Desde Cuaderno San Martín (1929) hasta El hacedor (1960) la obra poética de
Borges no se había incrementado sino en seis poemas. El hacedor registra un aumento numérico no excesivo, pero relativamente sensible: 23 nuevas composiciones. Sin duda la actividad del Borges lírico parecía muy ralentizada con relación a su obra en prosa. Ahora bien, contra lo que pudiera pensarse, el Borges poeta estaba muy vivo. Los formidables avances de su cuentística y su ensayo, a los que debía su creciente notoriedad fuera de las fronteras argentinas, no iban a hacerle caer en la tentación de renunciar a la creación en verso, ligada profundamente a sus comienzos literarios, por la sencilla razón de que en ella el escritor encontraba la fórmula de expresión más emotiva y personal que su pudoroso antirromanticismo le permitía. «No niego a mis críticos -llegó a afirmar- el derecho a opinar que mis cuentos pueden ser mejores: pero ciertamente yo estoy menos en ellos personalmente como ser que siente y padece que en mis poemas». En la misma oportunidad calificaba de «inevitablemente artificiosos» a sus cuentos, y de «expresiones directas de mis sentimientos y de mi ser íntimo»1 a sus poemas. Sin que esto nos lleve a esperar que el Borges poeta se distancie sustancialmente del prosista, no cabe duda de que si en algún momento hay alguna discreta ráfaga de afectividad que escapa al control del admirador del lúcido Valery, ésta se produce en su lírica, apoyada en la obligada condensación y el no indiferente -para Borges- ritual de La forma. Como tantas otras veces. Borges se definió a sí mismo al ejercer su crítica sobre los demás. «Jiménez -dijo al hablar de nuestro Juan Ramón- es demasiado inteligente para ignorar que las ideas son novelerías que se marchitan pronto, y que la función del poeta es representar ciertas eternidades o constancias del alma humana»2. Queremos decir, en fin, que de la urdimbre que forman la prosa y los versos borgianos, el tacto del lector puede percibir que los hilos más sutilmente cordiales corresponden a éstos. Por lo pronto es refiriéndose a la poesía donde Borges se ha planteado con mayor vehemencia la hipótesis de que exista un valor trascendental en la literatura. Lo niega en algún momento bajo, como cuando en El oro de los tigres (1972) se ve a sí mismo como lo que Guillermo Sucre ha llamado «el oficiante de un destino vacío» 3, y se autoadvierte de que «el resignado / ejercicio del verso no te salva» («Al triste»). Pero en La cifra (1981), libro de su prolongada última hora, ese escéptico acepta que el lenguaje misterioso de la poesía pueda tener una alta virtualidad: «Otra cosa no soy que esas imágenes / que baraja el azar y nombra el tedio. / Con ellas, aunque ciego y quebrantado / he de labrar el verso incorruptible / y (es mi deber) salvarme» («El hacedor»). Hay aquí nada menos que una solemne propuesta: el poeta se construye a sí mismo por medio de la palabra, y al decir a sí mismo, entendemos que este yo incluye también el cúmulo de vivencias que le permiten identificarse como tal. ¿Qué decir de esta contradicción, una más en el universo dialéctico borgeano? Por lo pronto que encierra un particular patetismo. En segundo lugar que si algún punto de apoyo hay que encontrar, situándonos cartesianamente ante la obra de Jorge Luis Borges en búsqueda de una verdad axiomática, no nos es posible hallar sino ésta; el poeta del hambre que quiere serlo en plenitud, sólo cuenta con la esperanza de encontrar la palabra exacta, el verso incorruptible que contendrá, que contiene, como un «aleph» la clave del universo. En último término, en las intrincadas variantes de ese esfuerzo se sostiene toda La obra de Borges. Cuando en La cifra reconoce también Borges que a él le ha sido concedida sólo la «poesía intelectual» y no la otra, es decir la presidida por «la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección [...], la obra sabiamente gobernada o de largo aliento»4, el poeta no hace sino declarar el alcance de algunas de sus reprimidas apetencias traducidas apenas en medrosas y apresuradas incursiones de rápido regreso en el vasto campo de lo emocional. Borges ha eliminado prácticamente el tema amoroso en su poesía (hay algunas vislumbres que, aun siendo raras, sobresalen respecto a las que podemos encontrar en su obra en prosa). Esto constituye una de sus mayores originalidades, sobre todo teniendo en cuenta que, al decir de Bioy Casares -y hay más testimonios-. «Borges se pasó la vida enamorado, pero enamorado de verdad»5. Su empeño por librar a sus poemas de tan natural pasión le hace un tanto parangonable con otro ilustre poeta que, conocedor de dos felices experiencias conyugales y padre de numerosa prole, excluyó de su quehacer literario cualquier referencia a arrebatos sentimentales. Nos estamos refiriendo a Andrés Bello, otro gozador de las emociones de la razón que el corazón acaso no comprende, y autor de una frase de sabor a todas luces borgeano: «Para el entendimiento como para las otras facultades humanas, la actividad es en sí misma un placer»6.