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Los Redondos fueron (entre otras cosas) una escisión. O varias. Escisión entre práctica
y discurso, fractura del discurso en posiciones antagónicas, prácticas que estallan y se
multiplican, discursividades contrapuestas que se anulan mutuamente y así construyen
un sentido. Fragmentos de pensamiento en mutua colisión. Prácticas colisionando con
discursos. Discursos recortados de las prácticas.
Fractura. Escisión. Práctica y discurso. Son palabras. Y uno se queda pensando por qué
asocia estas palabras con Los Redondos. Por qué al inicio de una reflexión sobre Los
Redondos incluye las palabras fractura; escisión; práctica y discursos. Y por quedarse
pensando estas cosas uno se ve obligado a escribir más palabras, a rellenar palabras
con palabras, vacío con sentido, sentido con palabras, palabras con vacío, y así se
empieza.
La semilla de los redondos se plantó en los 60’s del siglo veinte, comenzó a germinar
hacia finales y de los setenta y, planta de crecimiento lento, dio sus primeros frutos a
mediados de los años ochenta. A partir de allí, la cosecha fue abundante y alimentó a
generaciones. La longevidad de esta banda, su discurrir virtuoso por la historia del rock
en la Argentina, los avatares y reconfiguraciones de ese discurrir, permiten narrar una
evolución que tiene como componente insoslayable los cambios en el entorno político,
económico y social en que se ve inmersa.
Esa escisión que fueron (que son) los redondos, no surgió de la nada. Tuvo un cómo y
un dónde. Una historia y un contexto. Desde su prehistoria en La Plata, en el seno de
las comunidades de de músicos, intelectuales y artesanos surgidas en esa ciudad a
mediados de los años 60 del siglo pasado, hasta la megaorganización de shows en
grandes estadios de fútbol, los redondos han seguido un derrotero singular, marcado
por la configuración de espacialidades diversas. De internalidades y externalidades en
continua fluctuación. Por, más allá de los cambios y continuidades, la persistencia de
una herida, de una brecha, de un desgarramiento del mundo en que se erigen como
frontera. Y como tal, pertenecen a ambos lados a la vez.
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Porque Los Redondos fueron una banda de rock, pero también un espacio. Espacio
demarcado por límites de sentido móviles, múltiples e imprecisos, muchas veces
imbricados entre sí y, otras, superpuestos. Así fueron a la vez un marco de referencia,
un complejo de representaciones, un centro emisor y receptor de significados, una
trama contingente de atribuciones diferentes o, quizás, un malentendido. La
observación de ese espacio debiera exceder, por fuerza, el recuento de sus álbumes, el
análisis de sus temas o la rememoración de sus shows. Debiera incorporar otras claves,
otra mirada. Una que, al menos, permita situarlos en contexto y percibir sus
emanaciones, sus fracturas, la multiplicación de sus sentidos, la construcción
emergente de su existencia como fenómeno cultural, social y (quizás a su pesar),
político. La relación entre artistas y público, entre integrantes y espectadores, entre
Los Redondos y los redonditos, entre La Banda y las bandas, no sólo no ha sido siempre
la misma sino que su reconfiguración puede, precisamente, leerse en una clave
evolutiva que incorpore significativamente los cambios en el contexto histórico social a
la vez que los condicionamientos intrínsecamente generados por la dinámica de esa
relación. Esto es, como un emergente de la interrelación de factores endógenos y
exógenos que permite hacer foco en las características singulares que distinguen a Los
Redondos como fenómeno social y artístico.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota surge en los tardíos sesenta y tempranos
setenta del siglo XX como un espacio de encuentro donde el placer del estar juntos era
posible. Primera escisión. Espacio apartado, entreparentización comunitaria en un
clima que comenzaba a ser cada vez más opresivo de las disidencias culturales .
Reducto posibilitador de una poiesis revulsiva desmarcada de los relatos que en esa
época configuraban lo político, pero no de sus premisas y circunstancias. Un espacio
que requería santo y seña y que, justamente por ese enclaustramiento resultaba
liberador. Un espacio de lo posible en medio de lo imposible (“que el sueño acabó ya
te dijeron, pero no que todos los sueñitos no”, cantaba el Indio Solari por ese
entonces). Es esa aspiración y esa necesidad compartida la que moldea la dinámica de
esos primeros shows. No la homogeneidad, pero sí la indiferenciación, o la
desdiferenciación, era la característica de ese ámbito plástico e igualitario en el que
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pocos roles estaban claramente definidos, en el que público y artistas intercambian
constantemente sus roles.
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homogeneidad social y cultural. Artistas e intelectuales conformaban tanto el primer
público de la banda como sus integrantes. Con la popularidad creciente, la expansión
de los límites y la reconversión performativa tal homogeneidad desaparece.
Emergen, entonces, dos sub-espacios cada vez más claramente diferenciados. Los
Redondos no son ya el lugar de vehiculización de múltiples expresiones culturales sino
un centro de referencia que, a la vez que construye significados y discursos, recepciona
atribuciones y expectativas tan disímiles como, a veces, contradictorias. De la banda
hacia el público y del público a la banda emanan construcciones de sentido que
chocan, se entremezclan y se reproducen. Pero los dos sub-espacios permanecen: la
banda arriba, en el escenario, o grabada en los discos, tocando; el público del otro lado
del parlante o abajo en el show, escuchando. Unos no pueden ser otros y otros ya no
pueden ser unos. Así transcurren la segunda mitad de la década de 1980 y los
comienzos de los ‘90s.
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Desarticulada la capacidad integradora y movilizante de la política, fútbol y rock son
dos de esos escasos espacios que permanecen abiertos, donde se puede ingresar más
motivado por el deseo que obligado por las circunstancias. Y no es paradójico que esto
suceda a la par del crecimiento social de la desigualdad y la exclusión. Así como en los
’70s y ‘80s podía encontrarse en el redondo mundo de ricota un espacio habitable para
los exiliados de la oscuridad y el terror y, a la vez, un lugar de (re)encuentro con la
potencialidad creadora de la vida, en los ‘90s se convierte en, si no el único, uno de los
pocos espacios donde la igualdad, la pertenencia y la identidad en común son, al
menos, pensables. Donde el estar-con permite imaginar el ser-con.
Los incidentes se suceden. Entre otras cosas, detrás de ellos se puede percibir el
anhelo de una inclusión sostenible sólo en la voluntad. Ingresar al espacio de Los
Redondos se piensa como un derecho. Poseer o no entrada se asume como una
eventualidad. Y se pretende ejercer ese derecho forzando el ingreso a los shows, la
inclusión en el espacio, la pertenencia a lo común. Lo que antes integraba, sin
embargo, ahora reprime. Todo espacio tiene sus límites.
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desdiferenciación. Lo común, como espacio imaginario (e imaginado) parece poco a
poco disolverse en los imaginarios. Los Redondos, como emergente cultural y político
aparecen cada vez más claramente escindidos de sus seguidores, las bandas, los
redonditos, las tribus, como emergente económico y social.