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Muchos ven a este valle de lágrimas como una noria permanente. Otros
venden dudosos cursos de autorrealización basados en el esfuerzo
permanente, constante, sin tiempo ni límites. Es útil ser voluntarioso y
esforzado, sí. Pero hay tiempos para esforzarse, y tiempos para relajarse. Hay
tiempo para el tiempo, y un rato más.
Quienes han practicado artes marciales saben una regla de oro: se es
infinitamente débil en la inspiración e infinitamente fuerte en la exhalación.
Esta norma, por extensión, la he enseñado a mis alumnos de Alquimia
Espiritual: cuando nos agreden psíquicamente, debemos desplazarnos y dejar
pasar esa energía, como un “judo mental”, pues indefectiblemente el agresor,
al ritmo del Yin Yang cósmico, aflojará en un momento en que entonces
nuestro contraataque llegará con toda su fuerza. Así, debemos saber cuándo
presionar a la Vida, y cuándo dejarla fluir. Cuándo esforzarnos más allá de lo
humano, y cuándo permitir que el Universo circule libremente a través de
nosotros.
Las fórmulas mágicas —lo uno, o lo otro, para todo el camino de la
vida— son ambas útiles pero a la vez ambas igualmente inoportunas. Tomarle
el pulso a la vida, ocuparnos sin preocuparnos, aprender que lo importante es
alcanzar la armonía, y la armonía es Yin y Yang.
Pero nunca buscar la paz ni el equilibrio...
... Porque estos términos son apenas clichés cursis de la New Age más
conservadora (aunque parezca un contrasentido). ¿Paz?. La “paz” es de los
cementerios. ¿Equilibrio?. Pues si ustedes buscan el equilibrio como una
máxima aspiración es que anduvieron muy mal en el colegio. Porque
olvidaron, entonces, que el equilibrio requiere o estructuras muy sólidas y con
amplias bases (el “equilibrio estable”, ¿recuerdan?, que proyectado a la vida
sería un concepto peligroso, pues definiría que ese equilibrio sólo es
alcanzable para quienes por circunstancias de nacimiento, posición económica
o mera casualidad causal no necesitan angustiarse por otras necesidades, un
equilibrio muy conveniente para señoras gordas adineradas en busca de la
“espiritualidad” que no para el común de los mortales, o, cuando hablamos
del otro equilibrio, el “inestable”, grandes tensiones y fuerzas en permanente
conflicto, como cuando uno tiene que hacer equilibrio sobre una cuerda. Y
esas tensiones interiores se muestran como logros equilibrados del espíritu,
vaya ironía.
No, hablemos de armonía, la que sólo se encuentra cuando uno
encuentra a su vez su lugar en el Kosmos, cuando “quemamos Karma” (que
no es “reducirlo”, sino comprenderlo y aceptarlo). Esta será la transmutación
alquímica del Yo. Todo lo demás, lo que hacemos normalmente, es consumir
recursos (materiales, espirituales, energéticos) para mantener ilusoriamente la
máquina en movimiento. Y sólo la transformación (transmutación) alquímica
lleva “hacia arriba”; la transformación química por sí sola seguirá cumpliendo
el Principio de Entropía e ineluctablemente llevará hacia abajo.
Cuando un ser humano nace a la vida en esta Tierra, cuando, como se
suele decir, ve la luz del mundo (el nacimiento es su génesis, y hágase la luz),
se encuentra con su Yo entre dos fases, una de las cuales es el pasado cuya
heredad asume dicho ser humano (fase nocturna) y la otra el futuro, que regirá
la actuación de aquel ser humano sobre este planeta. Y entre ambas fases se
desarrolla la tragedia y la comedia, su yo “siempre presente”, cuya evolución
se manifiesta como un acto nupcial entre los impulsos del pasado (herencia
terrestre) y los impulsos del futuro (herencia celeste). Él mismo (ser humano)
brotado mitad de Tierra y mitad de Dios, se compone de un elemento
femenino-terrestre y de un elemento masculino-divino; la neutralización de
ambos elementos configurará el rendimiento evolutivo que se convertirá,
camino adelante, en bendición o maldición., donde nuestra Carta Natal, por
ejemplo, será la brújula que guiará los pasos acertados. Si el horóscopo del ser
humano tiene sentido, este sentido sólo podrá consistir en que el horóscopo
representa la misión de la vida del hombre en el aludido camino de
transformación del hijo de la Tierra, haciéndole avanzar un paso hacia el
espejo del Cosmos, libre de escorias hereditarias y kármicas, de manera que el
ser humano cumple con su mencionada misión cósmica. Pero todavía
tenemos que decir algunas cosas acerca de esto.
Utilicemos, por de pronto, una imagen que nos permitirá apreciar más
de cerca el objetivo que ha de alcanzar el hombre con aquella “misión”.
Pensemos en una planta, que brota de la semilla metida en la tierra. Esta
semilla contiene, condensada en un grano mínimo, la herencia, la tradición
biológica total de la historia genealógica de su especie, la parte subterránea,
vuelta hacia el pasado, de la planta; luego, de la semilla, crece la planta al
encuentro de la luz del día, del sol, absorbe y elabora dentro de su cuerpo las
radiaciones celestes, y en tanto edifica su cuerpo con ayuda de estas
radiaciones a partir de la materia terrestre, a la vez presta a la Tierra un
servicio evolutivo, por transformación alquímica de materias inferiormente
organizadas en materias de organización superior. Si aplicamos esta imagen de
la planta al ser humano, acaso no comencemos más que por pensar que, del
modo en que la planta crece “por sí misma” y no puede aportar por sí nada,
también el hombre crece en sí, envejece, y con su muerte corporal devuelve a
la Tierra la materia sólida, transformada de manera alquimista, como el humus
en que se convierte la planta cuando ha concluido en ella la vida física. Pero
en ese caso el ser humano no ha vivido la vida del hombre, sino que
simplemente ha “vegetado”, como se suele decir y, por cierto, de manera bien
característica.
Pero la vida de la planta se puede considerar de otra manera; se puede,
por ejemplo, cultivarla como la cultiva el jardinero, pero no el jardinero “por
afición” sino el jardinero que es como el “abuelo” de la humanidad entera,
que no se ha convertido en jardinero “en sus ratos libres” sino que ha
abrazado su misión como una imposición: la de ser un “jardinero de alma”, un
Adán, a quien, según las palabras de la Biblia, le fue asignada la misión de
“cultivar la tierra con el sudor de su frente”. El Adán exotérico cultiva la
tierra; el Adam Kadmon, esotérico, cultiva la Tierra.
Esta tarea en el gran campo de labranza llamado Tierra es, de por
siempre, la profesión más importante, única, del ser humano, y fuere cual
fuere la índole de labor que éste emprendiese, su profesión será
invariablemente la de cultivar la Tierra, sembrarla, edificar la oscura envoltura
interpuesta entre la imagen arquetípica del hombre perfecto en el zodíaco
(“parádeisos” llamaban los griegos al campo de cultivo celeste del ser humano;
el “paraíso” ¿intencionadamente? mal comprendido de algunas Iglesias) y el
hijo de la Tierra, el Hijo del Hombre. En suma, el cultivo del campo
terráqueo, por el cual el hombre deberá extraer el pan de la Tierra, el pan sin
el cual no podría vivir. ¿No es curioso el hecho de que la expresión para este
cultivo “agrícola”, para esta “agricultura”, sea la misma en todas las lenguas de
la Tierra?. Cultivar el “agro”, es “aguere”, “hacer”; la actividad arquetípica del
ser humano es la de aguere, hacer, la de trabajar en aquella parte de su
naturaleza que representa su heredad terrestre, la de “cultivar” con la acción
consciente.
¿Y cuál es el fruto de esta labor, el pan que cosechará el hombre para
vivir, para vivir la vida propia del ser humano, no la de, por ejemplo, la
planta?. Ese fruto es aquello que sólo puede ser arrancado a la Tierra por
medio del aguere, el bien de la cosecha, el fruto del aguere: el egoe (ego), el
“yo” nacido de nuevo en el hombre por la labor consciente de éste, su
“propio yo”, germinado de la semilla, vuelto a nacer, liberado del pasado.
Libre.
Por que sólo el hombre y la mujer que son conscientes de esta fase
evolutiva de su yo son dueños de su Yo. Pero ante la inmensidad del cielo
estrellado, surgirá entonces la pregunta: ¿es este Yo insignificante o
importante?. De mí depende. De mí depende, a partir del momento en que
comienzo a comprender cuál es mi misión, mi tarea de ser humano.
Aceptemos la analogía que el momento del nacimiento es comparable con el
momento en que se expresa un pensamiento o se realiza en acto un propósito.
Invirtamos esta idea: ¿qué hubiera ocurrido en caso de que tal pensamiento
jamás hubiese sido expresado, en que tal propósito jamás hubiese sido llevado
a la vía del acto?. ¿Qué hubiera ocurrido en caso de que Mozart, por ejemplo,
hubiese conservado sus obras en la cabeza, sin transmitirlas jamás al mundo?.
¿No hubiera bastado con que todos los creadores que existieron en la vida
cultural de la humanidad —sea para bien o para mal— se hubiesen limitado a
llevar sus ideas en la cabeza, sin intentar expresarlas?.
Todo artista sabe que eso no basta, que sólo el “realizar” la obra
(expresándola), al convertírsele la obra en peldaño que le permita a su creador
subir a mayor altura, cumple con la deuda de vocación que hasta entonces
debía al espíritu de su tiempo. Lo mismo ocurre con la Tierra y el hombre; en
tanto trabaja el hombre conscientemente en su propia evolución, colabora a la
vez en la evolución de la Tierra.
Y la evolución consciente quema el Karma.
O como lo expresara (con mucho más brillo que este oscuro servidor)
Schiller, cuando escribió:
“Labor que nunca trae fatiga,
que para el edificio eterno
su arena grano a grano aporta,
mas de la deuda de los tiempos
minutos, días, años borra”.