El lenguaje popular, los chistes, las canciones, los refranes guardan y
propagan expresiones de un ingenio que puede ser ofensivo. Los ejemplos abundan. De un refranero español extraigo esta perla feminicida: “¡Que sea lo que Dios quiera: a matar la mujer voy!”, que usan en Navarra al momento de emprender algo trascendental. El dicho “No habiendo más, con mi mujer me acuesto”, o aquel chiste del borracho que viendo desfilar a cada candidata de un reinado exclama: ¡qué porquería!, y al final remata: ¡qué porquería… la que tengo en mi casa!, son pullas machistas que seguirán suscitando la risa de hombres frustrados. Así como hay expresiones que degradan a las esposas, las hay contra minorías discriminadas como los negros, los indígenas, los homosexuales o los marihuaneros. Los ejemplos abundan. En estos días, a propósito del reconocimiento del campesinado como sujeto de especial protección constitucional y la creación de la Jurisdicción Agraria, recordé lo que en mi casa se le decía a alguien cuando no entendía algo o hacía alguna estupidez: “eso es duro p'al campesino”. “Eso es duro p'al campesino” es una frase que condensa la historia moderna de Colombia, esto es, la historia de una sociedad de origen rural que cifra su porvenir en el crecimiento de grandes centros urbanos, centralizando el poder, dando la espalda al campo y dejando a sus pobladores a la buena de Dios. Es duro p'al campesino no contar con servicios públicos ni educación, justicia o salud. Es duro p'al campesino carecer de vías para sacar sus productos. Es duro que la apertura económica y los tratados de libre comercio y las patentes de las multinacionales hayan arrasado la producción agrícola y la soberanía alimentaria nacional. Es duro tener que sembrar amapola, marihuana o coca y que el Estado te persiga o te arroje glifosato encima. Es duro pa' los campesinos vivir a merced de actores armados que los masacran, confinan, desplazan y reclutan. Es duro ser blanco de los falsos positivos, las minas quiebrapatas y la persecución a sus líderes. Es duro que la corruptela los instrumentalice y se robe sus presupuestos. Entre tanto, desde hace décadas, las ciudades crían millones de reclusos contemporáneos, entes amamantados con pantallas que, a estas alturas del pandémico siglo XXI, integran una aldea virtual global autocomplaciente, refractaria a la crítica, negligente, ignorante de su perdición. Ante la crisis ambiental y los crecientes efectos del cambio climático, los ignorantes citadinos creemos tener algo de conciencia ecológica, pero nuestra real cultura del reciclaje, lo que millones y millones de personas hacemos y no hacemos a diario con nuestros residuos, da la medida de nuestra precaria urbanidad: toneladas y toneladas de basura anegando los rellenos sanitarios, el papel higiénico mezclado con los empaques y las sobras, echándose a perder lo orgánico, lo reciclable y lo reutilizable. Que lo diga si no, con autoridad y conocimiento de causa, Nora Padilla, expresidenta de la Asociación de Recicladores de Bogotá: “Por la forma en que manejan los desechos se conoce a la gente. Los que no ponen la comida en una bolsa plástica limpia ni se la entregan en la mano al reciclador, sino que la mezclan con el papel higiénico y con el papel de la oficina, son personas descuidadas y egoístas a las que les importa poco la sociedad y el resto del planeta”. Lerdos para reciclar, prestos a desperdiciar, consumimos y agotamos compulsivamente datos, internet, petróleo, electricidad, tecnología, televisión, videojuegos, videollamadas, porno, goles, comida chatarra, carnes, agroquímicos, azúcar, agua, conservantes, saborizantes, detergentes, aceites, pastillas, píldoras, plástico, mascotas, publicidad, farándula, marcas, música, naturaleza, religión, noticias, tabaco, café, sexo, neuronas, drogas y alcohol. Poco a poco, a medida que capotear las urbes se torna más agobiante, caótico e inseguro, concluimos que sobrevivir se ha vuelto tan duro p'al campesino como p'al citadino. Reorientamos la mirada hacia el agro, y como sociedad, según lo demuestran las reformas recién aprobadas en pleno por el Congreso, cumpliendo el Acuerdo de Paz, nos disponemos a reparar a diez millones de campesinos, restituyéndoles la dignidad histórica y culturalmente arrebatada.