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el camino de las apetencias terrenales como escarpado el sendero

de la renuncia espiritual. Lo que ignoraba entonces, a mis veintidós


años, era que a la larga ambos caminos acabarían llevándome al
mismo sitio. Había fracasado en mis anhelos ascensionales, en los
que pretendía apoyarme para acelerar el proceso de mi evolución
espiritual. Durante unos meses había renunciado a los placeres de
la embriaguez y de la voluptuosidad, olvidando que son fines su-
premos para los hombres. Ahora volvía otra vez a codiciar la vida
abiertamente, lo que suponía estar dispuesto a ser fecundado por
los sufrimientos y las expiaciones con los que se paga la ardiente
búsqueda de los goces terrenales. Pero con los años mi exaltado
sentimiento de la Vida y cuanto encierra de embriagador y de de-
moniaco me llevaría, ya roto y escindido síquica y emotivamente,
a consagrarme al esfuerzo de consignar mi trayectoria vital resca-
tando del olvido mis más significativas experiencias. Esa ardua ta-
rea iba a suponer una inflexible renuncia de naturaleza muy seme-
jante a la de la mal entendida experiencia mística de mis años ju-
veniles, que no pasó de ser un empeño ascético. En definitiva: ir a
Dios por otro camino. Ya lo intuyó Rilke cuando escribió: "Tú, el
heredero has de ser..." (El rebelde que aún alienta en mí apunta
sarcásticamente mientras escribe esto: ¡Mísera herencia la de unas
cenizas que un soplo de viento puede aventar sin dejar el menor
rastro!) Un Dios que mi conciencia personificaría en el cumpli-
miento de un implacable deber: el de realizarme. Realización que
se nutriría de mi pasado recuperado. Tarea a través de la cual me
iría unificando como me unificó el amor. Lo mismo que cuando
estuve enamorado abdicaría de mi egoísmo elemental para cumplir
mi tarea aguijoneado por mi temperamento demoniaco que buscó
siempre el exceso y el extravío lanzándome tras la belleza y la ver-
dad, que servirían de fondo a mi creación estética. Pero todo esto
es prematuro. El muchacho que yo era entonces, recién salido de
su fracaso ascético, se identificaba plenamente con este pensa-
miento de Pitágoras: "El puesto del hombre está en la vida". La
tierra volvía a contar para mí. ¿Cómo podía ser de otro modo si
de ella manan todos los placeres y los pesares? El vigor de mi ju-
ventud lo proclamaba a gritos. Cumpliría, pues, la Ley de la Vida,
esa inexorable e incompresible Ley que los hombres jamás llegarán
a descifrar y que nos obliga a pagar con dolor las migajas de

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