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JESÚS ESPASANOíN LÓPEZ/ PABLO IGLESIAS TURRIÓN

(COORDS.)

ACCiÓN COLECTIVA Y PODER POLíTICO

XAVIER ALBÓ
DENISE Y. ARNOLD
MARTA CABEZAS
JESÚS ESPASANDflN LÓPEZ
ÁLVARO GARCfA LINERA
PABLO IGLESIAS TURRIÓN
PABLO MAMANI RAMíREZ
FRANKLlN RAMíREZ GALLEGOS
SILVIA RIVERA CUSICANOUI
ALlSON SPEDDING
PABLO STEFANONI

,
CON ENTREVISTA A ALVARO GARCíA LINERA
(VICEPRESIDENTE DE BOLIVIA)

PRÓLOGO DE FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

EL VIEJO Topo

..
Edición propiedad de Ediciones de Intervención CulturallEl Viejo Topo
Imagen de cubierta: Zacarías García
Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión Técnica: Isabel López Arango
ISBN: 978-84-96831-25-4
Depósito legal: B-32.332-2007
Imprime Novagráfik
Impreso en España
CAPÍTULO 4

GÉNERO, ETNICIDAD y CLASES SOCIALES:


LA MUJER EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Y MOVIMIENTOS DE MUJERES

DENISE Y. ARNaLO y ALIsaN SPEDDING P.

1. INTRODUCCiÓN

Para contextualizar mejor los nexos entre género, etnicidad y clases so-
ciales en los varios levantamientos sociales que se produjeron en Bolivia en-
tre 2000-2005, aclararemos en primer lugar lo que entendemos por "mo-
vimientos sociales" y los espacios de cambio generados por ellos'.
Percibimos en los movimientos sociales un aparato movilizacional capaz
de influir en los procesos de mejoramiento de la democratización, especial-
mente en países de América Latina como Bolivia. En un nivel más ambi-
cioso, diremos que estos movimientos buscan la constitución de lo que el
sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos llama una nueva gramá-
tica de inclusión social, la que podría cambiar las relaciones de género, raza,
etnia, e incluso revertir la apropiación privada de los recursos públicos. El
proceso para constituir esta nueva gramática social de inclusión podría, en
algunos casos, conducir a una nueva forma de relación entre el Estado y la
sociedad, lo que implica, a su vez, la introducción del experimentalismo en
la propia esfera del Estado. Este proceso, en algunas instancias, podría
incluso transformar el propio Estado en un novísimo movimiento social
(Santos, 1998: 59-74; 2004: 23).
En este sentido, un movimiento social describe a una agrupación o apa-
rato movilizacional que comparte una posición y determinados intereses,
por ejemplo, la reversión de las exclusiones previas de género, raza y etnia.

l. El presente capítulo elaborado especialmente para Bolivia en movimiento se basa en


el libro de las mismas autoras, Mujeres en los movimientos sociales en Bolivia, 2000-2003.
La Paz: CIDEM e ILCA, 2005.

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En este caso, no es adecuado llamar "movimiento social" a lo que sería más
apropiado llamar "organizaciones populares", como por ejemplo los sindi-
catos agrarios, juntas vecinales, jubilados, desempleados y cualquier otro
sector simplemente dispuesto a movilizarse y reclamar frente al Estado.
Consideramos más bien al movimiento cocalero y a las diferentes orga-
nizaciones campesinas (las propiamente sindicales y aquéllas basadas en
autoridades originarias) como movimientos sociales, por la larga duración
de su lucha y sus objetivos claros. Considerar la "guerra del agua" como un
movimiento social, en cambio, nos genera muchas dudas porque, si bien
fue dirigida por determinadas cúpulas para revertir la apropiación privada
de los servicios públicos, en este caso el agua (por la transnacional Bechtel
Corporation), en el fondo, las varias agrupaciones que la protagonizaron
no tenían intereses comunes ni siquiera respecto del agua. Solo el golpe
coyuntural del "tarifazo" (la elevación de los cobros por el servicio, hacia
fines de 1999) los unió y, una vez derrocado, el movimiento se deshizo
muy pronto.
No obstante, esta fugaz unidad de la guerra del agua nos demostró dos
tendencias adicionales de los movimientos sociales en Bolivia. Una de ellas
es su potencial para vincularse (vía las redes de las nuevas tecnologías) con
otros movimientos a nivel mundial, en este caso el movimiento antigloba-
lización. Según los debates en aquellos días, se trataba de un "capital sim-
bólico" de ideas en torno al agua como recurso natural y en contra de su
privatización como un lema del movimiento anti-globalización a nivel
mundial (ef Schmidt, 2005). Otra tendencia es el poder de crecimiento de
los movimientos sociales mediante la acumulación de varias formas de
capital (social, simbólico), hasta tener el capital político suficiente para
cambiar el mismo Estado. Un ejemplo es la guerra del gas de octubre de
2003. Su inmenso capital simbólico, que unió a mujeres y hombres por
igual a favor de la "nacionalización del gas", logró primero la huida del
entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada (en octubre de 2003) y
luego, con la removilización de El Alto en mayo-junio de 2005, la renun-
cia del posterior presidente Carlos Mesa, y el ocaso del poder del partido
MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) que tuvo influencia
desde 1952.

2. Los ESPACIOS DE CAMBIO GENERADOS POR LOS MOVIMIENTOS SOCIALES

En el mismo marco, otra característica pertinente de los movimientos


sociales es que, si bien sus identidades se conforman en redes sociales su-

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mergidas y periodos más o menos prolongados de incubación, también
una parte importante de esta conformación de identidades ocurre en la
esfera pública, en el proceso de negociación con el Estado, sobre todo en
torno con la apertura de nuevos espacios de la ciudadanía.
Así, el movimiento de los colonizadores en Bolivia surge como resulta-
do del éxodo masivo de las poblaciones de las tierras altas a las regiones de
colonización como consecuencia de la reforma agraria de 1953. Asimismo,
el movimiento generado en la guerra del agua es resultado de las conse-
cuencias de las políticas estatales de la privatización de servicios como el
agua en la década de los 80 y la consecuente alza incontrolada de tarifas pa-
ra los usuarios en los años posteriores. De modo parecido, el Movimiento
Sin Tierra surge en el contexto de la nueva legislación agraria (la Ley INRA
de 1996) y su lenta (y deficiente) aplicación. El movimiento cocalero, a su
vez, se conforma en respuesta a las políticas nacionales e internacionales de
erradicación de cultivos excedentes de coca (y de "guerra contra las drogas").
Es decir, los movimientos sociales se conforman, en parte, en oposición a las
políticas del Estado actual. En este espacio creativo, se conforma una produc-
ción intelectual distinta y se crean identidades específicas basadas en la
memoria social e histórica del grupo, sea por género, etnia o clase social.
Por eso, su lucha es a veces legalista y fuertemente enmarcada en "lo de-
mocrático", en su intento de llamar la atención de sus miembros y aliados
sobre las "ausencias" en las políticas estatales actuales que no permiten su
plena inclusión. Es legalista también en la protesta por los incumplimien-
tos del Estado actual en el marco de los derechos nacionales e internacio-
nales. De manera más concreta, lo que buscan los movimientos sociales es
una extensión de los derechos civiles y sociales en los que se debe incluir sus
demandas. En parte, el éxito de su desempeño depende del grado en que
se podrían insertar sus demandas en los protagonismos públicos (el "mains-
treaming' o corriente principal) de los asuntos de debate a nivel regional,
nacional e internacional.
En esta gama de posibilidades se encuentran las diferentes posiciones de
las mujeres en los movimientos sociales: algunas buscan la igualdad de
derechos y la inclusión social, a la par con la pugna de los (y las) negros;
otras mujeres buscan la equidad de oportunidades y de representación en
sus posibilidades de participar en la ciudadanía en general; y otras buscan
reivindicaciones históricas en que los temas de raza y etnia están entrelaza-
dos con las cuestiones de clase y género; y aun otras (Mujeres Creando, por
ejemplo), plantean los discursos más radicales para crear un sistema distin-
to y paralelo de poder, en una versión específicamente femenina de la ciu-
dadanía. Otros puntos de vista asumen que los impactos más importantes

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de los movimientos sociales tienen lugar en la conciencia de sus participan-
tes. Pero si esta nueva conciencia no se expresa a través de cambios concre-
tos en sus conductas (públicas y privadas, o ambas), entonces es difícil
identificar cuáles han sido los logros de la movilización. Gledhill, en su
libro Power and its disguises. Anthropological perspectives on politics (2000),
considera que tales posiciones no son otra cosa que un "fetichismo de la
autonomía" y cuestiona la idea de que un movimiento sólo "gana" si logra
mantenerse fuera del Estado (¿aun a costa de no ver implementada ningu-
na de sus propuestas?). En la práctica, en temas como el de la tierra, por
ejemplo, estos movimientos necesariamente tienen que pasar por el Estado
si se trata de conseguir los derechos anhelados.

3. MUJERES y MOVIMIENTOS SOCIALES EN AMÉRICA LATINA

La institucionalización, a veces llamada la "ONGenización" de la socie-


dad civil, también ha afectado al movimiento feminista y las políticas de
género (ver Barrig, 2001). Inicialmente encabezado por mujeres militantes
de partidos de izquierda, el movimiento feminista pasó en los años 80 a
manos de las ONGs. Desde allí, estas instituciones, junto a algunas repar-
ticiones estatales, han sido los actores más importantes en la difusión de la
politización del género. Según estas políticas oficialistas, se suele asumir el
predominio de la familia patriarcal con sus ideologías complementarias de
machismo para los hombres y de marianismo para las mujeres. Esto tien-
de a encerrar a las mujeres en la esfera doméstica y justifica el control de
su sexualidad por parte de los varones de la familia, sobre todo si ellas tra-
bajan fuera de la casa. Pero en la práctica, los mismos cambios económicos
que han inducido a más mujeres a trabajar fuera de la casa y que han limi-
tado la capacidad de los hombres de ser el único o al menos el principal
proveedor de la unidad doméstica, han socavado la efectividad de estas
ideologías. Así, para una mujer puede resultar preferible conformar una
familia matrifocal ("jefatura femenina") en vez de formar parte de una uni-
dad nuclear que incluye a varones adultos. Asimismo, el "ernpoderamien-
to" femenino puede también traer consigo mayores niveles de violencia
intrafamiliar.
En los hechos, el activismo femenino en los movimientos populares no
necesariamente erosiona el patriarcalismo, sobre todo cuando este activis-
mo es restringido a los campos de "intereses femeninos" definidos por los
hombres. ¿Se podría aplicar este concepto a las organizaciones de "amas de
casa" mineras? Del testimonio de Domitila Chungara (conocida dirigente

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de ellas) se desprende que hacía otras cosas aparte de ser ama de casa, pero
parece que el rol doméstico fue tomado como primario. En esto, hay un
contraste con las mujeres cacaleras, que también son amas de casa, pero se
definen por su actividad productiva extra-doméstica. Teóricamente, si el
movimiento se basa en la clase social, el líder podría ser tanto mujer como
hombre".
La conocida asociación de la mujer con la esfera de "lo privado" y el
hombre con "lo público" caracteriza muchos estudios de los años 90. Por
ejemplo, el trabajo de Cecilia Blondet (I990) sobre los asentamientos de
invasión en Lima demuestra que el activismo de las mujeres en fundar y
mantener la barriada las llevó a cuestionar la "jefatura" del varón dentro de
una casa en la que él había hecho muy poco para establecerla. Sin embar-
go, el mismo estudio demuestra que cuando ellas organizaron trabajos
comunales, la instalación de agua potable por ejemplo, esto fue visto como
una extensión del espacio doméstico; es decir, que mientras los hombres
seguían encabezando las marchas de protesta, manteniendo así la asocia-
ción del varón con lo público, la mujer se mantenía en el ámbito privado
y doméstico.
Algo parecido sucedió en las ciudades bolivianas. Una vez establecida la
barriada y los servicios básicos, la organización comunal se debilitó y, en el
caso de las mujeres, fue reemplazada por los clubes de madres de estilo asis-
tencialista apoyados por los partidos políticos. Otra vez se volvió al clien-
telisrno y sus secuelas, es decir, el caudillismo y la competencia entre muje-
res líderes (de pasear de club en club según los beneficios disponibles en el
momento). Además, estos clubes agruparon solo a mujeres que no salían a
trabajar fuera de la casa. Con la crisis económica a fines de los años 70, las
ofertas de estos clubes ya no eran suficientes y volvieron a surgir organiza-
ciones de base, por ejemplo las cocinas populares y los intentos de vincu-

2. Así dice Gledhill, sin detenerse a preguntar si la clase social se define de la misma
manera para una mujer como para un hombre. De hecho, en el análisis social clásico, donde
la clase se basa en el trabajo extra-doméstico y la posesión de bienes capitales, ambos propios
solo de los varones en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, las mujeres no tenemos
clase social propia: de solteras, tenemos la clase de nuestros padres, y de casadas, la de nues-
tros maridos (que presupone que, si la clase de origen de la mujer es distinta a la de su mari-
do, ella es asimilada a la clase de él después de casarse; no mantiene su clase de origen una
vez casada). No se ha llegado a analizar el trabajo doméstico en términos de clase (por ejem-
plo, qué significa realizarlo personalmente versus tener una sirviente que lo haga). El surgi-
miento del feminismo ha coincidido en gran medida con el eclipse del análisis de clase den-
tro de las ciencias sociales, fomentado por la difusión del "feminismo de la diferencia" más
basada o en el psicoanálisis y en la crítica literaria y enfocando la sexualidad y el discurso
antes que en cuestiones como la división de trabajo y la posesión de recursos.

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larse con sindicatos (¿será éste un intento de volver a unirse esta vez con las
mujeres que sí trabajaban fuera de la casa?).
Blondet concluye que, si bien con limitaciones, estos procesos fueron
positivos para las mujeres en términos de ampliar su participación política,
pero si es así, entonces los clubes de madres de Lima-Perú tenían una base
más orgánica que sus homónimos en Bolivia. Estos últimos fueron muy
difundidos durante la década de los 80, cuya razón de ser fue organizar la
distribución de alimentos donados, una actividad acompañada de un pro-
ceso que Rivera (1996: 79) llama la "maternalización de las mujeres", pues-
to que solo las mujeres en edad reproductiva y con guaguas podían recibir
los alimentos. No les faltó razón a las mujeres mayores del ayllu Qaqachaka
cuando calificaron a estos clubes como "fábricas de wawas"3 (Arnold y
Yapita, 1996: 368). Una vez que se puso fin a las referidas donaciones, los
clubes desaparecieron.
Algunos estudios más recientes hacen reto al nexo esencialista entre la
mujer con lo privado o doméstico y el hombre con lo público. Por ejemplo
Weismantel, en su ensayo "Ciudad de mujeres" (1998), demuestra que los
mercados en los Andes son espacios públicos plenamente bajo el control de
las mujeres. Asimismo, Jesús Flores y otros (2006), en un estudio sobre la
participación de las mujeres alteñas en la guerra del gas de octubre de 2003,
demuestran que una parte fundamental de su acción política (sea en las ac-
ciones colectivas y en la vida cotidiana) fueron las estrategias que ellas desa-
rrollaron para abastecerse, en base a su control de los mercados.

4. BOLIVIA: LOS MOVIMIENTOS DE LAS MUJERES Y LAS MUJERES EN LOS


MOVIMIENTOS

Un prejuicio común en Bolivia es pensar que el feminismo es una ten-


dencia del Norte", Sin embargo, el primer Congreso Feminista de Bolivia

3. ~wa: "bebé" o "niño/a pequeño/a" en aymara y quechua.


4. En la historia del feminismo es habitual hablar de dos olas de movimientos feminis-
tas en Occidente. La primera, que se inició en la segunda mitad del siglo XIX, enfoca los
derechos legales de las mujeres que sufrían diversas discriminaciones; su activismo se redu-
jo una vez que se consiguió la igualdad formal en el campo político y educativo. Esta etapa
se extendió hacia América Latina, aunque los gobiernos tardaron mucho más en otorgar
el voto a las mujeres. La segunda ola del feminismo en el Norte se inició entre 1960 y
1970. Se debió, en parte, a la insatisfacción de las mujeres, que si bien tenían el acceso a
la educación superior y a la vida pública, los hombres todavía ocupaban la inmensa mayo-
ría de los puestos profesionales y los cargos superiores, a la vez que la desigualdad en la

160
j
se realizó en el año 1936, presidido por agrupaciones de mujeres cultas, de
elite, como el Ateneo Femenino (Zabala, 1995: 32; Medinaceli, 1989), en
tanto que las mujeres obreras ya conformaban la Federación Obrera Feme-
nina en 1927 (Lehm y Rivera, 1988). Mientras las obreras perseguían de-
mandas sindicales como la jornada laboral de ocho horas, las mujeres de
elite se concentraron en los derechos civiles, en particular en el derecho al
voto, algo que consiguieron bajo la figura del sufragio limitado en las elec-
ciones municipales de 1946. Estas diferencias de énfasis entre las mujeres,
por cuestiones de clase social, entre las demandas abiertamente políticas de
las mujeres de base, en comparación con las demandas de las mujeres de
elite, expresadas en términos de las "necesidades" de sus clientes, y mane-
jadas desde la tecnocracia de género, continúa en la actualidad (Arnold y
Spedding, 2005: 209).
En 1952 se otorgó el voto universal a todas y todos los bolivianos (ma-
yores de 21 años), incluyendo a las y los analfabetos. Las mujeres politiza-
das estaban subsumidas como "las barzolas'" en el Movimiento Naciona-
lista Revolucionario (MNR) , mientras la oposición pasó a ser dominada
por partidos de izquierda con ideologías marxistas más o menos ortodoxas.
Se consideraba que los problemas de género, al igual que los problemas ét-
nicos, iban a solucionarse de manera automática, una vez vencido el ca-
pitalismo; por tanto, no era necesario prestarles atención y cualquier inten-
to de insistir en ellos fue tomado como una actitud que dividía a la clase
obrera. Si es que existía por ejemplo la violencia conyugal en el proletaria-
do, se debía únicamente a la opresión capitalista, no era un problema de
los obreros mismos.
A partir
,
de 1979, con la conformación de la CSUTCB (Confederación
Sindical Unica de Trabajadores Campesinos de Bolivia), de tendencia kata-
rista, la problemática étnica logró una voz propia en el escenario político,

vida doméstica no mostraba cambio alguno. Por otra parte, hubo mujeres jóvenes que
habían participado en la llamada Nueva Izquierda, en las movilizaciones en contra de la
guerra de Vietnam yen las comunidades hippies. Estas mujeres llegaron a concebirse como
feministas como consecuencia de las humillaciones que sufrieron (. ..) por parte de sus colegas
masculinos en los movimientos sociales de los años 60 (Mueller, 1994: 302). Tanto la prime-
ra como la segunda ola incluían corrientes de feminismo burgués o reformista -que busca
mejorar la posición de las mujeres dentro de los sistemas económicos y políticos estableci-
dos-o Solo la segunda dio lugar a las corrientes de feminismo radical, que considera que
las mujeres no serán realmente liberadas si no se deshace todas las estructuras de la socie-
dad actual para refundarlo sobre nuevas bases que no sean patriarcales.
5. María Barzola fue una mujer minera que murió en la represión militar de una huel-
ga. Su apellido fue adoptado para referirse a las secciones femeninas dentro del partido
MNR.

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pero dentro de esta corriente los problemas de "las mujeres" o "el género"
todavía se perciben como una influencia extraña que solo sirve para dividir
el movimiento. Aquí se repiten los mismos argumentos; la diferencia radi-
ca en que el colonialismo reemplaza al capitalismo como causa de las
inequidades de género, ya que se cree que en la cultura indígena "pura'
habría una equidad absoluta entre mujeres y hombres.
Se puede decir que a principios del siglo XXI, en Bolivia la división entre
el feminismo reformista y el feminismo radical se mantiene en pie. El radi-
calismo tiene como su principal y casi único representante (al menos en el
nivel público) al grupo Mujeres Creando. Sus novedosas estrategias de pro-
testa y publicidad (graffitis, filmación de desnudos masculinos en la calle,
etc.) han sido exitosas en cuanto a captar la atención mediática, pero su
preferencia por la confrontación antes que por la colaboración y sus ten-
dencias sectarias, han restringido la ampliación de su postura más allá de
algunas incondicionales.
El feminismo reformista o liberal está encabezado por las exponentes de
la "tecnocracia de género" (Monasterios, 2004: 52-54). En Bolivia, como
en otros países llamados subdesarrollados, esta variante de feminismo ha
sido fuertemente influida por las conocidas políticas mundiales, primero
aquélla de "mujeres en desarrollo" y luego aquélla de "género en desarro-
llo". El hecho es que las ONGs y en menor grado ciertas reparticiones esta-
tales, son las únicas vías en un país como Bolivia donde las mujeres con
interés en realizar un activismo feminista en un nivel más allá de su vida
privada, pueden encontrar un apoyo económico.
En términos de investigaciones sobre el tema, el limitado financiamien-
to y conocido conservadurismo de las universidades públicas y la orienta-
ción comercial de las universidades privadas no han permitido la apertura
de carreras de "estudios de mujeres" (que tuvieron bastante aceptación en
Estados Unidos, por ejemplo), ni siquiera institutos académicos con una
orientación netamente feminista. Los temas de género no figuran oficial-
mente en los programas de carreras universitarias, y si se trata el tema, es
por iniciativa propia de alguna docente.
Las ONGs "de mujeres" tampoco han desatendido la investigación so-
bre temas de género, pero se encuentran limitadas por las directivas de sus
financiadores y la necesidad de encajar sus actividades dentro de los fines
desarrollistas y en congruencia con las políticas del Estado. Esta tendencia
se combina con la composición de clase del personal (sobre todo, el perso-
nal en nivel de toma de decisiones) de las ONGs y los viceministerios que
se ocupan de "la mujer". Hasta ahora aquel personal ha sido constituido
por mujeres de clase media o alta con estudios universitarios y, por tanto,

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clasificadas como mistis (mestizas) o "blancas'", con pocas excepciones. Solo
con el gobierno del MAS la presencia indígena es más fuerte. Esto ha tenido
al menos dos consecuencias. La primera es la de asumir actitudes "rnater-
nalistas" (la versión femenina del paternalisrno) hacia las mujeres de clase
baja, que son la "población meta" de sus actividades -articulando o re-
presentando "sus demandas" (las que ellas parecen incapaces de identificar, o
las expresan en términos que no son aceptables para los programas estatales
e internacionales). La segunda consecuencia es el rechazo popular a cualquier
iniciativa que se ve asociada con "el género" o, aún peor, con "el feminismo',
porque son vistas como provenientes de una clase social o una etnicidad
ajena y por tanto, irrelevantes y hasta destructivas del entorno propio.
Ciertos rechazos al feminismo se deben a la simple ignorancia y otros
proceden de varones que se sienten amenazados por cambios sociales que
cuestionan su posición de superioridad frente a las mujeres. Se les puede
atribuir mayor razón a los rechazos basados en la diferencia de clase, sobre
todo cuando son provocados por programas o actividades que ignoran las
realidades de las mujeres "meta" y tratan de imponer preocupaciones que
corresponden a otro contexto social. Sin embargo, una posición política no
se invalida simplemente en base de la clase de personas que lo exponen:
Marx y Lenin no eran precisamente obreros fabriles, y nadie ha desestima-
do el marxismo por ese motivo.
Deere y León, en su libro Género, propiedad y empoderamiento: tierra,
Estado y mercado en América Latina (2000), estudian la inequidad en la pro-
piedad de tierra según el género. Concluyen que este tema no puede ser reme-
diado sin la intervención activa de las mujeres rurales organizadas, en colabo-
ración con mujeres en puestos gubernamentales, como congresistas y funcio-
narias de ministerios. Estas últimas, inevitablemente son burguesas en su gran
mayoría. Se ha criticado también las políticas de cuotas para mujeres en las
candidaturas electorales, al suponer que estas políticas representan solo la pre-
ocupación y el interés de las mujeres de elite. Si bien las mujeres de elite son
las primeras en postular a tales espacios, al mismo tiempo estas políticas han
abierto también candidaturas para las mujeres de origen popular.
Dentro de estos espacios, hay debate sobre la mejor manera de organizar
la participación de las mujeres en cualquier organización, desde una unidad

6. En el contexto boliviano, "mestiza" o "blanca" refiere más a la posición de clase


(media o burguesa) de la persona que a sus ancestros o el color de su piel; una "blanca'
boliviana no necesariamente sería considerada de "raza blanca" en Europa, pero sí va a
tener un estilo de vida (ropa, consumo cultural, erc.) de tipo occidental. Lo que los euro-
peos llamarían "blancos" son conocidos como "gringos".

163
b _
educativa hasta un sindicato. Al respecto, existen tres posibilidades. La prime-
ra es una organización mixta, de mujeres y hombres juntos, sin distinción
formal, en una misma estructura. La segunda nos plantea que la organización
global sea mixta, pero que dentro de ella se establezca una sección u oficina
particular para mujeres (como también puede haber para jóvenes o para un
grupo étnico minoritario, etc.). En Bolivia tenemos, como ejemplos de este
tipo de organización, la Unión de Mujeres Parlamentarias y la Asociación de
Concejalas de Bolivia. Una agrupación en la misma línea es el Foro Político
de Mujeres Políticas, que reúne a mujeres de diferentes partidos yal que se
le atribuye avances que han favorecido a las mujeres, como la Ley de Cuotas.
La tercera opción corresponde a organizaciones independientes de mujeres,
que pueden ser paralelas a las "de varones" (es el caso de "las Bartolinas"? den-
tro de la CSUTCB, aunque las federaciones campesinas "de varones" en rea-
lidad tienen cierto componente mixto) o totalmente independientes. Un
ejemplo de este último caso ce el sindicato de trabajadoras del hogar, aunque
su composición femenina es en realidad una consecuencia de la naturaleza
coyuntural del empleo doméstico en Bolivia.
El problema de las organizaciones mixtas, que son la enorme mayoría
de las organizaciones populares y de los movimientos sociales en Bolivia, es
que en general, si bien las mujeres son afiliadas en pie de igualdad nominal
con los hombres, en la práctica son ellos quienes llegan a ocupar la mayoría
de los cargos directivos. Un ejemplo son las asociaciones de comerciantes en
Bolivia, donde la mayoría de las bases son mujeres, pero los cargos dirigen-
ciales son ocupados por varones.
En las organizaciones campesinas sindicales hay organizaciones paralelas de
mujeres y actualmente se ve la misma tendencia en sus contrapartes urbanas
(incluso en algunas instancias de las COR: Centrales Obreras Regionales).
Pero como veremos, su incidencia es limitada, en tanto que en las organiza-
ciones campesinas "originarias" (que forman parte del movimiento de la lla-
mada "reconstitución de los ayllus") se ha descartado explícitamente esta posi-
bilidad, a favor del ejercicio del cargo en pareja (chachawanm).

5. ¿HAY DEMANDAS DE MUJERES EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES?

Los movimientos sociales en Bolivia tienen una naturaleza "sectorial" en


la que sus bases son la clase y la región, aunque pueden identificarse con

7. Así llamadas por la rebelde indígena Bartolina Sisa, líder de la sublevación de 1780.

164
otros discursos. Incluso en el caso de las organizaciones indígenas, por
ejemplo la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), que
representan los grupos de las tierras bajas, yel Consejo Nacional de Markas
y Ayllus del Qullasuyu (CONAMAQ), que representan los grupos de las
tierras altas, igualmente la clase (rural-campesina, clase baja urbana) y la
región definen sus espacios prácticos de acción, tanto geográficos como
sociales.
Es así que los movimientos o conflictos que establecen coaliciones más
amplias entre diferentes clases o regiones, como los ocurridos en Cocha-
bamba con el agua en el año 2000, o los de 2003 con el tema de los hidro-
carburos, se asemejan más a las "campañas con un solo tema" que a los
movimientos sociales genuinos. La guerra del agua fue descrita como el
surgimiento de una novedosa "política de las necesidades vitales", pero en
realidad no es novedad alguna que las clases bajas, en particular cuando
habitan en barrios urbanos periféricos con pocos servicios, se movilicen
alrededor de demandas de consumo y servicios, y que haya un porcentaje
notable de mujeres en estas movilizaciones -aunque más como una masa
movilizable que como dirigentes.
Los comités de amas de casa mineras en Bolivia demostraron una im-
presionante capacidad de movilización entre 1961 (fecha de la fundación
del primer comité) y 1986 (cuando la relocalización deshizo el movimien-
to minero), pero sus actividades eran siempre subordinadas a la línea cla-
sista y a los reclamos del sindicalismo minero enteramente dominado por
varones: eran un movimiento "para otros" (Zabala Canedo, 1995: 89), a tal
punto que los varones controlaban las elecciones de sus directivas e impe-
dían la entrada de mujeres que amenazaban con desarrollar programas
independientes.
,
Este puede ser un caso extremo, pero el hecho es que en muchos movi-
mientos, como por ejemplo las juntas vecinales o el movimiento cocalero, las
demandas centrales simplemente no pueden ser diferenciadas por género;
más bien son compartidas por mujeres y varones. A veces surgen demandas
específicas relacionadas con alguna actividad femenina (como los tejidos
andinos o la fabricación de hamacas en el oriente del país), pero es difícil
considerar que alcancen el nivel de demandas estratégicas de género, no obs-
tante el valor subjetivo y cultural que tales actividades puedan tener.
Además, la severa restricción social de la identificación consciente como
"feminista" en Bolivia, aunada a la persistencia de actitudes represivas fre-
cuentemente ligadas con la religión, significa que hasta la fecha no ha sido
posible organizar genuinas movilizaciones públicas alrededor de problemas
reales de género, como la violencia conyugal o el aborto; en consecuencia,

165
las tentativas legislativas de enfrentar estos temas no llegan a tocar el meo-
llo social del problema, y aparecen como medidas elitistas impuestas sin
consulta y, por tanto, dignas de ser ignoradas o rechazadas.
Las únicas causas capaces de movilizar a las mujeres, incluso espontánea-
mente "como mujeres", son aquéllas directamente relacionadas con sus roles
de madres y esposas, sobre todo como madres. Esto sucedió en el año 2003,
cuando un grupo de mujeres se juntó en torno a un juzgado para expresar su
condena feroz a la mujer que asesinó a sus dos hijos a cuchilladas en un río
cerca de Caranavi. En otros casos, las mujeres se movilizan en contra de la .
política anterior de hidrocarburos o al exigir más íterns para el magisterio, lo
que sea, en general porque les interesaba la demanda (o porque su organiza-
ción exigía su participación), y no precisamente "como mujeres".
Sobre esto, en primer lugar, no hay ningún motivo para exigir que las
mujeres deban tener siempre demandas explícitas "de mujeres". Proponer
lo contrario sería perpetuar aquellas posiciones vanguardistas que suponen
que una elite iluminada sabe, mejor que los oprimidos en cuyo nombre
hablan, lo que éstos deberían pensar, decir o hacer. En segundo lugar, y esto
es aún más importante, es un error pensar que "las demandas" -de las
mujeres o de cualquier otra colectividad social- existen de antemano y no
hay más que hacer que preguntar a algunos integrantes del grupo en cues-
tión para "recogerlas".
Como dijimos al inicio, un movimiento social es un proceso, no una
entidad hecha. Tampoco es un acontecimiento como las protestas o medi-
das de hecho que atraen la atención pública. La disposición de participar
en un movimiento puede surgir tanto de un hecho concreto (un abuso
estatal, una desgracia personal) como también de un sentimiento difuso de
frustración o desagrado. Otra percepción falsa es que los "pobres", y aún
más, las "pobres" están tan abrumados con su "lucha por la sobrevivencia"
que no tienen tiempo para el descontento existencial, ni interés por am-
pliar sus perspectivas. En cambio, el lujo de ser burgués puede expresarse
en el hecho de disponer de tiempo para verbalizar o racionalizar el descon-
tento, en vez de exteriorizarlo directamente en la acción. En este sentido,
la persona que no puede decir por qué está manifestándose o que señale un
motivo que no corresponda a la razón de los organizadores de la marcha
-como aquella mujer que en una marcha por la nacionalización de los ,,
hidrocarburos, en octubre de 2004, respondió a la pregunta de una perio-
dista "que estaba marchando en contra de los impuestos a los gremiales"-
no actúa necesariamente por motivos inválidos o equivocados (a fin de
cuentas, es el mismo Estado el que promulga no sólo la Ley de Hidrocar-
buros sino también el régimen tributario).

166
Las demandas son importantes, pero es igualmente importante el pro-
ceso de participación en el cual se aprende cómo identificar las demandas,
formularlas, negociarlas y también oponerse a la imposición de demandas
prefabricadas que no corresponden a las posiciones o intereses propios.
Desde la primera ola del feminismo, la participación en espacios sociales ha
sido tanto demanda como meta, yes el prerrequisito para poder formular
y presentar cualquier otro tipo de demanda.

6. EL PROBLEMA DEL NEXO GÉNERO Y "USOS Y COSTUMBRES"

En lo que sigue, vamos a enfocar la participación (o ausencia) de las


mujeres en algunos espacios de los movimientos sociales en Bolivia en la
coyuntura política actual, para luego proceder a considerar las demandas
emergentes que se pueden identificar en este panorama. Una propuesta muy
difundida actualmente es reconocer cierto grado de autonomía política para
las comunidades indígenas, en base a sus "usos y costumbres". Una primera
dificultad es cómo se definen las "costumbres" o el "derecho consuetudina-
rio" en general, y cómo pensar de la relación hombre-mujer en ello.
Por su propia naturaleza, las costumbres y derechos consuetudinarios no
suelen ser registrados por escrito y tampoco son sistematizados. Luego
habría que entender cómo se articulan estas costumbres locales con la ley a
nivel nacional. Los trabajos de joanna Drzewieniecki (1995), relacionados
con el mismo problema en el Perú, son útiles aquí, puesto que ella diferen-
cia entre la "ley consuetudinaria" local con su tendencia a ser oral, y lo que
llama el "derecho indígena", que es el conjunto de normas y reglamentos
jurídicos desarrollados a nivel regional desde la Colonia, mediante las cons-
tantes interacciones entre los sistemas consuetudinarios locales y la ley esta-
tal vigente (sea colonial o republicana).
En este caso, nos falta identificar los principios subyacentes en el dere-
cho indígena actual a nivel regional, por ejemplo en relación con las muje-
res, lo que exige un seguimiento prolongado y detallado de la aplicación de
estos "usos" en una región determinada. Pero en la práctica solo se suelen
realizar algunos talleres donde se recogen declaraciones normativas que no
necesariamente reflejan la complejidad real de las prácticas. El segundo
problema es qué se debe hacer si surge el caso de que esos derechos y cos-
tumbres son "incompatibles con el sistema jurídico nacional" e incluso con
los derechos humanos, tomando en cuenta, por ejemplo, el caso específico
de los principios de equidad de género expresados en la Ley INRA sobre la
cuestión de distribución de tierras.

167
La escasez de estudios empíricos sobre el tema ha conducido a un cono-
cimiento reducido de la variación de costumbres entre diferentes regiones
y una tendencia a generalizar lo poco que se sabe sobre algunos lugares
como válido para otros sitios no investigados. Por ejemplo, las publicacio-
nes de la Subsecretaría de Género y varios libros académicos suelen aseve-
rar que, en las regiones andinas, las mujeres rurales no heredan la tierra;
sólo el ganado. Este concepto va relacionado con una supuesta regla gene-
ral y férrea en la residencia virilocal (la mujer se traslada al lugar de residen-
cia del marido), cuando la evidencia histórica sugiere que una práctica bila-
teral era más común en el pasado, en especial bajo los incas.
A modo de ejemplo, si bien la costumbre virilocal rige actualmente en
Qaqachaka (provincia Avaroa, Oruro), hay indicios de que la costumbre
fue menos rígida en el pasado (Arnold, 1992: 44 y ss.), y aún hay prácticas
paralelas en la herencia de los animales de rebaño (padre a hijo y madre a
hija). En Chari (provincia Bautista Saavedra, La Paz) se practica la heren-
cia paralela de la tierra: los varones heredan parcelas, conocidas como tasas,
de sus padres, en tanto que las mujeres heredan otras conocidas como chi-
kiñas, de sus madres. Las mujeres también heredan las marcas del ganado
camélido de sus madres, y los varones las de sus padres.
Muy diferentes son las costumbres en los sectores cocaleros de la provin-
cia Sud Yungas (La Paz). Allí no hay pastoreo y la tenencia de la tierra es
estrictamente parcelaria, con títulos individuales que pueden corresponder
a una parcela o varias parcelas dispersas. El conjunto de tierras de la uni-
dad doméstica en los Yungas es repartido en herencia por igual entre todos
los hijos y las hijas, sin diferencia de género o del origen de las tierras (si
son herencia del padre o madre o si fueron compradas). Mientras el matri-
monio en Chari, como en Qaqachaka, es virilocal, en los Yungas aproxi-
madamente un tercio de los matrimonios son uxorilocales (en que el mari-
do se traslada al lugar de la mujer)."
Estos ejemplos dan una idea de la diversidad de costumbres que pueden
existir tan solo dentro del área andina del país. El sistema de Sud Yungas
no contradice las normas de equidad de género, en tanto que el de Chari,
aunque desigual en términos absolutos, otorga algunos derechos a las mu-
jeres, y el de Qaqachaka las priva de la mayor parte de los derechos a la tie-
rra (pero no de la herencia a los animales y otros bienes móviles). Enton-
ces, si se propone el reconocimiento legal de usos y costumbres a la par con

8. Para un análisis detallado de la tenencia y herencia de la tierra en Bautista Saavedra


y Sud Yungas, ver Spedding y Llanos, 1999.

168
la ley estatal, ¿debemos reconocer las costumbres de Qaqachaka por respeto
al derecho indígena o debemos negar este reconocimiento e insistir en una
división de la tierra entre hijos e hijas en nombre de la equidad de género?
Estas cuestiones no suelen ser tomadas en cuenta por los mismos movi-
mientos sociales y hay pocos intentos de recoger las opiniones de las muje-
res dentro de ellos. Tanto con referencia a las relaciones de género como a
otros aspectos de la vida social, hay una marcada tendencia a idealizar y
hacer romántica lo que se considera la "cultura indígena" (muchas veces
contrapuesta a una "cultura occidental" igualmente estereotipada, pero
satanizada) y rehusar contemplar los problemas y dificultades en la vida
real. En muchas reuniones los participantes, especialmente los hombres,
pasan por alto la cuestión de "usos y costumbres" locales y sus preguntas u
opiniones tienen que ver más con las cuestiones de leyes nacionales, por
ejemplo el impacto de la declaración de una área protegida o parque natu-
ral que vulneraba los derechos a la tierra de los habitantes de dicha área, la
validez de los títulos ejecutoriales emitidos antes de 1996, y las implicacio-
nes que supone el hecho de obtener una Tierra Comunitaria de Origen o
TC09. Puede ser que los intereses de hombres y mujeres no se diferencien,
por ejemplo respecto a las áreas protegidas, pero al hablar de títulos nadie
menciona a qué nombres salen los títulos existentes o quiénes deben figu-
rar en la lista de propietarios colectivos de una TCO. Los títulos en pro
indiviso, que de hecho son la figura legal básica de la TCO, presentaban
una lista de 'jefes de familia' que solían ser todos varones; excepto en el
caso de viudas, las mujeres no figuraban como titulares. La presunción de
que la igualdad de género predomina automáticamente dentro de la "cul-
tura indígena" induce a no indagar hasta qué punto esta igualdad supues-
ta se traduce en una representación realmente igualitaria de las mujeres, en
este caso, con respecto a la posesión legal de la tierra.
Otro ejemplo de estas oposiciones simplistas es la idea de que la cultu-
ra occidental es individualista, mientras la cultura indígena es colectivista.
De este modo, los derechos humanos que atañen a los individuos no
corresponden a la cultura indígena y no se debe insistir en aplicarlos den-
tro de ella. Podemos discernir algo de esta actitud en los pronunciamien-
tos de algunos ideólogos varones del indigenismo para quienes las mujeres
indígenas no deben tener acceso a anticonceptivos porque ellas tienen que

9. Tea es una titulación colectiva de la tierra en nombre de una comunidad o grupo


étnico. Aunque este nombre fue introducido en la Ley INRA de 19%, en realidad no es
una novedad sino que corresponde a la forma ya establecida de título en pro indiviso, que
diversas comunidades ya poseían desde décadas anteriores.

169
tener muchos hijos para ensanchar las filas de la población indígena. Apar-
te de ignorar la existencia de prácticas dirigidas a limitar la fecundidad
dentro de las culturas indígenas tradicionales, esta postura descarta el dere-
cho de cada mujer de decidir de manera autónoma sobre su vida reproduc-
tiva, en favor de una suerte de deber hacia la colectividad. Puede no ser
casual que hubiera posiciones similares dentro de movimientos europeos
de corte corporativista.

7. MUJERES EN EL SINDICALISMO AGRARIO: EL CASO DEL MOVIMIENTO


COCALERO

En cuanto a la participación de las mujeres en el movimiento sindical,


los primeros sindicatos agrarios o campesinos aparecían en Bolivia en la dé-
cada de los 1940, y a partir de 1953 fueron fomentados por el oficialismo
como parte de la reforma agraria. Inicialmente, eran compuestos casi ex-
clusivamente por varones, aparte de algunas mujeres cabezas de familia
(casi siempre viudas). Mientras la conformación de los sindicatos agrarios
"de varones" se inició con los sindicatos de base (el sindicato de ex hacien-
da, en primer lugar) y tardó décadas en establecer una efectiva organiza-
ción a nivel nacional, el sindicalismo de mujeres campesinas ha sido bási-
camente un proceso cupular. La Federación de Mujeres Campesinas de
Bolivia "Bartolina Sisa" (de ahí conocidas como "las bartolinas") fue fun-
dada el 10 de enero de 1980 como una directiva nacional. Debía tener di-
rectivas departamentales y provinciales, pero éstas tardaron en establecerse
yen tanto que existieron, muchas veces correspondían a unas cuantas mu-
jeres activistas que se autonombraban para el cargo.
Solo a mediados de los años 90 se lograron consolidar federaciones de
mujeres de manera más orgánica. Por ejemplo, en el Chapare, el Primer
Congreso de la Federación Campesina de Mujeres del Trópico se celebró el
8 de septiembre de 1995; la Federación de Mujeres de Centrales Unidas
(provincia Tiraque) se fundó el 18 de julio de 1995; y la Federación de
Mujeres de Chimoré (provincia Carrasco) el 27 de febrero de 1996. En los
Yungas, existen federaciones de mujeres paralelas a las federaciones "de va-
rones" a nivel de provincia o sección de provincia, pero en ambos casos so-
lo consiste en una directiva que no se ha extendido hasta conformar sindi-
catos de base (a nivel de comunidad) de mujeres. Por tanto, estas federacio-
nes no perciben cuotas sindicales u otros ingresos, lo que tiende a limitar
sus actividades, excepto cuando consiguen algún financiamiento de una
ONG o del municipio.

170
En años recientes algunas mujeres han empezado a ocupar cargos hasta
de Secretaria General por derecho propio y en vida de sus maridos, y a los
ampliados "de varones" asisten muchas mujeres como bases o porque ocu-
pan un cargo. Además, es costumbre que la Ejecutiva de Mujeres ocupe
una silla en el tribunal junto con la Directiva "de varones", en contraste a
lo que se observó en el Encuentro de Tierra y Territorio organizado por la
Federación Departamental "de varones". Las ejecutivas también salen a los
bloqueos al lado de los ejecutivos, y en octubre de 2003 la Ejecutiva de
Irupana asistió a las negociaciones con personeros del Gobierno en lugar
del Ejecutivo.
Debido al ingreso reciente de las mujeres en estos cargos directivos, aún
no han aparecido muchas con amplia experiencia política. En todo caso,
pocas mujeres piden la palabra, y cuando lo hacen, suelen ser para referir-
se a una cuestión puntual en la cual están directamente interesadas, no para
hacer propuestas generales o debatir principios. Lo mismo ocurre en las
reuniones mensuales de los sindicatos de base: las mujeres no hablan excep-
to para defenderse o acusar en el contexto de una querella particular, o
cuando se exige que todas las personas presentes expresen su opinión
(generalmente un escueto "sí" o "no") sobre un punto controvertido.
El estilo aceptable para intervenir en las reuniones sindicales es un habla
mesurada y basada en principios generales, por ejemplo a favor de la uni-
dad de la comunidad (siempre alabada pero pocas veces lograda), la orga-
nización campesina, las necesidades comunales, los deberes familiares y
otros. En la práctica, estas alusiones a principios generales tienden a justi-
ficar el posicionamiento de la persona que toma la palabra, aunque es evi-
dente para las participantes presentes que, en los hechos, esa persona está
proponiendo algo que le ofrece beneficios particulares, además del supues-
to "bien común".
Hay mujeres que logran dominar un estilo retórico aceptable y cuyas
intervenciones son valoradas; suelen ser las que tienen más años de escolari-
dad o quienes han asistido a cursillos de capacitación en diversos rubros. Aun
así, la actividad política que suelen desarrollar y que tiene resultados concre-
tos en la sociedad campesina, no es la de discursar en reuniones, sino lo que
se lleva a cabo "fuera de la puerta". Por tanto, después de la reunión se acos-
tumbra realizar encuentros con otras personas que no asistieron a la reu-
nión, a quienes se comunica una versión resumida (y por supuesto selecti-
va) de lo que se dijo o se resolvió: quiénes lo dijeron y por qué, y si se debe
acatar lo resuelto o no. De ahí que no sea raro que una resolución adopta-
da en una reunión, y aparentemente aprobada por todas las personas pre-
sentes, sea ignorada en la práctica por el desacato pasivo de "las bases".

171
En todo caso, no hay que sobredimensionar este poder de la habladuría
femenina como un aspecto de género, o como si tuviera una influencia
igual o mayor de la que se logra hablando en público. En el mejor de los
casos, es reactiva pero nunca llega a ser propositiva: puede deshacer o redi-
rigir propuestas, pero no puede organizar y presentar propuestas propias.
Lo que queremos enfatizar aquí, es que el silencio público no significa
necesariamente la exclusión de la actividad política. En la política campe-
sina, tener que discursear en voz alta puede ser vista como una obligación
o un riesgo antes que como una oportunidad y un beneficio.
A su vez, hay otros motivos que impiden el surgimiento de una estruc-
tura amplia de sindicatos de mujeres paralelos a los sindicatos "de varones" .
Mientras los niveles cupulares son espacios para el protagonismo indivi-
dual, en el nivel de la comunidad el sujeto político no es un individuo, sino
una unidad doméstica. Dentro de la unidad doméstica, hombre o mujer
puede tener intereses distintos y hasta opuestos, pero hacia afuera sus inte-
reses son verdaderamente comunales (caminos, escuelas o agua potable) o
al menos son intereses propios de la unidad doméstica individual (tierras y
linderos), y generalmente son los mismos. Esto es aún más cierto respecto
a otro de los intereses predominantes del sindicalismo cocalero, nos referi-
mos a la defensa de la hoja de coca frente a políticas gubernamentales que
intentan erradicar o restringir este cultivo. Los sindicatos de base (a dife-
rencia de los niveles supracomunales) también tratan conflictos familiares
como el adulterio, el divorcio (o la separación), el reconocimiento de hijos
naturales o la violencia conyugal. Dado que el secretario de justicia es siem-
pre un varón, y también suelen serlo los otros dirigentes que participan en
la administración de la "justicia comunitaria", éste es un espacio donde es
posible que se impongan
,
los intereses o posturas masculinas en detrimen-
to de las mujeres. Este parece ser el caso en cuanto al trato deficiente o nulo
que se da a casos de acoso sexual o violación, a la vez que éste es un defec-
to compartido por todo el sistema jurídico en general.
Las muchas alabanzas a la "justicia comunitaria" no suelen tomar en
cuenta la realidad de las relaciones de género dentro de la resolución de
conflictos y menos si se podría conseguir mayor equidad con la participa-
ción de una organización paralela de mujeres, o si una mayor participación
de mujeres en las organizaciones "de varones" (que cada vez se hacen más
mixtas) sería preferible.
En resumen, a nivel del sindicato de base y dentro de su campo de ac-
ción, no hay intereses de género suficientemente distinguidos y apoyados
en un consenso general como para justificar el funcionamiento regular de
un sindicato paralelo de mujeres, más aún tomando en cuenta que la asis-

172
tencia a reuniones, los trabajos comunales y otros deberes, son considera-
dos una pérdida de tiempo y recursos. Sólo se lleva a cabo a cambio de los
derechos así garantizados (principalmente sobre la tierra) y por un deseo
ferviente de acceder a espacios de poder o de autorrealización. La unidad
doméstica, además, puede ceder uno de sus miembros parar cumplir con
estos deberes durante uno o dos días por mes, pero no estará dispuesta a
llegar más lejos (ceder otro miembro más, por ejemplo), excepto cuando
existen beneficios adicionales, que no es el caso en el actual marco global
del sindicalismo campesino.
Ocupar cargos cupulares (a nivel de sección y de provincia para arriba)
en las federaciones de mujeres es una oportunidad para las activistas, y en
caso de ser tomadas en cuenta representa un importante espacio en el que
las mujeres pueden hacer escuchar sus puntos de vista sobre diversos temas,
ya sea para expresar su acuerdo con las posturas de los varones o para suge-
rir nuevas ideas. Es evidente, además, que en los niveles supracomunales,
aunque unola figura como representante de su subcentral, provincia, etc.,
en realidad estamos frente al modelo de representación política liberal-
moderno en el que cada individuo figura como sí mismo -y no tanto a la
cabeza de una unidad doméstica- para luego asumir la tarea de vocero de
un sindicato obrero o circunscripción.
El mismo modelo funciona en el ámbito municipal y, por tanto, no es
sorprendente que varias mujeres activas en el sindicalismo supracomunal
sean elegidas como concejalas. Adicionalmente, este modelo liberal-moder-
no permite que la mujer sea candidata y asuma cargos independientemen-
te de su estado civil y sin requerir la presencia obligatoria de su marido (o
en su caso, otro familiar varón), como ocurre por ejemplo con el modelo
del ejercicio de cargos en pareja (chachawarmi) en los sistemas de autori-
dad tradicional en los Andes.

8. ACCIONES FEMENINAS EN LAS MOVILIZACIONES INDfGENAS y POPULARES

En las movilizaciones tanto indígenas como populares, podemos iden-


tificar dominios de actividad que son específicamente femeninos. Por
ejemplo golpear sartenes para llamar la atención sobre las condiciones de
vida u organizar los hogares en un barrio o comunidad para respaldar un
bloqueo. En las áreas rurales, hay también acciones de movilización que
combinan las actividades femeninas con otras más específicamente étnicas,
anunciando así los nuevos etno-nacionalismos en el país; por ejemplo lle-
var las piedras a los bloqueos en aguayos tejidos típicos de una región o el

173
uso de las hondas de las actividades del pastoreo para defenderse o fastidiar
a los encargados de la represión. En las actividades bélicas de las comuni-
dades rurales, es obligación de la mujer llevar las piedras en un aguayo
sumamente tupido, para demostrar su habilidad como tejedora al lado de
su esposo guerrero. Todo ello merece ser estudiado.
En las ciudades, las marchas de protesta son una costumbre practicada
por grupos y organizaciones de todo nivel, desde las masivas (por ejemplo
cuando todas las juntas de vecinos de El Alto bajaron al centro de La Paz
durante la guerra del gas) hasta las más reducidas (como las y los pequeños
deudores pidiendo la condonación de sus deudas). En algunos casos, como
en los llamados "gremiales" (básicamente pequeños comerciantes in-
formales), la mayoría de los participantes son mujeres; en otros casos, co-
mo en las juntas de vecinos donde la afiliación es por unidad doméstica
(hogar) y no individual, generalmente es el varón mayor considerado como
"jefe de hogar" el que sale a la marcha, y las mujeres que figuran como
"jefas de hogar" (porque no conviven con un cónyuge) o que suplen a sus
maridos son una minoría. Sin embargo, es habitual mandar a esta minoría
a la cabeza de la marcha, ya sea portando las banderas y estandartes o detrás
del grupo de dirigentes. En las marchas a larga distancia que atraviesan
provincias o departamentos enteros, mientras van por el camino, la gente
camina en grupos de afinidad, con amigos o miembros de la misma comu-
nidad, pero en tanto que se vislumbren posibilidades de confrontación
-por ejemplo, un grupo de policías que intenta parar la marcha- se suele
llamar a las mujeres a la cabeza de la columna.
En ambos casos, la idea es que la policía o los militares estarán menos
dispuestos a usar la violencia en contra de las mujeres. Además, las muje-
res tampoco tienden a provocar directamente a las fuerzas represivas -por
ejemplo lanzándoles piedras- sino que tienden a limitarse a enfrentarlos
con gritos y, en último caso, con empujones. El griterío feroz e incesante,
salpicado con insultos y conocido como "metralleta", es una forma de retó-
rica de confrontación que es bastante temido y enteramente propio de las
mujeres populares en la Bolivia andina (ver Spedding, 1997); frente a ello,
los hombres suelen retroceder callados, y si se atreven a responder en el
mismo estilo, son calificados como "maricones" (en el sentido de "afemi-
nado", no de "cobarde"). Los policías de baja graduación o los jóvenes
conscriptos que forman la primera línea de intervención frente a los que
protestan, no son inmunes a esta intimidación verbal y en varias ocasiones
se ha provocado su retirada.
Sin embargo, si los policías se sienten amenazados por la mayor canti-
dad de sus contrincantes, puesto que otros miembros de la marcha les están

174
provocando lanzando objetos desde más atrás, o simplemente por haber
recibido órdenes de hacerlo, pueden disparar gases lacrimógenos; como
consecuencia, las mujeres van a recibir lo peor del gas y, en algunos casos,
son pisoteadas en la desbandada caótica que sigue a los disparos. Una diri-
genta vecinal de El Alto contó que en una ocasión una de sus compañeras
cargada de su wawa (bebé) en la espalda, intentó escapar por unas gradas
y fue arrollada por una masa de hombres que corría en la misma dirección,
teniendo que ser hospitalizada. Como resultado, las mujeres de su barrio
decidieron no ir más a las marchas.
En su libro El rugir de las multitudes (2004: 92-93), Pablo Mamani
menciona algo sobre el papel de las mujeres en los bloqueos en Carangas
en 2000, la primera vez que las y los comunarios salieron a bloquear en esa
región. Al parecer lo hicieron más para mostrar que podían y para no que-
dar atrás frente a otras regiones. Por lo menos cita la idea de que se movi-
lizaron para fortalecer la organización y la conciencia, y no tanto para solu-
cionar demandas. Esto es comparable con lo que pasa en las movilizacio-
nes yungueñas, que en gran parte conforman una especie de teatro o ejer-
cicio narcisista dentro del movimiento campesino regional, y frente al de
otras regiones (Spedding y Aguilar, 2004: 137). De hecho, los carangueños
no consiguieron resolver sus demandas propias, que además no tenían nada
que ver con las protestas nacionales (sus demandas se referían más a sus
problemas regionales con el cuartel de Curahuara y otros).
Mamani cita textualmente a algunas mujeres autoridades (Ibíd.: 81, 86,
91) y alguna comunaria (Ibíd.: 90). Por ejemplo, en la marcha triunfal del 9
de octubre de 2000, la [acb'a Taman Tayka declara Kutt'xaniskakiñaniwa,
lO

kunarakist, janipin istkistanti ukaxa [Volveremos a levantarnos si es que no


nos escuchan]. La Taman Tayka encabeza y dirige la movilización del ayllu
Aymarani, aunque el autor comenta que esto fue debido posiblemente a la
ausencia de su esposo, como ocurrió (oo.) con Bartolina Sisa (¡!). La misma
queja de que las movilizaciones se levantan porque el Gobierno no nos escu-
cha es reiterada por varias dirigentes mujeres. También narra cómo todos
los bloqueadores salían como chachawarmi, pero no va más allá en analizar
la participación y protagonismo de las mujeres en estas acciones. Es decir,
ha sido capaz de ver y escuchar a las mujeres en los movimientos sociales,
pero no de pensar sobre ellas.

10. Literalmente, "Gran Madre del Rebaño": título aymara de una autoridad origina-
ria femenina.

175

9. CHACHAWARMI EN LA CIUDADANíA INDíGENA

En el marco del nexo género-Estado, quizás la demanda más exigente de


los pueblos originarios de las tierras altas en los últimos años es el recono-
cimiento de la práctica de chachawarmi en la representación política y elec-
ción de autoridades en jurisdicciones mucho más amplias que la comuni-
dad o ayllu, por ejemplo en el municipio y en el mismo sistema de gobier-
no nacional. Aquí se entiende el cumplimiento de las obligaciones de una
ciudadanía indígena (y de las comunidades indígenas hacia el Estado) en
términos de las obligaciones duales de la "pareja casada" en su contexto
socio-cultural plural o colectivo, y no de un individuo, sea hombre o
mujer. La "unidad política" no es el individuo como en la ciudadanía más
universal, sino la "unidad doméstica", en que además el concepto de "per-
sona" reconocida jurídicamente (jaqt) en el ayIlu es la persona casada (ver
Arnold, s.f.; Fernández, 2000, etc.).
Según la evidencia, la práctica andina de chachawarmi tuvo una amplia
trayectoria histórica y aún tiene un amplio alcance territorial. Además, se
ve su importancia en la constitución de los directorios de las nuevamente
conformadas organizaciones de pueblos indígenas en las elecciones muni-
cipales de 2004, por ejemplo de la organización indígena Marka, AyIlus y
Comunidades Originarias (MACOJMA), que ha hecho de Jesús de Ma-
chaqa un "municipio indígena" representado por 18 Jilir mallkus y 18 Jilir
mallku tayleas", nominados además en un sitio sagrado de la región.
Pero aquí también hay otras influencias en juego. Evidentemente, la
ampliación del conocimiento de esta práctica a nivel popular viene de algu-
nos artículos antropológicos escritos en los años 70 y 80, por ejemplo Billie
Jean IsbeIl (1976) y luego Olivia Harris (1986). En los hechos, los mismos
estudios andinos han replanteado este concepto hace tiempo, limitando el
uso de chachawarmi a las relaciones supuestamente horizontales de género
en las áreas rurales, sobre todo al interior de la unidad doméstica o en con-
textos rituales, pero no necesariamente al nivel del ejercicio político fuera
del hogar, contrastándolo con las jerarquías verticales más pronunciadas de
género en los centros urbanos. Otros lo han abandonado totalmente, para
centrarse más en conflictos u oposiciones de género.

I I. Mallku es el título aymara de un jefe, cacique o señor. [ilir, de jiliri, "mayor", se


añade para señalar que se trata de un jefe de nivel superior, y tayka, "madre", se añade para
indicar que se trata de una autoridad mujer, aunque esta combinación parece ser un neo-
logismo, ya que el equivalente femenino de mallku suele ser talla, no se acostumbraba a
utilizar mallku como parte del título de una mujer.

176
Es más: chachawarmi no es la única práctica política andina en la que el
género figura como el estructurador de acciones y obligaciones. La histo-
riadora peruana María Rostworowski da numerosos ejemplos de otras
prácticas políticas, según la documentación colonial y arqueológica (1983:
116 y ss.). Por una parte, hubo una práctica política más bien paralela, tan-
to en las sociedades pre-incaicas como en las incaicas y coloniales, en la que
las mujeres manejaban su propio dominio político, incluso sus propias ins-
tituciones en los asuntos concernientes a mujeres, en tanto que los hom-
bres manejaban su propio dominio político en los asuntos concernientes a
los varones. Evidentemente, el Estado incaico funcionaba de esa forma. Por
otra parte, Rostworowski da ejemplos de otras regiones en que la autoridad
máxima podría haber sido una mujer, incluso con otra mujer como su
"segunda persona", en una práctica exclusivamente femenina del poder
(Ibíd.: 119). Esta práctica continuó en determinadas regiones de los Andes
en el periodo colonial.
Hubo también organizaciones paralelas de culto religioso donde las
mujeres oficiaban para las mujeres y los varones para los varones, en vez del
ejercicio ritual conjunto por parejas mixtas o un especialista varón que ofi-
cie para todos. Aún existen varias ritualistas mujeres que también ejercen
para una clientela mixta, aunque los estudios etnográficos modernos sue-
len concentrarse solo en los ritualistas varones, con pocas excepciones.
En este contexto, hay mucho que rescatar en la presentación y ejecución
de demandas de los símbolos indígenas del poder femenino, por ejemplo
en el atuendo y los quehaceres políticos de las autoridades femeninas. Pero
habría que ir más allá de lo folclórico actual, como también de descripcio-
nes idealizadas o normativas que no dan cuenta de la realidad práctica, para
reinterpretar estos símbolos en el marco de los poderes estatales. En la prác-
tica, el hecho de que los cargos comunales se ejerzan "en pareja" responde a
que el sujeto político no es el individuo sino la unidad doméstica y esta uni-
dad doméstica se conforma a partir del matrimonio. Pero el titular que efec-
tivamente ejerce es el varón, mientras la mujer autoridad se ocupa en primer
lugar del apoyo material (sobre todo la comida) que, si bien es de vital impor-
tancia, le aleja de la toma de decisiones políticas. Incorporar a las esposas
como presencia obligatoria en las organizaciones indígenas les dota de un
valioso personal de apoyo (y sin necesidad de pagarlo), da una impresión de
que la incorporación femenina agrada a las organizaciones financiadoras y no
desplaza en absoluto a los varones en el protagonismo político.
¿Por qué en el nivel de lo discursivo domina la práctica de chachawarmi
encima de las otras prácticas paralelas de género? Sarah Radcliffe (2000)
sugiere una respuesta en su examen del papel del movimiento indígena en

177
la construcción de las naciones andinas. Llama la atención, por ejemplo, el
orden de prioridades de este movimiento, de ganar primero el poder políti-
co antes de entrar en una serie de reformas internas en las sociedades indí-
genas. Por esta razón, la autora considera que el movimiento indígena
maneja una especie de esencialismo purista dirigido al nivel de los derechos
colectivos culturales, sin considerar las desigualdades individuales o grupa-
les en su interior, de clase y de género. Radcliffe también señala cómo la
ayuda internacional, incluso las eco-feministas yeco-indigenistas, respal-
dan este enfoque muy limitado del campo jurídico, más centrado en los
derechos económicos, sociales y culturales (DESC) que en los derechos
humanos, quizás motivados por sentimientos de culpabilidad histórica, sin
cuestionarlo adecuadamente en el marco de los derechos individuales y
universales.
Otra posibilidad que vemos es que el vaciado de contenido en el movi-
miento indígena en términos de clase social a favor de derechos casi exclu-
sivamente culturales, respaldado actualmente por la ayuda internacional,
podría servir a otros intereses. Por ejemplo, el enfoque esencialista de mu-
chas facciones del movimiento indígena, con su discurso centrado en las
cosmovisiones del pasado, limita la posibilidad de plantear planes educati-
vos, económicos y laborales viables para el país para estas mismas poblacio-
nes. Combinado con autonomías indígenas, y dado el limitado acceso de
estas poblaciones a un apoyo jurídico de primera calidad, se deja a estas po-
blaciones vulnerables en los próximos años al saqueo por las transnaciona-
les de sus recursos naturales y genéticos, que afectará tanto a las mujeres
como a los hombres.
La organización indígena de las tierras altas, CONAMAQ, centra sus
demandas actuales en el reconocimiento de la jurisdicción indígena de
ayllus y markas con las mismas prerrogativas que el municipio, y en cam-
bios en la Ley Electoral para favorecer la participación de los pueblos indí-
genas y originarios, pero estas propuestas no mencionan el tema de género
como una temática aparte (CONAMAQ, 2000). Por su parte, CON-
NIOB (2004a y b) va más allá que CONAMAQ en sus propuestas que tra-
tan el tema de género en el marco de nociones indígenas de la ciudadanía.
Por ejemplo, su Propuesta Gobierno Municipal de Chachawarmi procura
mejorar la administración de los recursos públicos para fortalecer la de-
mocracia representativa, garantizando la igualdad de oportunidades en los
niveles de representación hombre y mujer, esposo-esposa de acuerdo con la
estructura y dirección del '54YLLU". Según dicen, este planteamiento surgió
a causa de que muchos honorables alcaldes municipales y sus concejales han
causado problemas de corrupción, violencia, violación, divorcios, caprichos,
178
crímenes, discriminación, autoritarismo, etc. Como remedio para estos pro-
blemas, CONNIOB planteó reconocer la autoridad de chachawarmi den-
tro de la Dirección Ejecutiva y del Concejo Municipal como órganos
públicos amparados por la Ley de Municipalidades. Además, buscó reorde-
nar las atribuciones y competencias del Ejecutivo y del Concejo Municipal
respetando el principio de autoridad del chachawarmi donde se le otorgue
la capacidad legal a sus titulares, definiendo sus derechos y obligaciones.
Sin embargo, en la práctica, las autoridades mujeres deben limitarse a asun-
tos convencionalmente femeninos. Por ejemplo, la propuesta señala que, en
caso de ser el alcalde de sexo masculino, la esposa como autoridad debe coope-
rar al marido a través de la Defensoría del Niño/ay Madre, uno de los cargos muy
esenciales dentro del municipio (. ..) incluyendo los enfoques con participación de
la ftmilia y la comunidad, es decir, las preocupaciones tradicionales del
Despacho de la Primera Dama. La propuesta no señala si, en caso de ser una
mujer alcaldesa, su marido asumiría los mismos deberes y no aclara cuáles se-
rían los deberes del marido de una autoridad mujer.

10. CÚPULAS y BASES

Si bien se reconoce la importancia del "asamblearismo" en la cultura


política de los movimientos sociales bolivianos, y se oyen con frecuencia las
aseveraciones de dirigentes de "bajar a las bases" para consultarles antes de
tomar cualquier decisión, en la práctica es todavía común observar la for-
mulación de posturas y demandas por parte de pequeños grupos de elite
(de mujeres y hombres), constituidos en cúpulas de poder o vanguardias
intelectuales. Además, al presentarse, lo hacen en nombre de amplios con-
juntos de base y, a menudo, buscan organizar eventos de uno u otro tipo
que solo sirven para conseguir un aparente apoyo o ratificación de sus pro-
puestas por parte de las bases.
Las bases no ignoran esta situación y se escuchan protestas en diversas
organizaciones populares (sindicatos agrarios, agrupaciones étnicas y otras)
en contra de dirigentes que han actuado sin consultarlas o se han autonorn-
brado como representantes a nivel nacional e internacional sin que hayan
sido elegidos. Otra acusación seria es la que se presenta en contra de las gran-
des ONGs del país que a menudo tienden a manejar políticas y financia-
mientos amplios sin representar plenamente a la gente con la que trabajan.
Otra expresión de este elitismo es la elaboración de plataformas, listas
de demandas y similares, por parte de la cúpula (muchas veces con la asis-
tencia casi clandestina de "asesores" y financiado res cuyo rol no sale a la luz

179
pública), para luego presentarlas a las bases e insistir en su aprobación co-
mo un conjunto definitivo de demandas que no merece discusión. Esto
suele justificarse a partir de algunos puntos que sí representan demandas
enarboladas y entendidas por las bases y que sirven como soporte para
otros temas que poco tienen que ver con el interés de las bases, porque,
a fin de cuentas, solo representan los intereses de sus líderes o aliados.
Tanto la izquierda tradicional como las actuales tecnócratas del género
suelen asumir que, en virtud de su ideología y conocimientos más am-
plios, saben mejor lo que los obreros, campesinos o mujeres deben de-
mandar y, por tanto, tienen el "deber" de guiarlos e instruirlos sobre sus
intereses reales y la manera de expresarlos, como si la falta de conciencia-
ción o la ignorancia -producto de la "opresión" que sufren como subal-
ternos-les impidiera pronunciar y hasta reconocer estos intereses por ini-
• • •
ciatrva propIa.
Es evidente que este vanguardismo puede representar la mala fe que
apenas encubre la búsqueda de ventajas personales (políticas y económicas)
o, igualmente, puede expresar un afán misionero subjetivamente sincero.
Debe señalarse también que hay demandas emanadas de grupos de elite
que llegan a ser asumidas de manera auténtica por las bases como favore-
cedoras de sus intereses, aunque no hubieran llegado a formularlas por sí
solas.
Un ejemplo de este último caso es el "cuoteo político" para mujeres, que
dio lugar a la exigencia de paridad de género entre las y los integrantes de
la actual Asamblea Constituyente (que el MAS rechazó). Evidentemente,
la introducción de cuoteas de representación por género como una prácti-
ca efectiva se debe a la agitación de un pequeño grupo de mujeres políticas
en los años 90, definitivamente integrantes de la elite que se conoce como
"clase política" mayormente afiliada a partidos políticos tradicionales. Se
podrá decir que, en primer lugar, su objeto fue abrir espacios para sus pares
de clase y género que ya estaban posicionadas para acceder a las nuevas
oportunidades de candidatura. Por otra parte, el universalismo formal del
sistema liberal-democrático implica que estos nuevos espacios tampoco
estén cerrados para mujeres de otros grupos sociales, de tal manera que la
demanda de cuotas para mujeres en la representación política ha sido asu-
mida de manera general.
En la práctica, la forma actual de aplicar el cuoteo se limita a exigir la
alternancia de género; es decir, si el primero de la lista es hombre, la segun-
da tiene que ser mujer, y viceversa; no se ha llegado a exigir una represen-
tación paritaria por género en cada nivel, es decir, 50% de mujeres entre
los candidatos titulares, como también entre los suplentes, etc. En conse-

180
cuencia, sólo las fórmulas ganadoras en cada circunscripción, con derecho
a dos plazas en la Asamblea, obligatoriamente incluyeron a una mujer; las
segundas más votadas, con derecho a sólo una plaza, colocaron a sus titu-
lares que mayormente eran hombres. El resultado ha sido una representa-
ción femenina que alcanza una tercera parte de los y las asambleístas, no la
paridad numérica.
En todo caso, el origen cupular de una propuesta no la invalida de
manera automática. El problema es saber cuándo esta colaboración real-
mente sirve para la aclaración, expresión e implementación de demandas
genuinas del movimiento, y cuándo busca aprovechar las energías del
movimiento para impulsar posiciones que, en el fondo, benefician a líde-
res y aliados que no representan los intereses o demandas de las y los movi-
lizados de base.
Puede ser preferible que existan oportunidades para unas pocas en vez
de no existir para ninguna, pero esta situación está lejos de ser ideal cuan-
do significa que la gran mayoría de las mujeres, en cuyo nombre se reali-
zan estas actividades, quedan en la misma posición que antes. Es más pro-
bable que esto ocurra cuando las actividades en cuestión no responden a
un conocimiento empírico de fondo de la situación de la población "bene-
ficiaria". En todo caso, está claro que este comportamiento se basa en un
conocimiento superficial, estereotipado y a menudo formado en base a
datos o conceptos procedentes de otras realidades sociales o geográficas.

11. ¿EXISTEN DEMANDAS DE GÉNERO?

Estas consideraciones nos conducen a uno de los temas medulares del


presente estudio: hasta qué punto la experiencia y la acción social está
siempre dividida, definida o imbuida con o por el género. A nivel teórico,
las feministas de la diferencia han argumentado con fuerza que cualquier
aspecto de la vida social, objetivo o subjetivo, viene inevitablemente satu-
rado por el género del individuo que lo vive.
Una incondicional de estas posiciones argumentará que esas mujeres
que piensan o creen que hay temas y espacios no diferenciados por género,
están presas de la ideología patriarcal que reclama una sola forma verdade-
ra de conocer el mundo, la de los varones. La meta feminista, entonces,
será estimular a las mujeres a liberarse de esta ilusión y reconocer la espe-
cificidad de sus experiencias como un mundo distinto al de los varones y
el pensamiento patriarcal. Al nivel de la crítica literaria, por ejemplo, esta
manera de actuar da lugar a la idea de que existe una escritura femenina

181
fundamentalmente diferente de lo escrito por varones, y en el campo polí-
tico significa que tienen que existir demandas y hasta formas específicas de
ejercer la autoridad y de concebir y vivir el poder de género, en este caso,
propias de las mujeres, en todos los contextos y coyunturas. Según este
marco, lo que nos queda hacer es identificarlas y sacarlas a la expresión
pública, aunque esto pueda significar una lucha ardua de deshacer las
enraizadas estructuras de la ideología patriarcal que sigue sometiendo a
algunas mujeres en la actualidad.
No obstante, en el curso de nuestro estudio encontramos que la gran
mayoría de las mujeres bolivianas no comparten este concepto de un
mundo totalmente "generizado". Esto no significa que sean incapaces de
reconocer contextos u ocasiones donde mujeres y hombres, individual-
mente o como grupos, tienen conflictos de interés, sino que no consideran
que ésta es una situación permanente; reconocen otros espacios como la
mayoría de los contextos sociales que viven a nivel cotidiano, donde hom-
bres y mujeres tienen intereses comunes. Este fue el caso en la guerra de
gas, en que el futuro de los recursos naturales del país mediante la nacio-
nalización del gas fue un consenso de ambos sexos. Es claro que hubo dife-
rencias en el análisis del problema desde el posicionamiento de cada grupo.
Por ejemplo, los hombres en su análisis tienden a centrarse en las unidades
políticas mayores del país, en tanto que las mujeres analizaban primero las
situaciones cotidianas del hogar y del barrio, antes de abarcar estas unida-
des políticas mayores. Pero en ambos casos, la colaboración prima sobre el
conflicto o la diferencia.
Consideramos que debemos asumir esta posición política sobre el géne-
ro y que nadie tiene el derecho a insistir en que somos engañadas o presas
de la conciencia patriarcal y, por tanto, necesitadas de guías que nos han de
conducir hacia la luz de la corrección ideológica, independientemente de
la validez filosófica o teórica de las interpretaciones del género como cues-
tión de diferencia o igualdad.

12. CONCLUSIONES

La gran mayoría de los movimientos sociales en Bolivia se dirigen a ob-


jetivos basados en la clase social, la etnia, la región y hasta la nación, y tie-
nen demandas en torno a la participación política, los derechos sobre la tie-
rra y el control de los recursos naturales. En estos movimientos hay una
importante participación de mujeres. Incluso demuestran tácticas de lucha
propias, como cuando transportan piedras para bloquear caminos en man-

182

tas tejidas que exhiben los diseños propios de su región y etnia, o enfren-
tan a los policías, no a través de la violencia física, sino a través del asalto
verbal estilo "metralleta". Pero, de forma habitual ellas se suman a las
demandas generales del movimiento y no elevan pedidos específicos de
género. En ciertos casos, se puede incluir una demanda de género, por
ejemplo cuando las mujeres del Movimiento Sin Tierra proponen la titula-
ción en nombre de ambos miembros de la pareja en vez de citar solo el
nombre del varón como "jefe de familia", pero esta demanda no se desmar-
ca de la línea global del movimiento, que apunta a una distribución más
igualitaria de la tierra y una reforma de los requisitos legales que garanti-
zan la propiedad de la misma; más bien busca eliminar un sesgo de género
bajo el régimen de titulación existente.
El feminismo tiene una historia muy larga en Bolivia, habiendo sido
establecido ya en la primera mitad del siglo xx, y no es una importación
reciente "de moda" desde el Norte. Pero las condiciones sociales del país
han sido tales que jamás se dio un movimiento feminista independiente de
envergadura. Durante sus primeras décadas, solo las mujeres de elite tenían
la posibilidad de dedicarse al activismo, y cuando el cambio social abrió
posibilidades para capas más amplias, el "género" ya había sido incorpora-
do en los planes institucionales de las ONGs y el Gobierno. Esta asocia-
ción con el oficialismo y con las funcionarias burguesas encargadas de
implementar estas políticas causó el rechazo de algunos grupos populares,
no tanto porque rechazaban la equidad de género en sí (al menos por parte
de las mujeres de estos grupos), sino porque las propuestas al respecto ve-
nían desde arriba y a menudo formuladas en términos que no dieron cuen-
ta de la realidad local.
Este rechazo fue fomentado por ideologías de izquierda que aseveraron
que, una vez logrado la victoria del proletariado, la desigualdad de género
iba a desaparecer de por sí; entonces la lucha de clases era prioritaria y cual-
quier intento de atraer atención al "problema de las mujeres" en realidad
no era más que divisionismo dentro del movimiento obrero. Esta posición
ha sido heredada por algunos sectores del movimiento campesino e indíge-
na de hoy -más marcadamente en este último- con la diferencia de que se
arguye el colonialismo, y no la burguesía, como enemigo principal, y no se
deben desviar esfuerzos de combate hacia cuestiones de relaciones -como
las de género- que pueden fomentar desigualdades y exclusión dentro de
los mismos grupos indígenas.
Si bien es cierto que durante siglos se dio por supuesta la superioridad
de todo lo "occidental" -identificado según el caso con el cristianismo, la
modernidad, el capitalismo o la democracia representativa- y con ello se

183
justificó aplastar o descartar todo lo identificado como indígena, no se va
a superar el legado de esta opresión simplemente invirtiendo los términos,
tomando como dada la superioridad de lo indígena; más aún si esta cultu-
ra indígena que se ensalza es representada por modelos idealizados yarcai-
zantes, que obvian la complejidad de las relaciones sociales y las prácticas
actuales. Una auténtica descolonización en Bolivia exige asumir todas las
culturas como igualmente válidas (y con aspectos buenos y malos en cada
caso), no sustituir el racismo criollo por un racismo indígena.
Las relaciones de género en las comunidades campesinas e indígenas son
diferentes a las que prevalecen en el Norte industrializado; esto no basta
para hacerlas igualitarias, perfectas y por tanto intocables. Los "usos y cos-
tumbres" locales merecen ser reconocidos en pie de igualdad frente al uni-
versalismo de las leyes estatales, pero este reconocimiento requiere un tra-
bajo preparativo de indagación cuidadosa sobre su aplicación real, que
tome en cuenta la posibilidad de no reconocer, o de alterar, "usos y costum-
bres" que resulten lesivas o discriminatorias hacia individuos o grupos den-
tro de la comunidad, por ejemplo hacia las mujeres.
Aunque no es frecuente encontrar demandas específicas de género, una
cuestión puede ser generalizada a todos los movimientos que hemos estu-
diado: la de mayores espacios de participación para ellas frente a los varo-
nes. Esto puede darse de tres maneras: una organización mixta donde hom-
bres y mujeres participan de manera indiferenciada; una organización
mixta que, sin excluir a mujeres de sus demás instancias, incluye una sec-
ción especial para ellas; y organizaciones paralelas, que tienen las mismas
bases y objetivos, pero una es compuesta de varones y otra de mujeres. El
modelo conocido como chachau/armi -ocupación de cargos por parte de
12
una pareja, generalmente marido y mujer - es, en realidad, una cuarta
opción, ya que hombres y mujeres tienen roles diferenciados. Aunque teó-
ricamente los dos son autoridades con igual estatus, en los hechos el hom-
bre es titular y protagonista político, y la mujer le acompaña y apoya, qui-
zás asesorándole entre bastidores. No se conocen casos donde la mujer sea
titular y el marido realice las tareas de apoyo, y las propuestas indigenistas
tampoco parecen contemplar esta posibilidad. La similitud entre las activi-
dades propuestas para la autoridad mujer (esposa de la autoridad varón) y
las de la Primera Dama (que tiene un cargo por ser esposa del Presidente)

12. En las comunidades se conocen casos donde una persona soltera o viuda es nom-
brada para un cargo y se hace acompañar por alguien del sexo opuesto que no es su cón-
yuge -por ejemplo, hija y padre, o madre e hijo-o Entre las directivas del movimiento indí-
gena, las parejas suelen ser exclusivamente conyugales.

184
apuntan quizás a que este modelo ha sido bastante influenciado por el
colonialismo europeo.
La evidencia de la etnohistoria sugiere que en el mundo prehispánico el
modelo paralelo prevalecía y no el de chachawarmi. Desde este punto de
vista, el movimiento campesino (el sindicalismo agrario) es más "indígena"
que el actual movimiento indígena, porque reconoce tanto los sindicatos
de mujeres campesinas como los "de varones". Sin embargo, los sindicatos
"de varones" en realidad corresponden al primer modelo mixto, ya que las
mujeres también pueden ocupar cargos en ellos, aunque ésta es una ten-
dencia reciente (de los últimos diez años) y aún está lejos de expresar una
efectiva igualdad de participación. Hay razones estructurales que explican
por qué los sindicatos de mujeres se limitan a instancias cupulares y no se
han generalizado como los de varones, aunque algunas activistas están tra-
bajando para ampliar su alcance.
Hemos dicho que en Bolivia las políticas feministas -al menos, declara-
das como tales- suelen proceder de pequeños grupos de mujeres de elite,
políticas y profesionales. Esto no las devalúa en sí, ya que tales iniciativas
pueden ofrecer beneficios reales para mujeres de toda condición social y ser
asumidas por ellas. Pero también conduce a ciertas limitaciones. De un
lado, las iniciativas de elite pueden proponer reformas que no solo benefi-
cien a la elite, pero no suelen extenderse hasta atacar las estructuras que
fundamentan la propia posición de esa elite. Quizás este aspecto tiene que
ver con los logros restringidos del cuoteo político de mujeres en las eleccio-
nes recientes".
Por otro lado, está el riesgo de caer en el vanguardismo. La idea de que
una elite ilustrada sabe mejor que los y las subalternas qué es lo que aqué-
llas deberían pensar y hacer, y por tanto tiene el derecho de darles órdenes,
o de descartar las iniciativas de los subalternos si no cumplen con las pos-
turas de la vanguardia. Irónicamente, esta segunda limitación es más
común entre las fracciones supuestamente "radicales" de las elites, quienes
alegan buscar los intereses del pueblo antes que los de ellos mismos. Como

13. Ninguna organización, indígena o no, ha ido tan lejos como para proponer como
alternativo al cuoteo al estilo liberal-democrático, un paralelismo de cargos, esto es, elegir
en cada circunscripción un diputado hombre y una diputada mujer porque tendrían tanto
asuntos del interés general de toda la población como los que se refieren en particular a su
género, pero independientes entre ellos (no serían una pareja conyugal, ni necesariamente
del mismo partido o agrupación). Esto podría extenderse hasta tener un Presidente y una
Presidenta (no una Primera Dama, ¡aunque ella podría tener su "Primer Caballero?'), cada
uno con su Vicepresidente/a del mismo género.

185
b
feministas, consideramos que nuestro deber es aceptar y apoyar las dernan-
j das de las mujeres movilizadas tal como ellas las conciben -tengan o no un
aspecto de género en sÍ- antes que intentar imponer nuestro concepto de
lo que deben ser sus intereses. Aparte de instigar a los (sobre todo los) y las
investigadores a prestar más atención a las mujeres, y no (sobre todo las) a
caer en una suerte de feminismo quejumbroso, que solo ve los lastres y no
los logros en las vidas de las mujeres. Esta es la reflexión final y principal
de este artículo.

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