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COMIDA Y MATRIMONIO
Las masas campesinas chinas, que en di versas ocasiones se rebelaron contra el
poder imperial y que de esta, forma elevaron, a veces, a uno de los suyos a
ocupar las más altas funciones, no conocieron casi nunca la prosperidad. La
miseria era, por contrario, su habitual modo de vivir.
Los campesinos no eran más que siervos. Muy frecuentemente, los propietarios
introducían en sus dominios, como mano de obra, a los emigrados que huían del
hambre de tal o cual provincia. Estos, dichosos de encontrar una escudilla de
arroz, costaban menos que los obreros agrícolas locales, que estaban intervenidos
por el Estado y se hallaban sometidos a prestaciones imperiales, así como al
reclutamiento militar.
Los campesinos carecían de ganado mayor, y casi todos los trabajos agrícolas se
hacían por medio de los brazos del hombre. Las aldeas estaban situadas en las
alturas, dominando los campos de labor y a resguardo de las inundaciones. Cerca
de las casas, se extendían los huertos y los vergeles cargados de moreras (para la
producción de la seda), así como una era apisonada: éste era el dominio de las
mujeres. Los hombres trabajaban en los campos, en los arrozales y, por la noche,
no volvían a las aldeas; pequeñas cabanas les albergaban durante toda la
temporada del laboreo, del picado y repicado del arroz. Los niños iban, de vez en
cuando, a llevarles los víveres.
Todas las mujeres del pueblo trabajaban en los huertos, o en los vergeles, o en el
tejido de las piezas de seda, principal moneda de intercambio. Una o dos
matronas se ocupaban, día y noche, de los niños. Así, las mujeres y los hombres
formaban dos comunidades, separadas la mayor parte del tiempo, y este hecho
llegó a ser el principio de la separación de sexos en las aldeas. El hombre tenía
que escoger esposa en otro pueblo, porque el matrimonio servía, más que para
fundar un hogar, para acercar a familias diferentes.
Las jóvenes casaderas dejaban a sus padres y a sus pueblos, e iban a la localidad
de su esposo, aportando su dote. Toda una serie de prohibiciones, de «tabús», se
les imponían a las jóvenes parejas, y sus relaciones conyugales requerían
precauciones infinitas.
La mujer estaba protegida por la divinidad estelar de la Tejedora, y el hombre, por
la del Boyero. Entre ellas, la Vía Láctea extendía una barrera sagrada que no
podía ser franqueada más que dos veces al año.
Fuente Consultada:
HISTORAMA La Gran Aventura del Hombre Tomo III