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LEGARRALDE, Martín (2016) Política educativa y corrientes pedagógicas de los

nacionalismos populares latinoamericanos entre 1930 y 1960. Ficha de la cátedra.

INTRODUCCIÓN

En este trabajo presentamos las políticas educativas y los fundamentos pedagógicos


elaborados y puestos en marcha en tres experiencias políticas latinoamericanas, que
han sido clasificadas en conjunto como expresión de los populismos o nacionalismos
populares.
Sobre estos calificativos existe una gran cantidad de ensayos y estudios en los
campos de la sociología política, la ciencia política y la historia. Si bien excede los
límites de este trabajo la discusión conceptual precisa de esta categoría, es posible
organizar las posiciones teóricas en al menos dos tendencias: (a) el uso del concepto
“populismo” para caracterizar una forma general del discurso y la construcción política,
o (b) el uso del concepto “populismo” para caracterizar algunas experiencias históricas
precisas que reúnen un conjunto de condiciones específicas que las diferencian de
otras, en particular, los casos del gobierno de Lázaro Cárdenas en México (1934-
1940), el gobierno de Getúlio Vargas en Brasil entre 1951 y 1954 pero con el
antecedente de su permanencia en la presidencia entre 1930 y 1945, y las dos
primeras presidencias de Juan Domingo Perón (1946-1955).
Sin extendernos demasiado en estas conceptualizaciones, es posible señalar que en
el primer caso, se trata de ensayos o estudios que se enfocan en la forma del discurso
político. Ernesto Laclau, que es uno de los exponentes de este tipo de ensayos,
considera que el “populismo” define la forma por excelencia del discurso político, que
busca a través de una interpelación (es decir, un modo de nombrar a un sujeto que
logra constituirlo como tal) incorporar a un sujeto político amplio, en el mismo contexto
de enunciación en el que queda dibujado un antagonista o enemigo. En su forma
clásica, el “populismo” logra esta interpelación a través de la constitución del sujeto
“pueblo” que se conforma a través de su enunciación, mientras que el mismo discurso
político, al enunciar al pueblo, marca los límites del “anti-pueblo”, de las fuerzas
antipopulares o de la oligarquía.
Así estudiado, el populismo no sería un contenido ideológico sino una forma del
discurso político. Por lo tanto, podría haber populismos con distintos contenidos
ideológicos, siempre que en su forma se refieran a un sujeto político amplio a través
de la articulación de una serie de demandas, y se opongan a un enemigo que aparece
como la condensación de sus antagonistas. Habría entonces un socialismo populista,
como habría un liberalismo populista, un nacionalismo populista y hasta un catolicismo
populista.
Por otra parte, este tipo de análisis engloba a cualquier discurso político en el marco
de los Estados nacionales modernos, de manera que se trata de un concepto aplicable
en sentido amplio a experiencias políticas muy diversas, características de los siglos
XIX y XX, al menos en Occidente.
En el segundo tipo de estudios, el enfoque privilegia la especificidad histórica de las
experiencias políticas, y designa entonces a un conjunto de gobiernos que tuvieron
lugar como consecuencia de la crisis de la dominación de las oligarquías en grandes
países latinoamericanos.
Estas experiencias históricas especiales, se produjeron a mediados del siglo XX y se
caracterizaron por un tipo de relación entre el Estado, la economía y las distintas
clases sociales. Ansaldi y Giordano (que adscriben a esta posición) lo definen así:

“En efecto, en América Latina, el populismo fue una experiencia histórica


siginificativa a partir de la década de 1930, tras la crisis de la dominación
oligárquica y del liberalismo – un liberalismo que ya venía siendo cuestionado
desde Europa por el fascismo y por el comunismo -. Se apoyó en una alianza
entre el Estado, la burguesía industrial nacional (o local) y el proletariado
urbano industrial, y pudo abarcar, como en el caso mexicano, a los
campesinos.” (Ansaldi y Giordano, 2012:87)

Weffort agrega a estas características ciertos contenidos político-ideológicos:


autoritarismo, nacionalismo, carácter antiliberal y antioligárquico, industrialismo, apoyo
de las clases populares.
Si nos atenemos a estas definiciones, las experiencias políticas que podemos
denominar “populistas” se restringen a los gobiernos de Getulio Vargas en Brasil
(1930-1954), Lázaro Cárdenas en México (1934-1940) y Juan Domingo Perón en la
Argentina (1946-1955).
Desde el punto de vista económico, los tres casos presentan ciertas coincidencias. El
Estado operó, en estas tres experiencias, para que el restablecimiento de las
condiciones de la acumulación capitalista post-crisis no devolviera a la economía de
estos países a la situación previa a la crisis de 1930, es decir, a modelos económicos
primario-exportadores. Esto quiere decir que, aún cuando desde fines de 1930 hubo
un aumento de los precios y de la demanda internacional de productos primarios
(materias primas que los países Latinoamericanos exportaban y que beneficiaban a
sus oligarquías), los Estados nacionales de Brasil, México y Argentina llevaron
adelante legislación y políticas que buscaron redistribuir los ingresos de la exportación
para generar mercados internos más fortalecidos y procesos de industrialización. En
México y Brasil esto llevó a una disminución y casi liquidación del poder de las clases
terratenientes en favor de un mayor poder de las burguesías industriales, mientras que
en Argentina promovió un cambio en el modelo económico pero mantuvo los
beneficios de una oligarquía que a la vez formaba parte del capital industrial.
Desde el punto de vista político-ideológico, los tres casos se caracterizan por fuerzas
políticas conformadas en torno de líderes carismáticos cuyo discurso político se apoya
en una interpelación novedosa al sujeto “pueblo”. Las referencias al “pueblo” se
diferencian de las invocaciones a la “clase trabajadora” o al “proletariado” que eran
propias del comunismo y el socialismo, ideologías de las que tanto Perón como Vargas
se distancian (en el caso de Vargas, incluso, su llegada al poder tiene que ver con una
maniobra de interrupción del ascenso político del comunismo en Brasil). A diferencia
de las referencias al “proletariado”, el discurso político referido al “pueblo” permite la
identificación política de amplios sectores de la sociedad. En general, todos los
sectores postergados, que acumulaban demandas al Estado y que habían sido
perjudicados por la dominación oligárquica y el Estado liberal son nombrados dentro
del “pueblo”: trabajadores urbanos y rurales, campesinos y pequeños propietarios,
comerciantes, niños y ancianos, indígenas y negros. Estas referencias al sujeto
“pueblo” también implican la identificación (explícita o implícita) del enemigo: la
“oligarquía”, el “antipueblo”.
Desde el punto de vista de la práctica política y de las formas de ciudadanía, estas
experiencias políticas se caracterizaron por una ampliación de la participación y del
ejercicio de la ciudadanía política, pero bajo formas que se diferenciaron de la tradición
de los Estados liberales. Frente a la tradición liberal que identifica a un individuo con
un voto (y que en los tres casos estuvo acompañada de una serie de restricciones
prácticas y formales para el ejercicio de la ciudadanía política, como la imposibilidad
de votar para las mujeres y los analfabetos, así como las prácticas políticas del
fraude), las experiencias políticas del varguismo, el cardenismo y el peronismo
implicaron una expansión de la ciudadanía política bajo formas corporativas y
plebiscitarias. En los tres casos cobraron fuerza organizaciones mediadoras entre el
Estado y los individuos, especialmente los sindicatos, y en el caso de México, formas
de organización local y comunitaria (por ejemplo, las cooperativas campesinas). Estas
mediaciones fortalecidas contrastaron en las mismas experiencias políticas con formas
muy directas de vínculo político-afectivo entre el líder y las masas, sobre todo a través
de actos y movilizaciones en el espacio público.
En este trabajo nos vamos a enfocar en una caracterización de las políticas educativas
llevadas a cabo durante estos tres gobiernos, con la intención de mostrar que en los
tres casos se pusieron en marcha políticas educativas que produjeron rupturas, más o
menos profundas, en los patrones culturales dominantes que habían logrado
consolidarse en cada sistema educativo.

LA POLÍTICA EDUCATIVA DEL CARDENISMO MEXICANO (1934-1940)

La primera de las tres experiencias que vamos a desarrollar es la del gobierno de


Lázaro Cárdenas en México, entre 1934 y 1940. México inició el siglo XX con una
crisis política en ciernes. La dictadura de Porfirio Díaz, que se extendió por más de 30
años amenazaba con prolongarse. Los alzamientos que se opusieron a la continuidad
de Díaz y lograron desplazarlo del poder dieron inicio a una fase de lucha armada que
fue denominada “Revolución Mexicana”, que se extendió durante diez años, entre
1910 y 1920.
La salida del poder de Porfirio Díaz abrió las disputas por su reemplazo, que pasó del
plano político a la expresión de una amplia serie de demandas sociales. A partir de
1915, la victoria en la guerra civil fue favoreciendo a los sectores que buscaban
sancionar una nueva constitución (que fueron denominados como
“constitucionalistas”). Estos respaldaban la organización de un poder central federal
basado en una constitución política moderna y liberal.
En el plano educativo, la Constitución de 1917 instaló una ambiciosa meta de
escolarización universal y laica, lo que implicaba que el Estado debía asumir la función
de expandir el sistema escolar a la totalidad del territorio. Además, la Constitución de
1917 establecía la responsabilidad de las comunidades, los ayuntamientos y los
grandes propietarios, de garantizar la apertura de escuelas primarias en sus
localidades.
En 1921, el gobierno federal fundó la Secretaría de Educación Pública (SEP), que
asumía las funciones de gobierno del sistema educativo de todo el país, avanzando
así sobre las funciones que le correspondían a las comunidades locales. El primer
Secretario de Educación Pública fue José Vasconcelos, quien puso en marcha una
política educativa y cultural vanguardista. Por ejemplo, el movimiento de los muralistas
mexicanos fue avalado por el Estado a partir de la acción de la SEP.
En el plano educativo, la gestión de Vasconcelos está identificada con la imposición de
un modelo de escuela primaria modernizadora, pero también centralista, a todo el
territorio. De acuerdo con lo que señala Mary Kay Vaughan:

“Creada en 1921, la Secretaría de Educación Pública (SEP) construyó escuelas


rurales federales para disciplinar y canalizar las energías de los campesinos
rebeldes. La escuela les daría nacionalidad y modernidad. Transformaría a
parias supersticiosos que sólo pensaban en su localidad, en productores
comerciales patriotas y de orientación científica. Durante los años veinte, los
jefes de la política regional se valieron de los profesores de la SEP y de la
política cultural – la creación de símbolos revolucionarios, arte didáctico y teatro
colectivo – para formar una base popular entre obreros y campesinos. En 1929,
con la formación del Partido Nacional Revolucionario, la política cultural pasó a
ser parte de la construcción de un partido nacional y la edificación del Estado.”
(Vaughan, 2001:15)

Esto quiere decir que la SEP tuvo un papel central no solo en la organización de la
política educativa y cultural del México posterior a la Revolución Mexicana, sino
también su organización política e institucional. Las imágenes y símbolos identitarios
de México a partir de la década de 1920 hasta el presente van a estar asociados a
esta política cultural puesta en marcha por Vasconcelos.
La política educativa puesta en marcha a partir de la década de 1920 significó una
fuerte expansión de la escolaridad primaria para México, ya que logró incorporar a
amplios sectores de la sociedad, sobre todo a grupos campesinos e indígenas a través
de la educación rural.
Lo que Vaughan advierte es que, aún cuando significó una expansión de la educación
primaria, la política educativa de la SEP también estableció un patrón cultural
dominante que correspondía a la estética, el pensamiento político-ideológico, los
hábitos y pautas culturales de las élites urbanas (más o menos progresistas). Esto
implicó un choque frente a las pautas culturales de los sectores campesinos e
indígenas locales.
Desde el punto de vista ideológico, la expansión de la escolaridad motorizada por la
SEP desde 1921 se apoyó en la concepción que los funcionarios federales tenían
sobre las poblaciones campesinas e indígenas, que eran vistos como una población
supersticiosa, atrasada, que era necesario civilizar. Vaughan relata con claridad cómo
se concretó este programa civilizatorio bajo la forma de una política de Estado:

“Cuando se creó la Secretaría de Educación Pública en 1921, quedó


encabezada por un puñado de intelectuales de las instituciones de educación
superior de la Ciudad de México. En 1923, planearon una política para 690
“misioneros” y maestros rurales que trabajarían en los campos. Para la mayoría
de estos políticos, los campesinos no eran más que un concepto imaginado,
por cierto negativo y miserable. En 1936, la política rural de la SEP estaba, en
gran parte, en manos de intelectuales y pedagogos regionales, radicales en su
retórica y su visión, y experimentados en la vida rural y la política. Para
entonces, 16.079 maestros de la SEP recorrían los caminos rurales y senderos
de la montaña.” (Vaughan, 2001:27)

Estas expectativas construidas en la etapa que siguió inmediatamente a la Revolución


Mexicana no se concretaron rápidamente. La construcción de una escolaridad
civilizadora fue resistida por los poderes locales y sufrió las tensiones de un poder
político federal aún no consolidado. Recién en la década de 1930 se produjeron
avances sustanciales en relación con el proyecto escolarizador de la Revolución:

“Como otros gobiernos de este período [la década de 1930] de desplome de


mercados e intervención estatal sin precedentes, el gobierno federal de México
se convenció de la necesidad y de su habilidad para transformar la cultura con
propósitos de integración, gobierno y desarrollo. Por entonces, su recién
formado partido político, el Partido Nacional Revolucionario (PNR) era una
asociación no consolidada de políticos militares y civiles y de organizaciones
que en gran parte eran puro membrete. Carecía de una base de apoyo popular
organizada por toda la nación, lo cual constituía una gran desventaja dados los
altos niveles de movilización social. Esta situación favoreció al ala izquierda del
partido, que había acumulado experiencia en la organización de obreros y
campesinos en el ámbito regional. La izquierda aspiraba a formar un partido
nacional basado en el apoyo obrero, campesino y de clase media, en oposición
a las viejas élites terratenientes, los propietarios extranjeros y la Iglesia
católica. Esta facción dominó la Secretaría de Educación Pública desde 1932 a
1940, escribió el Plan Sexenal que guió la presidencia de Lázaro Cárdenas de
1934 a 1940, y tuvo en Cárdenas a su máximo jefe y representante. Su
programa cultural, conocido como educación socialista, iba dirigido
especialmente al campo.” (Vaughan, 2001:16)

En este sentido, el gobierno de Lázaro Cárdenas significó el punto de concreción de


las expectativas educativas e ideológicas de la Revolución Mexicana (o al menos, del
ala izquierda de la Revolución). Además, el proyecto educativo se conectaba con un
proyecto político: la conformación de un partido de gobierno apoyado en formas de
organización local que se conectaban directamente con el poder central a través del
sistema educativo y de otras instituciones estatales.
A esto debe agregarse que durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, el gobierno
federal mexicano concretó algunas de las medidas políticas más arriesgadas que
estaban contenidas en el movimiento de la Revolución pero que se encontraban
bloqueadas por distintos actores. En primer lugar, la reforma agraria que benefició a
comunidades campesinas de distintas regiones de México fue un paso importante en
la concreción de un modelo de gobierno nacional-popular. Grandes latifundios y
propiedades estatales fueron expropiadas y entregadas a comunidades campesinas
bajo la forma de propiedades comunales o ejidales. Esta política tuvo dos derivaciones
simbólicas de importancia: por un lado, el hecho de que se afectara la gran propiedad
significaba que por primera vez luego del estallido de la Revolución, los grandes
intereses que se habían alojado tras las políticas del Profiriato se veían limitados por la
acción de gobierno. Además, estas expropiaciones beneficiaron a un actor
fundamental del movimiento revolucionario: los campesinos. Por otra parte, la medida
significaba romper con un consenso liberal largamente instalado en las élites políticas
mexicanas (incluso los sectores políticos que habían apoyado la Revolución), acerca
de la propiedad privada como un atributo que había que defender frente a formas
comunales tradicionales de propiedad (las de la Iglesia pero también las de las
comunidades indígenas y campesinas).
Otra medida clave en el sentido de la consolidación de un modelo de gobierno
nacional-popular fue la decisión del gobierno de Cárdenas de expropiar, en 1938, las
empresas petroleras que operaban en el territorio mexicano. La Constitución de 1917
establecía la propiedad estatal de los recursos naturales y en particular del petróleo,
pero la concreción de esta política no se había producido por las permanentes
presiones de Estados Unidos, cuyas empresas eran las principales propietarias de las
explotaciones petroleras en territorio mexicano. En el clima turbulento de finales de la
década de 1930, el gobierno de Lázaro Cárdenas decidió la expropiación de estas
empresas constituyendo una empresa estatal mexicana petrolera.
El pasaje del Partido Nacional Revolucionario al Partido de la Revolución Mexicana fue
clave en este proceso. El primero, conformado en el contexto de la guerra civil de la
década de 1910, tenía por función la estabilización de las relaciones entre los caudillos
locales y un poder central constitucionalista. La dispersión de la movilización social y la
lucha armada en las comunidades, localidades, estados y regiones de México impidió
la consolidación inmediata de un poder centralizado una vez que fue desplazado
Porfirio Díaz. El Partido Nacional Revolucionario fue creado para regular las relaciones
entre los jefes locales de la Revolución. En ese sentido, el PNR puede ser catalogado
como un partido de cúpulas o de élites, y no requería asentarse en un amplio apoyo y
organización popular.
Una vez superada la etapa más turbulenta de la Revolución, el PNR comenzó a
mostrarse como una estructura inconveniente para la consolidación del poder
presidencial. Se trataba de un partido de gobierno pero que ejercía un poder de
contrapeso al presidente y que podía bloquear sus iniciativas.
Ya durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, entre 1924 y 1928, el presidente
intentó en distintas oportunidades disciplinar al PNR, pero los conflictos con la Iglesia y
el frente externo de tensión con los Estados Unidos le impidió ejercer el control pleno
del partido.
La transformación realizada primero dentro del PNR y luego, con la creación del
Partido de la Revolución Mexicana por Lázaro Cárdenas, convirtió a aquella fuerza
política de élites, en un partido corporativo de masas. Las escuelas y los maestros
desempeñaron un papel fundamental en este proceso ya que fueron las agencias y los
agentes encargados de la organización de las comunidades en torno de asociaciones
agrarias, cooperativas y sindicatos.
El conjunto de modificaciones de la educación estatal impulsado por el cardenismo se
apoyó en un clima de demandas que había cobrado fuerza durante la década de 1920
y principios de la de 1930. Tal como lo señala Carlos Ornellas:
“Otra corriente radical, la de la escuela racionalista, sí había logrado influir en
las aulas, los talleres, las fábricas, el campo y, en consecuencia, ganaba
prestigio entre organizaciones de obreros y campesinos, particularmente en el
sureste: el Yucatán de Carrillo Puerto y el Tabasco de Garrido Canabal.”
(Ornelas, 1992:63)

Esta corriente pedagógica se definió como la “educación socialista” que se consagró


en la modificación del artículo 3° de la Constitución mexicana en 1934, desplazando a
la definición de la “educación laica” que se había formulado en 1917.
En el mismo proceso, las escuelas asumieron contenidos ideológicos precisos, que
derivaban del programa establecido por Vasconcelos, pero que sumaba fuertes
componentes nacionalistas y de la cultura popular:

“Los elementos de la cultura popular – indígenas, mestizos y folclóricos –


fueron celebrados y amalgamados como cultura nacional, que serviría de punto
de partida a la modernización. Su nuevo programa artístico e ideológico se
aplicaría en los festivales cívicos, así como en las aulas. El énfasis en las
fiestas cívicas era crucial, pues tenían profundas raíces históricas.” (Vaughan,
2001:17)

Las reformas motorizadas por el gobierno federal durante el sexenio que duró la
presidencia de Lázaro Cárdenas implicaban un debilitamiento de los poderes locales
concentrados en terratenientes y caudillos. Por eso su aplicación era dificultosa. Los
maestros federales (que dependían del poder central) debían organizar a los obreros y
campesinos para que éstos exigieran la aplicación de la legislación federal en sus
comunidades. De alguna manera, las escuelas y los maestros funcionaron como
agencias que buscaban legitimar y reforzar “desde abajo” las reformas que se
promovían “desde arriba”.
Desde el punto de vista de su posición doctrinaria, el proyecto pedagógico del
cardenismo de identificó con la “educación socialista”:

“El texto aprobado en la reforma [constitucional] de 1934, al mismo tiempo que


excluía la enseñanza de cualquier doctrina religiosa (una lucha secular contra
el dogmatismo), asentaba que “… la escuela organizará sus enseñanzas y
actividades en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y
exacto del Universo y la vida social”. Ese concepto “racional y exacto”, se
puede pensar, era la semilla de otro dogma aparentemente basado en una
concepción materialista del mundo, en la lucha de clases y en el predominio de
la verdad científica y la razón sobre los prejuicios y fanatismos.” (Ornellas,
1992:66)

Entre las interpretaciones más frecuentes sobre el proyecto denominado de


“educación socialista” que tuvo lugar durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, se
suele identificar dicha etapa con un intento vanguardista de reforma que estuvo
condenado al fracaso. Como recuerda Vaughan, una vez que la “educación socialista”
fue abandonada (es decir, tras la finalización del gobierno de Cárdenas en 1940), se
observó la continuidad de prácticas culturales y costumbres supersticiosas, religiosas y
tradicionales por parte de las comunidades campesinas e indígenas. Es decir que la
modernización que de algún modo formaba parte del programa de la “educación
socialista” no llegó a reformar las costumbres de los sectores populares mexicanos.
Sin embargo, como la propia Vaughan señala, en rigor la política educativa federal
mexicana durante la década de 1930 se caracterizó por procesos de negociación
locales y regionales entre una propuesta vanguardista que provenía del Estado
federal, y los intereses y tradiciones de las comunidades.
En esos procesos de negociación los maestros tuvieron un papel clave. De acuerdo
con Vaughan, los maestros fueron decisivos en la relación que el gobierno de
Cárdenas estableció con los gobernadores de los estados. Cárdenas se apoyó al
comienzo de su presidencia en los sectores conservadores para poder limitar la
influencia de Plutarco Elías Calles (uno de los fundadores del partido de gobierno y un
árbitro de la política mexicana postrevolucionaria). Los maestros federales que se
desempeñaban en los estados dependían en gran medida de los gobiernos locales ya
que el gobierno central tenía muchas limitaciones para garantizar su labor. En los
estados gobernados por conservadores, los maestros federales tuvieron el papel
fundamental de organizar a los sectores campesinos y obreros para contrapesar el
poder de los gobernadores.

En el caso de México puede seguirse entonces, esta secuencia. En el contexto de la


Revolución Mexicana, la Constitución de 1917 tradujo una concepción federal de la
responsabilidad educativa, que ponía en manos de las comunidades y las localidades
la expansión de la escolarización. Sin embargo, casi de inmediato el poder central
tomó el control de la expansión escolar. Esto significó que, con la creación de la SEP
en 1921, se formaran y diseminaran por todo el territorio los maestros federales, como
aquellos que llevaban junto con la escuela un patrón cultural y un ideal civilizatorio
particular.
Como ha sido dicho, la SEP estuvo en manos de grupos intelectuales urbanos de la
ciudad de México, progresistas, más vinculados al ala izquierda de la Revolución, que
concebían a las poblaciones campesinas e indígenas como pueblos atrasados que
había que modernizar, anclados en prácticas y rituales supersticiosos y tradicionales.
Sin embargo, cuando estos maestros comenzaron su actividad, pronto enfrentaron las
resistencias locales. La cuestión religiosa fue una de las que más claramente marcó la
confrontación entre una vanguardia federal laica y de izquierda y unas comunidades
campesinas movilizadas pero tradicionalistas.
A esto se agregó que la SEP, y en general las agencias federales (es decir, el gobierno
central) tuvieron condiciones limitadas para concretar el proyecto civilizatorio escolar
que se proponía la Revolución. De este modo, los maestros dependieron de dos
instancias adicionales: los gobernadores de los estados y los pueblos y comunidades
en los que se abrían las escuelas. En cuanto a los gobernadores, a su vez, la
colaboración que podían esperar estaba atada a su adhesión o no a las posiciones del
gobierno central. Muchos gobernadores representaban el ala “conservadora” de la
Revolución y en la práctica se oponían a algunas de las políticas federales. Por su
parte, las comunidades y pueblos llevaron adelante distintas estrategias para negociar
con los maestros federales. Vaughan describe procesos de negociación en los que, a
partir de una resistencia inicial, distintos actores de la comunidad local, incluidas las
familias, buscan extraer de las escuelas aquello que consideran útil y más tarde,
introducir contenidos propios.
Este último momento estuvo fuertemente relacionado con el gobierno de Lázaro
Cárdenas entre 1934 y 1940. Cárdenas se propuso una política de transformación
mucho más radical de la sociedad y la economía que sus antecesores. Para ello
necesitó un control mucho más fuerte de la vida política mexicana, lo que lo llevó a
enfrentar a un líder de la política revolucionaria, Plutarco Elías Calles, y también a la
refundación del partido político de gobierno como Partido de la Revolución Mexicana.
Esta última modificación, que se concretó en 1938 tuvo como condición que se
produjeran y fortalecieran instancias de organización política local y comunitaria, que
contrapesaran el poder de los caudillos locales. Para que esta organización tomara
forma, fue decisivo el papel de los maestros federales que fueron identificados por
Cárdenas como “milicianos” del nuevo orden revolucionario.
Los maestros debían impulsar la organización de campesinos y trabajadores en
sindicatos y cooperativas, las que, a su vez, debían escapar del control de los
caudillos locales y funcionar como receptoras de demandas y necesidades e
impulsoras locales de la legislación federal, en especial, de la legislación de reforma
agraria, que afectaba el poder de grupos terratenientes.
El cardenismo significó, entonces, en el plano educativo, un momento de fuerte
expansión de la educación primaria rural federal, un papel destacadísimo de los
maestros, y también la movilización y organización social a través de la escuela. A
cambio, fue un momento de negociación de sentidos dentro del propio curriculum
escolar. El patrón cultural que la escuela transmitía (incluso la escuela revolucionaria)
era ajeno a vastos sectores de la población. Se trataba, en este sentido, de un “patrón
cultural dominante” que correspondía a las élites urbanas de México, aún cuando
éstas quisieran asumir la voz de los sectores populares y postergados.
Como contraparte, en procesos de negociación localizados, el cardenismo promovió el
empoderamiento de las comunidades locales tanto en términos organizativos y
materiales como culturales, ya que las escuelas tomaron aspectos de las pautas y
valores culturales locales.

“Para mostrar de antemano los estudios de diversos casos empleando términos


un tanto generales, diré que ciertas comunidades rechazaron categóricamente
ciertas porciones del proyecto cultural del Estado, como la abolición del
catolicismo. En otros ejemplos, los conceptos promovidos por el Estado como
aptos para la unificación nacional fueron apropiados para servir a propósitos
particulares en el ámbito local. Generalmente aceptada fue la noción de
“mexicanidad” como multiétnica e inclusiva, porque esta noción permitía la
articulación de la distintividad y las quejas locales. Sin embargo, al aceptar lo
nacional, algunas sociedades locales atribuyeron mucho mayor peso a la parte
local de la ecuación que a la nacional. En el caso de las dos sociedades
indígenas examinadas aquí, la “nación” pasó a ser simplemente un minúsculo
trasfondo a la articulación – de hecho, a la conservación – de la cultura local.”
(Vaughan, 2001:46)
De este modo, el patrón cultural dominante, que contenía a la vez el laicismo y una
idea de la identidad cultural mestiza fue “revisado” en el ámbito local. El grado de
imposición que fue típico de las proyectos civilizatorios del siglo XIX en otros países,
como en el caso del Cono Sur de América Latina, no se registra en el caso del México
de Cárdenas, en parte porque las condiciones materias fueron muy diferentes, en
parte porque los procesos de negociación política entre el poder central y los poderes
locales quitaron margen al gobierno federal para “imponer” ese patrón cultural, y en
parte también porque el gobierno central consideró valioso negociar ciertos aspectos
de ese patrón cultural como un modo de construcción de la hegemonía política.

EL VARGUISMO BRASILEÑO (1930-1954)

En el caso de Brasil, los gobiernos de Getulio Vargas presentan características


distintas de la experiencia del cardenismo mexicano. En primer lugar, es importante
señalar que el antecedente de la Revolución Mexicana marcó en gran medida tanto la
movilización de los grupos sociales que entrarían en diálogo con el gobierno de
Cárdenas, como la agenda de demandas que estos grupos expresarían. No sucedió lo
mismo con la llegada al gobierno de Getulio Vargas en 1930.
Brasil presentaba hacia 1930 un debilitamiento profundo de la región de San Pablo,
que había sido el núcleo más dinámico de su economía desde la segunda mitad del
siglo XIX, y por lo tanto la región políticamente dominante. El pacto de rotación en el
gobierno de las regiones (denominado la política del “café com leite”) se rompió en
1930. La llegada al poder de Getulio Vargas se produjo como consecuencia de una
revolución que impugnó la manipulación electoral de ese año. El alzamiento militar
entregó el poder a Vargas. Si bien el argumento principal del alzamiento había sido
devolver la transparencia electoral, Vargas asumió el gobierno sin urgencias de
devolver el régimen político a una forma democrática.
Vargas contó en esta etapa con amplios apoyos populares y de las capas medias, así
como del ejército. Desarrolló una política que osciló entre una retórica cercana al
fascismo y medidas audaces que afectaron los intereses de las viejas oligarquías
estaduales. En 1932 se desató por ello una guerra civil en San Pablo, que finalizó con
la victoria de las fuerzas regulares federales frente a las milicias paulistas. Como
consecuencia de ello, Vargas decidió convocar a una Asamblea Constituyente que
permitiera redefinir las bases del régimen político.
En 1934, la sanción de una nueva Constitución concedía el voto a las mujeres pero
mantenía la restricción de la ciudadanía política sólo para quienes estuvieran
alfabetizados. A partir de esta Constitución el poder político de Vargas renovó su
legitimidad, aunque debió enfrentar una insurrección conducida por Luis Carlos
Prestes, que reunía a una alianza de fuerzas de izquierda, y que fue violentamente
reprimida llevando al Partido Comunista de Brasil a la ilegalidad.
Tras el punto de inflexión planteado por la insurrección de izquierda liderada por el
comunismo en 1935, cobró fuerza en amplios sectores de las clases medias urbanas
el integralismo, una ideología de inspiración fascista sobre la que el propio Getulio
Vargas se apoyó para producir un golpe de estado en 1937 y evitar las elecciones de
1938. Como consecuencia de ese golpe, instauró el Estado Novo, que se apoyó en
una nueva constitución centralista y autoritaria.
El Estado Novo fue una de las experiencias políticas latinoamericanas más cercanas
al estilo de los fascismos europeos, con proscripción de las fuerzas políticas de
oposición, y un uso intensivo de los medios de propaganda. Sin embargo, no se trató
estrictamente de la adopción del modelo del fascismo, sino sobre todo de una política
de fuerte centralización en un país con una tradición federal que lo ponía todo el
tiempo al borde de la fragmentación.
Bajo el gobierno de Getulio Vargas, Brasil emprendió un proceso de industrialización
por sustitución de importaciones, pasando de una economía de base agraria a una
economía industrial. “Entre 1945 y 1960 el ritmo de crecimiento industrial de Brasil fue
de 9,4% anual en promedio, mientras que el crecimiento agrícola registró un ritmo de
sólo 4% al año (Williamson, 2013:330). Este cambio en la estructura económica
aceleró y profundizó los procesos de urbanización de la población y produjo una
transformación profunda de la estructura social del Brasil, como una sociedad de
masas de base urbana, con amplios sectores populares concentrados en grandes
ciudades.
Se destaca en el caso de Vargas, el alineamiento con los intereses norteamericanos
en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Brasil no solo declara de la guerra a
Alemania en un apoyo formal a los Aliados sino que envía tropas y participa
activamente en la campaña norteamericana en Italia a comienzos de la década de
1940. En este sentido, la política llevada adelante por el varguismo durante el Estado
Novo se diferenció del antiimperialismo que es posible encontrar tanto en la
experiencia de Cárdenas en México como en la de Perón en la Argentina.
A estas características de la primera etapa de gobiernos de Vargas es necesario
sumar una política social que fue institucionalizada en una legislación novedosa para
la tradición liberal brasileña:

“Esa política económica se acompañaba de una política social reflejada por una
parte en el avance de la legislación laboral, y por otra en la creación por
iniciativa del estado de sindicatos cuya estructura legal se aproximaba a la
establecida en la Italia fascista. Pero la sindicalización que había comenzado
en rigor antes de la implantación del Estado Novo, era por el momento más
bien un aspecto del esfuerzo del Estado por encuadrar más sólidamente a la
sociedad brasileña que un proyecto deliberado de organizar una vigorosa
fuerza sociopolítica en apoyo al régimen; a su vez la legislación laboral, que
comenzó a introducirse ya a partir de 1930, no crea motivos serios de discordia
con las fuerzas empresarias, ya que sólo iban a aplicarse de modo parcial y
aproximativo, y en más de un caso no se oponía a las conveniencias
inmediatas de éstas (así la fijación de una jornada máxima de trabajo se
introdujo en un momento en que la depresión del consumo interno estaba
obligando al gobierno a fijar cupos máximos de producción para las fábricas
textiles, que mediante la reducción de la jornada y la correlativa del salario
lograban librarse de parte de su personal superfluo).” (Halperín Donghi,
1998:409)

Estas medidas iban a generar las condiciones para que el fuerte apoyo político que
Vargas había construido en los sectores militares y en aquellos de inspiración fascista
se ampliara sobre todo a los trabajadores. A partir de 1942, el Estado Novo iba a
fortalecer el control sobre el cumplimiento de la legislación obrera y a reforzar el papel
de los grandes sindicatos. Hacia 1945, este apoyo ampliado se expresó en el
movimiento queremista (por el lema “queremos a Getulio”) que parecía anunciar una
continuidad de Vargas en el poder. Frente a esto, el ejército que tenía la expectativa de
incrementar su protagonismo político mediante una sucesión presidencial, llevó a cabo
un golpe de estado (con apoyo norteamericano) e interrumpió una posible continuidad
de Vargas. Las elecciones de 1945 dieron el poder al candidato del ejército, el mariscal
Dutra, contra el candidato de Vargas.
El gobierno de Dutra fue muy opaco, y no estuvo a la altura de las expectativas
sociales que habían acompañado a los últimos años de Vargas en el poder. Esto le
permitió a Vargas llegar a la presidencia en 1951, con el apoyo del Partido Laborista
(que él mismo lideraba), el Partido Socialdemócrata y otros sectores minoritarios.
Este segundo período de Vargas en el poder estuvo marcado por la crisis económica a
la que no encontró solución. En 1954, acosado por una serie de denuncias por casos
de corrupción en su administración, Vargas se suicidó, y a continuación una serie de
vastas movilizaciones populares garantizaron la continuidad en el poder de su fuerza
política.

En cuanto a su política educativa, el primer gobierno de Vargas parte del sistema


educativo consolidado durante la República Vieja (1889-1930) que se estructuraba en
un sistema de educación elemental, enseñanza técnica y normal en manos de los
estados, y dirigida a los sectores populares, y un sistema de enseñanza secundaria y
superior destinado a la formación de las élites en manos federales (es decir, como
responsabilidad del gobierno central). “La tasa de escolarización de la población
brasileña era muy baja: el 70% de la población mayor de quince años en 1920 era
analfabeta, disminuyendo al 56% en 1940 y al 50% en 1950” (Somoza Rodriguez,
2010:165)
Las primeras medidas que adoptó el gobierno de Vargas en materia educativa
señalaron un movimiento de centralización del control y el gobierno del sistema
educativo con la creación en 1931 del Ministerio de Educación y Salud Pública. Este
movimiento de centralización se concretó en principio a través de dos políticas: las
regulaciones curriculares y una fuerte incidencia de la inspección federal en las
educación elemental.
Al año siguiente, reforzó la conexión de la educación secundaria con el circuito de
formación de las élites otorgando rango legal a la función preparatoria de la educación
secundaria hacia la universidad. Sin embargo, frente a esta medida, en 1932, se
publicó el Manifiesto de los Pioneros de la Educación Nueva. El movimiento
escolanovista, que contaba con robustos antecedentes en distintas regiones de Brasil,
se expresaba bajo la forma de un programa educativo en apoyo de la escuela única, la
gratuidad, la obligatoriedad, la laicidad y la coeducación.

“La educación nueva no puede dejar de ser una reacción categórica,


intencional y sistemática contra la vieja estructura de servicio educativo,
artificial y verbalista (…) Desprendiéndose de los intereses de clase a los que
ha servido, la educación (…) deja de constituir un privilegio determinado por la
condición económica y social del individuo para asumir un carácter „biológico‟,
con el que se organiza para la colectividad en general, reconociéndose a todo
individuo el derecho a ser educado hasta donde lo permitan sus aptitudes
naturales, independientemente de razones de orden económico y social. La
educación nueva, extendiendo sus finalidades más allá de los límites de clase,
asume, con una forma más humana, su verdadera función social,
preparándose para formar la „jerarquía democrática‟, por medio de la „jerarquía
de las capacidades‟, reclutadas en todos los grupos sociales, a quienes se
abren las mismas oportunidades de educación” (Manifiesto de los Pioneros de
la Educación Nueva, citado en Somoza Rodriguez, 2010:165-6)

La idea de una escuela única o unificada, como la que reclamaba el movimiento


escolanovista, era una respuesta a la constatación de la desigualdad que
caracterizaba al sistema educativo brasileño a la vez que una toma de posición sobre
la función social del sistema educativo. Como consecuencia del manifiesto, el gobierno
federal puso en funcionamiento escuelas técnicas en los mismos establecimientos en
los que funcionaban instituciones secundarias preparatorias, disminuyendo así el
impacto de segmentación que había producido la política destinada a la educación
secundaria instalado en 1931.
La Constitución de 1934 recogió una parte importante del programa escolanovista,
sobre todo en relación con la gratuidad, tanto de la educación primaria como de la
educación secundaria, así como una mayor regulación sobre el sector privado. Por
otra parte, también respondió favorablemente a las expectativas de los sectores
católicos (otra base de apoyo del gobierno de Getulio Vargas) al consagrar la
educación religiosa obligatoria en las instituciones educativas estatales de educación
primaria (aunque esta obligatoriedad debía ser aplicada a la escuela mientras que
para los alumnos era optativa).
La fase correspondiente al Estado Novo (1937-1945) tendió a profundizar la
integración de los sectores trabajadores, a través de grandes sindicatos nacionales,
dentro de la estructura del Estado. Entre la legislación destinada a la protección de los
trabajadores, se produjo una expansión significativa de la educación técnico-
profesional, aunque como contrapartida, se restituyó y fortaleció un circuito de
educación secundaria destinado a las élites y vinculado con la universidad.
Durante el Estado Novo la educación secundaria era común hasta los 15 años de
edad, a partir de la cual se abría en dos circuitos diferenciados, uno destinado a la
formación académica y orientado hacia la universidad, y el otro hacia la formación
laboral.

“El Estado Novo propició un modelo institucional para la enseñanza profesional


en el que intervenían tanto el Estado como los sindicatos y los empresarios.
Con el claro apoyo de los primeros y a pesar de alguna resistencia de los
segundos, fue creado en 1942 el Servicio Nacional de Aprendizaje Industrial
(SENAI), institución privada financiada con el aporte empresarial (el 1% del
total de salarios pagados), que fundaba y sostenía escuelas y remuneraba el
aprendizaje de los menores en las industrias. Poco después (1946) se creó el
SENAC, similar al anterior, dirigido al aprendizaje profesional en el comercio y
los servicios. La Ley Orgánica de la Enseñanza Secundaria terminó por
organizar el sistema educativo no universitario brasileño en un nivel primario de
cinco años (7 a 12 años) y un nivel secundario que constaba de un primer ciclo
(Gimnasio) de cuatro años de duración y un segundo ciclo de tres años
dividido en dos ramas: una dirigida a la formación para la universidad y otra de
enseñanzas técnico-profesionales, con una obvia jerarquización en beneficio
de la primera. El subsistema de enseñanza técnico-profesional quedaba, por
tanto, constituido por dos redes paralelas: los establecimientos que pertenecían
al sistema de enseñanza oficial, con un ciclo inicial (“fundamental”) de tres o
cuatro años y un ciclo superior de similar duración destinado a la formación de
técnicos industriales; por otra parte, los establecimientos que dependían del
SENAI, que ofrecían cursos de corta duración destinados a los aprendices para
ingresar en la industria y cursos de formación continua para trabajadores en
actividad.” (Somoza Rodriguez, 2010:167)

Esta estructura significó a la vez una respuesta favorable a las demandas de los
escolanovistas (que tenían una gran legitimidad en el sistema educativo y muchos de
cuyos representantes más notables se habían desempeñado en la función pública en
grandes estados como San Pablo o Río de Janeiro) de una escuela “única o
unificada”, y por otro lado, atendía a la formación o cualificación técnica de la fuerza de
trabajo que correspondía al proceso de industrialización por sustitución de
importaciones y que, en su fase más compleja, superaba las intenciones y
posibilidades del sector empresario.
Esta estructura, además, permitió un aumento acelerado de la escolarización de la
población que se vio reflejado en el nivel primario pero sobre todo en el secundario.
Además, durante la segunda presidencia de Getulio Vargas (1951-54) esta expansión
del nivel secundario se vio acompañado por un debilitamiento de los mecanismos de
segregación por orientación en el ciclo superior, de manera que en los hechos, la
educación secundaria fortaleció su carácter “unificado” y tendió a ser asimilado a una
continuación de la educación común.
Desde el punto de vista de los contenidos, el control ideológico que habitualmente se
asocia con el Estado Novo en rigor se fortaleció a partir de 1942, cuando se puso en
marcha una comisión de control de los libros de texto y se organizó la “Juventud
Brasileña”, una organización juvenil un una “rama menor” correspondiente a la
educación primaria y una “rama mayor” en secundaria, que buscaba expresar la
adhesión de la juventud a la figura de Getulio Vargas (Dos Santos, 2014:174) Estas
medidas promovieron contenidos nacionalistas y militaristas en la vida cotidiana de las
escuelas, a las que se relacionó con las condiciones excepcionales de la guerra pero
también con la necesidad de afirmar la identidad nacional.

En síntesis, en el caso de la experiencia nacional-popular brasileña, la propuesta


educativa se nutrió de contenidos diversos. Si bien no tuvo el papel de consigna o
bandera que en México le había otorgado la Revolución, sí existía un programa previo
a la política de Getulio Vargas que modeló su proyecto educativo en aspectos
fundamentales. Este programa fue enunciado en el Manifiesto de los Pioneros de la
Educación Nueva en 1932, y orientó sobre todo la meta de un sistema educativo más
unificado. Por su parte, el gobierno de Vargas complementó esta meta con una política
de centralización de la administración y gobierno educativo que cerró un primer ciclo
de fragmentación del sistema atravesado por las desigualdades regionales y
estaduales.
El punto en el que el sistema educativo brasileño se vio marcado más profundamente
por la política educativa del varguismo fue en la educación secundaria. Allí, luego de
un primer gesto de refuerzo de su función elitista, se fue produciendo una paulatina
apertura del nivel secundario que culminó, durante la segunda presidencia de Vargas
con una educación secundaria que fue considerada como la continuación de la
educación común, unificada a pesar de sus orientaciones académicas y laborales, y
con una gran ampliación de su cobertura. Este último rasgo, que sería perdurable en el
sistema educativo brasileño se relacionó con la política de industrialización por
sustitución de importaciones que conformó un creciente sector de trabajadores
industriales, con niveles de calificación cada vez más elevados.
El cierre de los ciclos de gobierno de Getulio Vargas se produjo con su suicidio en
1954, pero permitió que las fuerzas políticas identificadas con el varguismo tuvieran un
peso importante sobre la vida política por una década más, hasta el golpe de estado
de 1964. En esa década, el nacionalismo popular que fue característico de los
gobiernos de Getulio Vargas se vio complementado con una profesionalización cada
vez mayor de los cuadros planificadores del Estado, iniciando una fase que ha sido
denominada “desarrollismo” y que atravesó también la política educativa del resto de
América Latina.

EL PRIMER PERONISMO (1946-1955)

En el caso del peronismo, la construcción política del nacionalismo popular se produjo


a partir del golpe de estado de 1943 del que participó el propio Perón, como oficial del
ejército. En ese gobierno de facto, Perón conquistó rápidamente posiciones: primero
fue Secretario de Trabajo y Previsión (un equivalente del Ministro de Trabajo), y luego
fue Ministro de Guerra y Vicepresidente.
Desde esos lugares, pero en particular desde la Secretaría de Trabajo y Previsión,
Perón construyó una relación muy fuerte con los sindicatos más importantes. A su vez
contaba con el apoyo de un sector de los jóvenes oficiales del ejército y en su discurso
público, se acercó a las posiciones de la Iglesia Católica. De este modo, hacia el año
1945 Perón contaba con el apoyo de tres actores políticos clave que no eran partidos
políticos: los sindicatos, una parte del ejército y la Iglesia.
En octubre 1945, el crecimiento de la popularidad de la figura de Perón alimentó
conspiraciones internas del gobierno militar. Perón fue encarcelado acusado de
preparar un golpe contra el gobierno. Su liberación el 17 de octubre de ese año
constituyó un acontecimiento simbólico de gran importancia para la historia del
peronismo y la historia política argentina. Una masiva movilización obrera ocupó la
plaza de Mayo reclamando por la aparición de Perón. Éste, una vez liberado, dirigió un
discurso a la multitud desde el balcón de la Casa Rosada escenificando el vínculo
directo con las masas que había logrado construir.
En 1946 Perón accedió a la presidencia derrotando a una alianza entre todas las otras
fuerzas políticas. Su primera presidencia se caracterizó por una paulatina construcción
de la doctrina política que luego marcaría la identidad y la ideología del peronismo. En
el plano educativo durante su primera presidencia, Perón se apoyó en los cuadros
intelectuales de la Iglesia Católica, al mismo tiempo que hizo uso del discurso de la
doctrina social de la Iglesia.
En la Argentina, la Iglesia había desarrollado desde la década de 1920 un discurso
destinado a combatir el avance del socialismo y el anarquismo, mediante el cual
trataba de incorporar a los obreros como sujetos privilegiados de la dignidad cristiana
que se conquistaba por el trabajo. Esto le permitió ganar la adhesión de grupos
obreros que se alejaban de las ideologías combativas y clasistas.
Luego, durante la década de 1930, la Iglesia retomó con fuerza una demanda que
había sostenido a fines del siglo XIX, por la institucionalización de la educación
religiosa obligatoria en las escuelas estatales. Si bien en el caso de la política
educativa de Manuel Fresco (entre 1936 y 1940) logró algunos avances, el paso
decisivo fue un decreto de 1943 que establecía esta obligación a nivel nacional. Perón
durante la campaña electoral propuso convertir en ley del parlamento este decreto, y lo
concretó en 1947.
Por su parte, los funcionarios de las áreas de educación y cultura del primer gobierno
peronista provenían fundamentalmente de la Iglesia y de intelectuales del
nacionalismo. La política educativa de este período se caracterizó por una fuerte
incorporación de niños y niñas de sectores populares y familias obreras al sistema
educativo, lo que permitió una enorme expansión de la educación primaria.
Otro rasgo saliente fue la implementación de una política de educación técnica que
produjo un cambio cualitativo con relación a los antecedentes en el país. Si bien desde
comienzos del siglo XX existían distintas instituciones destinadas a la educación para
el trabajo (escuelas industriales de la nación, escuelas de artes y oficios), la política de
educación técnica del Peronismo se distinguió por su fuerte conexión con un proceso
económico de industrialización acelerada y por un lugar protagónico de las
organizaciones obreras en la conducción de la educación técnica.
El modelo de la educación técnica que se había construido en la primeras cuatro
décadas del siglo XX se apoyaba en una concepción del saber técnico completamente
neutral. Además, se trataba de una suerte de desarrollo aplicado de disciplinas
científicas pero con poca conexión con las actividades económicas concretas.
Simultáneamente, durante las décadas de 1920 y 1930 comenzó a circular un conjunto
de saberes especializados que se relacionaban con la introducción de tecnologías de
los nuevos medios de comunicación como el cine y la radio, tecnologías como el
automóvil o la popularización del uso de la electricidad. Estas y otras innovaciones
produjeron cambios culturales en los sectores populares y a raíz de ellos se generaron
nuevas necesidades en la vida cotidiana: reparación, mantenimiento, adaptación y
nuevos usos de esas transformaciones otorgaron valor a nuevos saberes que no
tenían lugar en la educación escolarizada.
La política de educación técnica del Peronismo produjo una yuxtaposición de ambas
tendencias. Por un lado, mantuvo la educación técnica que había heredado, basada
en concepciones aplicadas de los conocimientos científicos, y sostenida
fundamentalmente por la Dirección General de Educación Técnica (DGET). De ella
dependían las Escuelas Industriales de la Nación que eran escuelas secundarias que
formaban técnicos. Por otro lado, el Peronismo se apoyó en una institución nueva: la
Comisión Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional (CNAOP). Esta Comisión
contaba con representación del Estado, de los sindicatos y de los industriales.
Regulaba todo lo que tenía que ver con la formación de los aprendices.
El modelo de la CNAOP produjo una innovación trascendental en la educación técnica.
La CNAOP se preocupó particularmente de que la educación técnica tuviera una
relación sustantiva con las transformaciones económicas y en particular con la
industrialización. Generó nuevas instituciones y modelos que constituyeron
virtualmente un sistema de educación técnica paralelo al clásico.
En el nivel primario, la CNAOP puso en marcha las Misiones Monotécnicas, que eran
ciclos complementarios a los dos últimos años de la escuela primaria y se destinaban
a la formación para oficios locales. Se esperaba que estas Misiones se pusieran en
funcionamiento por pocos años en una localidad en la que se fuera a instalar alguna
industria en particular, y que las Misiones formaran a los trabajadores y operarios de
esas industrias desde muy jóvenes. Sin embargo, en muchos casos esas Misiones
lograron arraigo en las localidades y no fue posible moverlas de lugar.
En el nivel secundario, la CNAOP creó las Escuelas Fábrica. Estas Escuelas se
diferenciaban de las Escuelas Industriales de la Nación que ya existían. Las Escuelas
Fábrica eran escuelas secundarias que funcionaban anexas a plantas fabriles. En ellas
los jóvenes ingresaban con la categoría de “alumnos-aprendices”. Estudiaban las
materias propias de las escuelas técnicas, pero las clases de taller se desarrollaban en
la propia planta de la fábrica. En esos casos, los alumnos estaban a cargo de
capataces que eran obreros experimentados. Lo interesante de estas Escuelas
Fábrica es que, junto con el aprendizaje de las tareas propias del oficio (por ejemplo,
tornería, electricidad, soldadura, etc.) los alumnos se socializaban en la condición de
los trabajadores industriales. Aprendían allí cómo se organiza la jornada de trabajo,
qué es y cómo se administra el salario, qué papel cumplen las organizaciones
sindicales, cuáles son sus derechos como trabajadores, cuáles son sus herramientas
de lucha. Si bien estas Escuelas Fábrica no fueron muchas en cantidad, tuvieron un
papel simbólico muy importante.
En el nivel universitario, la CNAOP impulsó la fundación de la Universidad Obrera
Nacional (UON). La UON fue creada por un decreto de 1949 pero comenzó su
funcionamiento en 1952. Se trataba de una Universidad Nacional con un modelo muy
diferente de las que existían hasta el momento. Su principal característica era que
estaba pensada para los trabajadores. Los horarios de cursada se habían pautado
para después de la finalización de la jornada laboral, y se esperaba que formaran a los
trabajadores para los puestos de conducción de las grandes empresas y obras del
Estado.
Como la CNAOP, la UON contaba con un Consejo Directivo compuesto por
representantes del Estado, los sindicatos y los industriales. Dado que Perón fue
derrocado por un golpe de estado en 1955, el funcionamiento real de la UON fue muy
breve, apenas 3 años.
Estas instituciones estaban relacionadas entre sí. Las Escuelas Fábrica recibían
alumnos de las Misiones Monotécnicas y sus egresados podían ir a la Universidad
Obrera Nacional (aunque los títulos de las Escuelas Fábrica no eran admitidos en las
otras universidades). Por esto mismo conformaban un sistema educativo paralelo, en
la medida en que las calificaciones que ofrecían eran válidas dentro de estas mismas
instituciones pero no en las instituciones del sistema educativo clásico.
El primer gobierno de Perón finalizó en 1952. Luego de una reforma constitucional en
1949, se habilitó la reelección. Ese mismo año se sancionó la ley de voto femenino. En
1952 Perón volvió a ganar las elecciones e inició su segundo período presidencial. A
las características de la etapa anterior se agregó en esta etapa un fuerte control
ideológico. El Peronismo había desarrollado durante el primer gobierno un conjunto de
doctrinas, símbolos y rituales propios. Esto le permitió hacer un uso cada vez más
intenso de los aparatos de propaganda pública (grandes movilizaciones, uso de los
medios masivos de comunicación, instalación de conmemoraciones) y también ocupar
un lugar más protagónico dentro de la vida cotidiana de las aulas.
A partir de 1952 el Ministerio de Educación del Peronismo puso en marcha una
comisión dedicada a controlar los libros de texto autorizados para su uso escolar. Esta
comisión evaluó los textos existentes y realizó indicaciones para su adecuación a las
nuevas exigencias. Así, se incluyó en los libros de texto las figuras de Perón y Eva
Perón, una referencia a su papel como líder, su relación con el Estado y con la nación.
También se cambió el estereotipo de familia que se proponía a través de estos textos:
en lugar de la familia de “clase media” (el padre que trabaja en la oficina, la madre que
es ama de casa, los niños que asisten a la escuela, una mucama o criada, una gran
casa) comienzan a aparecer los modelos de la familia obrera (madre y padre
trabajadores, los niños que llegan a la escuela por obra del Estado, casas modestas
en barrios populares).
Este control de los libros de texto fue paralelo con otros controles ideológicos: la
inclusión del libro “La razón de mi vida” (memoria autobiográfica de Eva Perón) como
libro de lectura obligatoria en todas las escuelas, uso del luto obligatorio tras la muerte
de Evita, colocación de retratos de Eva Perón y de Juan D. Perón en las escuelas, etc.
La fuerte presencia del Peronismo como doctrina y el uso de los símbolos en el
espacio público dio lugar a una creciente incomodidad de sectores de la iglesia
Católica que terminó en un enfrentamiento. La alianza que había caracterizado los
inicios del Peronismo se había disuelto. A partir de 1953 se agudizan los
enfrentamientos y la Iglesia se convierte en un fuerte actor opositor.
Por otra parte, a partir de 1951 la economía comenzó a mostrar señales de
estancamiento. La creciente crisis económica produjo enfrentamiento del gobierno con
algunos sectores obreros y hacia 1953 comenzaron los intentos golpistas. Las fuerzas
armadas que habían apoyado a Perón en 1946 también se convirtieron en este
contexto en fuerzas opositoras.
En 1955, tras un ataque militar que involucró el bombardeo de la Plaza de Mayo para
evitar una movilización obrera en defensa de Perón, se produjo su derrocamiento.
Perón marchó al exilio y desde allí mantuvo una fuerte presencia en la vida política
argentina hasta 1973.

RASGOS COMUNES DE LA POLÍTICA EDUCATIVA DE LOS NACIONALISMOS


POPULARES

Existe una controversia entre los historiadores en cuanto a la caracterización de los


nacionalismos latinoamericanos de las décadas de 1930 a 1950. Es innegable que
muchos de ellos tuvieron su origen en la imitación o la admiración de las experiencias
del fascismo italiano o el corporativismo español, como se ha visto en el apartado
anterior. Sin embargo, mientras algunos historiadores insisten en considerar a todos
los nacionalismos de este período como formas del fascismo más o menos
modificadas y atenuadas, otros historiadores prefieren la denominación “nacionalismos
populares” porque permite identificar la originalidad de estas experiencias políticas
frente a los casos europeos.
Algunas características comunes entre los nacionalismos populares latinoamericanos
y los nacionalismos fascistas europeos ya han sido mencionadas: el nacionalismo
exaltado, la centralidad del Estado y en ocasiones el militarismo, el fuerte autoritarismo
político, un uso intenso de la propaganda, sea en los medios de comunicación o en el
sistema educativo.
Sin embargo, hay otros rasgos que distinguen las experiencias latinoamericanas: la
fuerte incorporación de los sectores populares, obreros, campesinos, etc., en la vida
política; la transformación del modelo económico con la introducción de la industria; la
conquista progresiva de derechos que son amparados legalmente.
La discusión entre ambas interpretaciones (quienes sostienen que estas experiencias
son formas del fascismo y quienes las diferencian denominándolas nacionalismos
populares) se concentra en el hecho de cuánto avance y cuánto retroceso significaron
estas experiencias para las clases postergadas, y cuánto avance o retroceso
significaron para una democracia plena. O dicho de otro modo, quienes sostienen las
posiciones más críticas, valoran negativamente el debilitamiento (o incluso la
interrupción) de la democracia liberal en esos países, mientras quienes sostienen las
posiciones favorables, valoran positivamente las conquistas de los sectores populares
(obreros, indígenas, campesinos, mujeres, jóvenes, etc.)
Cada uno de estos casos nacionales tuvo características específicas y factores
comunes que dejaron huellas en los sistemas educativos nacionales.
BIBLIOGRAFÍA

Ansaldi, Waldo y Giordano, Verónica (2012) América Latina. La construcción del orden.
Tomo II. De las sociedades de masas a las sociedades en procesos de
reestructuración. Buenos Aires: Ariel.

Dos Santos, Valdir (2014) “Escritos sob os regimes políticos de Vargas e Mussolini:
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Maringá-PR. V. 14, N°1.

Halperín Donghi, Tulio (1998) Historia contemporánea de América Latina. Buenos


Aires: Alianza Editorial.

Laclau, Erenesto (2005) La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura


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Somoza Rodriguez, Miguel (2010) “Educación y movimientos populistas en América


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Universidad de Salamanca.

Vaughan, Mary Kay (2001) La política cultural en la Revolución. Maestros, campesinos


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