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Fortineras Maria Cristina Ockier
Fortineras Maria Cristina Ockier
A propósito de una
investigación sobre las fortineras.
1. Introducción
Ni bien di comienzo a mi investigación sobre las fortineras -uno de los
tantos nombres con que fueron conocidas las mujeres incluidas en las
estrategias utilizadas en la fase final de la guerra de fronteras, en el siglo XIX-
se me plantearon un par de obvios interrogantes: ¿desde cuándo dichas
estrategias habían incluido la participación de mujeres? ¿cuáles habían sido los
fundamentos de tales disposiciones y de qué modo había sido evaluada la
presencia femenina por sus contemporáneos, particularmente aquellos
vinculados de una u otra manera al quehacer militar?
La búsqueda de los antecedentes del hecho me retrotrajo hasta la época de
la colonia, concretamente hasta la creación del cuerpo de Blandengues (1751),
primera fuerza militar a sueldo destinada de modo específico a la defensa de la
frontera. En virtud de una Real Cédula de 1768 se aconsejó que los integrantes
de dichos cuerpos residiesen en los fuertes acompañados de sus mujeres y se
les otorgase tierra para cultivar. Nuestras fortineras reconocían así en las
compañeras de los blandengues, que las habían precedido en más de un siglo,
a sus antecesoras más remotas. Por otro lado, el relevamiento de materiales
relativos a la historia militar del siglo XIX mostró que la presencia femenina
había sido una constante en los ejércitos de la época y que la misma mantuvo
su vigencia hasta la constitución del ejército moderno, a fines de la mencionada
centuria.
Identificada la antigüedad y la permanencia de esta práctica militar se hacía
necesario explicarla, lo cual nos remitía al análisis de diversos aspectos del
1[1] En esta ponencia se resumen algunas de las cuestiones de orden teórico y metodológico presentes en
la aludida investigación, cuyos resultados, bajo el título Las mujeres fortineras. En torno a algunas
interpretaciones, han sido expuestos en una Tesis de Maestría sobre Género presentada en la
Universidad Nacional de Rosario, en mayo del corriente año. Dado el objetivo de la misma, se ha
omitido la bibliografía general utilizada en la investigación incluyéndose sólo las referencias que
corresponden a los textos citados.
problema. El más inmediato correspondía al nivel discursivo de los hechos;
como ya se dijo, se trataba de conocer las razones que utilizaron los sectores
dominantes a la hora de dar cuenta de la presencia de esas mujeres. En tal
sentido, el argumento más comúnmente aceptado era que con ello se
desalentaban las deserciones: las mujeres habrían cumplido así un papel
significativo al hacer menos penosa la inevitable soledad a la que se veían
condenados los hombres destinados a la frontera. Como escribiera el
Comandante Prado en una frase que sintetiza el parecer de sus
contemporáneos: sin ellas “la existencia hubiera sido imposible” (1960:60). No
obstante, si bien tales explicaciones revelaban uno de los componentes de la
realidad que se pretendía analizar no trascendían el nivel aparencial de los
hechos: si buena parte de estas mujeres habían ingresado al ejército siguiendo
a sus hombres, y se esperaba que esos hombres evitasen desertar dada la
presencia de aquellas, la cuestión terminaba por diluirse en el plano descriptivo.
Por otro lado, la idea de mujeres que “voluntariamente” decidían acompañar a
sus hombres una vez que éstos habían sido reclutados también era parcial toda
vez que, como lo mostraban las propias fuentes, dichos casos no cubrían el
espectro completo del universo de las fortineras. Estas integraban un grupo
heterogéneo compuesto por “prostitutas” confinadas en la frontera en virtud de
diversas medidas de control social, mujeres indígenas convertidas en botín de
guerra y repartidas entre los soldados por las jerarquías militares, y madres,
compañeras y/o hijas de los reclutados que “elegían” seguir a sus hombres
cuando éstos eran convertidos en forzados reclutas de la guerra fronteriza.
Se hacía evidente, más allá de la heterogeneidad de procedencias de
tales mujeres, la existencia de un contexto compulsivo común que
secundarizaba el hecho de las disímiles circunstancias que habían
terminado por insertar a unas u otras en los ejércitos.
Por otro lado, conjuntamente con esa función afectiva y contenedora, las
mujeres eran las encargadas del desempeño de otras muchas tareas: cocinar,
lavar, acarrear agua y leña, mantener en condiciones la vestimenta de la tropa y
la oficialidad, arrear las caballadas durante los desplazamientos del ejército,
atender a los enfermos, amenizar los bailes, asistir a los velatorios y rezar por el
alma de los difuntos. Tampoco faltaron oportunidades en las que algunas de
ellas, por propia iniciativa u obedeciendo al pedido de algún superior,
protagonizaron acciones bélicas que las fuentes se ocupan de destacar. Lo
relevante era que, mediante la apelación a cuestiones que en principio
podían ser atribuidas al ámbito de lo genérico, los encargados de diseñar
las estrategias militares confiaban en poder resolver, al menos
parcialmente, la cuestión de las deserciones, uno de los problemas
mayúsculos que debieron afrontar los ejércitos del siglo XIX.
Al mismo tiempo, la indagación en torno al sector social del que provenían
los reclutados y sus familias y las relativas a las modalidades de reclutamiento
-basadas mayoritariamente en el sistema de levas forzosas- mostraban que
dicho contexto compulsivo alcanzaba tanto a los hombres como a las mujeres
del pobrerío y que difícilmente podía entenderse la situación de las últimas al
margen de la que afectaba a sus compañeros.
De acuerdo con lo expuesto, es propósito de esta ponencia:
a) señalar las marcas de género y de clase presentes en las fuentes
utilizadas y exponer parte de las conclusiones a que hemos arribado como
resultado de la utilización del género y la clase como categorías analíticas.2[2]
b) dar cuenta de los fundamentos que nos han llevado a la conclusión de
que aún cuando la situación de estas mujeres obedece a una articulación
sumamente específica entre su pertenencia de género y de clase, ha sido ésta
última lo determinante.
2[2] Al subrayar la materialidad de la que emerge la construcción de los conceptos dice E.P. Thompson en
el Prefacio a la edición, en 1963, de La formación de la clase obrera en Inglaterra: “No veo la clase
como una estructura, ni siquiera como una ‘categoría’ sino como algo que tiene lugar de hecho (y se
puede demostrar que ha ocurrido) en las relaciones humanas.” Y agrega más adelante: “Además, no
podemos tener dos clases distintas, cada una con una existencia independiente, y luego ponerlas en
relación la una con la otra. No podemos tener amor sin amantes. /…/.” En un extenso artículo publicado
por la Revista Zona Franca, la historiadora brasileña Bongiovani Saffiotti se refiere en igual sentido al
género retomando, en su caso, el clásico trabajo de Joan Scott: El Genero: una categoría útil para el
análisis histórico. Según la autora, a partir de la observación de la organización social del género, Scott
operacionaliza su categoría analítica describiendo los componentes no de un instrumental metodológico
construido abstractamente sino de un fenómeno histórico, sustrato empírico de su concepto de género.
a los sectores dominantes. En segundo término, pero no menos importante,
porque muchos de ellos fueron también militares o se encontraban vinculados a
la actividad castrense, la cual, como es sabido, ha estado históricamente
impregnada de sexismo. Para el análisis de los mismos también era necesario
considerar, además de la cuestión de género, la situación económica y la
pertenencia étnica de estas mujeres, esto es su carácter de pobres y,
mayoritariamente, mestizas. Si las fuentes no son neutrales tratándose del
género, cuestión señalada de manera reiterada por las historiadoras feministas,
tampoco lo son en punto a la clase.
“Todos aquellos hombres eran voluntarios, y dueños de sus acciones y en ninguna parte
se manifestaba más esa libertad que en el ramo de mujeres, cada uno era dueño de
llevar las que quisiera, a veces sucedía que uno solo llevaba dos o tres, y otras, que
entre dos llevaban una sola, alternándose en sus favores sin que por esto hubiese
jamás disensión entre ellos. Como el juego era libre, cuando perdían sus prendas
apostaban las mujeres, de lo que resultaba que el más afortunado tuviese a veces
muchas que vendía, prestaba o volvía a perder en el juego. Aquello era el siglo de oro
para ésas gentes, como yo les decía.” (cit. en Estrada Abalos,1974: 273 y 274, subr.
míos).
“En el patio del cuartel es siempre el mismo cuadro /…/ hay menos perros, menos
animales y más mujeres pampas, de esas que en los cuerpos llaman pata–ancha, porque, a
decir verdad, no tienen el pie muy breve” (1961:116)
“Las damas, previamente invitadas por los cabos de órdenes /…/ debían concurrir al baile
inmediatamente de pasada la retreta, pero sabedoras de la gran fiesta preparaban con
anticipación sus mejores vestidos y enaguas endurecidas. A la hora ordenada la
concurrencia de señoritas se precipitaba al salón saturando la atmósfera de puro olor a
agua florida /…/ los colores chillones se lucían hasta en las medias, las indias medio
civilizadas no se atrevían a bailar aunque las sacaran a tirones, pero hacían número a los
efectos del bufet.” (Pechmann, 1980:78).
“De vez en cuando se celebraban grandes bailes, bajo enormes carpas unidas, especies de
saturnales a la moderna que parodiaban las imperiales de los Cesares en el desorden y la
orgía./…/. No vayan a creer que las ‘distinguidas damas’, crema del pschut de las
vivanderas y pschut de las clases más compadres, se estremecían de miedo. Al contrario,
producían un efecto excitante de mayor alegría y algazara y los galanes art nouveau
alcanzaban, quebrando la cintura, bandejas de cerveza o refrescos de cachaza /…/.”
(Fotheringham, 1998: 113, subr. en el original)
“Es el momento en que aparecen los botines de colores chillones, los fulares amarillos y
violetas, y en que chorrean perfumes las espesas caballeras negras, semejantes a colas de
caballos, lacias o rizadas, según que la propietaria tenga sangre india o sangre negra en
las venas”. (Ebelot,1961: 114)
“A fe mía, ¡sí! Son casamientos inestables; pero /…/ sucede con esta inestabilidad lo que
con los objetos amontonados sobre un recado; se mueven de un lado para el otro; no
sabemos cómo no se desprenden, y sin embargo ruedan rara vez. /…/ todo tiene una
explicación en este mundo, aún a la anomalía de estas fidelidades relativas, se le
descubre la razón. He dicho que las mujeres vienen de los ranchos; son gauchos con
faldas. Tienen todas las cualidades y todos los defectos de los gauchos; la vida es
siempre soportable al lado de gentes que piensan y sienten como uno. Los defectos
compartidos forman, como las virtudes, un vínculo.” (1961: 113, subr. míos).
Cabe incluir, por último, unos pocos renglones de una carta que el general
Roca escribiera a Avellaneda poco depués de la campaña que acababa de
conducir al sur:
“Nada ha habido que lamentar en esta marcha a través del desierto más completo, con
una fuerza considerable que todo lo ha tenido que traer consigo, sacerdotes, sabios,
mujeres, niños y hasta los perros y demás animales domésticos de las guarniciones, lo
que daba a la columna el aspecto de un éxodo de un pueblo en marcha /…/.” (cit en
Ramayón, 1978: 52, subr. míos).
4[4] “Fotheringham y sus cuadros de oficiales señoriales no hacen más que reproducir en el Desierto
patagónico y en los trópicos las pautas que los gentlemen de Buenos Aires ya habían asumido,
internalizado y practicaban respecto de los magnos paradigmas de la metrópoli europea. Porque, en
último análisis, si algo ha caracterizado a la elite liberal argentina ha sido, precisamente, su sumiso
bilingüismo cultural”. (Viñas, David: 1983: 316).
‘María’ y otro poco de Magdalena; samaritanas que curaron las heridas
sangrantes de la lucha y las contusiones del camino.” (Raone, T.I: 112).
La influencia de esta línea de pensamiento ha sido tan fuerte que llegó a
permear, incluso, algunas interpretaciones de autores actuales que se
encuentran ubicados, de modo manifiesto, en posturas críticas en relación a los
hechos y procesos relatados. Tal el caso de Pichel (1994). Pese a que en su
recordatorio de la figura de la “Pasto Verde” ella lamente la “equivocada imagen”
que se gestó en torno a la moralidad de estas mujeres, no puede evitar quedar
presa de los preconceptos sobre los que se sustenta dicha imagen. Como modo
de anular los estereotipos que subyacen a su reflexión, la autora termina
apelando a la idea de “redención”.
“En su caso personal (se refiere a Carmen Funes), si aún en sus años juveniles fue
víctima de pasiones reñidas con los prejuicios corrientes entre el vulgo y la soldadesca de
la época, bien lo compensó con su conducta en los años maduros.” (1994: 28).
“Innato e inalterable fue siempre su gesto de bondad, como el de sus expansiones por
todo lo que fuera alegría y simplemente con la expresión de felicidad en los semblantes,
con pensar sólo en cosas que producían contento, con sus verdades y mentiras, con esa
especie de humorismo completamente suyo, con sus insignificancias, sus llanezas, sus
ocurrencias y disposiciones súbitas para el baile a toda hora, supieron habitualmente
alejar de las mentes las malas cavilaciones, recrearse y mantener siempre y siempre los
ratos más entretenidos y el espíritu bien alegre de la tropa.” (Ramayón, cit. en Raone, T.I:
96).
3. A propósito de la cuantificación
Si la búsqueda de la presencia femenina no habría de suponernos más
inconvenientes de los que derivan de una información de por sí muy dispersa,
cuestión que sabíamos de antemano era casi de rutina en los estudios de
género, comenzaron a aparecer complicaciones adicionales en cuanto
pretendimos cuantificar el fenómeno de las fortineras. En buena parte, la
preocupación en este último sentido había sido originada por la lectura del libro
de Vera Pichel Las Cuarteleras. Cuatro mil mujeres en la Conquista del Desierto
cuyo título plantea de modo contundente la significación numérica que su autora
atribuye a la participación femenina en las estrategias operacionales de 1879. Si
bien la confrontación del texto con La Conquista de Quince mil Leguas, la
conocida obra de Estanislao Zeballos a la que Pichel remite implícitamente
como fuente no nos permitió satisfacer tal inquietud, cabe reconocer que para
entonces ya no sentíamos la urgencia, ni tampoco la preocupación por el tema
de la cuantificación.5[5] En primer lugar, por nuestra convicción de que ni siquiera
un explícito reconocimiento de la imposibilidad de evaluar la cantidad de
mujeres que se vieron efectivamente involucradas en el conflicto, menguaba la
significación del hecho. En segundo término, porque la prevención inicial de que
5[5] El estilo periodístico utilizado por Pichel dificultó la búsqueda del párrafo en el cual Zeballos se
refiere puntualmente a la cuestión; de allí que se ha optado por considerar como tal un fragmento que
aparece en la página 272 de la edición consultada. El sentido del mismo, y sobre todo el hecho de que al
proceder a su paráfrasis Pichel incluya algunas expresiones textuales del propio Zeballos, permiten
considerarlo como dato referencial válido. Luego de aludir a la línea de frontera que se extendía desde
Carmen de Patagones hasta Mendoza, Zeballos concluía: “Para vigilar este inmenso teatro de
operaciones la nación sostiene 6.000 veteranos, a los cuáles hay que agregar por lo menos dos mil
mujeres, haciendo un total de 8.000 bocas, que pesan sobre el presupuesto de la Guerra a cuenta del
servicio de la frontera sobre la pampa”. (Cfr. Pichel, 1994:16; Zeballos, 1986:272, subr. del autor). Por
otro lado, la cifra de los 8000 efectivos de tropa que guarnecían la frontera sur es coincidente con el
registro de las fuerzas existentes en 1871 según el listado de revista de todas las comandancias y
unidades actuantes en el área (Raone: 1969, T. 2: 43-45).
los esperables inconvenientes que nos aguardaban en el plano empírico se
vinculaban también a cuestiones de género y clase, habría de verse confirmada
por el desarrollo de la investigación. Parte de las dificultades que se nos
presentaron derivan de la forma en que aparecen en las fuentes los colectivos
de mujeres del tipo del que aquí estamos analizando. Dejando de lado las que
resultan individualizadas, y ya veremos más adelante cómo, la mayoría de las
mujeres de nuestra historia fueron conocidas genéricamente como chinas,
milicas, cuarteleras, fortineras o chusma (Pichel; 1994: 14) términos todos que
remiten, de por sí, a un conjunto o totalidad homogéneo cuya principal
característica es la indiferenciación. Si se mira esta cuestión desde la
perspectiva de la Historia tradicional, y del anonimato que la misma decretó para
la vida de los sectores oprimidos en general -incluidas las mujeres- en cierto
modo las aludidas denominaciones podrían resultar homologables a las de
“reclutas” y “milicianos” que se aplicaban a los hombres. No obstante, también
en este plano el caso de las mujeres reviste su especificidad. La estudiosa del
género Celia Amorós Puente (1990) ha analizado las implicancias de género
que entrañan algunos de los nombres que históricamente se han aplicado a los
colectivos de mujeres. Si los que hemos mencionado acentúan el carácter
amorfo e indiferenciado atribuido a las mismas, los hubo también francamente
descalificantes. Tales los de plebe femenil, caterva, ramo de las mujeres, pueblo
de mujeres, fulanas, encomienda femenina, etc. utilizados por diversos autores (
Paz, 1954; Ramos Mejía, 1944; Prado, 1960; Ebelot, 1961).
Otro de los hechos que conspiró contra nuestro intento de cuantificar el
fenómeno de las fortineras derivó de la heterogeneidad de modalidades en
virtud de las cuáles aquellas resultaron incorporadas al ejército. Y creemos que
ello también es imputable a la condición social y sexual de las afectadas.
Porque, si se exceptúa el caso de aquellas que recibieron raciones, y que por
eso mismo contaban en las listas oficiales, ¿qué interés adicional podía existir
para que los responsables de la política militar registrasen a las tantísimas otras
que en su carácter de “voluntarias”, “prostitutas” o aborígenes terminaron
agregadas a los ejércitos al margen de formalización alguna?
“En ningún campamento oí llamar a las milicas por su propio nombre; todas tenían
apodos a cual más extravagante, así ocurría que dos mujeres pedían permiso a la puerta
del cuartel para entrar después de asamblea. El sargento de guardia con toda naturalidad,
comunicaba al oficial, que la Polla triste y la Botón Patria o la Pasto Verde, pedían
licencia para entrar con tal objeto, o que la Pastelera y las Pocas Pilchas, se habían
peleado y promovido escándalo.” (Pechmann, 1980: 75).
5. Conclusiones.
Del rastreo de las políticas instrumentadas en la guerra fronteriza, emergió
un contexto de dominación en el que naufragaban tanto los discursos
apologéticos del Poder sobre la pretendida heroicidad y/o abnegación de estas
mujeres, como cualquier intento de considerar su presencia en el ejército como
una cuestión que pudiese ser explicada, únicamente, desde la variable del
género.
Algunos no vacilaron en aludir a la libertad con la que muchas de ellas
eligieron la vida seminómade que implicó su inserción militar, actitud que
supone, necesariamente, la existencia de algún tipo de opción. Más aún. Si
pudiese ser pensable algún grado de autodeterminación en la decisión que, en
tal sentido, tomaron algunas de ellas, resulta claro que el problema del conjunto
excede, tanto conceptual como numéricamente, el muestrario de algunos pocos
casos aislados. Por si no bastase con la situación de las aborígenes -repartidas
entre la tropa- y la de las mujeres “perdidas” -confinadas en la frontera- para
contradecir abiertamente la idea de esa pretendida “opción”, el cuadro se ve
completado con la que atañe a las que iban detrás de sus hombres, cuando
éstos eran reclutados. Los contextos coercitivos en los que vivían las familias de
esos soldados, y la total desprotección que se abatía sobre sus mujeres en
razón de la militarización de sus hombres, se ocupan de dar cuenta, también en
6[6] Marcelo Urresti ha analizado “algunas de las características que adquieren el cuerpo y la apariencia
física entendidos como instituciones sociales, es decir como vehículos de sentido”. Tanto los nombres
como el cuerpo “comunican mensajes a partir de su apariencia”, expresan pertenencias “de clase, de
nacionalidad o de grupo étnico”, “hablan y son hablados”, constituyen “síntomas a través de los que se
expresan dimensiones de la vida social, de su historia, de sus avatares, de sus divisiones y luchas” (1998:
63).
este caso, de la falacia que entrañan dichas argumentaciones.
Parecidos reparos les caben a los calificativos de heroicas y abnegadas. Al
tiempo que abonan discutibles mitos patrióticos y naturalizan comportamientos
de género, tales adjetivaciones contribuyen también a ocultar las relaciones de
dominación que hacían, a la postre, que esas mujeres estuviesen allí. Si las
fortineras quedaban presas en las mallas de una Historia Contributiva -como se
ha dado en llamar a la corriente que, en aras del necesario reconocimiento del
olvidado y silenciado sexo femenino, insiste en señalar los aportes que el mismo
ha hecho al campo de la Historia- nuestra perspectiva de análisis habría
terminado por confluir, muy a pesar nuestro, con los argumentos y razones
esgrimidos por el Poder. Después de todo, ¿a quiénes pertenecía en realidad la
guerra en la cual aquellas pelearon, y qué pudieron haber llegado a vivenciar
ante los hechos bélicos, y los peligros de la frontera, esas mujeres pobres y
analfabetas que encontraron en el ejército quizás su única alternativa de vida?.
Las trampas ideológicas del discurso oficial –tan consubstanciales a los mitos
fundacionales de la nacionalidad- podían llegar a hacer de aquellas miserables
fortineras las heroicas protagonistas de una guerra que, a no dudarlo, debía de
resultarles tan ajena e incomprensible como lo era para sus pares masculinos.
Desmontado el andamiaje discursivo oficial, y planteada la situación de
estas mujeres en el marco de las relaciones de explotación, que ellas
compartían con los hombres de su clase, el hecho de la relación del sexo
femenino con determinadas estrategias militares pasaba a constituir un
aspecto más -aunque sin duda muy significativo- de dicha relación de
dominación.
Por otro lado, se tratase de las mujeres insertas en las estructuras militares
con algún grado de formalización (como fue parcialmente el caso de las
fortineras), o no, lo relevante era que todas ellas pertenecían al pobrerío. Ello
condujo a la conclusión de que si bien la experiencia de vida de estas
mujeres sintetiza una articulación por cierto específica entre género y
clase, a todas luces había sido ésta última lo determinante.
Tal comprobación sirvió también para desechar aquella peregrina idea de
una posible ruptura de los roles tradicionales de género, en razón de la
militarización. En todo caso, los comportamientos liberales y hasta permisivos
en relación al sexo que evidenciaron algunas de esas mujeres parece ser
atribuible, más a las convenciones culturales propias del sector social al que
pertenecían, que al hecho en sí de haber sido incorporadas. Por otro lado, y
como se puede observar en el caso de las fortineras, dicha circunstancia no
atenuó los prejuicios dominantes en torno al sexo. Si a ello le sumamos la
recurrencia a los estereotipos a la hora de calificarlas, el carácter peyorativo de
algunos de los genéricos que solían utilizarse para aludirlas grupalmente y,
finalmente, el lugar socialmente desvalorizado que se les asignaba dentro del
ejército, se tiene un panorama más acabado de los prejuicios de género
vigentes en la estructura militar.
Por otro lado, las disposiciones oficiales habían asignado a las mujeres
funciones naturalmente femeninas: acarreadoras de agua y leña, lavanderas,
costureras, curanderas, lloronas y amenizadoras de bailes, y otras. La única
diferencia era que, en este caso, las mismas eran cumplimentadas en el fortín o
la guarnición. Sin dejar de considerar la situación por cierto extraordinaria que
ello suponía, lejos de operar como elemento de ruptura de los roles genéricos,
la estructura militar contribuyó a fijarlos.
Hemos visto que una de las principales razones que había llevado a la
incorporación de mujeres se fundaba en la necesidad de desalentar las
deserciones. De modo tal que, mientras eran llevadas al frente para atemperar
las profundas resistencias que generaban las políticas de reclutamiento de la
época, las fortineras cumplían una serie de tareas imprescindibles para la vida
cotidiana de los ejércitos. Con ello se reforzaba la dominación de clase que se
ejercía sobre esos hombres díscolos y siempre prontos a abandonar sus
puestos al tiempo que, dada la ideología dominante en relación a las mujeres en
general -y a las pobres en particular- y la naturaleza sexista de los ejércitos, se
reproducían internamente las relaciones y jerarquizaciones propias del género.
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