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En memoria de Adolfo Cárdenas Franco

Lo llamábamos Vikingo chiquito. “Chiquito” fue el género literario -el cuento- al que dedicó
su vida de escritor. Chiquito fue el ámbito real -la marginalidad paceña- que representó
como nadie. Chiquitos fueron el tono popular y la jerga con los que intervino en la tan formal
literatura paceña. Esta pequeñez reiterada fue la ironía fundamental que nos condujo a
cultivar su “Chojcho con audio de rock p`ssahdo” como la revelación del lugar de la escritura
en una ciudad que, como la nuestra, vive en las enormes alturas del Illimani.

Él nos mostró que la escritura paceña tenía que ser un pictograma en la roca. No cultivaba
palabras de arena que con su levedad se perdían en el viento. Ni palabras de agua que con
su fugacidad se diluían en el tiempo. Él, El Lobo, escribía en los muros lo que El Rey pretendía
suyo. Vano fue ese esfuerzo monárquico. La alta literatura se desvanecía ante la inscripción
definitiva de las palabras del Vikingo chiquito en la piedra.

Demasiadas veces se ha dicho que Jaime Sáenz es el escritor de La Paz. Quizá sea cierto.
Pero, ¿cómo podría vivirla alguien que veneraba a Bruckner y a Wagner? ¿Cómo podría
escribirla alguien que cultivó el delirium tremens de las oscuridades de una ciudad luminosa
como pocas o ninguna? Adolfo Cárdenas, en cambio, escribió que La Paz para ser tal debía
elevarse a las alturas de El Alto. Tenía que escribirse en jerga popular combinada con
aymarañol. Que los personajes oficiales de los narradores paceños, en todos los sentidos,
terminaban hundidos por la marca del personaje cholo. Que la poesía se sometía impotente
ante la voracidad del grafiti.

Porque el Vikingo chiquito tuvo siempre la estatura del Illimani. Y las palabras de la calle:

cholibiris numquam bene,


et si bene numquam perfect,
et si perfect, semper cholibiris

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