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Julio Verne Los quinientos m illones de la Begún

donde había obtenido el grado de suboficial (tambor mayor), en el 36 ligero, se embarcó en


Nantes, al licenciamiento del ejército del Loira, como recadero de un navío mercante.
Llegó a Calcuta, pasó al interior y obtuvo bien pronto las funciones de capitán instructor en
el reducido ejército indígena de que, previa autorización, podía disponer el rajá
Luckmissur. De este grado, no tardó en pasar al de comandante en jefe, y, poco después de
la muerte de la rajá, obtuvo la mano de su viuda. Diversas consideraciones de política
colonial e importantes servicios prestados en circunstancias peligrosas para los europeos
de Agrá por Juan Jacobo Langévol, que se había hecho naturalizar súbdito británico,
condujeron al gobernador general de la provincia de Bengala a solicitar y obtener para el
esposo de la Begún el título de baronet. La tierra de Bryah Jowahir Mothooranath fue
entonces erigida en feudo. La Begún murió en 1829, dejando el usufructo de sus bienes a
Langévol, quien la siguió dos años más tarde a la tumba. De su matrimonio no quedaba
más que un hijo en estado de imbecilidad desde su niñez, al que fue preciso colocar
inmediatamente bajo tutela. Sus bienes fueron fielmente administrados hasta su muerte,
acaecida en 1869. No existen herederos conocidos de esta inmensa fortuna. Habiendo
ordenado la licitación el tribunal de Agrá y el Consejo de Delhi, a instancias del gobernador
local ejecutor en nombre del Estado, tenemos el honor de solicitar de los Lores del Consejo
privado la ratificación de estos juicios, etc., etc.»
Seguían las firmas.
Las copias certificadas de los juicios de Agrá y de Delhi, las actas de venta, las órdenes
otorgadas para el depósito del capital en el Banco de Inglaterra, una reseña de las
investigaciones realizadas en Francia para buscar a los herederos de Langévol y todo un
conjunto imponente de documentos del mismo género hicieron desaparecer bien pronto
hasta la duda más insignificante en el ánimo del doctor Sarrasin. Este era real y
verdaderamente el «next of kin» y sucesor de la Begún. Entre él y los quinientos veintisiete
millones depositados en los sótanos del Banco no existía más obstáculo que el de un juicio
de formalización, mediante la simple reproducción de las actas auténticas de nacimiento y
de defunción.
Un cambio de fortuna semejante constituía un motivo bien justificado para turbar el
ánimo más tranquilo, y el buen doctor no logró sustraerse a la emoción que forzosamente
ha de causar una certidumbre tan inesperada. Sin embargo, su emoción fue de corta
duración, y sólo se tradujo en unos rápidos paseos de un extremo al otro de la habitación y
que se repitieron durante algunos minutos. Enseguida recuperó la posesión de sí mismo, se
reprochó como una debilidad aquella fiebre pasajera, y, dejándose caer sobre su sillón,
permaneció por algún tiempo absorto en profundas reflexiones.
Luego, de pronto, reanudó sus breves y rápidos paseos por la habitación; pero esta
vez sus ojos brillaban con una llamarada de pureza, y podía verse en toda su actitud que
una idea generosa y noble germinaba en su interior.
En aquel momento llamaron a la puerta. Volvía el señor Sharp.
—Pido a usted perdón por mis dudas —le dijo cordialmente el doctor—. Aquí me tiene
convencido y agradecido en extremo por los trabajos y molestias que se ha tomado usted.
—Nada de eso... Se trata de un negocio... Es propio de mi profesión —respondió el
señor Sharp—. ¿Puedo esperar que Sir Bryah me honre siendo cliente mío?
—¡Desde luego! Dejo por entero el asunto entre sus manos... Sólo le suplico que
renuncie a otorgarme ese tratamiento absurdo...
«¡Absurdo! ¡Un título que vale quinientos millones de pesetas!», expresaba la
fisonomía del señor Sharp. Sin embargo, estaba demasiado bien educado para no ceder.
—Como usted quiera; es usted muy dueño —respondió—. Voy a tomar el tren para
Londres y espero sus órdenes.
—¿Puedo quedarme con estos documentos? —preguntó el doctor.

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