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TERCER PERIODO
NOCTURNO III
José asunción Silva
Una nocheDM
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas,
Una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda,
muda y pálida
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,
por la senda que atraviesa la llanura florecida
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
y tu sombra
fina y lánguida
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada
sobre las arenas tristes
de la senda se juntaban.
Y eran una
y eran una
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
Esta noche
solo, el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
por el infinito negro,
donde nuestra voz no alcanza,
solo y mudo
por la senda caminaba,
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida
y el chillido
de las ranas,
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
¡entre las blancuras níveas
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de las mortuorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
Era el frío de la nada...
Y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola,
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella... ¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de
lágrimas!...
A MI CIUDAD NATIVA
Luis Carlos López
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RELATO DE SERGIO STEPANSKY
León de Greiff
¡Juego mi vida!
¡Bien poco valía!
¡La llevo perdida
sin remedio!
Erik Fjordsson
Juego mi vida, cambio mi vida,
de todos modos
la llevo perdida...
Y la juego o la cambio por el más infantil espejismo,
la dono en usufructo, o la regalo...
La juego contra uno o contra todos,
la juego contra el cero o contra el infinito,
la juego en una alcoba, en el ágora, en un garito,
en una encrucijada, en una barricada, en un motín;
la juego definitivamente, desde el principio hasta el fin,
a todo lo ancho y a todo lo hondo
—en la periferia, en el medio,
y en el sub-fondo...—
Juego mi vida, cambio mi vida,
la llevo perdida
sin remedio.
Y la juego, o la cambio por el más infantil espejismo,
la dono en usufructo, o la regalo...:
o la trueco por una sonrisa y cuatro besos:
todo, todo me da lo mismo:
lo eximio y lo rüin, lo trivial, lo perfecto, lo malo...
Todo, todo me da lo mismo:
todo me cabe en el diminuto, hórrido abismo
donde se anudan serpentinos mis sesos.
Cambio mi vida por lámparas viejas
o por los dados con los que se jugó la túnica inconsútil:
—por lo más anodino, por lo más obvio, por lo más fútil:
por los colgajos que se guinda en las orejas
la simiesca mulata,
la terracota rubia;
la pálida morena, la amarilla oriental, o la hiperbórea rubia:
cambio mi vida por una anilla de hojalata
o por la espada de Sigmundo,
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o por el mundo
que tenía en los dedos Carlomagno: —para echar a rodar la bola...
Cambio mi vida por la cándida aureola
del idiota o del santo;
la cambio por el collar
que le pintaron al gordo Capeto;
o por la ducha rígida que llovió en la nuca
a Carlos de Inglaterra;
la cambio por un romance, la cambio por un soneto;
por once gatos de Angora,
por una copla, por una saeta,
por un cantar;
por una baraja incompleta;
por una faca, por una pipa, por una sambuca...
o por esa muñeca que llora
como cualquier poeta.
Cambio mi vida —al fiado— por una fábrica de crepúsculos
(con arreboles);
por un gorila de Borneo;
por dos panteras de Sumatra;
por las perlas que se bebió la cetrina Cleopatra—
o por su naricilla que está en algún Museo;
cambio mi vida por lámparas viejas,
o por la escala de Jacob, o por su plato de lentejas...
¡o por dos huequecillos minúsculos
—en las sienes— por donde se me fugue, en grises podres,
la hartura, todo el fastidio, todo el horror que almaceno en mis odres...!
Juego mi vida, cambio mi vida.
De todos modos
la llevo perdida...
Señor.
Estamos cansados de tus días
y tus noches.
Tu luz es demasiado barata
y se va con lamentable frecuencia.
Los mundos nocturnales
producen un pésimo alumbrado
y en nuestros pueblos
nos hemos visto precisados a sembrarle a la noche
un cosmos de globitas eléctricas.
Señor.
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Nos aburren tus auroras
y nos tienen fastidiados
tus escandalosos crepúsculos.
¿Por qué un mismo espectáculo todos los días
desde que le diste cuerda al mundo?
Señor.
Deja que ahora
el mundo gire al revés
para que las tardes sean por la mañana
y las mañanas sean por la tarde.
O por lo menos
—Señor—
si no puedes complacemos
entonces
—Señor—
te suplicamos todos los bostezadores
que transfieras tus crepúsculos
para las 12 del día.
Amén.
Morada al sur II
Aurelio Arturo
***
Entre años, entre árboles, circuida
por un vuelo de pájaros, guirnalda cuidadosa,
casa grande, blanco muro, piedra y ricas maderas,
a la orilla de este verde tumbo, de este oleaje poderoso.
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Yo subí a las montañas, también hechas de sueños,
Yo subí, yo subí a las montañas donde un grito
persiste entre las alas de palomas salvajes.
***
Te hablo de días circuidos por los más finos árboles:
te hablo de las vastas noches alumbradas
por una estrella de menta que enciende toda sangre:
III
En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
un viento ya sin fuerza, un viento remansado
que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio.
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Y a la mitad del camino de mi canto temblando
me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas,
con tanta angustia, un ave que agoniza, cual pudo,
mi corazón luchando entre cielos atroces
Canción
Piedad Bonett
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y díganle que eso no importa ni siquiera para la lástima o el
perdón
y que ni él mismo sufre por eso,
que ya no cree en nada ni en nadie y mucho menos en él mismo,
que tantas cosas que vio apagaron su mirada y ahora, ciego,
necesita del tacto,
díganle que alguna vez tuvo un leve rescoldo de fe en Dios, en un
día de sol,
díganle que hubo palabras que le hicieron creer en el amor
y luego supo que el amor dura
lo que dura una palabra.
Díganle que como un globo de aire perforado a tiros,
su alma fue cayendo hasta el infierno que lo vive y que ni siquiera
está desesperado
y díganle que a veces piensa que esa calma inexorable es su
castigo;
díganle que ignora cuál es su pecado
y que la culpa que lo arrastra por el mundo la considera apenas
otro dato del problema
y díganle que en ciertas noches de insomnio y aun en otras en que
cree haberlo soñado,
teme que acaso la culpa sea la única parte de sí mismo que le
queda
y díganle que en ciertas mañanas llenas de luz
y en medio de tardes de piadosa lujuria y también borracho de
vino en noches de lluvia
siente cierta alegría pueril por su inocencia
y díganle que en esas ocasiones dichosas habla a solas.
Díganle que si alguna vez regresa, volverá con dos cerezas en sus
ojos
y una planta de moras sembrada en su estómago y una serpiente
enroscada en su cuello.
y tampoco esperará nada de nadie y se ganará la vida
honradamente,
de adivino, leyendo las cartas y celebrando extrañas ceremonias
en las que no creerá
y díganle que se llevó consigo algunas supersticiones, tres fetiches,
ciertas complicidades mal entendidas
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y el recuerdo de dos o tres rostros que siempre vuelven a él en la
oscuridad
y nada.
Sonata
Álvaro Mutis
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HOMBRES
Tomás Vargas Osorio
En la barraca de Matías se encontraban al anochecer, cuando la marea humana
que descendía de las petroleras, sucia de aceite y de lodo, empezaba a invadir las
cantinas y los burdeles. Matías era un viejo mestizo cuya procedencia no había
podido establecerse. Llegó a Barranca en busca de trabajo, pero luego pensó que
la vida podía llevarse perfectamente sin hacer nada. Se le veía pasearse a la
orilla del río, fumando un grueso cigarro y golpeando la arena con sus botas
remendadas. Se detenía algunas veces a charlar con los negros de las canoas y
con los vendedores de sábalo, y de noche huroneaba por las cantinas, rondaba
alrededor de las mesas de juego o simplemente se marchaba a dormir a
cualquier parte. Era de pequeña estatura, adiposo y afable, y sus ojillos parecían
reír, bajo las cejas rojizas, a todas horas. Pero un día Matías
hizo una barraca. Se le vio entonces trabajar con ardor desde las seis de la
mañana, en la construcción de su casa de madera. Cuando estuvo construido
colgó de la puertecilla un aviso que decía en torcidas letras negras. “CANTINA
DE MATÍAS”. Y se dedicó a esperar tras el mostrador, con su paciencia habitual,
a que alguien llegara. El primero en llegar era el antioqueño. Luego llegaba
“Cuba” y el otro, que siempre se hacía esperar algunos minutos, un hombre alto,
cenceño, que se emborrachaba en silencio ya quien sus camaradas respetaban
un poco porque nada se asemejaba a ellos. Parecía de “buena familia”, era
blanco, aun cuando su piel mostraba parches amarillos, y siempre olía
a agua de colonia. Le llamaban simplemente “El” sin agregar nada a esa lacónica
palabra.
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Sobre todo, cuando la fiebre roía las entrañas
pensaban que sería muy dulce ir a tenderse sobre el barro, allá en el fondo, y oír
a lo lejos la ronca sirena de un barco que se iba. Además, los ojos sentían a veces
necesidad de ver cosas verdes cubiertas de rocío…Podía adivinarse claramente –y
así lo hacía Matías – lo que pensaba “Cuba” y el antioqueño. Pero el pensamiento
de “El” era inescrutable. Tenía un rostro absolutamente inexpresivo, de
rasgos inmóviles. Amaba la vida? La odiaba? Qué fuerza podría mover su
corazón? Jamás se le escapaba una sola palabra sobre su pasado y nunca sus
camaradas lo interrogaron sobre él. Era, simplemente, otro hombre. El nombre
no importaba ni por qué estuviera en el puerto. Al principio a Matías, a “Cuba” y
al antioqueño los impresionó un tanto ese misterio, pero luego se acostumbraron
a él y no volvieron a hablar entre ellos del asunto. Un acontecimiento vino a
turbar en cierto modo la tranquilidad de esa vida (porque
después todo sigue lo mismo). Jugaban una noche a las cartas, cuando alguien
llamó a la puerta de la barraca. Matías abrió y en el círculo de luz que formaba la
bombilla vio destacarse el rostro de una mujer. Matías reflexionó un instante y
luego abrió la puerta para que la mujer entrara. Entró y dijo que
tenía sed. Matías le sirvió un vaso de cerveza que la mujer bebió vorazmente,
limpiándose después la espuma de los labios con el dorso de la mano. Los
hombres levantaron la cabeza para verla. Era joven y sus cabellos castaños
brillaban en la luz con reflejos pálidos. “Cuba” advirtió, además, que tenía los
ojos grandes, pero no lo dijo. Matías estaba visiblemente turbado y, al parecer,
meditaba en lo que podía hacerse. Arrojarla a la calle o invitarla
aque se quedase, ambas cosas requerían serpensadas. La mujer observó la perpl
ejidaden el rostro de Matías y dio un paso hacia la
puerta pero se detuvo. Miró a los hombres atentamente y preguntó a Matías.—
Puedo quedarme? Matías hizo un movimiento de hombros que no quería decir
nada, pero miró a la mujer con lástima. Tenía una voz suplicante y altiva al
mismo tiempo y parecía rogar cuando dijo si podía quedarse allí. No llevaba nada,
solo su vida, pero ésta no parecía preocuparla demasiado. Los hombres se
marcharon. Matías le ofreció una esfera a la mujer, apagó la luz y pasó a su
habitación que tenía una ventana que miraba hacia el río. Las luces de un barco
empezaban a borrarse en la noche. La mujer se hizo cargo de la cantina. Los
primeros días estuvo muy callada, pero se advertía en ella, en sus movimientos
fáciles, en sus miradas y en el pliegue menos rígido
de sus labios que estaba contenta. Se había salvado, al menos por algún tiempo,
y esta seguridad le devolvía la juventud y el vigor y aun cierta
belleza. No preguntó a Matías sobre sus compañeros ni éste le dio tampoco
ninguna explicación sobre la vida de la barraca. Solamente le dijo que podía
quedarse y a tendera la cantina si lo deseaba, lo que la mujer aceptó. Arregló
la casa, lo limpió todo y colocó unas flores de papel en la mesa en un vaso
roto. Por la noche “Cuba” tomó el farolillo y
lopuso en un rincón, pero “El “ volvió a colocarlodonde estaba sin decir una sola
palabra. La mujer lo observó en silencio y le agradeció haberlo
hecho; el florero se veía bien allí en la mesa. Al salir, “Cuba” y el antioqueño se
fueron juntos. Anduvieron hacia el río, hombro a hombro y se echaron bocarriba
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sobre la arena, aspiraron fuertemente el aire cálido. Las estrellas brillaban en el
cielo profundo y se escuchaban dulces rumores, el ruido del agua, el aleteo de un
pájaro, la brisa que movía las palmas.— Las estrellas me hacen pensar en mi
pueblo— dijo el antioqueño. Hubo, después, un largo silencio, al cabo del cual
dijo “Cuba”:— Para quién debe ser la mujer?— Yo la odio — repuso el antioqueño.
— Pero siempre es una mujer — agregó el otro.— Es del viejo. Porque vamos
a quitársela?—No sé, pero me parece que nos falta una mujer — insistió. “Cuba”
Volvieron al puerto y se separaron llevando cada uno la sensación de que todo
podía cambiar de un momento a otro. Valía la pena de que fuera así? Sin
embargo de que ambos pensaron en ello, a la noche siguiente, después de salir de
la barraca “Cuba” y el antioqueño volvieron a charlar sobre el asunto dela mujer.
— Lo he estado pensando y tú tienes razón —dijo el antioqueño.— Qué dirá “El”?
– preguntó entonces “Cuba”.— No dirá nada, como siempre— Y entre los dos
cómo lo decidiremos? “Cuba” sacó del bolsillo unos dados. Juguémosla — dijo.—
Está bien — asintió el antioqueño.—Juguémosla. “Cuba” arrojó los dados sobre la
arena y los dos se inclinaron sobre ellos para ver lo que había decidido la suerte.
— Es tuya — dijo el antioqueño. A la noche siguiente “Cuba” le explicó a Matías:
— Antioquia y yo nos jugamos anoche la mujer. Creímos
que tú no te opondrías. Eres viejo y además hay otras mujeres. La he ganado yo.
La mujer es mía.
Matías reflexionó o bien aparentó que estaba pensando en lo que “Cuba” le
acababa de decir. Al cabo preguntó:— Qué dirá “El”?
— No dirá nada. Nada le importa— Está bien — dijo Matías.— Llevátela La mujer
estaba oyendo el diálogo de los hombres y al pretender escapar tropezó con “El”,
que entraba.— Me han jugado al dado — le dijo-. Sálveme! “El” entró y preguntó:
— Qué quieren hacer con la mujer?— “Cuba” la ha ganado — repuso el antio-
queño—. Todo es legal.La mujer temblaba de miedo. Los ojos muydilatados y los
labios blancos.— Cómo la han jugado? — volvió a preguntar “El” Le explicaron
entonces todo. El hombre alto y blanco se volvió hacia la muchacha:
— Es la suerte, vete con él —le dijo. La mujer echó a correr desesperadamente
sintiendo cómo la arena le mordía los pies en medio de los dedos y “Cuba” salió
tras ella. Los otros se sentaron alrededor de la mesa y echaron la baraja. Matías
sirvió la botella de ron y murmuró:— Yo que estaba tan contento con la
muchacha. Así es la vida. Qué vamos a hacer. La muchacha corría, faltándole el
aliento. Detrás de ella escuchaba las ágiles zancadas de “Cuba” y casi sentía
sobre su nuca la caliente respiración del hombre. Hizo un esfuerzo más y
llegó a la orilla. El hombre la alcanzaba. La mujer se volvió hacia él y al verlo
agigantado monstruosamente en la sombra,
tuvo un miedo horrible. Estaba al borde del barranco y saltó. “Cuba”
se detuvo, acezando, y se quedó mirando fijamente las aguas al
pie del barranco unos instantes. Al principio creyó oír un ligero chapoteo, pero
luego, nada .Regreso a la barraca, despacio, todo el cuerpo
adolorido como si le hubieran dado palos. Nadie le preguntó
nada. Tomó una copa, se enjugó los labios y pidió las cartas.
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CUENTO DE NAVIDAD
Mario Mendoza
ESCOMBROS EN LA LUNA
Fanny Buitrago
La vieja escarbaba en los escombros. Lentamente. Haciendo montoncitos
separados. Astillas, trapos, latas. Nada escapaba a sus ojillos grisáceos de
niñetas acuosas. Cuando tropezaba con un objeto valioso: una olla tiznada o la
pata de una mesa, daba griticos de alegría —en tono chillón y desacompasado—
lo suficientemente altos para ser escuchados por las demás, y frotaba el hallazgo,
con su mugriento delantal, repetidamente, como quien brilla una tetera de plata.
Las otras la miraban hacer. Idiotizadas. Una contra otra, en cuclillas,
silenciosas. Como si no comprendiesen exactamente lo que ocurría. En el
matorral se pudrían los despojos de cuatro mulas y de muchos hombres. Los
samuros ahitos no disputaban siquiera. El hedor era insoportable. Arriba. El sol
era un girasol anaranjado y caliente.
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Era el atardecer del noveno día y aún humeaban las ruinas. Aquí. Allá.
Levantando caprichosas figuras oscuras, sedosas, tenues. Los niños habían
dejado de alborotar. Dormían, inquietos, quejándose de tanto en tanto.
—Quiero algo de comer.
Berta sintió piedad de esa criatura desgarbada. Seca. A quien veía pasar, a
misa, tocada con un sombrerito verde. No miraba en dirección del café. Y la única
vez que se encontraron en la calle, escupió y dijo “zorraaa...” imperceptiblemente.
Y ahora... “quiero algo de comer” con la mano extendida y los labios cuarteados.
Era la primera vez que hablaba en todo ese tiempo.
—Hay que trabajar —canturreó la vieja, con voz cascada y metálica— y levantar
el pueblo de nuevo. Sucedió igual, muchos años antes, cuando yo era joven.
Sofía, la más endeble, entornó sus ojos vidriosos.
—Tu hijo estaba con ellos —repitió por milésima vez—. Tu hijo estaba con ellos.
Estaba con ellos.
Cerró los párpados abotagados y violáceos. Sus brazos jóvenes se enroscaron
en el vientre hinchado y tirante. La vieja se sonó ruidosamente con el delantal —
sin mirar a Sofía— y se inclinó a recoger un manubrio de bicicleta. Uno de los
niños gimió: Berta no sabía su número exacto. Cinco o seis. Hambrientos todo el
tiempo. Por fortuna, el bebé había muerto el primer día, casi, inmediatamente, de
que la vieja lo encontrara.
—Quiero agua —dijo la mujer que usaba un sombrerito verde.
Berta señaló el camino del río.
—¡Zorra...! —mascó la otra— ¡Zorra! —recogiendo con su lengua reseca el sudor
que venía de las mejillas.
“No lo olvidarán. Así estemos a un paso del final y de los matorrales. Sea”.
Había sido gorda y maciza. Con anchas caderas —como ancas de yegua— que
gustaba forrar con telas brillantes y que sus clientes pellizcaban. Ahora su piel
colgaba, en molestas capas, haciendo bailar los grandes huesos en un traje
desteñido. No tenía hijos ni recuerdos que la ataran al lugar. La cantina estaba
destruida. Su mozo muerto. Inexplicablemente. Por esos niños extraños, a quien
nadie reconoció como suyos, se negó a partir.
El primer día, la tropa recogió algunos muertos. Podía ver las cruces, torcidas,
pintadas de cal. También repartieron provisiones y algunos abusaron de las
mujeres: Por entonces eran una horda entera y comieron hasta la última miga de
pan y se vendieron por un pedazo de carne. Se habían ido, arrastrando a sus
hijos, llorando los muertos, maldiciendo.
—Shhh... —la vieja aguzaba el oído.
Un perro se acercaba, ladrando, con un retumbar hondo y desagradable. Sofía
aflojó la presión del vientre y sepultó la cabeza entre sus piernas. “¡Vienen otra
vez. Vienen...!” “Calla —murmuró Berta—, calla”. La vieja agarró una estaca con
rapidez gatuna. Berta se incorporó de un salto. Un dolor sordo invadió sus
coyunturas. Sin preguntar nada la imitó.
El perro retozaba en los escombros. Hundía el hocico en las ruinas, husmeaba,
lamiendo todo a la vez. Era de un pelaje amarillento, con leves manchas sarnosas
y pezuñas enlodadas. Ojos redondos. Aguanosos. Tropezó un segundo, con algo
comestible. Sus dientes crujieron. La vieja se acercó con sigilo. El animal se volvió
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irritado lanzando dentelladas al aire. Babeaba. La saliva era espesa y
sanguinolenta.
Agudos ladridos resonaron por largo rato en el eco empolvado.
La vieja lo desolló. Tenía mucha práctica y manejaba el cuchillo con maestría.
Las gotas rojas que salpicaban su delantal la tenían sin cuidado. Su marido se
ocupó por 20 años de la cría y matanza de cerdos. Cuando él murió, ella se
encargó del negocio. Tenía clientela fija y mataba un cerdo cada semana.
—Despierta a los niños —dijo a Berta, mientras apartaba las vísceras, los sesos
y la lengua.
Los niños reunieron ramas y astillas. Prendieron un buen fuego. Se mostraban
dóciles y callados. Ya no zaherían a Berta. Miraban, fascinados, cómo la vieja
cortaba los pedazos de carne y los colocaba en el fondo de la olla. La más grande
que encontrara. Lo hacía con unción, como si realizase un fervoroso rito.
—No tenemos sal —masculló la vieja.
—Pero tenemos hambre —respondió la mujer que antes usaba un sombrerito
verde. Sus ojos brillaban febriles.
Trajeron agua del río cercano. El fuego no tardó en crepitar y los niños
soplaban con pedazos de cartón, envueltos en tos y humo. Allí permanecieron,
arrodillados, por largo rato. Por fin ablandó la carne. El agua se tornó espesa y
oscura.
Bebieron del caldo, grasoso, agrio. Con avidez. Directamente de la olla,
pasándola de mano en mano. Los chiquillos masticaban de prisa, casi sin
deglutir; se oía rechinar de dientes y respiraciones entrecortadas.
La vieja cesó de comer. El caldo corría por sus antebrazos y se mezclaba con la
suciedad de la piel. Los ojillos expectantes —circundados por innumerables
arrugas estriadas— giraron en las cuencas. Era flaca y encorvada, de piel
morena, correosa. Llevaba los cabellos escasos y grises sujetados con cinticas
moradas. Oteaba el aire.
—Vienen... —el ruido era palpable.
Instintivamente, los niños saltaron a esconderse en los escombros. La mujer
que usaba un sombrerito verde se persignó. Berta empujó a Sofía, que,
tercamente, insistía en quedarse junto al fuego. La vieja arrastro la olla tras un
arrume de caliza y tablas. Echó arena sobre el fuego. En un momento no
quedaron rastros de él.
El zumbido de un moscardón levantaba hongos de polvo. En el matorral, los
samuros, excitados, se desbandaron. Volaban en un círculo negro. La trompa de
un jeep, con sus fauces metálicas y la marca U.S.A. fue haciéndose visible. Las
ruedas trituraron dos restos de una mula. Algunos hombres, en formación caqui,
trotaban lejos. La vieja no distinguía bien; se estaba quedando ciega últimamente
y sólo de cerca localizaba las cosas.
—Escóndase —suplicó Berta.
—Quiero saber.
—¡La matarán! —susurró más bajo.
—Estoy vieja. La muerte no se molestará por tantos huesos.
El vehículo irrumpió en la explanada, sorteando baches y desplazando ruinas.
El oficial frenó. Escudriñó a la vieja sorprendido. Ella resistió el examen sin
pestañear. (El caso es que tampoco tenía pestañas). El oficial era alto y
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rubicundo, con mejillas mofletudas y alineados dientes postizos. Llevaba con
orgullo el uniforme. Pero le disgustaba la vieja, el lugar, la carnicería en los
matorrales, la misión en sí. ¡Tan lejos la ciudad y el agradable casino militar!
¡Qué bien sentaría un whisky doble con hielo picado! Sus hombres trotaron. Les
hizo señal de alto. Hedía.
Y esa vieja sucia. Huraña. Calzada con zapatos tennis, de los que asomaban
unos dedos sin uñas, le producía miedo. Dos piojos corrían por el cuello aceitoso
—formando caminitos— en dirección del seno. La vieja se rascó. Quiso pensar en
algo agradable. Por ejemplo: en su ceremonia de graduación, con los oficiales de
la plana mayor y su mujer sentada en primera fila. La vieja continuaba
rascándose. Sintió ganas de vomitar.
—¿Pasaron por aquí? —preguntó haciendo un esfuerzo.
Ella negó con la cabeza.
—Los tenemos casi rodeados. ¿Es seguro que no los ha visto? —habló con
hermosa voz de tenor, muy alto, para que le oyeran sus subordinados.
La vieja repitió el gesto anterior. El oficial encendió un cigarrillo americano.
Nunca fumaba otra cosa. El sudor descendía por sus axilas —con olor de tierra y
desodorante— y sus nauseas se hacían más insistentes. Los soldados, aburridos,
se entretenían lanzando piedras a los samuros. Llegaban vahos de podredumbre.
Berta rezaba fervorosamente. Era preferible que no las vieran: Los hombres en
manada son siempre temibles y no se pertenecen realmente. Más cuando les ha
faltado mujer por varios días.
El oficial buscó afanosamente en los bolsillos. Ofreció a la vieja chocolates y
chicléts de menta. Los soldados lo respetaban. Había estudiado en la universidad
y tenía un diploma. Era muy fino en sus cosas y perfumaba sus pañuelos. “Tome,
tome”. La vieja sonrió, en un ruidito seco, mostrando unos raigones ennegrecidos
y sus encías rosáceas. Alargó la mano y apañó, rapaz, los regalos. No dio las
gracias. Los soldados apostaban a dos samuros peleando una tripa. La escena no
les interesaba. Habían visto muchas como esa.
—Daré parte de esto a la Asistencia Social —(anotó la fecha del día y el nombre
del lugar. Destacó la ignorancia de la vieja y el poco respeto que mostraba a su
grado)—. Haré que le envíen provisiones —le dijo—. Pero debe irse de aquí. Ya me
cuidaré de eso también.
Un rastreador llegó acezando. Dijo algo al oficial. Era un muchacho moreno y
bajito. No pasaría de los 18 años. Los soldados se cuadraron. El samuro ganador
era vitoreado por algunos.
—¡Vamos! ¡Listos! —el oficial dijo algo a la vieja antes de arrancar. Su voz se
perdió en el crujido del motor y las pesadas botas que corrían.
La vieja les miró alejarse. Berta se levantó sacudiendo las piernas
entumecidas. Los niños corrieron a encender el fuego de nuevo. Pronto
comenzaron a jugar y Berta los sintió riendo, con esa maravillosa inconciencia,
que borra el dolor en las criaturas. Sofía permaneció en el mismo sitio.
—Tu hijo estaba con ellos —murmuraba sin cesar—. Tu hijo estaba con ellos.
—No la escuche —dijo Berta, agotada con la cantinela.
—Sí. Mi hijo estaba con ellos.
La vieja se dobló, con la frente a la tierra, haciéndose un ovillo. Oscurecía.
Berta intentó averiguar si lloraba. No. Quedó dormida, instantáneamente,
convertida —al crepúsculo— en una sombra plana gigantesca: Sería honesto
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verla morir. Allí. En el momento del reposo. Sin que su vejez fuese interrumpida
por nuevas muertes. Sin que el hijo la rondara como un fantasma: Berta quiso
orar. Dios era una figura remota, distante, para mujeres con sombrero, que quizá
no escucharía a la dueña del café.
Los niños, cansados de bregar, se durmieron a su vez. La noche era un manto
pesado, titilante, embolsada de oscuridad. Los samuros volaban silenciosos.
Berta se arrebujó junto a los niños. Tenía frío aunque el aire era cálido y lento:
De nuevo soñó la alegre baraúnda de la cantina. Los hombres, alrededor de las
mesas, jugando dados y bebiendo. Afuera, las mujeres, mirando de reojo “Zorra!”
por la puerta entreabierta, afanosas de llegar al rezo y maldecir, ante Dios, a la
desvergonzada que les robaba a sus hombres.
Y el griterío doloroso de los que mueren. Trotar de caballos. Rozar de hojas de
machete. Balas. Y esa impotencia ante el desastre, paralizador de miembros que
permitía a los intrusos exterminar seres y bestias, a placer, como si deshierbaran
un campo de malezas.
Despertó gritando. La explanada estaba iluminada y se escuchaban voces
masculinas. Reconoció al oficial mofletudo que diera chicléts a la vieja. La
obligaba a tomar un poco de ron.
—¡Santo Dios! —exclamó al verla abrir los ojos— La imaginé... —pero no
terminó la frase. Paladeó el líquido ardiente; lo sintió correr agradablemente por
sus venas y devolvió la botella sin decir nada. El oficial se apartó. Los soldados
levantaban dos tiendas de campaña. El quejido de los heridos era inconfundible.
—¡Venga! —gritó el oficial.
Fue de mala gana. Atados. Fuertemente, con cuerdas nuevas, descubrió cinco
hombres. Los soldados se turnaban para hacer guardia. En el matorral,
cadáveres nuevos estrujaban las espinas.
—Necesito al cabecilla —el oficial se expresaba con voz chillona, perdido su
control—. Debo liquidar este asunto ya.
—No los conozco. No los vi nunca —Berta evitó mirarles. Presentía los samuros.
El oficial se enjugó la frente con un pañuelo limpio. El último que le quedaba.
Encendió un cigarrillo, nerviosamente, y pidió a Berta que los mirara de nuevo.
Sofía se negaba a levantarse. Dos hombres intentaban mover su pesado cuerpo.
La mujer que usaba un sombrerito verde, asustada, sollozaba en silencio. A la
vieja la habían dejado en paz. Uno de los hombres amarrados tosía sin descanso.
El oficial se crispaba, a compás; era demasiado para él.
—¡A callar...! Un solo intento de huida y tiraré a matar. ¿Cuál es? —inquirió de
nuevo.
La vieja se revolvió en sueños. Dulcemente —con sus miembros reacios— se fue
desperezando. Tardó un tanto en acostumbrarse a las luces. Reconoció al oficial,
vagamente, como a un habitante de su imaginación. Se sentía bien, rodeada de
su propio calor, pero le hormigueaban las costillas. Tendría que levantarse. Poco
a poco, sus pupilas opacas fueron distinguiendo. Contuvo un grito. El oficial
advirtió la contracción y fue a ella.
—Los hemos traído —dijo, ayudándola a ponerse en pie—. Mataron seis de los
nuestros. Quizá el cabecilla viva aún. Venga.
El encargado del rancho trajo una escudilla con sopa aguada, pan, un pedazo
de carne cocida. La vieja lo rechazó con energía. El oficial, hipnotizado, lo pasó
por alto.
17
Pausadamente, como si le pesaran mucho los pies, ella se acercó a los
hombres. Palpó, uno por uno, los rostros: Los llamaba por sus nombres,
recordando el nombre de sus padres, y el de sus bestias, y el de sus mujeres. El
oficial estaba electrizado. Sofía comenzó a chillar, histéricamente, arañándose el
rostro. Sus alaridos destrozaban el eco. Berta intentaba calmarla.
—¡Está con ellos...! ¡Está con ellos...!
—Por el amor de Dios —rogaba la mujer que usaba un sombrerito verde,
halando el vestido de la vieja— ¡Por Cristo bendito!
—Este —señaló la vieja—. Este.
—¡Desátenlo! —gritó el oficial.
Parecía confundido. No sabía exactamente qué pensar. El hombre del rancho
aventuró: “Tiene un tatuaje. Lo oí decir”.
—¡Desnúdenlo!
El hombre tenía una herida a la altura del hombro. La sangre se había
adherido a la camisa. Le arrancaron la manga, cortándola a navaja: El tatuaje era
un trabajo vulgar, de charlatán de feria, y presentaba una sirena azul. No tenía
nada que ver con el hermoso símbolo de que hablaban los rumores.
—¡Pura mierda...! —estalló el oficial— ¡Pero te agarramos! ¡Habla!
—No hablará —dijo el segundo oficial.
—No importa.
La vieja se acurrucó de nuevo. No se movió cuando los oficiales ordenaron al
hombre que corriera y le obligaron a patadas a hacerlo. Ni siquiera respiró
cuando las balas atronaron y el cuerpo acribillado se desplomó en la mitad de la
explanada.
—Intentó huir —el oficial guardó su pistola— ¿Entendido?
Los hombres de caqui asintieron.
Otra vez a solas, Berta dio tocino a los chiquillos y un puñado de habas
tostadas. No estuvo ociosa. Alcanzó a robar comida y mantas de los morrales. Se
darían cuenta muy tarde y el oficial no les permitiría volver. “Nos iremos
mañana”, dijo a los niños. La vieja se incorporó y comenzó a escarbar en los
escombros. Estuvo en ese oficio el resto de la noche. Encontró una azada con
mango de metal. Marcó un cuadrado en la tierra —del ancho de un buey— y arre-
metió a cavar.
La luna descendió por el horizonte. El hombre pareció moverse y la sangre,
alrededor, tomó visos azulados. Uno de los niños sollozó en sueños. La vieja se
arrodilló junto al cuerpo acribillado, sacó su cuchillo y dio un tajo preciso. Tenía
mucha práctica. Tajar había sido su oficio durante años.
Los ojos del hombre, extáticos y vidriosos, apuntaban al cielo. Un cielo remoto, de
nubes algodonosas, iluminado. Los samuros danzaban enloquecidos, violando la
luna y los cadáveres nuevos, en el matorral. Berta se apretó más contra los niños.
La vieja amontonaba tierra sin descanso.
18