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ALEJANDRA GUERRA ACUÑA

Pensar como
no se debe:
las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile
(1780-1810)

Ediciones
Universitarias
de Valparaíso
Pontificia Universidad
Católica de Valparaíso
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© Alejandra Guerra Acuña


Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile. (1780-1810)

ISBN: 978-956-17-0547-0
Inscripción Nº 228.521

Derechos Reservados

Tirada: 500 ejemplares

Ediciones Universitarias de Valparaíso


Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
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Fono (32) 2273087 - Fax (32) 227 34 29
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www.euv.cl

Dirección de arte: Guido Olivares S.


Diseño: Mauricio Guerra P.
Asistente de Diseño: Alejandra Larraín R.
Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.

Imprenta Salesianos S.A.

HECHO EN CHILE
A Eduardo Cavieres... por todo.
Agradezco a la Dirección General de Estudios Avanzados

de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso el

apoyo financiero prestado para el desarrollo de mi

doctorado, tanto en términos de beneficios arancelarios

como en la Beca otorgada para el término de la Tesis.


Indice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

I. El errado fanatismo de ideas funestas y perniciosas


(Conspiraciones contra el Rey: dos juicios, cinco conspiradores) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

Maluras de la cabeza: la Conspiración de los dos Antonios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

El tercer Antonio y sus secuaces: la revancha de las ideas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

II. Como nubes, las ideas chocan con las montañas


(José Antonio Rojas y sus camaradas: ¿reformadores, ilustrados o frustrados?). . . . . . . . . . 105

Las representaciones del mundo: sueños y realidades. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106

Junto a la chimenea conversando los sueños . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

III. Las ideas se conducen con cuidado e hipocresía


(La Institución de las ideas: el ambiente universitario de fines de siglo). . . . . . . . . . . . . . . . . 157

Minerva se duerme en su cuna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158

El tiempo de las ideas en el tiempo de los hombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

IV. Pensar como no se debe


(Ilustración e ilustrados. Consideraciones históricas e historiográficas). . . . . . . . . . . . . . . . . 239

Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287

Fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291
Prólogo
Historia e imaginación. Entre la ficción y la realidad
Eduardo Cavieres F.

I. Este es un libro de historia, pero su entrada rompe doblemente con los rigores historio-
gráficos: por una parte, unos párrafos de una carta de don Manuel de Salas a su amigo
José Antonio de Rojas, en donde le prevenía de una manera no muy académica: léala y ense-
guida quémela, “porque el diablo no duerme”; por otra, la interpretación de la autora respecto
al porqué don José Antonio no contestó (entre otras razones, “el diablo estaba en huelga de
sueño”): porque prefería discurrir posibles respuestas y memorizarlas para, algún día, decirlo
personalmente a Manolito (don Manuel de Salas) ya que las ideas quedaban en su pensamiento
y allí nadie podía registrar.

Es obvio que está el documento, pero también es obvio que está la recreación personal que se
hace del individuo en un escenario y una escenificación pensada a la distancia y con un guión
que surge de Alejandra Guerra, pero que podría perfectamente haberse ceñido al dato, o haber
dispuesto de varios otros escenarios y escenificaciones posibles. ¡Todo es posible! Este libro
es la tesis de doctorado de Alejandra Guerra, pero no es la tesis propiamente tal. Es más bien
lo que siempre fue imaginando Alejandra acerca de un momento, de unos personajes, de unos
procesos, de unos problemas, de algunas ideas. En gran parte es el producto no limitado a las
rigideces de una escritura de un texto doctoral, sino a las siempre abiertas posibilidades del
pensamiento que lee, pero codifica a su manera los símbolos del lenguaje y las palabras que
tenemos ante sí. Es, en definitiva, un trabajo de imaginación que me permite, también, imaginar
las “voladuras” intelectuales de, en ese momento, la tesista, que volvía en entretenido lo tedioso
de la lectura documental y que convertía, en su mente, una historia en un relato más semejante
a una historia-cuento, diferencias que en inglés se pueden discernir con bastante precisión con
la diferencia conceptual entre history y story. Es cierto que ambas son realidades, o parte de

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las realidades que pensamos, pero también es cierto que hay una diferencia de construcción: la
primera surge metodológica y disciplinariamente; la segunda es más cercana a la experiencia.
Una está más sometida a la historiografía, la otra más a la historia. ¿Y qué es en definitiva lo más
importante? Por cierto, la historia, y eso lo entendemos con experiencia e imaginación.

Sobre estas situaciones he tenido la oportunidad de escribir en varias oportunidades. Particu-


larmente, lo hice a propósito de mis incursiones por la historia de las mentalidades, o por los
rumbos que comenzaba a tomar la historia social de la cultura. Cronológicamente, puedo citar
algunos de esos escritos. Escribiendo sobre una parte de la historia de una monja, limeña, en
1820, que buscaba la dispensa definitiva para dejar sus hábitos y la vida conventual, se con-
fundían problemas de una infancia sin madre, y una vida religiosa sin compromiso real, con
acusaciones respecto a sus histerias y estados mentales. Se trataba, por tanto, de entrar en los
complejos laberintos de las biografías personales que al historiador gusta transformarlas en
conductas sociales. Es el problema de Menocchio, el personaje de Ginzburg, al cual, a partir de
la teoría de los indicios, se le da una importancia que quizás nunca tuvo en su propia vida, sino
sólo por la suposición de que lo que piensa un individuo es producto también de factores socia-
les que permiten colectivizar ese hecho particular. Para el historiador, el problema está en tener
cierta claridad a que si en su mente y en su memoria, las percepciones temporales con respecto
a lo que escribe son o no fuertemente vividas y trascendentes. ¿Cuál es el propósito existente
al escribir una historia determinada? Al respecto, se puede aceptar que no hay seguridad en
las respuestas porque la historia, al interior de la mente, se puede sentir tan real y tan intensa
antes de que se escriba, sólo que al escribir esa misma historia atraviesa desde un espacio casi
soñado hasta convertirse en palabras y en sentencias que refuerzan y concretizan las imágenes,
aun cuando sea solo por un momento1.

Este es uno de los problemas fundamentales de los historiadores: tener que ser más afín a los
documentos con los cuales trabaja que a sus propias convicciones y, en ello, se puede estar
en muchas posiciones intermedias entre dos extremos: un positivismo fundamentalista o un
cientifismo social radical que se definen por no salirse del dato o simplemente ignorarlo a pro-
pósito de una forma determinada de pensar la historia. En ambos casos, se trata en definitiva
de la comprobación previa de la hipótesis. Entre las posiciones intermedias, un elemento que
puede hacer la diferencia es el de la memoria. ¿Cómo trabajamos la memoria del pasado con
nuestra propia memoria? Es cierto que las longitudes biológicas son diferentes, pero las longi-
tudes culturales pueden estrechar dichas diferencias. Es decir, siendo individuo del siglo XXI

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también tengo memoria del siglo XVIII, o de mucho antes. Entonces, ¿cómo limpio mi propia
memoria para acceder a la de tiempos pasados? En una de sus novelas, del 2005, Umberto
Eco realiza un extraordinario ejercicio sobre estos problemas2. No lo hace sólo con respecto a
las relaciones recuerdo-olvido (o viceversa), sino también a las formas ideológicas y culturales
que van construyendo las realidades que creemos existen o han existido y cómo ellas pueden
ser eliminadas o construidas nuevamente. ¿Qué es lo que queda en la memoria colectiva? ¿Lo
que fue o lo que se nos ha dicho que sucedió? Si el problema es válido para la biografía o para
las historias de vida, lo es también para explicar las frustraciones o decisiones del pasado3.
Ejemplos notables hay muchos (en realidad la mayoría de las explicaciones en la historia son a
lo menos objetables), pero puedo recurrir al género de historia anecdótica y recordar al Mayor
Marcus Reno, oficial bajo el mando del célebre General George Armstrong Custler (a veces
General Custer) que en la famosa batalla de Little Big Horn (1876) en vez de caer frente a los
sioux junto a su superior pudo sobrevivir saliendo (o huyendo) del campo de batalla. ¿Qué es
lo que sucedió en realidad? Se han escrito serias biografías y relatos discutiendo su cobardía
o realismo, pero lo cierto es que después de haber sido dado de baja en el ejército, de haber
protagonizado algunos otros reveses en su vida, muriendo sin gloria y sin honores, casi un
siglo después, en 1967, fue parcialmente rehabilitado y re-enterrado en el cementerio Custler
de Little Big Horn bajo sentidos sones militares4. El ejemplo no pasa de ser trivial toda vez que
la batalla y el general merecieron una de las películas más sentidas de la época de gloria del
cine norteamericano, rodada en 1941, con Errol Flynn y Olivia de Havilland: Murieron con las
botas puestas (They Died with Their Boots On).

El cine, no todo por supuesto, ha puesto en evidencia las muy suaves fronteras entre la ficción y
la realidad y ha permitido observar en mejor grado las relaciones entre literatura e historia. Esta
es la base del cine, se trata del guión. En ambos casos, el escritor, y el director, guían a sus per-
sonajes y, en definitiva, el (los) personaje(s) le(s) pertenece(n). Sobre historia y literatura, escribí
a propósito del discurso del español Javier Marías cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos
en 1995. ¿Por qué, se preguntaba, se sigue leyendo novelas, apreciándolas y tomándolas en
serio? Respondía que parece ser cierto que se tiene necesidad de algunas dosis de ficción, de lo
imaginario, además de lo acaecido y real. Agregaba que se necesita conocer lo posible además
de lo cierto; lo que pudo ser, además de lo que efectivamente fue. Respecto a ello me pregunto
sobre la historia: ¿por qué seguimos escribiendo y leyendo historia cuando a menudo ella nos
presenta algo que pasó, pero que no necesariamente vemos sus reflejos en la actualidad? Por
lo demás, generalmente tenemos diversas versiones sobre lo que pasó. De alguna manera, la

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historia es también literatura del pasado, y no sólo como género literario, sino como una forma
de ver lo sucedido. Repitiendo a Marías, el pasado es inestable y movedizo. ¿Y qué podemos
entonces decir de las personas? La literatura (y también la historia, a su modo) es como el cine:
“lo que ves en la pantalla es lo que obtienes… y lo que obtienes, es lo que crees”5.

En noviembre del 2006, en un encuentro de intelectuales bolivianos y latinoamericanos en la


ciudad de Sucre, tuve oportunidad de escuchar al periodista y novelista cochabambino Ramón
Rocha Monroy. Reflexionaba sobre cómo había escrito lo que era en ese momento su última
novela, cuyo personaje central era nada menos que Antonio José de Sucre: ¡Qué solo se quedan
los muertos! Vida (más allá de la vida), de Antonio José de Sucre. Al escucharle, era muy difícil
distinguir lo que era histórico propiamente tal y lo que él mismo pensaba o se imaginaba sobre
Sucre. ¿Qué escuchábamos? La relación afectiva entre el autor y su personaje, salvo que no era
sólo un monólogo. El propio Sucre hablaba y dialogaba con sus propios referentes: Bolívar,
San Martín, Santa Cruz. También con sus subalternos y amigos. También con sus mujeres, sus
amantes, por cierto, con Manuela. Fascinante la construcción de una story a partir de la history.
En la contratapa de la edición de la novela se escribió que ella marcaría un hito en la narrativa y
en la historiografía por sus revelaciones polémicas y como demostración de la inolvidable obra
de gobierno del Mariscal y se agregaba que tema y personaje habían atrapado de tal manera
al autor que se había dedicado a escribir como si en eso se le fuera la vida. La investigación
historiográfica trazaba un real escenario histórico; la sensibilidad con Sucre, permitía pensar
como Sucre. En una supuesta carta a Manuela, éste escribía: “La vida es como la Biblia, pero
no todo es el Cantar de los Cantares o las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Llegó
la hora de Job, Manuela. Paciencia la tengo en montón porque estas amarguras no me llegan.
Son como el polvo de un camino que no escogí pero que tengo que caminar”6. ¿Acaso esto no
es en realidad parte de nuestras propias historias?

Agrego algo que también fue escrito con anterioridad. En términos de visualizar algunos de los
problemas existentes en esta relación entre literatura e historia, el problema de la invención
es un problema sumamente importante. No estoy pensando en invención como la cosa inven-
tada, como engaño y pura ficción, sino más bien en la acepción dada por la Real Academia
Española en el sentido de ser “parte de la retórica que se ocupa de cómo encontrar las ideas y
los argumentos necesarios para desarrollar un asunto”. Por lo tanto, no se trata de situarse en
invenciones antojadizas, en algo poco probable o simplemente inexistente, pero sí aceptar que
en cada momento, no sólo en el pasado, sino también en el presente (y por lógica igualmente

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en el futuro), seguiremos haciendo y escribiendo historia como relatos que suponen grados de
invención en la mejor de sus acepciones7.

En términos de novelas históricas, Mario Vargas Llosa ocupa un lugar destacado. A propósito de
entrevistas varias, y variadas, sobre sus obras, en una de ellas, referidas a La fiesta del Chivo, que
para escribirla realizó una exhaustiva investigación al modo historiográfico, interrogado respecto
al límite entre la realidad y la ficción, respondió que ese límite quedaba superado por el sentido
de verosimilitud: aquello que se puede creer, es también parte de la realidad. Ello nos lleva a
una situación crucial: entre historia y literatura, independientemente del método, está el cómo
sirve cada cual, hoy día, para seguir manteniendo la humanidad de la humanidad. Sigo a Vargas
Llosa y su defensa de la literatura: enriquecedor quehacer del espíritu, actividad irremplazable
para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres,
disciplina básica en la educación. En una época de especialización y fragmentación del conoci-
miento, se van eliminando algunos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales
hombres y mujeres pueden comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. Por el contrario,
la literatura permite que las personas se reconozcan y dialoguen a pesar de sus ocupaciones
y designios vitales, de las geografías, de las circunstancias e incluso de los tiempos históricos
que determinan sus horizontes. Leer literatura es divertirse, pero al mismo tiempo aprender de
la experiencia humana a través de las ficciones, de saber de la integridad humana con nuestros
actos, sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de nuestras vinculaciones con los otros,
en lo público y en nuestra conciencia, en la compleja suma de verdades contradictorias al decir
de Isaiah Berlin. Y agrega: “Ni siquiera las otras ramas de las humanidades –como la filosofía,
la psicología, la sociología, la historia o las artes– han podido preservar esa visión integradora
y un discurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división
y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización… la
ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer
imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada,
reducida a esquemas o fórmulas, sin desaparecer”8.

Este sí es un problema: nos desarma nuestras propias y legítimas defensas de la historia.


¿Debemos, en consecuencia, entrar a polemizar con la literatura? De ninguna manera. Vuelvo
al comienzo de estas páginas: en la historiografía encontramos extremos y múltiples formas
intermedias para conocer el pasado mediato o casi inmediato. Pero la historiografía no es la
historia: la historiografía es nuestra forma de acercarnos a una posible explicación de lo que ha

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sucedido que es lo que consideramos como verdad histórica. Eso está muy bien, pero ello no
nos impide el no olvidarnos de la historia: de la felicidad o de la tragedia humana, o de ambas.
¿No son acaso estos extremos entre los cuales desenvolvemos nuestra experiencia de vida
propiamente tal? Un poco de imaginación no nos saca de nuestra preocupación por la realidad
posible de conocer, ni de nuestra sensibilidad por lo que consideramos una disciplina que tam-
bién forma, desarrolla conciencia y nos humaniza. Debemos intentar conocer en profundidad
(hasta donde podamos llegar) a nuestros personajes del pasado, pero no está mal poner algo de
imaginación para tratar de penetrar también en sus actos, sueños y fantasmas; en sus gestos y
en sus miedos; en sus orgullos y en sus cavilaciones, ¿no es la suma de todo esto el resumen de
nuestra propia experiencia? La ficción no es pura invención, en ella se puede también alcanzar
la verdad de las mentiras.

Lo anterior para referirme y dar contexto a una de las intenciones y decisiones que ha realizado
la autora del libro que se prologa. En su Introducción afirma que no trata de denostar el trabajo
historiográfico de antaño, pero que como historiadores del pasado toma la opción de mirar a sus
protagonistas desprovistos de sus etiquetas. Siguiendo a Ginzburg, desea que estos hombres,
sus protagonistas, hablen por sí mismos y den cuenta de lo que realmente querían decir, sin
tener temor a encontrar en ellos inconsecuencias, contradicciones, conflictos, problemas, sueños,
realidades. La autora ratifica que su trabajo se ajusta a los requerimientos de una tesis doctoral
(que es desde donde surge el relato), pero que su intención ha sido traspasar los límites de una
lectura adecuada a un público especializado. Por ello, procura en el capítulo final entregar las
bases que permitan comprender las problemáticas históricas e historiográficas del tema central,
capítulo que podría obviarse por quienes sólo quisieran leer una buena historia. En el grueso de
la obra, su intención es generar un efecto estético de novela, una historia que pueda ser leída
como story. Esta verdadera declaración de principios es importante: esta obra no es la versión
de defensa de Grado aun cuando en la misma defensa la relación gnoseológica de la historia y
la literatura fue tema siempre principal.

II. Una segunda idea matriz de este libro tiene que ver con el trasfondo de uno de los ejes temá-
ticos centrales del trabajo de investigación y desarrollo del relato. En una época de crisis, corren
los rumores y los rumores llevan sus propios comentarios, y los comentarios surgen de lo que
se dice, y, generalmente, lo que se dice tiene alguna fuente que es mucho menos inocente de
lo que se pueda creer: se trata del pensamiento, de ideas, de proyectos. Sin entrar en el detalle
de la descripción, análisis y propio relato de los juicios contra los Antonios, el problema tiene

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que ver con la movilidad y circulación del pensamiento y éste es igualmente una situación límite
entre lo material y lo inmaterial, por lo tanto entre lo que se dice y lo que se piensa.

Al respecto, dos cuestiones principales, ambas como ejemplificaciones complementarias a los


contenidos centrales del libro: una, sobre un concepto; otra, sobre una ejemplificación concreta.
En el primer caso, lo que sucedía en el cambio de siglo, del XVIII al XIX, era, en definitiva, una
transformación a nivel de la historia de las ideas que buscaba adecuar los grandes ideales de la
Ilustración a un movimiento político más definido. No tenemos claridad sobre el momento en
que el liberalismo puede autodefinirse desprendiéndose de su base ilustrada. Para parte impor-
tante de la historiografía española, por ejemplo, Cádiz representa el surgimiento del liberalismo
europeo, y se asume que se comienza a hablar concretamente sobre “liberalismo”, por primera
vez, en 1812. Se ha escrito que en castellano, lo que define liberalismo es la idea de libertad como
soporte de un movimiento social, político y cultural. La palabra liberalismo habría significado
tanto el principio político de la libertad, como la virtud social de la liberalidad o generosidad.
Concentrar ambas discusiones de libertad y liberalidad en el calificativo de “liberal”, habría sido
la aportación de lo que se conoció entonces como “revolución española”. En línea con las otras
revoluciones anteriores, la inglesa del siglo XVII y las americana y francesa del siglo XVIII, los
protagonistas de la revolución española se definieron a sí mismos como liberales frente a los
serviles del absolutismo. La fórmula se extendió y así el liberalismo se convirtió en el concepto
para definir los cambios políticos que se desarrollaron a lo largo del siglo XIX en los distintos
países occidentales. Problema no sólo semántico, sino conceptual9.

Cuando se produce la acefalía del poder monárquico, se produjo todo lo demás, aun cuando la
historia pudo ser muy diferente. Por ello, el punto central es pensar porqué pensaron, o no pen-
saron (de tal u otra manera) para que pasaran las cosas que pasaron. La respuesta puede venir
también desde lo popular (en un sentido amplio) y desde la difusión (y no siempre funcionalidad)
de ideas que venían produciendo una serie de situaciones que comenzaron a transformarse en
“ideas fuerzas”, ideas que no sólo estaban en Europa o en la propia península, sino también en
Santiago de Chile, en las casas, en los libros y en las discusiones de vecinos, o en algunos de
ellos a los cuales se les acusó de conspiradores. A menudo pensamos que en ese pasado las
ideas se movilizaban muy lentamente, pero no siempre fue así, quizás se trató más bien (como
siempre sucede, en la actualidad también) de un proceso bastante imperceptible para la mayoría.
Por cierto, en la época, Santiago era una aldea, una aldea grande, que representaba proyectos
más que realidades, y que, en definitiva, no sólo desde lo económico o social, sino también

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desde otras vertientes del poder colonial, era periferia del Imperio. No obstante, más allá de
estas fisonomías materiales, muy alejadas de las pocas verdaderamente metrópolis americanas,
desde mediados del siglo XVIII, un crecimiento económico basado desde entonces en la indus-
tria del cobre, pero en general en términos del comercio interprovincial, fue acompañado de un
proceso muy interesante, quizás poco estudiado, de carácter cultural. En efecto, ya en 1788, con
la fundación de la Universidad de San Felipe, comenzó a crecer un cierto ambiente intelectual
que dejó tras sí un interesante movimiento cultural.

A fines del siglo XVIII, más específicamente entre 1790 y 1800, en Santiago hubo cinco bibliotecas
importantes, con un promedio de 246 volúmenes cada una, promedio que después de una drástica
caída, sólo comenzará a recuperarse en forma posterior a la década de 1830. Entre esas fechas,
1790 y 1830, de un total de 23.959 libros existentes en Santiago, según los registros realizados
a partir de inventario de bienes, testamentos, bibliotecas, etc., las temáticas más importantes
de esas publicaciones fueron religión, 3.489 textos; derecho, 1.763; economía, 1.304; historia,
1.275; ilustración, 318; y filosofía, 272. De sus propietarios, destacaban las bibliotecas de don
Juan Enrique Rosales y don Manuel de Salas, ambos insignes patriotas y miembros de la primera
Junta Nacional de Gobierno. En este “ambiente cultural”, es muy interesante destacar el trabajo
de don José Gregorio Cabrera, quien en 1771 fue designado para examinar las librerías de los
regulares jesuitas expulsos, y para hacer la expurgación de libros de doctrinas laxas y peligrosas
a las costumbres y a Dios y tender a la subordinación de los pueblos. Los jesuitas contaban con
una biblioteca de 306 volúmenes y 679 tomos, pero en ese entonces al parecer no tenían títulos
prohibidos. En cambio, a fines del mismo siglo, en la biblioteca de don José Antonio de Rojas,
se encontraban seis volúmenes de D’Alembert y también La nueva Eloísa de Rousseau; en la
biblioteca del abogado Joaquín Trusios y Salas, entre otros volúmenes, El contrato social, del
mismo Rousseau. Aun cuando no se trata de un grupo demasiado amplio, Don José Antonio de
Rojas puede ser considerado el caso paradigmático de la época revolucionaria. En 1772 viajó a
España en representación de un hombre excepcional, don José Perfecto de Salas, para solicitar
la dispensa real que le permitiera contraer matrimonio con la hija de éste, doña Mercedes de
Salas. Deseaba obtener, además, un hábito de la Orden de Santiago, algo digno de su calidad
y posición social. Pasaron algunos años y no obtuvo nada; se enteró de la designación de su
suegro como funcionario de la Casa de Contratación en Cádiz, una expatriación más que un
cargo honorífico, pero tuvo oportunidad de conocer las obras de Fillot, de Descartes, de Newton;
conoció La enciclopedia y supo del concepto del progreso. A su regreso a Santiago, traía consigo
importantes obras consideradas peligrosas por la cultura oficial10.

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¿Se necesitaban muchos? No necesariamente. Rojas y otros connotados vecinos de la ciudad


fueron procesados como conspiradores y escribieron su propia historia, pero al mismo tiempo,
pusieron sus ideas y sus libros a disposición de otros. Entre ellos, José Miguel Infante, uno de los
sobrinos de Rojas, abogado, Procurador del Cabildo en 1810, quien conoció la filosofía del siglo
XVIII y fue admirador de Voltaire y Rousseau. Las tertulias en la casa de Rojas y posteriormente
la circulación de ideas a través de un pequeño, pero connotado grupo de vecinos, miembros
de la elite local, confluyeron en una verdadera diseminación de imágenes y pensamientos, que
para algunos tenían orígenes intelectuales, pero para los más eran simplemente verdades que
no necesitaban discutirse, especialmente si se trataba de derechos naturales o por extensión, de
derechos civiles. La adecuación e interpretación de las bases centrales de las ideas, ¿tuvieron en
consecuencia autoría intelectual sólo europea o solo española? Las ideas tienen sus orígenes,
pero al mismo tiempo sus propias historias y sus propias dinámicas.

En segundo lugar, un ejemplo concreto. Lo que unía a Santiago y a Cádiz en unos mismos años
fueron precisamente ideas. No en 1812, también antes. En 1811, en Santiago se discutía acerca
de cuál debía ser la forma de gobierno a que había que llegar. Esos debates y proyectos coin-
cidían, en lo medular, con lo que contemporáneamente se comenzaba a debatir en Cádiz para
llegar a la constitución de 1812. En términos de la originalidad de las ideas, existe más bien la
circularidad de las causas. En la historia siempre existe un ambiente que se va construyendo
independientemente de la conciencia que tienen la mayoría de los individuos, pero que de re-
pente se transforma en un conjunto de ideas fuerzas que cuando irrumpen socialmente pierden
originalidad por la interpretación y la adecuación que hacen los grupos y los individuos. Entre
Santiago y Cádiz, entre la península y sus colonias americanas no hubo procesos independien-
tes, sino paralelos, y los principales vasos comunicantes fueron las ideas. Las ideas estaban, el
asunto era cómo acometerlas. Poco divulgado en la historiografía chilena está el hecho de que
en las cortes de Cádiz, entre el importante número de diputados americanos, hubo dos diputados
chilenos. No eran precisamente representantes de Chile o de Santiago, uno de ellos, Joaquín
Fernández de Leiva, el principal, llegó a Cádiz en 1810 por la designación hecha por el cabildo de
Santiago, del cual había sido uno de sus secretarios para representar al rey las necesidades de
los vecinos locales y de sus disputas con el gobernador García Carrasco. Este hombre, hijo de
un importante comerciante santiaguino, había cumplido esas funciones como también lo hizo el
otro de los diputados, don Manuel Riesco, hijo de otro importante comerciante santiaguino que
había ido a España, desde Buenos Aires, y que estando allí, dadas las circunstancias políticas y
la necesidad de la corte de tener una representación amplia, fueron sorteados y elegidos como

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diputados. ¿Eran liberales? Difícil precisarlo, pero se comportaron como tales, especialmente
Fernández que, pasado 1812, siguió su trayectoria a través de la administración realista. Defi-
nitivamente, las ideas son intangibles y forman parte del imaginario, de la invención y de la
ficción. Cuando en las páginas del libro nos encontramos con los Antonios, y otros, y Alejandra
Guerra participa de sus escenas y de sus escenarios, de sus movimientos, de sus miradas, de
sus intranquilidades, lo está haciendo preferentemente al nivel de sus ideas y menos al nivel
de sus decisiones concretas. Por ello, la history en gran parte termina siendo story: se trata de
la dimensión propiamente humana de estos hombres que sí intentaron modelar sus propias
historias y la de sus contemporáneos.

III. Algunas otras reflexiones necesarias. Leemos tanto, pero no siempre distinguimos entre unas
y otras lecturas: algunas van quedando asimiladas en nuestro pensamiento, otras simplemente
olvidadas entre tantas otras. Por cierto, siempre hay algunas más importantes que otras. Una
de las relaciones leídas, señalada, pero no explicada directamente, se refiere a los factores
causales que actúan entre la vida del individuo y la del “hormiguero social” al que pertenece.
Para mí, esta pertenencia es uno de los descriptores más básicos, pero al mismo tiempo, más
reales de la condición humana como especie. No es el momento aquí de extenderme sobre el
particular. Prefiero rescatar, a través de algunos párrafos, a Isaiah Berlín que pensaba que si la
historia explica algo es porque puede observar los vínculos históricos existentes, lo cual es lo
único que nos permite comprender porqué un siglo (o una sociedad, entiendo) haya sido como
fue. Esto no significa el poder reproducir el pasado y menos deshacer la lógica inexorable de
los acontecimientos. Si pudiéramos hacerlo se rompería la causalidad histórica, pero ello es
psicológicamente imposible, irracional y absurdo. Sólo nos podemos comprometer con la idea
de que existen algunos criterios de realidad y que disponemos de algunos métodos para distin-
guir lo real de lo ilusorio. En todo caso, ello no garantiza demasiado. A pesar de la existencia de
tantos intelectuales y de tantas corrientes de pensamientos, escuelas, etc., salvo la creencia de
que existe un orden y una clave para comprender, todas ellas han arrojados luces, algunas muy
valiosas, pero ninguna ha tenido demasiado éxito hasta ahora. Antes de Vico y Montesquieu, la
importancia de las costumbres, de las instituciones, del lenguaje, la gramática, la mitología, los
sistemas legales, de la influencia de factores ambientales para explicar el porqué los hombres
se comportaban como lo hacían y porqué lo que sentían y decían, eran ignorada. Después de
ellos, hemos aprendido mucho y nuestras perspectivas de análisis han cambiado: la literatura
histórica ha sido transformada por todo ello pero, ¡la clave se nos sigue escapando! Sobre la

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

pregunta de cuánto somos capaces de decir realmente sobre un período o una determinada
pauta de la acción humana, la respuesta es que ello es muy poco11.

Vayamos al propio Berlin:

La mayoría de los pensadores del siglo XVIII y, tras ellos, la opinión ilustrada del
siglo pasado, y aun en cierto grado del nuestro, concibieron la posibilidad de una
verdadera ciencia empírica de la historia que, incluso aunque nunca llegara a ser
lo bastante precisa como para hacernos capaces de realizar predicciones o retro-
dicciones en circunstancias específicas, sí indicaría en cualquier caso, mediante
el manejo de grandes números, y confiando en comparaciones entre sustancio-
sos datos estadísticos, la orientación general de, digamos, el desarrollo social
y tecnológico, y nos capacitaría para desechar ciertos planes, revolucionarios y
reformistas, por ser visiblemente anacrónicos y, por tanto, utópicos –no conformes
a la dirección “objetiva” de la evolución social...
Comprender cómo vivir y actuar, tanto en la vida privada como en la pública, equi-
valía a comprender estas leyes y a utilizarlas para los fines propios. Los hegelianos
creían que esto se lograba mediante una especie de intuición racional; los marxistas,
comtianos y darwinianos, a través de la investigación científica. Schelling y sus
seguidores románticos, por una visión inspirada “vitalista” y “creadora de mitos”,
mediante la iluminación del genio artístico; y etcétera. Todas estas escuelas creían
que la sociedad humana crecía en una dirección escrutable, regida por leyes; que
la línea fronteriza que dividía a la ciencia de la utopía, a la eficacia de la ineficacia
en cualquier esfera de la vida, era susceptible de ser descubierta por la razón y la
observación y podía ser trazada con mayor o menor precisión…12

El propio Berlin recuerda que estas creencias se vieron fuerte y bruscamente sacudidas por la
evidencia del siglo XX. No es necesario recordar los extremos a los cuales se ha llegado, pero
sí aceptar que el enigma de la historia no se ha resuelto. Lo que sucedió frente al pasado es
que había surgido el reverso: una mayor fe en la eficacia de la iniciativa individual; el mundo
social parecía más perturbador y más lleno de peligros invisibles. Debía aceptarse que existía
una trayectoria más abierta a los talentos, siempre y cuando éstos fuesen lo bastante auda-
ces, poderosos e implacables. Como resultado, demasiadas tragedias, pero, a pesar de ello,
de alguna manera, estamos todavía en las mismas disyuntivas: “Los conceptos y categorías

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Alejandra Guerra Acuña

comprendidas en las disciplinas formales que disponen de leyes relativamente claras –física,
matemáticas, gramática, el lenguaje de la diplomacia internacional– resultan, en comparación,
fáciles de investigar. Para los que participan en actividades menos articuladas –las actividades
del músico, escribir novelas o poesía, la pintura, la composición, el trato social cotidiano de los
seres humanos y la representación con sentido común del mundo– ello resulta, por razones
obvias, mucho más difícil”13.

¿Qué más? Por el momento, no es necesario seguir argumentando, salvo, claro, que la historia y
los historiadores requieren también pensar y pensarse a sí mismos. Los historiadores deben seguir
hurgando en sus documentos de todos tipos, ordenando y seleccionando datos, contribuyendo a
tener mejores conocimientos sobre el pasado (¿y porqué no también sobre el presente?), necesitan
seguir perfeccionando su disciplina, pero para todo ello no es necesario olvidar el humanismo
de su oficio: descubrir al hombre, a los hombres, a nosotros mismos. ¿Qué la literatura es sólo
ficción? Sabemos que no lo es. La pregunta es otra: ¿Porqué los novelistas utilizan nuestros
datos y crean con ellos relatos que llegan más fácilmente a los lectores? Entonces, ¿porqué los
historiadores no podrían utilizar los relatos de los novelistas para llegar también a esos mismos
lectores? No estoy porque los historiadores pierdan sus propias esencialidades e identidades
científicas o disciplinarias. Sigo repitiendo que nuestra acción debe ser siempre en la historia y
por la historia, pero sí estoy por abrir nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras mentes a lo que
sucede a nuestro alrededor. Sigamos escribiendo history, pero no nos asustemos cuando nos
resulte una buena y bien justificada story. En tal dirección, este libro es un buen ejercicio.

Volvamos, finalmente, a nuestros Antonios y, en particular a don José Antonio Rojas, verdadero
protagonista de esta history-story. Su sobrino, José Miguel Infante, a quien debemos también
recuperarlo en nuestra memoria histórica nacional fue uno de quienes más utilizó la biblioteca
que don José Antonio había internado al país y además de la lectura de tal biblioteca, pronto se
unió a las tertulias de la casa de Rojas en donde comenzaban a balbucearse las primeras ideas de
independencia y libertad. Su pasión por esas nuevas ideas no tuvieron límites y, a tal punto, que
las reverenció colocando en su mesa escritorio los bustos de Voltaire y Rousseau. Obviamente
dichas tertulias despertaron las sospechas y acciones del Gobernador Carrasco y fruto de ello
los procedimientos que son parte importante de los contenidos de este libro. Pero, volvamos a
Infante, y lo hacemos en el relato de Domingo Santa María:

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

Un carpintero, de apellido Trigueros, trabajaba en una cochera contigua a la pieza


en que se reunían los primeros patriotas que elaboraban la revolución de Chile. Una
noche la fatalidad hubo de querer que Trigueros se quedase en su taller, donde, por
la proximidad a la pieza en que se formaba la tertulia, pudo percibir el ruido de la
conversación animada y sostenida que se mantenía. Arrastrado de la curiosidad,
se puso en acecho de cuanto se conversaba con tan poca prudencia y cautela; y
movido de ese sentimiento de sumisión y de temor a la autoridad, fue a delatar la
reunión a Carrasco sin dar razón de las personas, a quienes no había podido ver.
Este denuncio sirvió a Carrasco para determinarse a abrazar una medida violenta
y enérgica; y avisado a la noche siguiente de que la tertulia estaba ya reunida,
libró la orden de prisión para todos los que se encontraban en la casa del señor
Rojas. Infante hallábase esa noche en ella; pero habíase trabado entre él y su tío
una acalorada disputa sobre la interpretación de una real orden. Para dar cima a la
cuestión había mandado a su casa a un primo hermano suyo, que le acompañaba,
a traerle un libro de encima de su mesa; y como el comisionado se demorase e
Infante estuviese violento por tener luego a la mano el texto que invocaba a su
favor, salió precipitadamente a buscarlo en persona. Cuando regresaba, encontró
la casa de su tío rodeada de la tropa que procedía a su aprehensión, libertándose
de correr igual suerte mediante la feliz casualidad de hallarse fuera14.

Interesante relato, ¿verdad? La fatalidad, la curiosidad, el temor, la casualidad, forman parte de


lo sucedido. ¿Ocurrió así? Se puede pensar que así fue. Presentando una de sus obras de tea-
tro, en 1980, Vargas Llosa señalaba que: “El criterio de la verdad es haberla fabricado, escribió
Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería científica, que el hombre sólo
era capaz de conocer realmente aquello que él mismo producía. Es decir, no la Naturaleza sino
la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es cierto eso? No lo sé, pero su definición describe
maravillosamente la verdad de las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad
no reside en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho –de lo inventado– a una realidad
distinta, objetiva, superior, sino en sí misma, en su condición de cosa creada a partir de las
verdades y mentiras que constituyen la ambigua totalidad humana”.15

Al final de cuentas: la historia: ¡el verdadero teatro de la vida!...

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Alejandra Guerra Acuña

Citas y Notas

1 Cavieres, Eduardo. Entre ideas y realidades. Mentalidades y construcción cultural de la historia. En: Revista de
Psiquiatría y Salud Mental, año XVIII, Nº4, octubre-diciembre, 2001, pp. 199-207.

2 Eco, Umberto. La misteriosa llama de la reina Loana. Lumen, Barcelona-Buenos Aires, 2005.

3 Cavieres, Eduardo. Los dominios de la memoria. Espacios, tiempos e historia. Los umbrales entre las reali-
dades y las ficciones; En: Revista de Psiquiatría y Salud Mental, Año XXII, Nºs 3-4, Julio-diciembre, 2005, pp.
219-228.

4 Jacinto Antón. Mayor Marcos Reno: No murió con las botas puestas; El País, 16.08.2009.

5 La cita es de David Herlihy. El texto de la referencia es de Eduardo Cavieres, Historia y literatura. Lo que sucede
y lo que no sucede. A propósito de América Latina en el siglo XIX. En: Cavieres, Eduardo (ed.). Entre discursos
y prácticas. América Latina en el siglo XIX. Eudeval, Valparaíso, 2003, pp. 09-24.

6 Rocha Monroy, Ramón. ¡Qué solo se quedan los muertos!. Editorial El País, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia,
2006, p.458.

7 Ver, Cavieres, Eduardo. Las lecturas de la historia y la literatura. La invención y construcción de imágenes y
percepciones sociales; en Identidad Latinoamericana en el tercer milenio. Encuentros del Bicentenario. Imprenta
Tupak Katari, Sucre, 2009, pp. 34-46.

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

8 Vargas Llosa, Mario. La literatura y la vida; en La verdad de las mentiras. Alfaguara, Madrid, 2002, pp. 385-
387.

9 Ver, por ejemplo, Juan Sinisio Pérez G. Las Cortes de Cádiz. El nacimiento de la nación liberal (1808-1814).
Síntesis, Madrid, 2007, pp. 21-22.

10 Guerrero, Loreto. El libro y las transformaciones culturales en una comunidad de lectores; Tesis Mag., P.
Universidad Católica de Valparaíso, Valparaíso, 2006, Tabla 14, pp. 172 y 56-59.

11 Ver, Isaiah Berlín, El sentido de la realidad. En: El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia [1996].
Taurus, Madrid, 1998, pp. 27-35.

12 Ibidem., pp. 35-36 y 37-38.

13 Ibidem., pp.38-41; la cita en pp. 48-49.

14 Santa María, Domingo. Vida de don José Miguel Infante. Miranda ed., Santiago, 1902, Biblioteca de Autores
chilenos, Vol. X, pp.13-14.

15 Vargas Llosa, Mario. Las mentiras verdaderas; en La Señorita de Tacna [1981]. Alfaguara, 2012, p.15.

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…Nos han mantenido en la oscuridad y miseria. Los
buenos pensamientos que leíamos en los pocos escritos
útiles que dejaban por descuido pasar a nuestras manos,
los tachaban de quimeras y cuentos, o los llamaban
proyectos sólo buenos para libros, como si los libros no
enseñasen lo mismo que se hace en todo el mundo.
Estoy cansado, podrido de oír decir, a boca llena y
arqueando las cejas: “Esto no es adaptable; no lo
permiten las circunstancias locales”.
Su amigo y hermano Manuel de Salas.
Luego que V. lea la carta, o quémela, o borre la rúbrica
porque el diablo no duerme.

En una celda, José Antonio repasaba mentalmente la nota de su amigo. Sin razón
aparente, nunca la contestó. Por muchas razones evidentes, ya no era tiempo de
contestarla; el diablo estaba en huelga de sueño.

Pero en su mente invertía tardes enteras, noches completas, discurriendo posi-


bles respuestas que nunca escribiría. Hasta que llegó a la contestación definitiva
y la repitió sin tregua para memorizarla, porque si Dios estaba de su lado -como
creía firmemente que lo estaba- algún día podría decírsela personalmente a
Manolito:

Para que usted vea que en este mundo, en que tiene tanto imperio y poder la
mentira, no hay cosa peor que decir una verdad, oiga al discreto Mr. de Fontene-
lle, que dice así, si no me he olvidado: “Si yo tuviera todas las verdades metidas
en el puño de mi mano, me guardaría bien de abrirla, porque he visto muchos
mártires por sólo haber dicho una…”

…¡Uf!, con cuidado Rojas -se decía a sí mismo nervioso-, temiendo que también
pudiesen oír sus pensamientos. Pero pronto se calmaba.

Felizmente sus ideas sólo quedaban en el plano del pensamiento y allí ni la más
alta autoridad podía registrar.

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Introducción

J osé Antonio Rojas, dos veces sospechoso de conspiración contra el Rey de España, comparece
aquí junto a otros muchos hombres. Adentrarse en sus experiencias de vida permite recrear
el panorama de las ideas que circulaban en Chile, en una etapa de transición que, historiográfi-
camente, conocemos como el paso del período colonial (tradicional) al republicano (moderno).
Treinta años de historia se sintetizan en unas centenas de páginas: 1780 a 1810 son los tiempos
límites, sin que ello impida moverse en un más allá y un más acá de estas fechas, toda vez que
los períodos historiográficos no sean más que eso, períodos que colaboran en ordenar procesos,
nunca los tiempos reales de quienes los vivieron.

Los hombres que aquí se dan cita -José Antonio Rojas, Juan Antonio Ovalle, Juan Martínez de
Rozas, Manuel de Salas, entre otros- no son unos desconocidos, no son los anónimos, ni los
“sin voz” de la historia, muy por el contrario, son personajes relevantes de nuestra historia re-
publicana toda vez que los historiadores chilenos decimonónicos se encargaran de preservar sus
imágenes en la memoria colectiva nacional. ¿Qué nos ha transmitido la historiografía tradicional?,
que estamos en presencia de unos revolucionarios en potencia porque leían a los peligrosos
enemigos de la Corona española -los filósofos franceses, que escondían en sus bibliotecas-; que
estos hombres eran -a diferencia de sus coetáneos que seguían viviendo bajo el acaecer de sus
circunstancias- unos visionarios, capaces de anticipar a la sociedad toda que el sistema político
ideal era el republicano; que estos hombres preclaros fueron los precursores de la Independencia
de Chile porque se habían empapado de las ideas ilustradas.

Las afirmaciones vertidas en cartas como las citadas al comienzo de esta narración, invitan a
preguntarse si efectivamente estos hombres eran “los ilustrados chilenos”. Sin ánimo de enlo-

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Alejandra Guerra Acuña

dar lo que tradicionalmente se ha escrito sobre nuestros protagonistas, es válido preguntarse


nuevamente ¿cuáles eran esos “buenos pensamientos” de los que hablaban?; ¿cuáles eran esos
escritos útiles que leían?; ¿quiénes eran aquellos que tachaban sus pensamientos de “quimeras
o cuentos”, y por qué?; ¿proyectos?, cuáles eran, en qué consistían y quiénes se arrogaban la
autoridad de decidir que los tales eran buenos sólo para libros; ¿a qué circunstancias locales
se referían los partidarios y/o adversarios de “esos sueños” para decir que eran aplicables o
inaplicables?; ¿de cuáles verdades hablaban?, ¿esas verdades eran conocidas sólo por algunos?,
¿quiénes?. Y la pregunta más escalofriante: ¿quién o quiénes eran el demonio en la Tierra?

Las respuestas a estas preguntas nos proporcionan herramientas para poder determinar una
fisonomía o un tipo de hombre, un individuo que presenta la compleja dualidad de ser el mismo
pero ser distinto a la vez, ser un ilustrado pero ser también el mismo hombre tradicional que
había nacido bajo un sistema de mundo del que se sentía perteneciente, al mismo tiempo que
deseaba modificar ese mundo para mejorarlo, nunca para anularlo.

Quién era y qué significaba ser ilustrado en Chile, es un problema que indefectiblemente condu-
ce a otros: ¿por qué medios se difundía la Ilustración en Chile?, ¿quiénes tenían acceso a esos
medios?, ¿qué ideas ilustradas rechazaron y cuáles aceptaron los receptores chilenos? y ¿cómo
se fue incorporando el discurso científico ilustrado con la realidad política, económica, religiosa,
cultural y social chilena en el período sugerido?

Si la historiografía consigna a estos hombres como conspiradores y a sus acciones como cons-
piración, nos parece insoslayable desentrañar el porqué y qué relación tenía esto con la Ilustra-
ción. Para tal efecto, echamos mano a los dos procesos judiciales por delito de conspiración,
que profusamente citan los historiadores de fines del siglo XIX y comienzos del XX: la causa
criminal contra Antonio Berney y Antonio Gramusset (1781) -conocida como “la conspiración de
los tres Antonios”- y el proceso seguido por el Gobierno de Chile contra Juan Antonio Ovalle,
Bernardo Vera y José Antonio Rojas (1810). Profundizando en los testimonios de los testigos y
los acusados, es posible comprender que probablemente se haya cometido un doble juicio en
el pasado: el de los Tribunales de la Real Audiencia y el de los historiadores.

No se trata de denostar el trabajo historiográfico de antaño. Precisamente gracias a la agudeza


de estudiosos de la talla de los hermanos Amunátegui, José Toribio Medina o Thayer Ojeda -por
citar algunos-, para identificar, recuperar, transcribir y/o cotejar tantas y tan valiosas fuentes para

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

nuestra historia nacional, es que hoy podemos emprender una investigación propia justamente
valiéndonos de ellas; con todo, es irrefutable que la lectura de las fuentes que ellos hicieron,
estaba impregnada de su propia visión de la historia y de la historiografía. En ese sentido los
extensos e inapreciables estudios que emprendieron, dejan en evidencia un modo de concebir
la historia chilena republicana y a la vez su visión del cómo se debía ejercer el oficio de historia-
dor. No podemos evitar recordar las sabias palabras de Marc Bloch cuando afirmaba que “los
hombres no son tan hijos de sus padres como de su tiempo”, que bien podemos aplicar tanto
en la consideración de los historiadores como de los historiados.

Desde este punto de vista, José Antonio y sus presuntos secuaces habrían sido etiquetados
como conspiradores en sentido negativo y positivo. Negativo en el presente mismo de sus cir-
cunstancias donde las autoridades los miraron con recelo y los señalaron como criminales por
delito de Lesa Majestad. Cuarenta o cincuenta años después de 1810, la misma etiqueta adquirió
una connotación positiva, ser conspiradores significaba avizorar lo que los contemporáneos
pasaban por alto, significaba ser unos brillantes ilustrados que se dejaron empapar de las ideas
iluminadas que harían de Chile un país independiente y soberano.

No estamos privados de la experiencia humana que significa ser hijos del tiempo propio por
lo que, como los historiadores del pasado, también tomamos una opción: mirar a nuestros
protagonistas desprovistos de las etiquetas. En ese sentido nuestra tarea tiene una doble signi-
ficación, por una parte captar lo concreto de los procesos sociales mediante la reconstrucción
de ciertos aspectos de las vidas de estos hombres y, por otra, revalorar sus experiencias ante
un tribunal de justicia.

La revaloración de los documentos que utilizamos no pasa sólo por volver a traerlos a colación
sino también por reconciliarlos con el “modo de hacer historia”. Tal como advierte Carlo Ginzburg,
hasta no mucho tiempo atrás, la polémica respecto a la histoire événementielle en nombre de la
reconstrucción de los fenómenos más amplios -economías, sociedades, culturas- abrió una brecha
aparentemente imposible de salvar entre investigación historiográfica e investigación judicial1;
sin embargo, hoy por hoy sería un absurdo negar la riqueza de los testimonios provenientes de
un tribunal como -en nuestro caso- lo es la Real Audiencia.

Trabajar con documentos de este tipo permite al historiador experimentar la sensación de ser
quien efectúa las preguntas por interpósita persona: la del juez; aunque ello signifique también

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Alejandra Guerra Acuña

frustrarse cuando el interrogador no pregunta sobre ciertos asuntos que para la investigación
histórica son fundamentales. Esta dificultad es lo que Ginzburg identifica como la “cuestión de
distancia cultural y de objetivo” refiriéndose a la existencia de una infinidad de preguntas que
el historiador se plantea pero que, en el pasado, no fueron formuladas por los jueces, lisa y lla-
namente porque ni el interés ni el contexto cultural del juez son los mismos que los nuestros2.
Es en ese momento cuando debemos echar mano a otras fuentes espacio-temporales que nos
permitan descubrir el mundo que nuestros protagonistas debieron conocer para comprender
sus reacciones tanto como a la persona toda. Cuando no encontramos al hombre que buscamos,
tal como sugiere Natalie Zemon Davies, es necesario anclarse en otros testimonios que colmen
las lagunas de la serie de eventos que intentamos reconstruir. Por ejemplo, si sólo tomáramos
en cuenta las declaraciones de José Antonio Rojas, en el proceso de 1810, no encontraríamos
ni la más mínima expresión que se parezca a la que él mismo vierte en cartas como la citada al
inicio de esta investigación.

No es fácil evitar tomar partido en las páginas subsecuentes. Las declaraciones de los compa-
recientes, sumadas a los relatos de sus vidas, se confabulan para caer en la tentación de ser
condenadores o defensores. No obstante, proponemos tomar partido desde una perspectiva
distinta, convertirse en oidores de la Real Audiencia y hacer lo propio: oír. Dejar que estos hom-
bres hablen por sí mismos y den cuenta de lo que realmente querían decir y lo que insinuaban
cuando guardaban silencio, sin temor a encontrar inconsecuencias, contradicciones, conflictos,
problemas, sueños, realidades. No hay que temer a creerles, no hay que temer a la osadía de
afirmar que cuando se oye a los personajes de la historia se puede llegar a establecer la verdad,
pero una verdad que no es tan clara, tan precisa o tan conceptual como se quisiera3. Al aven-
turarse a responder las preguntas que se formulan aquí, se ha intentando ante todo que sean
los protagonistas quienes lo hagan pues, ¿de qué sirve una historia que pone en evidencia las
capacidades conceptuales del historiador cuando esconde las contradicciones inherentes en la
vida de los hombres?4. Evidentemente el historiador no puede desaparecer, es éste quien se
cuestiona frente a determinados hechos, quien organiza la documentación y quien cuenta la
historia -insoslayablemente debemos aparecer en esta historia, porque nosotros la contamos-;
pero, se ha prescindido de ciertas conceptualizaciones previas que muchas veces dicen lo que
el historiador piensa sobre el pensamiento de los hombres más que lo que ellos mismos efec-
tivamente pensaban.

Todo lo anterior nos conduce a una inevitable reflexión que no nos ha abandonado desde que

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

iniciáramos este estudio: ¿dónde se hace inteligible la historia?, ¿es posible aislar ciertos fenó-
menos o ciertas sociedades para luego de estudiadas usarlas como molde aplicables a otros
fenómenos y otras sociedades?

Estamos convencidos de que es posible observar un problema, por muy reducido y concreto
que parezca, y proyectarlo más allá de su realidad local. “Habla de tu aldea y serás universal”
enunciaba Chejov, planteándonos la idea de que la experiencia de un hombre en particular
puede ser la de otros miles de hombres en general o la de una sociedad en concreto o la de
otras sociedades del universo entero. A ello podemos añadir también las diversas dinámicas
que se manifiestan en la historia para llegar a afirmar junto con Giovanni Levi, que toda historia
pequeña es también muy grande cuando se liga a las causalidades.

En este último sentido, parece pertinente preguntarse si las historias de las sociedades son com-
parables y si en el caso que nos ocupa existen dos o tres historias. ¿Es posible identificar una
Historia de Chile, una de América y una de España?, ¿podemos establecer diferencias radicales
entre la historia de Castilla y la del resto de Europa?, ¿es la historia de Chile comparable a la de
la Metrópoli española?

En Chile se abrieron paso gradualmente nuevas ideas entre ciertos “espíritus cultivados” que se
resumen en una confianza en la razón y el experimento, la búsqueda de un carácter útil en los
conocimientos y la puesta en marcha de ciertas reformas inspiradas en el modelo que ofrecía
la Corona española. No hay que pasar por alto el término “gradualmente” porque, en efecto, es
un proceso que se va desencadenando paulatinamente oponiéndose pasito a paso a las ideas
consideradas como tradicionales o antiguas: la autoridad como fuente única de la verdad, la esco-
lástica y los conocimientos inútiles. La particularidad del caso chileno, muy en concordancia con
la realidad española es el reformismo; en el siglo XVIII la reforma es inherente a la Ilustración de
manera que todos aquellos españoles y americanos que participaron de una manera u otra en el
movimiento ilustrado se mostraron reformistas en diferentes campos de la realidad hispana. En
Chile particularmente se destacarán dos ámbitos en que se ve más fuertemente expresado este
reformismo: la producción económica y la enseñanza, considerada en franco retraso respecto
de España y el resto de Europa.

Es interesante destacar cómo los ilustrados criollos adhirieron al discurso científico moderno
europeo y lo fueron transformando en un discurso político, en otra palabras, las ideas que se

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Alejandra Guerra Acuña

leían, oían y conversaban, fueron adquiriendo una fisonomía particular que se proyectará luego
al ámbito político-social, generando de refilón, más de algún roce entre las autoridades y las
elites locales.

A lo largo de este estudio evidenciaremos que la Ilustración en Chile está en estricta relación
con la Ilustración española. El contexto planteado (1780-1810), se presenta como un particular
escenario de cambios significativos en cuanto a reformas económicas y administrativas, creci-
miento demográfico, debilitamiento del peso social de las familias aristocráticas, surgimiento de
nuevos grupos de poder y un refinamiento ilustrado en lo material e intelectual. En ese sentido
la Ilustración en Chile es la excusa para llegar a una problemática muchísimo más profunda:
cómo lo que historiográficamente se ha considerado como el paso de las sociedades de una
fase “tradicional” a una “moderna” se ve concretado en determinadas dinámicas y procesos y
cuáles son las características de los mismos.

Nuestro interés en el caso chileno está en directa relación con el español, puesto que es innegable
que será desde esta metrópoli-predominantemente-, desde donde llegarán las noticias ilustradas
a América. Desde esta perspectiva resulta imperioso definir lo que se entiende por Ilustración
española -en el caso de existir-, puesto que nos enfrentamos aquí a la particular situación po-
lítica y social de España que la obliga -por razones obvias- a no identificarse con la Ilustración
inglesa, a tomar precauciones con la ilustración francesa y a elaborar sus propias estrategias de
integración de la Ilustración en una sociedad católica y absolutista.

Sabemos que Chile no constituyó un foco significativo de Ilustración en América principalmente


debido a la ausencia de una reforma de estudios como la que se dio en otros países americanos.
Sin embargo, no es trabajo infértil emprender una investigación en torno a las tentativas aisla-
das, ni aún las frustradas, cuando se trata de conocer un movimiento de esta naturaleza puesto
que un fenómeno como éste no puede ser totalmente comprendido sólo desde el ángulo de las
reformas educacionales, económicas, político-administrativas, religiosas o de otra índole; menos
aún desde unos cuantos personajes religiosos que defendieron ciertas enseñanzas en el campo
de las ciencias, puesto que la Ilustración en Chile es, ante todo, una actitud frente a múltiples
problemas que no atañen sólo a la Iglesia o a un grupo de pensadores, ni significan solamente
unas cuantas reformas.

Es necesario advertir que fruto de esta gran problemática planteada, surgen a lo menos tres

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

situaciones que hemos propuesto como objetivos de la investigación. En primer lugar, observar
la Ilustración no estrictamente desde el ámbito de la Historia intelectual sino también desde la
Historia de la cultura, poniendo el acento en las ideas, las presuposiciones, las contradicciones,
las paradojas y aún los sistemas de pensamientos -por mínimamente elaborados que fueran- y,
cómo estos iban generando actitudes, modos de hacer y proceder. No se trata de emprender
solamente una historia intelectual de la Ilustración, sino vincularla con la historia cultural de
manera que apreciemos cómo las grandes ideas o los grandes sistemas de pensamiento lle-
gados a Chile se reelaboran, se discuten, se manejan, se tergiversan y, finalmente, se traducen
en acciones, actitudes, sensibilidades, en maneras de concebir el país, el mundo y la misma
existencia. Básicamente lo que proponemos es hacer un esfuerzo por pensar la relación de las
ideas con la realidad social5.

En segundo lugar, responder a la interrogante: ¿Ilustración es sinónimo de reformas? Partiendo


del supuesto de que todo espíritu reformado es ilustrado o viceversa; nos resulta imprescindible
precisar qué aspectos diferenciarían a un ilustrado de un mero reformador y, cabría aún precisar,
cuál es el carácter de las reformas que persigue.

Finalmente resulta fundamental identificar los medios difusores de las ideas ilustradas. Estudiar
la Ilustración en su dimensión cultural, en el ámbito de la cultura intelectual y de la cultura cien-
tífica, obliga saber desde y hacia dónde se propagaban las ideas. Hemos puesto la mirada en la
Real Universidad de San Felipe para descubrir si son efectivamente las instituciones formales
de educación los medios por donde se irradiaban las nuevas ideas, reconociendo también otros
medios informales de “educación ilustrada” como los libros, folletos, impresos varios y las
prácticas cotidianas como las conversaciones en espacios públicos, las tertulias y/u otro tipo de
reuniones sociales.

De lo anterior se desprende una cuestión final que nos lleva a cerrar el círculo y volver a los
planteamientos iniciales: el quiénes. Nos hemos propuesto como una premisa fundamental
de la investigación dejar de hablar de Estado, Iglesia, ilustrados, reformadores como si fueran
conceptos etéreos, para llegar a encarnar las ideas ilustradas. Reconocemos junto con Roger
Chartier que los procedimientos de “encarnación” de las ideas son muchísimo más complejos
de los que el mismo historiador alcanza a percibir, pero no por ello imposibles de emprender.
Quizás un primer paso sea el mismo del que gustaba Lucien Febvre: los estudios biográficos,
en donde los biografiados son situados en sus propias épocas sin sustraerlos de las determi-

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Alejandra Guerra Acuña

naciones que gobernaban las formas de pensar y de actuar de los coetáneos. Precisamente es
esa nuestra motivación, emprender una o muchas biografías que sean en realidad la historia
de una sociedad, la historia de los sistemas de creencias, valores, y representaciones propios a
una época y/o un grupo.

Cuidando de no “aguar la fiesta” contando anticipadamente el final de esta historia, es necesario


advertir que los hombres que ahora comparecerán eran unos conspiradores y unos ilustrados
por el sencillo y complejo acto de atreverse a pensar como no se debía.

***

Aunque este trabajo se ajusta a los requerimientos de una tesis doctoral, nuestra intención ha
sido traspasar los límites que impone la lectura de un público especializado. Es por ello que
estructuramos la obra de una manera particular considerando dos situaciones. Por una parte
hemos procurado construir un capítulo final (Capítulo IV) que permita comprender todas las
problemáticas históricas e historiográficas que suscita el tema en cuestión, pero de cuya lectura
se puede prescindir por parte de aquellos que sólo deseen leer una buena historia.

De lo anterior se desprende una segunda situación: las referencias, citas y notas especializadas
han sido ubicadas al final de cada capítulo. Nuestra intención es no interrumpir la fluidez de la
lectura y generar un “efecto estético de novela”, es decir, que el texto pueda ser mirado (leído)
como una novela histórica, como una story -como dirían los ingleses-. Hemos cuidado estos
detalles porque, pese a querer “contar bien contada” una historia; no por ello descuidamos ser
rigurosos en consignar la documentación que comparece en su construcción; en ese sentido,
tal como escuchamos decir alguna vez a Sergio Villalobos, queremos ser historiadores y no
historietadores.

Y ya que mencionamos a Sergio Villalobos, palabras especiales merece su obra Tradición y


Reforma en 1810, cuya lectura ha inspirado y dirigido nuestra manera de contar. Pese a ser un
estudio de hace ya cincuenta años, el modo de narrar el episodio de “los tres Antonios”, nos
invitó a profundizar y -en cierto modo- escarbar esa historia, agregando episodios e imaginando
otros tantos. Aunque nunca hemos tenido ocasión de decírselo cara a cara, sirvan estas líneas
para señalar que un buen historiador puede ser una gran inspiración para otros que recién nos
iniciamos.

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Pensar como no se debe: las ideas en crisis
Conspiradores e ilustrados en Santiago de Chile (1780-1810)

Citas y Notas

1 Ginzburg, Carlo. El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio. Trad. Luciano Padilla. F.C.E., México
D.F., 2010, p. 435.

2 Ibidem., p. 436.

3 Tomamos la idea de Carlo Ginzburg, en una entrevista dada en Buenos Aires a la Revista Ñ. En ella, el historiador
señala que la historiografía no debe domesticar la realidad sino que debe ayudarnos a reencontrar el shock en
los hechos históricos. En ese sentido Ginzburg afirma con todas sus letras que no escribe verdad entre comillas.
http://saladehistoria.com/wp/2010/08/22/entrevista-a-carlo-ginzburg/, 02 de marzo de 2011, 9:34 hrs.

4 Esta frase, que aquí formulamos como pregunta, pertenece a Liss, Peggy. Los imperios trasatlánticos. F.C.E.,
México D.F., 1989, p. 11.

5 Se comprenderá que nuestro análisis aunque no la excluya, no va estrictamente de la mano de la Historia


intelectual. Incorporar la perspectiva de la Historia cultural, enfatiza “el adjetivo ‘cultural’ que la distingue de la
historia puramente intelectual sugiriendo el acento en las mentalidades, las presuposiciones o los sentimientos
más que en las ideas o los sistemas de pensamientos. “La diferencia entre ambos enfoques podría concebirse
en términos del conocido contraste entre ‘sentido y sensibilidad’ establecido por Jane Austen. La hermana
mayor, la historia intelectual, es más seria y precisa, mientras que la menor es más vaga pero también más
imaginativa”. Burke, Peter. ¿Qué es la historia cultural? Trad. Pablo Hermida. Paidós, Barcelona, 2006, p. 70.
Es importantísimo precisar que se han intentado algunas diferenciaciones y convergencias entre Historia
intelectual e Historia de las ideas (ésta última más cercana a la historia de las mentalidades). Jean Ehrard, por
ejemplo, define la Historia de las ideas como una manera de hacer historia que recubre tres historias: la historia
individualista de los grandes sistemas del mundo, la historia de esa realidad colectiva y difusa que es la opinión
y la historia estructural de las formas de pensamiento y de sensibilidad. Nos identificamos particularmente con
la explicación que ofrece Robert Darnton quien engloba bajo el concepto de Historia intelectual cuatro niveles

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Alejandra Guerra Acuña

claramente identificables, “la historia de las ideas (el estudio del pensamiento sistemático por lo general en
tentativas filosóficas), la historia intelectual propiamente dicha (el estudio del pensamiento informal, climas
de opinión y movimientos de alfabetismo), la historia social de las ideas (el estudio de ideologías y la difusión
de ideas) y la historia cultural (el estudio de la cultura en el sentido antropológico, incluyendo concepciones
del mundo y mentalidades colectivas)”. Vid: Chartier, Roger. El mundo como Representación. Estudios sobre
historia cultural. Trad. Claudia Ferrari. Gedisa, Barcelona, 2005, pp. 13 y ss. Esta tipificación permite comprender
cómo se relacionan los sistemas de pensamiento -sean más o menos elaborados- correspondiendo todos a un
utillaje mental como lo ha definido Febvre: Un conjunto dado de “materiales de ideas”; lo que diferenciaría las
mentalidades de los grupos es ante todo la utilización más o menos extensa de la herramientas disponibles;
los más sabios utilizarán casi la totalidad de las palabras o conceptos existentes, los más desprovistos sólo
utilizarán una ínfima parte del utillaje mental de su época, quedando limitados así, con respecto a sus propios
contemporáneos sobre lo que les es posible pensar, pero -a nuestro parecer- no exentos de ese pensamiento.
Febvre, Lucien. El problema de la incredulidad en el siglo XVI: La religión de Rabelais. UTEHA, México D. F.,
1959.

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