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Crónica de la ciudad de Buenos Aires, Galeano

A mediados de 1984, viajé al Río de la Plata.


Hacía once años que faltaba de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires.
De Montevideo me había marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no me gusta
estar muerto. Pero ya en 1984 la dictadura militar argentina se había ido, dejando a su paso un imborrable
rastro de sangre y mugre, y la dictadura militar uruguaya se estaba yendo. 
Yo acababa de llegar a Buenos Aires. No había avisado a los amigos. Quería que los encuentros ocurrieran
sin hacerlos. 
Un periodista de la televisión holandesa, que me había acompañado en el viaje, me estaba entrevistando
frente a la puerta de la que había sido mi casa. El periodista me preguntó qué se había hecho de un cuadro
que yo tenía en mi casa, la pintura de un puerto para llegar y no para marcharse, un puerto para decir hola
y no adiós, y yo empecé a contestarle con la mirada clavada en el ojo rojo de la cámara. Le dije que no
sabía adónde había ido a parar ese cuadro, ni adónde había ido a para su autor, el negro Emilio, Emilio
Casablanca: el cuadro y Emilio se me habían perdido en la niebla, como tantas otras gentes y cosas
tragadas por aquellos años de terror y lejanía. 
Mientras yo hablaba, advertí que una sombra venía caminando por detrás de la cámara y se quedaba a
un costado, esperando. Cuando terminé, y el ojo rojo de la cámara se apagó, moví la cabeza y lo vi. En
aquella ciudad de trece millones de habitantes, el negro Emilio había llegado hasta esa esquina, por pura
casualidad, o como se llame eso, y estaba en aquel preciso lugar en el instante preciso. Nos abrazamos
bailando, y después de mucho abrazo Emilio me contó que hacía dos semanas que venía soñando que yo
volvía, noche tras noche, y que ahora no lo podía creer. 
Y no lo creyó. Esa noche me llamó por teléfono al hotel y me preguntó si yo no era sueño o borrachera.

EL PAIS › OPINION

Ayer a la mañana
 Por Hugo Soriani
Ayer, a las once de la mañana, la calle Marcelo T. de Alvear estaba cortada al tránsito entre Callao y
Riobamba. Un gran cartel del centro de estudiantes de la escuela Carlos Pellegrini era la barrera que
anunciaba el acto frente a la puerta del colegio. A treinta y cinco años de La Noche de los Lápices los
estudiantes del colegio, junto a sus familias y sus profesores, rendían homenaje a los desaparecidos que
pasaron por sus aulas.
Treinta y siete nombres: treinta y cinco alumnos y dos docentes.
Treinta y siete.
Abrió el acto Ana Minujín, presidenta del centro de estudiantes, autor de la iniciativa junto a la agrupación
Barrios por la Memoria y Justicia. Ana tiene la espontaneidad, la garra y la frescura de sus 18 años y una
sonrisa que le ilumina la cara. Tiene la experiencia de lucha que le da su militancia secundaria, y no
disimula la alegría y el orgullo que siente por ella.
Anita, como la conocen sus compañeros, es una excelente oradora, dirige asambleas y organiza tomas de
colegio. Sus palabras suenan diáfanas en una mañana gris. Recuerda y reivindica la lucha de los
militantes setentistas, “compañeros que no quisieron mirar para otro lado, en la búsqueda de un mundo
mejor”. Pero esta vez a Anita no le alcanza su experiencia porque hay demasiada muerte de por medio.
Ana Minujín se tropieza con las palabras y no puede terminar su discurso. Ana deja el micrófono y llora.
Todos lloran.
Luego habla el rector del Pelle, Marcelo Roitbarg, que tal vez por la misma razón no quiere improvisar y
prefiere la seguridad que da la lectura.
En la Argentina de la dictadura los rectores denunciaban a la policía a los miembros de los centros de
estudiantes de sus colegios.
El rector lee y en la cuadra de Marcelo T. de Alvear hay un silencio profundo. Hay chicos y chicas que se
toman por los hombros, hay padres y madres que quizás fueron compañeros de los homenajeados y hoy
continúan ligados al colegio porque a él van sus hijos. El rector Roitbarg habla de la calidad humana de
aquellos militantes, que aun con errores sacrificaron su comodidad personal en la búsqueda de un futuro
digno en un país más justo.
Hay aplausos sostenidos para el rector, que con su presencia le da el marco institucional al acto. Fanny
Seldes, de Barrios por la Memoria, sigue como oradora y explica el trabajo que su agrupación realiza para
rendir homenaje a los desaparecidos a través de las baldosas con sus nombres, fabricadas
artesanalmente por sus integrantes en una vieja casona de la calle Humahuaca y luego colocadas en las
veredas de los barrios que acunaron los sueños de los militantes secuestrados.
Luego se ofrece el micrófono para los que deseen decir algo. Lo toma una mamá que es también hija de
desaparecidos. La mamá dice que ella vivió su adolescencia con pánico. Que nunca pudo militar en nada
porque el miedo la paralizaba. Pero ya no tiene miedo. Y tampoco lo tiene su hija, alumna del colegio y
militante convencida. “Perdimos el miedo –dice la mamá–, perdimos el miedo. Pudimos ganarles.”
El acto termina con la lectura de los nombres de los treinta y siete homenajeados. Ante cada nombre la
calle se estremece con aplausos y los “Presente” son gritados con dolor y con orgullo.
Los chicos se toman de las manos y sus padres se abrigan entre ellos.
Ayer a la mañana, en la puerta del Pelle, chicos de pelo largo, jeans gastados, zapatillas, minifaldas y
alguna que otra guitarra al hombro rindieron homenaje a sus compañeros secuestrados en La Noche de
los Lápices y a los estudiantes del colegio que ya no están y que alguna vez se sentaron en los mismos
pupitres que ellos ocupan ahora.
Ayer a la mañana, en la puerta del Pelle, hablaron la presidenta del centro de estudiantes y el rector del
colegio. Hablaron los dos en el mismo acto y a los dos se les quebró la voz en el recuerdo.
Ayer a la mañana, cuatro baldosas de colores vivos, hechas por manos amorosas, fueron colocadas para
recordar el genocidio. Cuatro baldosas y treinta siete nombres por la memoria, la verdad y la justicia. Ayer
a la mañana, en la puerta del Pelle.

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