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MELODRAMA: “no te vayas, mi amor, que es inmoral llorar a solas”

Carlos Monsiváis

Las variedades del sentimiento melodramático

Tan importante como la historia del melodrama, aunque mucho menos estudiada es la historia
de su público en América Latina. A lo largo de dos siglos, las generaciones sucesivas obtienen
del melodrama lo básico de su educación sentimental y del idioma adecuado para las pasiones.
El campo de aprendizaje son las obras de teatro, las canciones, las versiones de la historia
patria, la religiosidad popular, algunos poemas, las películas, las telenovelas. Ah, las
contrariedades de la vida tanto más amargas cuando ninguna tecnología las promueve y
registra. Si el melodrama comienza en el siglo XVIII, su público se concreta en el siglo XIX, y sus
atmósferas formativas afectan desde el principio a las familias y las parejas, y aprovisionan los
momentos climáticos de cada existencia con frases convenientes y gestos adecuados, los
mismos que al cabo del tiempo se vuelven humor popular. El melodrama sedimenta las
reacciones útiles en las ciudades, adiestra para la localización del Bien y el Mal, y cultiva como
géneros semiliterarios a las rutinas del proceso amoroso y de los pleitos de familia. Del
universo del llanto innegociable y negociado se nutren las voces de la entrega apasionada, de
la urgencia de expiación, de la duda que se redistribuye en canallez o en sacrificio, del
heroísmo que se agazapa tras el infortunio.

En el siglo XIX, las sociedades latinoamericanas promueven el melodrama: el religioso, el


histórico y el más visible y audible, el de los amores frustrados. En el primer caso, el
catolicismo genera obras de teatro, novelas y poemas, donde sufrir es ganar puntos celestiales.
¿Qué son las narraciones sobre los mártires del primer siglo de la era cristiana, sino
melodramas donde paladines y heroínas ratifican su credo monoteísta ante las fieras en el
Coliseo de Roma o ante las llamas que los convertirán en teas humanas en la Via Appia? ¿Qué
es la poesía narrativa de temas religiosos sino “chantajes de la trascendencia”? Y la “prosa
poética” confirma a la vez el afán de espiritualidad y el prestigio de la cursilería.

El descubrimiento de la catarsis

Un ancestro involuntario del melodrama es la tragedia griega, de la que muy transformada se


adopta la catarsis, la gran práctica de limpieza anímica, expresada como asombro,
desgarramiento, dolor extremo, llanto puro y simple. En el siglo XIX, los cronistas de Lima,
Bogotá, Caracas, Ciudad de México, Montevideo, Buenos Aires, Quito, La Paz, abundan en
descripciones de la compenetración de los espectadores con las obras de teatro, del público
que se vuelve feligresía al escenificarse la Pasión. La catarsis depura y libera de las sensaciones
de iniquidad y pecado, y le permite a los espectadores contemplarse en sus imágenes
ennoblecidas y concluir: “Si somos capaces de la emoción solidaria, somos mejores de lo que
creíamos nosotros y quienes nos conocen”.

A la catarsis se le une el chantaje sentimental, la operación que utiliza a los espectadores como
personajes apelando a los nobles sentimientos, entre los que se incluyen la indefensión y el
miedo. A los personajes acorralados que ceden a las presiones del suicida en potencia o de la
mujer que el día entero se asila en el llanto, se les añade el lector (el espectador), (el testigo)
que también halla imposible resistir al chantaje.

En el período que va de la segunda mitad del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX, los
cronistas teatrales atestiguan la misma creencia: no sólo los espectadores, también los actores
se someten a la absoluta verdad de lo que se escenifica. “Esto que me conmueve, sin que lo
supiese con claridad, ya me ha ocurrido o podría ocurrirme. El melodrama ocurre en mi
interior”.

Las obras son didácticas, porque enseñan a pactar sentimentalmente con la realidad, sinónimo
estricto del fatalismo durante más de un siglo.

En estos melodramas piadosos, la mayoría de los protagonistas centrales y algunos de los


secundarios son producto de una tesis: lo que le confiere sentido a la existencia es ser como
Cristo , olvidarse de los intereses propios (mejor aún, afirmar que los únicos intereses propios
son los comunitarios), y de suplicio en suplicio ganarse el cielo. (Esto último, digamos, queda
claro en las escenas donde madres y padres, al costo de su vida, protegen a sus vástagos para
“darles una educación digna”, o en el altruismo de los hijos inocentes que se echan la culpa de
todo para redimir a los indignos. Gracias al melodrama y por así decirlo, los mártires, los santos
y las vírgenes abandonan sus nichos y se enfilan hacia las recámaras, las cocinas, las calles, los
lugares non santos y las cárceles. El melodrama es un método “teológico” al alcance de todos,
y esto explica las obras teatrales sobre la Pasión, y el aluvión de imágenes sufrientes en atrios y
tiendas, y esto explica también a las prostitutas que mueren como vírgenes arrepentidas
( Santa , de 1903, la novela de Federico Gamboa y las cuatro películas consiguientes). La fe se
divulga bajo una premisa: uno o varios de los personajes de la obra o del relato sustituyen a
Cristo y mueren por los pecados de todos. Cristo reencarna múltiplemente y la moraleja es
simple: quien no se conmueve es un apóstata.
Sin el esquema de Cristo en la Cruz no surge el melodrama familiar, el subgénero más
vigoroso. Pero ya es un Cristo en emundo, al ritmo de la secularización de los dramas
tradicionales y de lo ubicuo de las equivalencias del Infierno y el Cielo.

Ante las miradas piadosas lanzadas al cielo, el espectador se siente debidamente representado
y se felicita por la emoción casi mística que más tarde una buena cena permitirá asimilar. Los
melodramas son correctivos de familia y de clase social, y en este sentido funciona
extraordinariamente el determinismo del género. En las escenas finales de El mártir del
Gólgota , el centurión convertido a la verdadera fe no llega a tiempo para salvar al Redentor,
que muere tras emitir las Siete Palabras y el público vive la resurrección de su felicidad. A fines
del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, los espectadores se conmueven
cristianamente con tal de justificar “el éxito” o el fracaso en la vida. Si Cristo que es Dios murió
en la Cruz abandonado por casi todos, yo, que soy únicamente humano, tengo esperanzas de
morir en condiciones menos adversas .

Se ha insistido: el melodrama es factor de la modernidad porque no privilegia la mentalidad


colectiva (los Fuenteovejuna, los todos a una) y se concentra en el carácter y el temperamento
del individuo. El teatrófilo que asiste a todos los estrenos, y se agita y demuda para colmar las
expectativas morales de sus acompañantes, se demuda al enterarse del extravío de una honra,
y se confunde cuando el villano se vuelve bueno para no tener de que arrepentirse. Y el
público de teatro, algo muy distinto a la suma de los asistentes, se considera vencedor del
pecado y propietario de la dignidad, un sentimiento que sólo es auténtico si es colectivo.

La Historia: “Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos levantó”

El surgimiento de las naciones independientes exige en América un proceso secularizador que


también toma muy en cuenta el acto fundador del cristianismo, la Crucifixión . Los Padres de la
Patria, los caudillos del génesis de las nacionalidades, dan su vida por los que habrán de ser sus
conciudadanos, y van con paso firme hacia el cadalso o el paredón guiados por la promesa:
han de resucitar en la gratitud nacional, en ese “Tercer Día” de libertades y soberanía
indiscutida. Por fuerza, en la divulgación de la Historia se usa, cortesía del melodrama, del
esquema cristiano, así la naturaleza de los hechos sea efectivamente trágica, porque los
ciudadanos en potencia, aturdidos y exaltados, no asimilarían un discurso de estructura
jurídica, y requieren de frases perpetuables en mármol, casi arrojadas desde la Cruz: “Patria,
he aquí a tus hijos”.

La Historia, también, le expropia al melodrama algunas técnicas narrativas y el amor por lo


rotundo que bien demanda la caída del telón: “He arado en el mar/ Va mi espada en prendas.
¡Voy por ella!/ ¡Tiren aquí, cobardes! ¡Al pecho de un patriota!/ La Historia me absolverá”. Y la
enseñanza melodramática del civismo y de los procesos nacionales imita la divulgación
catequística (pinturas y grabados incluidos) y acude al patriotismo para convertir a seres
comunes y corrientes en paladines de la Libertad. (La Historia, de modo literal, es el Cielo y el
Paraíso o, para los réprobos, es el Infierno).

A los próceres de las naciones redimidas se les tributa en las ceremonias “eterno loor”. Sin
cesar, los hechos históricos reales devienen episodios donde lo ocurrido se reelabora en
función del juego de sorpresas del melodrama. Los ciudadanos, los patriotas, los nacionalistas,
los simples estudiantes de la primaria y la secundaria, se convencen de los siguiente (con otras
palabras): la Historia es la serie interminable cuyos resultados se captan más adecuadamente a
través de la emoción. Y a los grandes acontecimientos los suele fijar la óptica melodramática.
Si en las revueltas y las revoluciones los seres humanos son “hojas en la tormenta”, la visión
más difundida de las naciones alterna las mitologías del impulso con los sacudimientos graves.
Y el determinismo se desplaza de lo público a lo íntimo. “Si a mi país le ha ido como le ha ido,
¿por qué a mí no?”

En el desfile histórico los gestos imperiosos se convierten en mínimas y máximas obras de


teatro. En 1952, Eduardo Chibás, político cubano de oposición, se suicida en gesto de protesta
durante la transmisión de su programa radiofónico, y la acción desmesurada borra o relega el
significado político. En su última arenga, Evita Perón le profetiza a sus descamisados:

“Volveré y seré millones”, y la frase como-de-la-lotería reverbera y se torna promesa de la


eterna campaña. Y en circunstancias diversas los gobernantes exhiben sus sentimientos o la
cultura de sus países a ello los obliga, y lloran al leer sus Informes a la Nación, desvían sus
aventuras sexuales hasta tornarlas piezas de gran-guiñol, solicitan el perdón de sus pueblos
con rostro demudado...

El camino al close-up

Los teatrófilos (las parejas y las Familias) aprenden moral en los reclinatorios de los templos y
en las tramas donde el perdón se dispensa a las altas horas de la agonía del personaje. La
heroína aferra el telón y lanza su parlamento inacabable mientras el villano, con falsa
suavidad, le recuerda la hipoteca que arruina a la dinastía. Y en eso se encuentran cuando el
cine mudo desplaza o minimiza al melodrama teatral, y la dramatización corporal se adueña de
los espectadores, solidarizados con la sublimación del instinto, tan requerida por los
aspavientos en la pantalla.
Acto seguido irrumpe el cine sonoro, la gran escuela del melodrama del siglo XX, al que rigen
los usos y costumbres de la industria norteamericana. Lo urbano se impone, y con ello la
conveniencia de variar de escenarios y de idioma dramático. El gran cineasta D. W. Griffith y la
Víctima Perfecta Lilian Gish quedan en lontananza, y se entronizan las mujeres que sufren a
pesar suyo: Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck. Los prejuicios del modernismo
continúan pero su reubicación los debilita. No es lo mismo condenar a la adúltera en un pueblo
que prodigarle anatemas en un conjunto habitacional. Al melodrama le impone límites la
comedia de Hollywood, cuyas heroínas, más libres y ansiosas de igualdad, expresan la
modernización impuesta por el crecimiento demográfico, el inicio de la feminización de la
economía y el arribo de las mujeres a la enseñanza superior. El melodrama tradicional da por
hecho el arrinconamiento femenino y los cambios sociales obligan a revisar las nociones del
adulterio, la honra, la prostitución, el machismo invicto, etcétera. La infeliz seducida por un
malvado no tiene porqué optar entre el alquiler de su cuerpo o el suicidio; ya puede incluso
educar por su cuenta al hijo o la hija del engaño. La prostituta que camina con maravillosa
desfachatez sigue siendo objeto de regaños morales, pero el éxito del film depende del ritmo
de sus caderas y el movimiento de sus labios.

En algún momento de la década de 1950, el espectador apoya y/o exige la actualización del
melodrama porque no quiere que el gusto por el género le impida comprender las
transformaciones urbanas. Se sabe manipulado (“Me encanta cómo le hacen para que siempre
se me llenen los ojos de lágrimas”), y está al tanto de las astucias de la cámara que trascienden
con facilidad el mensaje explícito. (Nada de lo que se dice equivale a lo que se muestra).
Además, las megalópolis, los centros de la moda, se renuevan a diario y la explosión
demográfica implanta otras normas de trato, más directas y menos rígidas.

Los manuales tradicionales del comportamiento en América Latina (el Catecismo del Padre
Ripalda, el Manuel de Carreño, la autoridad indiscutida del paterfamilias) vienen a menos por
la prisa de ajustarse a la modernidad. Y en este contexto, el melodrama fílmico divide sus
encomiendas: por un lado analiza con crueldad lo que se opone a la modernidad y extrae a su
público de las profundidades feudales; por otro, ratifica mañosamente sus prejuicios, no tanto
por las condenas morales como por el repertorio de frases desesperadas: “Ni pienses en
recoger tus cosas, nada de lo que hay aquí, ni siquiera mi corazón.”

Ante el avasallamiento de Hollywood, la industria fílmica de América Latina levanta sus


versiones del melodrama, desbordantes, vinculadas al exceso y a las genealogías de la
desdicha: “El amor engendró al dolor que engendró a la resignación que engendró a la
desesperación que engendró a la autodestrucción que engendró a la tragedia...” Las
cinematografías de Argentina, Brasil y México (preponderantemente) acometen con ferocidad
el melodrama porque en la incontinencia argumental y el tumulto de los diálogos concentran
su singularidad y, lo más importante, sus posibilidades artísticas. Los films clásicos de
Latinoamérica del período 1935-1955 (aproximadamente) son por lo general melodramas
delirantes, genuinos atisbos de la tragedia, que se sustentan en actuaciones desmedidas y
perfectas, en destrezas técnicas, en aciertos de directores y guionistas, en el uso eficaz o
magistral de la música. El melodrama, en una síntesis forzada pero tal vez no inexacta, es la
expresión frenética y al fin de cuentas divertida de una necesidad: el espectador quiere hallar
en su vida el argumento teatralizable o filmable o radionovelable o telenovelable cuya mayor
virtud es la garantía de un público muy fiel, él mismo.

El melodrama fílmico: “¿No es cierto que se sufre más a gusto en lo oscurito?”

El melodrama es el elemento de mayor arraigo de la industria cultural. Así atraigan y


emocionen en gran medida el cine cómico, el de acción y el del espectáculo, nada supera al
melodrama, con sus variantes, agonías y revitalizaciones, que sigue siendo el espejo familiar
por excelencia, el escenario de la ética escondida en las tramas, de las aventuras de la
desventura. Al tanto de las inclemencias del destino, los personajes y los espectadores acatan
las reglas de la creencia íntima y la creencia pública, y en la butaca o en la pantalla viven a
fondo la teatralización, creen en la belleza de los enfrentamientos desesperados, y admiran el
frenesí, el sufrimiento compartido y las expiaciones en cabeza ajena.

El melodrama incorpora las tramas que ninguna memoria ni la de sus autores podría retener,
los close-ups que santifican a las pecadoras, los éxtasis musicales, los diálogos y los monólogos
del arrebato. Y los espectadores deciden que en la reiteración está el gusto y miran con
sorpresa lo que han visto toda su vida. ¿Tienen una conciencia estricta del melodrama? Sí,
desde luego, pero a su manera, porque, como se quiera, sólo en la década de 1970 se cancela
la actitud que califica de melodramas los productos que rechaza. Apenas en fechas recientes se
goza del melodrama, así con ese término y con la asistencia de un recurso: localizar el humor
involuntario y burlarse de lo que conmovió a las generaciones anteriores.

El melodrama fílmico es la piedra de toque de la sensibilidad colectiva, y convierte “el Valle de


Lágrimas” en un espectáculo orgullosamente comercial. Si se quiere comprobar el peso del
melodrama, además de los testimonios sociales y familiares, examínense los índices de taquilla
y la ansiedad de la industria cinematográfica que no quiere modernizar el melodrama para
seguir reconociendo a su público.
El melodrama mexicano por antonomasia, Nosotros los pobres (1947, de Ismael Rodríguez),
dura un año en su cine de estreno, y como todo gran melodrama se va transformando en
forma de vida. En un año (1950) el sesenta por ciento de las películas mexicanas son
melodramas. Sólo el fenómeno absolutamente sui géneris de Cantinflas y la invención del
símbolo del charro (tal y como lo vocaliza Jorge Negrete), sobrepasan o igualan al melodrama
mexicano, un género en sí mismo, el exceso que al tornar increíble la noción del pecado
instrumenta la secularización. Al observar a la familia dispersa para siempre a la pecadora que
musita sus interminables Últimas Palabras, al hombre abatido por todos los males, el
espectador se siente salvado por el momento, ahora que ve la película y aprende de paso “las
claves de la vida urbana”. Si en lo personal atraviesa por dificultades, razón de más para que se
sumerja en el melodrama.

Hay dos etapas perceptibles del melodrama fílmico en América Latina. La primera, que va de
1935 a 1955 o 1960, aproximadamente, es la marcada por el estilo comunitario (las vecindades
del cine mexicano, los conventillos del cine argentino, el gusto por las chanchadas del cine
brasileño), por la indistinción en suma entre las reacciones del grupo y la de cada uno de sus
integrantes. A la segunda, orientada por las divulgaciones de Freud muy señaladamente, la
aparición del inconsciente entre los haberes personales, la distinguen las dudas sobre la
sinceridad, parte del acceso a la modernidad.

Del melodrama teatral al thriller, el melodrama domina con plenitud el siglo XX. La crítica no lo
afecta en lo esencial y ni la política ni la enseñanza del nacionalismo ni la catequesis se atreven
a prescindir del aliado indispensable. Los dramones distribuyen sus lecciones: si se sufre a solas
se pierde lo mejor del sufrimiento, la vida es una trampa gigantesca de dolores que se callan o
se gritan, movilizados por frases terribles. Y es un rito semanal asistir a versiones distintas del
acabóse de un núcleo familiar disuelto por el llanto.

La música popular: “Yo sé bien que estoy afuera”

En algunos géneros de la música popular, la eficacia melodramática es la mitad de las razones


del éxito. Nadie canta más a gusto que al sentir a la canción inspirada en su vida. El oyente (el
cantante) se apropia del papel del rechazado, el enamorado, el sufridor, y lo desarrolla en dos
o tres minutos y a lo largo de la velada. Encontrarse convertido en el personaje de las
canciones. ¿Quién rechaza ese papel? ¡Ah! Ser, y con un sonido memorable, el viudo de sí
mismo, el inconsolable, el marginado, el sustituido malamente, el que regresa al pueblo
después de un viaje corto o prolongado:

Volver, con la frente marchita,


las nieves del tiempo platearon mi sien.

Sentir que es un soplo la vida,

que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante en la sombra

te busca y te nombra...

Vivir, con el alma aferrada

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez.

Tengo miedo del encuentro

con el pasado que vuelve

a enfrentarse con mi vida...

Los tangos suelen ser historias interpretadas como cuentos de la vecina o el pariente, o como
las memorias culpables donde el pasado resucita a la luz del lunfardo:

Flaca, fané y descangallada,

la vi esta madrugada

salir de un cabaret.

Flaca, tres cuartos de cogote

y una percha en el escote

bajo la nuez.

Nunca creía que la vería

en un requiesca in pache

tan cruel como el de hoy...

Fiera venganza la del tiempo ... El personaje confiesa su historia: “Y pensar que hace diez años/
fue mi locura/ que llegué hasta la traición por su hermosura”. Y otro género muy popular
también en América Latina, la canción ranchera, es melodramática porque el sentimiento
trágico, según la Ideología del Macho, si no lo confiesa todo se debilita:

Ya me canso de llorar y no amanece

ya no sé si maldecirte o por ti rezar,

tengo miedo de buscarte y de encontrarte

donde me aseguran mis amigos que tú vas.

Hay momentos en que quisiera mejor rajarme,


y arrancarme ya los clavos de mi penar,

pero mis ojos se mueren sin mirar tus ojos

y mi cariño con la aurora te vuelve a esperar.

Ya arrancaste por tu cuenta las parrandas,

paloma negra, paloma negra, ¿dónde, dónde andarás?...

( Paloma negra de Tomás Méndez)

Y otro género culminante, el bolero, en el Caribe, es en Centroamérica, en México, en


Sudamérica, el dibujo de un sufrimiento o un deslumbramiento o un recuerdo, donde la
tristeza es sinónimo de la felicidad (y a la inversa):

Tú me acostumbraste a todas esas cosas,y tú me enseñaste que son maravillosas.

Sutil llegaste a mí como la tentación,

llenando de inquietud mi corazón.

Yo no concebía como se quería

en tu mundo raro, y por ti aprendí.

Por eso me pregunto, al ver que me olvidaste,

¿por qué no me enseñaste

cómo se vive sin ti?

( Tú me acostumbraste de Frank Domínguez)

Los intérpretes no profesionales de estos géneros (es decir, los oyentes) están al tanto: en
materia de melodrama todo es ejemplo y nada es advertencia, y la canción popular es un
intermediario entre las penas y su registro perdurable, entre los abandonos y su fraseo
entrañable, entre la juventud (momento mitológico) y su eternización en la memoria. Las
canciones son el puntal del melodrama, cuyo uso en el cine latinoamericano no deriva de las
pautas de Hollywood, sino del papel efectivamente central de la música en el imaginario
melodramático de sus abonados sentimentales (casi todos).

La telenovela: melodrama que se alarga, espectadores que rejuvenecen, trama que ni ‘Funes
el memorioso’ podría recapturar

La radionovela en América Latina “esencializa” el melodrama al concentrarlo en los sonidos


ambientales, las frases que retumban a la hora de los quehaceres domésticos, y los vínculos
entre argumentos laberínticos y voces que se identifican con estados de ánimo. El ejemplo
clásico, El derecho de nacer del cubano Félix B. Caignet, es un relato del drama del bastardo en
la sociedad del prejuicio, de la infelicidad de las negras en un medio que sólo las admite como
nodrizas (el personaje de Mamá Dolores), de la elección de la infelicidad de por vida en vez del
aborto. En 1949, El derecho de nacer paraliza América Latina, y el uso del verbo no es
metafórico, y anuncia la conversión de las amas de casa en recipientes de historias que
sintetizan fielmente sus biografías ideales, abrumadas por los diálogos y monólogos de la
exasperación y selladas por el sentido deceso de uno o más de sus personajes centrales, o, de
no haber muertes, por la fiebre catártica que devasta los últimos capítulos. A través de los
equívocos, los desencuentros, las maldades, las incomprensiones y las entregas a la persona
indebida, se llega al final feliz.

De 1957 a 1960 (aproximadamente) la telenovela se implanta, entre traiciones y homenajes al


melodrama tradicional. ¿Cuál es su herencia reconocida y reconocible? La urgencia de
conmover, el papel de la familia como el universo donde se vuelven indistinguibles el
desamparo y la sobreprotección, la injusticia que persigue a manera de aureola a la pareja
protagónica y sus seres queridos, el caos que hace las veces de hilo argumental. En este legado
interviene, con la lejanía y la cercanía del caso, la novela del folletín de la segunda mitad del
siglo XIX, con sus climas febriles, sus villanos abominables, sus santas y coquetas, sus seres
ingenuos, su entorno devorado por el chisme. (En las telenovelas, el chisme es,
simultáneamente, el coro griego que señala la imposibilidad de huir de un Destino que si algo
tiene es la información de primera y última mano, y es también el método narrativo a tal punto
primordial que a momentos podría decirse que los protagonistas no dialogan, intercambian
chismes sobre sí mismos).

¿En qué se aparta la telenovela del melodrama teatral y fílmico? En la trama ajustable a las
demandas o indiferencias del público que impone doscientos capítulos de más o finales
abruptos; en la intromisión de los anuncios comerciales que negocian al infinito la catarsis; en
las seguridades del espectador “faltista” (nada se pierde con no ver un capítulo, porque de
hecho el argumento es secundario y lo significativo no es el precipicio de enredos y pasiones
contrariadas, sino la dicha de asomarse al paisaje inabarcable que todo hecho narrativo
contiene); en la certeza del “canje provisional de la identidad”: este personaje es como yo, o
yo debiera ser como él, o a mí no me gustaría hallarme en su lugar.

En las telenovelas consideradas “clásicas”, de El derecho de nacer a la peruana Simplemente


María , de la mexicana Gutierritos a la brasileña Los hermanos Coraje , suelen anularse las
ventajas de la suspensión de la credibilidad otorgada por los comerciales y el sinnúmero de
capítulos, porque el mérito de las pasiones no es su intensidad (exigible en el teatro y el cine
por razones de tiempo) sino su flexibilidad para acomodarse con los escenarios, muebles y
vocabulario, de la modernidad pactada. El espectador “adopta” a los personajes que le
interesan y en los comentarios de la casa y del pasillo a horas de oficina, comprueba cuánto le
apasionan o cuánto le aburre imaginarse su destino.

El determinismo del melodrama: “¿Qué por qué no me suicidé?

Porque me di cuenta que no podía irme de esta vida habiendo sufrido tan poco”

De acuerdo a los códigos del melodrama, la obligación del pobre es sufrir, y la del rico es
engañarse pensando que el paraíso comienza en el cúmulo de propiedades. Ya para 1980, se
desintegra la estructura ideal de la telenovela, donde la dicha de la desdicha lo era todo, y la
atención se centra en la hazaña mnemotécnica de retener los abismos de la trama. Se diluyen
las emociones propias de los espectadores del melodrama tradicional y, algo básico, son otros
los escenarios, por lo común de una clase social indefinida, entre la clase media y la burguesía
sin ostentaciones. Se jubila visualmente a la pobreza, antes ensí misma melodramática (un
conjunto de viviendas populares es peor augurio que una tormenta), y se renuncia a la
estrategia del determinismo que trasladaba la mala suerte de la escenografía a los
sentimientos.

A fin de cuentas, y esto lo entienden bien los productores de telenovelas, es la pobreza el


delito que precipita las situaciones crispadas, los rostros disueltos en lágrimas, el deseo de
exhibir sin tapujos el deseo. Y la pobreza requiere de cuartuchos, de hacinamiento, de
semblantes lívidos no se sabe si por el hambre o la angustia. Esto ya no lo admite el público de
la clase social que sea, ansioso de espiar por el ojo de la cerradura lo que no le es dado
conocer, los ambientes del lujo, las sensaciones q ue se toman su tiempo porque no hay que ir
a trabajar. La telenovela es un género de aspiraciones sociales que, por razones de censura y
“buen gusto”, evita el tema de la pobreza o lo presenta mitificado. Tómense algunos de los
temas imprescindibles del melodrama, el perdón por ejemplo y obsérvese su uso en la
telenovela. En la etapa marcada por las tradiciones, lo usual es el manejo de tres tipos de
perdón: el concepto católico que todo lo concentra en Dios, y hace del perdón un acto de la
generosidad divina en beneficio de los mortales; la práctica machista que hace del perdón un
acto de humillación: “Ya comprobé que como ser humano no vales nada, por eso te perdono”,
y el típico de las relaciones amorosas: “Perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he
faltado”. En la medida en que la literatura es también cultura popular, el concepto de perdón
habitual es del victimario que le perdona al otro o a la otra su condición de víctima: “Te
perdono que me hayas hecho malgastar seis balas”. Eso, trasladado a la telenovela, arrastra
muy reelaborados los esquemas cristianos de la culpa, el castigo y el perdón, y en las décadas
recientes, incorpora ideas y términos que son en lo substancial mera mitología de consumo. Y
el perdón se vuelve tan provisional como la culpa. Es tal el poderío de convencimiento del
género que sus invenciones en muy buena medida se tornan el catálogo de (falsos) reflejos
condicionados de los latinoamericanos, y por eso se entremezclan los melodramas y los
conceptos religiosos.

Se critica a las telenovelas por su “maniqueísmo” y su división simplista del mundo en buenos
y malos. Desde la industria se responde durante un tiempo: no hay maniqueísmo (quién sabe
qué es eso) sino demanda de público. Luego, al agotarse el esquema tradicionalista, las
exigencias del consumo exigen una complejidad creciente, donde, así sea hipócritamente, ya
se admiten temas prohibidos. La pareja que no pasó por el matrimonio, los gays, etcétera. Una
consigna actual busca matizar los personajes: “Ni ángeles ni demonios”, es parte de una
reconstrucción de las telenovelas, que tardaron demasiado tiempo en admitir la metamorfosis
profunda de la moral social. Y la industria de la telenovela se enfrenta al enemigo tradicional y,
de modo involuntario, al gran apoyo del melodrama: la censura, que en aras del rating acepta
a los personajes complejos, a la divulgación de psicología y sociología, al habla cotidiana, a una
estrategia comercial basada superficial pero drásticamente en la madurez del público.

La televisión privada no lo ignora: salvo muy contadas excepciones, los santos carecen de
rating o de ranking. En cambio, un villano es una aportación del melodrama perfeccionada por
la certeza de la impunidad del capitalismo salvaje. La nueva telenovela se propone incorporar
las nuevas formas de vida y de expresión verbal porque de otra manera se deshace del público
que ni siquiera tiene ganas de reírse del melodrama tradicional y sus variantes.

Los melodramas fílmicos proporcionan en el siglo XX estereotipos, que cada diez o quince
años, al provocar ya la risa, demandan expectativas. Se pasa del estremecimiento del alma al
estremecimiento del choteo. Los estereotipos que circulan son los antiguos lugares comunes
modificados por la ironía y el sarcasmo. Lo “sagrado” persiste, pero a sus horas. Y el
oportunismo de la industria de la telenovela la lleva a renunciar a la herencia del melodrama
para de manera todavía incierta encontrar en los nuevos usos y costumbres la zona catártica.

El thriller: la modernización del melodrama

El cine retiene el melodrama y para ello lo actualiza y le consigue un ámbito apropiado: la


descomposición social, como lo demuestran los thrillers de la histeria homicida y el valor
insignificante de la vida humana (Un ejemplo: Pulp Fiction ). El ir y venir del habla agresivísima,
del desprecio a la vida humana y el desbordamiento de cadáveres, entretiene más que los
productos donde la pareja o la familia se convierten en estatuas nada más por salvar su
felicidad. El thriller , género en auge, se constituye en el espejo distorsionado de feria donde
los personajes viven con energía grotesca los papeles antes inconcebibles. (Cuando el
derrumbadero social se extiende, el espectador pasa del melodrama al grand guiñol). Donde
anidó el pecado hoy reinan el narcotráfico y el hampa política, la sociedad se deteriora y una
de las defensas posibles es la estética agresiva que busca hacerle justicia a la rapidez de la
desintegración.

Se extinguen en las grandes ciudades las alternativas a la vida áspera, regimentada por la
violencia. La pobreza vuelve a ser un escenario de moda al no poner de realce el moralismo
sino la estética de la fealdad. El thriller , mezcla de aventura, drama policíaco, drama amoroso,
y violencia última, es un traductor eficaz de la actualidad de jueces y comandantes corruptos,
de edificios ruinosos, de sexo que se prodiga con indiferencia, de cocainómanos y
heroinómanos. El narco corroe el sistema de justicia, genera nociones efímeras de la vida,
vigoriza la crueldad y la violencia, exalta la impunidad y potencia la sensación de aislamiento
en medio de la multitud. Y si el thriller no permite la morosidad de los sentimientos y actúa “a
brochazos” para describir las vidas que se extinguen furiosamente a los 25 o los 30 años, el
melodrama continúa, aliviado por el cinismo que sólo concibe a lo romántico si lo ubica en un
museo. En la realidad, ya no opera el destino sino la operación que va de una computadora a
otra, de una casa de bolsa a otra, de un grupo financiero a otro, de un crimen a otro. Al estar
“globalizado”, el destino o como quiera llamársele cobra múltiples formas y ya no es lo que se
ensaña con el individuo sino loque minimiza a la gran mayoría que se llama especulación
financiera, narcotráfico, prepotencia gubernamental, corrupción policíaca, terrorismo de
índole variada.

“No todo en la vida es amargura, también existen los melodramas”

En materia de melodramas, el público (lo general) y el espectador (lo aún más general) se
transforman al límite y se mantienen fieles a su primera devoción, todo a lo largo de un siglo.
Al comienzo, el melodrama es la escuela tiránica a cuyas enseñanzas todos se someten. ¿Quién
podría discrepar del castigo a los pecadores, quién se opondría a la tesis teocrática: el pecado
es la huída del ordenamiento divino y, por tanto, es en sí mismo el caos? Y el espectador y el
público, vueltos una sola entidad, arrancan del melodrama la sabiduría que se reparte en
frases memorizadas, gestos arquetípicos, decisiones que desembocan en la autocompasión,
certidumbre de que la vida es la continuación del melodrama sin otra caída del telón que los
Santos Óleos o el acta de defunción.
El devoto de los melodramas fílmicos se sumerge en la sala de cine o en el cobertizo del
pueblo, dispuesto a entrenarse para la hazaña magnífica: vivir en un mundo adverso (El
melodrama es un género dirigido a los vencidos de antemano que radican su única
oportunidad de triunfo en su condición misma de espectadores). El público se unifica ante los
acontecimientos de la pantalla, suspira, ríe, llora, se recupera como la única persona
concebible. Al concluir esta etapa, se extrae del melodrama la madurez posible, que es con
frecuencia la obtención de elementos estéticos para sobrellevar los dramas domésticos o
incluso la sordidez.

La telenovela diluye las técnicas del melodrama porque carece de las ventajas de la
continuidad estricta, pero sus ventajas son numerosas, y la primera de ellas es la dimensión
demográfica del público, siempre contabilizable en los millones de personas que contemplan al
mismo tiempo una serie de éxito. Al intervenir la demografía, la telenovela se convierte en un
genuino idioma de los países de habla hispana, y concentra su poder persuasivo no tanto en
los personajes como en las atmósferas. Siempre, el medio social es el protagonista culminante,
aunque no lo parezca así en relatos de cenicientas, de princesas que se hacen a sí mismas, de
familias que luchan por el poder para no tener que reunirse los fines de semana. Y el
espectador ve en el melodrama al equivalente de un hecho turístico: existe esta telenovela
donde los personajes aún disponen de tiempo que dedicar a su vida privada.

Al diluirse la fe en los rituales catárticos, el melodrama se limita aún más y parece condenado a
la banalización no obstante su dominio de las masas y precisamente gracias a esto. ¿Cómo
poner al día la historia de la anciana muda que vive con sus ojos todas las pasiones, o la de la
madre que abandona a su hija recién nacida y no consigue recuperarla, o la del hombre tan
bueno que al ser acusado injustamente no se defiende para no contrariar el designio de Dios?
El avasallamiento de la razón cínica, la crítica a la cursilería, la desaparición gradual de la
censura, la imposibilidad de concentrar una carga emocional con cortes cada tres minutos, en
suma, todos los detalles de la vida urbana de hoy, deshacen el influjo del melodrama, o eso
parece.

O eso parece. En la década de 1990 surgen los talk shows, o como se les dice en Norteamérica,
los reality shows , esas concentraciones de seres atraídos por la confesión al aire libre. De
modo paulatino, los talk shows, iniciados en Norteamérica y regionalizados con celeridad por
conductoras como Cristina Saralegui, le devuelven al melodrama su impulso de epopeya
peleonera, divertida y lacrimógena por la vía más sencilla: transferir el peso de los argumentos
y los monólogos enardecidos de la industria del espectáculo al espectador.
Al cabo del larguísimo periódico histórico en que el melodrama es la pedagogía sentimental y
la guía para el manejo de las situaciones familiares y las crisis de la pareja, el público, o mejor,
las infinitas manifestaciones individuales del público, toman la palabra. El momento es el
adecuado, al verificarse el cumplimiento de la profecía de Andy Warhol: en el futuro todos
tendrán derecho a quince minutos de fama. Todo se combina: las divulgaciones freudianas y
post-freudianas, el tamaño inverosímil de las ciudades, la indiferencia ante las opiniones
ajenas (el derrumbe de qué Dirán), la pérdida del miedo al ridículo y el hambre de
protagonismo. “Sólo sé que existo si la cámara me capta”. Las cámaras de televisión sustituyen
a la Historia, a la Gran Familia, a la mirada de reconocimiento de la sociedad en pleno. Y el
Control Remoto es lo más parecido a la inclusión en el porvenir.

El conductor o la conductora del programa elige el tema y los participantes le aportan sus
biografías, tanto más elocuentes cuanto que al decirse por vez primera en público sorprenden
enormemente al biógrafo que es el autobiógrafo. “De manera que mi vida es así de
interesante. ¡Quién lo hubiera pensado!” Los temas son inagotables: las parejas que no se
soportan porque sólo las une el interés sexual y no el amor por la buena música, las esposas de
strippers que no se encelan porque éstos se desnudan ante un público variado (que incluye
mujeres), las mujeres con senos grandes o con senos pequeños, las madres de diez hijos
preocupadas porque en contra de las estadísticas ninguno de ellos es gay, las parejas de
lesbianas que sólo riñen al mediodía, los machos de voz tipluda... Los temas invitan a la
especialización de obsesiones y usos del tiempo.

El melodrama se potencia gracias a los talk shows o reality shows en una etapa de inusitado
esplendor. No sólo no ha muerto, ahora el secreto de su éxito está por fin en las manos de su
querido público.

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