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2monsivais - No Te Vayas Mi Amor Que Es Inmoral Llorar A Solas
2monsivais - No Te Vayas Mi Amor Que Es Inmoral Llorar A Solas
Carlos Monsiváis
Tan importante como la historia del melodrama, aunque mucho menos estudiada es la historia
de su público en América Latina. A lo largo de dos siglos, las generaciones sucesivas obtienen
del melodrama lo básico de su educación sentimental y del idioma adecuado para las pasiones.
El campo de aprendizaje son las obras de teatro, las canciones, las versiones de la historia
patria, la religiosidad popular, algunos poemas, las películas, las telenovelas. Ah, las
contrariedades de la vida tanto más amargas cuando ninguna tecnología las promueve y
registra. Si el melodrama comienza en el siglo XVIII, su público se concreta en el siglo XIX, y sus
atmósferas formativas afectan desde el principio a las familias y las parejas, y aprovisionan los
momentos climáticos de cada existencia con frases convenientes y gestos adecuados, los
mismos que al cabo del tiempo se vuelven humor popular. El melodrama sedimenta las
reacciones útiles en las ciudades, adiestra para la localización del Bien y el Mal, y cultiva como
géneros semiliterarios a las rutinas del proceso amoroso y de los pleitos de familia. Del
universo del llanto innegociable y negociado se nutren las voces de la entrega apasionada, de
la urgencia de expiación, de la duda que se redistribuye en canallez o en sacrificio, del
heroísmo que se agazapa tras el infortunio.
El descubrimiento de la catarsis
A la catarsis se le une el chantaje sentimental, la operación que utiliza a los espectadores como
personajes apelando a los nobles sentimientos, entre los que se incluyen la indefensión y el
miedo. A los personajes acorralados que ceden a las presiones del suicida en potencia o de la
mujer que el día entero se asila en el llanto, se les añade el lector (el espectador), (el testigo)
que también halla imposible resistir al chantaje.
En el período que va de la segunda mitad del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX, los
cronistas teatrales atestiguan la misma creencia: no sólo los espectadores, también los actores
se someten a la absoluta verdad de lo que se escenifica. “Esto que me conmueve, sin que lo
supiese con claridad, ya me ha ocurrido o podría ocurrirme. El melodrama ocurre en mi
interior”.
Las obras son didácticas, porque enseñan a pactar sentimentalmente con la realidad, sinónimo
estricto del fatalismo durante más de un siglo.
Ante las miradas piadosas lanzadas al cielo, el espectador se siente debidamente representado
y se felicita por la emoción casi mística que más tarde una buena cena permitirá asimilar. Los
melodramas son correctivos de familia y de clase social, y en este sentido funciona
extraordinariamente el determinismo del género. En las escenas finales de El mártir del
Gólgota , el centurión convertido a la verdadera fe no llega a tiempo para salvar al Redentor,
que muere tras emitir las Siete Palabras y el público vive la resurrección de su felicidad. A fines
del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, los espectadores se conmueven
cristianamente con tal de justificar “el éxito” o el fracaso en la vida. Si Cristo que es Dios murió
en la Cruz abandonado por casi todos, yo, que soy únicamente humano, tengo esperanzas de
morir en condiciones menos adversas .
La Historia: “Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos levantó”
A los próceres de las naciones redimidas se les tributa en las ceremonias “eterno loor”. Sin
cesar, los hechos históricos reales devienen episodios donde lo ocurrido se reelabora en
función del juego de sorpresas del melodrama. Los ciudadanos, los patriotas, los nacionalistas,
los simples estudiantes de la primaria y la secundaria, se convencen de los siguiente (con otras
palabras): la Historia es la serie interminable cuyos resultados se captan más adecuadamente a
través de la emoción. Y a los grandes acontecimientos los suele fijar la óptica melodramática.
Si en las revueltas y las revoluciones los seres humanos son “hojas en la tormenta”, la visión
más difundida de las naciones alterna las mitologías del impulso con los sacudimientos graves.
Y el determinismo se desplaza de lo público a lo íntimo. “Si a mi país le ha ido como le ha ido,
¿por qué a mí no?”
El camino al close-up
Los teatrófilos (las parejas y las Familias) aprenden moral en los reclinatorios de los templos y
en las tramas donde el perdón se dispensa a las altas horas de la agonía del personaje. La
heroína aferra el telón y lanza su parlamento inacabable mientras el villano, con falsa
suavidad, le recuerda la hipoteca que arruina a la dinastía. Y en eso se encuentran cuando el
cine mudo desplaza o minimiza al melodrama teatral, y la dramatización corporal se adueña de
los espectadores, solidarizados con la sublimación del instinto, tan requerida por los
aspavientos en la pantalla.
Acto seguido irrumpe el cine sonoro, la gran escuela del melodrama del siglo XX, al que rigen
los usos y costumbres de la industria norteamericana. Lo urbano se impone, y con ello la
conveniencia de variar de escenarios y de idioma dramático. El gran cineasta D. W. Griffith y la
Víctima Perfecta Lilian Gish quedan en lontananza, y se entronizan las mujeres que sufren a
pesar suyo: Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck. Los prejuicios del modernismo
continúan pero su reubicación los debilita. No es lo mismo condenar a la adúltera en un pueblo
que prodigarle anatemas en un conjunto habitacional. Al melodrama le impone límites la
comedia de Hollywood, cuyas heroínas, más libres y ansiosas de igualdad, expresan la
modernización impuesta por el crecimiento demográfico, el inicio de la feminización de la
economía y el arribo de las mujeres a la enseñanza superior. El melodrama tradicional da por
hecho el arrinconamiento femenino y los cambios sociales obligan a revisar las nociones del
adulterio, la honra, la prostitución, el machismo invicto, etcétera. La infeliz seducida por un
malvado no tiene porqué optar entre el alquiler de su cuerpo o el suicidio; ya puede incluso
educar por su cuenta al hijo o la hija del engaño. La prostituta que camina con maravillosa
desfachatez sigue siendo objeto de regaños morales, pero el éxito del film depende del ritmo
de sus caderas y el movimiento de sus labios.
En algún momento de la década de 1950, el espectador apoya y/o exige la actualización del
melodrama porque no quiere que el gusto por el género le impida comprender las
transformaciones urbanas. Se sabe manipulado (“Me encanta cómo le hacen para que siempre
se me llenen los ojos de lágrimas”), y está al tanto de las astucias de la cámara que trascienden
con facilidad el mensaje explícito. (Nada de lo que se dice equivale a lo que se muestra).
Además, las megalópolis, los centros de la moda, se renuevan a diario y la explosión
demográfica implanta otras normas de trato, más directas y menos rígidas.
Los manuales tradicionales del comportamiento en América Latina (el Catecismo del Padre
Ripalda, el Manuel de Carreño, la autoridad indiscutida del paterfamilias) vienen a menos por
la prisa de ajustarse a la modernidad. Y en este contexto, el melodrama fílmico divide sus
encomiendas: por un lado analiza con crueldad lo que se opone a la modernidad y extrae a su
público de las profundidades feudales; por otro, ratifica mañosamente sus prejuicios, no tanto
por las condenas morales como por el repertorio de frases desesperadas: “Ni pienses en
recoger tus cosas, nada de lo que hay aquí, ni siquiera mi corazón.”
El melodrama incorpora las tramas que ninguna memoria ni la de sus autores podría retener,
los close-ups que santifican a las pecadoras, los éxtasis musicales, los diálogos y los monólogos
del arrebato. Y los espectadores deciden que en la reiteración está el gusto y miran con
sorpresa lo que han visto toda su vida. ¿Tienen una conciencia estricta del melodrama? Sí,
desde luego, pero a su manera, porque, como se quiera, sólo en la década de 1970 se cancela
la actitud que califica de melodramas los productos que rechaza. Apenas en fechas recientes se
goza del melodrama, así con ese término y con la asistencia de un recurso: localizar el humor
involuntario y burlarse de lo que conmovió a las generaciones anteriores.
Hay dos etapas perceptibles del melodrama fílmico en América Latina. La primera, que va de
1935 a 1955 o 1960, aproximadamente, es la marcada por el estilo comunitario (las vecindades
del cine mexicano, los conventillos del cine argentino, el gusto por las chanchadas del cine
brasileño), por la indistinción en suma entre las reacciones del grupo y la de cada uno de sus
integrantes. A la segunda, orientada por las divulgaciones de Freud muy señaladamente, la
aparición del inconsciente entre los haberes personales, la distinguen las dudas sobre la
sinceridad, parte del acceso a la modernidad.
Del melodrama teatral al thriller, el melodrama domina con plenitud el siglo XX. La crítica no lo
afecta en lo esencial y ni la política ni la enseñanza del nacionalismo ni la catequesis se atreven
a prescindir del aliado indispensable. Los dramones distribuyen sus lecciones: si se sufre a solas
se pierde lo mejor del sufrimiento, la vida es una trampa gigantesca de dolores que se callan o
se gritan, movilizados por frases terribles. Y es un rito semanal asistir a versiones distintas del
acabóse de un núcleo familiar disuelto por el llanto.
errante en la sombra
te busca y te nombra...
a un dulce recuerdo
Los tangos suelen ser historias interpretadas como cuentos de la vecina o el pariente, o como
las memorias culpables donde el pasado resucita a la luz del lunfardo:
la vi esta madrugada
salir de un cabaret.
bajo la nuez.
en un requiesca in pache
Fiera venganza la del tiempo ... El personaje confiesa su historia: “Y pensar que hace diez años/
fue mi locura/ que llegué hasta la traición por su hermosura”. Y otro género muy popular
también en América Latina, la canción ranchera, es melodramática porque el sentimiento
trágico, según la Ideología del Macho, si no lo confiesa todo se debilita:
Los intérpretes no profesionales de estos géneros (es decir, los oyentes) están al tanto: en
materia de melodrama todo es ejemplo y nada es advertencia, y la canción popular es un
intermediario entre las penas y su registro perdurable, entre los abandonos y su fraseo
entrañable, entre la juventud (momento mitológico) y su eternización en la memoria. Las
canciones son el puntal del melodrama, cuyo uso en el cine latinoamericano no deriva de las
pautas de Hollywood, sino del papel efectivamente central de la música en el imaginario
melodramático de sus abonados sentimentales (casi todos).
La telenovela: melodrama que se alarga, espectadores que rejuvenecen, trama que ni ‘Funes
el memorioso’ podría recapturar
¿En qué se aparta la telenovela del melodrama teatral y fílmico? En la trama ajustable a las
demandas o indiferencias del público que impone doscientos capítulos de más o finales
abruptos; en la intromisión de los anuncios comerciales que negocian al infinito la catarsis; en
las seguridades del espectador “faltista” (nada se pierde con no ver un capítulo, porque de
hecho el argumento es secundario y lo significativo no es el precipicio de enredos y pasiones
contrariadas, sino la dicha de asomarse al paisaje inabarcable que todo hecho narrativo
contiene); en la certeza del “canje provisional de la identidad”: este personaje es como yo, o
yo debiera ser como él, o a mí no me gustaría hallarme en su lugar.
Porque me di cuenta que no podía irme de esta vida habiendo sufrido tan poco”
De acuerdo a los códigos del melodrama, la obligación del pobre es sufrir, y la del rico es
engañarse pensando que el paraíso comienza en el cúmulo de propiedades. Ya para 1980, se
desintegra la estructura ideal de la telenovela, donde la dicha de la desdicha lo era todo, y la
atención se centra en la hazaña mnemotécnica de retener los abismos de la trama. Se diluyen
las emociones propias de los espectadores del melodrama tradicional y, algo básico, son otros
los escenarios, por lo común de una clase social indefinida, entre la clase media y la burguesía
sin ostentaciones. Se jubila visualmente a la pobreza, antes ensí misma melodramática (un
conjunto de viviendas populares es peor augurio que una tormenta), y se renuncia a la
estrategia del determinismo que trasladaba la mala suerte de la escenografía a los
sentimientos.
Se critica a las telenovelas por su “maniqueísmo” y su división simplista del mundo en buenos
y malos. Desde la industria se responde durante un tiempo: no hay maniqueísmo (quién sabe
qué es eso) sino demanda de público. Luego, al agotarse el esquema tradicionalista, las
exigencias del consumo exigen una complejidad creciente, donde, así sea hipócritamente, ya
se admiten temas prohibidos. La pareja que no pasó por el matrimonio, los gays, etcétera. Una
consigna actual busca matizar los personajes: “Ni ángeles ni demonios”, es parte de una
reconstrucción de las telenovelas, que tardaron demasiado tiempo en admitir la metamorfosis
profunda de la moral social. Y la industria de la telenovela se enfrenta al enemigo tradicional y,
de modo involuntario, al gran apoyo del melodrama: la censura, que en aras del rating acepta
a los personajes complejos, a la divulgación de psicología y sociología, al habla cotidiana, a una
estrategia comercial basada superficial pero drásticamente en la madurez del público.
La televisión privada no lo ignora: salvo muy contadas excepciones, los santos carecen de
rating o de ranking. En cambio, un villano es una aportación del melodrama perfeccionada por
la certeza de la impunidad del capitalismo salvaje. La nueva telenovela se propone incorporar
las nuevas formas de vida y de expresión verbal porque de otra manera se deshace del público
que ni siquiera tiene ganas de reírse del melodrama tradicional y sus variantes.
Los melodramas fílmicos proporcionan en el siglo XX estereotipos, que cada diez o quince
años, al provocar ya la risa, demandan expectativas. Se pasa del estremecimiento del alma al
estremecimiento del choteo. Los estereotipos que circulan son los antiguos lugares comunes
modificados por la ironía y el sarcasmo. Lo “sagrado” persiste, pero a sus horas. Y el
oportunismo de la industria de la telenovela la lleva a renunciar a la herencia del melodrama
para de manera todavía incierta encontrar en los nuevos usos y costumbres la zona catártica.
Se extinguen en las grandes ciudades las alternativas a la vida áspera, regimentada por la
violencia. La pobreza vuelve a ser un escenario de moda al no poner de realce el moralismo
sino la estética de la fealdad. El thriller , mezcla de aventura, drama policíaco, drama amoroso,
y violencia última, es un traductor eficaz de la actualidad de jueces y comandantes corruptos,
de edificios ruinosos, de sexo que se prodiga con indiferencia, de cocainómanos y
heroinómanos. El narco corroe el sistema de justicia, genera nociones efímeras de la vida,
vigoriza la crueldad y la violencia, exalta la impunidad y potencia la sensación de aislamiento
en medio de la multitud. Y si el thriller no permite la morosidad de los sentimientos y actúa “a
brochazos” para describir las vidas que se extinguen furiosamente a los 25 o los 30 años, el
melodrama continúa, aliviado por el cinismo que sólo concibe a lo romántico si lo ubica en un
museo. En la realidad, ya no opera el destino sino la operación que va de una computadora a
otra, de una casa de bolsa a otra, de un grupo financiero a otro, de un crimen a otro. Al estar
“globalizado”, el destino o como quiera llamársele cobra múltiples formas y ya no es lo que se
ensaña con el individuo sino loque minimiza a la gran mayoría que se llama especulación
financiera, narcotráfico, prepotencia gubernamental, corrupción policíaca, terrorismo de
índole variada.
En materia de melodramas, el público (lo general) y el espectador (lo aún más general) se
transforman al límite y se mantienen fieles a su primera devoción, todo a lo largo de un siglo.
Al comienzo, el melodrama es la escuela tiránica a cuyas enseñanzas todos se someten. ¿Quién
podría discrepar del castigo a los pecadores, quién se opondría a la tesis teocrática: el pecado
es la huída del ordenamiento divino y, por tanto, es en sí mismo el caos? Y el espectador y el
público, vueltos una sola entidad, arrancan del melodrama la sabiduría que se reparte en
frases memorizadas, gestos arquetípicos, decisiones que desembocan en la autocompasión,
certidumbre de que la vida es la continuación del melodrama sin otra caída del telón que los
Santos Óleos o el acta de defunción.
El devoto de los melodramas fílmicos se sumerge en la sala de cine o en el cobertizo del
pueblo, dispuesto a entrenarse para la hazaña magnífica: vivir en un mundo adverso (El
melodrama es un género dirigido a los vencidos de antemano que radican su única
oportunidad de triunfo en su condición misma de espectadores). El público se unifica ante los
acontecimientos de la pantalla, suspira, ríe, llora, se recupera como la única persona
concebible. Al concluir esta etapa, se extrae del melodrama la madurez posible, que es con
frecuencia la obtención de elementos estéticos para sobrellevar los dramas domésticos o
incluso la sordidez.
La telenovela diluye las técnicas del melodrama porque carece de las ventajas de la
continuidad estricta, pero sus ventajas son numerosas, y la primera de ellas es la dimensión
demográfica del público, siempre contabilizable en los millones de personas que contemplan al
mismo tiempo una serie de éxito. Al intervenir la demografía, la telenovela se convierte en un
genuino idioma de los países de habla hispana, y concentra su poder persuasivo no tanto en
los personajes como en las atmósferas. Siempre, el medio social es el protagonista culminante,
aunque no lo parezca así en relatos de cenicientas, de princesas que se hacen a sí mismas, de
familias que luchan por el poder para no tener que reunirse los fines de semana. Y el
espectador ve en el melodrama al equivalente de un hecho turístico: existe esta telenovela
donde los personajes aún disponen de tiempo que dedicar a su vida privada.
Al diluirse la fe en los rituales catárticos, el melodrama se limita aún más y parece condenado a
la banalización no obstante su dominio de las masas y precisamente gracias a esto. ¿Cómo
poner al día la historia de la anciana muda que vive con sus ojos todas las pasiones, o la de la
madre que abandona a su hija recién nacida y no consigue recuperarla, o la del hombre tan
bueno que al ser acusado injustamente no se defiende para no contrariar el designio de Dios?
El avasallamiento de la razón cínica, la crítica a la cursilería, la desaparición gradual de la
censura, la imposibilidad de concentrar una carga emocional con cortes cada tres minutos, en
suma, todos los detalles de la vida urbana de hoy, deshacen el influjo del melodrama, o eso
parece.
O eso parece. En la década de 1990 surgen los talk shows, o como se les dice en Norteamérica,
los reality shows , esas concentraciones de seres atraídos por la confesión al aire libre. De
modo paulatino, los talk shows, iniciados en Norteamérica y regionalizados con celeridad por
conductoras como Cristina Saralegui, le devuelven al melodrama su impulso de epopeya
peleonera, divertida y lacrimógena por la vía más sencilla: transferir el peso de los argumentos
y los monólogos enardecidos de la industria del espectáculo al espectador.
Al cabo del larguísimo periódico histórico en que el melodrama es la pedagogía sentimental y
la guía para el manejo de las situaciones familiares y las crisis de la pareja, el público, o mejor,
las infinitas manifestaciones individuales del público, toman la palabra. El momento es el
adecuado, al verificarse el cumplimiento de la profecía de Andy Warhol: en el futuro todos
tendrán derecho a quince minutos de fama. Todo se combina: las divulgaciones freudianas y
post-freudianas, el tamaño inverosímil de las ciudades, la indiferencia ante las opiniones
ajenas (el derrumbe de qué Dirán), la pérdida del miedo al ridículo y el hambre de
protagonismo. “Sólo sé que existo si la cámara me capta”. Las cámaras de televisión sustituyen
a la Historia, a la Gran Familia, a la mirada de reconocimiento de la sociedad en pleno. Y el
Control Remoto es lo más parecido a la inclusión en el porvenir.
El conductor o la conductora del programa elige el tema y los participantes le aportan sus
biografías, tanto más elocuentes cuanto que al decirse por vez primera en público sorprenden
enormemente al biógrafo que es el autobiógrafo. “De manera que mi vida es así de
interesante. ¡Quién lo hubiera pensado!” Los temas son inagotables: las parejas que no se
soportan porque sólo las une el interés sexual y no el amor por la buena música, las esposas de
strippers que no se encelan porque éstos se desnudan ante un público variado (que incluye
mujeres), las mujeres con senos grandes o con senos pequeños, las madres de diez hijos
preocupadas porque en contra de las estadísticas ninguno de ellos es gay, las parejas de
lesbianas que sólo riñen al mediodía, los machos de voz tipluda... Los temas invitan a la
especialización de obsesiones y usos del tiempo.
El melodrama se potencia gracias a los talk shows o reality shows en una etapa de inusitado
esplendor. No sólo no ha muerto, ahora el secreto de su éxito está por fin en las manos de su
querido público.