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OPINION EL ESPECTADOR

¿Por qué no pueden perder?

14 nov. 2020 - 10:00 p. m.Por: Héctor Abad Faciolince


La situación del Partido Republicano en Estados Unidos es dramática. La de su último
presidente, Donald Trump, no es mejor. Si hoy se obstinan en no aceptar la derrota, esto
tiene que ver, en parte, con el mecanismo psicológico de la negación de la realidad,
sobre todo en el caso del hombre atrincherado en la Casa Blanca. Pero hay algo mucho
más grave detrás: para el Partido, la posibilidad de que se tengan que despedir del poder
durante decenios; para el presidente, un futuro en el que no tendrá el fuero ni las
conexiones de su cargo para enfrentar la quiebra de sus negocios y la acumulación de
procesos legales de toda índole (fiscales, penales…) en su contra. Perder hoy, para los
republicanos y para Trump, no es una derrota: es una catástrofe. Estos son los motivos
de fondo por los que se niegan a entregar el poder sin intentar antes cualquier
triquiñuela legal posible.

Los republicanos han podido mantener cierta alternancia con los demócratas gracias,
por un lado, al sistema del Colegio Electoral, que les permite elegir presidente sin ganar
el voto popular. Por otro lado, a una estrategia muy bien calculada para impedir el voto
de los negros y de otras minorías, mediante la redistribución geográfica de los distritos
electorales llamada “gerrymandering”. Esta táctica permite que los políticos escojan a
sus votantes (y no los votantes a los gobernantes) al imponer límites milimétricos a los
distritos que los favorecen. Esto hace que el número total de votos no importe, sino el
número de representantes escogidos en cada distrito. Se traza un mapa con un distrito
electoral de votantes inclinados a votar por los republicanos con un total de, por
ejemplo, 15.000 electores. Y al lado otro mapa con un distrito electoral de, digamos,
90.000 votantes. Pero cada distrito elige un solo representante. De tal modo el distrito
A, con 15.000 votos, escoge un republicano; y el distrito B, con 90.000 votos, escoge un
demócrata.

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Los republicanos sufren de angustia demográfica: el grupo de los votantes más jóvenes
(entre 18 y 29 años) se inclina hacia el Partido Demócrata en una proporción 60/40, e
incluso más alta en algunos estados. Algo parecido ocurre con los ciudadanos de origen
negro, hispano y de otras minorías étnicas. Estos últimos, además, están aprendiendo a
superar los mecanismos que les impedían ejercer el derecho a votar. Algo tan simple
como llamar a elecciones en día laboral (este año un martes), y que no haya permisos
para salir a votar, hace que obreros y empleados sencillamente no puedan ir al sitio de
votación. Trump —que votó por correo— odia y denuncia como fraudulento el voto por
correo porque permite que los trabajadores simples puedan enviar su voto antes, ya que
el 3 de noviembre no podían ir a las urnas.

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Trump y los republicanos sienten que no pueden perder por los nubarrones que ven en
el horizonte. La última revista The New Yorker se abre con este título en la portada:
“Why Trump Can’t Afford to Lose” (“Por qué Trump no puede permitirse perder”) y el
texto de Jane Mayer hace una lista de los pleitos a los que Trump, como expresidente,
debería enfrentarse. Según Mayer, Trump solía llevar dos libros de contabilidad: en uno,
que se presentaba a los bancos, a las aseguradoras y a los posibles socios de negocios, se
exageraban las ganancias. En otro, para presentar al fisco, se inflaban las pérdidas y los
gastos (70.000 dólares anuales en peluquería) para evadir impuestos. Por este lado van
los delitos fiscales. Los penales van por el lado de las revelaciones de su abogado
particular, Michael Cohen, entre los cuales el más sonado es la compra del silencio de la
actriz porno Stormy (Borrascosa) Daniels con fondos de la campaña.

Un ejercicio de fantasía: para no aceptar la derrota ni cometer la vulgaridad de


autoperdonarse, Trump renuncia antes del 20 de enero. Pence es presidente unos
cuantos días y durante ellos usa el poder para perdonarle a Trump todos sus crímenes y
delitos.

https://www.elespectador.com/opinion/una-puerta-que-se-abre/

Una puerta que se abre

14 nov. 2020 - 10:00 p. m.Por: William Ospina


Ahora que Joe Biden ha ganado las elecciones en los Estados Unidos, pienso que Cuba
podría tener la clave para la solución del drama venezolano.

Durante los últimos años, mientras se intensificaba el cerco estadounidense, Venezuela


ha compartido con Cuba el poco oxígeno que le quedaba, en un acto de solidaridad que
muchos reprueban, pero que en otros tiempos era ejemplo de una natural fraternidad.
Hace muchos años Venezuela ayudó a los colombianos en problemas, como ahora lo
hace Colombia con los venezolanos.

Después de la sabia política de Barack Obama hacia Cuba, apostando a que un comercio
más libre y un mejor nivel de ingresos para los cubanos favorezcan los cambios que se
están abriendo camino en la isla, cuando medio siglo de bloqueo no había logrado
absolutamente nada, sino hacer sufrir a la población y forzar al gobierno a mantener un
férreo control sobre la sociedad, los cuatro años de Trump volvieron a envenenar las
relaciones y a asfixiar a las comunidades.

En el caso de Venezuela, era muy difícil que el gobierno aceptara una transición y ni
siquiera unas elecciones transparentes, con los halcones de Trump graznando que a
Maduro lo esperaba el campo de concentración de Guantánamo. Estoy convencido de
que el gobierno venezolano solo estaría dispuesto a aceptar una transición y unas
elecciones libres si se le garantiza al chavismo un espacio político en la sociedad.

Hasta ahora el discurso de las sanciones ha tendido a descalificar no solo al gobierno


sino a sus electores. Pero si se persiste en criminalizarlos y en atribuirles toda la
responsabilidad de la crisis, cuando es evidente que buena parte de ella se debe al
hundimiento de los precios del petróleo, seguido por el colapso consiguiente del aparato
productivo, y al opresivo bloqueo del comercio para un país que depende
dramáticamente del mercado externo, es muy difícil que los actuales gobernantes
acepten someterse a la normalidad democrática, viviendo casi sin aire en una fortaleza
asediada.

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Pero hay otra razón para que no hayan cedido: su gobierno sabe que la caída de
Venezuela, que a pesar de todo cuenta con más recursos, podría significar también la
caída de Cuba, el hundimiento de un esfuerzo de dignidad que ha cumplido ya 60 años.
De modo que también ese, aunque muchos no lo aprecien, ha sido un esfuerzo de
solidaridad.

Cuba va a defender hasta la muerte su lucha por mantener el único sistema generoso de
salud y de educación que se ha dado en este continente donde los prosélitos del
neoliberalismo solo pueden mostrar marginalidad, miseria, inseguridad y el desangre de
la juventud bajo el poder corruptor de la prohibición y de las mafias.

Si las relaciones mejoran, nadie como el gobierno cubano estará en condiciones de


ayudar a flexibilizar a sus aliados venezolanos y encontrar las vías de un diálogo que
permita por fin la transición democrática sin retaliaciones. Ni siquiera en las terribles
circunstancias de los últimos años es posible hallar en Venezuela los niveles de
violencia y de atrocidad que se viven en México o en Colombia bajo el auge de las
mafias y de las bandas criminales, a menudo con la participación escandalosa de
miembros de las Fuerzas Armadas. Por eso es un error pretender que lo que pasa en
Venezuela es lo peor que pasa en el continente, cerrando los ojos a las crueles
sanciones, los bloqueos inmensos y el hundimiento de la producción petrolera.

Venezuela está mal, su gobierno ha cometido errores y delitos, su régimen no tiene


soluciones para el drama que viven millones de ciudadanos, pero pretender derribarlo
por la fuerza, como quiere cierto extremismo terrorista, o ahogarlo con sanciones y
bloqueos siguiendo el estilo de Trump, solo hará que indeseablemente Venezuela se
pierda para Occidente, y que se empoce en el Caribe el riesgo de un conflicto de
proporciones planetarias. Algo que por supuesto no les conviene a los Estados Unidos,
ni a Cuba, ni a Venezuela y tampoco a Colombia, que estaría en la primera fila de la
catástrofe, aunque haya gente que apueste por esa opción devastadora.

Ahora la situación es insostenible, el diálogo es necesario y creo que la transición es


posible. El régimen venezolano tendrá que convencerse de que no hay otro camino,
como en Bolivia, que unas elecciones libres y transparentes. Deben comprender que si
el pueblo, como en Argentina, los obliga a pasar a la oposición, es su deber aceptarlo, y
honrar así las reglas de la democracia que les han permitido gobernar durante 20 años.
Y si el chavismo, como yo lo creo, ha calado en el alma del pueblo, tarde o temprano
tendrá la oportunidad de que el pueblo lo recompense.

Cuba estaría en condiciones de aconsejarle a Venezuela ese camino de solución, aunque


ello signifique, en su caso, empezar a admitir que el final del bloqueo y el ingreso en la
sociedad de mercado les exigirá también abrir un abanico de alternativas democráticas
para su propio pueblo. Ni Cuba ni nadie puede instaurar hoy en el mundo nada mejor
que una socialdemocracia autónoma y profundamente independiente, pero está más
cerca Cuba de tener algo semejante que nuestros países devorados por las mafias.

Lo demás no lo garantizará ningún gobierno, porque es la tarea que tienen que cumplir,
en China, en Rusia, en Estados Unidos, en Cuba, en Venezuela, en Colombia, en todo el
mundo, solamente los pueblos. Solo ellos podrán rediseñar la democracia buscando un
orden social que garantice a la vez la justicia y la libertad, una profunda responsabilidad
de los Estados y de sus ciudadanos con la suerte del mundo, y un modelo nuevo que
haga posible la continuidad de la aventura de la vida en la tierra.

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