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La Utopía de lo Común

Por Mariano G. Sasín

Los Redondos fueron (entre otras cosas) una escisión. O varias. Escisión entre práctica
y discurso, fractura del discurso en posiciones antagónicas, prácticas que estallan y se
multiplican, discursividades contrapuestas que se anulan mutuamente y así construyen
un sentido. Fragmentos de pensamiento en mutua colisión. Prácticas colisionando con
discursos. Discursos recortados de las prácticas.

Fractura. Escisión. Práctica y discurso. Son palabras. Y uno se queda pensando por qué
asocia estas palabras con Los Redondos. Por qué al inicio de una reflexión sobre Los
Redondos incluye las palabras fractura; escisión; práctica y discursos. Y por quedarse
pensando estas cosas uno se ve obligado a escribir más palabras, a rellenar palabras
con palabras, vacío con sentido, sentido con palabras, palabras con vacío, y así se
empieza.

La semilla de los redondos se plantó en los 60’s del siglo veinte, comenzó a germinar
hacia finales y de los setenta y, planta de crecimiento lento, dio sus primeros frutos a
mediados de los años ochenta. A partir de allí, la cosecha fue abundante y alimentó a
generaciones. La longevidad de esta banda, su discurrir virtuoso por la historia del rock
en la Argentina, los avatares y reconfiguraciones de ese discurrir, permiten narrar una
evolución que tiene como componente insoslayable los cambios en el entorno político,
económico y social en que se ve inmersa.

Esa escisión que fueron (que son) los redondos, no surgió de la nada. Tuvo un cómo y
un dónde. Una historia y un contexto. Desde su prehistoria en La Plata, en el seno de
las comunidades de de músicos, intelectuales y artesanos surgidas en esa ciudad a
mediados de los años 60 del siglo pasado, hasta la megaorganización de shows en
grandes estadios de fútbol, los redondos han seguido un derrotero singular, marcado
por la configuración de espacialidades diversas. De internalidades y externalidades en
continua fluctuación. Por, más allá de los cambios y continuidades, la persistencia de
una herida, de una brecha, de un desgarramiento del mundo en que se erigen como
frontera. Y como tal, pertenecen a ambos lados a la vez.

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Porque Los Redondos fueron una banda de rock, pero también un espacio. Espacio
demarcado por límites de sentido móviles, múltiples e imprecisos, muchas veces
imbricados entre sí y, otras, superpuestos. Así fueron a la vez un marco de referencia,
un complejo de representaciones, un centro emisor y receptor de significados, una
trama contingente de atribuciones diferentes o, quizás, un malentendido. La
observación de ese espacio debiera exceder, por fuerza, el recuento de sus álbumes, el
análisis de sus temas o la rememoración de sus shows. Debiera incorporar otras claves,
otra mirada. Una que, al menos, permita situarlos en contexto y percibir sus
emanaciones, sus fracturas, la multiplicación de sus sentidos, la construcción
emergente de su existencia como fenómeno cultural, social y (quizás a su pesar),
político. La relación entre artistas y público, entre integrantes y espectadores, entre
Los Redondos y los redonditos, entre La Banda y las bandas, no sólo no ha sido siempre
la misma sino que su reconfiguración puede, precisamente, leerse en una clave
evolutiva que incorpore significativamente los cambios en el contexto histórico social a
la vez que los condicionamientos intrínsecamente generados por la dinámica de esa
relación. Esto es, como un emergente de la interrelación de factores endógenos y
exógenos que permite hacer foco en las características singulares que distinguen a Los
Redondos como fenómeno social y artístico.

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota surge en los tardíos sesenta y tempranos
setenta del siglo XX como un espacio de encuentro donde el placer del estar juntos era
posible. Primera escisión. Espacio apartado, entreparentización comunitaria en un
clima que comenzaba a ser cada vez más opresivo de las disidencias culturales .
Reducto posibilitador de una poiesis revulsiva desmarcada de los relatos que en esa
época configuraban lo político, pero no de sus premisas y circunstancias. Un espacio
que requería santo y seña y que, justamente por ese enclaustramiento resultaba
liberador. Un espacio de lo posible en medio de lo imposible (“que el sueño acabó ya
te dijeron, pero no que todos los sueñitos no”, cantaba el Indio Solari por ese
entonces). Es esa aspiración y esa necesidad compartida la que moldea la dinámica de
esos primeros shows. No la homogeneidad, pero sí la indiferenciación, o la
desdiferenciación, era la característica de ese ámbito plástico e igualitario en el que

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pocos roles estaban claramente definidos, en el que público y artistas intercambian
constantemente sus roles.

La necesidad era de expresión y de creación, en un contexto que percibía como


peligrosos o nocivos estos anhelos e intentaba por todos los medios perseguirlos y
desarmarlos. Lo generalizado de esa necesidad, lo cierto de la posibilidad de
satisfacerla, convirtió paulatinamente a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en un
secreto a voces, en un lugar de confluencias espontáneas, de afinidades electivas
múltiples pero convergentes, de expansión expansiva y, finalmente, desgarradora.

Espacio elástico pero no infinito, su configuración interna no podía menos que


modificarse a la par de la ampliación de sus límites. Por otra parte, la apertura
democrática de la primavera alfonsinista provoca el primer quiebre de sentido en la
dinámica de las bacanales ricoteras. No es ya la efusión multifacética de diversas
potencialidades artísticas y vivenciales soterradas en la oscuridad de los días lo que
moviliza el principio del placer que guía los pasos de Patricio Rey, sino un
despojamiento que es más una apertura que una pérdida. Lo que era un conglomerado
de expresiones artísticas se resume, así, en una banda de rock.

Los cambios en el entorno externo e interno de la banda resultaron en una


reconfiguración de su existencia espacial, marcada por una creciente diferenciación
interna que es, también, una diferenciación social. Lo que se diferencia, con la
reconversión de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en una banda de rock (o de
Patricio Rey en Los Redondos) es, principalmente, la banda de su público, esto es, los
músicos de los espectadores, los artistas de la gente. El espacio ya no es ese territorio
uniforme en el que los roles no se encontraban asignados a las personas y en el que
cualquiera podía cumplir, alternadamente una u otra función, sino que ahora se
escinde, traza claramente una marca, una distinción. Construye una diferencia. Patricio
Rey adquiere recién entonces, y paradójicamente, nombre(s) propio(s). Los roles se
asignan y se sueldan. El territorio se distribuye: un espacio para los músicos, otro para
los espectadores. Y eso queda claro. Esta diferenciación espacial se construye a la par,
reflejándola y reproduciéndola, de una diferenciación social paulatinamente creciente.
La indiferenciación originaria era posible en un entorno interno de relativa

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homogeneidad social y cultural. Artistas e intelectuales conformaban tanto el primer
público de la banda como sus integrantes. Con la popularidad creciente, la expansión
de los límites y la reconversión performativa tal homogeneidad desaparece.

Emergen, entonces, dos sub-espacios cada vez más claramente diferenciados. Los
Redondos no son ya el lugar de vehiculización de múltiples expresiones culturales sino
un centro de referencia que, a la vez que construye significados y discursos, recepciona
atribuciones y expectativas tan disímiles como, a veces, contradictorias. De la banda
hacia el público y del público a la banda emanan construcciones de sentido que
chocan, se entremezclan y se reproducen. Pero los dos sub-espacios permanecen: la
banda arriba, en el escenario, o grabada en los discos, tocando; el público del otro lado
del parlante o abajo en el show, escuchando. Unos no pueden ser otros y otros ya no
pueden ser unos. Así transcurren la segunda mitad de la década de 1980 y los
comienzos de los ‘90s.

Estos espacios separados se presentaban en un principio, sin embargo, estrechamente


ligados en un plano que imitaba (e invitaba a) la cercanía e intentaba disimular la
diferencia. La desdiferenciación se vuelve un rito y una necesidad. En la práctica, se
expresa en el traspasamiento de las barreras físicas que separan al público en sectores
de plateas, campo y popular (en los shows en Obras, por ejemplo), homogeneizando el
sub-espacio destinado al público (“somos todos redonditos, redonditos de ricota”
cantaba la gente esperando la banda); en la sucesión de shows, en los ‘90s, en espacios
amplios y uniformes (como Autopista Center o el Centro Municipal de Exposiciones)
donde la comunión se piensa como igualdad y la igualdad como rito y construcción
mítica; y en el cada vez mayor protagonismo que “las bandas” arrogan para sí en la
escenificación de los shows. Esto, que se llamó “la futbolización del rock” y que incluyó
así, muchas veces, la autodefinición de los seguidores de la banda como “hinchada”, se
presenta, más bien, como una reconfiguración del sentido de pertenencia que tiende a
consolidarse sólo en aquellos espacios estructuralmente in-excluyentes, esto es, cuyos
criterios de admisión están dados sólo por la voluntad de aquel que se considera
miembro.

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Desarticulada la capacidad integradora y movilizante de la política, fútbol y rock son
dos de esos escasos espacios que permanecen abiertos, donde se puede ingresar más
motivado por el deseo que obligado por las circunstancias. Y no es paradójico que esto
suceda a la par del crecimiento social de la desigualdad y la exclusión. Así como en los
’70s y ‘80s podía encontrarse en el redondo mundo de ricota un espacio habitable para
los exiliados de la oscuridad y el terror y, a la vez, un lugar de (re)encuentro con la
potencialidad creadora de la vida, en los ‘90s se convierte en, si no el único, uno de los
pocos espacios donde la igualdad, la pertenencia y la identidad en común son, al
menos, pensables. Donde el estar-con permite imaginar el ser-con.

Desdiferenciación mítica en el marco de una diferenciación creciente. Representación


ritualizada de lo común en un contexto de disolución y fragmentación de lo social.
Recreación episódica de la igualdad en medio del crecimiento de la exclusión y la
desigualdad. Es por esos años, ya avanzada la década de 1990, que la diferenciación se
multiplica y los espacios se resignifican de un modo divergente. La lógica es la
amplificación. Amplificación de la banda que reformula su propuesta estética y
musical. Amplificación organizativa que deriva en la creciente calidad de sus productos
y en shows con estándares internacionales. Amplificación de la popularidad y del
número de seguidores, al punto de que escapa muchas veces a los propios cálculos .
Amplificación de las demandas de estos seguidores hacia la banda, a la que se le
reclama cada vez más no ya el mito sino la utopía de la desdiferenciación.

Los incidentes se suceden. Entre otras cosas, detrás de ellos se puede percibir el
anhelo de una inclusión sostenible sólo en la voluntad. Ingresar al espacio de Los
Redondos se piensa como un derecho. Poseer o no entrada se asume como una
eventualidad. Y se pretende ejercer ese derecho forzando el ingreso a los shows, la
inclusión en el espacio, la pertenencia a lo común. Lo que antes integraba, sin
embargo, ahora reprime. Todo espacio tiene sus límites.

Nuevos sonidos y mayores escenarios amplifican, entonces, el espacio pero


profundizan la brecha. Los shows en estadios continúan. Los públicos son cada vez más
masivos. Nuevas generaciones atraídas por la difusión radial se superponen más o
menos abruptamente a quienes aún se permitían sostener la expectativa de la

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desdiferenciación. Lo común, como espacio imaginario (e imaginado) parece poco a
poco disolverse en los imaginarios. Los Redondos, como emergente cultural y político
aparecen cada vez más claramente escindidos de sus seguidores, las bandas, los
redonditos, las tribus, como emergente económico y social.

La diferenciación espacial deja de jugar ya a lo desdiferenciado. Los shows en estadios


de fútbol (Huracán, Racing, River, Mar del Plata, el Chateau) construyen visiblemente
una nueva espacialidad. Sub-espacios demarcados por alambradas, fosos y barreras,
explícitamente separados y construidos para reforzar y remarcar los distintos lugares
asignados. Distanciamiento extremo entre banda y público. Alejamiento, incidentes e
incomprensión. Esferas de sentido diversas y diversificadas. Pensamientos convertidos
en slogans. Slogans que se repiten sin pensar. “¿Para quién canto yo, entonces?” se
preguntaba Charly García a comienzos de los setenta, y lo mismo podría haberse
preguntado el Indio Solari a finales de los noventa. Puede ser sólo una anécdota, pero
la existencia de enfrentamientos entre el propio público ricotero en el show del 15 de
abril del 2000 en River Plate (hecho inédito), con heridos de arma blanca y un muerto,
permite avizorar el clímax de esta Ausdifferenzierung. Condición ineluctable, quizá, de
la masividad, pero también inevitable expresión de pertenencia social, la
diferenciación se daba ya en distintos niveles del redondo mundo de ricota. Así como
la exclusión social incluye, a la vez, a los excluidos en colectivos indeseados pero
significantes, también resignifica los espacios de inclusión como el de Los Redondos
que ahora ya no pude pensarse in-excluyente. Hay mucho del desangelamiento social
que se refleja, en el espacio ricotero, pero también de la fractura, alejamiento y
alienación que en torno a ese desangelamiento se va paulatinamente produciendo.
Esta es la paradójica continuidad de Los Redondos, que es la continuidad, y a la vez, el
cambio de una fractura, de una escisión, de una brecha, de una herida. De refugio para
pocos a espacio para muchos que, a la vez que incluye a esos muchos, excluye a
muchos más. Fractura entre un adentro y un afuera que atraviesa el mundo. Pero
fractura interna, también, que fractura el mundo. El de ricota y el otro. Quizás no podía
ser de otra manera en esta tierra que es una herida que se abre todos los días, a pura
muerte, a todo gramo.

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