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El documento describe la historia de Juan Jacobo Langévol, un francés que se convirtió en un oficial del ejército indígena en la India y luego se casó con la viuda del rajá de Luckmissur. Más tarde obtuvo el título de baronet y administró los bienes de su esposa hasta su muerte. Cuando murió su hijo imbécil en 1869 sin herederos conocidos, el doctor Sarrasin descubrió que era el heredero legítimo de la fortuna de 500 millones de libras esterlinas.
El documento describe la historia de Juan Jacobo Langévol, un francés que se convirtió en un oficial del ejército indígena en la India y luego se casó con la viuda del rajá de Luckmissur. Más tarde obtuvo el título de baronet y administró los bienes de su esposa hasta su muerte. Cuando murió su hijo imbécil en 1869 sin herederos conocidos, el doctor Sarrasin descubrió que era el heredero legítimo de la fortuna de 500 millones de libras esterlinas.
El documento describe la historia de Juan Jacobo Langévol, un francés que se convirtió en un oficial del ejército indígena en la India y luego se casó con la viuda del rajá de Luckmissur. Más tarde obtuvo el título de baronet y administró los bienes de su esposa hasta su muerte. Cuando murió su hijo imbécil en 1869 sin herederos conocidos, el doctor Sarrasin descubrió que era el heredero legítimo de la fortuna de 500 millones de libras esterlinas.
donde había obtenido el grado de suboficial (tambor mayor), en el 36 ligero, se embarcó en
Nantes, al licenciamiento del ejército del Loira, como recadero de un navío mercante. Llegó a Calcuta, pasó al interior y obtuvo bien pronto las funciones de capitán instructor en el reducido ejército indígena de que, previa autorización, podía disponer el rajá Luckmissur. De este grado, no tardó en pasar al de comandante en jefe, y, poco después de la muerte de la rajá, obtuvo la mano de su viuda. Diversas consideraciones de política colonial e importantes servicios prestados en circunstancias peligrosas para los europeos de Agrá por Juan Jacobo Langévol, que se había hecho naturalizar súbdito británico, condujeron al gobernador general de la provincia de Bengala a solicitar y obtener para el esposo de la Begún el título de baronet. La tierra de Bryah Jowahir Mothooranath fue entonces erigida en feudo. La Begún murió en 1829, dejando el usufructo de sus bienes a Langévol, quien la siguió dos años más tarde a la tumba. De su matrimonio no quedaba más que un hijo en estado de imbecilidad desde su niñez, al que fue preciso colocar inmediatamente bajo tutela. Sus bienes fueron fielmente administrados hasta su muerte, acaecida en 1869. No existen herederos conocidos de esta inmensa fortuna. Habiendo ordenado la licitación el tribunal de Agrá y el Consejo de Delhi, a instancias del gobernador local ejecutor en nombre del Estado, tenemos el honor de solicitar de los Lores del Consejo privado la ratificación de estos juicios, etc., etc.» Seguían las firmas. Las copias certificadas de los juicios de Agrá y de Delhi, las actas de venta, las órdenes otorgadas para el depósito del capital en el Banco de Inglaterra, una reseña de las investigaciones realizadas en Francia para buscar a los herederos de Langévol y todo un conjunto imponente de documentos del mismo género hicieron desaparecer bien pronto hasta la duda más insignificante en el ánimo del doctor Sarrasin. Este era real y verdaderamente el «next of kin» y sucesor de la Begún. Entre él y los quinientos veintisiete millones depositados en los sótanos del Banco no existía más obstáculo que el de un juicio de formalización, mediante la simple reproducción de las actas auténticas de nacimiento y de defunción. Un cambio de fortuna semejante constituía un motivo bien justificado para turbar el ánimo más tranquilo, y el buen doctor no logró sustraerse a la emoción que forzosamente ha de causar una certidumbre tan inesperada. Sin embargo, su emoción fue de corta duración, y sólo se tradujo en unos rápidos paseos de un extremo al otro de la habitación y que se repitieron durante algunos minutos. Enseguida recuperó la posesión de sí mismo, se reprochó como una debilidad aquella fiebre pasajera, y, dejándose caer sobre su sillón, permaneció por algún tiempo absorto en profundas reflexiones. Luego, de pronto, reanudó sus breves y rápidos paseos por la habitación; pero esta vez sus ojos brillaban con una llamarada de pureza, y podía verse en toda su actitud que una idea generosa y noble germinaba en su interior. En aquel momento llamaron a la puerta. Volvía el señor Sharp. —Pido a usted perdón por mis dudas —le dijo cordialmente el doctor—. Aquí me tiene convencido y agradecido en extremo por los trabajos y molestias que se ha tomado usted. —Nada de eso... Se trata de un negocio... Es propio de mi profesión —respondió el señor Sharp—. ¿Puedo esperar que Sir Bryah me honre siendo cliente mío? —¡Desde luego! Dejo por entero el asunto entre sus manos... Sólo le suplico que renuncie a otorgarme ese tratamiento absurdo... «¡Absurdo! ¡Un título que vale quinientos millones de pesetas!», expresaba la fisonomía del señor Sharp. Sin embargo, estaba demasiado bien educado para no ceder. —Como usted quiera; es usted muy dueño —respondió—. Voy a tomar el tren para Londres y espero sus órdenes. —¿Puedo quedarme con estos documentos? —preguntó el doctor.