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Todos los seres vivos somos portadores de una carga de virus, y ellos viven en los
ambientes de todas las especies que habitamos este. Cuando estos ambientes se
desestabilizan por amenazas a la biodiversidad, los virus o se extinguen, o adquieren
una capacidad mayor de multiplicarse y conquistar a otros organismos, es decir otros
ambientes, y es en ese momento cuando pueden volverse patógenos, o generadores
de enfermedad; recordemos que se pueden mover, con sus vectores u hospederos
naturales, a estos nuevos ambientes. Esta capacidad de ser patógenos se potencia
en la medida que presionamos a un número cada vez mayor de virus, que estaban
controlados naturalmente, y los obligamos a que exploren posibilidades de
colonización de nuevos ambientes.
Estas presiones ponen en funcionamiento mecanismos de selección que promueven
la sobrevivencia de variedades más resistentes a los cambios ambientales, con
incrementos importantes en la diversidad de agentes patógenos y con ello
posiblemente más virulencia, lo que los convierte en los futuros invasores,
competidores, depredadores y patógenos, no solo de nuestras especies nativas, sino
también de nuestras especies domésticas y de nosotros mismos.
Esto nos lleva a pensar que nuestra gestión para la conservación de la biodiversidad,
en medio de escenarios de desarrollo, es muy pobre y que apenas se limita a tratar
de cubrir el daño con soluciones “blandas” y mal panificadas que realmente no
contribuyen a recuperar procesos y especies que generan relaciones importantes
para el mantenimiento de procesos biológicos y evolutivos. El control de estas
enfermedades, o zoonosis, es uno de estos.