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LA ACEPTACIÓN DE LA DIFERENCIA

Tulio Hernández
El Nacional, domingo 14 de octubre de 2001

Dos declaraciones, casualmente hechas ambas por italianos, una de Silvio


Berlusconi, el magnate, y otra de Oriana Falacci, la entrevistadora, han vuelto a colocar
sobre el tapete el tema —tan entusiastamente manejado por Hitler— de la superioridad
de una cultura sobre las otras. Que no hay duda de que la civilización occidental es
superior, han dicho ambos, casi al unísono, con idéntica arrogancia e ignorancia —que a
estos fines significan lo mismo—, llevándose de un solo tirón el que fue uno de los
mayores esfuerzos de las disciplinas antropológicas del siglo XX: intentar demostrar
que ni ética ni científicamente es correcto diseñar nada semejante a un hit parade de las
civilizaciones, y que en asuntos de etnias y culturas no se puede operar a la manera de
un concurso de belleza: nombrando un jurado que decida cuál es la más linda de la
noche.
Pero otro italiano, a quien todos conocemos bajo el sonoro y autorizado nombre de
Umberto Eco, les ha salido al paso escribiendo un riguroso, amoroso e históricamente
sustentado ensayo que, bajo el título de “Guerra santa: pasión y razón”, fue publicado el
pasado domingo 7 de octubre en el diario Clarín de Buenos Aires.
Eco, quien sabe de intolerancia y fanatismo más que la mayoría de los mortales,
porque durante años se dedicó a estudiar las pugnas, purgas y crueles asesinatos
ocurridos en el seno de los fundamentalismos católicos europeos del Medioevo —eso
fue lo que contó en El nombre de la rosa—, enuncia como tesis fundamental la
necesidad de utilizar los instrumentos del análisis y la crítica, para que cada cultura
pueda entendérselas con sus propias supersticiones y con las del Otro, como el mejor
camino hacia la paz, la tolerancia y la necesidad de compartir un planeta hasta nuevo
aviso indivisible en su destino.
“Todas las guerras de religión que ensangrentaron al mundo durante siglos”, escribe
nuestro autor, “nacieron de adhesiones pasionales a contraposiciones simplistas, como
Nosotros y los Otros, buenos y malos, blancos y negros, fieles e infieles”. Y agrega, en
lo que seguramente es la parte más lúcida y más oportuna de su razonamiento: “Si la
cultura occidental demostró ser fecunda es porque se esforzó en eliminar, a la luz de la
investigación y el espíritu crítico, las simplificaciones nocivas”.
Ese esfuerzo, el de eliminar las “simplificaciones nocivas”, que ha tenido su mejor
expresión en las conquistas democráticas y en la reivindicación del reconocimiento de
las diferencias —incluyendo, además de las raciales, las que tienen que ver con
preferencias sexuales y opciones religiosas—, no ha sido por supuesto una marcha sin
obstáculos, pues periódicamente ha tenido sus retrocesos o ha sido incapaz de penetrar
en ciertas capas y dimensiones de las poblaciones occidentales y sus gobiernos. Hitler y
Stalin, quienes, como los talibanes, asesinaban en masa, quemaban libros, perseguían a
los homosexuales y condenaban a los opositores al ostracismo, son tan occidentales
como los miembros de Ku-Kux-Klan; como los racistas de Sudáfrica que defendieron, y
algunos todavía defienden, el derecho a excluir a la población negra como raza inferior;
o, como los skinheads que apalean por igual a turcos, senegaleses o suramericanos. Y
eso, sin embargo, no le da derecho a nadie a condenar la cultura occidental como
bárbara, asesina o pecaminosa en su conjunto, o a bajarla unidimensionalmente de una
supuesta ubicación en el ranking de las civilizaciones.
Como tampoco tiene razón la operación contraria —la que alientan mensajes como el
de Berlusconi y la Falacci—, esa especie de nueva parálisis de la razón crítica que ataca
amenazadoramente, desde su propio seno, los principios del pluralismo que Occidente,

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con fuerza intensa desde la revolución francesa en adelante, y a pesar de sus
contradicciones e hipocresías, ha contribuido a sembrar en el mundo. Como no la tienen
tampoco quienes, desde importantes posiciones de opinión, condenan a ciegas al pueblo
palestino o al mundo islámico, o declaran como cadáveres infectos a los restos de los
afganos muertos en batalla.
Lo que los grandes humanistas y los más agudos antropólogos han intentado
demostrar es que no se puede comparar una cultura con otra si no se fijan previamente
algunos parámetros que expliquen desde qué perspectiva se hace la comparación. Que
una cosa son los datos fríos de la estadística sobre calidad de vida, y otra la valoración
de los componentes, aportes a la humanidad y valores de una determinada sociedad. Por
ejemplo, la inmensa capacidad de innovación tecnológica e industrial de Occidente es
no solo la razón de su poderío presente, sino un inocultable objeto de orgullo. Para otros
occidentales, en cambio, la manera como esa capacidad se ha materializado —la
criminal contaminación del planeta, los huecos en la capa de ozono— es una prueba de
barbarie, a la cual se oponen, como una actitud superior y más sabia, los principios
conservacionistas y el respeto por la naturaleza practicado entre las culturas indígenas
del Amazonas. Lo mismo ocurre en el campo de la espiritualidad. Occidente se exhibe
hoy como un territorio árido en el campo de las creencias: sin otra fe superior a la del
consumo o los nuevos y viejos nacionalismos, se encuentra presa de un supermercado
esotérico que sustituye al auténtico desarrollo espiritual. Mientras que otros saberes,
como los desarrollados en la India —una catástrofe desde el punto de vista del confort
occidental—, se convierten en punto de referencia y tabla de salvación, incluso para ser
aplicados en campos tan pragmáticos como la gerencia y la competitividad. El antídoto
propuesto por Eco es el de iniciar un nuevo tipo de educación y dejar de enseñar a los
niños —a los de Oriente y los de Occidente— que todos somos iguales. Enseñarles, por
el contrario, que los seres humanos son muy distintos entre sí, explicarles en qué son
distintos y mostrarles que esas diversidades pueden ser fuente de riqueza y no
necesariamente de odio y conflictividad.
En ese camino educativo, la gran tarea del futuro es enfrentar los terrorismos, sean de
Estado o religiosos, de origen islámico, como los de Ben Laden, o de origen cristiano,
como los de Belfast. También, todo tipo de fundamentalismo, ya sea el integrista que
hoy nos ocupa o el periódico revival del etnocentrismo occidental, el que más nos
cuesta ver. Detrás, como eterno telón de fondo, se encuentra como tema único el de
aprender a aceptar y a convivir con los diferentes. Una propuesta, nada fácil, que no
todos están dispuestos a emprender, pero que a largo plazo será más útil que los
bombazos indiscriminados o el llamado a la Guerra Santa.

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