ¿Cuándo es lícito el recurso a los medios técnicos


en la transmisión de la vida?

Tres son las fases sobre las que cabe intervenir técnicamente en
el proceso procreador: a) en su inicio (la producción y obtención de
los gametos masculino y femenino); b) en el desarrollo intermedio
(la fecundación del óvulo –gameto femenino– por el espermatozoo
–gameto masculino–); c) al final del proceso (implantación o ani-
dación del óvulo fecundado en el útero hasta su nacimiento).
Condiciones para la licitud. Son éticamente lícitas las actuacio-
nes médicas, quirúrgicas, farmacológicas, etc., que son respetuosas
con la dignidad del ser humano (en la procreación se transmite la
vida de una persona), la naturaleza de la sexualidad (la originali-
dad con que esa vida humana es transmitida) y la misión de los
padres.
«Son ciertamente lícitas las intervenciones que tienen por fi-
nalidad remover los obstáculos que impiden la fertilidad natural,
como por ejemplo el tratamiento hormonal de la infertilidad de
origen gonádico, el tratamiento quirúrgico de una endometriosis,
la desobstrucción de las trompas o bien la restauración microqui-
rúrgica de su perviedad. Todas estas técnicas pueden ser conside-
radas como auténticas terapias, en la medida en que, una vez supe-
rada la causa de la infertilidad, los esposos pueden realizar actos
conyugales con un resultado procreador, sin que el médico tenga
que interferir directamente en el acto conyugal. Ninguna de estas
técnicas reemplaza el acto conyugal, que es el único digno de una
procreación realmente responsable» (DP 13).
El acto de amor conyugal, único lugar digno de la procreación
humana. En la hipótesis, por tanto, de que, por defecto físico de
la mujer o del marido, o en el caso de espermatozoides débiles con
poca movilidad lineal que no sean capaces de encontrarse con el
óvulo para fecundarlo, etc., el médico puede facilitar por medios
166 Vademécum para matrimonios

físicos que se produzca el encuentro entre el semen y el óvulo. «Si el


medio técnico facilita el acto conyugal o le ayuda a alcanzar sus ob-
jetivos naturales puede ser moralmente aceptado» (DVi II, 6). «La
[ciencia moral] –enseñaba ya Pío XII– no prohíbe necesariamente
el uso de algunos medios artificiales destinados exclusivamente sea
a facilitar el acto natural, sea a procurar que el acto natural reali-
zado de modo normal alcance a su fin. Actuando así, el acto de
amor conyugal sigue siendo el único lugar digno de la procreación
humana (cf. DVi II, 6).
Los medios técnicos no se rechazan –cuando deba hacerse– por
ser artificiales, sino porque contradicen bienes fundamentales de la
persona. En este sentido, se debe hablar de una diferencia esencial
entre las técnicas que «asisten» o «ayudan» al proceso procreador y
las que, en cambio, lo sustituyen. Mientras las primeras son respe-
tuosas con la dignidad de la sexualidad y la condición personal de
la corporalidad, las técnicas sustitutivas obedecen a una concepción
reductiva de la sexualidad, según la cual –entre otras cosas– esta no
tiene, por sí misma, ninguna significación sino la que la voluntad
humana le quiera otorgar. En modo alguno se ve como una parti-
cipación y colaboración en el poder creador de Dios.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2375;


CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II, n. 6; Ídem, Instruc-
ción Dignitas personae (8.XII.2008), nn. 12-13; Pío XII, Alocución
(29.IX.1949): AAS 41 (1949), 560.
Bibliografía: Aznar Lucea, J. –Talens, J.-A. –Mínguez. J.-Á., «Los
métodos artificiales para la regulación de la fertilidad humana», en
Aznar Lucea, J. (coord.), La vida humana naciente. 200 preguntas y
respuestas, BAC, Madrid 2007, 67-68.
La técnica al servicio de la vida 167

57. ¿Se puede considerar la «inseminación artificial» como un


medio de transmitir la vida, acorde con la dignidad humana
y la naturaleza de la sexualidad?

Unas distinciones necesarias. La respuesta exige precisar prime-


ro el alcance de lo que se designa con la expresión «inseminación
artificial» (IA). Hay que advertir además que la terminología IAH
(otras veces denominada IAC= inseminación artificial conyugal)
puede tener significados diferentes, según el alcance que se dé a
la palabra «conyugal». No pocas veces es equivalente a «pareja es-
table», se trate o no de personas (un hombre y una mujer), unidas
por el matrimonio. En esos casos, se trataría de una inseminación
artificial impropia heteróloga, viciada de raíz al iniciarse con un
acto sexual no conyugal.
Con la expresión «inseminación artificial» se indica tanto el
procedimiento técnico por el que se sitúa el líquido seminal mas-
culino en las vías genitales femeninas (IA propiamente dicha) como
el procedimiento destinado a facilitar el avance del que ya ha sido
depositado naturalmente en esas vías (IA impropiamente dicha).
Solo la «inseminación artificial impropia» (IA impropiamente di-
cha) y homóloga (IAH) (de un hombre y una mujer unidos en un
matrimonio) es acorde con la dignidad humana y de la sexualidad.
Se trata de un procedimiento destinado a facilitar el avance del
líquido seminal depositado naturalmente en las vías genitales de
la mujer, es decir, como efecto del acto sexual de los esposos, en
las vías genitales de la mujer. No comporta inconveniente moral
alguno. Es respetuosa con la dignidad de la persona, tanto de los
esposos como del hijo que pueda venir a la vida. Y lo es, porque se
les valora por sí mismos. Lo que se hace es ayudar a que la natu-
raleza continúe el proceso natural. Actuando así, el acto de amor
conyugal sigue siendo el único lugar digno de la procreación hu-
mana (cf. DVi II, n. 6).
168 Vademécum para matrimonios

No ocurre lo mismo en la «inseminación artificial propiamente di-


cha». En esta la técnica sustituye a la naturaleza; en la «inseminación
artificial impropia» la ayuda consiste en contribuir a que el proceso
procreador siga el curso iniciado en el acto sexual. Entre una y otra
se da una diferencia esencial no solo técnica, sino ética.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2375-


2377; CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II, n. 6; Pío XII,
Alocución (29.IX.1949): AAS 41 (1949), 560.
Bibliografía: Di Pietro, M.ª-L., «Fecundación artificial» Simón Váz-
quez, C. (dir.), Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos
2006, 374-386.
XI
Las intervenciones técnicas
en el proceso procreador:
la fecundación artificial

Aunque no existe una terminología común entre los autores, se


llama comúnmente fecundación o procreación artificial cuando el uso
de la técnica está ordenado a obtener artificialmente una concepción
humana por vía diversa de la unión sexual del varón con la mujer.
Es homóloga, si se intenta a partir de los gametos de dos esposos
unidos en matrimonio; y heteróloga, si se hace con gametos de al
menos un donante diverso de los esposos unidos en el matrimonio.
En uno y otro caso, las técnicas pueden ser in vivo (intracorpórea)
o in vitro (extracorpórea: FIVET= fecundación artificial in vitro y
transferencia embrional). La diferencia está en que, en la intracorpó-
rea, la concepción tiene lugar en el cuerpo humano, mientras que, en
la extracorpórea, la fecundación ocurre en el laboratorio y después se
transfiere el embrión al cuerpo de la mujer.

58. ¿Qué valoración moral merece la «inseminación artificial»


(en sentido propio)?

Por «inseminación artificial propiamente dicha» se designa el


procedimiento técnico por el que se sitúa el líquido seminal mas-
culino en las vías genitales femeninas (IA propiamente dicha). Es
170 Vademécum para matrimonios

claramente un modo de reproducción asistida. El proceso iniciado


en el acto sexual (aunque en la mayoría de los casos el líquido se-
minal se obtiene por masturbación) se interrumpe y tienen lugar
unas intervenciones del personal técnico que permiten considerar
el resultado como un producto conseguido con el material aporta-
do por otros (los óvulos por la mujer y los espermas por el varón).
Moralidad. Tanto la homóloga (IAH) como la heteróloga
(IAD) merecen una valoración negativa. Una y otra deben ser re-
chazadas en razón de que disocian voluntariamente la naturaleza
y finalidad del acto de amor conyugal. El uso de esa técnica es
contrario a la dignidad de la persona.
–La inmoralidad de la inseminación artificial homóloga (IAH),
es decir, el uso de la técnica dirigido al logro de una concepción
humana mediante la transferencia a las vías genitales de una mujer
casada del semen previamente tomado del marido, se debe a que
interrumpe de tal manera la unidad del proceso procreador, que
el hijo, en el fondo, no viene a la existencia como fruto del acto
conyugal. Es el resultado de una cadena de actos: los esposos pro-
porcionan la materia –los gametos– de la que se sirven los técnicos
para producir el hijo. La inmoralidad es todavía mayor si se hace
con líquido seminal obtenido por masturbación.
Nunca puede tener una valoración positiva, aunque se prac-
ticara con una intención buena y en modo alguno se pretendie-
ra la disociación de los significados unitivo y procreador del acto
conyugal. Porque, como proclama Donum vitae, la realidad sería
siempre que «la fecundación artificial homóloga, intentando una
procreación que no es fruto de una unión específicamente conyu-
gal, realiza una separación análoga entre los bienes y significados
del matrimonio» (DVi II, n. 5). La unidad de los dos significados
del acto conyugal no se puede circunscribir solo al nivel intencional
(el opus personae), ha de tener lugar también en el proceso procrea-
tivo (opus naturae). Lo exige la unidad sustancial de la persona
Las intervenciones técnicas en el proceso procreador: la fecundación artificial  171

humana. Otra cosa sería considerar la sexualidad humana como


una realidad exclusivamente biológica.
–La inseminación artificial heteróloga (IAD), es decir, el uso de
la técnica dirigido a obtener una concepción humana mediante la
transferencia a las vías genitales de la mujer del semen previamente
recogido de un donante diverso del marido es también claramente
inmoral. Contradice directamente la unidad del vínculo matrimo-
nial; rompe la relación de paternidad/maternidad de los esposos
respecto del engendrado; y desnaturaliza la de los hijos hacia los
padres. El hijo no viene a la existencia como fruto del amor conyu-
gal, el único lugar digno para la procreación humana.
La IAD propiamente dicha merece una valoración moral más
negativa que la IAH entendida también en sentido propio. Son más
y con una densidad mayor los valores violados. Y lo mismo cabe
decir en la hipótesis de la inseminación artificial que se practicase a
una mujer que no estuviera unida en matrimonio.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2375-


2377; CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II. nn. 1-2, 6-7.
Bibliografía: Aznar J. - Mínguez. J.-Á., «Reproducción asistida. As-
pectos éticos y médicos», en Aznar Lucea, J. (coord.), La vida hu-
mana naciente. 200 preguntas y respuestas, BAC, Madrid 2007, 107.

59. ¿La técnica de la fecundación in vitro y transferencia


embrional (FIVET) es respetuosa con la dignidad humana?

La valoración moral de las técnicas usadas en la fecundación ar-


tificial exige distinguir entre la fecundación artificial heteróloga (si
se hace con gametos de al menos un donante diverso de los esposos
unidos en el matrimonio) y la homóloga (si se intenta a partir de los
gametos de dos esposos unidos en matrimonio).
172 Vademécum para matrimonios

a) Fecundación artificial heteróloga (FIVETD)


Diversas modalidades. En esta técnica se dan muchas variantes
(fecundación de un óvulo de la esposa con el esperma de un hom-
bre distinto de su marido; fecundación de un óvulo de una mujer
distinta de la esposa; fecundación de un óvulo de una mujer soltera
o de una viuda con el esperma de un donante cualquiera).
Moralidad. Cualquiera que sea la modalidad, la valoración éti-
ca de la fecundación heteróloga es siempre negativa: es gravemente
inmoral. Todo el proceso está inspirado por la lógica de la eficacia
y la utilidad, que contradice radicalmente la dignidad personal del
ser humano. El papel del varón y de la mujer se reduce al de propor-
cionar el material biológico. La transmisión de la vida tiene lugar
como resultado de una cadena de actos (producción y obtención de
los gametos; tratamiento y unión de los gametos; transferencia de
los gametos; etc.), absolutamente necesarios e independientes entre
sí. El hijo viene a la existencia como resultado de un procedimiento
típicamente tecnológico. No es el fruto del acto de amor conyugal.
Además de las razones antes señaladas se debe añadir que: a) con-
tradice la unidad y fidelidad de la unión que el hombre y la mujer
han venido a ser por el matrimonio; b) no respeta el derecho de los
hijos a ser concebidos y traídos al mundo en el matrimonio y por el
matrimonio (cf. DVi II, 2)
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: «Las técnicas que
provocan una disociación de la paternidad por intervención de una
persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvu-
lo, préstamo del útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas
(inseminación y fecundación artificiales heterólogas) lesionan el
derecho del niño a nacer de un padre y una madre conocidos de
él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan “su derecho a
llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro”»
(CEC 2376).
Las intervenciones técnicas en el proceso procreador: la fecundación artificial  173

b) Fecundación artificial homóloga (FIVETH)


La moralidad de esta técnica es también negativa. Como en
la heteróloga, aquí se rompe la unidad del proceso procreador (se-
paración entre el acto conyugal y la procreación), se instaura una
relación de dominio respecto del «nascituro» y se abre la puerta
a una serie de actos que fundamentan también este juicio moral
negativo (congelación de los embriones sobrantes; provocación de
abortos, etc.). Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica:
«Practicadas dentro de la pareja (inseminación y fecundación ar-
tificiales homólogas) son quizá menos perjudiciales, pero no dejan
de ser moralmente reprobables» (CEC 2377).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2376-


2377; CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II. nn. 1-5; Ídem,
Instrucción Dignitas personae (8.XII.2008), nn. 12-13.
Bibliografía: Aznar J. - Mínguez. J.-Á., «Reproducción asistida. As-
pectos éticos y médicos», en Aznar Lucea, J. (coord.), La vida huma-
na naciente. 200 preguntas y respuestas, BAC, Madrid 2007, 102-110;
Brughes, J.-L., «Procreación asistida y FIVET», en PCfam, Lexicon,
Palabra, Madrid 2004, 975-982; Di Pietro, M.ª-L., «Fecundación
artificial», en Simón Vázquez, C. (dir.), Diccionario de Bioética,
Monte Carmelo, Burgos 2006, 374-386.

60. ¿Es moralmente lícito el recurso a la transferencia


intratubárica de gametos (TIG) para conseguir transmitir la
vida humana?

La transferencia intratubárica de gametos consiste en la obten-


ción de los gametos (masculino y femenino) a partir del acto con-
yugal de los esposos; tratamiento y capacitación de los gametos en
el medio apropiado; e introducción, por separado de los gametos,
en la trompa de Falopio donde acontece la fecundación.
174 Vademécum para matrimonios

Aunque existen opiniones que no ven inmoral esta práctica, a


nuestro parecer, sin embargo, debe ser considerada inmoral. No
solo la TIG (en inglés GIFT) heteróloga, también la homóloga.
Se debe a que el uso de esa técnica no puede calificarse en modo
alguno como ayuda al proceso procreador.
A diferencia de lo que sucede en la «inseminación artificial im-
propia», lo que aquí se hace no es ayudar al líquido seminal deposi-
tado en el acto conyugal para que siga su curso natural, sino trans-
ferir instrumentalmente el líquido seminal junto con los oocitos a
las vías genitales femeninas. El acto conyugal viene a ser el medio
que posibilita la intervención de otra tercera persona (el personal
técnico), que es la que de hecho «produce» o fabrica (con el mate-
rial facilitado por el acto conyugal) el hijo. Hay una ruptura clara
de la unidad del proceso procreador, de manera que al final no son
los esposos los padres del nacido. No se trata de una ayuda, sino
de una sustitución del acto conyugal. Y si bien el Magisterio de la
Iglesia no se ha pronunciado expresamente sobre la moralidad de
este procedimiento, la enseñanza de Donum vitae lleva a considerar
como muy dudosa su licitud.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2376-


2377; CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986), II, nn. 1-5; Ídem,
Instrucción Dignitas personae (8.XII.2008), nn. 12-13.
Bibliografía: Ciccone, L., Bioetica, Ares, Milano 2003, 138-139; Sar-
miento, A., «Aspectos éticos de la GIFT», en Scripta Thelogica 22
(1990), 907-915.
XII
El respeto y cuidado de la vida naciente

El respeto a la vida humana en su fase inicial ofrece especiales


dificultades, debido, entre otros motivos, a su precariedad. En ese
estado de desarrollo, el ser humano aún no ha manifestado las po-
tencialidades de su ser personal y es evidente que corre el riesgo de
ser tratado como un organismo viviente sin más, como materia bio-
lógica manipulable. Y son muchas las «razones» que desde la cultura
hedonista y utilitarista se suelen aducir en contra de la vida humana
naciente. Por eso tiene una gran importancia el papel que, junto a
otras instancias, la familia está llamada a desempeñar. Ella sobre
todo y en primer lugar.

61. ¿Por qué debe ser acogida y respetada la vida humana


naciente?

El embrión humano ha de ser respetado de acuerdo con la digni-


dad que posee. El embrión humano, que inicia su andadura en el
momento de la fecundación, cuando se unen el óvulo y el esperma-
tozoo, ha de ser acogido con el respeto a la dignidad que posee. La
vida humana es un don, que, confiado por Dios Padre al hombre,
«exige que este tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja
responsablemente» (DVi, Intr. 1). Este es el respeto que exige la
176 Vademécum para matrimonios

dignidad del embrión humano. Este es también el horizonte que


debe iluminar siempre el modo de tratarlo.
La conciencia de que Dios ama a cada ser humano –a cada
embrión humano– por sí mismo, ha de inspirar siempre la respon-
sabilidad en el trato que se le debe. Eso quiere decir que ha de ser
protegido y defendido por los medios proporcionados y adecuados
a esa fase de su existencia personal. Solo así podrá salir adelante,
dada su precariedad. Formulado negativamente, significa que no
puede ser rechazado, agredido o impedido en el desarrollo de su
vida, una vez que esta se ha iniciado.
Respetar el embrión humano exige salvaguardar su identidad
corporal. Entre otras cosas, el respeto debido al embrión humano
comporta necesariamente salvaguardar, a partir de la concepción,
su identidad corporal (cf. DVi, Intr. 3). Es un principio que se de-
duce inmediatamente de la unidad sustancial corpóreo-espiritual
de la persona humana. La «totalidad unificada» que llamamos ser
humano, es decir, la persona humana, es única, singular e irrepe-
tible. Y la conocemos y distinguimos a través de la corporalidad.
Cada cuerpo humano significa una persona concreta. Respetar el
cuerpo humano supone salvaguardar su identidad (cf. GS 14; DVi,
Intr. 3).
Pero la base biológica de la individualidad del ser humano está
en el patrimonio genético de cada persona, y la concreción del con-
tenido genético de cada individuo tiene lugar en el momento de la
fecundación. Aunque se dan recambios en las partes del cuerpo, el
patrimonio genético es el mismo en un individuo desde su primer
momento hasta su muerte. Por eso «salvaguardar la identidad» del
patrimonio genético será siempre un criterio ético fundamental. La
intervención sobre el patrimonio genético de una persona es inter-
vención sobre la persona.
Esto es válido para todos los embriones humanos, se desarrollen o
no con enfermedades y limitaciones, vengan a la existencia como
El respeto y cuidado de la vida naciente 177

fruto del amor de sus padres o por medios contrarios a su dignidad


personal, v. g., una violación, fecundación artificial, etc. Todos y
cada uno deben ser tratados como personas. Es una exigencia cuyo
sentido más profundo se advierte al considerar que «en la constitu-
ción personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios que ama
al hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí mismo».
Y que, además, «Dios entrega al hombre a sí mismo, confiándolo
contemporáneamente a la familia y a la sociedad, como cometido
propio» (GrS 9).

Documentos de la Iglesia: CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986),


Intr. nn. 1-3; Ídem, Instrucción Dignitas personae (8.XII.2008), nn.
4-5; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 166.
Bibliografía: Lejeune, J., ¿Qué es el embrión humano?, Rialp, Madrid
1993; López Moratalla, N., «Embrión humano», en Simón Vázquez,
C. (dir.), Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos 2006, 277-
287; Sarmiento, A., «La antropología teológica de “Dignitas perso-
nae”», en G. Russo (ed.), Dignitas personae. Commento all’Istruzione
sulla bioética, Elledic, Lewumann (Torino) 2009, 46-54.

62. ¿Son lícitas las intervenciones terapéuticas en el embrión


humano?

El embrión humano ha de ser cuidado y sanado, en la medida


que ello sea posible, como cualquier ser humano. El cuidado que
se debe a la vida de la persona humana justifica las intervenciones
terapéuticas sobre el embrión humano.
Condiciones requeridas. La licitud de esas investigaciones de-
penderá de «que se respeten la vida y la integridad del embrión,
que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como
fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su super-
vivencia individual» (DVi I, n. 3). La licitud de las investigaciones
y experimentación sobre los embriones humanos dependerá de la
178 Vademécum para matrimonios

esperanza del éxito y de la garantía que exista de evitar riesgos des-


proporcionados.
«La investigación médica debe renunciar a intervenir sobre em-
briones vivos, a no ser que exista la certeza moral de que no se
causará daño alguno a su vida y a su integridad ni a la de la madre,
y solo en el caso de que los padres hayan otorgado su consenti-
miento, libre e informado, de la intervención sobre el embrión»
(DVi I, n. 4). «En el supuesto de que la experimentación sea cla-
ramente terapéutica, cuando se trate de terapias experimentales,
utilizadas en beneficio del embrión como un intento extremo de
salvar su vida, y a falta de otras terapias eficaces, puede ser lícito
el recurso a fármacos o procedimientos todavía no enteramente
seguros» (ibíd.).

Documentos de la Iglesia: CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986),


I, nn. 3-4; Ídem, Instrucción Dignitas personae (8.XII.2008), nn.
25-26.
Bibliografía: Sarmiento, A., «La antropología teológica de “Digni-
tas personae”», en G. Russo (ed.), Dignitas Personae. Commento
all’Istruzione sulla bioética, Elledic, Lewumann (Torino) 2009,
46-54.

63. ¿Qué calificación moral se debe dar a las experimentaciones


sobre el embrión?

Esas prácticas son moralmente reprobables puesto que menos-


caban el respeto que se debe al embrión como ser humano. «Nin-
guna finalidad, aunque fuese en sí misma noble, como la previsión
de una utilidad para la ciencia, para otros seres humanos o para
la sociedad, puede justificar de algún modo las experimentaciones
sobre embriones o fetos humanos vivos, viables o no, dentro del
seno materno o fuera de él» (DVi I, n. 4). La producción y utili-
El respeto y cuidado de la vida naciente 179

zación de embriones para usos científicos es siempre gravemente


inmoral.
Es una valoración moral que ha de hacerse en relación con
todos los embriones humanos, sean viables o no, hayan venido a la
existencia como fruto del amor conyugal y en el marco del ma-
trimonio, o mediante la fecundación in vitro o por otros procedi-
mientos ligados a las «técnicas de reproducción humana» (cf. ibíd.,
nn. 5-6).
Por eso son claramente inmorales prácticas como la clonación
de embriones, se lleve a cabo por «fisión gemelar» (proceso por el
cual el embrión en estadio de una célula es dividido dando origen
a dos) o por «transferencia de núcleo» (proceso por el cual se susti-
tuye el núcleo del embrión en el estadio de una célula por el de un
célula somática diferenciada), sea «reproductiva» (dirigida a bus-
car descendencia) o «terapéutica» (encaminada a obtener «células
madre» o «troncales» destinadas a reparar lesiones o enfermedades
de terceros). Comportan siempre la destrucción del embrión. Por
ese mismo motivo es también inmoral la congelación de embrio-
nes (crioconservación), con independencia de la finalidad que se
pretenda. Es una violación directa de la dignidad ontológica del
embrión y, como la historia demuestra, es el paso que precede a su
destrucción.
Documentos de la Iglesia: CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986),
I, nn. 5-6; Ídem, Instrucción Dignitas personae (8.XII.2008), nn.
28-32.
Bibliografía: Aznar, J. – Jouve, N. – López Baraona, M., «Embrio-
nes congelados y su utilización experimental», en Aznar, J. (coord.),
La vida humana naciente. 200 preguntas y respuestas, BAC, Madrid
2007, 129-137; Fernández, A., Exprimentaciones médicas: Dicciona-
rio de Teología Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 573-575.
180 Vademécum para matrimonios

64. ¿Qué valoración ética merece el diagnóstico prenatal? 4

Noción. Se conoce como diagnóstico prenatal aquellas técnicas


que nos ayudan a explorar el estado de salud del embrión o el feto
en el seno de su madre, a fin de detectar la existencia de patologías
diversas.
Existen múltiples técnicas de diagnóstico prenatal: ecografía,
fetoscopia, placentocéntesis, extracción de vellosidades coriales,
amniocentesis, cordocentesis. Actualmente es posible conocer la
existencia de patologías cromosómicas del embrión o del feto me-
diante la detección de material genético procedente del nascituro en
el torrente sanguíneo de la madre.
La ecografía se emplea habitualmente 2 o 3 veces por embara-
zo. Revela solo malformaciones estructurales. La fetoscopia es una
técnica invasiva que consiste en la obtención de muestras de sangre
o de tejidos del feto. Se emplea durante las semanas 18.ª a 20.ª de
gestación y existe un riesgo elevado de interrupción del embarazo
(2 a 6 %) o de nacimiento de niños prematuros (8%). La pla-
centocentesis es una técnica invasiva consistente en extracción de
sangre fetal del corion mediante punción de la placenta. El riesgo
de interrupción del embarazo es del 7 al 10%. Es una técnica hoy
en desuso. La extracción de vellosidades coriales se emplea desde
la 6.ª a la 11.ª semana, y permite un examen genético muy precoz.
El riesgo de interrupción embarazo alcanza del 4 al 10%. La am-
niocentesis es la práctica más utilizada. Se emplea entre la semana
15.ª y 18.ª de gestación. Consiste en la extracción de 15-20 ml de
líquido amniótico y se analizan las células epiteliales y del tracto
gastrointestinal y urogenital, cultivándose dichas células y pudién-
dose obtener los resultados en 15 días. El riesgo de interrupción del
embarazo alcanza el 1%. La cordocentesis consiste en la punción

4.  Mario Iceta.


El respeto y cuidado de la vida naciente 181

en la vena umbilical en torno a la 18.ª semana para la extracción de


sangre fetal y su consiguiente análisis genético. La interrupción del
embarazo puede alcanzar el 10% de casos.
Moralidad. La cuestión ética principal consiste en la finalidad
del diagnóstico prenatal y, a su vez, en el riesgo de interrupción del
embarazo que alguna de estas técnicas conlleva. Es necesario clari-
ficar la intención que persigue tal diagnóstico. Si es una intención
terapéutica, a fin de tratar una patología del feto en el seno intrau-
terino, la intervención será lícita, siempre que se pondere cuidadosa-
mente el riesgo de interrupción del embarazo. Por ello es necesaria la
adecuada información y el consentimiento de los padres, brindando
así la oportunidad de que el médico cumpla con su deber de aconse-
jar, orientar y ayudar en la toma adecuada de decisiones.
Desgraciadamente, en muchas ocasiones el diagnóstico prena-
tal se asocia a un screening o rastreo de identificación de enferme-
dades genéticas. En el caso de que se detecte una enfermedad gené-
tica, a menudo el diagnóstico prenatal va ligado a la indicación de
provocar un aborto. Por ello es muy importante conocer el objetivo
que persigue el diagnóstico prenatal, siendo ilícito si lo que persigue
es este rastreo de enfermedades genéticas con el único objetivo de
plantear la interrupción del embarazo. A este respecto, la Instruc-
ción Donum vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
afirmaba que «ese diagnóstico es lícito si los métodos utilizados,
con el consentimiento de los padres debidamente informados, sal-
vaguardan la vida y la integridad del embrión y de su madre, sin ex-
ponerles a riesgos desproporcionados. Pero se opondrá gravemente
a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia de
sus resultados, de provocar un aborto: un diagnóstico que atestigua
la existencia de una malformación o de una enfermedad hereditaria
no debe equivaler a una sentencia de muerte».
Documentos de la Iglesia: CDF, Instrucción Donum vitae (24.X.1986),
I, n. 2; Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25.III.1995), n. 14.
XIII
La educación de los hijos

El ser humano nace inacabado. Para vivir y llegar a la plenitud a


la que, como persona, está llamado, necesita ser cuidado y atendido
desde el primer momento de su existir. La dignidad personal del en-
gendrado exige que se le ayude adecuadamente en todos los órdenes.
Educar, entonces, es ayudar, mediante los medios oportunos, a que
el hijo crezca y se desarrolle hasta la perfección que corresponde a su
naturaleza humana, no solo en cuanto al cuerpo, sino también en
cuanto al alma.
El servicio a la vida, como fin del matrimonio y responsabilidad
de los esposos, se refiere tanto a la transmisión como a la educación
de la vida. Eso es lo que se entiende, cuando se afirma que «el conte-
nido fundamental de la familia es el servicio a la vida» (FC 28).

65. ¿Por qué los padres son los primeros y principales


educadores de los hijos?

Los padres son –y así deben ser reconocidos– los primeros y


principales educadores de sus hijos, porque la educación es una di-
mensión de la procreación. Tiene el mismo origen y naturaleza que
la procreación. Y, por eso también, dado que la educación es en
última instancia una participación en la obra creadora de Dios, la
184 Vademécum para matrimonios

función educadora de los padres se ha de ver siempre como una


colaboración activa y responsable en la construcción y formación
de la Humanidad. Ahí radica la altísima dignidad y también la gra-
vísima responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos.
Hasta el punto de que la instrucción y formación de los diversos
aspectos, que exige una verdadera educación (los humanos, los so-
brenaturales…), se revela como un deber ineludible en los padres.
El padre y la madre. Como dimensión de la procreación, la fun-
ción educadora de los padres ha de ser común y solidaria. Es decir,
es idéntico ese deber-derecho en uno y en otro, y corresponde por
igual y conjuntamente a los padres, lo mismo que la procreación. Si
bien, como es obvio, reviste las características propias de la paterni-
dad y de la maternidad. Y sobre la naturaleza de esta función han
de articularse también todas las demás intervenciones (del Estado,
la Iglesia, etc.), que puedan y deban darse en el proceso educativo
de los hijos.
Los padres cristianos. La misión educadora de los padres cris-
tianos adquiere una relevancia especial por el sacramento del ma-
trimonio, que afecta a su naturaleza, ámbito, características, etc.
Como consecuencia de la relación que, por su bautismo, se da entre
el matrimonio y el sacramento, el deber-derecho de los padres, uni-
dos por el sacramento del matrimonio, a la educación de los hijos
es, a la vez, el mismo y también nuevo. Es el mismo, porque el deber-
derecho que ahora tienen se funda en la función procreadora, es el
deber-derecho que les corresponde como colaboradores de Dios en
la transmisión de la vida. Y nuevo, porque, gracias al sacramento,
esa colaboración en la transmisión de la vida humana es, a la vez,
colaboración en la edificación y extensión del Reino de Dios, en la
obra de la regeneración sobrenatural y de la gracia.
Por el sacramento del matrimonio, los padres cristianos «parti-
cipan de la misma autoridad de Dios Padre y de Cristo Pastor, así
como del amor materno de la Iglesia», y «ejercen una actividad, a
La educación de los hijos 185

la que se puede y debe aplicar el calificativo de “ministerio” de la


Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros» (FC 38).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2221,


2223, 2229; Código de Derecho Canónico, cn. 226; Conc. Vaticano
II, Decl. Gravissimum educationis, n. 3; Benedicto XVI, Alocución
(8.VII.2006); Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), n.
16; Ídem, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 21, 36,
38-39.
Bibliografía: Caparrós, E., «Comentario al cn. 226», en CmEx II,
174-179; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplo-
na 2012, 451-456.

66. ¿Qué se quiere decir con la expresión «educación integral»


aplicada al derecho / deber educativo de los padres?

La finalidad última de la educación ha de ser lograr que los hi-


jos se desarrollen de manera que lleguen a alcanzar lo que están
llamados a ser por vocación. El ser humano, compuesto de alma
y cuerpo, tiene en sí diversidad de sentidos y potencias… Todo
en él, sin embargo, forma una sola unidad y constituye un único
sujeto de operaciones. Es una única persona. Para obrar humana y
racionalmente –el único modo de actuar propio del hombre–, ha
de intervenir ese todo, al menos según las cualidades específica-
mente humanas. Y, por lo mismo, la actuación en un determinado
aspecto exigirá –para que sea enteramente conforme con el ser del
hombre– que este ponga en juego las diversas dimensiones de la
personalidad. En consecuencia, la verdadera educación del hom-
bre no puede circunscribirse a algunas de las dimensiones de la
persona; ha de abarcarlas todas, por lo menos en los valores más
esenciales.
La educación integral y completa de los hijos, dirigida a que es-
tos se formen como verdaderos hombres, requiere que se cuiden to-
186 Vademécum para matrimonios

dos los aspectos: materiales, espirituales, naturales, sobrenaturales,


etc. De ahí que la persona haya de ocupar siempre el centro de la
educación. Por eso, sin entrar en la enumeración pormenorizada de
los valores y aspectos que han de integrar esa educación, sí se puede
decir que la educación ha de atender siempre a las dos dimensiones
fundamentales de la persona: la dignidad personal y la socialidad;
y, en el caso de los cristianos, a la dimensión sobrenatural: la propia
de los hijos de Dios –la filiación divina–, «la dimensión verdadera
e integral de su humanidad» (GrS 16).
Aunque la vida física no es el bien principal del ser humano, sí es
el primero y fundamental, sobre el que se asientan los demás. Como
persona, cuya puesta en la existencia tiene lugar en el momento
mismo de la concepción, el hijo ha de ser afirmado por sí mismo
desde entonces. No puede darse motivo alguno que justifique o au-
torice su destrucción por el aborto. Pecarían gravemente los que co-
metieran ese crimen o, sin un motivo muy grave y proporcionado,
se expusieran al peligro del aborto. Además de no oponerse al na-
cimiento del hijo, los padres han de recibirlo y acogerlo en el hogar
con amor, si bien, en circunstancias muy extremas –si fuera física o
moralmente imposible, v. g., por carencia de recursos–, su cuidado
podría ser confiado a terceras personas o a una institución.
El cuidado de la vida de los hijos se concreta, además, en la
atención necesaria para su conveniente conservación y desarrollo:
alimentación, vestido, atenciones médicas, etc.; también, en el es-
fuerzo por procurarles un porvenir humano digno, dentro de las
posibilidades que se les ofrecen. Por eso es deber de los padres in-
crementar el patrimonio familiar. Incurrirían en grave irresponsa-
bilidad los que por descuido o negligencia –o lo que es peor, por
despilfarro– dilapidaran su fortuna.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2222 -


2224, 2228; Código de Derecho Canónico, cn. 795; Benedicto XVI,
La educación de los hijos 187

Alocución (28.I.2009); Ídem, Alocución (8.VII.2006); Papa Fran-


cisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 273-275.
Bibliografía: Fernández, A., «Educación, Derecho a la», en Diccio-
nario de Teología Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 466-471;
Ídem, «Educación moral», en Diccionario de Teología Moral, Monte
Carmelo, Burgos 2005, 471-478; Millán Puelles, A., La formación
de la personalidad humana, Rialp, Madrid 1989.

67. ¿Por qué la educación de la libertad y para la libertad es


uno de los valores esenciales de la misión educadora de los
padres?

Hacer lo que se debe, queriendo lo que se hace. La educación ha


de orientarse no solo a que los hijos sean capaces de decidir por
sí mismos, sino, sobre todo, a que esas decisiones se tomen y sean
realizadas en el ámbito y dirección del deber ser, es decir, en el
respeto a los valores éticos de un recto obrar moral. Por eso, «una
de las tareas más grandes de la familia es formar personas libres y
responsables» (Benedicto XVI, Hom., 3.VI.2006). Tan solo me-
diante el ejercicio recto de la libertad, la persona puede alcanzar
su plenitud humana y sobrenatural. Por eso la educación en el
verdadero sentido de la libertad es elemento imprescindible de la
educación de los hijos.
Como criatura, el hijo no tiene en sí mismo la causa y expli-
cación de su ser humano-sobrenatural. Lo ha recibido de Dios a
través de la cooperación de sus padres. Sin embargo, es verdadero
dueño y señor de sí mismo, tiene la capacidad de decidir verdade-
ramente sobre su propia actividad. Consecuencia de lo primero es
que las normas, que deben regir la conducta humana a fin de llegar
a su plenitud, le vienen dadas. Y consecuencia de lo segundo –del
señorío sobre sí mismo– es que la observancia de esas normas tan
solo conduce a la plenitud y es verdadera educación, en la medida
188 Vademécum para matrimonios

en que es querida por los hijos, en cuanto responde al ejercicio de


una auténtica libertad.
Educar en las virtudes. Los padres han de esforzarse por con-
seguir esa formación que permita llevar a sus hijos hacia esa
forma de actuar, tal cual deben ser y como deben comportarse
en esta vida terrena, a fin de conseguir el fin sublime para el
que fueron creados. En el fondo, habrá que orientarles para que
asuman con responsabilidad las propias decisiones, ayudándoles
a inclinar estas decisiones en la dirección del bien. Compagi-
nando la libertad con la autoridad, los padres no deberán «im-
ponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenatu-
rales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su
libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad
personal, ni responsabilidad sin libertad» (J. Escrivá, Es Cristo
que pasa, n. 27).
Se desprende de aquí que la educación de la libertad ha de ser
educación de las virtudes. Las virtudes, en efecto, tienen como fi-
nalidad ayudar al hombre a usar y relacionarse con los bienes crea-
dos con libertad, es decir, de la manera que corresponde tanto a
la naturaleza de esos bienes como a la del hombre, según lo que
son y sirven al bien del hombre. Solo de esa manera harán lo que
deben, queriendo aquello que hacen: «… la auténtica expresión de
la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que
la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma»
(Benedicto XVI, Aloc., 6.VI.2005). En este contexto, el despren-
dimiento, la virtud de la pobreza –el modo de usar ordenadamente
los bienes materiales– cobra así una importancia de primer orden
en la educación. «Los padres han de enseñar a sus hijos a subordi-
nar las dimensiones “materiales e instintivas a las interiores y espi-
rituales” (CA 36)» (CEC 2223).
Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2223;
Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), n. 16; Ídem, Exh.
La educación de los hijos 189

Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 37; Papa Francisco, Exh.


Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 259-290.
Bibliografía: Barrio Maestre, J. M.ª, Los límites de la libertad, Rialp,
Madrid 1999; Escrivá de Balaguer, J., Es Cristo que pasa, Rialp, Ma-
drid 1979, n. 27; Fernández, A., «Libertad», en Diccionario de Teolo-
gía Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 811-819; May, W., «Libre
elección», en PCFam, Lexicon, Palabra, Madrid 2004, 675-686.

68. ¿Por qué la educación en la justicia y el amor son valores


que no pueden faltar en la educación que los padres deben
dar a sus hijos?

Si la sociabilidad es una dimensión esencial de la condición hu-


mana, los hijos no pueden alcanzar el desarrollo de su personalidad
y desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. A la vez
es evidente que, para la realización de ese cometido, solo servirán
a aquellas relaciones que sean sinceras y se basen en la verdad, es
decir, las que respondan al «sentido de la verdadera justicia que se
eleva al respeto de la dignidad personal de cada uno» (FC 37). «La
persona humana necesita de la vida social. Ésta no constituye para
ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el
intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con
sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a
su vocación (cf. GS 25)» (CEC 1879).
Por eso, la educación en el verdadero sentido de la justicia es
otro de los valores esenciales, que los padres han de cuidar necesa-
riamente en la educación de los hijos. Tan solo así la familia será
escuela de humanidad. Es evidente, sin embargo, que la relación
justa con los demás (afirmar al «otro» y tratarle según el respeto
que se le debe) se resuelve, en última instancia, en el amor. Ese es el
modo de relacionarse de manera justa con los demás, cuando estos
son personas. Por ello, la educación en el verdadero sentido de la
190 Vademécum para matrimonios

justicia no puede separarse de la educación en el verdadero sentido


del amor. Con esa convicción, quienes forman la familia han de lo-
grar que el hogar sea «uno de los lugares en donde se vive y se educa
en el amor, en la caridad» (Benedicto XVI, Aloc., 1.XII.2011).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2224;


Benedicto XVI, Alocución (1.XII.2011); Juan Pablo II, Carta Gra-
tissimam sane (2.II.1994), n. 16; Ídem, Exh. Apost. Familiaris con-
sortio (22.XI.1981), n. 37.
Bibliografía: Fernández, A., «Obligaciones de los padres con sus hi-
jos» en Teología Moral. II: Moral de la persona y de la familia, Alde-
coa, Burgos 2003, 587-591.

69. ¿Por qué la educación en la castidad es inseparable de la


educación en la justicia y el amor?

Educación para el amor. La educación de la sexualidad no se


puede separar de la educación en el verdadero sentido del amor ni
de la justicia, porque el amor auténtico comporta siempre relacio-
narse con el otro de acuerdo con su condición y dignidad, es decir,
como esposo o esposa, padre o madre, hijo o hija, hermano o her-
mana, etc. Solo así se podrá «dar a cada uno lo suyo», es decir, valo-
rarle y respetarle por lo que es. En esa educación, además, «deberá
salir a la luz progresivamente el significado de la sexualidad como
capacidad de relación y energía positiva que es preciso integrar en
el amor auténtico» (Benedicto XVI, Aloc., 8.I.2010).
Educación para la castidad. Como la sexualidad es una riqueza
de la persona en su totalidad y está orientada a «llevar a la persona
hacia el don de sí misma en el amor» (FC 37), la educación sexual
forma parte necesariamente de la educación en la justicia y el amor.
Y por esa misma razón la verdadera educación sexual debe ser edu-
cación para la castidad. La educación sexual es inseparable de la
educación en la virtud.
La educación de los hijos 191

La castidad es la virtud que, al «impregnar de racionalidad las


pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana» (CEC 2341),
hace que el hombre pueda integrar rectamente la sexualidad en
sus relaciones con los demás. En la educación sexual, por tanto,
es imprescindible la formación en los valores y normas morales.
Porque conformar la propia conducta con esos valores y normas,
es el camino necesario para integrar la sexualidad en la unidad de
la persona. Solo entonces se llega a la libertad y al dominio de sí
mismo, para relacionarse con los demás, como personas, mediante
la donación de sí mismo, atendida la propia condición y la de los
demás: padres, esposos, hijos, hermanos, etc.
Aquí aparece otra razón para que, en la educación sexual, se
valore muy particularmente la virginidad, dado que es «la forma
suprema del don de uno mismo que constituye el sentido de la
sexualidad humana» (FC 37).
Principios generales. Como principios que deben guiar la educación
de la sexualidad, que corresponde siempre a los padres, cabe recordar
que: a) todo niño es una persona única e irrepetible y debe recibir
una información individualizada; b) la dimensión moral debe formar
parte siempre de las explicaciones; c) la educación en la castidad y
las oportunas informaciones sobre la sexualidad deben ser ofrecidas
en el más amplio contexto de la educación al amor (cf. SH 65-76).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2338-


2345; Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), n.16;
Ídem, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 33, 37; Pío
XI, Enc. Casti connubii (31.XII.1930), n. 115; Papa Francisco, Exh.
Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), n. 280-287; CEE, La verdad
del amor humano, EDICE, Madrid 2012, 69-71.
Bibliografía: Fernández, A., «Educación sexual», en Diccionario de
Teología Moral, Monte Carmelo, Burgos 2005, 479-489; Melendo,
M., Educación afectivo-sexual integradora, PPC, Madrid 1986; Sar-
miento, A., «La educación sexual, educación para la castidad», en
192 Vademécum para matrimonios

Sarmiento, A. – Trigo, T. – Molina, E., Moral de la persona, EUN-


SA, Pamplona 2006, 237-253.

70. ¿En qué consiste y por qué es importante la función que el


hogar desempeña en la educación de los hijos?

Los hábitos y actitudes, en que se fundamenta la verdadera edu-


cación –no el «automatismo»–, solo se generan cuando interviene la
persona en su totalidad, con todas sus energías y potencias. Cuan-
do conoce lo que debe hacer y decide hacerlo libremente. Aparte
de la instrucción oportuna, es necesario conseguir, en los hijos, las
convicciones que les lleven a obrar personal y libremente.
El marco del hogar: instrucción y testimonio. Los padres deben
centrar su esfuerzo, tanto en la transmisión de contenidos y valores
como en la manera de educar. Se trata de «formar a los hijos con
confianza y valentía» (FC 37), de manera que se compaginen el
cariño y la fortaleza, sin caer en actitudes permisivas o autoritaris-
mos, los extremos opuestos a la sana educación. Para este cometido
es insustituible el marco del hogar. «Testimonian [los padres] esta
responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ter-
nura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado
son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las
virtudes» (CEC 2223).
–  Formación diferenciada. Como la formación, en la que es
insustituible la instrucción, debe ser común a todos los hijos y al
mismo tiempo diferenciada para cada uno de ellos, se han de tener
momentos dedicados a cada uno en particular. La eficacia estará
ligada en buena medida a la oportunidad, interés, confianza, etc.,
que sepan provocar. Por eso los padres adoptarán el lenguaje, los
modos, etc., apropiados a las edades, a las situaciones concretas de
los hijos y a los «temas» de que se trate. Para esa instrucción son
ocasiones particularmente apropiadas las fiestas litúrgicas de es-
La educación de los hijos 193

pecial incidencia en el hogar como la Navidad, la Pascua, etc., u


otros momentos de relieve como el nacimiento de un nuevo hijo, la
muerte de un ser querido, etc.
–  La importancia del ejemplo. El camino mejor para educar es,
también aquí, el ejemplo que fluye con connaturalidad de la lealtad
de los padres a la propia vocación. Los valores cristianos, vividos
en el hogar, provocan en los hijos actitudes de imitación y positivo
interés. Los padres deben ser conscientes de que educan, no tanto
por lo que dicen cuanto por lo que viven. La armonía y entendi-
miento en el matrimonio constituye un elemento de equilibrio en
el desarrollo de la personalidad de los hijos. Lo contrario ocurre en
los casos de conflictos, disensiones o separación de los cónyuges.
–  Los hijos protagonistas de su educación. La educación no puede
consistir en algo que se recibe pasivamente. No se trata de transmi-
tir un patrimonio cultural, religioso, moral, etc., sino de lograr que
los hijos estén en disposición de desarrollarse armónica y progresi-
vamente, desde sí mismos y por sí mismos. Por eso es necesario que
los hijos, de manera consciente y libre –son personas–, se incorpo-
ren activamente al proceso de su misma educación. La pedagogía
mejor es aquella que desarrolla la responsabilidad personal, me-
diante la participación de los hijos en las tareas y responsabilidades
de la familia. Es insustituible –esa es la consecuencia– el diálogo
como actitud y como método en la educación de los hijos.
La elección de estado. Un momento de especial importancia en la
vida de los hijos es el de la elección de estado. Los padres deben ser
conscientes de que todo, en el hogar, ha de ser dirigido a que «cada
uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación
recibida de Dios» (FC 53). Por ello deben estar prontos a ayudar a
sus hijos en el discernimiento de su vocación, de manera particular
cuando estos se encuentran en la adolescencia y la juventud.
«Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el
deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida. Estas
nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de
194 Vademécum para matrimonios

confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibi-


rán dócilmente. Los padres deben cuidar no violentar a sus hijos ni
en la elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Este
deber de no inmiscuirse no les impide, sino todo lo contrario, ayu-
darles con consejos juiciosos, particularmente cuando se proponen
fundar un hogar» (CEC 2230).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2223,


2230; Benedicto XVI, Alocución (6.VI.2005); Ídem, Homilía
(9.VII. 2006); Ídem, Alocución (18.I.2009); Papa Francisco, Exh.
Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 274-276.
Bibliografía: Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pam-
plona 2012, 461-46; Ídem, «La familia cristiana, formadora de per-
sonas y transmisora de la fe», en Blanco, P. (ed.), Benedicto XVI ha-
bla sobre la familia, Palabra, Madrid 2013, 151-154.

71. ¿Por qué es necesario ayudar a los padres en la educación


de sus hijos? ¿Cumplen con su deber los padres que
delegan en otros la misión de educar a los hijos?

Un derecho y un deber. La dimensión comunitaria, civil y eclesial


del ser humano exige una educación más amplia que la que pueden
proporcionar los padres. Por eso, cuando estos no puedan abarcar
esos aspectos, deberán recurrir a la colaboración de otras instancias
educativas. Es además un derecho. Es claro que entonces la actua-
ción de estas instancias no podría ser tachada de intromisión en el
deber-derecho de los padres. Y todavía menos cabe ese reproche, si
la actuación se lleva a cabo en el ámbito y finalidad que trascienden
(sin contrariarlo) el deber-derecho fundamental de los padres.
Subsidiario. La colaboración e intervención de otras instancias
distintas de los padres (la Iglesia, el Estado…) en la educación de
los hijos es necesaria. Pero esas intervenciones son subsidiarias por
su misma naturaleza: es decir, han de articularse en torno al deber-
La educación de los hijos 195

derecho original y primario de los padres a ser los primeros y prin-


cipales educadores de sus hijos. Este es el principio ordenador que
debe regular todos los demás.
Se siguen de aquí dos consecuencias:
–  El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a los padres
–a las familias– las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer
adecuadamente sus funciones educativas (cf. FC 40). Esas ayudas
se concretan, entre otras, en: a) promover instituciones y activida-
des que completen la educación recibida en el hogar; b) facilitar a los
padres los medios necesarios para que ellos mismos puedan realizar
la tarea educadora de sus hijos.
–  Es deber indeclinable de los padres: a) elegir los centros edu-
cativos y determinar los idearios que se han de seguir en la edu-
cación de sus hijos; b) como el deber-derecho a la educación es
permanente, vigilar para que en los centros educativos se imparta
la educación para la que fueron elegidos.
«Los padres, como primeros responsables de la educación de
sus hijos, tienen el derecho de elegir para ellos una escuela que co-
rresponda a sus propias convicciones. Este derecho es fundamen-
tal. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las
escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos
(cf. GE 6). Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este
derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su
ejercicio» (CEC 2229).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2229;


Código de Derecho Canónico, cn. 793; Juan Pablo II, Exh. Apost.
Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 46; Ídem, Carta de los Derechos
de la Familia (22.X.1983), n. 5.
Bibliografía: Cito, D., «Comentario al cn. 793», en ComEx III, 216-
218; Escrivá Ivarz, J., «Ayudar a la familia», en Blanco, P. (ed.), Bene-
dicto XVI habla sobre la familia, Palabra 2013, 157-181; García Hoz,
V., Participación de los padres en la actividad escolar, Madrid 1967.
XIV
La educación en la fe

Los padres deben mirar a sus hijos como personas humanas,


pero sobre todo como hijos de Dios. Es necesario que los formen y
eduquen humanamente, a fin de que puedan actuar y desarrollarse
como personas. Sin embargo, la atención deberá ir dirigida a for-
marles para que procedan siempre como verdaderos hijos de Dios,
educándolos en el cumplimiento de la ley divina. (Este es, por otro
lado, el mejor modo para formarlos y educarlos en su humanidad).
En la educación de sus hijos, los padres cristianos han de ser
conscientes de la grandeza de su vocación y de la de sus hijos, lla-
mados –unos y otros– a participar en el más alto grado de la vida de
Cristo. Como padres cristianos, son los primeros evangelizadores de
sus hijos y disponen de los auxilios necesarios para dirigirlos hacia
las cimas de la santidad. La experiencia demuestra sobradamente
la importancia decisiva que las primeras experiencias de la familia
desempeñan en este cometido.

72. ¿Por qué los padres son los primeros y principales


educadores de la fe de sus hijos?

La transmisión de la fe es una tarea cuya responsabilidad primera y


principal corresponde a la familia. «Cada miembro, según su propio
198 Vademécum para matrimonios

papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la


familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes
humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hi-
jos» (Benedicto XVI, Aloc., 8.VII.2006). Pero esa responsabilidad
primero y sobre todo incumbe a los padres. Como «partícipes de la
paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de
sus hijos y los primeros anunciadores de la fe» (ibíd.). «Transmitir
la fe a los hijos – advierte Benedicto XVI a los padres cristianos– es
una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o
delegar totalmente» (ibíd.).
Un cometido propio y original. La peculiaridad del derecho /
deber de los padres a la educación de los hijos en la fe arranca del
mismo designio de Dios a través del sacramento (no lo ha recibi-
do de la Jerarquía). A esta fundamentación alude Benedicto XVI
cuando, dirigiéndose a las familias, afirma que «las tareas de com-
promiso y testimonio cristiano que tienen su raíz en el sacramento
del bautismo y, para los casados, en el del matrimonio» (Benedicto
XVI, Aloc., 6.VI.2005).
Esa es, además, la razón de que «la familia cristiana –padre,
madre e hijos– está llamada, pues, a cumplir los objetivos señalados
no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gra-
cia del sacramento del matrimonio infundida en los esposos» (Íd.,,
Hom., 9.VII.2006). Y es también la razón de que los padres, en el
desempeño de su misión, hayan de proceder siempre en comunión
con la fe de la Iglesia.
Finalidad. El objetivo final de la educación cristiana es hacer
que los hijos procedan como verdaderos cristianos, capaces –por fi-
delidad al don de la fe– de informar y configurar cristianamente la
sociedad. Se trata de ayudarles a «apreciar con recta conciencia los
valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a co-
nocer y amar a Dios más perfectamente» (GE 1). Supuesta la gracia
de Dios, que nunca falta a los que se la piden sinceramente, la actua-
La educación en la fe 199

ción de los padres, en la educación de sus hijos, ha de ir encaminada


a acompañarles en el itinerario del crecimiento en la fe. Más que invi-
tarles a que participen en las catequesis y medios de formación cris-
tiana, habrán de acompañarles, cuando sea posible y la naturaleza de
los medios de formación lo permita. De esta manera, la educación
de los hijos se resuelve en un «ir juntos» al encuentro de Dios, se-
gún las circunstancias –eso será lo habitual– de la vida de la familia.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2225-


2226; Código de Derecho Canónico, cn. 793; Benedicto XVI, Alo-
cución (11.IX.2011); Ídem, Alocución (9.VII.2006); Juan Pablo II,
Enc. Redemptor hominis (4.II.1979), n. 19; Ídem, Exh. Apost. Fa-
miliaris consortio (22.XI.1981), n. 39; Ídem, Carta de los Derechos
de la Familia (22.X.1983), n. 7; Papa Francisco, Exh. Apost. Amoris
Laetitia (19.III.2016), nn. 16, 287-290.
Bibliografía: Cito, D., «Comentario al cn. 793», en ComEx III, 216-
218; Sarmiento, A., La familia cristiana en 50 claves, Monte Carme-
lo, Burgos 2012, 240-246.

73. ¿Qué ámbitos o dimensiones deben cuidar los padres en la


educación de sus hijos en la fe?

Sobre la base de la formación y educación humana –la gracia no


destruye la naturaleza–, los padres en la transmisión y educación de
sus hijos en la fe –acomodándose siempre a las etapas de la vida de
sus hijos– han de estar atentos y procurar: a) su incorporación a la
vida sacramental y b) una instrucción y formación adecuada en la fe.
La participación en la vida sacramental. Es grave deber de los
padres colaborar activamente en la preparación de sus hijos a la
recepción fructuosa de esas fuentes de la gracia. No pueden des-
cargar esa responsabilidad en el colegio, la parroquia o en terceras
personas. Llegado el momento oportuno, «corresponde ordinaria-
mente a los padres cristianos mostrarse solícitos por la iniciación
200 Vademécum para matrimonios

de los niños en la vida sacramental (…), preparándoles para una


fructuosa recepción de los sacramentos de la Confirmación y de la
Eucaristía» (ObpP, «Prenotanda», n. 2) Y lo mismo se debe decir
en relación con el sacramento de la Reconciliación. De esa manera,
al ayudarles a contar con la gracia específica de los sacramentos, les
preparan para poder llevar una recia vida cristiana.
La formación doctrinal. A la par que esa participación en los sa-
cramentos, los padres tienen que procurar educar a sus hijos en la fe.
Con los medios adecuados a las edades y condiciones de sus hijos,
deberán instruirlos en las verdades fundamentales de la fe. En con-
creto, nunca debe faltar la oportuna formación en: a) los misterios y
verdades de la fe (el símbolo de la fe) (la fe en un solo Dios: el Padre
Todopoderoso, el Creador; en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor y
Salvador; en el Espíritu Santo; en la Santa Iglesia); b) los sacramen-
tos de la fe; c) la vida de la fe (el cumplimiento de los mandamientos
con la ayuda de la gracia); d) la oración en la vida de la fe (el sentido
e importancia de la oración en la vida de los creyentes).
Y como características, que no pueden faltar en esa instrucción,
están las de ser: a) completa (no es lo mismo que exhaustiva), en
cuanto que ha de comprender «aquellos contenidos que son necesa-
rios para la maduración gradual de la personalidad desde el punto
de vista cristiano y eclesial» (FC 39); y progresiva: acomodada a la
edad y formación de los hijos, desarrollándose en una profundiza-
ción cada vez mayor de las verdades.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2225-


2226; Congregación para el Culto Divino, Ordo baptismi parvulo-
rum (16.V.1969), Praenotanda, nn. 3, 32-32; Benedicto XVI, Alocu-
ción (18.I.2009); Ídem, Homilía (9.VII.2006); Juan Pablo II, Exh.
Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 59-62.
Bibliografía: Sarmiento, A., La familia cristiana en 50 claves, Monte
Carmelo, Burgos 2012, 240-246; Ídem, La familia cristiana, trans-
misora de la fe, EUNSA, Pamplona 2013, 33-49.
La educación en la fe 201

74. ¿Cuál es la responsabilidad de los padres en el bautismo


de los hijos? 5

«Por el hecho de haber dado la vida a los hijos, los padres tienen
el derecho originario, primario e inalienable de educarles; por esta
razón ellos deben ser reconocidos como los primeros y principales
educadores de sus hijos». Este derecho y deber, brotan del sacra-
mento del Matrimonio y de la consideración de la familia «como
Iglesia doméstica». Consecuentemente, la familia que transmite
la fe hace posible el despertar religioso de sus hijos y lleva a cabo
la responsabilidad que le corresponde en la iniciación cristiana de
sus miembros. La familia ofrece una educación cristiana que se
caracteriza por su carácter testimonial, ocasional, permanente y
cotidiano. Sobre la base humana de la familia, se posibilita una
iniciación cristiana más honda que favorece el despertar al sen-
tido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la
conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor
humano.
La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios y tiene también su propio
rito de iniciación, una celebración de entrada en la vida de Cris-
to Resucitado y participación en la Iglesia. Este rito consiste en el
bautismo ordenado y fundado por Cristo: Él dijo que habíamos
de nacer «del agua y del Espíritu», y envió a sus discípulos: «Id a
todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado». La etimología de la palabra «bautismo» viene del griego
«baptizo», que significa bañar, que es sumergir y emerger. El baño
bautismal va ligado en el plano sacramental un nuevo comienzo,
una «nueva creación», que igualmente se designa con la palabra
«bautizar». El bautizado es una nueva criatura, no ya la criatura

5.  Mario Iceta.


202 Vademécum para matrimonios

en estado de caída o pecado original, sino una criatura renovada,


nacida de nuevo en Cristo.
Sacramento primero y fundamental. El Bautismo es la puerta
de la vida cristiana, el primer y fundamental sacramento que da
vida nueva: «el santo Bautismo es el fundamento de toda la vida
cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el
acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del
pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros
de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de
su misión» (cf. CAT n. 1213). Los distintos efectos del sacramento
del Bautismo quedan expresados en los distintos símbolos, signos
y ritos de la celebración bautismal (v. g., el agua tiene de por sí un
simbolismo natural: lava, purifica, riega, fecunda la tierra…): per-
dona los pecados, nos hace ser una «criatura nueva», nos hace hijos
del Padre, hermanos de Cristo, partícipes de su Misterio Pascual,
templos del Espíritu Santo, miembros de la Iglesia, hermanos con
los demás hermanos, familia de Dios, nos injerta en la vida eterna.
Responsabilidad de los padres. Benedicto XVI afirma que el bau-
tismo de los hijos constituye una verdadera elección educativa de
los padres: «Habéis venido –lo habéis dicho en voz alta– para que
vuestros hijos recién nacidos reciban el don de la gracia de Dios, la
semilla de la vida eterna. Vosotros, los padres, lo habéis querido.
Habéis pensado en el bautismo incluso antes de que vuestro niño
o vuestra niña fuera dado a luz. Vuestra responsabilidad de padres
cristianos os hizo pensar enseguida en el sacramento que marca la
entrada en la vida divina, en la comunidad de la Iglesia. Podemos
decir que esta ha sido vuestra primera elección educativa como tes-
tigos de la fe respecto a vuestros hijos: ¡la elección es fundamental!»
(Benedicto XVI, Fiesta del Bautismo del Señor, 8.I.2012).
La misión de los padres, ayudados por el padrino y la madri-
na, es educar al hijo o la hija. Educar es comprometedor; a veces
es arduo para nuestras capacidades humanas, siempre limitadas.
La educación en la fe 203

Pero educar se convierte en una maravillosa misión si se realiza en


colaboración con Dios, que es el primer y verdadero educador de
cada ser humano.
La Iglesia confiesa que hay un solo Bautismo para el perdón
de los pecados; por esto procura no descuidar «la misión que ha
recibido del Señor de hacer renacer del agua y del Espíritu Santo
a todos los que pueden ser bautizados» y no deja de afirmar la ur-
gencia de que los niños reciban cuanto antes la adopción de hijos
de Dios. Por todas estas razones, no debe olvidarse la obligación de
los padres de «hacer que los hijos sean bautizados en las primeras
semanas». El hecho de que los párvulos no puedan aún profesar su
fe no impide que se les confiera el sacramento, porque en realidad
«son bautizados en la fe de la Iglesia» no precisamente en la fe per-
sonal que los padres puedan tener, cosa evidentemente deseable.
Corresponde a los padres elegir el nombre y solicitar el bautis-
mo para sus hijos. El Código de Derecho Canónico (cn. 855) pide
que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano. Por eso, es
deseable la elección de un nombre cristiano, pero si esto no es así,
se debe elegir un nombre que no repugne a la fe cristiana ni sea
irreverente.
Casos particulares. Hoy en día se presentan casos en que los
padres viven en situación irregular. El bautismo de su hijo puede
constituir un momento propicio para que los padres reconsideren
la realidad que viven. También existen casos en que los padres se
muestran indiferentes al bautismo de su hijo, y sin embargo no se
oponen a él. En estas diversas situaciones es necesario proceder con
prudencia y discernir cada caso en particular con los padres. Para
proceder al bautismo se habrá de contar siempre con una garantía
suficiente de que el niño recibirá una educación católica.
La acogida de los padres y padrinos reviste una gran importan-
cia, y no debería reducirse habitualmente a una simple preparación
ceremonial. La acogida ha de tener todas las características de un
204 Vademécum para matrimonios

acto de apertura personal, de ofrecimiento evangelizador y de au-


téntica catequesis mistagógica para los que van a participar en la
acción litúrgica y para toda la familia.
Es necesario explicar a los padres la función de los padrinos en
la formación cristiana y ayudarles a elegir a los más apropiados entre
las personas que, por su edad, proximidad y formación cristiana,
estén más capacitadas para influir en su día en la formación de los
bautizados. El padrino y la madrina han de tener capacidad para
esta misión e intención de desempeñarla; haber cumplido dieciséis
años, a no ser que el párroco o ministro, por causa justa, conside-
re admisible una excepción; ser católico, estar confirmado, haber
recibido la Eucaristía, llevar una vida congruente con la fe y con la
misión que va a cumplir, y no ser el padre o la madre de quien se
va a bautizar. Es preciso verificar que quienes desean ejercer como
padrino o madrina no vivan en situación irregular o en contraste
con la fe y la moral cristiana. Cada niño puede tener padrino y ma-
drina, o solamente padrino o madrina. La palabra «padrino», en el
Ritual del Bautismo de niños, incluye los tres casos.
La celebración. La celebración de este sacramento ha de tener
siempre carácter verdaderamente participativo, religioso y familiar,
en la que el canto, las respuestas y el oportuno silencio suelen ser
decisivos. No se debe omitir ningún rito que prive a los fieles de la
oportuna mistagogia. El lugar propio de la celebración del Bautis-
mo es la iglesia catedral y la iglesia parroquial, que siempre ha de
tener pila bautismal. El niño debe ser bautizado en la iglesia parro-
quial de sus padres, a no ser que una causa justa aconseje otra cosa.
Como tiempo para la administración del sacramento se aconseja de
ordinario el domingo o, si es posible, la Vigilia Pascual.

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1251;


Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, nn. 11, 41; Const. Gau-
dium et spes, n. 48; Código de Derecho Canónico, cn. 868; Benedicto
XVI, Homilía (8.I.2012).
La educación en la fe 205

75. ¿Qué contenidos fundamentales debe tener una adecuada


catequesis bautismal? 6

Contenidos fundamentales. Para tratar este tema, tomamos


como punto de partida lo expuesto en la voz «bautismo de los hi-
jos». Abordaremos en este apartado los contenidos fundamentales
que deberían incluirse en una adecuada catequesis de preparación
al bautismo. Los temas pueden ser los siguientes:
–  La creación del mundo. Dios crea por amor, no por necesi-
dad. Crea con sus dos manos, el Hijo y el Espíritu. Tiene en su
mente a Cristo y todo tiende a Cristo, y el universo entero halla «su
consistencia en Él» (Hb 1, 3) y «todo se mantiene en Él» (Col 1,
17), por eso es Alfa y Omega, todo converge en él y su plenitud será
la creación transfigurada en Cristo, todo en Cristo. Crear significa
hacer que algo exista cuando antes no había nada; es pasar de la
nada a algo real y concreto, al ser de la creación.
–  El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. El hombre
ha salido de las manos de Dios por amor, a imagen y semejan-
za de Dios, como obra preciosa, hermosísima de Dios. Ha sido
creado por Cristo y para Cristo. Hemos recibido gratuitamente la
existencia como la primera gracia. Somos criaturas predilectas de
Dios, tremendamente amados por Dios; vivimos en relación de
dependencia amorosa de Dios. La máxima obra creadora de Dios
es el hombre, la persona. Hay un fin en la existencia del hombre.
Somos creados. No nos damos la vida a nosotros mismos. No nos
merecemos el disfrutar de la existencia. Ha sido un don gratuito de
Dios. Nos creó. No necesitaba de nosotros, ciertamente, Él, que era
omnipotente. Pero antes de la creación del mundo, nos pensó, nos
amó, nos eligió. Sabía cómo somos pues «Él modeló cada corazón
y comprende todas su acciones» (Sal 32). Aun así nos creó por

6.  Mario Iceta.


206 Vademécum para matrimonios

puro amor, para depositar en nuestro corazón sus beneficios. Dios


nos ha dado a nosotros mismos. Y en este ser creado, Él ha dado al
hombre multitud de posibilidades, de riquezas naturales y sobrena-
turales para que nos entreguemos a Él realizándonos plenamente
como personas creadas.
–  El pecado original. ¿Qué ha estropeado el mundo, la creación,
el orden en el cosmos? ¿Qué ha hecho que el hombre sufra, muera,
que haga el mal y deje de hacer el bien? ¿Qué es lo que ha roto la
hermosura del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, y haga
tan mal uso de su libertad muchas veces? La respuesta es el pecado
original, el pecado de los orígenes. El origen del pecado, que no es
otro que la soberbia, el rechazo del proyecto de Dios por nuestro
propio proyecto que entra en conflicto, además, con el proyecto de
los otros. La humanidad pecó en Adán, y «por un hombre vino la
muerte, y la muerte se propagó a todos porque todos pecaron» (Rm
5, 12). El pecado original ha desencadenado unas consecuencias,
especialmente la descomunión, la separación, fruto de la soberbia.
– La «concupiscencia», fruto del pecado original. El alma huma-
na, nuestra alma humana, conserva los restos de este pecado de los
orígenes. «En Adán todos pecaron», deja muy claro San Pablo. Es el
pecado original que por solidaridad del género humano, la huma-
nidad entera, se transmite a todos: la concupiscencia. Y la huma-
nidad está vulnerada, herida; en el alma queda la concupiscencia,
la tendencia y atracción al pecado. Este pecado original con el que
todos nacemos se perdona en el Bautismo, pero la consecuencia,
la atracción por el pecado y el desorden interior (concupiscencia)
permanecen. Otro fruto del pecado original, junto a la concupis-
cencia, es la debilidad y desorientación de su misma libertad; la
libertad es verdadera cuando se orienta al bien, pero se destruye
cuando se dirige al mal. Fruto igualmente del pecado original es la
muerte, la mortalidad: Dios no nos creó para la muerte, sino para
la vida, vida feliz, vida bienaventurada, vida eterna.
La educación en la fe 207

–  Los pecados personales. El pecado original y el desorden que


nos ha provocado nos lleva a vivir en el pecado, a cometer el pe-
cado, y a decir con verdad: «Somos pecadores», «y si alguno dice
que no tiene pecado es un embustero y la verdad no está en él» (1
Jn 1, 10). Añadimos mal al mundo cuando pecamos: todos he-
mos nacido con el pecado y, al hecho de haber nacido, con nuestro
mal vivir hemos añadido algo. No es solo el pecado original y la
concupiscencia en nuestra alma: son los pecados actuales, persona-
les, realizados por cada uno haciendo mal uso de nuestra libertad,
conscientes de lo que hacemos, del mal realizado, del desorden cau-
sado, del daño cometido.
Esta es la situación del hombre creado y caído por el pecado.
¿Hay solución? ¿Hay salida? ¿Hay salvación? Toda la historia de
Israel que nos narra la Biblia es la historia de la salvación: Dios paso
a paso, progresivamente, va educando y preparando a su pueblo
para una salvación plena y definitiva que además será universal:
Jesucristo es el Salvador del hombre, destruyendo el pecado y la
muerte, dándonos una vida nueva e incorporándonos a una Fami-
lia, que es la Iglesia.
Necesitábamos un Salvador. Por un hombre (Adán) entró el peca-
do en el mundo. Parece lógico que por un hombre viniese la salvación.
Pero el puente entre Dios y el hombre (la amistad, la justicia original,
la santidad) ningún hombre, por muy bueno o inocente que fuese,
podía restaurarlo: solo Dios. De esta forma, Jesucristo, siendo Dios y
hombre, va a destruir el pecado por su obediencia, va a crear el puente
entre Dios y los hombres (Él es Pontífice, Puente) y las puertas de la
vida y del cielo, cerradas por el pecado, van a ser abiertas. La muerte,
va a ser aniquilada, y el deseo de felicidad del corazón del hombre,
puesto por Dios al crearlo, va a ser colmado. Hay una fórmula clá-
sica para definir el intercambio que supone la salvación de Cristo:
La Encarnación, primer acto del Misterio Pascual. Dios sale al
encuentro del hombre. Si en todas las religiones es el hombre el que
208 Vademécum para matrimonios

busca a Dios, en el cristianismo es Dios quien busca al hombre que


se había perdido y extraviado por el pecado. La Encarnación del
Verbo de Dios es el acontecimiento nuevo que lleva a los tiempos
a su plenitud. Nada es igual desde entonces: todo ha cambiado,
porque Dios ha entrado en la historia, y todo tiene su referencia en
Cristo y su consistencia en Él y todo lo humano halla eco en Él.
La muerte en la cruz. En el proyecto salvador de Dios, Cristo te-
nía que reparar y rehacer lo que Adán había deshecho. Es la contra-
posición, la tipología, de Cristo y Adán. Nuestros pecados, los de la
humanidad entera, han sido derrotados, aniquilados por la sangre
redentora de Cristo. Destruidos, borrados. Nuestros pecados no
son definitivos, lo definitivo es el Perdón y la Misericordia de Dios.
En la cruz, lo irreconciliable, el hombre pecador y Dios, vuelven a
darse la mano, por obra gratuita de Dios. Más aún, la muerte ha
sido destruida por la cruz del Señor, no tiene la última palabra.
Resucitó, la Pascua de nuestra salvación. Si Cristo hubiese so-
lamente muerto en la cruz, no tendríamos la salvación. La Resu-
rrección completa la obra de Cristo, destruyendo la muerte y ofre-
ciéndonos la Vida verdadera. Es la Pascua (que significa «Paso»),
el paso de la muerte a la Vida del Señor, nuestro paso con Él de
la muerte a la vida, del pecado a la gracia y amistad con Dios. La
Pascua del Señor es el núcleo de nuestra fe. Cristo ha resucitado. Su
cuerpo aparece glorificado, pero con los signos identificativos de su
humanidad sufriente, las llagas, que ahora son llagas gloriosas.
Nos convoca en su Cuerpo, la Iglesia. La Iglesia, creada e institui-
da por Cristo, refleja la luz que es Cristo; existe la Iglesia para evan-
gelizar, para convocar a los hombres a vivir la vida que Cristo ofre-
ce, creando una Compañía, la fraternidad de los hermanos, de los
bautizados. En esta Iglesia, Jesucristo nos entrega la vida, el perdón
de los pecados, una vida nueva y sobrenatural, nos hace sus herma-
nos e hijos adoptivos de Dios. No hay cristiano sin Iglesia, porque
un cristiano es un miembro vivo de un Cuerpo grande y hermoso,
La educación en la fe 209

el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia para los hombres de hoy y para


la historia. La palabra «Iglesia» significa «convocación». Designa la
asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para for-
mar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo,
se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo. La Iglesia es a la
vez camino y término del designio de Dios: quedará consumada en
la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra.
Es peregrina hacia Dios. La Iglesia es a la vez visible (la forman
hombres y mujeres, ritos concretos, estructuras pastorales) y espi-
ritual (vida de oración, presencia de Cristo), sociedad jerárquica y
Cuerpo Místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento
humano y divino. La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de
la salvación, el signo y el instrumento de la Comunión con Dios
y entre los hombres. Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el
Bautismo. Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios, a
fin de que, en Cristo, los hombres constituyan una sola familia y
un único Pueblo de Dios. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el
Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía,
Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyen-
tes como Cuerpo suyo. En la unidad de este cuerpo hay diversidad
de miembros y de funciones, pero igual dignidad y una única voca-
ción: la santidad (vivir en Cristo). La Iglesia es la Esposa de Cristo:
la ha amado y se ha entregado por ella. La ha purificado por medio
de su sangre. Ha hecho de ella la Madre fecunda de todos los hijos
de Dios. La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo. El Espíritu es
como el alma de la Iglesia, principio de su vida, de la unidad en la
diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas, quien ilumina,
orienta, suscita vocaciones, abre nuevos caminos.
Los sacramentos. La salvación de Cristo sigue siendo actual, se
sigue ofreciendo al hombre, se sigue transmitiendo, al igual que
ofreció salvación, sanación y curación en su vida terrena. ¿De qué
manera? Mediante los sacramentos. En los sacramentos Cristo con-
210 Vademécum para matrimonios

tinúa salvando al hombre, santificándolo, librándolo del pecado,


dándole vida. Un sacramento es un acto, que utiliza elementos ma-
teriales (agua en el Bautismo, aceite con perfume consagrado para
la Confirmación, pan y vino en la Misa, aceite de oliva bendecido
para la Unción de los Enfermos) y gestos que realizó el mismo Cris-
to (derramar el agua, imponer las manos en la cabeza, partir el pan
en la Misa). Y siendo elementos y gestos, bien realizados, visibles,
realizan de verdad lo que significan: el pan y el vino se convierten
en el Cuerpo y la Sangre del Resucitado; la imposición de manos
y la oración absuelven y perdonan los pecados en el sacramento de
la Penitencia, etc.
El sacramento del Bautismo. La catequesis puede terminar con
la explicación pausada del ritual del Bautismo y la preparación a
recibir el sacramento explicando cada uno de los gestos y ritos que
en él tienen lugar.

76. ¿En qué consiste y por qué es importante el testimonio del


hogar en la educación en la fe?

«Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han


recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos.
Desde su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe
de los que ellos son para sus hijos los “primeros heraldos de la fe”
(LG 11). Desde su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida
de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las
disposiciones afectivas que, durante toda la vida, serán auténticos
cimientos y apoyos de una fe viva» (CEC 2225).
La importancia del testimonio. «En la obra educativa, y especial-
mente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación
de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto
la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisa-
mente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida
La educación en la fe 211

(cf. 1 P 3, 15), está personalmente comprometido con la verdad


que propone» (Benedicto XVI, Aloc. 6.VI.2005). «Para una buena
obra educativa –hace notar de nuevo Benedicto XVI– no basta una
buena teoría o doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más
grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del
amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comuni-
dad familiar» (ibíd.).
En el marco del hogar. Se entiende fácilmente, por eso, la impor-
tancia del hogar en la educación y, concretamente, la transmisión
de la fe. La cercanía del testimonio de los padres a través de las múl-
tiples oportunidades que ofrece la convivencia familiar ayudará so-
bremanera a que los hijos «vean» hecha realidad la «doctrina» sobre
el amor y la caridad cristiana: «Para eso, más que teorías, se necesita
la cercanía y el amor característicos de la comunidad familiar. En el
hogar es donde se aprende a vivir verdaderamente, a valorar la vida
y la salud, la libertad y la paz, la justicia y la verdad, el trabajo, la
concordia y el respeto» (Benedicto XVI, Aloc., 18.I.2009).
De esa manera, el ejemplo de los padres, que por la vivencia
de la fe impregnan de sentido cristiano el marco del hogar, faci-
litará –junto a otras cosas– que los hijos incorporen a su vida las
prácticas cristianas que alimentan y hacen crecer la fe: la oración,
la escucha de la Palabra, la práctica de los sacramentos, el rezo del
Santo Rosario, la participación en la Santa Misa de los domingos,
etc. Se trata, en consecuencia, de poner en práctica las palabras de
Benedicto XVI: «La educación de las nuevas generaciones en la
fe pasa también a través de vuestra coherencia. Dadles testimonio
de la belleza exigente de la vida cristiana, con la confianza y la
paciencia de quien conoce el poder de la semilla sembrada en la
tierra. Como en el episodio evangélico que hemos escuchado (Mc
5, 21-24.35-43), sed, para cuantos están encomendados a vuestra
responsabilidad, signo de la benevolencia y de la ternura de Jesús:
en él se hace visible cómo el Dios que ama la vida no es ajeno o dis-
212 Vademécum para matrimonios

tante de las vicisitudes humanas, sino que es el Amigo que nunca


abandona» (Benedicto XVI, Aloc., 11.IX.2011).
Testigos del amor. Un elemento indispensable de ese testimonio
es el amor de los padres que se prolonga hasta los hijos como de
su amor conyugal, originado en la celebración sacramental y, por
eso, participación del amor de Cristo a la Iglesia. «Es preciso, por
eso, exhortar a los cónyuges a no perder nunca de vista las razones
profundas y el carácter sacramental de su pacto conyugal» (Be-
nedicto XVI, Aloc., 8.I.2010). «De este modo, con el testimonio
constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado
de la fe, y con el acompañamiento entrañable de la comunidad
cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo el don mismo de la
fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia existencia y
se sientan gozosos y agradecidos por ello» (Benedicto XVI, Hom.,
9.VII.2006).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2225-


2226; Benedicto XVI, Alocución (6.VI.2005); Ídem, Homilía
(9.VII.2006); Ídem, Alocución (18.I.2009); Juan Pablo II, Exh.
Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), nn. 59-62; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 288, 290.
Bibliografía: Sarmiento, A., «La familia cristiana, formadora de per-
sonas y transmisora de la fe», en Blanco, P. (ed.), Benedicto XVI ha-
bla sobre la familia, Palabra, Madrid 2013, 149-156.
XV
La vocación matrimonial

El matrimonio, instituido por Dios desde «el principio» y ele-


vado por Cristo a sacramento de la Nueva Ley, es una de las formas
de seguimiento e imitación de Cristo en la Iglesia. «La Revelación
cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la
vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virgini-
dad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una concre-
tización de la verdad más profunda del hombre, de su ser “imagen
de Dios”» (FC 11).

77. ¿El matrimonio es una vocación de «segunda categoría»?

Una vocación cristiana. Como bautizados, los esposos están lla-


mados ya a la plenitud de la vida cristiana (cf. LG 40), que es la
vocación de todo cristiano. Desde esta perspectiva no hay diversi-
dad, sino una radical igualdad de vocación a la que todos somos
llamados en Cristo por la iniciativa de Dios Padre. Carece de sen-
tido, en consecuencia, «clasificar» a los cristianos según criterios
de «mayor» o «menor» dignidad. «Una misma es la santidad que
cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedientes a la voz del
Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, hu-
214 Vademécum para matrimonios

milde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes


de su gloria» (LG 41).
El sacramento del matrimonio, determinación de la vocación bau-
tismal. Cuando un hombre y una mujer se casan, la vocación radi-
cal y fundante de una nueva existencia –la cristiana– iniciada en el
bautismo se determina con una modalidad concreta. El sacramen-
to del matrimonio no da lugar, en los esposos, a «otra» relación con
Cristo y con la Iglesia diversa de la que ya tenían por el bautismo.
(El matrimonio conlleva –esa es la consecuencia– las exigencias de
radicalidad, irreversibilidad, etc. propias de la vocación cristiana).
Pero sí da lugar a una nueva modalidad o concreción de la «nove-
dad» bautismal. De tal manera que los esposos cristianos ocupan,
como tales, una posición o lugar propio y permanente en la Iglesia
–también en su relación con Cristo–, cuyo despliegue existencial es
un quehacer vocacional.
El matrimonio no da lugar a una segunda vocación que vendría
a sumarse a la primera: la que correspondería a los casados gracias al
bautismo recibido. Se trata, por el contrario, de la misma vocación,
determinada ahora en un ámbito bien definido: el matrimonial. Por
eso valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio
supone penetrar primero en la «novedad» que significa el bautismo
para el existir cristiano, es decir, en la irrupción de ese espíritu nuevo
en la existencia humana, que resulta así incorporado e integrado en
el existir cristiano. Lo específico del sacramento del matrimonio
se inserta en la dinámica de la conformación e identificación con
Cristo en que se resume la vida cristiana iniciada en el bautismo.
Unidad de vida. En el orden práctico, eso lleva a concluir que,
para vivir la vocación sobrenatural del matrimonio, es absoluta-
mente necesario valorar en toda su amplitud y profundidad la reali-
dad matrimonial como institución natural o creacional. Es eso –no
otra cosa– lo que constituye la «materia» de la plenitud de la vida
cristiana en el matrimonio.
La vocación matrimonial 215

Por otro lado, es necesario advertir que la condición sobrenatu-


ral del matrimonio cristiano –lejos de separar a los esposos cristia-
nos de los afanes e ilusiones de los demás matrimonios y familias–
los acerca e inserta entre ellos todavía más: en efecto, solo viviendo
con fidelidad la vocación matrimonial cristiana es posible llevar a
plenitud las exigencias de «humanidad» inscritas en el matrimonio
como realidad humano-creacional. Esta es una de las razones por
la que los esposos cristianos han de sentirse urgidos para responder
con fidelidad a los compromisos de su matrimonio. De esa manera,
los demás –tanto los no cristianos como los cristianos que tal vez se
encuentren «en dificultad»– se sentirán movidos a imitar su modo
de proceder. Verán «hechos vida» los anhelos de verdad y bien que
sienten en su interior, y también que es «realizable» el modelo de
matrimonio que los esposos verdaderamente cristianos proponen.
Documentos de la Iglesia: Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium,
nn. 11, 41; Const. Gaudium et spes, nn. 48-49; Juan Pablo II, Carta
Gratissimam sane (2.II.1994), nn. 14, 18, 20, 23; Papa Francisco,
Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 72-73.
Bibliografía: Escrivá de Balaguer, J., Es Cristo que pasa, Rialp, Ma-
drid 1979, nn. 22-32; Rodríguez, P., Vocación, trabajo, contempla-
ción, EUNSA, Pamplona 1987, 42-56, 95-104; Sarmiento, A., «El
matrimonio, una vocación a la santidad», Scripta Theologica 26
(1994), 999-1019.

78.  ¿Qué es lo propio o peculiar de la vocación matrimonial?

Por el bautismo los esposos cristianos están insertos y partici-


pan ya en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. (Esta es una
característica propia de todo sacramento). Y esa participación, que
se hace específica en el matrimonio, consiste en que se lleva a cabo
a través de la condición de marido y mujer, como «unidad de dos».
Los dos, en cuanto esposos, se insertan y participan del misterio de
216 Vademécum para matrimonios

amor de Cristo y de la Iglesia. La corporalidad, en su modalización


masculina y femenina en cuanto recíprocamente complementaria
y abierta a la fecundidad, es entonces el modo propio de relacionar-
se los esposos –como tales– entre sí y con el misterio de amor de
Cristo y de la Iglesia.
«Los esposos participan de él [del amor nupcial de Cristo por la
Iglesia] en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que
el primer e inmediato efecto del matrimonio (res et sacramentum)
no es la misma gracia sobrenatural sino el lazo conyugal cristiano
–el vínculo indisoluble–, una comunión entre los dos típicamente
cristiana porque representa el misterio de la encarnación de Cristo
y su misterio de alianza. Y el contenido de la participación en la
vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta
una totalidad en la que entran todos los componentes de la persona
–llamada del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la
afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad–; apunta a una
unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una
sola carne, conduce a no tener más que un solo corazón y una sola
alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recípro-
ca definitiva; y se abre a la fecundidad» (FC 13).
Por el pacto de amor conyugal el hombre y la mujer, que ya no
son ya dos sino «una sola carne» (cf. Mt 19, 6; cf. Gn 2, 24), per-
maneciendo los dos como personas singulares –cada uno de los es-
posos es en sí una naturaleza completa, individualmente distinta–,
son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad –modali-
dad a la que es inherente la condición personal– una única unidad.
En virtud de esa relación recíproca, vienen a ser en cierto sentido
como un solo sujeto. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal, por
el que constituyen, en lo conyugal, una unidad de tal naturaleza,
que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la
mujer al marido, en cuanto esposa. Por el sacramento esa «unidad»
se transforma de tal manera, que se convierte en «imagen viva y
La vocación matrimonial 217

real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible


Cuerpo Místico del Señor Jesús» (FC 19).
Deriva de ahí como compromiso y tarea que «los esposos y pa-
dres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad
en el amor, deben someterse mutuamente en la gracia a lo largo de
toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangéli-
cas a los hijos amorosamente recibidos de Dios» (LG 41). «Al cum-
plir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo,
que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez
más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto,
conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48).

Documentos de la Iglesia: Concilio Vaticano II, Const. Gaudium


et spes, n. 48; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.
XI.1981), nn. 13, 56; Ídem, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), nn.
18-19.
Bibliografía: Gil Hellín, F., «El sacramento de la Penitencia y la san-
tidad de los cónyuges», en PCFam, Moral conyugal y sacramento de
la Penitencia, Palabra, Madrid 1999, 187-201; Sánchez Monge, M.,
«Serán una sola carne…», Atenas, Madrid 1996, 169-183; Sarmiento,
A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 20012, 144-157.

79. ¿En qué sentido se dice que el matrimonio es el sacramento


de la «santificación mutua» de los casados?

El matrimonio es fuente y medio original de la santificación


de los esposos. Pero lo es «como sacramento de la mutua santifi-
cación» (FC 11). Lo que quiere decir fundamentalmente que: a)
el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capa-
cidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a
la santidad que ha recibido en el bautismo; b) a la esencia de esa
capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente,
instrumento mediador de la santificación del otro cónyuge y de
218 Vademécum para matrimonios

toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación –la


santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo
de la libertad personal y la gracia de Dios–, el marido y la mujer
han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al
otro cónyuge y a la familia.
La consecuencia es que las mutuas relaciones entre los esposos
reflejan la verdad esencial del matrimonio –y, consiguientemen-
te, los esposos viven su matrimonio de acuerdo con su vocación
cristiana–, tan solo si brotan de la común relación con Cristo y
adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y
ama a la Iglesia. La peculiaridad de su participación en el misterio
del amor de Cristo es la razón de que la manera de relacionarse los
esposos sea –objetiva y realmente– materia y motivo de santidad;
y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas
relaciones. Por el matrimonio, ha surgido entre ellos una relación
de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa
en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera
que la Iglesia solo es ella misma en virtud de su unión con Cristo.
Esta significación es intrínseca a la realidad matrimonial y los espo-
sos no pueden destruirla.
Pero «el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esen-
cialmente su santificación: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por
ella… para santificarla (Ef 5, 25-26)”» (MD 6). Por eso, como el
sacramento del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mis-
mo amor de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos
permanentes, el amor y las relaciones mutuas de los esposos son en
sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son –desde el pun-
to de vista objetivo– si expresan y reflejan el carácter y condición
nupcial. Si esta condición faltara, tampoco llevaría a la santidad,
porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La
santificación del otro cónyuge –el cuidado por su santificación–,
desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por
La vocación matrimonial 219

tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, con-


siguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.
En el plano existencial, la tarea de los esposos –en la que se cifra
su santificación– consiste en advertir el carácter sagrado y santo de
su alianza conyugal –participación del amor esponsal de Cristo por
la Iglesia–, y modelar el existir común de sus vidas sobre la base y
como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan
solo es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y
humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispen-
sable para el seguimiento de Cristo.
La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada
subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia
santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los
demás, porque –entre otras cosas– gracias al testimonio visible de
su fidelidad, se convierten, ante los otros matrimonios y los demás
hombres, en signos vivos y visibles del valor santificante y profun-
damente liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramen-
to que llama de modo explícito, a un hombre y a una mujer deter-
minados, a dar testimonio abierto del amor nupcial y procreador.
Por eso, la entera existencia de los esposos cristianos debe con-
figurarse continuamente como una comunión de vida y amor, a
imagen de la comunión Cristo-Iglesia. La transformación ontológi-
ca, la nueva criatura que los esposos cristianos han venido a ser por
el bautismo, a partir del sacramento del matrimonio ha de vivirse
como una «unidad de dos».

Documentos de la Iglesia: Concilio Vaticano II, Const. Gaudium


et spes, n. 48; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.
XI.1981), nn. 13, 56; Ídem, Carta Gratissimam sane (2.II.1994), nn.
18-19.
Bibliografía: Gil Hellín, F., «El sacramento de la Penitencia y la san-
tidad de los cónyuges», en PCFam, Moral conyugal y sacramento de
la Penitencia, Palabra, Madrid 1999, 187-201; Sánchez Monge, M.,
220 Vademécum para matrimonios

«Serán una sola carne…», Atenas, Madrid 1996, 169-183; Sarmiento,


A., El matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 20012, 144-157.

80. ¿En qué sentido se dice que la virginidad o celibato por el


Reino de los Cielos es una vocación superior al matrimonio?

Históricamente, el tema de la relación y complementariedad


entre el matrimonio y el celibato o la virginidad se ha planteado
preferentemente en torno a la valoración de esos dos estados. Se tra-
ta de una cuestión que, como la historia demuestra, se ha movido,
en ocasiones, entre dos extremos igualmente erróneos: la sobreva-
loración de la virginidad hasta el desprecio del matrimonio; y, por
el contrario, una estima del matrimonio que connota una visión
peyorativa de la virginidad.
Superioridad de la virginidad. En cualquier caso, desde las dife-
rentes respuestas dadas a esos errores, primero por la mayor parte de
los Padres, después por la teología, y, en su momento, por el Magis-
terio, se constata que, a la par que se afirma de manera constante la
dignidad y bondad del matrimonio, se proclama también inequívo-
camente la superioridad de la virginidad. Esa es la enseñanza clara de
la Escritura y también de la tradición, según resume Mulieris digni-
tatem: «En la primera Carta a los Corintios (7, 38), el Apóstol anun-
cia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio –doctrina
constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en
el evangelio de San Mateo (19, 10-12)– pero sin ofuscar de ningún
modo la importancia de la maternidad física y espiritual» (MD 22).
En esta perspectiva, frente a los reformadores protestantes, que ase-
guraban que la doctrina de la superioridad de la virginidad sobre
el matrimonio era contraria al Evangelio, el concilio de Trento (a.
1563) define solemnemente que «si alguno dijere que el estado con-
yugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato y que
La vocación matrimonial 221

no es mejor y más perfecto permanecer en la virginidad o celibato


que unirse en matrimonio, sea anatema» (DS 1810).
Vinculación particular de la virginidad con «el Reino de los Cie-
los». En el tema de la superioridad de la virginidad o celibato por
el Reino de los Cielos es necesario establecer una distinción entre
el significado escatológico de esa vocación y la existencia concreta
de los cristianos «en este mundo». Por su significación escatológica,
el celibato o la virginidad son superiores, expresan en forma más
acabada la redención del cuerpo, como tendrá lugar en la resurrec-
ción. El matrimonio expresa también esa misma redención, pero lo
hace mediante el sacramento, y, por tanto, según la condición de
este mundo. El matrimonio está ligado a la escena de este mundo;
el celibato, no (cf. 1 Co 7, 26.29-31). La afirmación de la superio-
ridad de la virginidad o celibato sobre el matrimonio no significa
nunca, en la auténtica tradición de la Iglesia, una infravaloración
del matrimonio, del cuerpo o de la generación. Tampoco puede
entenderse como si se debiera a la continencia o abstención de la
unión conyugal en el cuerpo.
Vocaciones complementarias. «Estas dos realidades, el sacramen-
to del matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del
Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia in-
dispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf. Mt 19, 3-12).
La estima de la virginidad por el Reino (cf. LG 42; PC 12; OT 10)
y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan
mutuamente» (CEC 1620).
Son dos vocaciones o «modos de ser» y desarrollar la gracia bau-
tismal y la propia personalidad. Son distintas pero no contrapuestas,
sino complementarias. No son vocaciones que, dentro de la Iglesia,
dividan a los cristianos en «perfectos» (los que eligen la virginidad)
e «imperfectos» (los que siguen el matrimonio). Al contrario, «en
cierto sentido se explican y completan mutuamente». La virginidad
protege al matrimonio, porque recuerda que la vida de este mundo
222 Vademécum para matrimonios

no es la definitiva, no se le puede dar el valor de fin último. Los


esposos, por tanto, han de vivir su matrimonio –que es perecede-
ro– con un sentido escatológico. Por otra parte, el matrimonio re-
cuerda que la donación, propia de la virginidad, no puede quedarse
en una universalidad abstracta y sin contenidos o manifestaciones
concretas, ya que solo las personas singulares pueden ser amadas.
De tal manera son respuestas complementarias que vivir la verdad
del matrimonio solamente es posible cuando se es consciente –y
en la medida en que se es– del significado teologal del cuerpo y de
la sexualidad. Y la virginidad tan solo lo será como resultado de
entregarse en totalidad al Amor; por eso tiene sentido decir «no» al
matrimonio, que es un «bien».
La superioridad existencial de una u otra vocación la da el amor.
Desde la perspectiva de las existencias concretas, la superioridad
dependerá de la manera de vivir la propia vocación: en definitiva,
del amor o caridad. «La perfección de la vida cristiana –comenta
a este propósito el Papa– se mide, por lo demás, con el metro de la
caridad» (Juan Pablo II, Aloc., 14.IV.1982).

Documentos de la Iglesia: Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1618-


1620; Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981), n.
16; Ídem, Carta Mulieris dignitatem (15.VIII.1988), nn. 17-22; Papa
Francisco, Exh. Apost. Amoris Laetitia (19.III.2016), nn. 158-162.
Bibliografía: Sánchez Monge, M., «Serán una sola carne…», Atenas,
Madrid 1996, 169-183; Sarmiento, A., El matrimonio cristiano,
EUNSA, Pamplona 20012, 157-162.
Índice de voces

Aborto, 134, 155, 156, 161, 173, 181, Castidad, la educación de los hijos en
186 la, 190-191
Adulterio, 88, 89, 96, 101, 110, 111, Catequesis bautismal, 23, 205
112, 127, 128, 136 Celebración «fructuosa» del matrimo-
Alianza matrimonial, 21, 34, 79, 101, nio, 53
117 Celebración litúrgica del matrimonio,
Acto conyugal, 33, 36, 89, 115-134, 62-64
140-142, 149, 152, 155, 158, 165- Celibato, 38, 220-221
166, 170, 173-174 Ciencias médicas, 143
Amor conyugal, 27, 42, 55, 80-81, 84, Clonación de embriones, 179
Comunicación (entre los esposos), 104,
94-101, 109-110, 112, 115-122,
106
124, 129, 135, 139-143, 145-146,
Comunidad conyugal, 25, 33, 77, 93-
148, 151, 153, 163, 165-167, 170-
94, 126, 139
172, 179, 212, 216, 218
«Conquistarse cada día» (los esposos),
«Amarse como casados», 93, 95, 97, 99,
101-102
101, 103, 105, 107, 109, 111 Consentimiento matrimonial, 25-32,
Ayuda mutua, 106 34, 36, 43, 46, 51, 53, 63, 87, 93,
Bautismo de los hijos, 23, 201-202, 205 102, 112, 136
Bienes del matrimonio, 148, 154 Continencia periódica, 151
Búsqueda del placer, 135 Contraceptivos hormonales, 157
Casarse, 25-27, 29, 31-35, 37, 39-41, Contraceptivos mecánicos, 134
43, 45, 47, 56-57, 59, 61, 68, 77, Conyugalidad, 28, 78, 80, 84
80, 88, 93, 126 Crimen (impedimento de), 37, 39, 134,
«Casarse por la Iglesia», 56, 59, 61 156, 186
Castidad conyugal, 94-97, 97-100 Crioconservación, 179
224 Vademécum para matrimonios

Deber/derecho de los padres a la educa- Fecundación artificial homóloga (FI-


ción de los hijos, 184, 194 VETH), 170, 173
¿Derecho al hijo?, 163-164 Fe para la celebración del matrimonio,
Diagnóstico prenatal, 23, 156, 180-181 56-57
Diálogo, 42, 105-106, 109, 134, 189, Fertilidad, ritmos de la, 145, 153
193, 218 Fidelidad matrimonial, 42, 48, 83-84,
Discreción de juicio, 32 96, 100-103, 105-106, 109-111,
Disparidad de cultos, 37, 61-62 118, 128, 152, 172, 192, 198, 215-
Dispensa (de los impedimentos matri- 219
moniales), 37-38, 53, 60-61 Fines del matrimonio, 60, 106, 139-
DIU, 134, 156 140, 142, 146
Divorciados, 69-71 Forma canónica, 28, 31, 43, 45, 51, 53,
Divorciados civilmente y «no casados 58
de nuevo», 69 Forma canónica extraordinaria, 44
Divorciados civilmente y vueltos a ca- Forma canónica ordinaria, 44
sar, 70, 72-73 Formación doctrinal, 200
Divorcio civil, 68, 73-75 Genitalidad, 118, 120
Gracia sacramental, 53
Educación, la función del hogar en la,
Histerectomía, 157, 159
192-193
Hogar, la función del, 192-195, 210-
Educación, las virtudes en la, 185-186
211
Educación sexual, 190-191
Impedimentos matrimoniales, 34-35,
Educadores de la fe (los padres), 197
39, 53
Elección de estado, 193
Impedimentos de derecho natural, 35
Embriones, licitud de las intervencio-
Impedimentos de derecho eclesiástico,
nes terapéuticas en los, 177 35, 37
Enfermedades venéreas, 127, 131 Impotencia (impedimento matrimo-
Escuela, derecho/deber de los padres en nial), 36, 131
relación con la educación en la, 195 Incapacidad consensual, 31-34, 87
«Estar casados», 77, 79, 81, 83, 85, 87, Indisolubilidad (propiedad del matri-
89, 91, 93 monio), 28, 33, 36, 42, 47, 57, 70-
Esterilidad, 36, 142-143, 158 72, 75, 80, 82-86, 95, 99, 101-102,
Esterilización, 23, 99, 155, 157-159 216
Eucaristía, 52, 63, 71-72, 109, 200, Inseminación artificial, 167-168
204, 209 Institución matrimonial, 34, 39-40,
Experimentación (en los embriones), 65, 67
177-178 Intervenciones terapéuticas, 142-144,
Fecundación, 165, 169, 172, 175-176 177
Fecundación artificial (FA), 168-169, Libertad de conciencia, 65-66
177, 179 Libertad religiosa, 67
Fecundación artificial heteróloga (FI- Ligamen (vid. Impedimentos matrimo-
VETD), 171-172 niales; Vínculo matrimonial), 36
Índice de voces 225

Maternidad/paternidad, dignidad de Regulación de la fertilidad, 147, 153-


la, 145 154, 166
«Matrimonio a prueba», 46-47 Regulación de la natalidad, 156
Matrimonio canónico, 43, 58, 68, 73, Relaciones extraconyugales, 136-137
87 Reproducción humana asistida, 164
Matrimonio civil, 45, 55, 65-68, 73-74 Respeto mutuo (entre los esposos), 106
Matrimonio dispar, 59, 61 RU-486, 23, 160-161
Matrimonio mixto, 59-61 Sacramentalidad del matrimonio, 49-
Matrimonio rato, 75 51
Matrimonio rato y consumado, 75 «Sacramento de vivos», 54
Matrimonio sacramental, 58, 62, 69 «Sacramento grande», 49-50
Métodos naturales, 153 Sacramento permanente, 99
Mifepristona, 23, 160-161 Santidad matrimonial, 213-219
«Nosotros», en el matrimonio, sentido Separación conyugal, 74-75, 87-91, 127
del, 77, 101, 115 Separación conyugal perpetua, 89
Nulidad matrimonial, declaración de, 86 Separación conyugal temporal, 90
Oración, 72, 102, 109, 126, 134, 152, Sexualidad, 96-97, 112, 117-118, 120,
200-201, 209-211 122, 130, 136, 139-141, 143, 146,
Ovarectomía, 157, 159 148, 150, 154, 164-167, 171, 190-
Pacto conyugal, 160, 212 (vid. consen- 191, 222
timiento matrimonial) SIDA, 128, 131
Padres/madres, 145-146, 197-204 Significados (del acto conyugal), 119,
Padrinos del bautismo, 203-204 121-122, 140, 170
«Parejas de hecho», 46 Signo sacramental, 51, 78
Parentesco, impedimento de, 36-37, 39 Testigos del matrimonio, 46
Paternidad/maternidad, dignidad de Testimonio del hogar, 210
la, 145 Transferencia intratubárica de gametos
Paternidad/maternidad responsable, (TIG), 173-174
145-154 Transmisión de la fe, 197-211
«Patrimonio genético», 176 Unidad, propiedad del matrimonio,
Perdonar (saber), 106-107 100-101
«Píldora del día siguiente», 156, 160 «Unidad de dos», 55, 77, 94
Plegaria eucarística, 63 «Unidad en la carne» («Una caro»), 77,
Procreación artificial humana, 143 94
Procreación asistida, 173 «Uniones libres», 46-47
Razones serias y graves (para la paterni- Valores esenciales, la educación de los
dad/maternidad responsable), 149 hijos en los, 187, 189
Reconciliación, sacramento de la, 110, Virginidad por el Reino de los Cielos,
200 220
Reconciliación (de los esposos), 70, 74, Vocación matrimonial, 213, 215, 217,
90-91 219, 221

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