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Tulio Hernández
El Nacional, domingo 14 de octubre de 2001
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con fuerza intensa desde la revolución francesa en adelante, y a pesar de sus
contradicciones e hipocresías, ha contribuido a sembrar en el mundo. Como no la tienen
tampoco quienes, desde importantes posiciones de opinión, condenan a ciegas al pueblo
palestino o al mundo islámico, o declaran como cadáveres infectos a los restos de los
afganos muertos en batalla.
Lo que los grandes humanistas y los más agudos antropólogos han intentado
demostrar es que no se puede comparar una cultura con otra si no se fijan previamente
algunos parámetros que expliquen desde qué perspectiva se hace la comparación. Que
una cosa son los datos fríos de la estadística sobre calidad de vida, y otra la valoración
de los componentes, aportes a la humanidad y valores de una determinada sociedad. Por
ejemplo, la inmensa capacidad de innovación tecnológica e industrial de Occidente es
no solo la razón de su poderío presente, sino un inocultable objeto de orgullo. Para otros
occidentales, en cambio, la manera como esa capacidad se ha materializado —la
criminal contaminación del planeta, los huecos en la capa de ozono— es una prueba de
barbarie, a la cual se oponen, como una actitud superior y más sabia, los principios
conservacionistas y el respeto por la naturaleza practicado entre las culturas indígenas
del Amazonas. Lo mismo ocurre en el campo de la espiritualidad. Occidente se exhibe
hoy como un territorio árido en el campo de las creencias: sin otra fe superior a la del
consumo o los nuevos y viejos nacionalismos, se encuentra presa de un supermercado
esotérico que sustituye al auténtico desarrollo espiritual. Mientras que otros saberes,
como los desarrollados en la India —una catástrofe desde el punto de vista del confort
occidental—, se convierten en punto de referencia y tabla de salvación, incluso para ser
aplicados en campos tan pragmáticos como la gerencia y la competitividad. El antídoto
propuesto por Eco es el de iniciar un nuevo tipo de educación y dejar de enseñar a los
niños —a los de Oriente y los de Occidente— que todos somos iguales. Enseñarles, por
el contrario, que los seres humanos son muy distintos entre sí, explicarles en qué son
distintos y mostrarles que esas diversidades pueden ser fuente de riqueza y no
necesariamente de odio y conflictividad.
En ese camino educativo, la gran tarea del futuro es enfrentar los terrorismos, sean de
Estado o religiosos, de origen islámico, como los de Ben Laden, o de origen cristiano,
como los de Belfast. También, todo tipo de fundamentalismo, ya sea el integrista que
hoy nos ocupa o el periódico revival del etnocentrismo occidental, el que más nos
cuesta ver. Detrás, como eterno telón de fondo, se encuentra como tema único el de
aprender a aceptar y a convivir con los diferentes. Una propuesta, nada fácil, que no
todos están dispuestos a emprender, pero que a largo plazo será más útil que los
bombazos indiscriminados o el llamado a la Guerra Santa.