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Neoliberalismo
Marcos Roitman Rosenmann
El proyecto neoliberal en América Latina tuvo su origen en la crisis del capitalismo de los años 1960. El
anticomunismo de la Guerra Fría y el repudio de las políticas públicas keynesianas, que otorgan un papel
decisivo al Estado en el desarrollo económico, fueron sus fundamentos. Si para Keynes el desarrollo dependía
de políticas sociales dirigidas a asegurar el pleno empleo y la redistribución de la riqueza por medio del control
estatal de precios, de la inflación y de los salarios, para los neoliberales fue la oposición y la crítica a dichos
principios lo que hizo surgir su doctrina.
La hegemonía keynesiana descartó por cuatro décadas (1930-1970) las teorías clásicas y neoclásicas de David
Ricardo, Adam Smith, Alfred Marshall y Walras. Los centros de producción de conocimiento, los empresarios y
la elite se socializaron en el lenguaje keynesiano. Pocos llegaron a cuestionar el papel dinámico del Estado en
el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) y en el desarrollo técnico-científico. Sus opositores ocuparon un
lugar secundario en los debates y permanecieron al margen de las principales propuestas. A pesar de ello,
sentaron las bases de lo que sería el neoliberalismo de fines del siglo XX.
La primera agrupación, surgida en Francia poco antes de la Segunda Guerra Mundial, fue el Centro
Internacional de Estudios para la Renovación del Liberalismo y tuvo como finalidad atacar la planificación y el
colectivismo estatal. De corta duración, fue el precedente utilizado por Hayek para crear en Mont-Pèlerin –un
pequeño centro suizo de veraneo– la sociedad de mismo nombre. Constituida en 1947 para luchar contra el
Estado social europeo y el New Deal norteamericano, se reunió por primera vez en abril de aquel año. Hayek
buscó unir y organizar a quienes abdicaban del keynesianismo y querían expresar su rechazo por las políticas
basadas en una concepción social de la democracia.
Los miembros más destacados de la nueva
asociación fueron historiadores, economistas y
filósofos. Entre sus fundadores estaban Maurice
Allais, Milton Friedman, Walter Lippman, Salvador
de Madariaga, Ludwig von Mises, Michael
Polanyi, Karl Popper, William Rampard, Wilhem
Ropke, Joseph Stigler y Lionel Robbins. Las
reuniones periódicas y la divulgación de las obras
del propio Hayek, básicamente El camino de la
servidumbre, escrita tres años antes, y las de su
maestro y amigo Ludwig von Mises, La acción
humana (1949) y La mentalidad anticapitalista
(1956), fueron los acontecimientos más
relevantes de esta sociedad.
El único motivo por el cual las propuestas
keynesianas no tuvieron competencia en los años
50 y 60 fue por la dinámica expansionista que el Friedrich August von Hayek, uno de los exponentes del
capitalismo central demostró después de pensamiento liberal, en enero de 1981 (LSE Library)
asumidas las recomendaciones intervencionistas.
El acceso de las clases sociales menos
favorecidas al consumo de bienes durables, sumado al aumento de la demanda provocado por el mayor poder
adquisitivo de los salarios, mostraron una fisonomía amable del capitalismo. Éste, se decía, había superado los
límites de un sistema excluyente e inhumano.
El optimismo generalizado en el progreso y en la revolución técnico-científica era un argumento consistente para
demostrar dicha hipótesis. Más aún, el acceso a la educación, a la salud, al trabajo y a la vivienda por las
nuevas generaciones de trabajadores modificaría la estructura social y de clases. El tiempo de las grandes
huelgas y del enfrentamiento directo entre el capital y el trabajo fue reemplazado por una estrategia
conciliadora. El concepto de Estado de bienestar social se extendió, promovió la integración social y planteó la
tesis de que se habían superado la lucha de clases y la explotación en los países de capitalismo avanzado.
En Europa occidental la firma de convenios de derechos humanos, económicos, sociales y culturales –
reconociendo los derechos sindicales, de huelga, formación profesional, protección a la salud, seguridad social y
asistencia social– constituyó un hito de actuación política de los agentes sociales (1950-1954). Esta tendencia
se afianzó con la firma, en 1965, de la Carta Social entre el Reino Unido, Noruega, Suecia, Irlanda y Alemania
Federal. El capitalismo avanzaba a pasos firmes. Keynes y sus discípulos eran sus arquitectos.
La lucha contra el subdesarrollo en América Latina se emprendió sobre la base de una perspectiva keynesiana.
En 1948 se creó la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL), bajo la
orientación de Raúl Prebisch. Industrializar y transformar las estructuras oligárquicas por medio de la
intervención del Estado era el camino para superar las relaciones entre el centro y la periferia. El proceso de
modernización estuvo acompañado por altas tasas de crecimiento económico a mediados de la década de
1960, lo que permitía vislumbrar la posibilidad de romper el círculo del subdesarrollo.
Entre las doctrinas desarrollistas, adquirió notoriedad la obra de W. W. Rostow: Las etapas del desarrollo
económico. Un manifiesto no comunista. Sus formulaciones eran el complemento de las políticas keynesianas
en lo referido a la actuación del Estado. Su propuesta fue simple y atractiva. La etapa de despegue económico
estaría acompañada por un proceso de ahorro con altas tasas de inversión y una tecnología de elevado
rendimiento y bajo costo. La etapa siguiente, la marcha rumbo a la madurez y a la era del consumo de masas,
haría ingresar a América Latina en un proceso generalizado de desarrollo autosustentable. En esta dinámica, el
Estado intervendría planificando la inversión y asumiendo principios democráticos representativos, favoreciendo
una opción de cambio social encabezada por una burguesía nacional cuyos valores culturales y anhelo de
modernidad la integrarían a las sociedades occidentales.

Hegemonía del mercado


Este ciclo, sin embargo, se agotó. Las contradicciones entre los centros y las periferias, entre países
dominantes y dependientes se profundizaron hasta tal punto que impactaron política y socialmente en todo el
continente. La Revolución Cubana sirvió de aviso, y la victoria de la Unidad Popular, en Chile, en 1970,
evidenció el límite de las reformas keynesianas tan bien defendidas por el gobierno democratacristiano de
Eduardo Frei Montalva, cuyo lema de “revolución en libertad” había sido creado para diferenciarse de la
propuesta de desarrollo socialista defendida por Cuba. En su conjunto, este período, extraordinario en la
evolución del capitalismo, buscó superar las contradicciones inherentes a un orden de dominación fundado en la
explotación del trabajo por el capital.
Si bien se trató de años de expansión, la crisis de la década de 1970 impuso un duro golpe a las políticas
keynesianas. Un nuevo ciclo recesivo cuestionaba sus argumentos. El modelo keynesiano, elaborado con el
propósito de resolver los problemas de las economías occidentales, se debilitaba ante la inesperada
coexistencia de inflación y desempleo. Su aplicación en América Latina, filtrada por las propuestas de la CEPAL,
se encontraba con dificultades específicas para realizar las transformaciones de la estructura productiva que
tenían como objetivo una aplicación de tecnología excesivamente ahorrativa del factor trabajo, y que impedía
una redistribución intersectorial equilibrada del trabajo y altas elasticidades de la demanda que provocaban una
significativa entrada de productos de alto valor agregado, que deterioraba la balanza de pagos y la relación de
intercambio.
Para los detractores del modelo keynesiano, era el momento de proponer un nuevo orden para el desarrollo del
capitalismo, centrado en la hegemonía del mercado. En plena Guerra Fría y en un clima de anticomunismo
radical, los economistas, sociólogos y politólogos que habían sido ridiculizados por defender al mercado como
fuente de equilibrio político y social fueron erigidos en salvadores del capitalismo. En 1974 Hayek sería
distinguido con el Premio Nobel de Economía. Dos años más tarde, su discípulo en Chicago, Milton Friedman,
obtendría el mismo premio. El keynesianismo terminaba su reinado con la crisis del Estado de bienestar.
La recesión hizo del capitalismo un orden social vulnerable y, para sus defensores, su crisis interna suponía un
cambio en la guerra contra el comunismo. Invertir ese proceso estimuló un discurso apocalíptico en el cual el
pensamiento político reaccionario y conservador fue complementado con las doctrinas económicas liberales.
Era necesario recrear el sistema, atribuir otro papel al Estado y construir un nuevo pacto social. No se trataba de
reeditar el liberalismo anticuado, y sí de cambiar los rumbos del capitalismo, de la Guerra Fría, de procurar la
derrota del comunismo. El pensamiento neoliberal se diferenció del pensamiento liberal original en que éste se
había dirigido contra el precapitalismo y era progresista, mientras que el neoliberalismo surgió como doctrina
reaccionaria, que condicionaba la legitimación de la sociedad burguesa a la ilegitimación del proyecto socialista.
El neoliberalismo se propuso entonces la tarea de imponer su lenguaje y divulgar su pensamiento. Las
universidades redefinieron sus planes y programas de estudios. La formación de los economistas asumió un
perfil crítico en relación con las doctrinas intervencionistas del Estado de bienestar. El mercado se convirtió en la
columna vertebral sobre la cual sería edificado el capitalismo poskeynesiano. Sus categorías esenciales
pasarían a ser economía y democracia de mercado, libertad de elección, justicia con equidad e igualdad de
oportunidades. Hayek, Von Mises, Friedman y John Rawls, los padres fundadores, enfatizaron en sus escritos el
irracionalismo expresado en la necesidad de que las personas sean sometidas a las fuerzas impersonales del
mercado dotadas de coordinación intrínseca y que trascenderían el conocimiento humano y su capacidad de
decisión. Ellas conducirían a la combinación entre libertad y desigualdad económica mediante los intentos de
nivelación y creación de igualdad de resultados, apuntando hacia la supresión de la primera y el establecimiento
del arbitrio socialista.
Tras el fin de la Guerra Fría, el capitalismo adquirió un nuevo significado. Considerado vencedor, se presentó
como alternativa de reconstrucción en los países del Este europeo. Fue la transición del comunismo al
capitalismo de libre mercado. Nuevos conceptos se sumaron al neoliberalismo. No sería la crítica al Estado de
bienestar ni la lucha contra el socialismo lo que movilizaría a la doctrina neoliberal: su discurso cubría ahora
todo el planeta.
Incluso China, aunque comunista, se vio inmersa en esta dinámica. Se proclamó el fin de la historia, y la
globalización se impuso como un proceso irreversible, con su eje girando en torno del neoliberalismo como
fuerza de gravedad. Ya no era una doctrina política; se había transformado en el conocimiento científico-racional
sobre el cual se debería erigir el nuevo orden mundial. La última década del siglo XX envolvió al mundo en el
totalitarismo neoliberal. Fue su momento de máximo esplendor. Sin embargo, una vez implementadas sus
políticas, el comienzo del siglo XXI puso en evidencia los límites de dicho proyecto. El aumento de la
explotación, la pobreza y la desigualdad estuvo acompañado por el deterioro del medio ambiente y de la calidad
de vida de más de dos tercios de la población mundial. La ilusión neoliberal fue cuestionada y entró en crisis.

Orígenes antidemocráticos en el continente


Si la crisis interna del capitalismo era evidente, los defensores del neoliberalismo no tuvieron problemas en
culpar por todos los males a las políticas keynesianas de intervencionismo estatal. El diagnóstico neoliberal fue
contundente: el desempleo es el resultado de las políticas de pleno empleo y de los derechos laborales; el
empobrecimiento es resultado de las políticas distributivas que limitan la competencia y el crecimiento
económico; el subdesarrollo es fruto del proteccionismo estatal que bloquea el desarrollo del sector privado; y el
deterioro del medio ambiente es consecuencia de su insuficiente privatización. Dicho intervencionismo derivaba
de una supuesta dinámica socialista inherente a los demócratas que buscaban imponer la lógica de la política,
sus negociaciones y sus compromisos, sobre la lógica económica, basada en la competencia. El neoliberalismo
proponía una democracia de mercado, en la que imperaban la ley de la oferta y la demanda y la soberanía del
consumidor.
Con estas distinciones, en medio de la Guerra Fría y en busca de una alternativa al socialismo, el neoliberalismo
se presentó como la solución definitiva al comunismo, a la crisis del capitalismo y a las políticas
intervencionistas. En América Latina, su implementación estuvo acompañada por el quebrantamiento de los
órdenes constitucionales y por una involución política antidemocrática. Primero en Chile y, a continuación, en la
Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia y Paraguay.
Los cambios se produjeron bajo los regímenes militares. El asesinato, la prisión, el destierro, el exilio y el
despido fueron la respuesta para eliminar a los opositores. Sus propios ideólogos no ocultaron este principio
articulador del neoliberalismo en América Latina, interpretándolo como una cualidad específica. Así, presentaron
a las Fuerzas Armadas como instituciones comprometidas con la modernización neoliberal, concebida como un
“proyecto libertario”.
Si en Chile sus ideólogos se jactaban de ser cómplices y colaboradores de la política de muerte y desaparición
de los adversarios políticos, insistían en la necesidad de considerarla un factor relevante y necesario, aunque de
transición, para lograr el éxito en el proceso de modernización neoliberal. Se trataba de minimizar la gravedad
de la violación de los derechos humanos y de atribuirla a las condiciones específicas de este país, en el cual fue
destruida una importante ofensiva socialista, absolviendo al neoliberalismo de cualquier compromiso definitivo
con la dictadura.
Para sus partidarios, el reconocimiento y el éxito mundiales alcanzados por el neoliberalismo eran razones
suficientes para redimirlo de su pecado original. En su ensayo “Los economistas y el presidente Pinochet”,
Arturo Fontaine, apologista de la doctrina, comprobó la unidad de criterios entre los ideólogos del neoliberalismo
y las Fuerzas Armadas a la hora de no poner límites a la violación de los derechos humanos, como criterio para
profundizar el orden neoliberal. Se impuso una división del trabajo: unos matan y otros aplican las políticas
económicas neoliberales.
El neoliberalismo se impuso por la fuerza. A pesar de ello, algunos de sus defensores en países con regímenes
constitucionales buscaron matizarlo, distanciándose de la experiencia chilena. Fueron los casos de Perú,
Venezuela y México. Otros países contribuyeron poco a la articulación teórica de la doctrina en América Latina.
La construcción más elaborada tuvo lugar en Perú, con Hernando de Soto, y en México, con René Villareal,
Enrique Krauze y Luis Aguilar Villanueva.

Gérmenes revolucionarios y nueva sociedad


Hernando de Soto, ideólogo de Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, presentó al neoliberalismo como
articulación del capitalismo popular asentado en el desarrollo de la informalidad, en la iniciativa individual y en el
“autoempleo”. Argumentó que dentro de las fronteras de Perú existían tres países: uno mercantilista y
decadente, basado en un empresariado cerrado y articulado a los privilegios del Estado; un segundo país,
fundado en la tecnocracia estatal, que buscaba un capitalismo de Estado, pero se perdía entre los objetivos de
destrucción de la violencia terrorista y las exhortaciones carentes de soluciones prácticas de muchos
progresistas; y un tercer país, basado en una economía de mercado, que constituía el “otro camino”, que
trabajaba firmemente, era innovador y ferozmente competitivo, democrático y cuyo espacio más destacado era
el de la informalidad, en el que estaban los auténticos empresarios capitalistas.
Esos tres “países” representaban tres maneras de entender el desarrollo en Perú y en América Latina. Para
Hernando de Soto, la comparación entre mercantilismo, capitalismo de Estado y economía de mercado
demostraba la superioridad de esta última como solución para los problemas del subdesarrollo. El autor subrayó
que el sistema en que vivimos en América Latina es “mercantilista” y no capitalista. Con ello, absolvió al
capitalismo de cualquier responsabilidad histórica por el subdesarrollo y consideró que a él le pertenecería el
futuro.
Asimismo, De Soto afirmó que del propio seno del “mercantilismo” ya habían surgido los gérmenes
“revolucionarios” que nos conducirían a la “nueva sociedad” y cuyos portadores serían los “informales”,
“empresarios incipientes” destinados a fundar un capitalismo popular no bien consiguieran derrotar a ese Estado
“redistributivista” e “intervencionista” para instaurar en su lugar el reino puro del neoliberalismo. El autor enfatizó
que ese “camino” no sólo era deseable, sino también viable, y que su trayectoria repetiría lo ocurrido en los
países capitalistas desarrollados, con idénticas etapas y beneficios.
De Soto también destacó que los mercados no eran monopolio occidental, y sí una tradición antigua y universal.
Afirmó que dos mil años atrás Cristo podía reconocer un mercado cuando lo veía, y que expulsó a los
mercaderes precisamente por haber convertido al templo en un mercado. Y, además, que los mexicanos
llevaban sus productos al mercado mucho antes de que Colón llegara a América. No obstante, al preguntarse
por qué el capitalismo sólo prosperó en Occidente, señaló que ello se debió al hecho de que en los países
occidentales la conversión de los activos en títulos de propiedad es muy amplia e intensa, lo que permitiría
impulsar el crédito y la inversión al proporcionar garantía, factor del cual carecían el Tercer Mundo y los antiguos
países socialistas. Estas conclusiones fueron evaluadas por los premios Nobel de Economía Ronald Coase y
Milton Friedman como “poderosas y totalmente convincentes”, algo que “ofrece a los políticos un proyecto que
puede conducir al bienestar del país y, al mismo tiempo, proporcionarles beneficios políticos, una combinación
maravillosa”.
En México, el ideólogo del neoliberalismo René Villareal presentó la propuesta del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) y de su presidente Salinas de Gortari como liberalismo social. En dicha propuesta estarían
garantizadas las libertades individuales, pero se reconocían las imperfecciones y limitaciones del mercado libre
como mecanismo para resolver con equidad los problemas distributivos. Se propuso entonces que el Estado
asumiera un papel más activo en la corrección de las desigualdades sociales. Villareal afirmó que en el
liberalismo político del laissez-faire o neoliberalismo, la libertad individual y el libre mercado estuvieron
acompañados por el darwinismo social como filosofía y práctica. A su vez, en el liberalismo social la libertad
individual y el libre mercado fueron acompañados por un Estado de Derecho, que buscaba corregir las
desigualdades sociales e imperfecciones del mercado para dar al desarrollo una orientación social. Eficiencia y
equidad se conjugarían para que fuese posible alcanzar dos principios fundamentales: la libertad y la justicia
social.
La imposición del neoliberalismo fue el comienzo para adoptar todo tipo de reformas reunidas bajo la etiqueta de
proceso de liberalización. Bajo esta expresión tuvo lugar la transformación de las estructuras sociales y
económicas. El entusiasmo neoliberal llegó a considerar como su momento de fundación el derrocamiento del
presidente chileno Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973. En Chile, el comunismo sufrió aquel año una
derrota en la Guerra Fría, y comenzó un proceso de liberalización radical de la economía y de la sociedad. Se
demostró que existía en el mundo occidental el deseo de detener lo que hasta entonces parecía ser el avance
incontenible del socialismo marxista y de las estrategias de crecimiento basadas en la sustitución de
importaciones y en el intervencionismo estatal. Años después, Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Ronald
Reagan en los Estados Unidos, y Felipe González en España profundizarían esas megatendencias
liberalizadoras.

El saldo negativo de la década de 1990


Las políticas liberalizadoras impulsadas al final de los años 70 y principios de los años 80 tendrían un punto de
inflexión en la década de 1990. La crisis de la deuda externa, a partir de 1982, fue el pretexto de los gobiernos
neoliberales para privatizar, reducir las barreras aduaneras y flexibilizar el mercado de trabajo. Así, a las
características excluyentes y antidemocráticas de las políticas neoliberales y a la descapitalización por el pago
de la deuda externa se debe agregar el proceso de privatizaciones y desnacionalización específicos de los años
90 –factor que profundizó las repercusiones del proceso de liberalización–.
Si en principio, según los gobernantes, la venta al sector privado de las compañías estatales de electricidad,
agua, teléfono, aviación, mineras y de los sectores industrial y financiero permitió a los países contar con
liquidez y construir la imagen de un Estado eficiente, “saneado y sin déficit”, por medio de una contabilidad de
corto plazo, la idílica situación de superávit terminaría desembocando en un colapso. Con las privatizaciones
vinieron las crisis y la regulación del empleo, el cierre de empresas y la entrega de sectores estratégicos como
el agua, el gas, la flora y la fauna de las selvas subtropicales a compañías transnacionales, para su
administración, su usufructo y beneficio privado.
El proceso de desindustrialización le abrió las puertas al descontento social. El neoliberalismo entró en
contradicción con sus propuestas. Las promesas de un futuro mejor fueron puestas en duda. Servicios
esenciales como salud, educación y vivienda vieron sus recursos reducidos y, consecuentemente, se asistió al
deterioro de los hospitales, las escuelas y la construcción civil: todos entraron en colapso. Esto sumado a
índices de pobreza que superaron el 44% en el conjunto de la región. El discurso de gobiernos y organismos
internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial o la Organización Mundial del
Comercio (OMC), apeló a pactos de responsabilidad y políticas de ajustes estructurales, por los cuales los
trabajadores limitarían sus expectativas de mejoras salariales y aceptarían la “precariedad” como su
contribución en la etapa de “globalización productiva”.
El neoliberalismo de los años 90 dejó un saldo negativo. Desarticuló y desmontó las estructuras productivas
fundadas en el proceso de industrialización iniciado en las décadas de 1930 y 1940. El remate de bienes
públicos y la reconversión industrial modificaron la fisonomía de las estructuras productivas de los países de
América Latina. Volvieron a plantearse los mismos problemas de la era oligárquica. La apertura financiera y
comercial y la eliminación de barreras aduaneras favorecieron el proceso de desnacionalización y un mayor
grado de dependencia de las economías latinoamericanas en relación con el mercado mundial.
No es difícil entender que en la actualidad las estructuras productivas sean más primario-exportadoras que
medio siglo atrás. Los productos exportables son uva, manzana, pera y mango; y no café, banana o azúcar. El
neoliberalismo sometió a la región a una situación semejante a las formas de dependencia industrial y financiera
del siglo XIX, la diferencia es que en la actualidad adopta la forma tecnológico-financiera. El final de los años 80
anunció cómo sería la década de 1990, y la primera gran demostración del límite del neoliberalismo comenzó
con la crisis del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, conocida como Caracazo.
En ese país, a partir de la firma de acuerdos con el FMI y el Banco Mundial el 16 de febrero de 1989, se
concretó la aplicación de los planes de ajuste y de las políticas de empleo y privatización. La respuesta fue una
protesta espontánea y masiva de los ciudadanos en las calles de Caracas y de toda Venezuela. El
socialdemócrata Pérez respondió enviando al Ejército para reprimir el descontento. El resultado fue la muerte de
más de mil personas, víctimas de los disparos de las fuerzas de seguridad del Estado, el 27 de febrero de 1989.
El proyecto neoliberal comenzaba a ser cuestionado.

Frente Nacional contra la Privatización de la Salud realiza un acto nacional contra la Empresa Brasileira de
Serviços Hospitalares (Ebserh) y en defensa de los Hospitales Universitarios, en Río de Janeiro, en marzo
de 2015 (Tomaz Silva/Abr)

El proyecto neoliberal
Hay una versión idílica sobre la manera como el neoliberalismo construyó su hegemonía en América Latina –un
relato histórico que remite a sus creadores en Chile–. Existía un grupo de jóvenes economistas decididos a
modificar los rumbos de los acontecimientos en su país y en América Latina, con el objetivo de combatir con fe y
disciplina las políticas keynesianas. Tras un arduo camino de formación intelectual y de ascetismo en las frías
calles de Chicago, estaban predestinados a cambiar el futuro del mundo a partir de la firma de los acuerdos
entre la Universidad Católica de Chile y la Universidad de Chicago, alrededor de 1955, proyecto que contempló
la permanencia en Chile de profesores de la Universidad de Chicago, la formación de un Centro de
Investigaciones Económicas y la selección de becarios de posgrado para Chicago y de investigadores centrados
en el análisis de la realidad económica chilena.
En junio de 1955 llegaron a Chile miembros del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago: T. W.
Schultz, presidente del departamento y futuro Premio Nobel de Economía; Earl J. Hamilton, catedrático de
Historia de la Economía; Arnold Harberger, futuro decano de Economía de Chicago y que sería el principal
maestro y guía de los becarios chilenos; y Simon Rottenberg. Esta comisión discutió con las autoridades de la
universidad chilena el convenio con la Universidad de Chicago, celebrado el 29 y 30 de marzo de 1956.
Sergio de Castro y Arturo Fontaine se convirtieron en los primeros becarios. Después del golpe de Estado del 11
de septiembre de 1973, a ellos se atribuyó la autoría intelectual de “El ladrillo”, documento de la política
económica de la tiranía, redactado entre 1969 y septiembre de 1973 y considerado la cartilla del neoliberalismo.
Así, a partir de 1956 y hasta el golpe de Estado, tres generaciones de ex becarios y alumnos de la Universidad
Católica fueron formadas en la doctrina neoliberal de la Universidad de Chicago –grupo del cual Pinochet se
nutrió durante todo su régimen–.
La lista comienza con Sergio de Castro (ministro de Economía y después ministro de Hacienda) y llega a Pablo
Baraona (presidente del Banco Central, ministro de Economía y más tarde de Minas), Álvaro Bardón (presidente
del Banco Central, subsecretario de Economía y presidente del Banco del Estado), Rolf Lüder (ministro de
Hacienda y de Economía), Sergio de la Cuadra (ministro de Hacienda), Cristián Larroulet (jefe de gabinete del
Ministerio de Hacienda), Martín Costabal (director de Presupuesto y ministro de Hacienda), Jorge Selume
(director de Presupuesto), Andrés Sanfuentes (asesor del Banco Central y director del Departamento de
Economía de la Universidad de Chile), José Luis Zabala (jefe del Departamento de Estudios del Banco Central),
Juan Carlos Méndez (director de Presupuesto), Álvaro Donoso (director de la Oficina de Planificación Nacional –
Odeplan), Álvaro Vial (director del Instituto Nacional de Estadística), Álvaro Saieh (asesor del Banco Central),
Juan Villarzú (director de Presupuesto), Joaquín Lavin (asesor de la Odeplan, editor de Economía y Negocios
del periódico El Mercurio y decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Concepción), Ricardo Silva
(jefe de Cuentas Nacionales del Banco Central), Juan Andrés Fontaine (subdirector de la Odeplan), María
Teresa Infante (ministra de Trabajo) y Miguel Kast (ministro de Trabajo y ministro de la Odeplan).
Hubo pocos neoliberales ajenos a la Escuela de Chicago. Entre ellos, cabe mencionar a los ministros Jorge
Cauas, Hernán Büchi y José Piñera. No obstante, de acuerdo con la versión oficial, fueron todos, en su
conjunto, los artífices del triunfo del neoliberalismo en América Latina.

El éxito o el fracaso de una doctrina


Las reformas neoliberales son equiparables entre sí, comparten diagnósticos, propuestas y objetivos. Las
diferencias no cuestionan el rumbo ni el diseño de la política económica. Sus principios ideológicos y políticos
expuestos en el documento “El ladrillo” sintetizaron el ideario neoliberal. En su presentación, los autores
pusieron el énfasis en la dimensión global del proyecto, hacia el cual confluían tres objetivos: impulsar un
cambio en la estructura social, articular un nuevo consenso ideológico-político e imponer otra forma de ejercicio
del poder político.
Para los creadores de la alternativa neoliberal, el programa no podría ser segmentado ni aplicado parcialmente,
pues se correría el riesgo de perder la identidad del proyecto refundador de una economía de mercado. Su
negativa a introducir modificaciones o a aceptar propuestas de actuación contrarias a sus objetivos hizo del
pensamiento neoliberal una doctrina excluyente y totalitaria. Para sus realizadores, el éxito del programa
siempre estuvo condicionado al repudio de cualquier otra opción de análisis de la realidad social y económica.
Su programa se transformó en un conjunto de dogmas de acción redentora. Construido bajo dichos postulados,
no se puede negar al neoliberalismo el calificativo de doctrina totalitaria, cuando sus propios articuladores
hicieron de ese significado la mayor virtud del programa.
Sergio de Castro afirmó en “El ladrillo” que el programa neoliberal constituía un todo armonioso y no aplicable
de modo parcial; su aplicación parcial o limitada podría dar origen a un sinnúmero de efectos indeseables. La
coherencia y la unidad de los diferentes aspectos de la política económica eran requisito básico de su programa
de acción y, según él mismo subrayó, en muchas ocasiones, la aplicación limitada o parcial de políticas fue el
elemento determinante de su fracaso total. Castro siempre destacó que la política monetaria no era
independiente de la política fiscal; que las políticas cambiaria y de comercio exterior estaban indisolublemente
ligadas a la política interna de precios; que la distribución de recursos exigía concordancia entre políticas
monetarias, de mercado de capitales, de precios, de tributación y de comercio exterior.
Su llamado a refundar un nuevo orden político implicaba construir una sociedad capaz de asumir los principios
sistémicos de su ordenamiento jurídico e institucional. Economía de mercado y sociedad de mercado se
transformaron en las dos caras del neoliberalismo, tal como Karl Polanyi expresó en su crítica. Según este autor,
el mecanismo oferta-demanda-precio, cuya primera aparición dio origen al concepto profético de “ley
económica”, se convirtió rápidamente en una de las fuerzas más poderosas que hayan influenciado el panorama
humano y que, al aplicarse al trabajo y a la tierra, transformó la esencia misma de la sociedad. Este artificio
institucional, que llegó a ser el motor de la economía, dio origen a otro desarrollo más extremo aún, una
sociedad entera embutida en el mecanismo de su propia economía: la sociedad de mercado.
Para realizar el proyecto neoliberal, sus artífices propusieron un conjunto articulado de cinco reformas
estructurales en el ordenamiento sociopolítico, con vistas a la instauración de una sociedad de mercado sujeta a
una economía de mercado: lograr el retiro del Estado en la esfera económica, disminuyendo el gasto público en
la creación de riqueza social; establecer la preeminencia del capital privado y de las relaciones de mercado en
la producción y asignación de recursos; imponer la total apertura externa comercial y financiera; desarrollar la
reforma del mercado de capitales internos acelerando la privatización completa que regulara el precio del dinero
como mercadería por medio de tasas de interés libres; y lograr el establecimiento del mercado “libre” del trabajo,
habilitando la contratación flexible del trabajador.
Estas cinco reformas, consideradas definitivas para los objetivos del neoliberalismo, debían ser puestas en
práctica de manera simultánea, en el caso de que se quisiera obtener resultados positivos y un éxito global. Al
analizar las dificultades para implementar la totalidad del programa, Sergio de Castro ratificó la adopción integral
como estrategia para ser seguida en regímenes democráticos. Aconsejó aplicar desde el primer momento todas
las políticas descriptas, con el argumento de que sería en los inicios de un gobierno cuando la población se
mostraría más dispuesta a realizar grandes sacrificios. Para mantener su prestigio, afirmó que era importante
que el costo de una rectificación fuera asociado a la política pasada y no a los propósitos y objetivos de la nueva
política.

La reforma del Estado en tres dimensiones


El proyecto neoliberal, sin embargo, quedó sintetizado en su elaborada propuesta de reforma del Estado. Fue el
primer paso para construir una racionalidad política de nuevo formato, a partir de la cual serían legitimadas las
políticas de ajuste, flexibilización de la mano de obra, desnacionalización y privatización de la economía. En
este sentido, asumió otro valor, con tres diferentes dimensiones: reforma del proceso de gobierno o de gestión
pública, reforma del régimen político y reforma de la constitución política del Estado.
La reforma del proceso de gobierno o gestión pública fue pensada con el objetivo de construir un nuevo tipo de
gestión o políticas públicas en el que las funciones estatales se ajustaran a una lógica impuesta por el mercado.
Para ello, era necesario rematar sus bienes mediante un proceso de reconversión industrial. La privatización, la
descentralización administrativa y la desregulación serían las herramientas. El espacio en el que mejor podría
actuar sería el de las políticas de seguridad. Por ese motivo, debería favorecer la acción protagonista de
inversores y consumidores en su gobernabilidad. La única acción social del Estado legitimada por el
neoliberalismo, en la gestión pública, fueron los programas paliativos destinados a la extrema pobreza. En esto
consistía la reforma de la gestión pública.
La reforma del régimen político se inscribió en el marco de una nueva división de poderes y funciones estatales.
Las leyes electorales de los partidos políticos y de participación de los ciudadanos fueron consideradas en el
proceso de toma de decisiones. El objetivo fue disminuir la autonomía de la esfera política, haciéndola depender
del mercado. Era necesario fortalecer la condición de consumidor y debilitar la ciudadanía política, relación entre
el bien común, el sentido ético de la acción, la responsabilidad y la conciencia del ciudadano. Así, el nuevo
régimen político tendría como objetivo servir al funcionamiento del mercado y al consumidor, las dos caras del
neoliberalismo, que terminó identificándose con la emergencia de una democracia de mercado.
La reforma de la constitución política del Estado buscaba un nuevo marco que definiera los límites de los
derechos y deberes del ciudadano en los ámbitos público y privado, conforme al establecimiento de una
economía fundada en el libre mercado. Fue una reforma centrada en dotar de legitimidad a una sociedad de
mercado. La Constitución española de 1978 y la chilena de 1980 fueron las primeras en seguir esa dirección
para construir un orden neoliberal sobre la base de un nuevo ordenamiento jurídico-institucional. Por la fuerza,
en el caso de Chile; y debido a la muerte del tirano, en España.
En la década de 1980, y especialmente a comienzos de los años 90, la apertura de procesos constituyentes y
reformas constitucionales se generalizaron en América Latina. A excepción de Venezuela y de Cuba, la
implementación de las reformas afectó a toda la región: se aprobaron Constituciones en las cuales el valor
político de la democracia quedó subordinado al proceso de acumulación y reproducción del capital. En este
sentido, la reforma del Estado, en sus tres dimensiones, llevó a identificar el proceso de racionalidad y eficiencia
con la libertad del capital privado para la asignación de recursos, la organización del trabajo y la producción. La
reforma constitucional pretendió hacer coincidir competitividad neoliberal con sociedad ordenada, y eficiencia
con obediencia a las leyes del mercado.

Un balance tres décadas después


Tras treinta años de políticas neoliberales se hizo posible evaluar resultados, constatar lo que de hecho sucedió
y qué beneficios trajeron dichas políticas. En otros términos, ¿qué ocurrió después de que el Estado se retirase
de la actividad económica y privatizase sus bienes? ¿Cómo el mercado se comportó al aplicar el criterio de
preeminencia del capital privado en la asignación de recursos? ¿De qué modo actuaron los agentes financieros
después de reducirse o eliminarse las tasas aduaneras y de implantarse el libre comercio? ¿Qué efectos sobre
los trabajadores tuvieron la flexibilización de la mano de obra y el mercado libre de trabajo?
De acuerdo con los teóricos neoliberales, las respuestas a estas cuestiones no podrían ser más positivas, ya
que, según ellos, tales medidas favorecieron una distribución equitativa de la riqueza nacional con pleno
empleo, la disminución de la dependencia económica y del subdesarrollo, el afianzamiento de la estabilidad
económica, con tasas de inflación cercanas a cero, y, además, el establecimiento de una democracia política
con justicia social.

“Este sistema neoliberal nos trata como basura”, manifestaciones estudiantiles, en Chile, en septiembre de
2011 (Simenon/CreativeCommons)

Cabe recordar que el neoliberalismo comprometió a gobiernos de las más diferentes ideologías: demócratas
cristianos, conservadores, progresistas, socialdemócratas y socialistas asumidos. Fernando Collor de Mello,
Fernando Henrique Cardoso, Patricio Alwyn, Carlos Andrés Pérez, Carlos Salinas de Gortari, Carlos Menem,
José María Sanguinetti, Alberto Fujimori o Gonzalo Sánchez de Lozada son ejemplos de presidentes elegidos y
no impuestos por las armas.
Los primeros países que aplicaron las políticas de ajuste estructural y estabilización fueron Uruguay (1974),
Bolivia (1975), Chile (1975) y la Argentina (1978), todos con gobiernos autoritarios. Sin embargo, países de
democracia representativa ampliaron la lista en los años 80, como Costa Rica (1982), Ecuador (1986), Bolivia
(1985), República Dominicana (1982), México (1988) y Venezuela (1989). Algunos hasta recurrieron, en más de
una ocasión, a las políticas de estabilización y ajuste estructural: Argentina, Bolivia, Brasil, México, Costa Rica y
Uruguay. El denominador común fue la sumisión a las políticas y recomendaciones del FMI y del Banco Mundial.
De esta forma, lo que se inició en la década de 1970, bajo la bandera del terror y del asesinato político, tuvo
continuidad con gobiernos surgidos de las urnas. Todos firmes en la aplicación irrestricta del ideario neoliberal y
convencidos de los beneficios de sus políticas. Aún así, para alcanzar sus objetivos el neoliberalismo exigió el
desmantelamiento de la estructura productiva y la eliminación de derechos sociales, políticos y económicos
conquistados por las clases sociales populares, dominadas y explotadas durante los dos últimos siglos en
América Latina. El neoliberalismo se fundó sobre bases de exclusión y represión, única manera de llevar a cabo
sus reformas. La privatización de los servicios básicos, como salud, jubilaciones, electricidad, y la disminución
de los recursos públicos para vivienda y educación –unidas a la reconversión industrial y a la flexibilización
laboral o a la liberalización del comercio– delinearon un balance nada promisorio para sus impulsores.
Sólo Chile se presentó como el gran milagro neoliberal. Sin embargo, quince años después de iniciado el
experimento neoliberal, el ingreso per cápita y los salarios reales no eran superiores a los de 1973, a pesar de
los inmensos sacrificios exigidos por la dictadura. El desempleo registrado entre 1975 y 1985 fue, en promedio,
del 15%, con un pico del 30% en 1983. Entre 1970 y 1987, el porcentaje de familias debajo de la línea de
extrema pobreza aumentó del 17% al 38%. En 1990 el consumo per cápita de los chilenos todavía era inferior al
registrado diez años antes. El sector de más recursos de la sociedad chilena aumentó su participación en el
ingreso nacional del 36,2% al 46,8%, mientras que el 50% más pobre vio cómo su participación disminuyó del
20,4% al 16,8%. Estos datos continuaron durante la década de 1990.
En México los índices oficiales demostraron que el ingreso nacional per cápita cayó el 12,4% entre 1980 y 1990.
Entre 1982 y 1988, el salario tuvo una reducción de cerca del 40% y no volvió a crecer; el tradicionalmente alto
nivel de desempleo (abierto y oculto) de México se elevó y el consumo per cápita del año 1990 fue cerca del 7%
inferior al registrado en 1980.
Cuando se analizan los grados de pobreza y de desigualdad, se llega al siguiente balance: hasta los años 90,
más de 200 millones de latinoamericanos vivían en condiciones de pobreza y extrema pobreza, 70 millones más
que en 1970, lo que equivale a casi el 47% de toda la población. En la Argentina, 3 millones de niños viven en
condiciones crónicas de pobreza. En Bolivia, el 85% de la población rural se sitúa debajo de la línea de pobreza
y más de un tercio de la población no tiene acceso a los servicios de salud. En Brasil, cerca del 48% de las
familias se encuentran debajo de la línea de pobreza. En América Central, esto ocurre con casi el 75% de la
población. En Colombia, el mismo índice es del 42%, mientras en Uruguay el creciente porcentaje de pobres en
los últimos años llegó a alcanzar un cuarto de la población.
El análisis de indicadores sociales, tomando como base el período de 1980 a 1999, comprueba que se registró
un aumento en los índices de pobreza. Por ejemplo, la tasa de desempleo abierto era del 6,7% y en 1999
oscilaba en torno del 8,3%. El sector informal urbano saltó del 40,2% al 59,6%. El salario real en la industria
decreció del 100%, en 1980, al 89%. El salario mínimo real correspondía al 87% del existente en 1980 y el
porcentaje de familias más pobres aumentó del 35% al 43,2% en dicho período. Los datos revelan el fracaso del
neoliberalismo: no cumplió ninguno de los objetivos que promulgó en su ideario. Al contrario, su implementación
trajo un mayor grado de desigualdad, miseria y explotación para la mayoría de la población latinoamericana.
Los primeros años del siglo XXI mostraron una tendencia contraria a la permanencia en la senda neoliberal.
Muchos gobiernos decidieron retomar un camino asentado sobre políticas sociales de inversión pública y revertir
tres décadas de neoliberalismo, cuyos frutos no acompañaron a la euforia de sus ideólogos. La crisis del modelo
en la Argentina, Venezuela, Brasil, Bolivia y Uruguay marcó un cambio de rumbo, y el ocaso del neoliberalismo
se observó juntamente con el aumento de las luchas democráticas para recuperar los espacios perdidos en los
últimos treinta años. Con el llamado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en México, a luchar
en defensa de la humanidad y contra el neoliberalismo comenzó a tomar consistencia una alternativa
democrática de liberación nacional alineada con la dignidad y con los principios de justicia e igualdad social.
Bibliografía
DE SIERRA, Jerónimo: Los países pequeños de América Latina en la hora neoliberal, Caracas, Nueva
Sociedad, 1994.
DE SOTO, Hernando: El misterio del capital, Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
HINKELAMMERT, Franz: Crítica a la razón utópica, San José de Costa Rica, DEI, 1990.
SADER, Emir; GENTILI, Pablo (comps.): La trama del neoliberalismo: mercado, crisis y exclusión social,
Buenos Aires, Clacso-Eudeba, 1999.

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por admin — Conteúdo atualizado em 20/05/2017 17:57

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