La edad de la inocencia, en la prisión de las normas sociales
La edad de la inocencia (The Age of Innocence) ha sido traducida de nuevo (por
Martin Schifino) y editada (con introducción y notas) por Teresa Gómez Reus (en el prestigioso sello Cátedra, 2020). Su autora Edith Wharton (1862-1937) ha tenido un resurgir en los últimos decenios, después de un primer éxito que tuvo ya en vida (Premio Pulitzer en 1920), y una decadencia en los decenios sucesivos, precisamente por ser mujer y por su discurso inconformista. Scorcese llevó al cine una brillante interpretación de la novela en 1994. El cuadro eludido en la novela, El retorno de la primavera (de Bouguereau), que escoge Scorcese en la película, nos habla de “una joven desnuda rodeada de querubes, y parece representar los deseos ocultos de la sociedad reprimida a la que pertenece Archer” (p. 480), el protagonista masculino. Podemos decir que la novela ha pasado a ser un clásico, no sólo por las descripciones sociales, sino sobre todo porque lo que ella narra de sus recuerdos pertenece al alma humana de todos los tiempos; sin embargo, como hará también Virginia Woolf y otras autoras, no es tanto una psicología explícita sino que ese desnudarse de la autora será a través de descripciones de unas habitaciones recargadas, opresivas, donde no se puede respirar, donde todo está a la vista y no hay intimidad ni arte, se ahoga la creatividad por culpa de esas convenciones sociales: “la impresión causada por un paisaje, una calle o una casa, debería ser siempre para el novelista un acontecimiento de la historia de un alma”, dirá Edith. En sus textos manuscritos veremos la relación de esas descripciones con el “otro lado del tapiz”, y su “jardín secreto”, donde habla del proceso creativo (todo ello me recuerda que esa imagen ha sido usada por María Zambrano al hablar de la “razón poética” que expresa de modo pleno en Claros del bosque). Es un retrato de la alta sociedad de la Vieja Nueva York, atada a convenciones formales: “Hacemos lo que hacemos porque es lo correcto”, dice uno de sus protagonistas. En la Introducción, Teresa Gómez habla muy bien de ese ambiente: “regidos por la adherencia estricta a las formas, se exigía escrupulosa probidad en los negocios y en los asuntos privados, mas esa exigencia de rectitud conllevaba una gran ausencia de compasión por los que caían en desgracia” (p. 14), y ahí la mujer era la principal víctima y también verdugo pues hacía suyas esas reglas opresivas que regulaban hasta el más pequeño detalle, como dice también Edith: “lo insólito se consideraba inmoral o de mala educación, y a las personas con emociones simplemente no se las trataba”. Un botón de muestra de esas normas: “Nueva York tenía leyes muy restrictivas de divorcio, en las que se prohibía que un cónyuge acusado de adulterio pudiera casarse con la persona con la que había entablado una relación ilícita” (p. 483). Choca que sea una sociedad crédula por otra parte con el espiritismo (satirizado por Edith). En este mundo rígido irrumpe con su exotismo un temperamento artístico y liberal, Ellen Mingott, la condesa Olenska, que viene de un fracaso matrimonial en Europa; su espontaneidad y luminosidad no encaja con ese ambiente etiquetado y sombrío, solo Newland Archer la entenderá. Nace entre los dos la pasión amorosa, sentimiento que tejerá toda la novela y que no traspasará esa cárcel de los sentimientos que es el ambiente que se respira. Porque Archer tiene que casarse con May Welland (prima de Ellen). Ese ambiente frío en el que no tienen cabida los sentimientos es precisamente lo que consigue la autora: narra lo que ha vivido, y no lo hace desde fuera sino desde dentro de ese ambiente social donde no están bien vistos los novelistas pues no es propio de ellos el escribir, como también dirá: “vivían en una especie de mundo críptico, donde lo verdadero jamás se decía ni hacía, ni siquiera se pensaba, sino que simplemente se representaba...”. La descripción de ese ambiente le costará a Edith que su madre la desheredere, pues desde su primera obra describiendo las casas es una crítica irónica sobre esos interiores sin interioridad, describiendo el afectado salón de la casa de su madre. Después de la Gran Guerra en la que Edith trabajó ayudando como asistente en Francia (y recibió la máxima condecoración de ese país, por este motivo), se refugia ahora en sus demonios de su infancia, a modo de terapia y para compartir ese mundo interior opresivo en el que vivió. (Además, las habladurías dicen que Edith es hija ilegítima). Es una novela donde reina la emoción contenida, como sigo leyendo en la introducción: “donde los intereses materiales y sociales reinan supremos, lo inconveniente no se nombra y las personas sensibles y diferentes están destinadas a quedar excluidas” (p. 47). Archer, el protagonista masculino, al conocer a Ellen “empezará a ver su mundo con otros ojos. Empezará a ver las limitaciones de su prometida y también cuestionar las creencias y convenciones que hasta ese momento había hecho suyas”. Pero acepta esa sociedad y esas normas, y “se casa con May, dejando escapar, como clásico héroe de Edith Wharton, la oportunidad de ser feliz con la mujer que ama” (p. 54). La escena melancólica del final de la novela, casi treinta años después de la separación, es el broche de oro de esa narración, que ya no tiene el matiz de ironía, sino que desde el recuerdo hay un cierto aprecio a esa vida que tanto ha oprimido… con cierta resignación expresado también en la frase: “después de todo, había cosas buenas en las viejas costumbres”. “Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido”, dirá en Los puentes de Madison el protagonista masculino, Clint Eastwood: el mismo dilema, entre el amor y el deber. Con sendos ambientes morales, naturalmente muy distintos, pues la modernidad superó en el siglo XX el puritanismo del siglo anterior, los “valores puritanos que encarna Archer” (p. 94). Pero con el mismo espíritu de fondo, como dirá Ellen, pues “la felicidad no puede edificarse sobre el sufrimiento ajeno” (p. 84) y para no hacer daño a los seres queridos, se deja de lado la opción feliz. Todas las páginas de la novela tienen carácter autobiográfico, repartido entre los distintos protagonistas. Así, el temperamento artístico de Edith se ve en los dos amantes reprimidos: Ellen y Archer. Cuando Ellen le dice: “¿Quieres que… vaya a verte una vez… y después regrese a casa?” recuerda lo que Edith anota en su diario, pensando en su amante Fullerton en Europa: “Iré una vez a él y luego nos separaremos” (p. 56). Archer opta por la soledad y opresión de lo correcto, como dirá la novela: “una rosada muerte en vida”, que recordará lo que dice Edith a su vuelta a Nueva York: “aquí me ahogo” (p. 56). Y cuando Archer le dice a Ellen: “tú me diste el primer atisbo de una vida verdadera” sin duda refleja lo que Edith le dirá a Fullerton en la soledad de su diario: “tú me diste el primer y último atisbo de una vida verdadera” (p. 56). Archer ve con resignación la falta de sensualidad de su esposa May, ante la deslumbrante sensualidad de Ellen. Pero los frena ese sentido del deber, que es también amor a la patria, a esa forma de vida, hay un sentido oculto de lealtad. “Por un lado está la pulsión del deseo irrefrenable, el anhelo irresistible de ser feliz; por otro, el peso aplastante de la maquinaria social, y también el sentido de la lealtad que les impide traicionar a las personas que han confiado en ellos”. Pero May es un personaje que no tiene nada de plano, tiene un “control absoluto de los intrincados códigos sociales” (p. 76) y su “ingenuidad” es la cara que muestra ante una “comunidad encorsetada y punitiva” (p. 76), ante lo que la novela llama “inescrutables terrores totémicos” entre los que hay que sobrevivir, y que tan bien recrea el relato: “una sociedad estrecha y banal, que se mueve al dictado de axiomas como el no llegar pronto a la ópera, desplegar sus alfombras”… (p. 78). Unas normas no escritas que veremos en muchas otras sociedades puritanas, levíticas las llaman algunos, y que serán descritas en La Regenta (situada en Vetusta, un lugar parecido a Oviedo, España), Laura a la ciutat dels sants (Vic, España). A su vez, veo ciertas analogías con la novela anterior La letra escarlata (The Scarlet Letter) de Nathaniel Hawthorne publicada en 1850 sobre la puritana Nueva Inglaterra del XVII, quizá la mejor novela norteamericana de su siglo, en paralelo a lo que será La Edad de la inocencia a comienzos del siglo XX: una mujer rompe los opresivos convencionalismos sociales y es marcada por esa sociedad. Así también, aquí “Ellen es expulsada del clan, y con ello, todo lo que ella representa en ese mundo: el divorcio, lo ‘desagradable’, lo insólito, lo artístico y lo extranjero” (p. 78). Son los mismos códigos descritos en La letra escarlata, un sometimiento a unas normas ancestrales, muchas veces no escritas, que suponen un código de honor que hay que cumplir. Así, la novela tiene “el lirismo que está en el fondo de la vida humana, con sus servidumbres, sus compromisos, sus gestos elevados y sus instantes de epifanía” (p. 86). La “edad” de la inocencia es también el paso del tiempo, el tiempo perdido y la inocencia perdida en ese ambiente. En la narración hay continuas referencias al arte y a sus amigos, en especial Henry James. Y es también una analogía con lo que cuenta Edith de su viaje por Marruecos, su indignación “ante la visión de esposas, hijas y concubinas que, sin acceso a formación intelectual alguna, vivían encerradas en un ambiente coercitivo de ‘fingimiento frívolo’ y ‘malicia infantil’” (p. 79), dentro de un esclavismo y constantemente vigiladas. Así vemos la madre de May “cuya vida transcurre en la supervisión de nimiedades domésticas, manifiesta el tipo de ‘inocencia invencible’” (como en nuestra España muchas mujeres se refugiaban en su territorio, teniendo el control de la limpieza y el cuidado del hogar, en una ocultación de su personalidad reprimida). Ellen estalla ante esa farsa: “¿Aquí nadie quiere saber la verdad, señor Archer? ¡Lo que realmente me hace sentir sola es vivir entre toda esta gente amable que solo me pide que finja!” (p. 206). Es una sociedad “donde lo real nunca se decía ni se hacía, ni siquiera se pensaba” (p. 175). Algunas páginas me recuerdan lo que años más tarde, la premio Nobel Doris Lessing hablará de la ingenuidad en el amor, en relación con la libertad de la mujer. Pero de eso no hablará Teresa en la introducción y notas de la novela, pues se trata de un riguroso trabajo científico donde cada afirmación está refrendada con sus fuentes, y denuncia ciertas interpretaciones gratuitas que se han hecho sobre Edith (como por ejemplo su bisexualismo). Las últimas páginas, como es de rigor, son un estudio sobre los tres borradores previos a la novela que Edith escribe, y la recepción de la crítica y del público, en este siglo de andadura de La edad de la inocencia. Simplemente quiero señalar que aquí no he hecho spoiler de la novela, y que quizá el lector que no la haya leído mejor se lea la espléndida Introducción de Teresa Gómez al final, después de gozar de esa maravilla de la literatura universal que habla también de “la fragilidad y transitoriedad de las cosas, desde los sentimientos individuales a las estructuras sociales” (p. 119), una novela con “la vitalidad de un texto que trasciende a cualquier ‘edad’, y por ello merece la noble etiqueta de clásico de la literatura universal” (p. 120).