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Una brisa suave acariciaba mi rostro mientras caminaba por el sendero junto al mar.

El sol se
reflejaba en las olas, creando destellos dorados que bailaban en el agua. Cerré los ojos por un
momento, disfrutando de la tranquilidad que me rodeaba.

De repente, un sonido llamó mi atención. Me volví hacia él y vi a un niño sentado en la arena,


construyendo un castillo con sus manos diminutas. Me acerqué y le pregunté qué estaba
haciendo. Con una sonrisa radiante, levantó su obra maestra y dijo: "Estoy construyendo mi propio
reino".

Me quedé fascinado por la imaginación y la creatividad del niño. Me senté a su lado y juntos
construimos un castillo aún más grande, con torres altas y fosos profundos. El niño estaba
emocionado y su risa llenaba el aire.

Mientras construíamos, empezamos a hablar. Me contó sobre sus sueños de ser un valiente
caballero y proteger a los débiles. Le hablé sobre mis propias aventuras y cómo a veces los sueños
se hacen realidad si uno se esfuerza lo suficiente.

Cuando terminamos el castillo, nos sentamos a admirar nuestra creación. El sol comenzaba a
ponerse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos y dorados. El niño me miró y dijo:
"Gracias por ayudarme a construir mi reino".

Sonreí y le respondí: "No hay de qué, amigo. Recuerda que siempre puedes construir tu propio
reino, tanto en la arena como en la vida real. Nunca dejes de soñar y trabajar duro para hacer
realidad tus sueños".

Nos despedimos con un abrazo y continué mi camino, llevando conmigo la alegría y la inspiración
que el encuentro con aquel niño me había brindado. En ese momento, supe que los sueños
pueden encontrarse en los lugares más inesperados y que, a veces, la magia está en construir
castillos con nuestras propias manos.

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