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¿Una Historia de mujeres o una Historia de género?

A propósito de una
investigación sobre las fortineras.

Por: M. Cristina Ockier

¿Una Historia de mujeres o una Historia de género? A propósito de una


investigación sobre las fortineras.1[1]

1. Introducción
Ni bien di comienzo a mi investigación sobre las fortineras -uno de los
tantos nombres con que fueron conocidas las mujeres incluidas en las
estrategias utilizadas en la fase final de la guerra de fronteras, en el siglo XIX-
se me plantearon un par de obvios interrogantes: ¿desde cuándo dichas
estrategias habían incluido la participación de mujeres? ¿cuáles habían sido los
fundamentos de tales disposiciones y de qué modo había sido evaluada la
presencia femenina por sus contemporáneos, particularmente aquellos
vinculados de una u otra manera al quehacer militar?
La búsqueda de los antecedentes del hecho me retrotrajo hasta la época de
la colonia, concretamente hasta la creación del cuerpo de Blandengues (1751),
primera fuerza militar a sueldo destinada de modo específico a la defensa de la
frontera. En virtud de una Real Cédula de 1768 se aconsejó que los integrantes
de dichos cuerpos residiesen en los fuertes acompañados de sus mujeres y se
les otorgase tierra para cultivar. Nuestras fortineras reconocían así en las
compañeras de los blandengues, que las habían precedido en más de un siglo,
a sus antecesoras más remotas. Por otro lado, el relevamiento de materiales
relativos a la historia militar del siglo XIX mostró que la presencia femenina
había sido una constante en los ejércitos de la época y que la misma mantuvo
su vigencia hasta la constitución del ejército moderno, a fines de la mencionada
centuria.
Identificada la antigüedad y la permanencia de esta práctica militar se hacía
necesario explicarla, lo cual nos remitía al análisis de diversos aspectos del
1[1] En esta ponencia se resumen algunas de las cuestiones de orden teórico y metodológico presentes en
la aludida investigación, cuyos resultados, bajo el título Las mujeres fortineras. En torno a algunas
interpretaciones, han sido expuestos en una Tesis de Maestría sobre Género presentada en la
Universidad Nacional de Rosario, en mayo del corriente año. Dado el objetivo de la misma, se ha
omitido la bibliografía general utilizada en la investigación incluyéndose sólo las referencias que
corresponden a los textos citados.
problema. El más inmediato correspondía al nivel discursivo de los hechos;
como ya se dijo, se trataba de conocer las razones que utilizaron los sectores
dominantes a la hora de dar cuenta de la presencia de esas mujeres. En tal
sentido, el argumento más comúnmente aceptado era que con ello se
desalentaban las deserciones: las mujeres habrían cumplido así un papel
significativo al hacer menos penosa la inevitable soledad a la que se veían
condenados los hombres destinados a la frontera. Como escribiera el
Comandante Prado en una frase que sintetiza el parecer de sus
contemporáneos: sin ellas “la existencia hubiera sido imposible” (1960:60). No
obstante, si bien tales explicaciones revelaban uno de los componentes de la
realidad que se pretendía analizar no trascendían el nivel aparencial de los
hechos: si buena parte de estas mujeres habían ingresado al ejército siguiendo
a sus hombres, y se esperaba que esos hombres evitasen desertar dada la
presencia de aquellas, la cuestión terminaba por diluirse en el plano descriptivo.
Por otro lado, la idea de mujeres que “voluntariamente” decidían acompañar a
sus hombres una vez que éstos habían sido reclutados también era parcial toda
vez que, como lo mostraban las propias fuentes, dichos casos no cubrían el
espectro completo del universo de las fortineras. Estas integraban un grupo
heterogéneo compuesto por “prostitutas” confinadas en la frontera en virtud de
diversas medidas de control social, mujeres indígenas convertidas en botín de
guerra y repartidas entre los soldados por las jerarquías militares, y madres,
compañeras y/o hijas de los reclutados que “elegían” seguir a sus hombres
cuando éstos eran convertidos en forzados reclutas de la guerra fronteriza.
Se hacía evidente, más allá de la heterogeneidad de procedencias de
tales mujeres, la existencia de un contexto compulsivo común que
secundarizaba el hecho de las disímiles circunstancias que habían
terminado por insertar a unas u otras en los ejércitos.
Por otro lado, conjuntamente con esa función afectiva y contenedora, las
mujeres eran las encargadas del desempeño de otras muchas tareas: cocinar,
lavar, acarrear agua y leña, mantener en condiciones la vestimenta de la tropa y
la oficialidad, arrear las caballadas durante los desplazamientos del ejército,
atender a los enfermos, amenizar los bailes, asistir a los velatorios y rezar por el
alma de los difuntos. Tampoco faltaron oportunidades en las que algunas de
ellas, por propia iniciativa u obedeciendo al pedido de algún superior,
protagonizaron acciones bélicas que las fuentes se ocupan de destacar. Lo
relevante era que, mediante la apelación a cuestiones que en principio
podían ser atribuidas al ámbito de lo genérico, los encargados de diseñar
las estrategias militares confiaban en poder resolver, al menos
parcialmente, la cuestión de las deserciones, uno de los problemas
mayúsculos que debieron afrontar los ejércitos del siglo XIX.
Al mismo tiempo, la indagación en torno al sector social del que provenían
los reclutados y sus familias y las relativas a las modalidades de reclutamiento
-basadas mayoritariamente en el sistema de levas forzosas- mostraban que
dicho contexto compulsivo alcanzaba tanto a los hombres como a las mujeres
del pobrerío y que difícilmente podía entenderse la situación de las últimas al
margen de la que afectaba a sus compañeros.
De acuerdo con lo expuesto, es propósito de esta ponencia:
a) señalar las marcas de género y de clase presentes en las fuentes
utilizadas y exponer parte de las conclusiones a que hemos arribado como
resultado de la utilización del género y la clase como categorías analíticas.2[2]
b) dar cuenta de los fundamentos que nos han llevado a la conclusión de
que aún cuando la situación de estas mujeres obedece a una articulación
sumamente específica entre su pertenencia de género y de clase, ha sido ésta
última lo determinante.

A modo de introducción del primer punto cabe decir que difícilmente


podríamos sorprendernos de la importante cantidad de marcas de género y de
clase halladas en la bibliografía utilizada. En primer lugar, porque la inmensa
mayoría de los textos que se refieren a estas mujeres –incluidos los que se
inscriben en la denominada Literatura de Frontera- ha sido producida por
hombres, de ascendencia europea, que pertenecían social y/o ideológicamente

2[2] Al subrayar la materialidad de la que emerge la construcción de los conceptos dice E.P. Thompson en
el Prefacio a la edición, en 1963, de La formación de la clase obrera en Inglaterra: “No veo la clase
como una estructura, ni siquiera como una ‘categoría’ sino como algo que tiene lugar de hecho (y se
puede demostrar que ha ocurrido) en las relaciones humanas.” Y agrega más adelante: “Además, no
podemos tener dos clases distintas, cada una con una existencia independiente, y luego ponerlas en
relación la una con la otra. No podemos tener amor sin amantes. /…/.” En un extenso artículo publicado
por la Revista Zona Franca, la historiadora brasileña Bongiovani Saffiotti se refiere en igual sentido al
género retomando, en su caso, el clásico trabajo de Joan Scott: El Genero: una categoría útil para el
análisis histórico. Según la autora, a partir de la observación de la organización social del género, Scott
operacionaliza su categoría analítica describiendo los componentes no de un instrumental metodológico
construido abstractamente sino de un fenómeno histórico, sustrato empírico de su concepto de género.
a los sectores dominantes. En segundo término, pero no menos importante,
porque muchos de ellos fueron también militares o se encontraban vinculados a
la actividad castrense, la cual, como es sabido, ha estado históricamente
impregnada de sexismo. Para el análisis de los mismos también era necesario
considerar, además de la cuestión de género, la situación económica y la
pertenencia étnica de estas mujeres, esto es su carácter de pobres y,
mayoritariamente, mestizas. Si las fuentes no son neutrales tratándose del
género, cuestión señalada de manera reiterada por las historiadoras feministas,
tampoco lo son en punto a la clase.

2. Acerca de los estereotipos: ¿Prostitutas? Abnegadas? ¿Heroicas?


La identificación de estas mujeres con la prostitución o con conductas
liberales en materia sexual aparece de modo reiterado. La asociación es
explícita en los autores que aluden a los ejércitos de las montoneras, a los que
actuaron en las guerras civiles, y durante Rosas, y se diluye un tanto, adoptando
un tono más ambiguo, en los que tratan la guerra fronteriza.
El general Paz utiliza de manera insistente dicho calificativo al referirse a la
generalizada difusión del acompañamiento femenino en todos los ejércitos de su
tiempo; si bien atribuye la costumbre a sus enemigos políticos (Artigas,
Ramírez, Ortoguez y otros adscriptos al federalismo) se ve obligado a admitir
que lo mismo ocurría con el que Lavalle dirigió contra Rosas, en 1839.
Referencias de igual tenor se encuentran en Manuel A. Pueyrredón, cuando
relata las costumbres imperantes en el ejército de Carreras, y en los
comentarios de José Ramos Mejía a propósito de las milicias rosistas. En tal
sentido cabe hablar de una continuidad en la línea de pensamiento que
emparenta a las “despreciables prostitutas” -mancebas y concubinas- que solían
acompañar al Ejército del Norte y a los de las guerras civiles (Paz, 1954,
T.I:220), las mujeres cuyos favores se repartían alegremente los soldados de
Carrera, según Manuel A. Pueyrredón (Estrada Abalos, 1974, 273 y 274), las
que integraban ese “género de prostitución ambulante” que distinguía a los
ejércitos rosistas (Ramos Mejía T. 3: 236 y 237), y las desprejuiciadas
protagonistas de esa moral laxa y las “curiosas tolerancias” que imperaban en el
ejército que combatió en el Paraguay (Fotheringham, 1998:115). Uno de los
textos que nos pareció más significativos al respecto es el comentario que
Manuel A. Pueyrredón dedica al ejército de Carrera:

“Todos aquellos hombres eran voluntarios, y dueños de sus acciones y en ninguna parte
se manifestaba más esa libertad que en el ramo de mujeres, cada uno era dueño de
llevar las que quisiera, a veces sucedía que uno solo llevaba dos o tres, y otras, que
entre dos llevaban una sola, alternándose en sus favores sin que por esto hubiese
jamás disensión entre ellos. Como el juego era libre, cuando perdían sus prendas
apostaban las mujeres, de lo que resultaba que el más afortunado tuviese a veces
muchas que vendía, prestaba o volvía a perder en el juego. Aquello era el siglo de oro
para ésas gentes, como yo les decía.” (cit. en Estrada Abalos,1974: 273 y 274, subr.
míos).

El estereotipo se hace nuevamente presente en el caso de las fortineras


aún cuando no será ya el único; junto a la figura de la prostituta aparece ahora
la de la mujer abnegada y la de la heroína.
Si se trata de la procedencia social de esas mujeres se advierte
nuevamente esa ya señalada similitud de pensamiento entre los autores. Paz
alude a su “ínfima clase” y comenta el “aspecto cómico” que ofrecían con sus
llantos y gritería las que había visto agolparse a la vera del camino, en
inmediaciones de Córdoba (T.I: 220). “El mundo de la vagabundez y la
delincuencia urbana sufrió un verdadero drenaje con el reclutamiento militar
hasta en las mismas mujeres de la plebe”, dice a su vez Ramos Mejía, al tiempo
que dedica comentarios particularmente despectivos y de alto tono racista a las
mujeres negras que habitaban el campamento de Santos Lugares en tiempos
de Rosas. Rememorando los trabajos de sastrería y costura que desempeñaban
las condenadas por delitos correccionales y las “esposas y queridas” de la tropa
que se encontraban en el mencionado lugar, Ramos Mejía apunta que las
mismas estaban bajo la dirección “de un gallego asmático y por ende renegón,
que comparaba a las mujeres con los ratones y las tenía en un puño” (Ramos
Mejía, T. III: 236, 237, 240, 241 y 258, subr en el original). Por su parte Ebelot
recordaría del modo siguiente a las mujeres indígenas incorporadas a los
cuarteles, con posterioridad a la campaña de 1879:

“En el patio del cuartel es siempre el mismo cuadro /…/ hay menos perros, menos
animales y más mujeres pampas, de esas que en los cuerpos llaman pata–ancha, porque, a
decir verdad, no tienen el pie muy breve” (1961:116)

Un par de comentarios a propósito de los bailes que tenían lugar en los


campamentos resultan particularmente ilustrativos de la perspectiva de clase
presente en las fuentes. El primero pertenece a Pechmann y relata la
conmemoración de un 25 de mayo en Chos Malal:

“Las damas, previamente invitadas por los cabos de órdenes /…/ debían concurrir al baile
inmediatamente de pasada la retreta, pero sabedoras de la gran fiesta preparaban con
anticipación sus mejores vestidos y enaguas endurecidas. A la hora ordenada la
concurrencia de señoritas se precipitaba al salón saturando la atmósfera de puro olor a
agua florida /…/ los colores chillones se lucían hasta en las medias, las indias medio
civilizadas no se atrevían a bailar aunque las sacaran a tirones, pero hacían número a los
efectos del bufet.” (Pechmann, 1980:78).

Algunos jefes y oficiales “invitados para mirar”, prosigue el autor, se


entretenían haciéndolo hasta que, entusiasmados por las alegres notas de un
vals, se deslizaban diez o quince oficiales “con otras tantas simpaticonas
chinitas sanjuaninas o churitas tucumanas, que sus maridos habían cedido
galantemente”, retirándose ellos y la demás tropa mientras los oficiales bailaban
esa pieza autorizados por los jefes: pero eso sí, aclara, “con el mayor respeto a
las damas en consideración a sus esposos, porque por más renegridos que
fueran los ojos de una simpatíquísima cholita, nadie le decía nada” (1980: 78).
El otro testimonio pertenece a Fotheringham, y refiere una fiesta similar que
éste había presenciado durante la guerra del Paraguay:

“De vez en cuando se celebraban grandes bailes, bajo enormes carpas unidas, especies de
saturnales a la moderna que parodiaban las imperiales de los Cesares en el desorden y la
orgía./…/. No vayan a creer que las ‘distinguidas damas’, crema del pschut de las
vivanderas y pschut de las clases más compadres, se estremecían de miedo. Al contrario,
producían un efecto excitante de mayor alegría y algazara y los galanes art nouveau
alcanzaban, quebrando la cintura, bandejas de cerveza o refrescos de cachaza /…/.”
(Fotheringham, 1998: 113, subr. en el original)

Idénticas marcas de género y clase pueden también observarse en Ebelot


(1961), de cuyo libro hemos extraído dos fragmentos. En el primero, el autor
describe la llegada al campamento de los comisarios pagadores cuando todo el
dinero que recibía el soldado, según decía, pasaba “a empilchar a su
compañera”. En el siguiente se refiere a las costumbres amorosas que
imperaban, según decía, en los campamentos:

“Es el momento en que aparecen los botines de colores chillones, los fulares amarillos y
violetas, y en que chorrean perfumes las espesas caballeras negras, semejantes a colas de
caballos, lacias o rizadas, según que la propietaria tenga sangre india o sangre negra en
las venas”. (Ebelot,1961: 114)

“A fe mía, ¡sí! Son casamientos inestables; pero /…/ sucede con esta inestabilidad lo que
con los objetos amontonados sobre un recado; se mueven de un lado para el otro; no
sabemos cómo no se desprenden, y sin embargo ruedan rara vez. /…/ todo tiene una
explicación en este mundo, aún a la anomalía de estas fidelidades relativas, se le
descubre la razón. He dicho que las mujeres vienen de los ranchos; son gauchos con
faldas. Tienen todas las cualidades y todos los defectos de los gauchos; la vida es
siempre soportable al lado de gentes que piensan y sienten como uno. Los defectos
compartidos forman, como las virtudes, un vínculo.” (1961: 113, subr. míos).

Cabe incluir, por último, unos pocos renglones de una carta que el general
Roca escribiera a Avellaneda poco depués de la campaña que acababa de
conducir al sur:

“Nada ha habido que lamentar en esta marcha a través del desierto más completo, con
una fuerza considerable que todo lo ha tenido que traer consigo, sacerdotes, sabios,
mujeres, niños y hasta los perros y demás animales domésticos de las guarniciones, lo
que daba a la columna el aspecto de un éxodo de un pueblo en marcha /…/.” (cit en
Ramayón, 1978: 52, subr. míos).

Ya en el plano de la utilización del género y la clase como categorías


analíticas apuntamos algunas de las conclusiones de la investigación:

a) Mirado desde la óptica del género, el comentario que Manuel A.


Pueyrredón dedica a las mujeres que integraban el ejército de Carreras es
particularmente revelador. De un lado, el mundo masculino con sus códigos -y
aún sus solidaridades por encima de las diferencias sociales-, del otro las
mujeres, mejor aún “el ramo” de las mujeres, las todas iguales, las que
pueden ser tomadas o intercambiadas entre los hombres como a éstos les
plazca. Si bien sobre el final el autor se preocupaba por aclarar que los oficiales
no tenían un comportamiento similar con “sus” mujeres, ya había dejado
constancia inequívoca de su sentir en relación a lo que, decía, sucedía entre la
tropa. Mientras identificaba el summum de la autodeterminación y la libertad
masculinas con la posibilidad de disponer libremente de los cuerpos de las
mujeres, en una evidente autoproyección de sus propios deseos, no vacilaba en
definir lo descripto como “el siglo de oro para ésas gentes”.
El relato nos recuerda el “tráfico de mujeres”, práctica analizada por Gayle
Rubin (1986) 3[3]
y de la cual encontramos diversas manifestaciones en la guerra
3[3] “Las mujeres son entregadas en matrimonio, tomadas en batalla, cambiadas por favores, enviadas
como tributo, intercambiadas, compradas, vendidas. Lejos de estar limitadas al mundo ‘primitivo’, esas
prácticas parecen simplemente volverse más pronunciadas y comercializadas en sociedades más
‘civilizadas’. Desde luego, también hay tráfico de hombres, pero como esclavos, campeones de atletismo,
siervos o alguna otra categoría social catastrófica, no como hombres. Las mujeres son objeto de
transacción como esclavas, siervas y prostitutas, pero también simplemente como mujeres” (Rubin,
contra los aborígenes. Dejando de lado el cautiverio de las mujeres blancas -el
hecho sin duda más conocido y estudiado- también forman parte de aquella los
envíos de “prostitutas” a las zonas de frontera y el caso de las mujeres
indígenas tomadas como cautivas y obligadas a servir en los ejércitos. Con
motivo de la campaña de 1833, el General Pacheco le comunicaba a Rosas que
algunos indígenas habían sido eliminados por pequeñas patrullas de soldados,
en sus correrías y cacerías de chinas para ser canjeadas o vendidas entre ellos.
El negocio había llegado a generalizarse a tal punto, proseguía diciendo
Pacheco, que se había visto obligado a prohibir a todo individuo que no
perteneciera al ejército expedicionario “comprar chinas” cualquiera fuese su
edad, lo mismo que transportarlas a otras partes sin previo consentimiento.
Según lo manifestaba, la orden había tenido como principal objetivo frenar a los
inescrupulosos vivanderos que “hacían un negocio sonso con los soldados,
pues por un chifle de aguardiente cambian una china, y muchas veces un jefe
no la podía obtener ni por 150 pesos /…/.” (cit. en Nellar, 1976: 563).
También Prado registró los habituales repartos de mujeres aborígenes
ocurridos durante las operaciones de 1879. Relataba que el Gral. Villegas, luego
de felicitar a los integrantes de la tropa por su desempeño y de distribuirles los
caballos tomados a los indígenas, había agregado: “En cuanto a las mujeres /…/
a ver si quieren vivir con los milicos” (1960:95). Al comentar otro hecho de
características similares añadía que, luego de ser capturadas, algunas de las
mujeres buscaron “reemplazantes” entre los soldados de la división mientras la
mayoría de ellas eran enviadas a Martín García “y por ahí andarán llorando su
antiguo poderío o, disfrazadas tal vez de gente civilizada, renegarán de su
origen” (cit. en Raone, 1969, T.I: 102 y 103, subr. en el original). Según este
último autor, los malones de los blancos proporcionaban entre el botín mujeres
que se repartían “cordialmente” entre los hombres de la tropa. “Estas infelices”,
prosigue, quedaban esperando, como las blancas cautivas, el momento de su
liberación. Por esto preferían quedarse, porque en caso contrario se las arrearía
a la Capital” (Raone, T.I: 107, subr. mío).

b) Si bien los escritos de Ramos Mejía fueron antecedidos en poco más de


medio siglo por los de José M.Paz, es notable la homogeneidad de criterios que
1986:111).
los emparenta a la hora de abordar la cuestión de las mujeres. Consideradas
por los ejércitos de antaño como indispensables para mantener la disciplina, o
responsables en buena parte de la indisciplina que carcomía a los mismos, las
mujeres son vistas por uno y otro como seres imprevisibles cuyos
comportamientos habían resultado nefastos para la institución militar. “Las
mujeres son el cáncer de nuestros ejércitos”, afirmaba taxativo Paz, y
añadía a continuación: “pero un cáncer /…/ difícil de cortar, principalmente en
los compuestos de paisanaje/…/” (1954, T.2: 145, subr. mío). No obstante, no
se trataba de todas las mujeres, sino de las “prostitutas” y, en este plano, la
elección del estereotipo no constituye un dato menor. Al tiempo que con ello
ambos dejaban a salvo su honor masculino por la vía de reconocer la existencia
de dos clases de mujeres, las decentes –o propias- y las perdidas, los
alcances de este dualismo llegaban todavía más lejos. Admitidas para paliar las
deserciones o controlar los desbordes de indisciplina que caracterizaban a la
tropa, estas mujeres (por razones inherentes a su sexo) eran culpabilizadas, en
gran parte, de los males que aquejaban a la estructura militar. A través de
cómodos, y a la vez fútiles recursos argumentativos, tanto Paz como Ramos
Mejía invertían la carga de la prueba: al presentar a esas miserables mujeres
como prostitutas, las responsabilidades –y los responsables- de las políticas
militares, y por ende de la deserción de los reclutas, terminaban diluidos en la
dimensión insondable del sexo.

c) En lo que se refiere a los fragmentos que se citan respecto de los bailes,


cabe preguntarse si sus autores hubiesen utilizado una terminología y
expresiones similares para aludir a las mujeres de su misma condición social.
Mientras Fotheringham posiciona a las “distinguidas damas” en un escenario
calificado con palabras tales como saturnales, desorden, desidia y orgía
-homologable al descripto en su momento por Paz-, el comentario de Pechmann
es por cierto más sutil, pero no por ello menos despectivo. En este caso, el
grupo de “señoritas” que describe, integrado por las “simpaticonas chinitas
sanjuaninas”, las “churitas tucumanas, y las “indias medio civilizadas” que ni a
“los tirones” se avenían al baile, abruma con su intenso olor a perfume y los
colores chillones de su vestimenta. La distancia vivencial que separaba a todos
estos autores de los hechos y las mujeres que describían se ve acentuada, en el
caso de Fotheringham, por la utilización de expresiones idiomáticas en idioma
extranjero 4[4]:
Consideraciones parecidas merecen los comentarios de Ebelot. Haciendo
caso omiso de la relación de poder y dominación que permitía a Villegas repartir
las mujeres indígenas entre sus soldados del mismo modo que lo hacía con los
caballos, apuntaba simplemente que “ninguna rehusó” (1960:95). Tampoco se
conduele de las enviadas a Martín García que “disfrazadas tal vez de gente
civilizada”, terminarían quizás por renegar de su origen. En el otro fragmento
citado, al tiempo que utiliza la figura de “los objetos amontonados sobre un
recado” (que no se desprenden y muy ocasionalmente ruedan) para graficar las
fidelidades relativas que, en su parecer, regían las uniones entre el pobrerío,
concluye el párrafo con una expresión significativa: “la vida es siempre
soportable al lado de gentes que piensan y sienten como uno” expresión
homologable a “esas gentes” a la que recurría Pueyrredón. En todos los casos
no resulta difícil percibir detrás de las observaciones de los autores el lugar
jerárquico desde el cual éstos miran a los otros, los distintos y diferentes, en
suma a esos otros (que no son nosotros).

d) En cuanto a la vigencia de los estereotipos en el tratamiento de la figura


de las fortineras, tanto de parte de sus contemporáneos como de comentaristas
posteriores de los hechos cabe destacar, en principio, una suerte de conciliación
entre los dos más comúnmente utilizados, de un lado la mujer abnegada y
sufrida, del otro, la prostituta. Más allá del laicismo que pudieron haber
profesado algunos de ellos, dichos extremos reflejan la maniquea
conceptualización del universo femenino con sus figuras emblemáticas de María
y Magdalena, tan propias de la ideología religiosa. Si al prologar uno de los
libros de Prado, Germán García (cit. en Raone, T.I: 106) no vacila en definir a
las fortineras como “mujeres de aventura, sin duda, pero mujeres de
sufrimiento”, Raone concluye el extenso apartado que dedica a las mismas
apelando, sin más, a la dicotomía recién aludida: “Ellas han sido un poco de

4[4] “Fotheringham y sus cuadros de oficiales señoriales no hacen más que reproducir en el Desierto
patagónico y en los trópicos las pautas que los gentlemen de Buenos Aires ya habían asumido,
internalizado y practicaban respecto de los magnos paradigmas de la metrópoli europea. Porque, en
último análisis, si algo ha caracterizado a la elite liberal argentina ha sido, precisamente, su sumiso
bilingüismo cultural”. (Viñas, David: 1983: 316).
‘María’ y otro poco de Magdalena; samaritanas que curaron las heridas
sangrantes de la lucha y las contusiones del camino.” (Raone, T.I: 112).
La influencia de esta línea de pensamiento ha sido tan fuerte que llegó a
permear, incluso, algunas interpretaciones de autores actuales que se
encuentran ubicados, de modo manifiesto, en posturas críticas en relación a los
hechos y procesos relatados. Tal el caso de Pichel (1994). Pese a que en su
recordatorio de la figura de la “Pasto Verde” ella lamente la “equivocada imagen”
que se gestó en torno a la moralidad de estas mujeres, no puede evitar quedar
presa de los preconceptos sobre los que se sustenta dicha imagen. Como modo
de anular los estereotipos que subyacen a su reflexión, la autora termina
apelando a la idea de “redención”.

“En su caso personal (se refiere a Carmen Funes), si aún en sus años juveniles fue
víctima de pasiones reñidas con los prejuicios corrientes entre el vulgo y la soldadesca de
la época, bien lo compensó con su conducta en los años maduros.” (1994: 28).

Dentro del estereotipo de la mujer abnegada cabe destacar también las


concepciones teñidas de romanticismo que se advierten en las opiniones de
algunos autores, particularmente cuando aluden a la actitud sacrificial de
servicio que supuestamente habría caracterizado a las fortineras:

“Innato e inalterable fue siempre su gesto de bondad, como el de sus expansiones por
todo lo que fuera alegría y simplemente con la expresión de felicidad en los semblantes,
con pensar sólo en cosas que producían contento, con sus verdades y mentiras, con esa
especie de humorismo completamente suyo, con sus insignificancias, sus llanezas, sus
ocurrencias y disposiciones súbitas para el baile a toda hora, supieron habitualmente
alejar de las mentes las malas cavilaciones, recrearse y mantener siempre y siempre los
ratos más entretenidos y el espíritu bien alegre de la tropa.” (Ramayón, cit. en Raone, T.I:
96).

No obstante, el hecho de que las menciones a la abnegación de las


fortineras sean mucho más numerosas -y contundentes- que las que remiten a
su dudosa moralidad, nos han hecho reflexionar sobre las posibles razones de
la señalada ambigüedad. Creemos que ellas se explican por el contexto
ideológico en el que hizo su aparición la mayor parte de los textos analizados y
la extracción de clase de sus autores. No es casual que, adosada a la figura de
la abnegada, aparezca también, de manera reiterada y con mucha fuerza, la de
la heroína. Si Paz había denostado sin más a estas mujeres calificándolas de
“prostitutas”, el proceso de unidad nacional liderado por la oligarquía, en la
segunda mitad del siglo, entrañó nuevas perspectivas también sobre esta
cuestión. Los sectores dominantes necesitaban construir mitos y relatos
históricos que fundaran el sentido de “nacionalidad” y contribuyesen a legitimar
ideológicamente su poder. Al igual que lo ocurrido con sus homólogos
masculinos que, marginados de la sociedad y de la narración histórica, se
convirtieron en involuntarios protagonistas de insípidos mitos patrióticos, las
fortineras nos son mostradas manteniendo viva “la imagen de la patria” e
impregnadas del espíritu de la nacionalidad (Ramayón, cit. en Raone, T.1 96).

3. A propósito de la cuantificación
Si la búsqueda de la presencia femenina no habría de suponernos más
inconvenientes de los que derivan de una información de por sí muy dispersa,
cuestión que sabíamos de antemano era casi de rutina en los estudios de
género, comenzaron a aparecer complicaciones adicionales en cuanto
pretendimos cuantificar el fenómeno de las fortineras. En buena parte, la
preocupación en este último sentido había sido originada por la lectura del libro
de Vera Pichel Las Cuarteleras. Cuatro mil mujeres en la Conquista del Desierto
cuyo título plantea de modo contundente la significación numérica que su autora
atribuye a la participación femenina en las estrategias operacionales de 1879. Si
bien la confrontación del texto con La Conquista de Quince mil Leguas, la
conocida obra de Estanislao Zeballos a la que Pichel remite implícitamente
como fuente no nos permitió satisfacer tal inquietud, cabe reconocer que para
entonces ya no sentíamos la urgencia, ni tampoco la preocupación por el tema
de la cuantificación.5[5] En primer lugar, por nuestra convicción de que ni siquiera
un explícito reconocimiento de la imposibilidad de evaluar la cantidad de
mujeres que se vieron efectivamente involucradas en el conflicto, menguaba la
significación del hecho. En segundo término, porque la prevención inicial de que
5[5] El estilo periodístico utilizado por Pichel dificultó la búsqueda del párrafo en el cual Zeballos se
refiere puntualmente a la cuestión; de allí que se ha optado por considerar como tal un fragmento que
aparece en la página 272 de la edición consultada. El sentido del mismo, y sobre todo el hecho de que al
proceder a su paráfrasis Pichel incluya algunas expresiones textuales del propio Zeballos, permiten
considerarlo como dato referencial válido. Luego de aludir a la línea de frontera que se extendía desde
Carmen de Patagones hasta Mendoza, Zeballos concluía: “Para vigilar este inmenso teatro de
operaciones la nación sostiene 6.000 veteranos, a los cuáles hay que agregar por lo menos dos mil
mujeres, haciendo un total de 8.000 bocas, que pesan sobre el presupuesto de la Guerra a cuenta del
servicio de la frontera sobre la pampa”. (Cfr. Pichel, 1994:16; Zeballos, 1986:272, subr. del autor). Por
otro lado, la cifra de los 8000 efectivos de tropa que guarnecían la frontera sur es coincidente con el
registro de las fuerzas existentes en 1871 según el listado de revista de todas las comandancias y
unidades actuantes en el área (Raone: 1969, T. 2: 43-45).
los esperables inconvenientes que nos aguardaban en el plano empírico se
vinculaban también a cuestiones de género y clase, habría de verse confirmada
por el desarrollo de la investigación. Parte de las dificultades que se nos
presentaron derivan de la forma en que aparecen en las fuentes los colectivos
de mujeres del tipo del que aquí estamos analizando. Dejando de lado las que
resultan individualizadas, y ya veremos más adelante cómo, la mayoría de las
mujeres de nuestra historia fueron conocidas genéricamente como chinas,
milicas, cuarteleras, fortineras o chusma (Pichel; 1994: 14) términos todos que
remiten, de por sí, a un conjunto o totalidad homogéneo cuya principal
característica es la indiferenciación. Si se mira esta cuestión desde la
perspectiva de la Historia tradicional, y del anonimato que la misma decretó para
la vida de los sectores oprimidos en general -incluidas las mujeres- en cierto
modo las aludidas denominaciones podrían resultar homologables a las de
“reclutas” y “milicianos” que se aplicaban a los hombres. No obstante, también
en este plano el caso de las mujeres reviste su especificidad. La estudiosa del
género Celia Amorós Puente (1990) ha analizado las implicancias de género
que entrañan algunos de los nombres que históricamente se han aplicado a los
colectivos de mujeres. Si los que hemos mencionado acentúan el carácter
amorfo e indiferenciado atribuido a las mismas, los hubo también francamente
descalificantes. Tales los de plebe femenil, caterva, ramo de las mujeres, pueblo
de mujeres, fulanas, encomienda femenina, etc. utilizados por diversos autores (
Paz, 1954; Ramos Mejía, 1944; Prado, 1960; Ebelot, 1961).
Otro de los hechos que conspiró contra nuestro intento de cuantificar el
fenómeno de las fortineras derivó de la heterogeneidad de modalidades en
virtud de las cuáles aquellas resultaron incorporadas al ejército. Y creemos que
ello también es imputable a la condición social y sexual de las afectadas.
Porque, si se exceptúa el caso de aquellas que recibieron raciones, y que por
eso mismo contaban en las listas oficiales, ¿qué interés adicional podía existir
para que los responsables de la política militar registrasen a las tantísimas otras
que en su carácter de “voluntarias”, “prostitutas” o aborígenes terminaron
agregadas a los ejércitos al margen de formalización alguna?

4. Sobre el tema de los apodos.


Otra de las cuestiones a destacar desde el punto de vista del género es la
de los apodos que recibieron algunas de las fortineras, muchos de ellos
decididamente humillantes: la Polla Triste, la Parda Presentación, la Pecho ‘e
lata’, la Cacho Mocho, la Cama Caliente, la Vuelta Yegua, la Pasto Verde, la
Mamboretá, la Siete Ojos, la Mazamorra, y otros:

“En ningún campamento oí llamar a las milicas por su propio nombre; todas tenían
apodos a cual más extravagante, así ocurría que dos mujeres pedían permiso a la puerta
del cuartel para entrar después de asamblea. El sargento de guardia con toda naturalidad,
comunicaba al oficial, que la Polla triste y la Botón Patria o la Pasto Verde, pedían
licencia para entrar con tal objeto, o que la Pastelera y las Pocas Pilchas, se habían
peleado y promovido escándalo.” (Pechmann, 1980: 75).

Se podría argumentar que la utilización de apodos es habitual en las zonas


rurales, y que seguramente los hombres tampoco se veían libres de ellos. No
obstante, creemos importante no perder de vista que aquí nos estamos
refiriendo a la institución militar la cual, como es sabido, ha estado
históricamente impregnada de sexismo. El hecho de que los hombres que
quedaron registrados lo hayan sido a través de sus grados militares (por
modestos que fueren) y sus nombres y apellidos, y que las mujeres trocasen
éstos últimos por apodos precisamente a partir de su inserción militar (según
Pichel, se trataba de una modalidad propia de los cuarteles), lleva a reflexionar
nuevamente sobre algunas de las cuestiones de género ya planteadas.
Tales apodos no constituían, como pretendía Pechmann, una
extravagancia, ni tampoco una “galantería cerril” de los milicos, como dice Felix
San Martín (cit. en Raone, T.I: 108), mucho menos cuando entrañaban la
descalificación de sus involuntarias portadoras. Se tratase de un proceso
consciente o no, lo cierto es que la circulación de los apodos femeninos entre
los hombres del cuartel suponía la vigencia de códigos de género implícitos y
compartidos por todos ellos, independientemente del rango o extracción social.
Una suerte de complicidad subterránea y sobreentendida se hacía presente, en
el imaginario masculino, a la hora de nominar a las mujeres. Integrantes de un
conjunto amorfo e indiferenciado, esas mujeres carecieron de nombre, elemento
distintivo de la individuación y, cuando lo tuvieron, aquél se redujo a apodos del
tipo de los que mencionamos. Si cuerpo y nombre constituyen “dos instancias
fundamentales en la constitución singular de cada subjetividad” y “uno y otro se
reclaman mutuamente como las marcas primeras de la apariencia social
(Urresti, 1998: 63 y 64) ¿qué decir al respecto de esas innominadas que
además provenían de los sectores de color y por ende más descalificados
socialmente? 6[6]
Si bien es cierto que desde la perspectiva de la ideología
dominante también los hombres de dichos sectores eran menospreciados por
ser pobres y mestizos, el caso de las mujeres reviste su especificidad. El peso
de los componentes racistas heredados de la colonia y reformulados a la luz de
la Ideología del Progreso y las ideas patriarcales proyectadas sobre los cuerpos
femeninos harían de sus portadoras testimonios emblemáticos de un proceso de
cosificación.

5. Conclusiones.
Del rastreo de las políticas instrumentadas en la guerra fronteriza, emergió
un contexto de dominación en el que naufragaban tanto los discursos
apologéticos del Poder sobre la pretendida heroicidad y/o abnegación de estas
mujeres, como cualquier intento de considerar su presencia en el ejército como
una cuestión que pudiese ser explicada, únicamente, desde la variable del
género.
Algunos no vacilaron en aludir a la libertad con la que muchas de ellas
eligieron la vida seminómade que implicó su inserción militar, actitud que
supone, necesariamente, la existencia de algún tipo de opción. Más aún. Si
pudiese ser pensable algún grado de autodeterminación en la decisión que, en
tal sentido, tomaron algunas de ellas, resulta claro que el problema del conjunto
excede, tanto conceptual como numéricamente, el muestrario de algunos pocos
casos aislados. Por si no bastase con la situación de las aborígenes -repartidas
entre la tropa- y la de las mujeres “perdidas” -confinadas en la frontera- para
contradecir abiertamente la idea de esa pretendida “opción”, el cuadro se ve
completado con la que atañe a las que iban detrás de sus hombres, cuando
éstos eran reclutados. Los contextos coercitivos en los que vivían las familias de
esos soldados, y la total desprotección que se abatía sobre sus mujeres en
razón de la militarización de sus hombres, se ocupan de dar cuenta, también en

6[6] Marcelo Urresti ha analizado “algunas de las características que adquieren el cuerpo y la apariencia
física entendidos como instituciones sociales, es decir como vehículos de sentido”. Tanto los nombres
como el cuerpo “comunican mensajes a partir de su apariencia”, expresan pertenencias “de clase, de
nacionalidad o de grupo étnico”, “hablan y son hablados”, constituyen “síntomas a través de los que se
expresan dimensiones de la vida social, de su historia, de sus avatares, de sus divisiones y luchas” (1998:
63).
este caso, de la falacia que entrañan dichas argumentaciones.
Parecidos reparos les caben a los calificativos de heroicas y abnegadas. Al
tiempo que abonan discutibles mitos patrióticos y naturalizan comportamientos
de género, tales adjetivaciones contribuyen también a ocultar las relaciones de
dominación que hacían, a la postre, que esas mujeres estuviesen allí. Si las
fortineras quedaban presas en las mallas de una Historia Contributiva -como se
ha dado en llamar a la corriente que, en aras del necesario reconocimiento del
olvidado y silenciado sexo femenino, insiste en señalar los aportes que el mismo
ha hecho al campo de la Historia- nuestra perspectiva de análisis habría
terminado por confluir, muy a pesar nuestro, con los argumentos y razones
esgrimidos por el Poder. Después de todo, ¿a quiénes pertenecía en realidad la
guerra en la cual aquellas pelearon, y qué pudieron haber llegado a vivenciar
ante los hechos bélicos, y los peligros de la frontera, esas mujeres pobres y
analfabetas que encontraron en el ejército quizás su única alternativa de vida?.
Las trampas ideológicas del discurso oficial –tan consubstanciales a los mitos
fundacionales de la nacionalidad- podían llegar a hacer de aquellas miserables
fortineras las heroicas protagonistas de una guerra que, a no dudarlo, debía de
resultarles tan ajena e incomprensible como lo era para sus pares masculinos.
Desmontado el andamiaje discursivo oficial, y planteada la situación de
estas mujeres en el marco de las relaciones de explotación, que ellas
compartían con los hombres de su clase, el hecho de la relación del sexo
femenino con determinadas estrategias militares pasaba a constituir un
aspecto más -aunque sin duda muy significativo- de dicha relación de
dominación.
Por otro lado, se tratase de las mujeres insertas en las estructuras militares
con algún grado de formalización (como fue parcialmente el caso de las
fortineras), o no, lo relevante era que todas ellas pertenecían al pobrerío. Ello
condujo a la conclusión de que si bien la experiencia de vida de estas
mujeres sintetiza una articulación por cierto específica entre género y
clase, a todas luces había sido ésta última lo determinante.
Tal comprobación sirvió también para desechar aquella peregrina idea de
una posible ruptura de los roles tradicionales de género, en razón de la
militarización. En todo caso, los comportamientos liberales y hasta permisivos
en relación al sexo que evidenciaron algunas de esas mujeres parece ser
atribuible, más a las convenciones culturales propias del sector social al que
pertenecían, que al hecho en sí de haber sido incorporadas. Por otro lado, y
como se puede observar en el caso de las fortineras, dicha circunstancia no
atenuó los prejuicios dominantes en torno al sexo. Si a ello le sumamos la
recurrencia a los estereotipos a la hora de calificarlas, el carácter peyorativo de
algunos de los genéricos que solían utilizarse para aludirlas grupalmente y,
finalmente, el lugar socialmente desvalorizado que se les asignaba dentro del
ejército, se tiene un panorama más acabado de los prejuicios de género
vigentes en la estructura militar.
Por otro lado, las disposiciones oficiales habían asignado a las mujeres
funciones naturalmente femeninas: acarreadoras de agua y leña, lavanderas,
costureras, curanderas, lloronas y amenizadoras de bailes, y otras. La única
diferencia era que, en este caso, las mismas eran cumplimentadas en el fortín o
la guarnición. Sin dejar de considerar la situación por cierto extraordinaria que
ello suponía, lejos de operar como elemento de ruptura de los roles genéricos,
la estructura militar contribuyó a fijarlos.
Hemos visto que una de las principales razones que había llevado a la
incorporación de mujeres se fundaba en la necesidad de desalentar las
deserciones. De modo tal que, mientras eran llevadas al frente para atemperar
las profundas resistencias que generaban las políticas de reclutamiento de la
época, las fortineras cumplían una serie de tareas imprescindibles para la vida
cotidiana de los ejércitos. Con ello se reforzaba la dominación de clase que se
ejercía sobre esos hombres díscolos y siempre prontos a abandonar sus
puestos al tiempo que, dada la ideología dominante en relación a las mujeres en
general -y a las pobres en particular- y la naturaleza sexista de los ejércitos, se
reproducían internamente las relaciones y jerarquizaciones propias del género.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

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