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SEÑORA

Y
ALFA

PEPA FRAILE

Copyright © 2021 Pepa Fraile


Todos los derechos reservados
ISBN-13 978-84-09-28019-3
A Pepe, a Laia y a Alba
Os quiero
ÍNDICE
PREÁMBULO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
EPÍLOGO
«Cuando busques una guía, no prestes jamás atención a los
pusilánimes. Sé amable con ellos, llénalos de cumplidos, procura
engatusarlos, pero no sigas sus consejos.

Si alguna vez te han llamado insolente, incorregible, descarada,


astuta, revolucionaria, indisciplinada, rebelde, vas por el buen
camino. La mujer salvaje está muy cerca.»

(Clarissa Pinkola Estés - Mujeres que corren con los lobos)


PREÁMBULO

—Quiero el divorcio.
Y colgó el teléfono con un golpe sonoro y contundente, saboreando con
la lengua el grueso de sus labios. Segura, como no lo había estado nunca
tanto, de lo que acababa de decir.
Esas eran las primeras palabras verdaderas que salieron de su boca
desde hacía mucho tiempo. Conscientes y a pleno pulmón silbando, con
cada una de las letras que componían aquella sencilla melodía, el triunfo
que llevaba tantos años deseando. Sin ser del todo consciente así era, y
ahora lo sabía. Tarareó la que había sido su canción de siempre, disfrutando
del placer que la vieja melodía le causaba al despedirse de las últimas
escamas de una vieja piel que nunca volvería a ser suya.
Así se fraguaban los cimientos del principio de una nueva vida, la suya,
que estaba dispuesta a quemar sin dejar títere con cabeza. A la mierda los
feos, los tristes, los siesos y todos los que tuvieran más de treinta años, se
decía cada mañana delante del espejo mientras se maquillaba. Era una
especie de promesa que estaba dispuesta a cumplir. Disfrutando del fuego
de las llamas que se prendían de nuevo en su cuerpo, tras una ruptura que
nunca imaginó que iba a producirse, ardía en deseos de abrirle las puertas a
la vida de una vez por todas. Y sabía cómo hacerlo.
Había dado el paso, el más difícil, se repetía tensando el brazo mientras
apretaba el puño en signo de victoria. Se habían acabado las medias tintas,
los «pero», los «ya veremos», los «quizás» y toda la retahíla de sandeces
que la habían acompañado los últimos quince años que estaban a punto de
convertirse en historia.
A partir de ese momento no estaría segura de lo que quería. Y sí de lo
que no estaría dispuesta a perderse nunca más.
CAPÍTULO 1

—Llevo un buen rato intentando comunicar contigo. ¿Acaso le pasa


algo a tu línea? O es que ya no pagas las facturas –ironizó Salma.
—De momento sí, aunque no sé por cuánto tiempo. Estos enanos son
como un pozo sin fondo. Cuanto más dinero gastamos, más necesitan. No
quiero ni imaginar qué pasará cuando vayan creciendo.
—Que serás más vieja. Poco más. Y que te arrepentirás de no habértelos
comido, como dice el refrán. Que te abrazarán cada vez que te quieran pedir
algo, dinero por ejemplo. Que…
—Vale, vale… solo era un comentario. Chica, eres única dando ánimos.
Yo también te quiero.
—¿Y entonces? ¿Con quién hablabas tanto tiempo?
—No era importante.
—Teresa…
—Salma…
—Está bien. Con Megan. Ya está –soltó Teresa, como si se hubiera
liberado al decirlo.
—Puta asquerosa. Ya me has amargado el rato, bonita.
—Está pasándolo muy mal, Salma, y aquello pasó hace tiempo. No fue
ella la única responsable. Y siento ser tan contundente pero si uno no
quiere, dos no se lían. Y habíamos sido tan…
—No sigas por ahí –le reprochó Salma a Teresa–. Sabes que no es mi
estilo y además lo detesto. Bien que se le dio follarse al gilipollas de
Roberto, sin importarle lo que eso significaba para mí. Ahora me importa
una mierda lo que le pase, en serio te lo digo. Y entre los dos me amargaron
la vida, por no enumerar los pufos con los que tuve que enfrentarme
después de que el muy desgraciado desapareciera dejándome colgada,
hundida en la miseria sentimental y endeudada hasta las trancas. Pero
bueno, no me quiero poner de mala leche, que no he llamado para eso.
—Tenía que haberte mentido. Venga. Ya está. Pasamos página. Qué
ilusión me hace oírte, y qué cara te cotizas, señora ejecutiva agresiva –la
elogió Teresa, queriendo borrar de la conversación un tema que todavía era
imposible de abordar sin que se crispara.
Habían pasado más de cinco años y para Salma la traición entre su
marido y una de sus mejores amigas todavía era conversación imposible.
No los había perdonado, ni a uno ni al otro.
—Va, menos de lo que parece. Pues muy bien, aunque en realidad estoy
muerta. No puedo con mi cuerpo –resopló Salma al otro lado del teléfono.
—Chica, no me extraña, si es que no paras ni entre semana. Menuda
marcha. Si no estás de viaje, estás de cena o de convenciones. Y si no de
baile, o de lo que sea que te inventes. Tengo un pajarillo por ahí que me lo
chiva todo.
—Permíteme que lo dude –aclaró Salma como preludio a una risotada
típica en ella–. Nunca se sabe todo de nadie. Aunque es cierto, trabajamos
juntos en algunos proyectos y mi olfato me dice que llegará lejos.
—Es estupendo. Y me alegro de que estés cerca de él. Tampoco lo ha
pasado bien desde que Lourdes lo dejó.
—Tu hermano es un encanto, de verdad. Eficiente, discreto y guapo.
Más que tú –añadió Salma antes de soltar una nueva carcajada.
—Es verdad. Lo quiero muchísimo y lo echamos de menos. Pero sé que
está encantado de trabajar ahí. Lo dicho, no sé de dónde sacas la energía, de
verdad –retomó Teresa, aguantando el aparato entre la oreja y el hombro
mientras batía enérgicamente unos huevos y observaba cómo el aceite de la
sartén humeaba, provocándole un incómodo picor en la garganta–. Te he
llamado alguna vez y nunca logro encontrarte. Y luego veo que estás activa
en el chat a las tantas de la madrugada. Entre semana…
—Perdona. Duermo poco pero me aprovecha, ya lo sabes, y esas
pastillas de melatonina son milagrosas. Ojo, que son naturales –quiso
aclarar antes de sembrar la duda en su amiga.
Volver a los viejos tiempos en los que las anfetaminas y otras sustancias
podían mantenerlas despiertas durante todo el fin de semana ya no entraba
en sus planes
—Así lo espero, por tu bien y tu salud.
—Tampoco tengo dos llorones que me quitan el sueño cada noche,
pegados a la teta o al biberón –contestó Salma, girando de nuevo la
conversación–. Y esos horarios tan estrictos que tienen los niños de hoy en
día para todo… madre mía qué horror. Desde el cariño te lo digo, lo sabes
¿verdad? Como cada vez que te quiero devolver la llamada estás enfrascada
en algún quehacer doméstico…no hay forma de darle swing a nuestros
planes.
—En cuanto a lo primero, lo de quitarte el sueño, tengo mis dudas –dejó
caer Teresa, pronunciando con sorna sus palabras–, seguro que algún galán
se encarga de eso en más de una vez. Y en cuanto a lo segundo no voy a
discutirlo. Me he puesto tarde con esto de la maternidad, lo sé. Pero chica,
las cosas han venido así y si te digo la verdad al principio me bloqueé. Dos,
y de una sola vez. Una locura. Te rompe todos los esquemas y dejas de
creer en los putos mitos que se inventan con esto de la maternidad y sus
estados idílicos. Que los hay, pero no son tantos como dicen en los libros. Y
aún así soy feliz, ya me entiendes…
—Claaaaro –pronunció Salma, prolongando durante unos segundos la
primera vocal.
—En realidad nadie te cuenta la película como es a la hora de la verdad.
Tampoco es que sea tan malo. Va a días, incluso a ratos. Y dos a la vez es
complicado y divertido al mismo tiempo. No sé cómo explicarme. A estas
horas –dijo mirando el reloj de la cocina–, tengo la cabeza en los pies y los
pies como dos cubos de cemento. Y ahí es cuando dejo de conectar el
cerebro con la lengua.
—Me lo imagino –quiso solidarizarse Salma, sabiendo que nunca
experimentaría tales experiencias.
—No estoy muy segura –sonrió Teresa desde el otro lado del teléfono,
con un punto de añoranza en sus palabras–, hasta una copa de vino me tomo
algunas noches. No lo sabe nadie, te lo juro, porque lo hago a escondidas en
el cuarto de la plancha –resopló algo aliviada tras la confesión que nunca
había desvelado por vergüenza–. Y está mal, soy consciente de ello. O no,
yo qué sé… pero es el único modo que encuentro de verlo todo un poco
más fácil cuando llega la noche y me enfrento a las horas más temidas de
mis pequeños. Cuando no se despierta uno se despierta el otro, y las ojeras
me llegan hasta las rodillas. Menos mal que ya hemos pasado al biberón y
alguna vez Manu se brinda a sustituirme.
—Esos tratamientos hormonales… que además de dejarte el estado de
ánimo hecho una porquería, acaban en embarazos múltiples. Vaya, lo sé por
lo que tú me contabas –comentó Salma, recordando la cantidad de veces
que su amiga y su marido habían procurado un embarazo con la ayuda de la
ciencia–. Cuando ya pensabais tirar la toalla se obró el milagro, y al final lo
has logrado. Ya tienes la familia que tanto deseabas. Y bien guapos que los
habéis hecho. Siento una punzada de envidia en todo eso que me cuentas,
aunque no me creas.
—Exacto. No te creo –negó Teresa–. Siempre has sido un espíritu libre.
Rectifico, casi siempre –se avanzó antes de que volviera a caerle la
caballería por encima–. Por lo demás, ya sabes lo complicado que ha sido
siempre mi aparato reproductor. Casi nos arruinamos en el intento. Y soy
feliz –repitió, poniendo énfasis en la frase–, pero desde que nacieron los
mellizos parece como si el tiempo se hubiera empeñado en encogerse. No
tengo espacio para nada que no sea cambiar pañales, hacer guisos
triturados, lavar ropa diminuta y qué sé yo cuántas cosas. Por no hablar de
las conversaciones. El tiempo, ese gran desconocido para mí en este
momento de mi vida –resopló tras haberse desahogado con quien sabía que
no la iba a juzgar como madre en ningún momento.
—Eso vamos a solucionarlo. Te lo digo en serio. Atenta a mis
propuestas.
—Es mi peor momento del día, te lo juro –respondió Teresa, ignorando
por completo las palabras de su amiga–. Qué harta estoy de la maldita
cocina y de que haya que comer tantas veces al día. La hemos cambiado
también con la reforma y la verdad que no me hago a ella. Es más moderna
que la anterior y… bueno, qué me estabas diciendo. Perdóname por este
caos –se justificó con voz lastimera, una Teresa que no era ni sombra de la
que Salma había conocido ni siquiera en sus peores momentos. Aquellos
que atacaban su cuerpo sin piedad, convirtiendo su humor en un infierno a
causa de los largos procesos de hormonación.
—Un segundo, que ya estoy otra vez contigo –anunció Teresa, cortando
nuevamente una conversación que Salma no lograba encauzar–. Si es que
no veo el momento de volver, aunque solo sea un poquito, a la normalidad.
Mi mundo, el de antes, se va al garete amiga, y tengo pocos momentos de
reconocer en las voces otra cosa que no sean gorjeos y llantos infantiles, por
no hablar de las mamás del curso de postparto. Parece que todo lo saben
acerca de los niños. Qué saturación, por Dios…
Las quejas iban en aumento, y Salma sabía que su amiga la necesitaba
aunque no fuera capaz de entenderla del todo.
Ahora, los espacios que dedicaba Teresa a socializar desde el
alumbramiento de sus pequeños también se habían transformado desde la
llegada de Joan y María. Lo sabía por conversaciones anteriores que había
tenido con ella. Teresa se reunía con grupos de madres una vez a la semana.
Formaba parte de varios grupos de Whatsapp en los que las conversaciones
versaban sobre temas en los que ella habría tardado cien años en percatarse
por sí misma. Y estaba satisfecha del giro que había dado su vida, según
decía.
Había logrado su tan añorada meta. Aún así echaba de menos, profunda
y secretamente, la vida de antes. Aunque solo fuera a ratos y en la soledad
de su pensamiento. Volver atrás y sentirse dueña de su cuerpo y de su
espacio era algo que no se hablaba entre las Ligas de lactancia prolongada,
los grupos de padres novatos de partos gemelares, los que se volcaban en
nuevas tendencias acerca de la crianza natural y otros temas que sí le
interesaban, pero que no le dejaban espacio a la que un día había sido
Teresa Ruán, ejecutiva de una multinacional que ahora se sentía pasto del
recuerdo. Una excedencia de tres años así lo afirmaba. Y sabía que algún
día volvería.
—Tienes razón y puedes quejarte lo que te apetezca. No voy a juzgarte,
que para eso están las amigas. Y de disculpas nada. Faltaría más –la animó
Salma, viendo como aquello estaba a punto de estallar–. No quiero
entretenerte, que oigo batir algo en el plato como si no hubiera un mañana.
A ver si lo vas a romper. Me refiero al plato –añadió Salma cambiando de
mano su teléfono–. Es la hora de atender a María y a Joan antes de la cena y
puedo llamarte otro día.
—Sí, pero no te preocupes. He desarrollado una habilidad
impresionante haciendo uso de algunas partes de mi cuerpo, de forma
simultánea, que nunca había imaginado –rió Teresa mientras volcaba los
huevos batidos en la sartén, arrastraba la alfombra hasta debajo de los
fogones para evitar las salpicaduras del aceite en el nuevo suelo de madera
que habían reformado y observaba como los mellizos estaban a punto de
despertar de la última siesta antes de cenar.
—De verdad que te llamo en otro momento –insistió Salma, ante la
inminente crisis que intuía que se acercaba.
—Estos dos son como relojes suizos, te lo juro –bromeó Teresa,
echándose a reír como una loca. Como si aquella comparación fuera lo más
chistoso del mundo. Y Salma le siguió el juego, más por compasión que
porque le viera la gracia.
—Espérame un segundo que voy a darle la vuelta a la tortilla –se
disculpó Teresa, dejando sin réplica a su amiga, entre divertida e
impaciente–. ¡Mierda! Ya ha vuelto a quemarse. Me cago en todo –se oyó,
después de escucharse un golpe seco que debía de ser la sartén contra el
cristal de la placa de inducción.
Salma apretó los dientes y respiró hondo cerrando los ojos y, aunque
tenía ganas de volver a su cheslong para deleitarse con una segunda copa
del Rioja que había abierto al llegar a casa, los nervios de Teresa
necesitaban de presencia o voz humana y adulta, aunque fuera desde lejos.
Quería saber cómo iba a terminar todo aquello y no se atrevía a colgarle el
aparato.
Era la hora crítica. Como cada día, la música de Michael Bublé y los
prolongados baños de sales acompañados de una copa de Gramona
Imperial, habían dado paso a avisadores, sonajeros, llantos, olor a papilla y
crema de bebés que invadían todos los rincones de su nueva vida.
—Un segundo –se disculpó Teresa de nuevo–, están llamando por el
interfono. Voy a ver quién es y vuelvo enseguida. Qué inoportuno –se quejó
la mujer, soltando el teléfono encima del mármol mientras la tortilla, libre
de vigilancia por segunda vez, empezaba a desprender pequeños hilos de
humo que olían a huevo quemado.
El saludo, escueto pero suficiente a oídos de Salma, y la voz masculina
que reconocía al otro lado del aparato indicaba que Manu acababa de llegar.
Quería terminar la conversación con su amiga de la infancia, aunque solo
fuera por una vez en los últimos meses. Y se armó de paciencia para que
fuera así.
—Ya estoy aquí otra vez. ¿Dónde lo habíamos dejado? –resopló Teresa
a su vuelta.
—Mi mensaje es claro y ahí va –advirtió Salma antes de soltar la
bomba–. Prepárate para una noche loca. Tú y yo solas, como en los viejos
tiempos. Te aviso para que vayas organizándote y no elabores escusas de
ningún tipo. El día que quedemos duerme la siesta, seda a los niños, ponlos
en venta por unas horas… lo que haga falta. Te quiero despierta y con los
siete sentidos alerta, ¿eh?
—Mira que eres bruta –se quejó Teresa, alertada ante los despropósitos
de su vieja amiga, siempre tan intensa–. Manu acaba de llegar de viaje más
pronto de lo esperado, tenía añoranza de sus hijos. Me ha dado un beso, los
ha cogido en brazos y se ha metido un rato con los dos en el parque infantil
que compramos y que hemos instalado en el salón principal. Mi casa parece
una tómbola, cuando no un circo. Y yo la mujer barbuda –se rió Teresa–. A
veces llevo unos pelos en el bigote…total, que se los he enchufado un rato
antes de que se arrepintiera. Me siento fatal cuando hago estas cosas de
mala madre.
—Qué exagerada eres, «Antoñita» –contestó Salma, recordando cómo
llamaba a su amiga cuando quería fastidiarla. Recordaba a la figura de la
fantástica.
—Ahora le prepararé el baño a María y a Joan, y él se encargará de
enjabonarlos. Y la tortilla para tirarla a la basura. Atacaremos el embutido y
listos –asintió Teresa, pareciendo más resolutiva que dos minutos antes–.
Me estoy poniendo como una vaca. Por fin un rato a solas, a ver si podemos
hilvanar una conversación de adultas, aunque lo que me propones lo veo
difícil.
—Te he dicho que guardes las excusas para otro momento. Conmigo no
te servirán.
—La otra tarde mi marido me obligó a salir a tomar un café tranquila
con unas compañeras de la universidad a las que hacía un siglo que no veía
–comentó Teresa, ignorando las palabras de su amiga.
—Ya era hora, chata.
—Sí, pero el regreso suele ser peor, chica. Cuando llego aquí, el bofetón
de realidad es más fuerte todavía. No puedo evitar que mi cerebro quiera
volver a ese «antes» en el que al llegar y abrir la puerta de casa empezaba
mi tiempo de descanso. Y por Dios que muero de amor por mis hijos, pero
hay días que al girar las llaves trago saliva y casi me santiguo. Esto no te lo
explican en las clases de maternidad. Ni siquiera se insinúa. Todos son
alabanzas y no es así –resopló Teresa, aliviada de haberse desahogado–,
menos mal que Manu se hace cargo de mis nervios a veces.
—Vaya, como si no fuera normal que él también atendiera a sus hijos –
la reprendió Salma resoplando al otro lado–. El polvo fue con él, ¿no? Y
varias veces. Así que ahora que apechugue. Y que trabaje fuera no lo exime
de sus otras obligaciones. No te reconozco, querida.
Sus frases directas podían llegar a parecer frías e insensibles, pero no
era así. En el fondo, y durante algunos años, ella había soñado con estar en
la piel de su inseparable amiga de juventud. Y no había podido ser. Con el
tiempo se había convertido en otra persona y el personaje que había creado
para ella le gustaba, aunque en la verdad de sus silencios interiores la
envidiara.
—Mujer, tenía fiesta. Y sus horarios son casi imposibles con eso de la
conciliación. Sobre todo desde que lo ascendieron. También me sabe mal
hacerlo más a menudo. Lo de salir, digo. Desde que no trabajo…
—Qué delito tienes, si es que al final tendré que ponerte los puntos
sobre las íes.
—Claro, habló la ejecutiva y coach más reputada de la ciudad. Si es
que…eso digo yo –repitió Teresa–. La teoría está muy bien mientras no
haya que aplicársela, algún día te enterarás de…
—Ve preparando tus atuendos más cañeros –lanzó Salma, dejando a
Teresa con la palabra en la boca–. Esos que seguro que tienes olvidados en
el fondo de algún cajón de tu armario. En unas semanas estoy allí y no
pienso salir sola de caza.
—A ver, chata, que tampoco creas que… ¿¡cómo dices!? Qué va. No,
no, no –negó Teresa–, yo ya no estoy para esos trotes. Además, tengo más
sueño que siete viejas y responsabilidades añadidas que no hace falta que te
recuerde. Te lo digo de verdad. Sabes que puedes alojarte aquí, en casa.
Verás cómo te gusta, y hemos preparado una suite para invitados. Una
cucada. Manu estará encantado.
—Permíteme que lo dude –contestó Salma con retintín–. Presiento que
me ve como una mala influencia para ti. Siempre lo he sospechado. Y más
desde el divorcio. Para él Roberto era el hombre perfecto, ya lo sabes.
Seguro que piensa que la culpable de los cuernos fui yo.
—Qué va, no lo creo. Él es así, callado. Un poco áspero a veces, pero
buena gente. Y a los niños les gustará verte –contestó Teresa, restándole
importancia.
—Me encanta cómo lo defiendes –se carcajeó Salma–. Espero que no le
hayas contado todo a tu flamante marido acerca de nosotras. Si no, pedirá
una orden de alejamiento para que no me acercara, ni a ti ni a tus hijos, en
lo que nos queda de vida. A ellos los adoro, y lo sabes. Son como mis
sobrinos aunque no corra la sangre, como se suele decir. Y estoy deseando
verlos. Ya tengo unas cosas monísimas compradas para ellos y muero por
dárselas.
—Insisto, puedes quedarte en casa cuando vengas. Además, la
habitación de invitados está en un extremo de la casa. Casi mil metros
cuadrados. Así que no verás interrumpido tu sueño si los niños se despiertan
–insistió Teresa, haciendo oídos sordos a los comentarios de Salma–. ¿Y ya
tienes fecha?
—Todavía no, quizás te lo confirme a lo largo de la semana, pero cuenta
que será en los últimos días de este mes. El plan es que pasaré a buscarte y
cenaremos por ahí. Después cogeremos un taxi y visitaremos todos los
garitos del centro. Volveremos muy afectadas, te lo aseguro. Ergo… no
pretenderás que después de tanto tiempo sin la oportunidad de vernos
vayamos a pasar la noche en tu casa, ¿verdad? –preguntó sin esperar
respuesta–. Hay que darlo todo, te lo digo, y huir de la rutina. Así que
acumula horas de sueño para cuando me presente.
—Es que…
—Ni es que, ni es que… en un par de días o tres te confirmo la fecha y
te paso un mensaje para que lo anotes en tu agenda. A tu maridín te lo
camelas como sea para que se quede con sus hijos al menos esa noche. O
buscas una canguro, que para eso te has mudado a una casa de ricos.
Móntatelo como quieras. Ahora te tengo que dejar, que me están
reclamando para una reunión.
—Cuídate. Por cierto, ¿cómo está tu hermana? Hace mucho que no sé
nada de ella.
—Está bien. La verdad es que nos vemos poco. Desde que salió del
armario es más feliz. Su pareja y ella viven a las afueras de Berlín. Suzanne
le ha dado la paz que Elisabeth necesitaba, aunque siga siendo más seca que
el esparto. Hace honores al estereotipo alemán, incluso más que su pareja.
Y nada. Cuídate tú también. Haz caso a Manu. Busca ayuda y deja que la
Teresa guerrera asome un poco de entre los pañales. Yo lo hago desde hace
algún tiempo y me va estupendamente, ya lo sabes. Besos amore –se
despidió Salma de su amiga.
CAPÍTULO 2
Salma no llevaba la cuenta de los hombres con los que se había
acostado desde que se convirtiera en una mujer soltera. Su vuelta al
«mercado» había sido lenta; incluso dura, pero ahora ya tenía por la mano
las cuatro reglas básicas y sabía desenvolverse a las mil maravillas.
Disfrutaba del presente y había dejado en el camino la mayoría de los
prejuicios que la habían acompañado a lo largo de su vida. Su modus
operandi pasaba por no contar nunca la verdad. Había inventado sus «alter
ego» y varios perfiles alternativos, como le gustaba llamarlos, incluso para
las redes sociales más habituales. En ellos se contaban los detalles
suficientes para atraer la atención de los que deseaban mantener la
conversación típica y de manual del single: nombre, ciudad de residencia,
gustos y actividad profesional. Todo falso para que nadie pudiera
importunarle después de la primera noche, porque no había segundas
oportunidades para quienes se derretían entre las sábanas de un hotel con
Salma. No beber nunca más que el espécimen que pensaba llevarse a la
cama era otra de sus normas. Tenía que controlar la situación en todo
momento y sabía dónde estaba su límite con el alcohol. No llevarse un
hombre a su casa bajo ningún concepto, por más que la tentación y el
ejemplar lo valieran. No enamorarse. Y aunque no cabía ninguna
posibilidad era algo que se repetía con cierta frecuencia. El amor, el que ella
pensó alguna vez que iba a ser para siempre, había aporreado su corazón
con duros golpes. Tan fuerte, que cuando se acabó creyó que iba a morirse.
Y nadie se muere por eso, aunque al principio lo pareciera.
Roberto, su primer y único marido, había desaparecido del mapa
después de firmar los acuerdos en los que se repartían el patrimonio que
habían logrado como pareja. Por suerte, y solo en esa ocasión había creído
en la providencia, no había hijos de por medio y su adiós sería para
siempre.

—Salma, tienes una llamada en la línea uno, parece importante –


anunció su secretario, el mejor que había tenido hasta el momento, y con
diferencia, aunque nadie más que ella había visto lo que se escondía detrás
del aspecto desaliñado y casi insolente de la primera vez.
—Gracias, Diego. Pásamela.
Haber rescatado a Diego de los suburbios de la ciudad cuando ya
empezaba a cruzar todas las líneas rojas había sido un acierto.
Su figura, la que cualquier modelo de revista podría envidiarle, se
machihembraba con unas habilidades que Salma había sabido detectar
detrás de la apariencia de chico malo de sonrisa estudiadamente forzada. La
entrevista a la que lo sometió para saber si él era su elegido había generado
tensión, y los miembros del tribunal daban por supuesto que aquel no iba a
ser el candidato a contratar. Por el contrario, Salma había logrado
convencerlos con el argumento infalible. No en vano era la empleada más
cotizada en la compañía donde trabajaba y una de las accionistas de la
empresa. Llevarle la contraria podía resultar contraproducente para la
cuenta de resultados.
«Vamos a decir que no eres muy habilidoso causando primeras buenas
impresiones, muchacho, pero no ha estado mal. Casi me convences. El
puesto es tuyo» –le soltó Salma cuando, tras la frase de protocolo «nos
pondremos en contacto con usted en unos días», pronunciada por el jefe de
recursos humanos, el joven salía del baño abrochándose el cinturón de sus
tejanos. Eran de marca, y de las caras, aunque esos, o cualquiera, estaban
vetados para los cargos medios, directivos y subalternos. Es decir, para los
hombres en concreto. Una norma injusta que nadie discutía. «Pásate por
Recursos Humanos mañana a primera hora para firmar el contrato. Seis
meses, dos de prueba, jornada partida y una hora para comer. Sabrás la hora
de llegada pero no la de salida. Trabajo es dinero, y eso aquí no lo
discutimos. Ah, y existen posibilidades de promocionarte si eres más listo
de lo que me has querido demostrar ahí dentro. Espero que no me defraudes
ni me hagas perder mi tiempo buscando a otro para sustituirte en dos días,
¿lo pillas?» –lo había amenazado Salma, marcándole con sus uñas rojas el
torso de la camisa azul marino que insinuaba los pectorales del joven. Ni
mucho ni poco, en su justa medida.
Mirándola, con la cabeza erguida e inclinada sutilmente, Diego había
agarrado la muñeca de Salma, vetándole el paso de los dedos sobre su ropa,
sonriéndole de medio lado. Sin pronunciar una palabra mirándola fijamente,
había entreabierto los labios, pasando lentamente la lengua sobre ellos,
afirmando con el gesto antes de iniciar sus pasos de nuevo hacia la salida.
Desde entonces habían sido casi inseparables en las horas de trabajo, y
compañeros de sexo en momentos en los que la soledad se extendía sobre
ellos como una mancha negra y pegajosa adherida a sus cuerpos. Diego era
joven e insaciable, y Salma necesitaba quitarse de aquel modo el peso del
tiempo que la acechaba sin descanso. Cada día más. Aunque se había hecho
algunos retoques en las clínicas de estética más caras de la capital y
esculpía sus curvas a base de ejercicio y de una exquisita alimentación, la
vida no había transcurrido en balde, dejando algunas huellas imborrables a
su paso.
Desnuda, junto a Diego, sentía la carga de los años que distaban entre
ellos, aunque el maldito tiempo le otorgaría todavía una tregua, se decía
mientras cabalgaba sobre su verga, saboreando el éxtasis que el placer de su
erección le regalaba en cada asalto.
Beber de la juventud de aquel varón que, al contrario que los demás,
conocía su verdadero nombre y una pequeña parte de su verdad; palpar con
las manos la fuerza de su miembro suave, turgente y jugoso como había
probado pocos, y dejarse envolver por los besos y por las caricias expertas
que le proporcionaba en sus encuentros se había convertido en un juego
cuyas normas eran aceptadas por los dos. Allí solo había sexo, del bueno
pero sexo al fin y al cabo. Si alguno de ellos tenía otros planes, estos se
aceptaban sin preguntas. No había cabida para los reproches, los celos o la
vanidad de creerse únicos o propietarios.
Las ocasiones que precedían a un encuentro se aderezaban con la
intensidad de los mensajes de Whatsapp que iban subiendo la temperatura
de sus cuerpos. Llegaban al hotel y fingían ser dos desconocidos que
flirteaban en la barra del bar en busca de compañía fácil. Lentamente
llegaba la charla, las risas tras los whiskys, la carrera por desnudarse desde
el ascensor y follar durante horas hasta quedar extenuados. Nunca
desayunaban juntos. Esa era otra de las normas que Salma había dejado
clara con él desde el comienzo. No había necesidad de compartir las
tostadas y el zumo de naranja mientras leían el periódico. Eso era algo que
estaba sobrevalorado y además era de viejos.
—¿Y quién es? ¿No puedes atenderla tú, Diego? –preguntó irritada,
refiriéndose a la llamada que el secretario mantenía en espera–. Me están
aguardando en la Sala de Juntas y llego tardísimo –resopló, mirando su reloj
mientras aceleraba el paso a través del largo pasillo que tenía que atravesar
hasta llegar a la reunión.
—Es uno de tus clientes, creo, y parecía nervioso. Lorenzo Domenech
me ha dicho que se llama. No me suena su nombre, pero por el tono de voz
diría que te conoce bien. Al parecer las acciones en las que tenía invertido
su dinero se han venido abajo en pocas horas y no sabía cómo había
quedado «lo suyo». Palabras textuales –sonrió Diego, hablando mientras
Salma caminaba en dirección a la sala en la que solo faltaba ella para dar
comienzo a la sesión semanal.
—Está bien, está bien –repitió un poco molesta por el imprevisto–,
pásamelo un momento y te lo reboto en menos que canta un gallo. Que yo
sepa, mis clientes son algo que tú deberías controlar a la perfección, ¿no?
Para eso te pago. Y muy bien, por cierto –remarcó sin ni siquiera mirarlo.
—Ha añadido que hace tiempo que os conocéis –comentó Diego,
reteniendo el aparato telefónico entre sus manos mientras sujetaba la de
Salma con la otra.
Necesitaba tocarla y allí en la oficina estaba totalmente prohibido.
—Ay, no sé, suelta ya, por favor o te despido ahora mismo. Déjate de
tonterías, y menos delante de todo el mundo. Anda, dame el teléfono. Qué
poco aguante tienen algunos –pronunció, asqueada por las nimiedades de
los que apostaban su capital pensándose que jugaban al Monopoli–. Al
menor movimiento del mercado ya se cagan en los pantalones. Como niños
–se quejó Salma, disimulando no ver la excitación que el joven había
experimentado al ser rechazado por ella. Conocía perfectamente su mirada,
igual que el bulto de sus pantalones.
Aunque estaba acostumbrado, y se volvía loco cuando su jefa se irritaba
ante un imprevisto, en el fondo seguía molestándole la indiferencia con la
que lo trataba cuando estaba furiosa. Algo que al mismo tiempo lo
encendía, y mucho.
—De acuerdo, jefa. Ah y otra cosa –añadió separándose unos
centímetros de ella–, ¿a las nueve? –preguntó, pasándole un papel doblado
que introdujo en el bolsillo lateral de los pantalones de Salma.
—Allí nos vemos –susurró en su oído, sin dejar de mirar al frente–, y
más te vale que en esta ocasión hayas elegido un lugar en condiciones.
Recuerda que pago yo y la última vez me llevaste al barrio chino, a un
cuchitril infumable en el que casi nos comen las chinches. Todavía no me
he quitado la sensación de asco de encima.
—No me negarás que daba morbo. Y que yo sepa, el único que te comió
fui yo.
—Lo que tú digas, pero la próxima que se repita algo así quedas
despedido –sentenció Salma de nuevo, pasándose la lengua por encima del
labio superior mientras clavaba la vista en la entrepierna de su secretario.
—Pásame ese teléfono de una vez y vuele a tu sitio, de lo contrario…
—Me despedirás, como las últimas ciento cuarenta y siete veces en los
últimos quince días. Entendido, jefa.
Diego frenó sus pasos, se cuadró como si las órdenes hubieran llegado
de un Capitán General y giró sobre sus pies para volver al despacho.
Aquella mujer era fascinante. Implacable en el trabajo y dominante en la
cama, ambas cosas que adoraba. Su triunfo era ella. Conocer algunos
puntos sensibles que la llevaban al cielo de su mano. Era sexo, solo eso,
pero del bueno, se repetía Diego sonriente y ganador.
—Qué tal señor Domenech, soy Matute –se dirigió Salma a su
interlocutor, a punto de sentarse en la mesa y aprovechando los últimos
segundos antes de que los asistentes acabaran de revisar sus dosieres–. No
tiene de qué preocuparse –quiso tranquilizarlo, disimulando que no
recordaba el detalle de las operaciones que había realizado esa misma
mañana en las acciones que poco después habían caído en picado–. Todo
está en orden; en realidad hemos tenido suerte y su capital está a salvo –
mintió ella, sin ni siquiera saber qué había pasado con los valores del
cliente amedrentado por algo que ocurría varias veces cada día.
—No esperaba menos de ti, para eso eres la mejor en todo, ¿no? –se
escuchó al otro lado.
—¿Perdón? –interrogó Salma, descolocada por las palabras del cliente
misterioso.
—Disculpadme, por favor, es una llamada internacional –se inventó
Salma dirigiéndose a los miembros del Consejo–, vengo ahora mismo.
Podéis empezar con la aprobación del acta de los últimos acuerdos. Yo ya la
he leído y estoy conforme con todos –se justificó, levantándose de nuevo
para salir de la sala a un lugar más discreto.
Estaba furiosa y no podía desahogar su rabia si no era un lugar más
reservado de miradas.
—Señor Domenech, o cómo demonios se llame, no le consiento ni ese
tono ni esas formas. ¡Quién se ha creído que es! Le acabo de decir que todo
está en su sitio, pero si quiere ahora mismo le paso con mi secretario y
zanjamos el acuerdo que tenga con La Agencia. No tengo el menor
inconveniente y espero que usted tampoco –afirmó, queriendo cerrar el
tema.
—Solo quería comprobar que eras tú, zorra, y ahora ya lo sé. Sigo tu
pista y ya no puedes esconderte –pronunció el desconocido, antes de colgar
el teléfono y dejarla sin reacción, como pocas veces le ocurría.

La reunión había sido larga y tediosa y la cabeza de Salma no había


dejado de dar vueltas sobre la desafortunada llamada. Tan pronto había
finalizado la Junta había puesto a Diego a investigar sobre ello. Estaba
impaciente por conocer su procedencia y sospechaba que fuera algún
desgraciado que, bajo un encargo del miserable de su ex-marido, estuviera
acosándola para que soltara el dinero que ya le había negado varias veces.
Desde que sabía de su éxito empresarial lo había intentado en más de
una ocasión, sin suerte. Nada los unía y nada se debían. Ningún fleco suelto
y los recuerdos justos para no olvidar qué era lo que no debía volver a
repetirse en su vida: enamorarse de otro hombre y confiar en él su futuro. Si
Roberto había desperdiciado su carrera tras el divorcio era cosa suya, se
decía mientras intentaba ahuyentar en vano la verdadera preocupación que
le había provocado el dolor de cabeza.
La sospecha de ser descubierta por alguno de sus esporádicos amantes
giraba alrededor suyo, igual que los cubitos de hielo que enfriaban el trago
de brandy añejo que había decidido tomar en el bar de siempre, antes de
encaminarse a su cita. Diego la había llamado varias veces. Las mismas que
Salma lo había ignorado. Estaba rabiosa, y cruzada, y aquella noche no
tenía ganas de follar, aunque sabía que sería lo único que podría relajarla.
Sonrió pensando en ello. No conocía el lugar en el que le había dado cita su
secretario, pensó comprobando algunas fotos que el joven había compartido
con ella desde su teléfono. Pero tenía mejor aspecto que el anterior y el
mensaje iba acompañado de emoticonos demasiado cursis para su estilo.
Comenzaba a preocuparle que el pacto al que habían llegado ambos, de
pleno acuerdo, empezara a manifestar algunas fisuras. Aquel muchacho era
un buen partido en todos los sentidos. Lo mejor que podía pasarle era
enamorarse de alguien… «que no fuera yo», se oyó decir en voz alta. Tenía
que planteárselo antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Un trago relajante antes de volver a casa? –escuchó en su espalda,
provocándole un sobresalto–. Disculpe, no quería asustarla –se justificó el
extraño, sentándose en el taburete que quedaba libre a su lado.
—¿Nos conocemos de algo? –lo interrogó Salma, ojeando de arriba
abajo al hombre sin disimular ni en lo más mínimo el fastidio que le
causaba su presencia repentina.
No soportaba a los espontáneos que usaban esa táctica tan antigua para
ligar. Y para colmo, su aspecto le recordaba a su ex marido. No tanto en el
físico, aunque sí en algún detalle que se le escapaba. Se giró, dejando un
pequeño ángulo desde el que podía observarlo de reojo.
—En realidad no, pero trabajamos en la misma planta. Soy Eduardo
Volkens –añadió, alargándole la mano.
—¿Cómo las nubes? –preguntó Salma de forma casi despectiva,
provocando un gesto de resignación al «Don Juan» que acababa de sacarla
de sus cavilaciones.
—Casi –sonrió tras unos segundos–, solo me sobra la ese para
convertirme en nube, pero no –añadió, ignorando las formas en que Salma
había contestado–. No pretendía molestarte, es que llevo varios días
queriendo presentarme y no hay forma de conseguirlo. Vengo de Frankfurt
y supongo que estaré aquí unos meses. López, mi antecesor, se largó a la
competencia y vengo a cubrir su sitio. Las lealtades están sobrevaloradas en
estos tiempos –añadió Eduardo, buscando un punto de complicidad en
Salma que no encontró–. Estoy aquí por eso y también en busca del Sol, lo
confieso –añadió, juntando las palmas de las manos.
Salma elevó los ojos hacia el techo hasta dejarlos en blanco. No
soportaba tanta payaseria y estaba a punto de decírselo, aunque se contuvo.
—Llevo demasiado tiempo procurándome la vitamina D y B12 a base
de pastillas –continuó el recién aparecido, ignorando el gesto de ella.
—Bueno, espero que en la revisión médica te hayan visto bien de los
huesos. Pareces demasiado joven para padecer osteoporosis, ¿no? Y
raquítico tampoco te veo –añadió Salma, repasándolo con la vista.
—No tengo nada de eso. Simple prevención y es costumbre alemana
esto de los suplementos alimenticios. Los venden en cualquier tienda y a
precios muy rebajados. No como aquí. Aunque creo que en algunos
supermercados…
—Bien, Eduardo casi nube, pues ya te has presentado –lo abordó ella,
cortándole la frase–¿Alemania, dices? Tienes un acento demasiado perfecto
para ser germano. No cuela –dejó caer, arrepintiéndose de haberle dado
conversación.
—Mi padre es alemán. Mi madre es catalana. Era, para ser exactos.
Murió hace dos años. Yo estudié durante algunos veranos aquí en España.
Me enviaban a casa de una tía soltera y muy culta, para ser justos con
Guillermina, que se preocupó de quitarme el acento que traía de Berlín. No
sé por qué le tenía tanta manía, la verdad. De ahí que en mi pronunciación
pase desapercibido, aunque mi apellido me delate –aclaró el hombre, sin
perder en ningún momento la sonrisa–, es cuestión de cambiar el registro y
listos. Allí tampoco notan mi acento castellano.
—Me alegro mucho por ti. Ahora ya sé más de tu vida, aunque no te lo
haya preguntado.
Era insolente, ácida y sin filtro; y disfrutaba con ello. La cara amable de
sus repuestas solo las utilizaba con quienes ella decidía. Y había pocas
personas en su lista que merecieran tal privilegio.
—Ok, entendido. Ya me habían comentado que… –señaló Eduardo con
el dedo índice señalando hacia arriba–, buenas noches. Ya nos veremos en
otro momento –se despidió, dándose por vencido.
Era más dura de pelar que lo que le habían contado, pensó él girando
sobre sus pasos para evitar que ella viera la presión de sus mandíbulas. No
podía con las insolencias de las personas que se creían invencibles solo por
manejar el dinero como si fueran migajas de pan. Sabía que era una de las
principales asesoras del presidente del grupo inversor al que pertenecía la
empresa. La había investigado antes, como hacía siempre cuando se
enfrentaba a un nuevo trabajo, y sabía que nadie daba un paso sin haberla
consultado antes. Una especie de Gurú para una compañía ejemplar a
primera vista que ganaba millones a diario.
—Gracias, igualmente –contestó ella, dejándolo marchar hacia una de
las mesas del fondo en la que el desconocido, que ahora resultaba ser
compañero de trabajo, desplegaba su portátil y se concentraba en la pantalla
y el teclado.
Salma se había vuelto desconfiada y controladora. Y un poco grosera en
ocasiones, lo reconocía. No soportaba a los graciosos ni a los encontradizos
y, aunque visto con detenimiento el chico no estaba nada mal, no tenía
paciencia para las tonterías.
Diego la esperaba en poco más de media hora y tampoco tenía muchas
ganas de sexo aquella tarde, pero sabía que luego se alegraría.

Durante el tiempo que duró la bebida de su vaso contestó algunos


emails laborales y revisó la agenda, repasando las citas y llamadas que tenía
que hacer sin falta al día siguiente. Después se entretuvo en echar un
vistazo a uno de sus perfiles de la última red social en la que se había
registrado para cerrar encuentros esporádicos. Al principio era divertido, y
había llegado a quedar con varios candidatos en el mismo fin de semana.
Instructivo y agotador por partes iguales. Primeros acercamientos
románticos de café irlandés en pubs de moda en los que no pasaba de un
calentón y unos besos húmedos; encuentros calientes apenas sin
conversación que despertaban en ella la mujer dominante que llevaba
dentro; directivos tan casados y tan cansados de una vida anodina que no
tenían pudor en mostrar sus alianzas; citas que terminaban en algún club
selecto de intercambio y solterones que, a punto de pasárseles el arroz,
buscaban equivocadamente a la que podría ser la madre de sus hijos. Una
fauna variopinta a los pies de Salma, con la que aprendía y se divertía sin
más. Sus pretensiones eran explorar, aprender, disfrutar y olvidar los
entresijos de un trabajo que la exprimía. Pero era rica, y ese era el precio
que había decidido pagar.
Revisó las últimas conversaciones y atendió algunos de los que le
habían escrito interesándose por ella. Se fijó en la fotografía y sonrió ante la
transformación que podían ejercer ciertos elementos en su fisonomía. Una
de varias.
En aquella plataforma de contactos, su media melena real, castaña y
lisa, se convertía en una extensa y oscura cabellera ondulada, como siempre
le había gustado tener. Sus ojos, pardos como casi los de todo el mundo, allí
eran verde oscuro gracias a las lentillas que ocultaban su verdadero color.
Sus labios rojos como el carmesí y el maquillaje, suave pero generoso,
modificaban sensiblemente las facciones de su rostro. En la vida real vestía
sobria y elegante, como la ejecutiva que era, y solía llevar el cabello
recogido o peinado de forma discreta, aunque era difícil pasar
desapercibida. Directa, incisiva e implacable con los vagos que pululaban
por los pasillos, revoloteando como abejorros sobre las flores, sin dar palo
al agua. Trabajadora incansable, con un olfato y una intuición para los
negocios que resultaba la envidia de muchos. Tan atractiva y misteriosa
para casi todos, como inalcanzable. La señora Alfa, la llamaban algunos
que habían intentado acercarse a ella en balde.
Miró la hora. Llamó a un taxi y avisó al camarero.
—Cóbrame Luís, por favor, que me voy ya.
—¿Llegas tarde a tu cita? –se aventuró a preguntar Luís, un hombre de
mediana edad cuya curva de la felicidad estaba a punto de escapársele por
entre los botones de la camisa.
—Yo no tengo citas, Luís, ya lo sabes –sonrió ella, guiñándole el ojo–.
Solo trabajo y muchas ganas de descansar cuando llega esta hora –se
lamentó Salma, quejándose de sus suerte y abriendo la billetera de su
monedero.
—Hoy te invita la casa.
—Si claro. Hoy, ayer, anteayer… a ver si nos entendemos. Que así no se
hacen los negocios. Recuérdame que te revise la contabilidad un día de
estos. Me fio lo justo de ese gestor que tienes, y eso que te lo recomendé yo
misma. Por cierto, ¿habéis pensado alguna vez en hacer franquicia de lo
vuestro?
—Pues no, bastante tengo con llegar a fin de mes, y eso ahora. Que
antes…
—Hay que pensar en grande, Luís. Esto funciona y lo haría mucho
mejor si te dedicaras a dar a conocer esos platillos tan exquisitos que
elaboráis ahí dentro –afirmó, refiriéndose a la pequeña cocina que había
detrás de unas cortinas ochenteras de plástico que llevaban más años allí
que el propio negocio–. Valóralo, de verdad. Mira, incluso me haría socia
tuya. Que yo de cocinar no tengo ni idea –mintió–, pero de finanzas ya
sabes que sí.
—Lo que tú digas, Salma. Anda, vete a descansar que pareces agotada.
Menos mal que tienes semana de lunes a viernes. Pasado mañana anuncian
la llegada de altas temperaturas. Toalla, bronceador y playa.
—Qué ganas, Luis. Ni te lo imaginas, pero tengo demasiadas cosas
pendientes y ya lo sabes, soy un poco «laborexica». No lo puedo remediar.
Y ojalá mis semanas de trabajo fueran de cinco días. No me pagan para que
descanse. Es lo que tiene estar en ese edificio que parece más mi casa que
otra cosa.
—Bueno, bueno, allá tú –contestó el hombre, sin saber muy bien el
significado de aquella expresión que intuía inventada–, el caso es que ya
puedes ir marchando. Esto está pagado.
—Insisto, déjame que hoy te pague –repitió, levantando el vaso.
—No seas pesada, que ya sabes que a cabezota no me gana nadie.
Nunca podremos agradecerte la ayuda que nos prestaste. Sin ella yo no
podría estar ahora aquí ofreciéndote ni agua.
Hacía poco más de un año que Salma se había convertido en una
especie de ángel de la guarda para la familia del mesonero. El matrimonio
se había enfrascado en un préstamo para renovar el local y después de
firmar las letras y equivocarse en las predicciones, no salían las cuentas.
Retrasos en las facturas, un olvido de la gestoría anterior en los pagos a
Seguridad Social, una equivocación en hacienda y en vuelta de pocos meses
la ruina se cernía sobre una familia trabajadora que, si no remediaba lo que
parecía imposible, se veía en la calle de la noche a la mañana. Un día, a
punto de cerrar, el hombre quiso despedirse de ella y se vino abajo. Con la
bayeta en la mayo, haciendo círculos concéntricos sobre el mostrador, y los
ojos encharcados en lágrimas que no se molestaba en disimular, le explicó a
Salma lo ocurrido y la necesidad forzosa de cerrar un negocio que había
sido hasta entonces la única fuente de ingresos de la familia, a la suma de
algunas circunstancias de salud en el entorno del camarero que no hacían
más que avivar la desgracia que se había cebado con ellos. Cuando acabó
con la explicación, ella le preguntó si podían conseguir unos miles de euros.
La respuesta fue un «no» acompañado con los gestos de la derrota en todo
su cuerpo.
El dinero imprescindible que ella argumentó que sería necesario para
una operación que Salma haría en su nombre una semana más tarde. No
podía dar detalles. Solo le guiñó un ojo diciéndole: «hay que tener amigos
hasta en el infierno, Luís. Y también en la Bolsa». Por alguna razón el
hombre confió en su palabra y accedió, quemando el último cartucho que
tenía con unos pequeños ahorros que había guardado literalmente debajo
del colchón cuando las cosas habían empezado a ir mal dadas. Si no salían
bien parados de aquello, Salma les prometió al matrimonio devolverle hasta
el último céntimo que le habían confiado, con intereses incluidos. Redactó
un documento que así lo decía, sin entrar en los detalles que ella no podía
desvelar. Sus fuentes eran sagradas. Aquella familia la necesitaba y por
alguna extraña razón ella los apreciaba bastante.
Por fortuna para todos, la operación resultó un éxito y las cifras de lo
que habían invertido se multiplicaron como los peces y los panes del propio
Evangelio. Ellos habían logrado saldar sus deudas y así no perder ni su
negocio ni su vivienda. Desde ese momento estarían agradecidos de por
vida. Salma, aprovechando la circunstancia, también había visto
incrementada su cuenta corriente de forma considerable. Todos contentos
aunque para Luis y para su mujer, ella se había convertido en alguien muy
especial, a pesar de los muros que Salma continuaba construyendo para no
acercarse mucho a nadie.
—Gracias, Luis, eres un encanto de hombre. Buena gente.
—Eso díselo a mi mujer, que siempre se está quejando. Un mártir, eso
es lo que soy –se quejó él, disimulando el orgullo que sentía por su
compañera de fatigas.
—Y seguro que con razón –rió Salma, dirigiéndose a la salida y
recordando haber presenciado alguna vez el control al que lo sometía su
esposa–, por cierto, préstame fuego, que no encuentro el mechero y seguro
que me lo he dejado en la oficina –añadió, rebuscando en su bolso.
—Pues mira, no tengo.
—No me fastidies.
—De verdad, me he quedado sin cerillas y sabes que yo no fumo. Con
la reforma lo pusimos todo eléctrico. Pero pídeselo a ese que está allí
enfrascado con el ordenador –dijo, haciendo un gesto lateral que señalaba
con la cabeza al fondo de la sala del comedor–. Lo he visto apagando el
pitillo antes de entrar otras veces. ¿Trabaja contigo, no?
—Eso parece, pero es la primera vez que lo veo, la verdad. Cada día
estoy más despistada. Y a ti no se te escapa una, por lo que puedo
comprobar.
—Años de oficio. Nada más. De repente llega un día en el que no se
pasa por alto quienes son de por aquí y quiénes no. Y ese viene desde hace
poco. Pide una cerveza y una tapa y se mete en el rincón a trabajar. Qué
vicio tenéis algunos –resopló el mesonero, colgándose el trapo de las manos
sobre un hombro.
—Ya ves, cada uno conoce lo suyo. Voy a ver si tengo suerte. Anda,
entra a la cocina que me está oliendo a quemado, y no quiero ni imaginar
qué será de ti si estropeas una de las ollas de tu mujer –añadió, guiñándole
un ojo–. Hasta mañana.
—Por cierto, no sé si llevarás paraguas.
—No, ¿Por qué?
—Se acaba de poner a llover y parece que con ganas. El tiempo está
loco.
—Vaya manera de acabar el día. Redondo pero sin Donuts.
—Te dejo uno aquí en la barra. Ya me lo devolverás mañana, o pasado.
Tengo más.
—Gracias, Luis. Buenas noches –se despidió ella.
Salma dirigió los pasos hacia Eduardo y se fijó en su rostro. Se había
puesto gafas. Le daban un aire interesante, pensó. Bastante interesante, se
repitió acercándose hasta él. Estaba tan concentrado que no parecía haberse
percatado de su presencia.
—Perdona señor nube, me ha dicho mi amigo el tabernero que tienes
fuego. ¿Me lo prestas?
—Fumar es malo.
—Claro, y pegarse a la pantalla como si quisieras meterte dentro de ella
también –contestó Salma, acercándose discretamente a Eduardo mientras
este inclinaba la solapa del ordenador, evitando así que pudiera ver lo que
estaba haciendo.
—Te invito a fuego y a un cigarro, si quieres –dijo él–. Ya llevo
demasiado rato sin hablar con nadie.
—Está bien, pero he llamado a un taxi y no creo que tarde –se excusó
Salma, agradeciendo que fuera verdad y su transporte estuviera a punto de
llegar.
Salieron al exterior y refugiados en la amplia cornisa del bar
encendieron sus respectivos cigarrillos. Salma observaba a Eduardo y este
parecía no darse cuenta de la radiografía a la que ella lo iba sometiendo.
Daba la sensación de ser más alto y corpulento que momentos antes, cuando
la había abordado en la barra. Se fijó en sus labios. Jugosos y bien
perfilados; y en sus manos; grandes y varoniles. Expresaban fortaleza, y el
cuidado que se percibía en ellas denotaban la sensibilidad que tienen los
buenos amantes cuando acarician a su pareja. Al menos esa era la sensación
que le causó el fugaz contacto que tuvo con su piel al acercarse y proteger
la llama con la que había encendido su pitillo. Manos conquistadoras
capaces de explorar un cuerpo en todos su detalles, imaginó durante un
instante en el que dejó volar su imaginación. Y una punzada en su estómago
la sorprendió. No sabía por qué, y no era su tipo, pensó borrando de su
cabeza la escena que empezaba a construirse en el espacio que había
habilitado para todo lo prohibido. Sin anillo alguno y sin señal de haberlos
llevado hacía tiempo. Sabía distinguirlo.
—Da la sensación de que lo disfrutas –comentó Eduardo, sacándola de
su mutismo.
—Perdona, pero es que me estaba acordando de una cosa que he dejado
a medias –disimuló Salma, sintiéndose vulnerable durante unos instantes–,
estoy cansada, así que ya se hará mañana.
—A estas horas me parece una buena decisión –respondió Eduardo,
mirando su reloj–. Qué poco me gusta la lluvia. Si quieres podría acercarte
a casa. Yo he alquilado una plaza de parking aquí mientras esté en la
ciudad. Si no, es que es imposible llegar a la hora por las mañanas.
—¿Piensas que puedo necesitarlo?
—¿Perdón? –preguntó Eduardo, no entendiendo la pregunta.
—Que me acompañes.
—Ya sé. Acabas de decir que habías pedido un taxi. Puedes anularlo. He
supuesto que era para ir a casa, pero ya veo que no tengo que suponer nada
contigo. Solo tener cuidado con las cargas de tu revolver.
—No te he dado confianza para que interpretes nada. Primer aviso –
espetó Salma, abocando el humo de su cigarro en la cara de Eduardo.
—Eres la jefa, es verdad. Acepta mis disculpas, aunque no me negarás
que llevas la escopeta cargada –soltó Eduardo intencionadamente.
—Haces bien en no suponer nada conmigo. Te conviene si quieres
seguir tomando el Sol en estos lares –respondió ella, marcando de nuevo las
distancias.
La sonrisa de Eduardo dejó entrever de nuevo la bonita dentadura que
aquel hombre, de manos grandes, contaba entre sus atractivos. Porque tenía
su «aquel», se dijo para ella mientras observaba la reacción que le había
provocado el intercambio de flechas envenenadas, aunque las dosis no
fueran muy concentradas.
—Está bien, ahí tienes tu coche –señaló hacia el vehículo que se
acercaba a ellos.
—Gracias por el ofrecimiento, otro día quizás –se despidió Salma.
—De nada. Hasta mañana entonces –correspondió él.
CAPÍTULO 3

—Te mueves como pez en el agua, Volkens. Parece que llevas


manejando los valores en bolsa toda la vida. Y ya me han dicho que eres un
crack y que participas muy activamente en todas las reuniones –comentó
Martínez, afirmando al mismo tiempo con la cabeza mientras Eduardo
enviaba el último informe a sus superiores.
—Cuando no es tu dinero siempre es más fácil –respondió Eduardo–,
¿qué tal por aquí? ¿Cómo te las apañas sin mí?
—La verdad es que estoy mejor desde que no me haces sombra. Eres
tan bueno…
—Hablo en serio, tío. Desde que me asignaron este caso estoy algo
disperso cuando llego aquí. Veo números y estadísticas por todas partes. Y
nunca pensé que iba a decir esto, pero qué asco. Se mueven cifras de siete y
ocho dígitos como quien trata con calderilla.
—¿Y qué quieres? Estamos hablando de la gran TEX Company, entre
las favoritas de Value Empire Company. ¿Se puede ser más engreído?
—¿De quién hablas? –preguntó Eduardo.
—De verdad, ¿estás aquí? –lo sorprendió Peter, chascando los dedos a
pocos milímetros de la nariz de Eduardo–, porque yo solo veo tu cuerpo. La
cabeza te la debes de haber dejado encima de la mesa del despacho.
—En serio, estoy agotado. Sí, tienen oídos en todas partes. Y controlan
el mercado de valores a la perfección. La mitad de las veces me pierdo, y el
cinturón del pantalón cada vez me queda más ancho. Paso unos nervios
horribles cada vez que tengo que intervenir en alguna de esas
conversaciones en las que todo pasa en décimas de segundo. Compra en
corto, batir mercados, caballeros blancos, tiburones, chicharros… Por
cierto, ¿sabes qué es un chicharro?
—No, pero me lo vas a contar ahora mismo, ¿verdad?
—En efecto. Pues se trata de valores de de poca monta, de difícil
liquidez e incierto pronóstico. Los últimos de la fila, vaya.
—Muy interesante –señaló Peter, deteniéndose en un mensaje que
acababa de llegar a su móvil.
—Capullo. No me estás escuchando.
—Descansa un poco, anda. Entretente con esto –lo invitó, mostrándole
la aplicación en la que estaba jugando–, es adictiva. En un rato termino con
unos informes y nos vamos a tomar una birras. Eso sí, invitas tú que ahora
eres rico.
—No sé si esta misión era para mí –se quejó Eduardo–, y en cuanto esto
acabe pienso cogerme unas vacaciones de puta madre.
—Te recuerdo que la pediste tú. Supongo que has pensado en mí cuando
hablas de largarte de vacaciones. Ya queda menos para echarles el guante. O
eso espero.
—Lo sé, lo sé –repitió lamentándose–, bueno, y entonces, ¿por aquí
todo bien?
—Seguimos como siempre, barriendo la mierda, aunque a veces haya
que dejarla debajo del felpudo y termine oliendo a lo que es. Y que a nadie
más le llegue el tufo. No siempre es tan fácil desenmascarar a los malos,
¿verdad? Ahora que te codeas con unos cuantos, que además parecen
inofensivos los muy cabrones.
—Tan positivo y tan bien hablado como siempre –sonrió Volkens,
llevándose el vaso de café a los labios–, joder, ya me he quemado otra vez –
se quejó, soltando la bebida.
—Y a la ejecutiva de la que me han hablado, aunque solo de refilón
qué, ¿cuándo piensas darle lo suyo?
—Peter, además de optimista eres una gran portera. Aunque si te soy
sincero, esa es la parte que más echo de menos desde que no estoy contigo
–confesó Eduardo, dejando que su compañero soltara una carcajada.
Pedro Martínez, Peter para los amigos, era el compañero de Eduardo.
Trabajaban juntos en la Brigada Central de Delincuencia Económica y
Fiscal desde hacía algunos años y, aunque muy distintos, eran casi
inseparables. Sin compromisos extra laborales, y sin hijos que repartirse
semana sí, semana no, se habían convertido en la pareja de moda en la
Unidad Central, la UDEF, desde sus últimos éxitos. Habían conseguido
desmantelar algunos casos de delitos bursátiles muy sonados. Solos,
solteros y con gustos parecidos para algunas cosas, compartían más que las
horas de trabajo. Cuando dejaban el arma y se enfundaban en sus tejanos y
en sus camisetas negras se transformaban en implacables seductores,
arrasando entre las féminas. Estaban en racha y conseguían todo aquello
que querían.
—Lo que tú digas pero, ¿cuándo nos corremos una marcha como las de
antes? Antes de las vacaciones, para ir entrenándonos un poco, digo. La
verdad es que empiezo a echarlas de menos –reclamó Martínez, sentándose
enfrente de su compañero.
—Esa tía es rara de cojones –dijo Eduardo, volviendo a pensar en
Salma–. Y está buena, no voy a negarlo, pero es más dura que una piedra y
no creo que me resulte fácil hacerme su amigo. Sin su beneplácito no me
comeré una rosca en esta investigación. Tengo que entrarle cuanto antes,
pero no sé cómo.
—¿Perdiendo facultades? –se burló Peter, indicándole con el dedo
pulgar hacia abajo el signo de derrota.
—No es eso, hombre. Creo que está limpia y solo se hace la dura para
que no se le acerquen ni las moscas. Bueno, el único que puede mirarla con
permiso parece ser su secretario. Lo tengo calado, y hasta te diría que se
acuestan juntos, aunque podría ser su hermano mayor, o su hijo. El chaval
es un pijo de esos que quieren parecer malotes todo el tiempo y que lleva un
reloj más caro que todo mi vestuario. Ya te digo, sospecho que hay algo
entre ellos. Pronto lo sabré.
—Y luego me dices portera a mí –le devolvió Peter–, esto más que una
investigación parece el programa de la tipa esa de la tele que sale por las
mañanas queriendo parecer veinte años más joven –se burló de él.
—He confirmado que es muy amiga de la hermana de uno de los
sospechosos del caso, Miguel Ruán. Un superdotado de esos que amasa más
dinero que pelos tiene en la cabeza. Y de Manuel Gutiérrez, ascendido hace
poco menos de un año. Menuda nómina, macho. Se te saltan los ojos al
verla. Y ella no sé, pensé que no tendría que ponerla en mi lista de
investigados, pero tengo mis dudas. Me jode. Anoche casi nos hicimos
amigos.
—¿Amigos… de amigos? –preguntó Peter, achinando los ojos frente a
su compañero.
—Es una forma de hablar, hombre. Ya te digo que es ácida como los
limones. Se fue en taxi, no sé a dónde. Según dijo, a su casa pero estoy
convencido de que no era así. Ahora te dejo, y no me revuelvas el gallinero,
¿vale? –lo advirtió Eduardo, dando unos golpecitos en la mesa antes de
levantarse–, que esto de la bolsa es más agotador de lo que parece. Estoy
hasta las narices de los libros que noche tras noche se me acumulan en casa
para estudiar. Y estoy del mercado bursátil hasta los mismísimos.
—Te lo repito, tú pediste el caso. Eso te pasa por querer jugar a
banquero. Lo nuestro son las calles, los quinquis y las bandas organizadas.
Que esta lo es, pero el guante blanco les llega hasta los sobacos. Daría lo
que fuera por volver a los orígenes. Ahora es todo tan educado que
empalaga y cuando se trata de dar ostias hay que hacerlo con traje. Qué
moderno todo –se burló–. Y esta corbata me está matando –se quejó Peter,
llevándose las manos al nudo casi deshecho ya en su cuello.
—Y me gusta. ¿Tú sabes lo emocionante que es ver cómo se mueven
los valores y cómo se…
—Vale, vale… me hago una idea –lo detuvo Peter para ahorrarse la
explicación–. A ver si ahora te vas a cambiar de profesión. Espero que te
acuerdes de los amigos cuando te llegue algún chivatazo de esos que te
jubilan con los bolsillos llenos de billetes. Y luego a vivir del cuento. No
estaría mal, ¿eh?, ahí los dos entre palmeras y Daiquiris, jubilados antes de
los cuarenta…
—No puedo hacer eso, y lo sabes. Así que déjate de tonterías y
atiéndeme cuando te llamo, que siempre tengo que insistir varias veces.
Súbele el sonido a tu teléfono de una vez.
—De acuerdo. Venga, que las acciones y los magnates están
esperándote ahí fuera. Y si hay novedad con la ejecutiva, mantenme al
corriente, ¿vale?
—Salma, se llama Salma –le recordó Eduardo antes de cerrar la puerta
de su despacho y dejar allí a su compañero.
CAPÍTULO 4

—Buenos días, señor nube –saludó Salma al verlo entrar en el ascensor,


aflojándose el botón del cuello de la camisa–, vaya con las horas que se
gastan estos desplazados extranjeros. Algunos llegamos a las siete y media
en punto. Otros tienen horario de ministro –remarcó Salma, mirando su
reloj mientras Eduardo daba el primer trago a su café.
No estaba para indirectas. Eduardo tenía dolor de cabeza desde que se
había levantado y llevar traje y corbata durante tantas horas desde hacía
varias semanas estaba pasándole factura. Era casi insoportable. No entendía
como algunos hombres podían pasarse la vida vistiendo de aquella forma
con total naturalidad.
Hizo un mohín que simulaba una sonrisa y ni siquiera le dirigió la
palabra a su jefa. Empezaba a estar cansado de las bromas de aquella mujer
altiva que solo sabía entablar conversaciones tensas.
—Encontrarás una convocatoria entre tus mensajes de primera hora.
Confirma tu asistencia y te espero en la sala de Juntas después del
desayuno. Sé puntual, por favor. No me gusta que me hagan esperar.
—Vaya, gracias por la cortesía, y a sus órdenes. Ya vengo desayunado.
Es lo que tienen los ministros. Esto era solo un antojo –añadió, señalándole
el vaso que todavía humeaba entre sus dedos–. Espero que tú también hayas
dormido bien, gracias –le espetó Eduardo sin girarse, antes de salir del
ascensor y dirigirse a su despacho.
Salma lo escuchó, pero se hizo la sorda. No estaba acostumbrada a las
réplicas y mucho menos a contestaciones cargadas de ironía como la que
acababa de recibir. La insolencia de aquel guiri provocaba en ella las ganas
de conocerlo un poco mejor. Resultaba morboso y eso la excitaba. Era
experta en enfrentamientos dialécticos en los que sus contrincantes
acababan sonriendo para dentro ante la evidencia de sus fracasos. No eran
capaces de sostener el ritmo atenazador e incisivo durante mucho tiempo.
Probaría con Eduardo pensó, girando ciento ochenta grados sobre la silla,
asomándose a la infinita cristalera que la envolvía desde la decimoquinta
planta del lujoso edificio de negocios. Era más de lo que se había atrevido a
soñar algunos años atrás, recordó con la pequeña dosis de nostalgia que se
permitía en ocasiones, escudada entre las paredes de cristal de su refugio.
—Perdón –oyó de lejos, tras unos casi imperceptibles toques en la
puerta–, he pensado que necesitarías esto para la reunión –añadió Diego,
dejando sobre su portátil cerrado varios dosieres que traía consigo–. No
quería molestarte –se disculpó con una sonrisa, esperando una respuesta que
no llegaba.
—¿Sabes qué? –refirió Salma de repente, sin hacer caso de los
documentos que apartó hacia un lado de la mesa.
—Dime –contestó el muchacho, acercándose unos pasos más hacia ella.
—Si no quieres hundirte, tienes que aprender a nadar muy bien.
Apréndetelo para cuando seas mayor –sentenció Salma observando las
vistas que, sentada en la butaca y frente al joven que continuaba de pie, le
regalaban sus ojos.
—Vaya, eso es así siempre. Aunque también podemos agarrarnos a un
flotador cercano. Muchos lo hacen y no les va mal. Podría darte nombres.
—Pocas veces ocurre eso y cuando pasa hay que calcular muy bien los
riesgos. Aquí vivimos a diario con la espada de Damocles a pocos
centímetros de la yugular. Y no creas, que te acostumbras. Y cuando los
codos se abren de un golpe es para no dejar la oportunidad a nadie más. Así
que siempre hay que ser el primero o quedarse con las migajas. El mundo es
egoísta y traicionero, querido niño.
—No me llames así –se molestó Diego–, sabes que no me gusta. Y no
me parece que me trates como a un niño cuando…
—Está bien, gracias por los informes. Eres el mejor secretario que he
tenido. No me equivoqué contigo, Diego. Ahora déjame que eche un
vistazo a estos papeles que en menos de media hora tendré a todos esos
tiburones buscando la manera de arrancarme la cabeza. No soportan que
una mujer les haya arrebatado el puesto, y además sea más lista y más
guapa que ellos. Carcamales machistas… ahí está Edmundo Solís, que le ha
faltado tiempo para camelarse al jefe y ahora parece que no podemos
respirar si algunas decisiones no pasan primero por ese imbécil. No me han
regalado el puesto, ni este sillón de piel ni este bolígrafo de oro, ¿sabes? Me
lo he ganado yo a pulso. Y me resbala que algunos vean todavía en mí unas
tetas y un templo entre las piernas. Ya me encargaré yo de que dure menos
que un caramelo en la puerta de un colegio.
—Esos tiburones como los llamas tú, en cuatro días no se aguantarán ni
los calzoncillos. Y no ha cambiado tanto la forma de pensar de toda esta
gente. Deberías estar acostumbrada. Y más si se trata de una mujer como tú
–añadió el joven, acercándose de nuevo a ella–, aunque percibo cierta
inquina que podría interpretarse fruto de un trauma anterior. ¿No has
descansado bien esta noche?
—Venga ya…has vuelto a visitar a Miriam. Esta coach es muy buena
pero a veces os dan demasiadas herramientas y no sabéis qué hacer con
ellas. Lo mezcláis todo y no te pagan para que me psicoanalices. Si lo haces
saldrás mal parado, te lo garantizo. Haz las prácticas con alguna de las
chicas de ahí fuera. A ellas no les importaría que les recogieras las bragas
del suelo cada vez que te ven entrar en mi despacho y me explicas tus
teorías. Creo que me odian. Y no les quito la razón –añadió, guiñándole un
ojo y cruzándose de brazos frente a él, que no paraba de acercarse–, por
cierto, ¿sabes algo de aquel mequetrefe que me llamó?
—Nada todavía.
—Pues no estás haciendo bien tu trabajo, así que espabila con eso.
Diego alargó sus expertos dedos hacia ella y acarició la línea de su
rostro de lado a lado, bajo el mentón firme de aquella mujer valiente,
dibujando en él la sonrisa que Salma había perdido de repente. Ella cerró
los ojos, sintiendo como el vello de su cara se erizaba sobre la piel
provocándole una plácida sensación. Así era la relación entre ellos. Y así
debía continuar siendo.
—No me gusta que te propases fuera de las normas que tú y yo
pactamos –dijo Salma, sujetando la mano de Diego, que ya se había
encaminado hacia el escote de su amante.
—No me gusta –repitió él–, que tengamos tantas normas. Sé que no soy
el único, y lo acepto. Si no recuerdo mal no he leído nada que sea referente
a la relación laboral. Creo que tendrás que revisar tus normas o de lo
contrario…
—¿De lo contrario, qué? –lo interrogó ella, amenazante.
—En realidad nada. Déjalo. Pero preferiría que lo nuestro fuese más
natural, no sé.
—¿Te refieres a que anunciemos que en ocasiones follamos juntos, aquí,
a la hora del almuerzo? ¿O en el baño del director general? –preguntó ella
de repente, forzando una sonrisa y un gesto dulce, casi melancólico, que la
delataba–. También aquí incumpliríamos las reglas. ¿Acaso no sabes que
una de las cláusulas que firmaste antes de trabajar conmigo, incluía la
prohibición de mantener relaciones afectivas con superiores o entre
compañeros de trabajo?
—Te lo estás inventando –dijo él, inclinándose hacia ella mientras esta
mantenía su postura. Impasible.
—¿Estás intentando seducirme? –preguntó Salma, afrentando a su
ayudante–. Pareces un Adonis y me pones cachonda como nadie, y encima
lo sabes. Pero no es el lugar ni el momento.
—No estoy muy seguro, ni de lo uno ni de los otro. Aunque no negaré
que me gustaría que te convirtieras en mi Afrodita. Aquí y ahora.
—Vaya, nos hemos levantado místicos, ¿eh?
—Me he levantado místico y caliente, como cada mañana cuando te
recuerdo en mi cabeza, desnuda y moviéndote sobre mí. Estoy muy
excitado ahora, sí. Anoche estuviste distante. Tu cuerpo respondía a mis
caricias, pero tu mente estaba lejos de la cama. ¿Hay algo que quieras
compartir conmigo? Sabes que soy todo oídos si lo necesitas.
—Oídos y otras cosas, querido. Deja que me concentre en estos
dichosos papeles antes de que vayamos a estropearlo y nos echen de patitas
a la calle a los dos.
—Insisto –repitió Diego, no dándose por vencido.
—Ayer estaba cansada, eso es todo –mintió ella–. Y un poco
preocupada con la llamada de las pelotas que me fastidió el día, nada más.
Espero que no se repita y en cualquier caso que podamos coger al imbécil
que, mandado por mi ex o por propia iniciativa, supone que me ha
descubierto.
Sus palabras habían sido convincentes pero en realidad la noche
anterior, mientras Diego le sujetaba las caderas, atrayéndola con fuerza y
moviéndose dentro de ella al compás que la excitación le provocaba, Salma
había pensado en otro y se había estimulado fantaseando con la imagen de
sus manos recorriendo sus senos, su boca y su cuerpo entero. Lo imaginaba
absorbiendo con lujuria sus pezones húmedos y erguidos mientras el vaivén
de los envites la conducían al éxtasis.
—Está bien, no me convences pero no me queda más remedio que
creerte. Te dejo con tus papeles y tus mentiras piadosas.
—Así me gusta. Chico obediente ergo, chico listo.
Lo observó mientras salía del despacho, sin poder evitar una incipiente
punzada de remordimientos en el vientre. Ella ya había pasado los cuarenta
y él apenas había atravesado aquellos maravillosos años, los veinte. Un
lujo, se dijo satisfecha, algo que sin querer cada día le costaba un poco más.
«Qué más quisieran algunas que estar en mi pellejo», se repitió varias veces
como un mantra, antes de sumergirse en los tediosos informes que en pocos
minutos tendría que defender ante los consejeros de La Agencia.
—Mariló, ponme con el despacho de Volkens –ordenó desde el
interfono.
—Creo, pues diría…ahora no estoy segura pero…ah sí, hace rato que no
está allí, puede que haya ido a desayunar –contestó la administrativa,
dudando de la respuesta para dejar caer una sonrisilla aguda al final de cada
frase.
Salma apretó la mandíbula controlando las ganas de proferirle un grito a
la mujer. Más incompetente no se puede ser, pensó mientras respiraba y
contaba hasta diez.
—¿Crees o sabes? Inténtalo, anda, que tengo prisa y necesito consultar
algo con él. Si no está en su sitio búscamelo… por favor –solicitó Salma en
un esfuerzo sobrenatural por mantener la educación.
Aquella mujer la ponía negra. Hablaba de forma atropellada, y eso
conseguía irritarla enormemente hasta el punto que le daban ganas de
plantarle el finiquito en las narices en más de una ocasión. Casi a diario,
para ser exactos. Cruzaba y yuxtaponía palabras inconexas, y siempre
parecía nerviosa. Había revisado su currículum varias veces, después de que
metiera la pata hasta el fondo con documentos, emails mal enviados, errores
ortográficos que le sacaban los ojos de las cuencas y otras irregularidades
intolerables que le hubieran costado el puesto de trabajo, si no fuera porque
era la sobrina de uno de los socios más antiguos de la empresa. Movió la
cabeza varias veces mordiéndose la lengua. Hacía verdaderos esfuerzos por
ser simpática con ella, pero le costaba un dolor de estómago cada vez que lo
intentaba.
—Está bien Salma, voy enseguida. Yo misma, quiero decir… que me
levanto ahora mismo y…
—Sí, sí, cuando lo tengas resuelto me dices algo –respondió Salma,
soltando el botón del interfono de mala gana.
«Putas referencias, con la cantidad de gente válida que hay ahí en la
calle y nos tiene que tocar esta» pronunció entre dientes, esforzándose en
revisar los malditos informes. No habían pasado ni cinco segundos cuando
el pitido del teléfono volvía a molestarla.
—Dime –pronunció cansina, comprobando que volvía a ser ella.
—Que se ve, que mira, que ya se ha ido, me dice Rosana, su secretaria.
Bueno, no sé si secretaria o administrativa… eso. Pero si quieres, pues eso,
que yo misma… no sé, lo que tú me digas.
—¿También tiene secretaria? –interrogó Salma, presa de la ira.
—Ah, pues parece ser que sí, mira por dónde, oye. Hay que ver, los hay
que llegan y besan el santo. Y en cambio otros…
—Mariló, por favor, que necesito concentrarme. Ya está. Gracias.
¿Sabes si tiene teléfono de empresa?
—No sé, ahora mismo lo averiguo. Como es bastante nuevo aquí,
todavía no había necesitado localizarlo. Te lo digo ahora en un momento.
Perdón, voy a buscar a ver si… –se excusó Mariló, intuyendo que su
torpeza no había pasado desapercibida.
—Gracias –fue la única palabra que Salma logró decir, indignada por el
atrevimiento del nuevo. Que fuera un cargo medio no le daba derecho a
hacer su santa voluntad –pensó.
—A ti –contestó a la secretaria, mientras Salma apretaba los puños de
las manos, maldiciendo a la administrativa y al hombre de las putas nubes.
Estaba rabiosa y quería saber con qué motivo se había largado de la
empresa sin dar más explicaciones. Allí mandaba ella aunque por alguna
razón que desconocía, él todavía no se había enterado. Pero se lo haría saber
cuanto antes.

—Dime –contestó Diego viéndola entrar en su despacho con cara de


pocos amigos–, todavía no he preparado los dossiers que me encargaste esta
mañana. Soy bueno, pero no tanto. Además, estoy a punto de cerrar una
operación fantástica y me gustaría conocer tu opinión. Hay muchos
millones en juego. Estoy en racha –añadió eufórico–, el mercado me quiere.
Salma había ido introduciendo a Diego en el mundo de las acciones y
algunas veces lo dejaba operar.
—Te felicito, pero no te venía a ver para eso. Si lo ves claro, compra. Ya
sabes cuál es tu límite y ahora mismo no estoy para más detalles. ¿Estás
libre esta noche?
—Déjame que piense –se hizo de rogar durante unas décimas de
segundo.
—Vamos, no me jodas cariño, que ya tengo bastante con la idiota esa de
Mariló y el tonto del culo de… bah, dejémoslo ahí. Quiero que me lleves a
bailar, a beber y a follar a algún sitio especial.
—Te convendría solucionar esto de las palabrotas. Últimamente eres
muy amiga de usarlas, pero antes de que me riñas a ver, pensemos con
atención. Es martes. ¿Algún lugar en concreto? –preguntó.
—No, decídelo tú. Algún sitio atrevido, ya sabes.
—Creo recordar que no te gustaban.
—Crees y recuerdas mal –le cortó ella–, ¿te apuntas o no? También
puedo ir sola.
—Está bien, está bien –repitió, mostrándole las palmas de las manos–,
pero hasta pasada la media noche no se ponen interesantes.
—Podemos cenar algo antes, y tomarnos la primera copa. Si la cosa se
complica, ya sabes, mañana nos excusaremos a primera hora con cualquier
reunión que se me vaya ocurriendo por el camino.
—No te reconozco, jefa. Tú dando manga ancha para llegar tarde a la
oficina. ¿Y si se han movido los cimientos de la empresa sin que tú lo
sepas? Sería catastrófico.
—No te hagas el gracioso, que no te conviene –contestó ella,
relamiéndose mientras hablaba–. Y tú lo has dicho. Soy la jefa. Ahora a
trabajar. Quiero esos informes en menos de una hora. Después de comer
tengo una cita con Tibi SA, y el gerente está muy nervioso con una
operación en la que se juegan mucho. Esos informes son muy importantes y
me gustaría verlos antes de irme. Nos arriesgaremos, aunque sea una
operación delicada.
—Lo tienes comiendo de la palma de tu mano.
—Que me mire más las tetas que a los ojos no quiere decir que sea
tonto. Con el dinero no se juega y seguimos necesitándolo. Ha confiado en
nosotros y hay que responder con los máximos beneficios que nos reporte la
jugada.
—Tus fuentes siempre juegan en la liga de los campeones –sonrió
Diego al otro lado del teléfono–, quiero cambiar de coche y necesitaría una
ayudita de esas que tú ya sabes.
—No digas gilipolleces, los beneficios de este último año te han
reportado dividendos suficientes para comprarte media docena. No te
equivoques, y no tientes a la suerte. Los últimos meses no han sido para
tirar cohetes con tus movimientos, ¿verdad? O ya no te acuerdas de la
cagada que protagonizaste con las eléctricas –le reprochó Salma–. Quiero
ese informe, ya. Y basta de conversación.
—Está bien, tú ganas. Pero eso fue juego de trileros de poca monta, y
sabes que estaba a punto de cerrar la operación cuando los inversores se
echaron atrás. Entonces te recojo en tu casa a las diez y media.
—De acuerdo.
—Ah, y ponte guapa.
—¿Perdona?
—Es broma, mujer –reaccionó Diego, dejando una pausa entre su
propuesta y la contestación, antes de echarse a reír–, veo que en efecto lo
necesitas. No te arrepentirás.
—Eso ya lo sé. Hasta luego.

El recuerdo se apoderó de sus pensamientos y tenía que terminar con los


malditos y aburridos informes que debía defender en pocos minutos para
que la ejecución de compra estuviera lista. Trabajar con el dinero de otros
era arriesgado, y en aquella ocasión estaba resultando más difícil todavía. El
gerente era un fichaje nuevo y todavía no le había tomado el pulso.
Aún sabiendo cuál era su deber, durante unos minutos se dejó llevar
mentalmente por el recorrido que habían realizado las veces anteriores en
los Club de intercambio y las sensaciones que estos le habían causado
después de varios años en los que había olvidado la dominadora que había
sido en otro tiempo.

«El hall era amplio y la decoración minimalista no dejaba entrever


cómo sería por dentro el lugar al que su joven amante había decidido
llevarla.
Estaba relajada, aunque la curiosidad siempre mantenía en ella un grado
de tensión que la excitaba. Pocas cosas lograban despertar su atención como
las nuevas experiencias y los retos, aún más si estos tenían que ver con el
sexo. Y estaba segura de que aquella iba a serlo.
Las dos veces que habían acudido a clubes de intercambio se había
mantenido distante y poco participativa, aunque había observado con
detalle mientras Diego se aproximaba a otras mujeres que se acercaban a él
buscando que se la metiera. Mientras él dejaba que tocaran su polla y esta
se erguía majestuosa antes del estoque, ella había preferido masturbarse y
dejar que otros la observaban, relamiéndose durante la escena. Su código,
para saber que alguno de los dos quería irse, era «Prefiero un café». Una
expresión ridícula que Diego había escogido entre un millón.
En anteriores ocasiones se había decantado por mantener las distancias
con los que se acercaban a ella, rozándole el brazo buscando su aprobación.
Prefería no entrar en el juego hasta no sentirse a gusto y disfrutar con las
escenas calientes que se proyectaban en la pantalla gigante de una de las
salas. Un espacio salpicado de cuerpos desiguales y caras ocultas, que la
iluminación no dejaba ver, moviéndose con naturalidad. Las mujeres
llevaban falda. Todas. Algo que no escapó a la observación de Salma.
Después de una copa y un trivial intercambio de palabras siempre había
follado con Diego a la vista de todos los que quisieran mirarlos. Eso le
gustaba. Estaba acostumbrada a deslumbrar y a llevar las riendas de sus
relaciones. A lo largo de su vida, la que ahora vivía, había accedido a
participar en algunos tríos en los que había disfrutado de hombres y mujeres
indistintamente. Aunque aquello era diferente. Miradas sutiles y códigos de
respeto en la penumbra de un espacio en el que cada individuo se
desprendía de sus complejos, mostrando educadamente los verdaderos
instintos que los gobernaban en su interior.»
CAPÍTULO 5

La mirada felina tras unas copas, las que ya se había tomado esperando
a Diego; el vestido de blonda negro que tapaba las partes justas de su
cuerpo, rozando casi lo imposible; los inacabables tacones de aguja sobre
los que podía caminar con la soltura de una modelo y los labios de fuego
que perfilaban la insinuante sonrisa con la que abrió la puerta sorprendieron
al joven cuando abrió y se hizo a un lado, evidenciando las curvas perfectas
de su contorno. Apostado en el marco de la puerta, Diego no pudo evitar
observarla como quien examina de cerca la obra de arte que siempre ha
visto en la distancia y por fin puede analizar de cerca.
—Estás impresionante –dijo al fin, adentrándose hacia el interior del
apartamento mientras no paraba de mirarla.
—Lo sé, y gracias –contestó ella, dejándolo pasar acariciando su
espalda mientras él se detenía un segundo–. Tú también estás… muy bueno
–añadió, repasándolo con la vista de arriba abajo.
—¿Quieres algo antes de que…?
—No, o tendré que volver a maquillarme. ¿Un trago? –salió al paso,
anticipándose a que su fiel amante insistiera y ella no pudiera resistirse.
—Te lo acepto. whisky solo. No dejas de sorprenderme –añadió Diego,
dejando su americana sobre una de las sillas del comedor.
—¿Y eso? –preguntó ella, haciéndose la ingenua.
—Nunca te había visto con peluca. Parece natural. ¿Y las lentillas? Eres
tú, y sin embargo, hay algo en ti que me confunde.
—Eso es la noche –respondió ella, soltando una carcajada contenida.
—¿Algún motivo que deba conocer?
—Ninguno. Solo tomo mis precauciones. Ya sabes que me gusta ser
precavida.
—Explosiva –se relamió Diego–, esta noche serás mi rubia favorita. Esa
melena te favorece mucho. Y es toda para mí.
—Gracias otra vez, querido. Pero no soy de nadie. No lo olvides.
—Detecto cierta acidez en tus palabras. Siempre estás a la defensiva.
Era una forma de hablar. Y las normas son las normas, no te preocupes.
—¿ A dónde me llevas? –preguntó ella, ignorándolo.
—Es una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas, ya lo sabes. Pero por esta vez dejaré de…
—¿Controlar? Suelta amarras y confía en mí, aunque solo sea por hoy –
la cortó Diego, posando la yema de sus dedos en los labios de ella–. Señora
Matute, parece mentira que no se fie de mi criterio. ¿Acaso le he fallado
alguna vez?
La sonrisa picarona se escapó de entre los labios de Salma, sabiendo
que su amante estaba rendido a sus pies aunque quisiera disimular un poder
que nunca había tenido sobre ella. Prefería no pensar que aquel joven
pudiera encapricharse de su cuerpo más allá de lo que habitualmente
acordaban. Su relación era sexo y nada más, y hasta el momento había
funcionado a la perfección. Solía acudir sola a los lugares que frecuentaba
bajo sus diversas apariencias desde hacía algunos años. Sitios selectos en
los que la conocían, y de algún modo la protegían, sin saber su verdadera
identidad. Pero esa noche prefería ir acompañada y a la aventura de no
saber dónde. Por primera vez Diego la veía transformada en una de las
mujeres en que Salma se convertía.
—Por cierto, en lo de fallarme, solo si cambias esa vocal traviesa
llevarías parte de razón –pronunció al fin, haciéndole un guiño–. En lo
demás, puedo contarlas y me faltan dedos en las manos…
—De eso tampoco andamos mal. Mis manos, digo –añadió Diego,
moviendo los dedos de la que le quedaba libre–, conocen cada rincón de ese
maravilloso cuerpo.
—No lograrás provocarme, muchachito –lo retó, alargando la mano
hasta la cremallera del pantalón de Diego, oprimido desde dentro de sus
boxes–. Sobre la peluca, ni una palabra a nadie. ¿Entendido? Será nuestro
secreto.
Diego afirmó con gestos, la rodeó con los brazos por debajo de la
cintura y la atrajo hacia sí abriendo la palma de su mano hasta abarcar una
parte de sus nalgas.
—Vaya, veo que estás a punto de explotar. Cómo me gusta esa
fogosidad tuya –añadió ella, presionando con su pelvis sobre él.
—Así es siempre que te veo. Incluso en esos días en los que nadie se
atreve a contradecirte en la oficina siento tu fuego. Ese que intentas ocultar
en vano en este instante. Y hoy estás imponente –le susurró al oído, antes
de pasear la punta de su lengua, muy lentamente, por el lóbulo.
En pocos segundos, los dedos de Diego habían alcanzado el interior de
las diminutas braguitas de Salma y buscaban impacientes llegar hasta las
zonas húmedas que ya se rendían al deleite. Conocía aquel silencio de su
jefa y sabía que iba por buen camino.
—Fóllame de una vez –susurró ella al fin, facilitando que su lengua
recorriera la cavidad de su boca antes de ver como su joven amante se
arrodillaba frente a ella.
Diego observó su liguero antes de bajarle el tanga. Sus ojos inyectados
en deseo no perdían de vista el pubis de Salma y aquella pequeña obra de
arte en que se había convertido su sexo, depilado en uno de los centros más
caros de la ciudad. Ella se desprendió de los zapatos lentamente, sin perder
de vista la mirada que los ojos de Diego le mostraban mientras que sus
manos bordeaban el contorno de sus muslos para hundirse entre ellos.
—¿Te gusta? –preguntó él, sabiendo cual era la respuesta.
—Sigue y calla –contestó ella, sumándose con sus propios dedos al
gusto que la boca de aquel hombre le proporcionaba.
Disfrutaba acariciándose al mismo tiempo que sus amantes la poseían.
Y sabía que aquella práctica los excitaba. Su cuerpo y los secretos que se
escondían en cada punto de placer, sabiamente descubierto, se habían hecho
grandes amigos durante los últimos años.

La noche auguraba buena vibra, como solía decirle alguna de las


camareras colombianas de uno de los clubes que solía frecuentar
haciéndose pasar por Eva, Andrea, Silvia, o cualquiera de las mujeres bajo
las que se identificaba en sus noches locas. Y no había podido empezar de
mejor manera.
—Date la vuelta –solicitó él, convirtiendo en mandato una orden que
Salma obedeció de inmediato mientras su amante dejaba caer los pantalones
al suelo.
Diego la penetró por detrás, embistiéndola con fuerza, casi con
violencia, mientras sus dedos no dejaban de frotar con maestría el clítoris
erecto de Salma, y ahondaban en su vagina al mismo tiempo, arrancándole
los gemidos que ya no trataba de mitigar en su garganta. Ella, inmovilizada
en el respaldo del cheslong, masajeaba sus pezones observando la escena
reflejada a través del cristal que los reflejaba, y se dejaba coger mientras las
caderas, inclinadas hacia atrás, recibían el ímpetu de los envites acelerados
y oscilantes de su amante.
—Voy a correrme –afirmó Diego con voz entrecortada, jadeando.
—Sigue, fóllame hasta el final–se escuchó la voz de Salma.
—¿Pero dentro? –añadió él, sin saber si podría resistir unos segundos
más.
Su verga era absorbida por los movimientos contraídos y reflejos que su
compañera ejercía sobre su miembro y el placer se multiplicaba hasta el
límite de su resistencia. A duras penas contenía cada vaivén en el que
parecía que iba a derretirse, y sería incapaz de controlar la descarga sobre
ella si Salma no contestaba a la pregunta.
—Sigue –fue la única respuesta que obtuvo, momentos antes de que el
clímax y todas sus fuerzas se concentraran en el último envite antes de
eyacular en su interior.

Tardaron más de lo previsto en salir de casa, y la velada continuaba


hacia el lugar donde Diego había decidido llevarla: Un selecto Club que no
le resultaría extraño.
El taxi los dejó a pocos metros de la dirección a la que se dirigían y
caminaron despacio hasta la entrada del local. Un apuesto portero mulato
los invitó a entrar, repasando con la vista cada centímetro del cuerpo de
Salma mientras ella clavaba sus ojos en la entrepierna del hombre. Ya en el
interior, y mientras ella se concentraba en mirar a un punto fijo recreándose
en sus pensamientos, se aproximó hasta ellos una chica con aspecto casi
angelical, con una extensa melena morena recogida en una perfecta cola de
caballo. Ataviada con un corsé negro y medias con liguero al que le
acompañaban unos tacones de vértigo. La muchacha movió la cabeza
saludándolos a los dos y sonrió. Diego afirmó con un gesto y se acercó a
ella, susurrándole algo al oído. La muchacha afirmó con la cabeza.
—Bienvenidos. Espero que disfruten de nuestra hospitalidad. Si me
acompañan –los invitó la joven, dejando tras su paso el rastro de un
perfume que a Salma le resultaba conocido.
—¿No vamos donde siempre? –susurró Salma a su acompañante
esperando que, como en otras ocasiones, les facilitaran tanto los albornoces
como los enseres de aseo.
—No preguntes tanto y obedece. Aunque solo sea por una vez. Hoy te
he preparado algunas sorpresas. No te arrepentirás –añadió Diego, cargando
de misterio sus palabras.
—Si no me gusta, quedas despedido –respondió ella en su oído,
sintiéndose segura con la amenaza recurrente que utilizaba siempre–. Si la
memoria no me falla aquí hemos venido dos veces y no fue nada del otro
mundo.
—Que así sea –contestó Diego–, dicen que a la tercera va la vencida,
¿no? Pues eso, entra y disfrutemos de la noche, mi señora.
Salma lo miró y traspasó la puerta de la sala que veía por primera vez en
el Club. Completamente a oscuras, llevada de la mano de su acompañante.
—No está mal –pronunció ella–, me trae algunos recuerdos y no sabía
que te iba este rollo –añadió Salma, recorriendo con calma el espacio que
iba a ser solo para ellos.
—Ahora te toca callar a ti. Entra ahí y dejarás de ser la jefa durante un
rato. Hoy mando yo –añadió Diego, dándole un cachete en las nalgas.
El resultado había sido muy satisfactorio. Para su asombro, su amante
conocía algunas técnicas de dominación que a ella siempre la habían
estimulado.

—Eres increíble –fue la primera frase que Diego pronunciaba durante el


camino de vuelta.
—Eres más ingenuo de lo que pareces, querido. No hay nadie increíble.
Solo somos el resultado de nuestras apariencias. Unos lo hacen peor, y otras
lo hacemos de maravilla. Aparentar es la única forma de protegerse ahí
fuera, en esta jungla en la que eliges quién quieres ser: el cazador o la presa
—De acuerdo, tú ganas –suspiró él–. ¿Te dejo en casa?
Había momentos en los que el joven no podía contener las ganas de
zarandearla para comprobar que debajo de aquella rígida piel de loba
también se escondía un ser humano vulnerable. Lo habían pasado como
pocas veces y habían intercambiado sus roles, dejando que Diego la
dominara durante unas horas en las que él se había convertido en su amo.
—¿Dónde si no? –respondió ella, encendiéndose un cigarrillo.
—Solo era por saber si te apetecía la última copa en casa. Desde que
vivo solo nunca has venido a conocer mi apartamento, y me gustaría
invitarte.
—Puede que en otra ocasión. Hoy no. Y estoy cansada. El día ha sido
muy completo y necesito una ducha, meterme en la cama y descansar unas
horas antes de volver al trabajo. Nos quedan menos de tres horas para
transportarnos de nuevo al mundo real.
—Pero…
—No necesito recordarte cuáles son mis normas. Odio que intentes
saltártelas solo porque crees que echar un buen polvo y haberme fustigado y
maniatado te da derecho a algo más. Y no quisiera estropearlo todo después
de lo bien que lo hemos pasado.
—Y yo empiezo a odiar tus normas y tus manías absurdas. Que vengas
a casa no significa que vaya a pedirte que te cases conmigo. No te
confundas. Lo tengo muy claro. Tanto como que alguna vez te hicieron
mucho daño y que desde entonces no confías en los hombres. Diría que ni
en los hombres ni en las personas. El odio se percibe a través de tus poros,
más allá de lo sarcástico y la coraza de un corazón herido y solitario que
quiere permanecer imperturbable frente a todo. Eso solo es un envoltorio
que el tiempo se encargará de cuartear, créeme. Y entonces solo quedarán
algunos pedazos. Los mismos que tatuarán las heridas que quizás nunca
puedas sanar.
—Voy a tener que despedir a Miriam. Definitivamente –contestó Salma,
disimulando el impacto directo de la diana en la que ella acababa de
convertirse.
Decía la verdad, aunque ni muerta sería capaz de reconocérselo.
—No sé de quién hablas ahora –dijo Diego, removiéndose incómodo en
el asiento del coche–. Pero no importa, también conozco demasiado bien
esa táctica tuya de tirar pelotas fuera cuando algo no te conviene.
—Ah no, que ya la despedí –añadió Salma, regodeándose de la ironía
con la que vestía sus momentos difíciles–.Trabajábamos juntas, y ya me
advirtió que me darías problemas. Era buena en su cometido pero la envidia
la corroía, así que a la primera oportunidad que tuve la recomendé en un
bufete de abogados y se fue. Siempre creyó que había sido ella la que me
había dejado. En fin…
—Una historia conmovedora, sobre todo después de esta noche que
pretendía ser algo especial. Un broche de oro, sí señora –le reprochó Diego,
sabiendo que estaba cruzando algunas líneas rojas con su jefa y amante.
Salma respiró hondo y, moviendo en pequeños círculos las yemas de los
dedos que el cigarrillo le dejaban, esperó unos segundos. Diego se había
sobrepasado, y mucho. Nadie tenía derecho a destapar su alma. Y solo
había una persona con la que podía mostrarse realmente como era: su amiga
Teresa. Para la que no había apenas secretos.
—No confío en nadie –dijo al fin, tragándose las ganas de gritarle–.
Bueno sí –rectificó Salma, dejando salir el humo de entre sus labios a través
de la ventanilla–, en mí misma. Solo yo sé lo que quiero y lo que me
conviene. Evalúo mis movimientos y decido en cada caso qué debo hacer y
qué no.
—Está bien. Me rindo. Solo era una propuesta. No pretendía nada más,
de verdad.
—No hace falta que me lleves a casa, voy a pedir un taxi –dijo Salma
marcando el número de teléfono–, no te lo tomes a mal.
—Nos vemos mañana –pronunció Diego, queriendo parecer impasible,
estacionando el coche en doble fila para que ella pudiera salir.
Aferrado al volante tenía ganas de decirle muchas cosas, tantas que
empezaban a no caber en su cabeza. Estaba enamorado de aquella mujer
odiosa que al mismo tiempo lo volvía loco. Pero nunca podría decírselo o la
perdería para siempre. A ella y a su trabajo. El que le había facilitado
comprar un piso en uno de los barrios más caros de Barcelona y mantenerse
cerca cada día junto a ella. Tenía más de lo que un joven de su edad y su
condición podía desear y, sin embargo, la rabia lo arrebataba cuando
comprendía que lo único que le importaba era lo imposible.
Salma se acercó a él, tomó su cara entre las manos y depositó un suave
beso en los labios de su amante. Sabía que estaba ocurriendo lo que ella
intentaba evitar desde que su vida se había convertido en una constante
carrera por exprimir cada día como si fuera el último. Y no podía hacer
nada para cambiarlo.
—Descansa tú también, chico guapo. Hoy has estado increíble, créeme.
Y no se te ocurra pensar nunca que no mereces lo mejor. Eso no me incluye,
ya lo sabes. No me odies y disfrutemos cada instante. Llegará el día en que
no me verás con los mismos ojos, y encontrarás en otros la mirada que
hablará sin palabras de algo que yo nunca podré darte.
—Contigo no hay futuro, ¿verdad? –se atrevió a preguntar, imaginando
la respuesta.
—El futuro duele, créeme.
—Y el presente también –respondió Diego.
—Depende de las cartas que te hayan tocado en la baraja. Las mías no
fueron buenas en otro tiempo. Hasta que decidí dejar la partida y jugar a mi
manera. No me ha ido mal y me encanta hacer trampas –añadió,
desprendiéndose de la peluca rubia. Por cierto, la semana que viene tengo
un viaje a Madrid. Se trata de un asunto personal. Me ausentaré con
cualquier excusa de trabajo, ya sabes.
—Viviste allí mucho tiempo. Supongo que irás a encontrarte con tu
pasado.
—Así es.
—Recuerdos a Teresa –se aventuró Diego.
—¿Ahora sigues el rastro de mis llamadas? –preguntó Salma, girándose
sorprendida en el asiento–. Tendré que atarte en corto o de lo contrario
empezaremos a tener algunos problemas. Mi vida, la que está fuera de la
oficina y de nuestros encuentros, es privada en todos los sentidos y no
tienes ningún derecho a fisgonear. Sabes más de lo que hubiera querido que
conocieras. Y lo permito porque detrás de ese aspecto malote que me
encanta hay alguien que llegará lejos –sentenció, saliendo del coche–, hasta
mañana. Te quiero a las ocho en punto en el despacho.

Diego permanecía en silencio, intentando comprender cada mensaje que


ella le lanzaba de repente, como si fuera otra persona distinta a la que
conocía desde la primera vez que se vieran. Al principio ni siquiera se
inmutó. En su cabeza solo había interrogantes y una rabia que se apoderaba
de todo su cuerpo. Unos segundos más tarde, apagó el motor del coche y
salió a su encuentro. Necesitaba saber.
—¿Qué parte de ti es cierta, Salma?
—Toda y ninguna. Igual que cualquier ser humano –afirmó ella,
rebuscando en el bolso las llaves de su casa. Siempre comprobaba que
estuvieran en su sitio.
—Y otra cosa, porque supongo que para esto sí tendrás una explicación.
Dime, ¿por qué hemos salido del club cagando leches, cuando parecía que
nos estábamos divirtiendo? No creas, me he dado cuenta. Ha sido justo
después de salir de nuestra sala. Ese tío al que has mirado, que te observaba
como si… te conociera. Te has puesto nerviosa y de repente se ha terminado
la fiesta.
—Tonterías –mintió ella, esquivando la pregunta.
—Otro de tus misterios. Está bien, como tú quieras –se resignó Diego,
apretando las manos dentro de los bolsillos de su pantalón.
No quería zanjar la conversación pero sabía que sacarle más
información sería imposible.
—Anda, llévame a casa. No tengo ganas de esperar más y el jodido
taxista me acaba de indicar que tardará diez minutos.
Diego estaba furioso y no pronunció ni una palabra durante los quince
minutos que duró el trayecto. Sabía que cualquier cosa que dijera sería peor
que aquel silencio que lo corroía. Salma parecía tranquila, revisando
correos laborales como si la conversación que acababan de mantener no
hubiera calado en ella. El hombre, sabiendo que el muro que Salma había
construido a su alrededor era infranqueable por el momento, trató de
serenarse como pudo.
—Muchas gracias por todo. Eres adorable –fueron sus palabras de
despedida, acercándose a los labios de Diego, que no correspondieron al
beso que ella acababa de darle.
—Está bien, descansa y nos vemos mañana –fue todo lo que el
muchacho dijo antes de esbozar la sonrisa de alguien que se siente vencido.

Salma entró en el portal sabiendo que Diego mantenía sus ojos clavados
en su espalda, esperando a que ella se girara y lo despidiera de nuevo. No
fue así. Desde el ascensor pudo escuchar el chirriar de las ruedas del
deportivo. Estaba enfadado, incluso podía ponerse en su lugar, se dijo
sintiendo la culpa sobre sus hombros. Confiaba que su fiel cachorro
volviera a ser el mismo de siempre a la mañana siguiente, como había
ocurrido hasta la fecha. De lo contrario, y a pesar de no quererlo, debería
tomar la decisión más dolorosa.
Entró en casa, se desnudó, se quitó las lentillas y se metió en la ducha.
En albornoz, con el cabello mojado y el rostro desprovisto de toda máscara,
se observó en el espejo. Esa era ella. La auténtica. La que no podía
esconderse detrás de una coraza ante un simple espejo que le devolvía la
imagen de una mujer valiente, suficiente y autónoma con demasiadas
heridas de guerra marcadas donde nadie podía verlas.
Absorta en sus pensamientos y en la verdadera razón por la que había
pedido a Diego salir del club, el sonido de un mensaje en su móvil la alejó
del momento en que se había quedado estupefacta. Era él, el nuevo, y
hubiera jurado Gutiérrez también estaba allí, junto a él.
Diego: Señora Alfa. Buenas noches, preciosa. Mañana…bueno, en
pocas horas te veo, como siempre.
Salma: Buenas noches, yogurín. Descansa, que te lo has ganado.
CAPÍTULO 6

—No he podido ir a buscarte al aeropuerto. Tengo a María enferma y la


canguro no podía llegar a tiempo. Imperdonable, y me siento fatal. Insisto,
anula la reserva y ven a casa –propuso Teresa, desbordada una vez más por
los imprevistos.
—No seas pesada. Ya lo hablamos. Estoy reventada. Me he imaginado
que no podías y he pedido en taxi. Olvídalo y no te preocupes más. He
tenido un día agotador y la verdad es que ni he cenado. Ahora pediré algo
para que me lo traigan a la habitación y me pondré cualquier cosa en la
televisión para entretenerme. No me había alojado en este hotel desde hacía
años y la verdad es que ha mejorado mucho. Pero dime, ¿cómo es que
todavía estás despierta? Tendrías que descansar más, sobre todo con esas
pequeñas fieras que te absorben la energía. Por no hablar del consejo que te
di. Ya sabes, no me valen las excusas.
—Cuando duermen yo aprovecho para hacer algunas cosas en casa,
revisar correos, tomarme un vino, ya sabes –añadió entre risas–, y relajarme
un poco. Manu está de viaje desde hace una semana y menos mal que llega
mañana. En su ausencia, aunque parezca que no se involucra con los niños,
todo esto resulta agotador.
—Lo sé. Lo enviamos a Malasia para cerrar una operación importante.
Tu marido lo ha hecho de maravilla –elogió Salma, haciendo alusión a la
operación que había conseguido cerrar, aunque evitó las sensaciones que
veía en él cuando tenía la oportunidad de abandonar el hogar durante unos
días, lejos del ajetreo de la familia–. Te prometo que cuando regrese tardará
unas cuantas semanas en ausentarse. ¿Sabe que venía a verte?
—Sí, se lo comenté –afirmó Teresa, restándole importancia.
—¿Seguro? Mira que mañana te quiero toda para mí. Y el fin de
semana, es decir el sábado y el domingo, no estarás para mucho ajetreo
infantil –soltó Salma entre risas–, no sé si suena a amenaza, pero lo es.
Tengo algunas cosillas que solucionar en cuanto me levante, y a partir del
medio día me relajaré, me iré a hacer un masaje reparador y a la peluquería.
Por fin llega el fin de semana loco que tanto espero contigo. Ya tengo la
reserva hecha de todos los sitios donde vamos a comer y a cenar. Lo demás
irá surgiendo.
—Seguro –afirmó Teresa–, lo que pasa es que estaba casi dormido
cuando lo comentamos y cuando trabaja, que son las veinticuatro horas del
día casi, no me gusta interrumpirlo con mis cosas.
—Resumiendo, que no lo sabe o no se acuerda. No importa, se lo dices
en cuanto aterrice mañana y aconséjale que duerma una buena siesta.
—Ya he avisado a la chica que nos cuida a Joan y María cuando salimos
a cenar. Por eso no te preocupes. Y dime, ¿qué planes hay? No me pongas
nerviosa que te conozco.
—Sorpresa. Traigo lo necesario para las dos. Te espero en la habitación
del hotel a eso de las ocho. Arreglarnos nos llevará un buen rato –le dejó
caer Salma, sin darle más datos y a la espera de crear el ambiente de
nerviosismo que tanto le gustaba infundir en Teresa.
Su cariño por ella era mucho y verdadero. Y las ganas de divertirse
juntas también. A pesar de sus hazañas como mujer Alfa ante los hombres,
su «carrera» en solitario se volvía monótona en ocasiones. No buscaba al
hombre de su vida, no entraba en sus planes, aunque en caso de querer
hacerlo resultaría misión imposible. Nadie valía la pena en realidad.
—Me tienes acojonada, ahora que no nos oye nadie. Espero no tener
que arrepentirme de esto –afirmó Teresa, volcando sobre su copa un trago
más de aquel tinto que le estaba sabiendo a gloria, además de aflojarle la
tensión acumulada durante el día–, pero ¿sabes que te digo? Que estoy
dispuesta a divertirme. Sí señora.
—Señora y Alfa, así es como me llama mi secretario. Tengo que
presentártelo un día que vengas a Barcelona. Es un amor, y folla como un
semental. Además de inteligente, diligente y todas esas cualidades de serie
que, de no haber tenido, no le habrían dado la oportunidad de trabajar a mis
órdenes.
—Qué cabrona que eres –contestó Teresa, tapándose los labios con los
dedos de la mano que le quedaba libre mientras la risa floja se apoderaba de
su cuerpo–, Manu es muy fogoso cuando se pone, la verdad, pero claro
donde esté uno de veintitantos que se quite uno de cincuenta –añadió tras un
hipo repentino que empezaba a delatarla.
—Ya te lo diré, si es que llega el día. Cuarenta es mi barrera.
—Está bien, mujer fatal. Te dejo dormir que voy a ver si me organizo
para mañana. Tenemos una comida con unos amigos de Manu y todavía no
he pensado el menú. Qué pereza, de verdad. Esto de tener que hacer vida
social con quienes a veces ni te van ni te vienen es un tostón. A veces, y
solo a veces, me pregunto dónde quedaron mis años de ejecutiva y mi
flamante cartera de clientes. Espero recuperar ambas cosas cuando los
peques sean un poquito mayores. Ahora los tengo que disfrutar.
—Tú te lo dices todo, e intuyo culpa y añoranza muy igualadas.
Recuperarás todo lo que tú decidas. Está en tu mano, igual que lo ha estado
siempre. ¿O no fuiste tú la que se empeñó en traer al mundo a esas lindas
criaturas que ahora te hacen la vida imposible? La excedencia es de tres
años si no recuerdo mal, aunque nadie te pondrá un puñal en el cuello si no
la cumples entera. También entiendo que es una etapa de tu vida muy
intensa, en todos los sentidos. Y como bien dices, debes aprovecharla. No
sea que luego te quede clavado algún pedazo puntiagudo de culpa en el
corazón y te lo lleves a la tumba. Y ya me callo; no es hora de darte el
discurso que al final te voy a estropear el trago –resolvió Salma, dejando la
terapia con su amiga para otro momento, pero dime, ¿Y la cocinera? Creí
que teníais una.
—Es nueva y no está hecha todavía a nuestros gustos. Además, creo que
le di fiesta. Un error, pero es que me pone nerviosa. Todo el día
reverenciando cualquier cosa que digo o hago. Estos orientales son un poco
exagerados con la educación. En fin, no me hagas caso que estoy hasta el
gorro. Y algo se me ocurrirá. Te dejo descansar a ti también, amiga.
Mañana hablamos y concretamos la hora de nuestro encuentro.
—Eso es. Saldremos desde aquí, ya te avisaré.
—Estoy nerviosa –concluyó Teresa antes de lanzarle el último beso.
Después de la conversación Salma se dejó llevar por algunos de sus
tristes recuerdos. La maternidad no había entrado nunca en sus planes, ni
siquiera cuando ésta era una posibilidad que habían barajado Roberto y ella
tras los primeros años de matrimonio en los que habían preferido impulsar
sus carreras profesionales. Ella más que él, a la vista de la ruina en la que el
desgraciado de su marido había convertido su vida. Después de su divorcio,
y tras pasar algunas épocas en las que parecía desangrarse como un cochino
con cada una de sus menstruaciones, Salma había tenido que ser operada de
urgencia. La infección interna que padecía, y que había ignorado a base de
fármacos cada vez más fuertes, había llegado a poner en peligro su vida.
Después de la intervención, supo que la habían «vaciado», como hubiera
expresado su santa madre, y en aquel quirófano se habían esfumado para
siempre las posibilidades de engendrar. Tras su recuperación, costosa no
solo en esfuerzos y tiempo, había esculpido su cuerpo para vivirlo y
disfrutarlo a lo alto y ancho de toda su geografía. Con el tiempo, y tras unos
largos meses en barbecho, había descubierto que con su marido no había
conocido más que la punta del iceberg en cuanto a los hombres. Concluyó
que, además de engañarla con unas y con otras, había sido un pésimo
amante. Y empezó a comprobar todo lo que se había perdido. Desde su
hallazgo, el placer que ahora se regalaba marcaba pocos límites, y los que le
quedaban por conocer tenía toda la intención de descubrirlos.
Y le vino a la cabeza la última escena con Diego. El muchacho había
pasado toda la semana esquivándola con excusas que no se tragaba ni él. Y
sonrió, imaginándolo enfadado como un adolescente al que no le otorga su
deseo favorito. Eso era ella para él. Solo un deseo inalcanzable, un
espejismo del que el chico se había quedado prendado. Suponía que las
féminas de su entorno no jugaban fuerte en el sexo. Diego era apasionado y
atrevido y su curiosidad no parecía tener límites. Salma era la experiencia y
el poder que muchas mujeres habían sacrificado en aras de otros esquemas
más clásicos que las habían relegado a la penumbra.
Recordó que en otras ocasiones él mismo la había acompañado hasta el
aeropuerto, En esta ocasión no hubo ni un adiós, ni un mensaje. Era el
castigo que su joven amante le imponía ante la absurda negativa de no
haber visitado su apartamento.
Despertando de sus cavilaciones y espantando las brumas que el
recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue; de los problemas ajenos y de
las mochilas que no eran suyas, llamó al servicio de habitaciones y pidió un
sándwich, unas frutas y una copa de cava. El que había en el mueble bar no
era de su gusto y no pensaba privarse de nada en un fin de semana que
prometía.
Durante la espera dejó escritas algunas instrucciones en el correo acerca
de una importante operación que estaba a punto de cerrarse durante su
ausencia. Le había molestado el cambio de última hora de una reunión que
estaba prevista para después, cuando ella estuviera de vuelta tras el fin de
semana, pero la agenda del británico mandamás prevalecía por encima de
cualquier otra cosa. Una gran empresa inglesa había hecho tratos
importantes con La Agencia y no se podía dejar perder la operación
millonaria. Había costado mucho llegar hasta el punto en el que se
encontraban. Conseguir que los ingleses entraran en el negocio había
supuesto muchos miles de euros en cenas, idas y venidas, incluidas algunas
visitas a selectos clubes de alterne de la ciudad en los que se habían dejado
más billetes de lo previsto. Incluso alguna factura de hospital que nadie
revelaría nunca. Los gustos de algunos depravados salían caros.
A pesar de todo, el resultado había valido la pena y sabía que los
métodos empleados por sus superiores se habían movido en el difuso límite
de la ética empresarial, pero el mundo estaba dividido en dos bandos: el de
los triunfadores y el de los perdedores. Y la sociedad de valores para la que
Salma trabajaba había logrado situarse entre las primeras, porque siempre
ganaba, incluso hasta cuando perdía.
A pesar de su carácter implacable y sus dotes de negociación, en
ocasiones Salma prefería hacer oídos sordos ante algunas prácticas que se
movían en la fina línea que confundía el delito con lo lícito. El concepto era
algo impensable para el fundador. No había ilegalidad en ningún pacto; solo
buen trabajo y estratégicos contactos que lo justificaban todo.
El grupo de analistas de TEX Company, un equipo hecho con los
mejores de cada empresa a las que habían arrebatado sus fichajes estrella,
formaban una especie de tribu. A menudo hablaban solos, se llevaban las
manos a la cabeza y mordían sus fetiches sin dejar de mirar, con los ojos
fuera de las órbitas, aquellas enormes pantallas de sus ordenadores mientras
éstas mostraban el incesante cambio de gráficas y movimientos que se
producían en tiempo real. Había días que eran una locura, y la tensión se
cortaba en el ambiente. Dependían de Max, el jefe de operaciones y mano
derecha del director general. Un hombre con aspecto de loco que algunos
días aparecía en la oficina vestido como si acabaran de atracarlo. El tercer
divorcio de Max le había pasado factura y, aunque tenía más dinero del que
podría gastar en varias vidas, se sentía solo.
Las nóminas del equipo capitaneado por Max eran de las más suculentas
de la empresa y sus incentivos representaban, si todo iba bien, un buen
pellizco que casi todos los empleados habían invertido en activos de la
propia agencia o en negocios paralelos que movían con la misma destreza.
Se podía decir que eran los más ricos de la empresa, aunque tuvieran que
gastar una buena parte de sus flamantes salarios en el psiquiatra. Ellos
planteaban las posibilidades de un ataque en el mercado de valores, tenían
amplia autonomía para realizar compras o ventas; para llevar a cabo la
gestión o la liquidación de activos. El gabinete de abogados de la firma se
encargaba de parapetar todo lo demás para que la ley y el orden imperaran,
al menos de cara a la galería. El boicot encubierto, los acuerdos
acompañados de grandes comidas o cenas y la gruesa cadena de favores en
la que se movían muchas de las operaciones en aquella sala de juntas era
algo de lo que no se hablaba. Los resultados eran lo que valía, por encima
de casi todo lo demás.
Salma era una intermediaria en todo aquel circo, y conocía algunas de
las alianzas a las que se había llegado de forma poca ortodoxa, pero hacía
oídos sordos. Hasta la fecha solo había jugado con su dinero en pequeñas
cantidades, aunque el concepto pequeño fueran muchos miles de euros para
los ciudadanos de a pie.
Su nómina, blindada por deseo expreso desde el principio, no bailaba al
son de las curvas que a menudo causaban momentos de infarto y
desesperación entre algunos compañeros. Ella prefería ir a lo seguro, y así
lo había planteado cuando inició su trayectoria en TEX Company. Sabía
negociar como nadie porque estudiaba y repasaba a conciencia los puntos
débiles de sus adversarios. Ese era su mayor activo. Se movía con soltura en
casi todos los campos: la historia, la economía, la literatura, la moda, la
gastronomía… Y sacaba provecho de su apariencia de mujer infranqueable
y altiva, y lo hacía consciente del efecto que su forma de trabajar provocaba
ante los demás. Su papel en la empresa era importante y nadie se atrevía a
poner en duda su valía, aunque su carácter bien le había valido la antipatía
de algunos. A pesar de sus respuestas, directas e inamovibles cuando
planteaba el qué, el cómo y el cuándo debían cerrarse los contratos, se había
ganado el respeto de todos. Nadie conocía su vida privada y así debía seguir
siendo. Solo así podía proteger algunas de sus flaquezas, y Diego empezaba
a ser una de ellas.
Viendo que la cena tardaba más de lo previsto, envió un correo
electrónico a Max, advirtiéndolo sobre «el nuevo». Dio instrucciones
exactas de qué había que hacer, a dónde había que llegar y qué temas no
debían ser tratados antes del cierre final del contrato, que se firmaría en
unos días. No podía soportar que el medio alemán, aparecido allí de la
noche a la mañana, pudiera estropear el trabajo de tantos meses. Y se
maldecía todavía en la habitación del hotel, dudando acerca de la decisión
que había tomado. Su encuentro con Teresa, después de tanto tiempo, no se
merecía un retraso. Y aunque estuvo tentada de desconvocar el encuentro,
al final así lo había decidido. Llevaban mucho tiempo planeándolo. Pero
recordar a Eduardo, con aquella sonrisa inofensiva con la que iba afirmando
sin hablar apenas, la irritaba. Y no lo podía evitar. Parecía resbalarle todas y
cada una de las instrucciones que ella le había facilitado, deprisa y
corriendo, cuando él pedía más información. A pesar de sus reticencias, no
reconocidas de forma expresa ya que su currículum y su trayectoria
profesional lo convertían en un mediador más que válido, no podía soportar
que fuera él. Lo habían designado interlocutor de la importante reunión que
tendría lugar a última hora de la tarde.
Un recién llegado, del que le costaba recabar la información que ella
siempre conseguía de los nuevos fichajes, se había erigido en pieza
importante en un encuentro más que delicado. ¿Era envidia? Se preguntó,
sonriendo ante la posibilidad de estar equivocada. Y de repente se excitó
pensando en él. Una punzada en el vientre y un acto reflejo de su cuerpo
que no pudo controlar, y se dejó llevar, alcanzando con su mano el interior
de sus bragas para comprobar que aquella noche bastarían sus dedos para
masturbarse. Lo imaginó desnudo ante sus ojos, observando los pequeños
latidos que aumentaban el tamaño de su verga hasta endurecerla.
Fantaseaba con el bulto que había observado más de una mañana,
perfilándose sutilmente bajo los vaporosos y estilosos pantalones que solía
vestir. Su figura, elegante y desprotegida de ademanes cursis, como era
habitual en los que querían ganarse su simpatía, provocaba en ella una
sensación que no estaba dispuesta a reconocer. Se había propuesto que le
caía mal, y quería que continuara siendo así. Y mucho más desde que se
había sentido sorprendida por la mirada clavada en sus ojos, de lejos,
observándola sin disimulo mientras ella escapaba entre las sombras del club
al que había ido con Diego.
Era imposible que la hubiera descubierto, se dijo mientras los ágiles
movimientos de sus dedos y la excitación arqueaban su cuerpo hasta
llevarla al éxtasis. Se esmeraba a conciencia con cada uno de los personajes
en los que podía convertirse durante la noche. Era muy meticulosa con
todos los detalles. Pero aquella mirada observadora, desnudándola,
pareciendo la de alguien que está habituado a percibir los pequeñas
particularidades que a otros se les escapan, la había perturbado, pensó
mientras uno de sus pulgares se movía dentro de la vagina y el otro
masajeaba su clítoris disfrutando del placer con los últimos espasmos antes
de la calma.
Tras la cena, encendió el televisor y revisó el correo que todavía no
había enviado. Repasó los pormenores y cerró el ordenador. Era más de
media noche y el día, antes del encuentro con Teresa, se presentaba repleto
de planes. Quería sorprender a su amiga. Y recordó cómo en los viejos
tiempos en las que ambas, dueñas y señoras de la noche, exprimían cada
minuto de la ciudad que las había visto crecer.
—Madrid, prepárate que llega el Tornado. Y no habrá piedad, se dijo en
voz alta antes de girarse boca abajo y dejarse llevar por la comodidad del
colchón de una de las habitaciones más caras de la ciudad.
CAPÍTULO 7

Recorriendo las calles del centro histórico de la ciudad se sentía en casa.


Sobre todo cuando lo hacía como cualquier turista. Madrid era un lugar para
perderse siempre y eso se disponía a hacer durante las horas previas a la
comida de negocios que había previsto con un viejo conocido al que quería
pedirle un favor. Dos para ser exactos.
Antes de su cita con el detective Soldevila, tenía que pasar a buscar
varias prendas de attrezzo que había encargado por teléfono la semana
anterior. La cita con la peluquería y el masajista sería por la tarde. Todo
estaba controlado, como siempre.
Desayunó en el hotel y se dispuso a callejear hasta la boca del metro de
Ópera, la que quedaba cerca de la Catedral. Había cambiado mucho en los
últimos años, y ahora había que pagar para poder entrar a verla. Un
despropósito, pensó mientras esquivaba a los turistas que permanecían en
las escaleras principales inmortalizando su visita. Abonó la vergonzosa tasa
y se sentó durante unos minutos a observar. Para ella, una agnóstica
convencida, aquello no era religión. Era historia. Si alguien la viera en ese
instante sería su final como ejecutiva, sonrió mientras se ajustaba la gorra
que la camuflaba de posibles encuentros no deseados. Nadie más que Teresa
y Soldevila sabían dónde se encontraba, además de Manu. Pero este no
contaba.
Sumida en sus pensamientos, la vibración de su teléfono la sobresaltó.
La llamada provenía de La Agencia, de su despacho. Colgó y se dispuso a
salir. Había dejado instrucciones de que solo se la molestara si era algo
importante.
—¿Dígame?
—Buenos días Mariló, soy yo. ¿Acabas de llamarme por equivocación o
es que hay algún problema?
—No, no. Es que ha insistido mucho en hablar contigo. Ya le he dicho
que habías dejado órdenes expresas de que nadie te interrumpiera en…
bueno, en donde sea que estás. Pero ha insistido varias veces, y no sabía…
Una vez más, aquella mujer lograba sacarla de sus casillas. Daba vueltas
y vueltas a cualquier cosa antes de aterrizar en la cuestión.
—Solo dime quién, por favor, que estoy muy ocupada –la apremió
Salma, dejándola con la palabra en la boca.
—El nuevo, para que nos entendamos. Quería consultarte algo, o
decirte. No me lo ha dejado muy claro. Perdón pero es que…bueno, el caso
es saber si quieres que te pase la llamada a su móvil de trabajo.
—Por supuesto, para eso me has llamado, ¿no?
—Claro –afirmó Mariló con la sonrisilla aguda que tanto odiaba Salma
–voy, un momento, que ahora parece que comunica. ¿Te dejo en espera?
—Pues mira, no. Dile que cuando esté listo me llame.
—¿Tiene tu teléfono? –preguntó la secretaria, algo sorprendida.
—Espero que no. Tienes prohibido dar mi teléfono a menos que yo
misma lo haya autorizado. Me he dejado el del trabajo en el hotel.
—Desde luego, yo no se lo he dado. Entonces le digo que cuando esté
disponible me avise a mí y yo te paso la llamada, ¿de acuerdo?
—Así es –resopló Salma, ante la infinita paciencia que ponía en práctica
con su estrambótica administrativa.
—Muy bien, pues hasta dentro de un rato –se despidió la mujer,
intuyendo que ya había agotado las posibilidades de más conversación con
su jefa.
Salma salió de la Catedral y se dirigía a la boca del metro cuando su
teléfono volvió a sonar.
—Hola Salma, soy yo de nuevo. Pongo el número en oculto y te paso
con el señor Volkens.
—Vaya, sí que ha subido en el rango –se burló Salma, esperando oír la
voz del hombre nube, como ella lo había bautizado.
—Te paso. Que descanses todo lo que puedas –le deseó Mariló.
—Gracias, eso haré –sonrió Salma, imaginando la curiosidad que
despertaba en la oficina cada una de sus escapadas en las que desconectaba
la ubicación de ambos teléfonos, el de la empresa y el suyo personal.
El silencio reinó durante unos segundos antes de escuchar su voz al otro
lado.
—¿Matute?
—¿Volkens?
—Disculpa que te haya molestado en tu fin de semana libre. No creas,
me ha costado mucho convencer a tu secretaria.
—Dime, ¿es algo importante? Estaba a punto de salir.
—Solo era para comunicarte que la reunión ha sido un éxito. Los
ingleses han entrado. Solo falta la firma. Pensé que te tranquilizaría saberlo.
—Me alegra. Si te soy sincera, no las tenía todas conmigo. No te
ofendas, pero conoces la compañía desde hace poco tiempo y en estas
reuniones hay remates que solo se consiguen con mucha práctica.
—Por supuesto –indicó Eduardo, poniendo cara de no soportar tanta
chulería.
—Ya estaba todo bastante maduro –añadió ella, queriendo molestar con
sus palabras cualquier logro que el alemán se hubiera querido otorgar.
—Claro, claro, el éxito es tuyo, faltaría más. No te entretengo más, que
seguro que tienes mejores planes que andar escuchando al nuevo, aunque lo
haya hecho regular.
Durante unas décimas de segundo, Salma se sorprendió al conocer que
el mote con el que había bautizado a Eduardo había llegado a sus oídos. No
le importaba, pero le molestaba que él mismo se lo hiciera saber.
—Todos hemos sido «el nuevo» en algún momento de la vida. Y ahora,
en TEX te ha tocado a ti. Aprenderás pronto, aunque quizás tengas otros
horizontes laborales en cuanto se te presente la ocasión. Le pasa a más de
uno.
—Ahora que lo refieres –dijo Eduardo, deseoso de apuntarse el tanto–,
el director general me ha propuesto una modificación del contrato para el
mes que viene y eso me permitirá participar en las acciones de la empresa
con el porcentaje habitual que todos invertís al sumar vuestros beneficios.
Lo he estado pensando y creo que aceptaré. Me gusta cómo trabaja la
compañía –soltó ante la expresión de sorpresa de Salma por la que hubiera
pagado un buen pellizco.
—Te felicito –le devolvió Salma–, espero que no te arrepientas y
guardes un poco de tu salario para tranquilizantes.
—Muchas gracias, Matute. Te dejo, que tengo una visita esperándome y
no quiero llegar tarde –mintió–. Espero que disfrutes de tu tiempo libre y
recargues baterías para la próxima semana.
—Así será. Hasta el lunes –se despidió ella, alterada por la reacción que
le causaba el combate contenido con el que intercambiaban cada frase. Era
insoportable, se dijo guardando el teléfono en el bolso mientras el olor
característico de la estación de metro se colaba en su nariz.
—Querida Salma, qué alegría verte otra vez por la ciudad. Pasa, pasa –
la invitó Ignasi, haciéndose a un lado–. ¿Te apetece tomar algo?, estaba
preparándome un irlandés.
—¿A estas horas de la mañana? –se sorprendió Salma, sonriéndole
mientras su viejo amigo la abrazaba y le plantaba dos besos.
—Pues a cualquier hora va bien, te mantiene despierto y te entona el
cuerpo, que buena falta me hace.
—¿Va bien el negocio? –se interesó ella, dejando la gorra encima del
sofá, acercándose a la cafetera para servirse ella misma–, noto en tu voz
cierta preocupación.
—Bueno, no está mal. Del trabajo no me quejo, la verdad. Muchos
cuernos, algunos hijos secretos, y pocos casos interesantes. El mundo está
cambiando y yo cada vez soy más viejo para esconderme en las esquinas
haciendo fotos a los que se acuestan con unas o con otros, argumentando en
sus casas cualquier escusa barata.
—Precisamente un caso así es el que me trajo hasta ti. Y costó
desenmascararlo al cabrón, pero finalmente lo conseguiste.
—Cierto, luego supe que se había arruinado y que anda por ahí
pordioseando a unos y otros. Nada es igual que antes aunque los puteros
siguen siendo los mismos, y además acaban del mismo modo en la mayoría
de los casos.
—Vaya –resopló Salma–, no te percibo muy optimista.
—Mi próstata tiene la culpa –sonrió el detective, antes de darle un sorbo
largo a su bebida–. No pego ojo por las noches y claro, durante el día tengo
que andar con esto para recuperar un poco de fuerzas. Pero nada, no quiero
aburrirte con mis tonterías. Dime, ¿qué tal el trabajo? Por tu aspecto se diría
que bien, aunque estas pintas que me traes hoy me huelen a camuflaje. Eres
fantástica –sonrió Soldevila.
—Tú siempre tan perspicaz –afirmó Salma, acomodándose en el sofá–,
sigo muy bien. Laboralmente no me quejo y personalmente tampoco, para
qué engañarnos. He venido a pasar un tiempo con Teresa, ya la conoces. Y
he aprovechado porque tengo un trabajito para ti. Realmente son dos.
—Soy todo oídos.
—Hace unas semanas mis empleados no supieron filtrar una llamada
que recibí y que me dejó muy preocupada. Al principio pensé que podía ser
Roberto, la verdad. El muy desgraciado fulminó sus ahorros y los míos; y
no ha sabido remontar en su ruina. La llamada era de un supuesto inversor
que veía peligrar sus acciones en un movimiento de mercado que se
produce a diario en valores con ciertas posibilidades.
—¿No se localizó el número desde el que llamaba?
—Era un número que no correspondía a esa persona. Tengo tanto
trabajo que no me he molestado en averiguarlo, si es que se puede. Y
además, para eso te tengo a ti –añadió Salma, guiñándole un ojo–. Sé que ha
llamado varias veces más y siempre cambia de nombre pero no de número.
Los hay bastante gilipollas.
—¿Alguna maniobra poco ortodoxa?, ya sabes. Me refiero a que no sea
alguien realmente perjudicado que ahora quiere venganza. En vuestro
particular mundo ocurre demasiadas veces.
—Pues no sabría decirte, la verdad. Yo procuro estar al margen de
algunas cosas. Llámame cobarde, pero es más fácil así.
—Sería lo último que se me ocurriría, querida Salma. Te mueves en un
mundo de hombres y no debe de resultar nada fácil, a pesar de esa coraza
que te caracteriza y que tanto sufren algunos –bromeó, conociendo el
carácter de su clienta y ya amiga.
—Necesaria para no dejar que nadie te haga más daño del estrictamente
necesario.
—Bien, veré qué puedo averiguar, y si vuelves a tener contacto con ese
tipo coméntamelo. ¿Habías dicho dos trabajitos? –le recordó.
—Sí, el otro es distinto. Hay un analista nuevo en el trabajo que me
tiene mosqueada. Conoce su trabajo, pero no acaba de dar el pego en la
empresa. No sé, mi olfato pocas veces me falla.
—Hasta ahí, bien. ¿Y qué más?
—Pues que no he conseguido averiguar si todo lo que me cuenta es
cierto o se está quedando conmigo. Quiero acceder a su historial pero
siempre me encuentro con alguna traba. Verás, llegó en sustitución de «una
fuga» que tuvimos en el departamento. Uno que se las ingenió para irse a la
competencia, para que me entiendas. El nuevo, que solo lleva unos meses
en la compañía, está ganándose el favor de los jefes demasiado rápido. Y no
digo que no sea bueno en su trabajo, pero no le pega lo que hace. Llámame
desconfiada.
—Que lo eres –le aclaró Soldevila, modulando su respuesta con un
guiño.
—Que si Alemania, que si Barcelona, que si Madrid. Tiene un
currículum impecable pero ¿sabes cuando algo te chirría? Pues Volkens me
chirria. Y me gustaría que investigaras todo lo que puedas sobre su vida.
—De acuerdo, pásame por correo su historial y veré qué puedo hacer.
¿Intuyo un interés especial en este individuo o es solo celo profesional?
—Lo que haga en su vida privada no me interesa. Solo quiero saber lo
referente a su trayectoria profesional.
—La vida privada de las personas es la que nos ofrece más información
acerca de ellas. Son el reflejo de las fortalezas y también de las debilidades.
Y todos tenemos más de estas últimas, Salma. Luego, cada quien las usa
como mejor considera. Ya sabes.
—Está bien, tú ganas. Como buen sabueso que eres estoy segura de que
también me facilitarás algún trapo sucio que yo pueda sacar en la partida,
convenientemente. Y bien, se me hace tarde y me van a cerrar el sitio al que
voy ahora mismo. Tengo una tarde muy completa –comentó Salma,
levantándose del sofá–, por cierto, ¿tu cuenta sigue siendo la misma? Hoy
mismo haré un ingreso para que no tengas que correr con ningún gasto
extra.
—Está bien, te lo agradezco –contestó Ignasi, acercándose para darle
dos besos–. Te acompaño a la salida.
—No te preocupes, sé dónde está. Cuídate esa próstata y da recuerdos a
la familia. Ya conoces mi número, cualquier cosa no dudes en llamarme.
—Si hay algún dato que pueda interesar te paso nota. Si no, ya sabes, el
informe de los avances en uno u otro caso te los pasaré cada quince días.
Salma miró su reloj y comprobó que si no se daba prisa no llegaría a
tiempo para recoger sus encargos: varias pelucas, vestidos, pantalones,
corsés, americanas y algunos pares de zapatos que no estaba segura si
utilizaría. Había averiguado la talla que utilizaba Teresa en ese momento, y
había que estar seguras de que las prendas que fuera a lucir durante su
encuentro la hicieran sentir atractiva. Ella lo era, aunque la huella del
embarazo múltiple todavía estaba presente. Siempre había tenido una figura
excelente, y estaba convencida de que aquellas prendas que Lulú, la dueña
del atelier, le había enseñado a través de la WebCam eran fantásticas y
favorecedoras. Se trataba de prendas de alta costura que Salma alquilaba en
ocasiones, y conocía sus gustos. No en vano era una de sus mejores y más
fieles clientas.
Salió a la calle y pidió un taxi. Recogió los encargos, intercambió
algunas frases de cortesía con la propietaria y se puso en camino al hotel.
Comer algo ligero, descansar una buena siesta, llamar a Teresa para
recordarle que ella también lo hiciera y dejarse llevar por las expertas
manos de Francesco en el centro de estética eran todos sus planes durante la
tarde.
Imaginaba la energía que tendría que gastar con Teresa hasta quitarle
unos kilos de culpa de su mente para llevar a cabo su propósito. Y sabía lo
peor, aunque no estaba dispuesta a desvelarlo hasta que no lo considerara
necesario; la devoción con la que ella hablaba de su marido, Manu, no era
merecedora de dicha culpa por dejarlo solo con los niños una noche, la
primera que iba a pasar fuera de casa desde hacía mucho tiempo. Él
también había cometido sus pecados, en el pasado y en el presente. Una
baza convenientemente guardada que Salma utilizaría en el momento
adecuado. Teresa se merecía un desquite.
CAPÍTULO 8

No hacía más que mirarse en el espejo, haciendo mohines


disimuladamente mientras comprobaba cual era su sonrisa más fotogénica.
—Una mierda, pensó en su interior. Cómo vas a ligar con esta cara, si
pareces una muerta, y además con arrugas.
Salma salió del baño y la descubrió. Las carcajadas llegaban al cielo
mientras Teresa se sentía un poco ridícula con todo aquello.
—¿Hablas sola?
—Me temo que sí.
—Ese modelito no te queda nada mal –afirmó Salma, dándole su
aprobación.
—Pero si parezco un esperpento. O las cosas han cambiado mucho en
estos últimos años o te has equivocado conmigo por completo. Por cierto,
estás guapísima. La melena te sienta bien, pero este nuevo corte de pelo te
favorece muchísimo. Yo también tendría que haber ido a la peluquería, pero
no me ha dado tiempo.
—Muchas gracias. Y no te preocupes por eso. Qué prefieres, ¿rubia,
morena, cabello largo o corto? Tengo para escoger, y depende del vestuario
podemos ir viendo –dijo Salma, dejando sobre la cama un maletín. Lo abrió
exhibiendo, una tras otra, las pelucas que había escogido para la ocasión.
La cara de sorpresa de Teresa bien valió la carcajada de Salma,
encantada de sorprender a su amiga como en los viejos tiempos.
—¡No! –expresó Teresa, con las manos en las mejillas–, esto es más de
lo que imaginaba.
—Pues solo es el principio. Lentillas, maquillaje, ropa interior sexy…
—¿Y para qué quiero yo la ropa interior sexy?, a ver…
—Para lo que sea menester.
—Nunca he sido infiel a Manu y no creo que esté bien empezar a serlo
ahora.
—«Nunca» es una palabra prohibida para mí, entre otras varias.
Créeme, la fidelidad está sobrevalorada, igual que «para siempre». Y no te
estoy catapultando a que le pongas los cuernos a tu marido, créeme. Solo a
que te sientas atractiva, aunque nadie más que tú sepa lo que llevas debajo
el vestido o de los pantalones.
—¿Tú crees que mi marido habrá echado alguna canita al aire durante
estos años, aún estando conmigo?
—Qué cursi eres, Antoñita. Eso se llama follar, con todas las letras. Lo
de la cana al aire es más viejo que el hilo negro. Y lo que yo crea, o deje de
creer, no es relevante. ¿Y si hubiera sido así, lo dejarías? –preguntó Salma,
rozando un tema del que no quería hablar en ese momento.
Ella conocía la verdad, más bien la intuía, pero no estaba dispuesta a
desvelársela. Teresa era muy sensible, más de lo que lo había sido ella
cuando todavía creía en el amor. Y el momento de su vida que estaba
viviendo no era de gran ayuda.
—No he llegado a cuestionármelo, la verdad. Igual es porque no estoy
preparada para las emociones fuertes, ya sabes. Siempre he sido un poco
más blanda que tú. Él y yo nos conocemos, y sabemos que el compromiso
puede ser tan efímero como…
—Como una pompa de jabón –se adelantó Salma a contestar,
provocando un giro necesario en la conversación.
Teresa la observó, y de repente Salma empezó a abrir y cerrar la boca
imitando el desplazamiento de un pez dentro del agua, ayudándose con las
manos como si fueran aletas improvisadas. Las abría y las cerraba,
sintonizándolas con la mandíbula y exagerando los movimientos circulares
que cada vez hacía más grandes. Y estalló en una carcajada contagiosa que
se transformó en una escena absurda en la que no podían parar de reír.
Ambas, como si todavía fueran adolescentes en la edad del pavo, pasearon
por la suite sincronizando las brazadas de sus imaginarias aletas,
fantaseando con que eran pequeñas carpas naranjas dentro de una pecera
redonda.
—Tengo material suficiente para extorsionarte hasta que te jubiles –
amenazó Teresa a su amiga, disfrutándola como hacia una eternidad.
—Después de esta noche tendré que matarte. Pocas me han visto como
soy en realidad. Por cierto, ¡Brindemos! Este vino está estupendo –afirmó
Salma, acercando la copa a la de Teresa.
—Esto no es serio. Suerte que ya no doy de mamar, que si no…
pobrecillos mis niños –suspiró Teresa, corriendo hacia el baño ante una
repentina incontinencia que tras el parto múltiple no había quedado resuelta
por completo–, ¿tú crees que puedo ir así a alguna parte? –reflexionó a su
vuelta–. Ya sé lo que me vas a decir y solo era una pregunta retórica. No
necesito que me contestes. Tengo que ponerme en serio a hacer gimnasia,
dieta, coaching… todo lo que seguro tienes ahora en la cabeza para mí.
Imagina que un tío me gusta esta noche, resulta gracioso y me cuenta un
chiste. Y voy yo y me meo en las bragas… ¿en qué lugar me deja eso?
Menos mal que siempre llevo mi salva eslip.
—Qué bruta eres, hija mía. Empieza ya a apretar como si te estuvieras
meando sin poder contenerte y tuvieras que aguantarte. Diez segundos,
sueltas. Cinco segundos, sueltas. Tres segundos, sueltas y así hasta
veintisiete veces. Al menos por esta noche tu suelo pélvico estará asustado.
En otra ocasión te hablaré de los ejercicios kegel. Hoy no, que bastante
tenemos con lo que se me viene encima –se burló Salma, escenificando una
escena en la que parecía urgente ir al lavabo.
—¿Y por qué veintisiete?
—Porque me sale del coño, y listos. ¿Le parece bien mi respuesta,
señorita? Si no, tengo más en la maleta.
Las risas se volvieron a escuchar por toda la suite.
—Oye, ¿Y unas bolas chinas? ¿No las has probado? A mí me fueron
muy bien en su momento. De hecho forman parte de mi repertorio básico y
desde que compré las primeras la cosa ha evolucionado mucho.
—Pues lo tengo pendiente. Mi ginecólogo me las recomendó. Y…
—No te ha dado tiempo. Me sé las respuestas a toda tu dejadez –le
reprochó Salma–. No pasa nada. Hoy es el principio de tu nueva vida, de
eso me encargo yo.
—Pero no quiero hacer nada de lo que tenga que arrepentirme mañana –
la advirtió Teresa con cara de preocupación.
—De eso también me encargo yo –contestó Salma, cruzando los dedos
índice y corazón de ambas manos, delante de Teresa–, nada de drogas, solo
productos naturales y envasados –precisó, ofreciéndole a Teresa una copa
de cava.

Entre risas, copas y confidencias, la velada se iba construyendo en torno


a un solo propósito: divertirse por encima de cualquier prejuicio. En unas
horas se convertirían en Señoras y Alfa. Saldrían, como en los viejos
tiempos, a disfrutar de todo. Las condiciones estaban por ver.
Después de unas horas la transformación iba llegando a su fin. Salma se
había dedicado a dejar inmortalizados algunos de los momentos, entre risas
y asombro, y prometió a Teresa guardar aquellas fotos solo para ellas. Tenía
una doble tarjeta en su móvil para asegurarse la protección que algunas
instantáneas requerían.
Había costado mucho llegar hasta el punto en que ninguna de las dos
lograría reconocerse si se encontraran a pocos metros en un bar de copas.
Salma había escogido una peluca de cabello largo y ondulado, y color
anaranjado oscuro. Incluso había maquillado algunas pecas en su rostro
simulando algunos rasgos de sus pómulos. El efecto era asombroso y
parecían naturales. Había elegido para la ocasión unas lentillas de color
negro. Teresa se impresionó al verla. Su mirada era penetrante e intensa, y
no podía distinguirse el iris de la pupila. Su prenda estrella era sin duda el
vestido de tubo, de color negro, que definía todas sus curvas al tiempo que
dejaba ver sus largas piernas y un inmenso escote. No le gustaban los
pendientes muy voluminosos y había optado por unos con forma de rayo.
No eran los que más le gustaban pero se asemejaban al lema con el que
ambas amigas bautizaban sus salidas años atrás.
—Chica, estás deslumbrante. Alucinante. Si pareces una de las
protagonistas de esos vampiros que se hicieron tan famosos –señaló Teresa
haciendo memoria.
—¿Te refieres a Crepúsculo?
—Esa, esa –chascó Teresa con los dedos, riéndose mientras no podía
dejar de mirar la transformación que había experimentado Salma–, no
pareces ni tú, en serio. ¿Dónde has aprendido a hacer todo esto? –preguntó
señalándose a ella misma, todavía a medio maquillar, probándose algunos
de los modelos que Salma había elegido para ella.
—Aquí y allá. Al principio, durante la recuperación de la operación
estuve muy aburrida, hasta que descubrí una página web en la que me
interesé. Hice algunos cursos online sobre caracterización y maquillaje.
Después le cogí el gusto y me esmeré en hacerlo bien. ¿Te gusta? Si quieres
puedo darte la dirección. Tienen un estudio también aquí en Madrid y no
voy a negártelo, no es barato pero vale la pena.
—Ya me gustaría, pero de momento ya sabes. No queda mucho margen
hasta que los peques empiecen la guardería.
—¿Una copa para entonarnos? –preguntó Salma, girando el tema de
conversación que se había prometido eliminar esa noche.
—Venga, ¿qué me ofreces?
—Pues para empezar una copa de cava. Lo he mandado traer esta tarde.
—Ni me acuerdo de la última vez que saboreé una de esas –señaló
Teresa mientras Salma descorchaba la botella.
Brindaron por la noche, por la vida y por la amistad que tantos buenos
momentos les había regalado. Rieron haciendo algunas bromas, recordando
lo locas que estaban antes de que sus caminos se hubieran separado y se
abrazaron.
—No nos pongamos sentimentales, que hay que acabar con lo tuyo –
dijo Salma, apartando de su cabeza la nostalgia por un pasado que no
volvería y volviendo a brindar por el presente–. Elige el vestido que nos van
a dar las uvas y la noche promete –sonrió, dando unas palmadas.
—Como si fuera tan fácil –resopló Teresa delante del espejo–, lo tuyo
ha sido fácil, con ese tipo que Dios te ha dado.
—Y ese fajo de billetes que me he gastado, que Dios no ha tenido
mucho que ver en esto. A ver si te crees que esto es cosa del divino.
—Ya, pero yo es que ahora…
—No valen las excusas. Ahora es cuando te tienes que vestir como si
fueras esa guerrera que llevas dentro. Yo te recomiendo este de color azul
eléctrico. Te queda que ni pintado. Y disimula a la perfección cualquiera
sobra que consideres. Además, te lo digo en serio, te veo muy bien. Mejor
de lo que me esperaba –confesó Salma ante el asombro de su amiga, que se
había quedado en sujetador y bragas–. La cuestión es vestirse de forma
adecuada para cada momento. Las camisetas anchas y los pantalones hasta
los sobacos están muy bien para fregotear y para alejar cualquier tentación,
ya me entiendes. Pero no es el caso.
—¿Entonces este? –señaló Teresa, revisándose por enésima vez ante el
espejo mientras Salma la observaba con cara de circunstancias.
—Resalta la forma de tus hombros y además te hace una figura
estupenda. Este será perfecto para los complementos que he reservado para
ti. Ahora verás –añadió Salma desapareciendo durante unos segundos.
—Miedo me das.
—Y haces bien en tenérmelo. Hoy mando yo –sentenció, abriendo una
de las cajas que traía entre las manos.
—¿Y eso? –preguntó Teresa, llevándose las manos a la boca–, yo no sé
si podré llevar eso. No me he puesto una en la vida.
—Pues divinamente, igual que yo llevo la mía. Son de pelo natural, y
hechas en uno de los Atelier más selectos de la ciudad –le aclaró Salma,
mostrándosela desde todos los ángulos–, esta venía en una caja aparte
porque es más cara, pero mira qué bonita.
Era una pieza de color negro, de corte bob, rizada y a capas con
flequillo. Radicalmente distinta a la media melena recta con la que Teresa
había dado fin a su larga cabellera de tantos años, tras el nacimiento de los
mellizos.
—¿Y esto cómo se agarra al pelo? Al mío, digo. Yo soy de tocarme
continuamente, y más cuando estoy nerviosa. Ya me pica la cabeza solo con
pensarlo. Imagínate que se me mueve en el peor momento. Me muero de la
vergüenza. Entre eso y la incontinencia vaya compañía que te has buscado,
guapa.
—Pues nada, le ponemos un poco de pegamento y listos. De ese con el
que se fijan los cuadros en la pared
—¿En serio? –preguntó Teresa, abriendo la boca.
—Mira que eres pueblerina cuando te pones, ¿eh? Esto va sin nada.
Encajado en tu cabecita.
—Oye, sin faltar –se quejó Teresa, disimulando un enfado–. Que quien
tuvo, retuvo como se suele decir. Solo es falta de práctica.
—Va perfectamente acoplada a la forma de tu cabeza. Una vez que se
coloca ya no se mueve. Estaría bonito que se cayera en mitad de la noche y
con dos copas de más. Primero hay que recoger bien tu pelo con una
redecilla.
—Si tú lo dices –contestó Teresa no estando convencida del todo.
—Perfilaré bien tus ojos y tus labios con un color muy natural, dándoles
un poquito de volumen.
—¿A los ojos? –se asombró Teresa, cada vez más inquieta.
—No, bruta. Los ojos no. Me refiero a los labios, ¿o quieres parecer un
besugo vestido de azul eléctrico? Tengo un labial que provoca un
considerable aumento del volumen durante unas horas. Es fantástico y
quedará perfecto con esta peluca. Y añadiremos esto para rematar y que no
te conozca ni tu madre –señaló hacia el par de lentillas que había comprado
para Teresa.
—Eso no, te lo suplico. No puedo con la sensación de tener algo pegado
en los ojos. Ya sabes que preferí operarme de la vista antes que tener que
usarlas a diario.
—Lo sé. Pero te las pondré yo, y será un segundo. Tengo mucha
práctica también con eso. Y son tan finas que no sentirás ni la más mínima
molestia. Además, ¿no quieres pasar desapercibida? Imagínate que te
encuentras con alguien que conoces en un momento, digamos,
comprometido. Ten, otra copa, que veo que te va haciendo falta. Esto será
lo primero, antes de maquillarte.
Teresa rehuía de Salma por toda la habitación, casi desnuda, con la
peluca en la mano, negando una y otra vez ante la persecución de Salma
con las lentillas de color azul que había comprado para ella.
—Te digo una cosa –la amenazó Salma–, que te pones las lentillas… te
las pones, te lo digo yo. Por mi padre que te las pones –repitió poniendo
cara de pocos amigos–, a ver si por un detalle la vamos a cagar. Y no me
quiero ni imaginar el cargo de conciencia que tendrías hasta llegar a la
tumba. Seamos serias.
—Eso digo yo. No sé lo que te estás imaginando cuando hablas… como
si fuéramos a hacer una orgía.
—Ni confirmo ni desmiento –rió Salma, imitando a uno de los
personajes de una serie que veía a ratos en la televisión–, nuestro
«uniforme» de hoy es nuestra protección. Tradúcelo así y te sentirás más
tranquila. Cuanto menos sepa la gente sobre quienes somos mejor para
todos.
—¿Y esto lo haces muy a menudo? –quiso saber Teresa.
—Sí, varias orgías a la semana.
Ambas se miraron a los ojos, primero muy serias. Y el silencio de los
primeros segundos se rompió cuando las dos, al unísono, estallaron en
carcajadas.

Habían pasado más de tres horas desde el encuentro en la suite en la que


se alojaba Salma y esta, valorando lo tarde que se había hecho, consideró
varias posibilidades. A pesar de que ya había caído la primera botella de
cava, Teresa seguía tensa ante las múltiples situaciones que le planteaba y la
culpa por estar a punto de retomar la aventura de una noche que se
avecinaba intensa. En previsión de lo que ya se había imaginado, encargó la
cena en el hotel para que se la llevaran a la habitación y anuló la reserva
que había hecho en el restaurante. Comieron, bebieron y rieron como antes;
cuando nada se resistía a dos mujeres que habían sido cazadoras de éxito.
—Estás buenísima. Si fuera un tío, hoy no te dejaría escapar –dejó caer
Salma al ver salir a Teresa del baño.
—Ya, ya. No te lo crees ni tú. Estoy irreconocible, eso no te lo voy a
negar.
—Un baño de autoestima es lo que te hace falta. ¿Todavía no follas en
condiciones? Déjalo, no sé si quiero saberlo –resopló Salma.
—No hemos recuperado el ritmo de antes. Manu me busca, aunque no
tanto como antaño. Y no se lo reprocho.
—Me lo temía. Pues dale caña, que es lo que algunos hombres
necesitan. Que muera la mojigatería y vivan las pécoras.
—No es tan fácil. Él llega muy agotado y acumula mucho estrés laboral.
Tú sabes. Por cierto, todo muy bien hasta ahora, aunque no creo que
aguante ni dos asaltos estos tacones.
—Seguro que sí. Y tampoco son para tanto, mira los míos –señaló hacia
sus pies, dejando ver los zapatos que había decidido ponerse.
Ambas suspiraron frente al espejo viendo en lo que se habían
convertido.
—¿Preparada?
Antes de contestar, Teresa respiró hondo, alisó su vestido, se acercó
orgullosa al cristal que las reflejaba comprobando lo bien que le quedaban
aquellas lentillas de color azul y tocó los rizos de aquella melena que tanto
la favorecía.
—Siempre me ha gustado el pelo ondulado. ¿Recuerdas cuando
dormíamos con los rulos puestos toda la noche? Qué suplicio.
—Cómo olvidarlo.
El teléfono de Salma la avisaba. El taxi las estaba esperando en la
puerta del hotel.
—Tenemos que irnos.
—¿Ya? –preguntó Teresa, haciéndose la sorprendida.
—Si te parece nos quedamos aquí tomándonos un poleo menta mientras
nos tragamos una telenovela.
—No sé si estoy preparada.
—En un rato podrás comprobarlo. Y recuerda. Te llamas Sofía.
Acuérdate de la actriz. Y recuerda también, aunque estés bebida Teresa se
queda aquí esta noche. No existe. No sabes quién es.
—¿Y tú? Cómo te llamas tú –soltó Teresa, dejando salir una risa
nerviosa que Salma conocía muy bien.
—Pues esta noche he decido que seré Victoria. ¿No dices que me
parezco a esa de Crepúsculo? Una de las malas. Me encanta ese punto
canalla.
—¡Cierto! –exclamó Teresa–. Reconozco que me hice muy fan de la
saga. Aunque no lo diga en público.
—Yo también –confesó Salma–, aunque si lo cuentas tendré que
chuparte la sangre hasta dejarte seca como un esparto.
—Me lo pensaré –rompió en carcajadas Teresa–. Y otra cosa. Cuando
dices que esta noche serás, ¿tengo que interpretar que barajas otros
nombres?
—Querida. Lo que hay ahí fuera es la jungla y yo llevo todas las armas.
Gana el más fuerte, y no siempre es el que más presume de ello. No te haré
el cuento largo que nos darán las uvas aquí y ya tengo ganas de oler lo que
se cuece ahí fuera. En estos años me he «graduado» en algunos asuntillos
que ahora mismo te pondrían los pelos de punta. O quizás otra cosa que no
son los pelos. Tú decidiste volver a la casilla de salida, o a la cárcel con
barrotes de oro, según se mire. Yo he recorrido varias veces todos los
senderos que llevan a ganar cada partida. Y cuando juego, quiero vencer.
Mi procedimiento con los hombres: ¿Te gusta?, te lo quedas, lo usas y lo
olvidas.
—Ay sí, ya me contarás –dijo Teresa frunciendo el seño–, porque creo
que me estoy perdiendo. No sé si serán las copas de cava que ya llevo
dentro, o qué. Oxidada, así me siento, y acojonada también. Mucho –
recalcó.
Ella se había enfrentado muchas veces a esa sensación de vértigo que
provoca lo desconocido y lo prohibido para mentes poco abiertas. Nunca se
habría imaginado de qué había sido capaz hasta que lo había intentado,
echándole el valor que nunca antes la había caracterizado. La diferencia era
que lo había hecho sola. En el fondo se sentía en la obligación de cuidar de
aquella mujer con la que había vivido momentos memorables que ahora
parecían lejanos. La había forzado, lo reconocía, y estaba dispuesta a
cualquier cosa por ella; por la única persona a la que todavía podía
mostrarse como la mujer real que era.
—¿Vamos?
—Que sea lo que Dios quiera –sentenció Teresa, hecha un manojo de
nervios.
—Que así sea –repitió Salma alzando los brazos para formar la Uve de
victoria–. Madrid, tiembla. ¡Llega el tornado!
Ese había sido su lema.
CAPÍTULO 9

El primer asalto había ido bien. Salma había elegido un lugar tranquilo
en el que habían tomado su primera copa. Un club al que había ido algunas
veces al principio. Teresa se pegaba a ella intentando controlar las
sensaciones de encontrarse en su nuevo envoltorio. Tenía la impresión de
ser observada continuamente, como si quienes la miraban supieran que
dentro de aquella fachada casi perfecta había una madre que estaba
cometiendo un pecado.
Salma procuraba darle conversación, remarcando continuamente su
nombre para asegurarse de que recordaba que allí era Sofía, y no Teresa. A
ella le daba la risa y la miraba.
—¿Te parece que sigamos la ruta? ¿Te sientes bien?
—Estoy bien, para qué nos vamos a engañar. Este cóctel está buenísimo
–afirmó Teresa, saboreándolo. ¿Cuál es la siguiente parada?
—No muy lejos de aquí, pero pediré un taxi. ¿Cómo llevas los pies?
—Siguen dentro de los zapatos. Increíble. ¿Dónde los has comprado?
—En el centro. Con lo que cuestan, si te hacen rozaduras los denuncio –
exageró Salma, terminándose la copa.
—Hay un tío allí al fondo, junto a la puerta del baño, que no me ha
quitado el ojo de encima desde que hemos entrado.
—Lógico. Lo que me extraña es que solo haya sido uno.
—En realidad han sido unos cuantos –confesó Teresa–. Pero eran
feísimos –se carcajeó–, al menos ese está bueno, muy bueno.
—Algunos no tienen los encantos a la vista, ya me entiendes –la
sorprendió Salma, dándole un repaso al tipo que no dejaba de mirarlas–,
otros solo se conforman con mirar. Voy a pagar esto y nos largamos. Esto se
empieza a poner aburrido –añadió Salma, dejándola sola durante unos
segundos en los que el individuo aprovechó para acercarse a Teresa.
—¿Puedo invitarte a una copa? –preguntó él, lanzándole una mirada
felina.
—No, muchas gracias, contestó Teresa, sintiendo un escalofrío que puso
en tensión todo su cuerpo.
—Tu copa está vacía –insistió el extraño.
—Normal, ya se la ha bebido –intervino Salma, saliéndole al paso ¿Nos
vamos, Sofía? –indicó, ante el gesto de contrariedad del tipo.
—Claro, Victoria –le devolvió Teresa, sonriéndole al hombre–, otro día
será, majo –añadió.
—Conozco un lugar muy interesante en el que seguro que encajamos
los tres –insistió el desconocido, siguiéndolas mientras ellas se
encaminaban a la salida.
—No nos interesa, de verdad –respondió Teresa, incómoda –además,
nos esperan nuestros maridos ahí fuera, por si lo quieres saber –contraatacó
con lo primero que se le había venido a la cabeza.
Salma no quiso interponerse en el diálogo. Cogió a Teresa por el brazo y
ambas salieron de allí, dejando al solitario sujeto con dos palmos de narices.
—¿De verdad crees que estamos vestidas para que vengan nuestros
maridos a buscarnos? –la interpeló Salma, ya dentro del taxi–, no dejas de
sorprenderme –se carcajeó delante de su cara–, aunque te voy a decir una
cosa… Eres muy divertida.
—Es lo primero que se me ha ocurrido –se defendió Teresa, con cara de
circunstancias.
—Te iba a dar un aprobado alto, pero con esto has suspendido, y tienes
una opción de reválida para recuperar la triste excusa que acabas de poner.
—Ha sido gracioso, ¿no? Fíjate en la cara que se le ha quedado al tío.
Vamos a por ese aprobado –se animó Teresa, ya casi en su salsa.
—Mucho te tienes que esforzar, querida. Déjenos aquí, por favor –
indicó al taxista, que las miraba de reojo desde el espejo retrovisor.
—Yo no veo ningún Club.
—Tú verás lo que yo te diga –la cortó Salma, pagando la carrera y
bajando del coche. Permanecieron allí hasta el que hombre desapareció de
su vista.
—Cuando te pones mandona, das asco ¿sabes? –le devolvió Teresa,
ajustándose el vestido–. Ya no me acordaba de esa parte de tu carácter. Y
créeme, no la echaba de menos. Total, ¿a dónde dices que me llevas?
—A un Estrip Club que pega con tu vestido. Es nuestra segunda parada.
Siempre prefiero quedarme a un par de calles de distancia. Los taxistas son
muy curiosos y siempre saben más de lo que deben. Tomo mis medidas.
—Qué misteriosa te pones, chica. Eso sí, se nota que no has hecho esto
ni una ni dos veces antes.
Llegaron a las puertas de un lugar más bien discreto. Bajo el criterio de
Teresa aquello no parecía un Club pero no quiso opinar y arriesgarse a otra
bronca de Salma. Lo estaba pasando bien, se sentía más relajada que al
principio y se extrañó al comprobar que seguía en pie. No trasnochaba
desde hacía una eternidad, se dijo mientras seguía a su amiga a través de un
largo y oscuro pasillo que solo se iluminaba por una hilera de pequeñas
luces de color azul. Al fondo, alguien las esperaba sonriendo mientras
Salma le devolvía el gesto.
—Señoras, bienvenidas, saludó el portero.
El hombre más negro, más fornido y más alto que jamás había visto
Teresa. Su piel brillante y oscura como el azabache contrastaba con su
perfecta dentadura y unos ojos que parecían clavarse en ellas como una
lanza.
—Madre del amor hermoso, qué barbaridad –susurró Teresa, bajando la
vista ante la penetrante mirada que parecía dejarla desnuda.
Salma sonrió de nuevo, intuyendo que se iban despertando en su amiga
los viejos instintos. Se acercó a ella y le dijo al oído:
—Aquí hay unos cuantos como este. Y llevan menos ropa.
—Pues no sé a qué estamos esperando –le contestó ella, en voz alta.
—Tienen su mesa preparada en la sala de las hadas. La número sesenta
y nueve. Espero que disfruten de la experiencia y de nuestro espectáculo.
Afirmando con la cabeza, ambas mujeres se adentraron en el lugar y
fueron recorriendo parte del local, observando los diferentes ambientes que
se mezclaban con los clientes y las pantallas gigantes que proyectaban
películas de sexo. La sala a la que se dirigían estaba en uno de los extremos
del Club. Teresa intentaba disimular su asombro, observando con disimulo a
las personas que se iban cruzando a su paso y que también la miraban sin
reparos.
—Pero si esto parece un bosque encantado. Un bosque porno, para ser
exactos. Y todo es de color azul –comentó Teresa, no queriendo parecer
muy sorprendida, aunque su cara mostrara lo contrario.
—Ya te lo he dicho, pega con tu vestido –contestó Salma.
—¿Y qué hay en la sala de las hadas?
—Ahora lo verás. No te impacientes y vamos a sentarnos. ¿Qué te
apetece tomar?
—Lo mismo que tú –respondió Teresa.
—¿Estás segura?
—Si es bueno para ti, también lo será para mí. Además, creo que me
hace falta algo más fuerte. Por cierto, ¿es mi imaginación o tú también los
has visto?
—A qué te refieres –contestó Salma, atrayendo la atención de uno de
los camareros que pasaba por allí cerca.
—Me ha parecido ver a un tío montado encima de una mujer, haciendo
movimientos sospechosos. Diría que desnudo, pero no he podido fijarme
bien.
—Es posible. Lap Dance. Forma parte de los espectáculos –aclaró
Salma.
—Vale, ni idea de lo que es eso. En mi pueblo se llama restregarse. O
follar según se mire si la cosa va a más, aunque claro, como todo está tan
moderno… Tú y yo no íbamos a estos sitios tan extremos.
Teresa no sabía qué palabras utilizar para describir todas las sensaciones
que le provocaba encontrarse allí.
—Pues sí, al final si hay consenso pueden ir a una sala privada y follar.
El cliente, o la clienta, deciden. Aunque suene extraño, si no te mueves en
estos ambientes, todo está codificado, controlado y respetado. Ya irás
viendo.
—Entiendo. Al final esto acaba en final feliz, y aquí mismo. Muy
cómodo, así no tienen que moverse del sitio –ironizó Teresa, atraída por la
explicación de su amiga.
—Aquí tienen sus bebidas –anunció el camarero.
—¿Y todos son negros? –preguntó Teresa, fijándose en lo escultural de
aquella criatura que dejaba las bebidas sobre la mesa.
—No tengo ni idea.
—¿Pero no habías venido aquí antes?
—Pues sí, pero he estado en otras salas. La verdad es que más pendiente
de lo mío.
El interrogante se dibujó en la cara de Teresa, y se moría de ganas de
conocer los detalles de su misteriosa compañera. Salma permanecía en
silencio, ante la atenta mirada de su amiga.
—No creerás que voy a quedarme con las ganas, ¿verdad, Victoria? –
preguntó, marcando con retintín su nombre–, venga, cuéntame. Y no te
dejes nada en el tintero.
Salma sopesó las posibilidades que se abrían en ese instante y se debatió
durante unos segundos con cuál de las versiones quería que Teresa
conociera más sobre ella. Y decidió.
—Verás, Sofía –contestó, siguiéndole el juego–, yo vengo aquí desde
hace algún tiempo. Y nunca soy la misma. Mejor dicho, soy varias mujeres.
No sé si me explico.
—Hasta el momento muy bien. Solo hay que ver en quienes nos hemos
convertido esta noche. Después de esto te creo capaz de cualquier cosa.
—Exacto. Conoces mi vida como yo. Una buena parte. Para ser
sinceros, hasta que me desplacé a Barcelona para trabajar en La Agencia.
Luego todo cambió. Allí tuve que pasar lo mío. Sola, convaleciente todavía
y con un horizonte que al principio era más negro que el carbón. Después
siguieron los cambios. Poco a poco. Hasta que la cenicienta se convirtió en
princesa, pero sin príncipe fijo y sin más compromisos que los que yo
quisiera, que fueron más bien pocos. Me despojé de muchos prejuicios y
decidí que la vida eran dos días y uno me lo había pasado mirando hacia el
lado equivocado. Roberto había sido una pantalla; un reflejo de una realidad
demasiado limitada en la que yo solo era un trofeo y una gilipollas, como
bien sabes.
—Yo creo que te quería, al menos al principio –lo defendió Teresa,
arrepintiéndose de inmediato de lo que acababa de decir.
—No me jodas. Eso creía yo también, pero tuve mucho tiempo para
pensar y llegué a la conclusión de que lo que más le gustaba de mí era mi
dinero. Yo me partía los cuernos, y nunca mejor dicho, para ganarlo. Y él
era el mejor para gastárselo, hasta que se le acabó el chollo. A la vista está.
Arruinado y solo como se merece. Y no quiero gastar ni un minuto más en
recordarlo. Además, era muy malo en la cama –frivolizó, chascando los
dedos–. Eso tampoco lo supe hasta después. No te imaginas lo que hay por
ahí en el mercado.
—Bueno, yo también he tenido lo mío antes de Manu.
—Sí, sí –afirmó Salma, llevándose la copa a la boca–, si tú supieras.
—Pues suelta por esa boquita, que me tienes en ascuas.
Salma hizo un resumen de sus andaduras en redes sociales y de algunos
de los perfiles que había inventado para sus primeras citas; de los primeros
hombres con los que había empezado a conocer el sexo desde otros
horizontes; de las primeras experiencias en grupo y de cómo había ido
perfeccionando sus habilidades para que ninguno de ellos pudiera descubrir
quién era en realidad. No podía jugarse la reputación de borde que tanto
trabajo le había costado. Teresa la escuchaba, atenta y entusiasmada,
dejando su copa vacía antes de que Salma terminara de desvelarle algunos
secretos que la habían acompañado en los últimos años. Le habló de Diego,
el único al que había permitido una relación diferente y de su equivocado
enamoramiento. También le habló de sus normas, esas que aplicaba con
todos los que habían pasado efímeramente por su vida hasta el momento.
—¿Pedimos otra? –señaló Salma, elevando su copa también vacía.
—Esto está divino –afirmó Teresa, mojándose los labios con la lengua
paladeando los restos de la bebida–. Y yo no sé cómo acabaré la noche.
Pensé que no aguantaría el primer asalto, pero ya me ves, hecha una
campeona, vestida de Sofía y alucinando contigo. Chica, creo que me he
perdido cosas muy interesantes –sonrió Teresa, reclinándose hacia atrás en
la butaca–. Es cómoda, ¿eh? Además, esta posición es peligrosa.
Demasiado relajada.
—Ya puedes decirlo. Y no lo hagas. De lo contrario estarás dando una
señal a los bailarines.
—¿Una señal?
—¿Recuerdas lo del Lap dance? –sonrió Salma, viendo cómo uno de
los empleados del local se acercaba hasta ella.
—¿Tienen alguna preferencia? –le preguntó la chica que se había
aproximado a Sofía sin que ella se hubiera dado cuenta.
Teresa dio un respingo y miró a Salma, sin entender una palabra, y esta
se echó a reír mientras avisaba al camarero para que les trajeran dos nuevos
cócteles.
—Solo estábamos probando lo cómodos que son estos sofás. Muchas
gracias –salió Salma en su ayuda–, quizás un poco más tarde –le aclaró a la
camarera.
—Cuando gusten –contestó la muchacha muy educadamente–. Nuestro
nuevo espectáculo comienza en quince minutos. En la sala azul, la grande –
aclaró la joven, dirigiéndose a ambas mujeres.
—Muchas gracias. La conozco. Enseguida iremos.
—No las he visto por aquí antes –se interesó la mujer, haciéndole una
señal con la mano a uno de los empleados que pasaba por allí–, déjenme
que tengamos un detalle con ustedes. Siempre es agradable complacer a
nuestros clientes, y más si es su primera vez.
—Cierto –mintió Salma, pero tenemos muy buenas referencias de este
lugar. Muchas gracias –reiteró, afirmando ligeramente con la cabeza.
De repente, una mujer y un hombre se acercaron y se sentaron junto a
ellas. Salma mantenía una sonrisa mientras Teresa miraba la escena,
totalmente desconcertada. De repente se había puesto nerviosa.
—Buenas noches –dijo el chico, dirigiéndose a Teresa.
—¿Qué tal? –contestó Teresa, sintiendo la tensión en todos los
músculos de su cuerpo.
Otros dos camareros trajeron las bebidas y Teresa se agarró a ella,
dando dos sorbos seguidos.
Salma se había puesto a charlar con la mujer, una exótica fémina de
rasgos orientales que se comportaba con su amiga como si se conocieran de
siempre. Era incómodo, pensó Teresa, pero no tenía nada que perder, y
después de un suspiro y un trago más se lanzó.
—Muy bien. ¿Y tú? Soy Sofía.
—Encantado, Sofía. Yo soy Iván.
¿Y ahora qué? Pensó Teresa, buscando la manera de no parecer una
pardilla. Estaba claro que se estaba metiendo en la boca del lobo, y
mantenía restos de culpa en su conciencia, pero ya era tarde para
arrepentirse. Salma la observaba con disimulo y en un instante en que cruzó
una mirada con ella, le guiño un ojo.
—Encantada, Iván –respondió Teresa.
—En unos minutos comienza el espectáculo en la sala azul y tendré que
ausentarme durante un rato, pero luego puedo volver contigo.
—¿Eres uno de los bailarines? –se interesó Teresa, aliviada con la
perspectiva de no tener clavada su mirada durante mucho más tiempo en su
escote.
Alto, moreno y con una musculatura que cortaba la respiración, se dijo
ella experimentando un repentino pellizco en el estómago mientras el joven
le retiraba uno de los rizos de su melena.
—En efecto. Uno de ellos. Espero tu veredicto después de la actuación
–la invitó, levantándose y haciéndole una señal a Elena, su compañera,
quien parecía estar muy interesada en la charla que mantenía con Salma.
—Hasta ahora, Sofía y Victoria. Un placer –dijeron ambos,
despidiéndose de ellas con una elegante sonrisa que ambas correspondieron.
—¿Hay algo que no me hayas explicado todavía? –preguntó Teresa
bajando la voz y acercándose a Salma.
—Algo sobre qué.
—Sobre lo que me ha parecido ver, así por encima. Porque ese –añadió
refiriéndose al escultural acompañante que acababa de desaparecer–, se me
ha insinuado así, cómo te diría, elegante pero directo. No sé cómo
expresarlo. ¿Resulto atractiva? –soltó de repente junto a una risilla aguda,
fruto del segundo cóctel que ya se había terminado–. Y otra cosa, ¿tú estás
segura de que esto es bebida normal? Suerte que ya no les doy la teta a los
mellizos, que si no…
—Vamos por partes, que te veo muy embalada –apreció Salma,
viéndola sonreír–. Hay muchas cosas que todavía no te he contado, pero es
que en una noche no nos da para todo. Eso solo significa una cosa, así que
ya lo sabes. Además, las impresiones fuertes hay que dosificarlas para que
no se atraganten.
—¿Follas también con mujeres? –preguntó Teresa sin rodeos.
—Pues sí, a veces –contestó de igual manera su amiga, posando una de
sus manos sobre la rodilla de la sorprendida Sofía–. Aunque tiene que ser
muy especial y la verdad es que no ha ocurrido muchas veces. Es distinto,
más elegante, o no. Todo depende de lo que busques y de lo que te ofrezcan.
Nunca es igual, y siempre aprendes. Ser liberal en el sexo no significa que
te guste todo. En nuestro caso, hoy, creo que nos han catalogado como
pareja.
—¿Tú crees?
—Tiene toda la pinta. En tal caso, suelen acercarse mujeres y hombres.
Para tantear las posibilidades de compartir algo más que una charla, ya me
entiendes.
Teresa no pestañeaba. Y no porque fuera una mojigata, sino porque
intuía que todo aquello que le quedaba por descubrir de la que esa noche era
Victoria era solo la punta del iceberg.
—¿Pedimos otro? Esto está riquísimo –fue toda la respuesta que se le
ocurrió en ese momento.
—¿Estás Segura? Te veo muy lanzada.
—Segurísima. Tanto como que aquellos tipos de allí no nos quitan ojo
de encima desde hace ya un buen rato. Y no están nada mal, aunque igual
son gais. Vaya, ahora los he perdido de vista –se quejó Teresa, elevando el
cuello para buscarlos en la penumbra.
—Pareces un telescopio –se burló Salma, quitándole importancia al
comentario.
Allí todo el mundo miraba y observaba a los demás. Unos con más
gracia que otros. Solo era cuestión de tiempo que alguien se les acercara
ofreciéndoles algo más que un intercambio de palabras.
—No te lo he comentado, pero por si acaso. Cuando alguien se te
acerque y te acaricie el hombro mientras te pregunte cualquier cosa, tienes
que reaccionar.
—¿Reaccionar? Te refieres a que le ponga cara de perro, o qué hay que
hacer exactamente –volvió a reírse Teresa.
—Significa que puede querer sexo contigo. Si le retiras la mano, él o
ella entenderán que no estás en su lista de posibilidades. Si solo miras, o
asientes pensando que así eres más educada estarás dándole permiso.
Existen algunas palabras que también indican si se ha traspasado alguno de
tus límites. Bueno, no te quiero asustar, solo avisarte.
—¡Y me lo explicas ahora, cabrona! –se alteró Teresa, pronunciando la
expresión con un tono de voz más elevado de lo conveniente y girándose
hacia todos lados.
—Si estás borracha nos vamos.
—De eso nada, monada. Pedimos otro de estos –sugirió Teresa, ya más
calmada, señalando las copas vacías–, ya si eso luego nos vamos a dónde tú
digas. Eso sí, después de la actuación, que no quiero perdérmela.
—¿Podemos invitaros a esa copa? –escucharon ambas a su espalda.
Salma sabía que no era más que cuestión de tiempo y sonrió, sin
volverse.
—Todo depende –se dirigió a ellos sin mirarlos, mientras Teresa
observaba cómo se disponían a dar la vuelta y se encaraban hacia a ellas,
esperando ser invitados a acompañarlas. Teresa buscó en los ojos de Salma
la aprobación que esta le dio esbozando una sonrisa.
—No recuerdo haberos visto por aquí –habló uno de ellos.
—Yo tampoco –respondió Teresa, tomando la iniciativa por primera vez
en la noche mientras Salma continuaba sin girarse.
El extraño sonrió, acercándose un poco más a ella.
—Peter. Encantado.
—Victoria –nombró Teresa, señalando a su amiga–. Sofía –añadió,
apuntando con el dedo índice hacia su escote.
Salma se sintió incómoda y no solía dejarse llevar por los espontáneos,
pero accedió a los deseos de Teresa, dejando que ambos hombres se
sentaran junto a ellas. La luz de buena parte del local se había hecho más
tenue, y miró su reloj, ajena al interés que ambas habían despertado en los
recién llegados. Quedaban pocos minutos para que los bailarines ofrecieran
sus espectáculos más calientes. Y era el momento de salir de allí o dejarse
llevar. Era su primera vez en compañía y no podía evitar sentirse alerta y
estar pendiente de Teresa en todo momento. Su cuidado por ella restaba
habilidades en su habitual modus operandi, y no estaba acostumbrada.
Aquella noche la prioridad era ella y fue lo que pensó cuando la irritación
momentánea podía agriar la noche. Cuidarla y dejar que se divirtiera con
algunos de sus nuevos descubrimientos era su objetivo. No podía permitir
que los remordimientos pudieran estropear lo que ella y su marido habían
construido hasta el momento pensó, sin percibir que mientras ojeaba unos
correos personales en su teléfono, el acompañante de aquel falso inglés, se
había situado frente a ella.
—¿Concentrada en el trabajo? –le preguntó él, sacándola de sus
cavilaciones.
Salma se giró despacio repasando de reojo, y de abajo hacia arriba, el
aspecto del intruso hasta llegar a su rostro, aunque no podía apreciar todas
sus facciones. El foco que se situaba justo en la nuca del hombre se lo
impedía. Se percató de que él le ofrecía una sonrisa abierta cuando de
repente el Don Juan se agachó ofreciéndole su mano, algo que la
sorprendió. Al verlo de cerca cruzaron sus miradas y un frío repentino
recorrió todo su cuerpo dejándola helada. Su cerebro se activó y la alerta se
dibujó en su cara, aunque él no podía saberlo. Jugaba con ventaja, se dijo
intentando serenarse, y aún así se sintió desnuda por primera vez en mucho
tiempo. Confió en su sangre fría y en su profesional caracterización. Alargó
la mano y al contacto templado de aquel encaje apretó la mandíbula,
maldiciendo la hora en la que habían ido al Club.
—No creas, solo estaba disimulando –contestó al fin, enmascarando el
acento.
—Pues lo haces muy bien, ¿argentina? –preguntó él, acercándose al
hueco que Salma había dejado libre.
—Descendiente, sí. Pero vivo aquí hace algún tiempo –se extendió en
explicarle, sin saber muy bien por qué.
Recordó entonces que ese detalle no lo había comentado con Teresa.
Tampoco imaginó que lo encontraría allí, en otra ciudad.
Salma iba maldiciendo la suerte de que, a pesar de las escasas
probabilidades de encontrarlo allí, lo tenía delante de sus narices. Como si
no hubiera más sitios de copas en todo el planeta, pensó. Y, sin embargo,
allí estaba plantado delante suyo, con su eterna sonrisa, imaginándose que
con ella se iba a llevar el premio gordo de la noche. Se contuvo, no tenía
otra forma de resolver aquello, aunque se quedara con las ganas de decirle
que las compañías solía escogerlas de otro modo, que le estaba estorbando,
que si no había otro puto lugar en el que estar y que su entrada había sido de
todo menos triunfal. Ya no quedaban tipos que se dirigieran a una mujer con
aquella frase. Debían de estar todos muertos, ironizó en su cabeza aliviando
así parte de la tensión que la atenazaba. Y controló su primer instinto, el
que le salía justamente en el trabajo cuando quería sacudirse de un plumazo
a un baboso. Miró a Teresa y ella parecía sentirse muy cómoda con la
compañía así que contó hasta tres y decidió ponerse en su papel, el que le
tocaba actuar aquella noche.
—Estábamos a punto de ir a la sala –señaló con la cabeza, evitando en
lo que pudiera que Eduardo la siguiera mirando como quien ve una Diosa–.
El espectáculo promete –añadió, llevándose a los labios la copa que
acababan de traerle–. Yo que vosotros no me lo perdería –los invitó a
desaparecer de escena de la mejor forma que se le había ocurrido–. Y
tampoco creo que tardemos en marcharnos –aclaró, esquivándole de nuevo
la mirada a Eduardo.
—Tienes unos ojos preciosos y todavía no sé tu nombre –volvió al
ataque el hombre.
Ahora mismo me los arrancaría pensó Salma, violentada con una
situación que empezaba a ponerla nerviosa. Estaba segura de que no la
reconocería, pero aquel tío era muy observador y muy discreto repasándola,
aunque a ella no se le escapaba que le estaba haciendo una radiografía
completa.
—Ni yo el tuyo –respondió Salma, traicionada por la sensación de
sentirse en desventaja, a pesar de su apariencia.
—Eduardo. Mucho gusto –añadió, acercándose a su mejilla para
besarla.
Salma permaneció inmóvil, recibiendo el contacto de sus labios,
húmedos y carnosos, muy cerca de los suyos. Demasiado, se dijo mientras
percibía la suave fragancia que dejaba en el aire.
—¿A secas? Me refiero al nombre –puntualizó Salma, sosteniéndole la
mirada.
Salma quería saber si su colega iba al descubierto en aquellos
ambientes. Muchos lo hacían sin ningún pudor. Y la ponía caliente tenerlo
tan cerca, a pesar de lo embarazoso de la situación que estaba intentando
valorar mientras esperaba su respuesta. En cualquier otra ocasión, cuando
un hombre le gustaba el comienzo del juego sexual habría estado cargado
de miradas e insinuaciones que habrían terminado en alguna de las salas
que conocía muy bien. Sopesar hasta dónde estaba dispuesta a llegar
aquella noche con Eduardo era un reto que rondaba en su cabeza. Y eso
activaba todas sus armas, las mismas que chocaban con su presencia.
—Bueno, también tengo apellidos. Como tú, imagino. Aunque no creo
que el dato sea relevante. Solo te lo diré si prometes quedarte un rato más.
Charlando, o lo que tú quieras –flirteó ante la mirada fulminante que Salma
acababa de lanzarle.
—Yo soy Victoria –anunció ella–. A secas –añadió para evitarse que él
repitiera la misma pregunta. Sabía que era propenso a devolver las pelotas,
y eso le reventaba, aunque desconocía cómo sería cuando se vestía de
negro, como era el caso de esa noche.
—Siento parecer muy clásico, pero tengo la sensación de haberte visto
en algún otro lugar. ¿Es posible?–puntualizó Eduardo, sabiendo que podía
jugársela.
—No cuela, ni lo uno ni lo otro. Clásico no diría yo –arremetió Salma,
poniendo en marcha sus motores–, aunque sí un poco… cómo expresarlo
para no parecer demasiado directa…
—No importa. Déjalo. ¿Llevas aquí mucho tiempo? Lo digo por tu
acento.
—No demasiado aunque a veces me parece una eternidad –afirmó ella,
esquivándolo de nuevo–, aunque hay cosas que se pierden más deprisa de lo
que una querría.
La situación no iba a arreglarse, así que decidió zanjar el tema y sacar a
Teresa de su amigable encuentro. Ella y Peter charlaban, pegados el uno al
otro, con una conexión demasiado estrecha para tratarse de dos
desconocidos. Podía percibirlo. Y sin poder evitarlo le molestó.
—Querida, veo que vos la está pasando bien, y me alegro, pero te
recuerdo que tenemos una cita –interrumpió Salma con una cantinela que
Teresa recibió en sus oídos arqueando las cejas.
—¿Vos? –repitió perpleja, poniendo cara de chiste, a punto de estropear
la puesta en escena que Salma había preparado como parte de la
performance.
—Sí, yo también –contestó Teresa, sin saber si aquella era la respuesta
acertada o se estaba perdiendo algo.
Salma se acercó a su oído y le susurró:
—¿Me acompañas al baño?
—Claro, como en los viejos tiempos –sonrió nerviosa, esquivando a su
ligue. El hombre parecía haber triunfado con la despampanante mujer de
rizos negros que pensaba atrapar con sus habituales dotes de seductor–,
¿nos disculpáis? Volvemos enseguida –anunció Teresa, haciéndose la
interesante.
—Tenemos que largarnos de aquí, ¡ya! –le adelantó Salma mientras se
dirigían a los servicios–. Vaya mierda, joder. Me cago en todo –iba
despotricando sin parar–.¡No habrá más sitios en el mundo, que ha tenido
que venir aquí, esta noche, a casi seiscientos quilómetros de distancia! –se
quejó Salma–. Ahora te cuento. Por cierto, soy argentina, así que sígueme la
corriente mientras estemos con estos dos perlas. Un error por mi parte no
habértelo comentado antes. Me refiero a que cuando se presenta una
situación incómoda… ¡bah! –exclamó fastidiada–, acábate la copa en
cuanto volvamos y nos las piramos de aquí lo antes posible.
—Vale, vale, lo que tú digas. Para uno que se me acerca en condiciones
–se quejó Teresa–, es más joven que yo, eso salta a la vista. Pero oye, ¿tú
has visto lo bueno que está? Y total, tampoco voy a ponerme en un
compromiso aunque, ya que estamos, quería saber hasta dónde podíamos
llegar. Da gusto ver que aún te miran los hombres de esa manera. Bueno, si
me viera recién levantada saldría corriendo –bromeaba Teresa, parloteando
sin parar–. El otro también está como Dios, ¿te has fijado? Diría que te
miraba muy fijamente. Aunque claro, con el aspecto que tienes esta noche
cualquiera no se queda atrapado en tu cuerpo y en tu cara, chica.
—Si tú lo dices…
—¿Pero esto no iba de ligar? Ese tío te estaba devorando con los ojos,
que lo he visto nada más empezar. Yo no llegaré muy lejos, ya lo sabes. No
tengo intención de ser infiel a mi marido, ya sabes que me he vuelto muy
clásica pero tú, ¿dónde está el tornado? Me decepcionas, amiga –dejó caer
Teresa para picarla.
Salma estaba furiosa. Aquella forma de actuar parecía más la de dos
colegialas que de dos mujeres adultas que habían salido de caza.
De vuelta, con las pocas explicaciones que Salma le había dado, Teresa
se sentó de nuevo junto a su acompañante y empezó a charlar de nuevo con
él, dejando que Peter se acercara un poco más a ella.
—¿Os parece que nos acerquemos a la sala? –propuso Eduardo.
—Me parece una buena idea –respondió Peter invitando a Teresa a
levantarse–, Sofía, ¿me acompañas? ¿Nos acompañáis? –rectificó,
dirigiéndose también a Salma y a su compañero.
Teresa se puso en pie y miró a Salma, intentando descifrar en su mirada
qué tocaba hacer en ese momento pero su amiga seguía inmóvil,
debatiéndose en un mar de dudas. Cabían dos posibilidades: dar por zanjado
aquel desafortunado encuentro o seguir el juego más arriesgado en el que
había participado jamás. Aunque nunca lo reconocería, el problema no era
su cuerpo, su sonrisa y la más que razonable sospecha de que debajo de
aquellos pantalones había una buena recompensa para ella, reflexionaba en
silencio. El problema era él. Lo que representaba en su vida cotidiana y el
riesgo, por mínimo que fuera, de ser descubierta. En cualquier otra ocasión
se lo habría llevado a la cama sin pensárselo y lo habría castigado para que
la deseara con delirio.
—Quizás ellos prefieran quedarse solos –interpretó Peter, tomando la
mano de Teresa–, vamos y ya nos seguirán… o no –dejó caer detrás de una
seductora sonrisa–. ¿Pedimos otra copa? –sugirió, haciendo señales a la
camarera que pasaba por allí.
—Creo que esperaré un poco –contestó Teresa, comprobando los
efectos que el alcohol iba haciendo en su voluntad y en la falta de
costumbre.
—Quiero proponerte algunos juegos, no me falles preciosa –susurró
Peter en el oído de Teresa.
Ella lo miró abriendo mucho los ojos y volvió a sentarse. No estaba
preparada para aquello y de repente todo empezó a darle vueltas.
—Creo que lo mejor será dejarlo aquí –intervino Salma, viendo que la
situación de ambas se escapaba de las manos–, además, esto no funciona así
–remató, ante la atenta mirada de Eduardo, que permanecía en silencio.
Por deformación profesional, Eduardo estudiaba todos sus gestos, sus
palabras y aquella pose de mujer infranqueable, no dejaba de darle vueltas a
la cabeza. Y no conseguía localizar en qué momento podía haberse
producido ese encuentro del que estaba casi seguro. No iba a ser fácil con
Victoria, se decía mientras buscaba la forma de retenerlas. Se había puesto
caliente y quería follarse a aquella mujer allí mismo. Le gustaban los retos y
tenía uno delante de él.
—¡No! –exclamó Peter, pidiéndole a su amigo con gestos disimulados
que hiciera algo o aquel par de monumentos en forma de mujer
desaparecerían dejándolos con dos palmos de narices.
—Sí, sí –acertó a decir Teresa, palideciendo por momentos.
—Ha sido un placer –se despedía Salma sujetando a Teresa, viendo
como empezaban a doblársele las piernas.
—Tranquila, puedo yo sola –se avergonzó su amiga, sofocada por el
pésimo resultado en que se había convertido la noche.
Se dirigían a la puerta de salida, con la mayor dignidad que la
borrachera de Teresa permitía, cuando Salma sintió unos dedos alrededor de
su brazo. Se giró y era él, el maldito Eduardo, que no parecía darse por
vencido.
—Déjala en el hotel y vuelve tú sola. Te esperaré aquí –dijo sin
pensárselo dos veces.
—No se deja colgados a los amigos, ¿no te lo enseñaron de pequeñito
en el colegio? Además, ¿qué te hace pensar que estamos en un hotel? Eres
de los que hablan más de la cuenta y creen saberlo todo. Se nota que estás
fuera de tu ambiente. Creeme, cambia la táctica o volverás a casa como
llegaste, sin estrenarte –le lanzó, impostando el acento argentino.
—Te espero –repitió Eduardo, retrocediendo ante ella sin perder la
sonrisa, ignorando las lanzas envenenadas de aquella fémina que
acrecentaba en él su deseo de poseerla.
El duelo verbal despertó el deseo de Salma, pero no iba a ponérselo
fácil. Le gustaba el juego, pensó lamentándose.
—Esperar es de cobardes. Si había alguna posibilidad creo que no será
esta noche.
—Una hora –le devolvió Eduardo, ignorando la chulería de la mujer–,
estaré aquí una hora.
Estaba retándola, se dijo Salma sonriendo al darse la vuelta para que no
la viera.
—Lo siento mucho, vaya mierda de amiga que tienes –se lamentó
Teresa, avergonzada del triste papel que estaba jugando en la que suponía
su gran noche–, después de todo, te he hecho perder el tiempo.
—Era previsible, pequeña. Llevas demasiado tiempo fuera del mercado.
Pero no te preocupes, había que largarse de ahí cuanto antes. Cuando
lleguemos te lo contaré todo.
El taxi las llevó hasta el hotel y Teresa hizo verdaderos esfuerzos por no
vomitar en el ascensor. Iba tocándose la peluca, queriéndosela arrancar y
Salma se reía con ella. Era una gran mujer, aunque quizás el tiempo en el
que la noche no tenía fronteras había terminado. Había apostado fuerte y el
resultado no podía haber sido peor.
Teresa entró dando un traspié, buscando desesperada la puerta del
lavabo. Indicó a Salma con la mano que la dejara sola y durante unos
minutos vomitó todo lo que había bebido. Salma la esperó con una copa en
la mano, algo arrepentida.
—He traído la solución a tu problema. Toma –le dijo alargándole dos
pastillas con un vaso de agua–, una ducha y con esto dormirás como un
lirón el resto de la noche. Mañana serás una mujer nueva.
Teresa se abrazó a ella y empezó a llorar como una niña y Salma tuvo
que hacer verdaderos esfuerzos para no sumarse al llanto.
—Eres una tía cojonuda, y te he estropeado el plan. Y ese Eduardo está
colado por ti, te lo digo. Porque aunque esté borracha sé lo que me digo y
además… –siguió Teresa, balbuceando frases que apenas podían
entenderse.
—Ese tío trabaja para mí. Es uno de los nuevos en la empresa. Y es
bueno, aunque nunca se lo diga. Ya sabes que soy bastante borde.
—Esa es tu careta, pero eres una persona especial –pronunció Teresa
con algunos esfuerzos.
—Deja de hacerme la pelota –se burló Salma–, solo me protejo, y no me
va mal. En la jungla en la que tengo que lidiar cada día con ricachones,
estraperlistas del siglo XXI y empresarios que son capaces de vender su
alma al diablo por unos buenos dividendos, las mujeres seguimos siendo un
trofeo. Así que no me queda otra que marcar las distancias. Al principio era
agotador, pero ya tengo mucha práctica.
—¿Y estás segura de que no te habrá reconocido? –preguntó Teresa,
acomodándose entre las almohadas.
—No. Pero nunca me ha pasado lo de hoy. Al menos de una forma tan
directa. En estos sitios te encuentras con gente que conoces de aquí y de
allá. Divierte mucho observar cómo se comportan en esos ambientes. Y no
te digo nada cuando los ves desnudos. Para descojonarse, te lo juro. Y mira,
fuera complejos. Cada uno a lo suyo.
—Yo no he visto a nadie en pelotas, pero me habría gustado –aclaró
Teresa, achinando los ojos mientras soltaba unas carcajadas incontroladas.
—No era el momento, y tampoco hemos estado en las salas en las que
cualquier cosa es posible.
—Vaya –se quejó Teresa, bostezando–, pues sí que es casualidad lo
tuyo, chica. Qué mala pata, porque tenía un polvo el tío. Reconócelo.
—Después del susto me he planteado follármelo, pero no he dado el
paso. Lo bueno de esto – aclaró señalando su cara–, es que tú los reconoces
pero ellos a ti no. Juego con esa ventaja. Voy a por unas toallitas o dejarás la
almohada para tirarla.
Las revelaciones parecían haber espabilado a Teresa, pero solo era
momentáneo. Las pastillas que le había dado Salma le harían efecto en unos
minutos, se dijo observando cómo se relajaba y enroscaba su cuerpo como
un bebé.
—No sé si los dos Kilos de maquillaje saldrán de esta cara alguna vez –
balbuceó Teresa entre bostezos.
—Y tanto, ya verás –la ayudó Salma–, ahora a dormir. Con lo que te has
tomado no tendrás resaca.
—Vas preparada para todo, eres una máquina de pensar –sonrió Teresa,
dejando caer sus párpados mientras Salma acariciaba su brazo–, te quiero
mucho, amiga. Lo siento, de verdad, te he fastidiado la noche –fueron las
últimas palabras que pronunció antes dejarse caer en un plácido sueño.
Había transcurrido casi una hora desde que ambas amigas volvieran al
hotel y Salma continuaba inquieta. El recuerdo de Eduardo la martilleaba y
no dejaba de dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado. Sin
pensárselo dos veces abrió el armario, eligió un nuevo modelo y decidió
hacer lo que más deseaba en ese momento; volver a verlo. Comprobó que
su aspecto era igualmente irreconocible pero esta vez su atuendo estaría
acorde a su propósito. Se repasó el labial, se perfumó y bajó en busca del
taxi que ya la estaba esperando, con la esperanza de que siguiera allí.

—Buenas noches –repitió el atento portero al verla llegar, arqueando las


cejas ante la duda sobre si la había visto antes o no–, adelante, esperamos
que disfrute de la noche.
—Gracias –contestó ella, imitando la insinuante reverencia que el
hombre acababa de hacerle sin quitarle el ojo de encima.
Los pantalones negros de cuero, marcando todas las curvas; el corsé de
color azul eléctrico bien ceñido y con un escote casi imposible,
acompañado de una cazadora ajustada a la cintura, junto con unos aros
enormes que destacaban bajo su larga y espesa melena, no pasaban
desapercibidos para los que todavía no habían iniciado su partida. Sabía que
todos la miraban con ojos de deseo y curiosidad. Iba sola y eso solo
significaba una cosa, su propósito. Se acercó a la barra, invitada por una de
las camareras que le hizo un gesto con la cabeza. A la muchacha no se le
escapaba que era la misma que había venido antes acompañada de otra
mujer que parecía fuera de contexto.
—¿Qué te sirvo?
—El cóctel de la casa. No me gusta mezclar –respondió Salma.
—Perfecto. Las mezclas no son buenas; al menos estas. Esas de ahí son
otra cosa –señaló con la mirada hacia el fondo de la sala, algo más oscura
que el resto, a un grupo de hombres y mujeres que gozaban de sus cuerpos
desnudos y enredados en los que las bocas y las manos buscaban
hambrientas el placer que todos se proporcionaban en un carrusel de
movimientos acompasados. Los gemidos se enredaban con la música y las
pantallas gigantes que ahora mostraban las películas porno que Teresa no
había alcanzado a ver. En varios rincones apartados de la bacanal las
imágenes alimentaban la lívido de los más tímidos; aquellos que se
masturbaban en silencio y en solitario aliviando sus deseos.
—Hay veces que es mejor estar solo, y si no que se lo digan a esos –
afirmó Salma, refiriéndose a los que gozaban del onanismo.
—¿Tienes alguna preferencia? –se atrevió a preguntar la camarera,
detectando que con su mirada, torpemente disimulada, estaba buscando a
alguien.
—Sí y no –contestó Salma, no queriendo dar muchas explicaciones a la
muchacha.
—Lo digo porque sigue aquí.
—No sé a quién te refieres –lanzó Salma, queriendo ignorar en vano la
punzada en el vientre que la noticia acababa de provocarle.
Iba a ser él u otro que le gustara. La noche acababa de empezar para ella
y Teresa no despertaría hasta bien entrada la mañana.
—Perdona, no suelo meterme donde no me llaman. Ya sabes que la
discreción es una de nuestras premisas con el clientes –se justificó la mujer,
retirándose de Salma.
—Y las clientas, no lo olvides, las clientas también –remarcó Salma,
mostrándose en una de las facetas que mejor se desenvolvía. La mujer Alfa
que llevaba dentro acababa de salir.
Soltó su bebida en la barra y se giró en la butaca alta en la que se había
sentado. El Show había finalizado en la sala azul y no le apetecía mezclarse
con la masa de cuerpos brillantes de sudor que seguían fornicando. Estaba
allí, se decía, así que solo era cuestión de buscarlo.
—Elegantes botines –escuchó en su espalda.
Se sobresaltó, pero no dio muestras de inmutarse. Se volteó y allí
estaba, apoyado en la barra con la eterna sonrisa que tanto la irritaba en la
oficina y que ahora la provocaba.
—¿Te gustan?
—Casi tanto como tú –afirmó él, repasándola de nuevo con la mirada–,
veo que tu amiga no ha podido volver contigo. Peter lo ha lamentado
mucho.
—No te creo. Imagino que ya ha encontrado su partenaire, de lo
contrario te estaría acompañando. Os veo muy bien, juntitos –dejó caer
Salma poniéndolo a prueba.
Estaba calentando el ambiente y sabía que comentarios como ese solo
harían que su presa se creyera cazador. Era cuestión de pocos minutos.
—¿Te puedo invitar a una copa? –le preguntó él.
—Claro –afirmó Salma–, pensé que no ibas a proponérmelo nunca. Y
estoy seca –añadió, manteniéndole la mirada al tiempo que abría la mano
que había apoyado en la barra, mostrando sus largas uñas de color rojo.
—Tuve mis dudas y creí que quizás no vendrías –le confesó Eduardo–.
Y me alegro de ello.
—Siempre hay dos posibilidades. Y esta vez tus deseos se han hecho
realidad. ¿A eso has venido hasta aquí, a alegrarte? –lo pinchó ella,
continuando con un juego que le encantaba.
—Veo que aunque has cambiado el modelito, sigues siendo un poco…
cómo te diría para no ofenderte –le devolvió él–. Tengo curiosidad, se
relamió Eduardo ante la atenta mirada de su contrincante ¿y tú a qué has
venido?
—¿Hace falta que te lo diga?, te creía más listo –susurró Salma,
acercando lentamente su boca a la bebida que acababan de traerles.
Eduardo la agarró de la muñeca y la atrajo hacia él. Aquella mujer lo
exasperaba. Era insufrible la carga de veneno que tenía dentro. Y al mismo
tiempo, deseaba poseerla cuanto antes. Comprobando que su gesto, casi
violento, había dado resultado la sujetó por la cintura y acercó su boca hasta
la de ella lentamente, deleitándose con la carne de sus labios; recorriendo
con la lengua el perfil de una boca que deseaba morder; impaciente por
comprobar qué había detrás de aquellos ojos negros que habían conseguido
volverlo loco.
CAPÍTULO 10

El taxi la dejó en el hotel cuando las primeras luces del amanecer


despertaban al nuevo día. Estaba exhausta, pero solo necesitaría unas horas
para reponerse del combate. Pulsó el botón del ascensor y se apoyó en el
marco de la puerta sin poder evitar una sonrisa triunfante.
Eduardo, el hombre nube, era una máquina en la cama. Y aunque algo
parecido había imaginado nunca habría apostado por él. Por la osadía, el
descaro y la forma en que la había llevado al éxtasis durante la noche. El
hombre había insistido sin éxito en acompañarla hasta el hotel presumiendo
del poder de adivinación que decía tener. Y no estaba equivocado, se dijo
Salma abriendo por fin la puerta de la habitación.
Como en otras ocasiones, había subido en diferentes taxis asegurándose
así de que nadie sabía dónde se alojaba. No podía dejar nada al azar, aunque
de buena gana lo habría hecho. Estaba agotada y necesitaba acostarse
cuanto antes, aunque solo fueran un par de horas. Miró su reloj e imaginó
que Teresa todavía tardaría en despertar cuando de repente se abrió el baño
de par en par.
—¿Se puede saber de dónde sales? –la interrogó, frunciendo el seño.
—¡Hola! –la saludó Salma, mostrándole la palma de la mano y una
sonrisilla que no pasó desapercibida para su amiga.
—Ahora lo sé. Te fuiste de nuevo. ¿Y ese corsé? ¿Y esos pantalones de
cuero? ¿Y los tacones?
—Casi prefiero que me lo preguntes en la cama, si no te importa. Estoy
muy cansada y me gustaría echar una cabezadita. Además, a ti también te
conviene. ¿Te has mirado en el espejo? Las ojeras te llegan a las rodillas –se
burló Salma mientras iba quitándose la ropa–, aunque bien pensado, una
ducha me irá de perlas para relajarme.
—Tu una ducha, y yo una explicación. Recuerdo que estaba…
—Como una cuba –la ayudó Salma a concretar, deseando que la dejara
meterse debajo del agua.
—Sí, algo así. Vaya papelón que hice ayer, ¿no? Me avergüenzo, no
creas, aunque no se me han quitado las ganas de volver a repetirlo. Antes de
irte marcamos fecha y ya me encargaré yo de controlar la situación antes
de… No sé, estaba genial. Me sentía en mi salsa, aquel tío me regalaba el
oído y… de pronto he despertado con la boca seca como la suela de un
zapato, el estómago vacío y la cama de al lado también. Si no te importa,
mientras tú te quitas los restos de encima, yo me siento en el váter y me vas
explicando –dijo Teresa bostezando y bajándose las bragas.
Temiéndose que no iba a ser de otra manera, Salma la besó en la frente
y despareció detrás de la mampara de cristal que ahora las separaba.
—Te has saltado el momento vomitera –le recordó Salma–,
concretamente dos veces. Y la segunda casi le potas al pobre taxista en su
cara en el momento en que estaba pagando la carrera. La verdad es que no
recordaba una escena tan adolescente desde hacía siglos.
—Eso debe de ser el mal sabor de boca que todavía tengo. Fin de mi
triste historia. Ahora, mientras te enjabonas el culo quiero que me lo
cuentes todo. Y me importa poco lo cansada que estés. O me lo explicas o
no te dejaré dormir –la amenazó Teresa desabrochándose el batín–, los
vahos del agua caliente la habían sofocado –. ¿Volviste al Club?
—Sí –respondió Salma de una vez, evitando los rodeos–, y estaba
esperándome el muy cabrón.
—Y te lo follaste.
—Por supuesto. Varias veces –aclaró Salma, envolviéndose en la
toalla–, compartimos algunos juegos con otros, y después nos apartamos del
grupo. Por extraño que pueda parecer en mí no podía verlo manoseándose
con unas que no le quitaban las tetas de la boca. No te imaginas cómo se lo
trabajaban. Me lo llevé a una de esas salas llenas de objetos y artilugios de
dominación pensando que se asustaría.
—¿Y ocurrió? ¿Se acojonó?
—Te puedo asegurar que no.
—¿Y? –la apremió Teresa–, no pensarás que vas a dejarme así.
—Y nada, después del primer asalto vino el segundo, y luego… el
tercero. Una máquina, chica. Ya sabes, la sala privada por la que te
interesaste cuando entramos. Allí nadie nos molestó hasta hace un rato.
—No te reconozco.
—Pues yo creo que sí. ¿Me ves? Soy yo, la de siempre, solo he
cambiado algunas cosas. Y ahora tengo veinte años más. Esos que intento
dejar tras cada puerta que cruzo; tras cada aventura que disfruto. Aunque no
te negaré que cuando paso noches como estas ya no soy la de antes, pero lo
disimulo muy bien.
—No sé si admirarte o darte una azotaina en el culo –dijo Teresa,
negando con la cabeza.
—Admírame entonces –sonrió saliendo de la ducha–, porque de lo otro
voy servida por unos días –le contestó Salma, guiñándole un ojo a Teresa–,
pero bueno, de momento esta es la crónica. O duermo un par de hora o
tendrás que aguantarme de mal humor y con dolor de cabeza lo que queda
del día. Por cierto, ¿qué hora es? Me he dejado el reloj en el lavabo.
Teresa fue a buscar los móviles y volvía con ellos en la mano, con los
ojos abiertos como platos y la boca desencajada. Al verla tan alterada,
Salma se acercó a ella.
—¿Pasa alguna cosa?
—Tengo varias llamadas de la canguro, y no he contestado ninguna –
pronunció con desesperación–. La primera a las seis de la mañana y luego
unas cuantas más. ¡Ay, Dios mío, algo le ha pasado a los mellizos! –
Exclamó marcando temblorosa el número de casa.
¿Podían pasar más cosas durante las veinticuatro horas que iban a pasar
juntas? Se preguntó Salma, escondiendo tras un gesto fingido de
preocupación las ganas que tenía de estar tranquila y en silencio. Salió de la
cama y fue a buscar un cigarrillo al salón de la suite. Allí también se sirvió
una infusión y esperó sentada en el sofá. El percance y la espera de noticias
la habían desvelado y eso no era buena señal. Conocía sus márgenes y si no
descansaba un mínimo de tiempo dejaría de ser buena compañía para su
querida amiga.
Teresa salió de la habitación poniéndose la ropa como una loca.
Apresurada y con la cara descompuesta, sin haberse quitado el rímel que
acentuaba los gestos de angustia que lleva reflejados en sus ojos. Iba
hablando sola mientras las lágrimas brotaban de sus ojos, cada vez más
enrojecidos.
—¿Nos vamos? –apresuró a Salma, acercándose hasta ella justo en el
momento en que la prisas por meterse los pantalones casi la tiran al suelo.
—A ver, tranquilízate y dime qué está pasando. ¿Alguno de tus hijos ha
enfermado?
—Mira, no lo sé. Ni siquiera lo he preguntado –soltó Teresa, haciendo
aspavientos con los brazos–, Manu no está en casa. Eso es lo que pasa.
—Quizás ha tenido algún tema urgente en la oficina. Son las
desventajas de tener un sueldazo y estar a disposición de la empresa
siempre que te necesite. Pero dime, ¿no está la canguro con ellos?
—Claro, pero se tiene que ir a la Universidad y mira qué hora es.
Además, él me habría avisado. Siempre lo hace. Se lo dejé claro varias
veces –resopló Teresa–. No quiero ni pensar que le haya pasado algo a mi
marido. Cuando viene la chica, ella se acuesta en la habitación de al lado de
los niños. Por si tiene que levantarse a atenderlos y eso –iba explicando
mientras buscaba los zapatos–, y claro, me dice que sí cenó en casa y que
ella subió con los peques a dormirlos y después se fue a la cama
aprovechando que le darían un poco de tranquilidad. Como sabe que
durante la noche son un poco llorones todavía… y nada, que no está ni ha
dejado nota, ni nada de nada –iba quejándose al paso que se recogía el pelo
con una goma–, me siento la peor madre del mundo. Una mierda como una
catedral. Esto no me lo perdono. No sé para qué me he metido yo en este
berenjenal. Y no hace falta que vengas, ya me las arreglo yo sola, que
bastante te he estropeado ya los planes.
Salma frunció el seño, no queriendo echar más leña al fuego. Sin querer
intervenir, porque sabía que no había nada que hacer, dejó que soltara por la
boca todos los reproches y lamentaciones que iba sumando en el repertorio
del diccionario de las madres arrepentidas. Había visto escenas parecidas en
el trabajo y era de las pocas ocasiones en las que se alegraba de saber que
ese jamás sería su caso. Dejando de lado la cuestión que le parecía
mundana, se centró en la repentina desaparición de Manu. El bueno de
Manu, se dijo sonriendo. El que estaba haciéndose de oro a espaldas de su
mujer.
Desconocía cuáles eran sus incentivos pero estaba segura que después
de los resultados de la última operación en Kuala Lumpur la prima que se
había embolsado en su cuenta bancaria habría sido por lo menos de siete
dígitos. Desconocía si Teresa, alma cándida desde hacía demasiado tiempo,
estaba al corriente de los dividendos del ejecutivo. Y prefería no meterse en
el asunto. Bastante tenía ella con mantenerse alejada de algunas operaciones
de dudosa legalidad que la compañía realizaba y que ella había escuchado
en alguna conversación. Había logrado mantenerse al margen casi todas la
veces, aunque en alguna no le había quedado más remedio que
posicionarse.
Había llegado a sus oídos que algunos viajes se alargaban algo más de
lo normal, siempre con razones perfectamente argumentadas que cubrían la
demora en el regreso de los accionistas y sus asesores. Dándole vueltas al
asunto fue cuando Salma recordó que no tenía poderes mágicos, pero sí una
intuición que pocas veces le fallaba. Y su cabeza empezó a hilar las
posibilidades que la imaginación le brindaba.
—Llamo un taxi ahora mismo y te acompaño. No voy a dejarte ir sola
de esta guisa. Anda, lávate al menos la cara mientras yo recojo las cosas y
me visto. No tardo más de diez minutos –le dijo a Teresa, que no atinaba a
meter la ropa dentro de la bolsa– ¿María y Joan están bien, no? Pues eso es
lo que tiene que importarte. Tu marido ya es mayorcito para cuidarse solo,
así que vámonos. Me acaban de avisar y el taxi está en la puerta.
—¿Cómo se le ha ocurrido a este hombre desaparecer sin decir ni pio?
Se va a enterar cuando lo tenga delante.
—Eso, eso. Una buena bronca, un buen castigo y un buen polvo de
reconciliación. Me lo estoy imaginando –quiso animarla sin demasiado
éxito.
—Hija, tú siempre pensando en lo mismo –la reprendió Teresa.
Cada vez tenía más claro el motivo de la ausencia y el olfato la llevaba
cuadrar algunas piezas que hasta ese momento no había sabido encajar.
Cuántas veces no se había cruzado con otros «Manu», hartos de la rutina, el
estrés acumulado y la necesidad de vivir el sexo que en sus casas no habrían
probado. Esos que de día eran buenos padres de familia y que de noche
buscaban los cuartos oscuros donde saciar sus fantasías. Teresa podía ser
una de esas mujeres que seguían el curso de la vida y de las obligaciones
que permanecían siendo patrimonio de la maternidad. Esos roles
perpetuados a lo largo de la historia, demasiadas veces. Y sintió rabia al
verla llorando en el coche que las llevaba a casa, mal disimulando la
angustia que la iba consumiendo, mordiéndose las uñas como una
adolescente asustada. Aunque ganas no le faltaban, Salma controló el
impulso de zarandearla y decirle algunas de las cosas que pasaban por su
cabeza.
—Ya llegamos, paga tú, luego hacemos cuentas –le pidió Teresa en
cuanto el taxista frenó delante de su casa.
La canguro esperaba en la cocina y los pequeños estaban en sus
respectivos cochecitos, haciendo malabares con sus cuerpos para librarse de
las correas que les impedían salir de su prisión. Al verla llegar, la muchacha
se levantó, cogió su mochila y casi sin dar más explicaciones que un
escueto saludo y unas frases de despedida salió a la carrera.
—Gracias, Ana. Luego te pongo el dinero en la cuenta –le anunció
Teresa apenas sin mirarla–, perdona el mal entendido –fue la escusa que se
le ocurrió decirle–, ¿puedes hacerte cargo de ellos un instante? –le preguntó
a Salma, espectadora hasta ese momento–. Subo a la habitación, a ver si me
ha dejado alguna nota.
—Sí, claro –respondió ella, con cara de circunstancias viendo lo
complicado de la situación que se le avecinaba–, haré lo que pueda por
distraerlos, aunque ya sabes que yo con esto no soy muy hábil –quiso
quejarse claro sin éxito, viendo que Teresa ya había desaparecido de su
vista.
Suspiró y se acercó a los pequeños. Habían crecido mucho desde la
última vez que los había visitado. Se sorprendió al ver que los niños, que
segundos antes se agitaban nerviosos, desviaban la mirada hacia el ángulo
de la puerta de la cocina y sonreían. Salma se giró y casi se cae de culo al
verlo apostado en el marco de la entrada. Sorprendido por su presencia,
mudó la sonrisa bobalicona que había puesto por un gesto de asombro y la
sensación de escalofrío que recorría su cuerpo.
—¿Tú? –fue lo único que se le ocurrió decir, sin moverse ni un
centímetro de donde estaba–. ¿No ibais a estar todo el día fuera? –balbuceó
Manu visiblemente nervioso.
—Sí, yo. ¿Qué tal estás? –ironizó Salma mirándolo de arriba abajo–.
Teresa ha subido a vuestra habitación buscando la explicación de tu
ausencia. No te digo más. Espero que sepas elaborar en menos de tres
segundos la mejor razón que nunca hayas imaginado para arreglar esto. Y
haz el favor de ponerte los botones de la camisa en su sitio –añadió Salma,
fulminándolo con la vista–. Y no quieras saber lo que pienso en este
momento porque no te veo muy capaz de comprenderme. Así que tú verás
cómo sales de esta.
Sin contestar, Manu se abrochó de nuevo la camisa y subió las escaleras
en busca de su mujer. Al cabo de unos instantes, los gritos podían
escucharse desde toda la casa.
—Y pensar que podía haberme encontrado así, chicos –les habló Salma
a los mellizos, que la miraban con ojos curiosos–, vamos a soltar estas
cuerdas que os tienen prisioneros y a jugar al jardín –les anunció mientras
averiguaba cómo liberarlos de ellas.
No había pasado ni media hora cuando Salma ya estaba agotada con
aquellos pequeños y adorables monstruitos que la obligaban a permanecer
atenta. Su cuerpo no respondía y los niños parecían multiplicarse. Habían
empezado a caminar y todavía iban balanceándose de un lado a otro antes
de caer. Cada pocos minutos. Salma, inexperta en todo lo relacionado con
bebés, intentaba mantenerlos sentados en el césped, y no había manera.
Desde el jardín, accedió de nuevo a la cocina, buscando
desesperadamente algo con qué entretenerlos que además los mantuviera
quietos y vio su salvación: dos biberones que contenían algo parecido a una
papilla de un color extraño. Debían de ser cereales, o algo parecido, se dijo
llevándoselos consigo.
—Tened pequeñines. Vuestro desayuno, imagino –les entregó a los
mellizos con la esperanza de poderse fumar un cigarrillo mientras los niños
se entretenían con la comida.
Pero no fue así. Estaban tan tranquilos y al llevarse las tetinas a la boca
arrancaron a llorar como locos. Primero María, y pocos segundos después
Joan. Salma los miraba desesperada.
—¿Qué demonios les pasa a estos ahora? –preguntó en voz alta, tentada
de entrar en la casa y pedirles a los tortolitos reconciliados que postergaran
su polvo para otro momento. Que ella tenía que dormir y que lo único en
que pensaba era en cerrar los ojos, aunque eso no fuera del todo cierto.
—Que les gusta caliente –oyó decir desde la cocina.
—¿Cómo? –se giró Salma, buscando la voz de Manu.
—Que no les gusta la leche fría –aclaró el hombre, vestido con la
misma ropa con la que hacía un rato había subido.
—Por eso estabas tú aquí para calentársela –le reprochó Salma,
alegrándose de su desgracia–, no se puede tener todo, añadió, acercándose
hasta él para preguntarle.
—No sé de qué me hablas. Mira cómo está Teresa –lanzó Manu,
girando la vista hacia las escaleras–, siempre has sido una influencia muy
intensa para ella. Y cuando digo muy intensa quiero decir pésima. No sé
cómo la dejé ir contigo anoche.
—¿Qué estás diciendo? ¿Dejarla? –se cuadró Salma delante de él,
poniendo los brazos en jarras.
—Nada que deba importarte demasiado. Y harás bien en callarte y en no
meter la pata más de lo que ya lo has hecho hasta ahora.
—Eres un desgraciado y un putero. Siempre lo he sospechado pero
ahora lo sé. Detrás de esas pintas de chico inofensivo y cateto escondes tu
verdadera esencia. Machista y neandertal como muchos. Teresa te ama, la
muy idiota. Y nunca he querido quitarle esa venda de los ojos que tú te
encargarse de ponerle. Es la tía más cojonuda y capaz que me he echado a
la cara. ¿Su único error? Haberse enamorado de la persona equivocada.
—Vaya, habló la experta en tirarse a su joven secretario después de un
fracaso matrimonial más grande que toda esta casa. ¡Pero si podría ser tu
hijo! –le echó en cara, esbozando la sonrisa de los perdedores–. Bajo tu
apariencia de mujer dura de negocios no se esconde más que una zorra que
quiere trepar hasta lo más alto mientras se restriega por las sábanas con el
jovencito de Diego.
Salma estaba a punto de lanzarle un puñetazo en toda la cara cuando, de
pronto, aquella palabra chirrió en su cabeza. Una zorra, se repitió varias
veces.
—Un insulto un poco anticuado, ¿no te parece? Pero no te preocupes,
que no es eso lo que ahora más me preocupa –dijo, controlando los
impulsos de abofetearlo–. Primero, mi situación en la empresa me la he
ganado con mi trabajo, aunque no creo que tenga que darte ninguna
explicación. Segundo, a los tíos como tú se les pone pequeña cuando una
mujer asciende por encima de ellos. Y confundís las tetas con las neuronas.
En lo primero acertaste, en lo segundo tengo más de las que tú jamás habrás
albergado en tu cerebro atrofiado. Tercero, no tengo por qué darte pábulo
sobre a quién me follo y a quién no. Soy libre y hago lo que me sale de la
entrepierna cuando me parece. No ofendo a nadie, no me debo a nadie y
tengo claro cuál es mi lugar. Tú en cambio, por lo que veo, tienes un viaje a
la vista, ¿no? –se regodeó Salma con ironía al ver las maletas que Teresa
bajaba por las escaleras.
Manu se giró hacia su mujer, que continuaba llorando como una
magdalena.
—Luego te llamo para ver cómo están María y Joan –fue lo único que
se le ocurrió decir antes de recoger su equipaje, dirigiéndose a la puerta.
—No te habían importando tanto anoche –intervino Salma, sin poder
evitar la satisfacción de verlo derrotado–, te acompaño a la salida si quieres.
—Ni se te ocurra –la amenazó Manu, inyectando en los ojos de Salma
toda la rabia que sentía en ese momento–. Teresa –se dirigió a su mujer–,
hablamos luego.
La situación no podía ser más tensa. Los mellizos llorando por un lado,
a la espera de sus biberones calientes. Teresa llorando por otro, imaginando
cómo en unas horas se desmoronaba su vida perfecta ante un marido que
llegaba borracho y oliendo a perfume después de haberla animado a salir de
noche por primera vez después de mucho tiempo.
Salma suspiró, aguantándose las ganas de salir corriendo de allí y, de
camino a la puerta de la cocina, pasó a pocos centímetros de su colega.
Teresa no podía escucharla, y aprovechó el instante en que ella se ausentaba
de la vista.
—No me alegro, aunque te parezca extraño. Y no es la primera vez que
pasa esto, aunque hoy se te haya ido de las manos. Te he visto y sé qué
ambientes frecuentas. Ella no se lo merece. Y no vuelvas a llamarme zorra.
Ni tú, ni nadie a quien hayas pagado para amedrentarme. De lo contrario,
todas las maniobras orquestales con las que estás haciéndote de oro, a
escondidas de tu familia, saldrán a la luz. Te lo aseguro –sentenció Salma,
contemplándolo con desdén y gesto de vencedora–, yo no tengo nada que
perder. Tú en cambio –añadió, frotándose los dedos índice y pulgar delante
de su cara.
Contrariado, Manu enmudeció. La habría cogido por el cuello pero
sabía que tendría que andar con pies de plomo. Y no dijo nada. Sonrió a
medias, tomó entre sus brazos a los pequeños, que por fin se habían callado,
y los besó. Cogió su bolsa de viaje y salió por la verja de la casa sin mirar
atrás. Dejándose llevar por las ganas de venganza que aquella mal parida
había alimentado en él desde hacía mucho tiempo.
—A todos los cerdos les llega su San Martín –sentenció él apretando las
mandíbulas, dándole paso a Viviana, la asistenta, que llegaba en ese
momento.

—Buenos días –saludó la mujer–. Ay por Dios, ¿qué hacen estos


chiquillos aquí en el césped? –se sorprendió, acudiendo a ellos antes de
entrar en la casa.
Salma se encogió de hombros. No tenía ni energías ni humor para dar
explicaciones. Se metió dentro y buscó a su amiga.
—¿Teresa? –gritó desde abajo del hueco de la escalera. Nadie
contestaba.
Subió hasta la primera planta, buscándola. Se tranquilizó al oír el agua
que provenía del grifo del baño. Era la suite del matrimonio. Se recostó en
la cama y, mirando al techo, repasó las últimas horas. Nada había salido
bien, excepto la experiencia vivida con el señor nube. Y sonrió cerrando los
ojos, dejándose llevar por el inmenso cansancio que de pronto sentía en
todo su cuerpo.

Un sutil zarandeo y el aroma a café recién hecho la sacó del plácido


sueño en que se había sumergido.
—Siento despertarte, Salma, pero son las tres de la tarde y si no
recuerdo mal tu vuelo sale en unas horas –escuchó de fondo, como si las
voces llegaran desde muy lejos–, he preparado algo de comer y un café.
Creo que te irá bien –continuó Teresa, comprobando si su amiga abría por
fin los ojos–, me ha llamado el tipo ese del club de ayer, Peter. El amigo de
tu semental, Eduardo. No sé cómo se me ocurrió darle mi teléfono.
Al oír su nombre, Salma se levantó de inmediato, como si su espalda
fuera un muelle. Y asustó a Teresa, que permanecía a los pies de la cama
como hacen las madres cuando velan el sueño de sus hijos.
—¡Qué! Que le diste el teléfono a… eres una pringada –dejó caer de su
lengua pastosa.
—Sí, hija, sí. Ya ves, un fallo de primero de errores en una cita con un
desconocido. Menudo plan. Voy a borrarlo de la agenda hoy mismo.
—¿Qué hora es? ¿Cómo te encuentras? –preguntó Salma, con grandes
dificultades para abrir los ojos y sujetando la cabeza entre sus manos con la
esperanza de que aquella punzada interna que la martilleaba desapareciera
cuando antes.
—Son las tres de la tarde. Te he dejado dormir unas horas, como decías.
Y me encuentro mal, para qué voy a mentirte. Me he tomado unas pastillas,
he dejado a Viviana a cargo de los niños hoy y ahora toca pensar. Manu me
ha escrito no sé cuántos mensajes. Y no le he contestado a ninguno. Bueno,
estaba durmiendo y tenía el teléfono en silencio. Y hace un rato he recibido
esto –señaló el móvil, refiriéndose a la llamada de Peter.
—Pues lo bloqueas y listos. Ay Teresa, que pareces tonta. ¿Cómo se te
ocurre hacer algo así?
—No me riñas, que estoy muy sensible –se lamentó Teresa, bajando la
cabeza para que no viera que volvía a llorar.
—Siento haber sido tan brusca, perdóname. Ven, y dame un abrazo. Que
vaya aventura la de ayer, y la de hoy –dijo, acercándose con los brazos
hasta ella–, sobre el ligue de ayer nada. Marcas bloqueo y listos –volvió a
repetirle. Sobre lo de Manu, ahora mismo no sé qué decirte.
—Es la primera vez que ocurre. No sé. Lleva unos meses más distante,
pero entre viajes, horarios imposibles de oficina, mi estado de ánimo y mis
pocas ganas de acercarme a él cuando se me arrima –reconoció Teresa,
buscando las razones de la conducta de su marido.
Salma no tenía la certeza, pero estaba casi segura de que aquella no era
la primera vez. Lo había intuido al verlo en el Club. Había valorado la
posibilidad de traicionarlo y contárselo todo a Teresa, aunque prefería
investigarlo primero. Tiraría de Diego y lo usaría como detective.
—Imagino que todos nos merecemos una segunda oportunidad –la
consoló, sabiendo que su mentira era tan grande como la del ejecutivo
ejemplar que aprovechaba todas las oportunidades que se le brindaban.
—Ahora cuando te marches lo llamaré. Estoy hecha polvo. Lo único
que me faltaba ahora era esto. Una crisis matrimonial con dos niños
pequeños y una carrera profesional congelada de momento.
Salma estaba ahora pensando en la otra cuestión. Peter y Eduardo iban
juntos. Y no tenía ni idea de a qué se dedicaba el amigo. Tendría que
averiguarlo, y para ello acercarse más a su colega analista. Ahora conocía lo
que se escondía dentro de sus trajes. Se relamió recordando cómo se dejó
llevar ante los deseos de ella. Dominante en un juego en el que él debía de
obedecerla. Había confesado no estar familiarizado con las prácticas
sexuales tan intensas, aunque estuviera a la altura en todo momento. Vaya si
lo estaba –recapituló Salma, sintiendo la humedad de su sexo solo con
recordarlo.
—Eo, eo… ¿Sigues aquí? –la zarandeó Teresa.
—Perdona, sí. Es que estaba pensando.
—Ya te veo la cara y me imagino en quién.
—Bueno sí, una cosa me ha llevado a la otra. En cuanto a esa llamada
de Peter, no te olvides de bloquearlo. Así no empeorarás las cosas. Yo me
encargo de saber algo más de él, no por nada, por tener la seguridad de que
no es un maníaco o qué sé yo –soltó a Teresa, poniendo cara de loca.
—Sí, claro. Te lo agradezco. Era mono, la verdad –sonrió con pena–.
No cambio mi situación por nadie, te lo prometo. Incluso después de lo que
ha pasado. Pero en algunos momentos llego a envidiarte. Ya te lo he dicho –
se sinceró Teresa–, haces lo que quieres y con quien quieres. Vives a tu
manera.
—Nada es bueno o malo así, en su totalidad. Los matices son lo que
diferencia los estados en la vida. Y no me quejo de los míos, pero no tienes
nada que envidiar. Disfruto de la vida, de sus placeres, de los hombres. Y
trabajo como una jabata; y me acuesto sola cada día. No siempre es fácil.
Tengo una hermana con la que apenas me relaciono y dinero suficiente para
todos los caprichos que se me antojan. ¿Ves? Una de cal y otra de arena.
—Hombres, caprichos, dinero…Gracias por restregármelo por la cara,
eres mi peor amiga –soltó Teresa, disimulando un enfado que no sentía.
—¡Como que tú tendrás queja! Vives la vida que soñaste. Y si la
imaginaste como en los cuentos de hadas, te fastidias. De cerca, nadie ni
nada es perfecto. En cualquier caso, la vida sigue y hay que vivirla lo mejor
posible. En tu caso, con tu maridín no soy ni objetiva ni la persona más
adecuada para aconsejarte. Aunque como dicen los rusos: Confía pero
verifica.
—Cuando te pones profunda también me gustas. Muy bien –afirmó
Teresa, ¿y qué hago yo con esa frase? ¿Tengo que leer entre líneas? Estoy
asustada. Esto podría ser el principio del fin, y fíjate que no siento
desesperación. Quizás tengo que asumir lo que acaba de pasar. No puedo
pensar con claridad. ¿Qué nos ha pasado? –se iba lamentando Teresa
volviendo a sacar el pañuelo del bolsillo para enjugarse las lágrimas que
volvían a correr por sus mejillas. Confía pero verifica. No sé…
—Es algo que decimos algunas veces allí en La Agencia. Un proverbio
ruso que aprovechó Ronald Reagan en sus relaciones durante las épocas
más calientes de la Guerra Fría con Gorbachov.
—Bueno, creo que por hoy tengo bastante. En un rato se irá Viviana y
me quedaré con los niños yo sola. Estoy aterrada, de verdad.
—Yo te acompañaría, pero tengo la agenda a reventar mañana.
—Y si no te das prisa, perderás tu avión.
—Cierto –confirmó Salma mirando su reloj–, llamo un taxi y guardo
mis cosas.
Salma sabía que la despedida no sería como la habían imaginado. El
sabor agridulce de un encuentro atropellado que se deslucía con un augurio
nada bueno, pensó al abrazarla momentos antes de salir hacia Barcelona.
Ya en el avión, esperando que todos los pasajeros estuvieran en sus
asientos, conectó su móvil. Tenía por costumbre olvidarse de él y
desconectarse del mundo durante las horas en las que necesitaba dejar atrás
rutinas y obligaciones. Diego la había llamado varias veces y también le
había escrito algunos mensajes. Los leyó y, arrepintiéndose de lo que estaba
a punto de hacer, marcó su número. Tras dos tonos colgó. Estaba a punto de
romper con una de sus reglas de oro. Y volvió a llamarlo. Esta vez esperó,
cerrando los ojos mientras la ausencia de respuestas indicaba que no valía la
pena insistir.
—¿Salma? –oyó a punto de desconectar el teléfono para guardarlo en el
bolso.
—No, soy su alter ego –contestó ella sonriendo.
—¿De nuevo por aquí, en Barcelona?
—Todavía no. En un par de horas. He visto tus llamadas hace un
momento. Espero que no fuera nada importante.
—Eso siempre lo decides tú –dejó caer su secretario, dejando unos
segundos de silencio en los que Salma se debatía en silencio.
—¿Tomamos unas copas? –propuso ella–, tengo que colgar en unos
segundos. Mi vuelo despega ya.
—Por mi perfecto. ¿Dónde te parece que nos veamos?
—Creo que me apetece saber dónde vives –dejó caer ella.
—¿Seguro?
—Si me lo vuelves a preguntar…
—Vale, vale, aquí te espero. Te envío ubicación.
—Me la sé, tonto. Pero sí, mándamela para no equivocarme. Hasta
dentro de un rato –se despidió Salma, sabiendo que estaba cometiendo un
error, pero necesitaba desalojar de su cabeza y de su cuerpo el recuerdo de
una noche inolvidable y un final nefasto.
CAPÍTULO 11

—¿Tú no te cansas nunca o qué?


—Tratándose de ti no –respondió Diego, posando de nuevo sus manos
sobre uno de los pechos de Salma–, ¿qué te apetece que podemos
desayunar? Podría hacerte unas cuantas propuestas.
—No seas moñas, te lo suplico. Tengo la cabeza como un tambor y
parece que me haya pasado una apisonadora por encima.
—Gracias por la parte que me toca. Hasta el momento no habías tenido
quejas.
Iba a contestarle que había echado varios polvos con un desconocido;
que Gutiérrez, ese que tanto admiraba el joven, dormiría en un hotel durante
unos días; que se sentía cansada y que no podía quitarse de la cabeza al
nuevo. Pero no era justo. Además, su secretario había hecho verdaderos
malabares para llevarla al éxtasis nuevamente cuando imaginaba que su
cuerpo no daría más de sí.
—Está bien. Un café americano, con sacarina, y un par de piezas de
fruta. Lo que tengas por ahí –contestó al fin, dándose la vuelta para
observarlo desnudo, como su madre lo había traído al mundo. Bueno, en ese
momento debía de ser más pequeñito se dijo eliminando la imagen de un
bebé con su cara, sonriéndole como si ella fuera su madre.
—Marchando –afirmó Diego dando un salto de la cama–. Un café bien
cargado, unos cruasanes rellenos de chocolate y unas ensaimadas traídas de
Mallorca. Un colega que volvió anoche de viaje y se pasó por casa. No tuve
más remedio que echarlo muy amablemente cuando recibí tu llamada.
—Tú ganas –se resignó ella, viéndolo caminar mostrándole el culo más
perfecto que podía imaginar–, pero rapidito, que llegamos tarde a la oficina.
Por cierto, voy a llamar a un taxi.
Salma no podía verlo, pero Diego llevaba haciendo gestos de victoria
desde que entró en la cocina. Para él aquella cita significaba mucho. Y
todavía más por lo inesperada que había resultado. No podía hacerse
ilusiones, y luchaba contra ese deseo con todas sus fuerzas, viendo cómo las
grietas de su quimera empezaban a dejarle un hueco que pocos días antes
creía imposible.
—Podemos salir juntos de aquí, no creo que nadie tenga algo que decir
–gritó desde el otro extremo del piso.
—¿Tú estás tonto o qué? Tonto de remate, no sé para qué pregunto –
aclaró Salma marcando el número habitual del conductor al que solía llamar
en esos casos–. ¿Tienes toallas?
—En la puerta derecha del armario –contestó Diego–, quizás no haya
los productos de baño que necesites, pero si te apañas…
—¿No pensarás que viajo sin mi kit de supervivencia, verdad? En fin,
no hace falta que me respondas.
Abrió el grifo y dejó caer el agua caliente sobre su cuerpo, queriendo
arrastrar con ella las últimas horas que había pasado junto a Diego. Algo la
había impulsado hasta él. Un impulso repentino de sentirse libre y poderosa
para mandar sobre su voluntad; una necesidad imperiosa de creer que con él
todo volvería a ser igual; una tentación irracional que más tarde o más
temprano pagaría muy caro. Y prefería no pensarlo. Todavía bajo el chorro
de agua, volvió a comprobar la hora en su reloj de pulsera, contando el poco
tiempo que restaba para volver a verlo. Ella sabía quién era y él no. Un
escalofrío recorría todo su cuerpo esperando ese momento en el que
volviendo a la rutina, encontraría cómo contrariarlo. Le encantaba. ¿Cómo
un hombre que le repateaba de aquella forma en la oficina se había colado
en su mente de esa manera?
Salió de la ducha se dirigió al moderno y minimalista salón que Diego
había decorado con excelente gusto y allí estaba, desnudo todavía,
esperándola con una bandeja llena de dulces casi prohibidos en su dieta y
una cafetera humeante que despertó su apetito.
—No tengo sacarina, lo siento –se disculpó Diego, guiñándole un ojo.
—No creo que después de uno de esos pasteles vaya a importar. Anda,
sentémonos y ponte algo, a ver si te cae el café fuera de la taza y te la
quemas –sonrió Salma, observando la erección del muchacho frente a ella.
—¿No te apetece nada antes? –mira que… –añadió bajando la cabeza en
dirección a la bandera que tenía por verga.
—No –contestó ella de forma tajante.
—¿Estás segura?
—Eres un joven ingobernable. ¿A ti no te han dicho nunca eso de que
«no es no»? No sé qué voy a hacer contigo –lo reprendió ella, acercándose
al mostrador de la cocina.
Estaba sedienta y lo que más le apetecía era un vaso de agua fresca.
—He escuchado por ahí, no sé dónde, que la clave del éxito está en la
repetición. Y estoy de acuerdo con eso. Cien por cien –afirmó el joven,
dejando a un lado la bandeja.
La abordó por la espalda mientras Salma dejaba el vaso sobre la repisa.
Y la rodeó con los brazos pegando su cuerpo a ella, impidiendo que pudiera
girarse. Empezó a acariciar sus hombros descubiertos y su espesa melena
todavía mojada. Movimientos lentos y circulares que iban ampliando su
diámetro en todas direcciones, provocándole un escalofrío creciente que
Salma, inmóvil, con los ojos cerrados, percibiendo los latidos intermitentes
del miembro de él, disimulaba.
—Diego, no –susurró ella en su mejilla, contradiciendo con sus palabras
un deseo creciente que empezaba a dominarla.
Diego ignoraba su mandato, sabiendo que allí y en aquel momento era
su dueño, y nadie más. Y ella, Señora y Alfa, obedecería a su voluntad de
poseerla. Él era joven y su vida estaba llena de momentos exitosos que
muchos le envidiaban. Podía tenerlo todo y, sin embargo, estaba locamente
enamorado de aquellas curvas; de las ironías y los desplantes que tantas
veces recibía de la misma boca que aquella diosa le ofrecía hasta
enloquecerlo; de la seguridad con la que pronunciaba las órdenes que todos
acataban.
—No juegues con fuego, o te quemarás.
—Ardo en las llamas de tu infierno y me consumo. Y voy a follarte aquí
y ahora –pronunció Diego, buscando con sus dedos aquel orificio deseado y
húmedo que iba venciéndose al antojo de su cuerpo.
Saboreando el fluido impregnado de sus dedos, Diego la giró con
brusquedad y devoró su boca con la lengua, masajeando los erguidos
pezones de una mujer que acababa de rendirse para él. Sujetó sus hombros
y, separándose unos centímetros del cuerpo de ella, indicó con un leve
movimiento vertical que se agachara. Sin dejar de mirarlo a los ojos, le
abrió las piernas, lamió con lentitud el vientre de su amante, rodeándolo con
la lengua mientras sus tetas frotaban su pene. Bajó la mirada, y tomó entre
sus manos aquella verga, dura y majestuosa que esperaba ansiosa la boca
experta que tan bien reconocía. Y la agarró más fuerte, masajeándola
suavemente, recorriendo con ella sus pezones. Eran la parte de su anatomía
que más se excitaba antes del orgasmo. Diego no dejaba de mirarla y ella
seguía metiéndola y sacándola de su boca, deleitándose de su forma, de su
olor, de las venas que sin remedio iban marcándole que el joven hacía
verdaderos esfuerzos por no correrse.
—¡Dios! –gimió él, comprobando que su miembro estaba
completamente dentro de Salma, llegando a su garganta, dibujando en sus
labios la succión sobre su miembro y el camino al éxtasis.
—Córrete –le ordenó ella, sacándolo, recogiendo con su lengua las
gotas perladas que empezaba a derramar el glande grueso y enrojecido.
—No –contestó él casi sin fuerzas.
Salma lo observaba sin obedecerlo hasta que Diego salió de su boca y la
agarró de los brazos y la volteó.
—Chico desobediente –pronunció ella, sintiendo la embestida de su
amante.
—Ahora mando yo –contestó él, sujetando con sus manos las caderas de
Salma.
Los dedos del muchacho buscaban el clítoris húmedo, erguido y
protuberante de ella. Lo masajeaba en pequeños círculos al compás de los
movimientos que cada vez eran más rápidos.
—Me encanta follarte, me pone cardíaco tu precioso culo y me voy a
correr ahora –gimió antes de golpear sus nalgas contra su pelvis por última
vez.
Fueron unos instantes, casi imperceptibles, en los que Salma irguió su
cuello y cerró los ojos para saborear el clímax. Brutal, como siempre en los
arrebatos de un orgasmo inesperado. Y, sin embargo, ahí estaba. De nuevo
la imagen de él, de Eduardo. El hombre que pocas horas antes había
poseído su cuerpo como ahora lo hacía Diego. Y borró de un plumazo su
recuerdo, mientras los latidos de su sexo daban fin al inmenso placer que su
joven secretario le había proporcionado una vez más.

—Te adoro –dijo él, acercándose a sus labios antes de abrir la puerta.
Sus vidas volvían a separarse en unos minutos y cada uno llegaría a su
puesto de trabajo como si pocas horas antes no hubieran compartido la
misma cama. Así había sido siempre, aunque Salma sabía que aquella
noche había cruzado una puerta difícil de cerrar.
—No te quiero ver llegar tarde, que nos conocemos –contestó ella, de
nuevo la mujer Alfa que lo amenazaba por cualquier cosa.
—En cuanto te pones los pantalones y la americana te conviertes en esa
señora tan odiosa que solo sabe mandar y mandar. No sabes cómo me sienta
–añadió, agarrándose entre las piernas, en un gesto obsceno que Salma
contestó levantando su dedo corazón.
—Haré ver que no he oído ni visto nada –contestó ella, dedicándole una
sonrisa irónica al ver cómo las puertas del ascensor estaban a punto de
liberarla de su vista.
—¡Un momento, un momento –repitió Diego, sujetando las hojas de las
puertas.
—Por favor –ya está bien–, lo reprendió ella–, parecemos dos
adolescentes. ¿Quieres dejar ya que me vaya?
—Me olvidé de decírtelo. El viernes a última hora hubo un poco de
revuelo en la oficina. Ya te habías ido y como tenía prohibido molestarte y
soy muy obediente…
El suspense la irritaba y lo miró fulminándolo, con ganas de soltarle un
puñetazo. Elevó la cabeza cerrando los ojos, salió del ascensor y dejó su
maletín en el rellano. Se cruzó de brazos, echó un vistazo al reloj de pulsera
y suspiró.
—Si es importante, te despediré por no haberme avisado anoche. Si es
una de tus bromas infantiles, te despediré por idiota. Tienes diez segundos
en soltar lo que tengas que decir. Los mismos que durará mi paciencia.
—Vale –afirmó Diego, ayudándose de gestos con las manos–, supongo
que no será distinto a otras veces, digo yo. El caso es que aparecieron unos
tipos con cara de mal follados, cuando casi no quedaba nadie. Y entraron en
el despacho del director general. Luego supe que se trataba de dos agentes
de la policía judicial. Después de media hora se fueron. Fin de la historia.
Salma lo escuchaba atenta. Como comentaba Diego, había pasado otras
veces. La Agencia había estado en el punto de mira debido a grandes
dividendos y movimientos económicos que se movían en el ambiguo
margen de la legalidad. Arqueó una ceja y se llevó la mano a los labios, en
silencio, ante la atenta mirada de su secretario. Unos segundos más tarde se
giró, apretó el botón del ascensor y recogió de nuevo su maletín.
—¿Y quién había por allí trabajando?
—Además de yo, estaba Mariló, que por cierto se puso nerviosísima.
Vamos, como si fueran a esposarla allí mismo. Pobre mujer. Y algunos
analistas. Que recuerde ahora…bueno, el hombre nube, como tú le llamas
se acababa de largar también. Qué tipo más raro, ¿no?
—Está bien, nos vemos en la oficina –fue todo lo que dijo Salma antes
de dejarlo casi con la palabra en la boca.

Intentaba ignorar las señales que su cuerpo iba revelándole. Un


hormigueo reflejo que recorría el cuero cabelludo manteniéndola en tensión
a medida que veía que el elevador llegaba hasta la planta en la que, después
de los saludos de cortesía, tendría que enfrentarse a él.
—Buenos días –saludó al aire.
—Buenos días –repitió Mariló –, ¿tienes un minuto?
Al verla, la administrativa abandonó su puesto de trabajo y la persiguió
con pasos apresurados hasta el despacho. Salma se había dado cuenta, pero
prefería ignorarla antes de tomar el café que acabaría de despertarla. Nadie
se daría cuenta, pero estaba exhausta.
—¿Algo importante, Mariló? Tengo que revisar unos informes antes de
nada –le indicó, temiéndose que no serviría de mucho y no se marcharía de
allí hasta soltar lo que fuera su urgencia.
—El director me ha dicho que quiere verla. Tan pronto como llegaras.
Aquella forma de cambiar el trato hacia ella la exasperaba. Unas veces
de tú y otras de usted. Sin contestarle, Salma encendió el ordenador, abrió
su maletín y sacó la tablet. Alguien había entrado en su sesión durante su
ausencia. Frunció el seño y miró a Mariló, que la esperaba impaciente y con
cara de circunstancias.
—¿Tú sabes quién ha estado aquí sentado?
Mariló se encogió de hombros y negó varias veces con la cabeza. Luego
levantó las cejas y miró hacia arriba, sin pronunciar palabra.
—¡Mariló, coño! Que solo te he hecho una pregunta. Parece que te
hubiera mandado resolver un logaritmo neperiano –soltó Salma, poco
satisfecha de su reacción aunque no había podido evitarlo–. Mira, venía de
buen humor, te lo juro. Pero estas cosas me sacan de mis casillas. Hablo del
equipo –aclaró, señalando su ordenador, intentando desviar la atención de la
mujer.
Sabía que además de torpe como ella sola, era la típica sensiblera que
iba lloriqueando por todas las mesas cuando alguien la dejaba en entredicho
y no tardaría mucho en hacerlo, a juzgar por la cara que estaba poniendo.
—Disculpa el cabreo matutino –se retractó–, es que no entiendo por qué
tiene que venir nadie a usar mis cosas. En fin, qué querías decirme.
—Pues eso, que el director general te espera en su despacho. Hoy ha
venido tempranísimo.
Salma conectó con las últimas frases cruzadas con Diego, y recordó.
—Cierto, ya voy. Gracias Mariló. ¿Puedes hacerme dos copias
encuadernadas de este dossier? –instó a la administrativa, ofreciéndole un
gesto amable, casi natural.
—Cómo no, ahora mismo. ¿Te los dejo en la mesa cuando estén?
Bueno, es que Volkens también me ha pedido que le transcriba unos textos
y claro, no sé si lo necesita antes, quiero decir…
Ya empezaba de nuevo a juntar frases, pensó Salma saliendo de su
despacho sin contestarle.
Recorrió el tramo que la separaba de la sala principal del edificio,
dándole vueltas a la visita de la policía. No le gustaba ese asunto y, aunque
intranquila, se sentía a salvo. Entonces recordó una operación en la que
había participado, animada por el propio gerente y mano derecha del
director general, en la que la empresa estaba a punto de hacer una inversión
en corto, aprovechando la bajada de unas acciones públicas de las que
habían recibido información privilegiada, según supo después. Revivió la
tensión de aquella mañana en la que parte de los analistas contaban los
segundos que faltaban para darle a la tecla y hacerse con un gran capital de
activos a la baja que horas más tarde volverían a revalorizarse. Para ella fue
muy fácil y todavía le venía a la cabeza la cantidad de bolígrafos, gomas
anti estrés y objetos de sobre mesa que volaron tras el éxito de la remontada
impresionante que la operación supondría en los bolsillos de algunos.
En su caso, solo había tenido que firmar unos documentos que
autorizaban a TEX Company para hacer uso de los fondos de ganancia que
tenían ella y unos cuantos privilegiados. Un dinero que cada miembro de la
Junta de accionistas reinvertía en la compañía, trimestralmente,
voluntariamente aunque aquello de voluntario tenía poco. Salma no había
formado parte de ese grupo favorecido hasta unos años más tarde después
de entrar a trabajar. Tras resistirse un tiempo, a pesar de haber sido invitada
a hacerlo, había dado su consentimiento. Para eso se rompía la crisma en
aquella firma que, por otro lado, la había convertido en una persona rica.
Con los beneficios de aquella maniobra, Salma pudo saldar buena parte
de la deuda de su casa, abrir una cuenta en un banco extranjero al que
derivaba legalmente parte de sus ganancias y ayudar al bueno de Luis, a
punto de arruinarse con su negocio.
—Eh, mira por dónde vas, señora directiva. Ya veo que estamos de
lunes –escuchó Salma después de una colisión con la que casi se tuerce el
tobillo.
Miró con cara de malas pulgas, aturdida, y lo vio delante de ella.
Sonriendo como solo aquel odioso tipo sabía hacer.
—Perdona, ¿no será que no sabes ir por tu derecha? –lo recriminó ella
sin perder la compostura ni la cara de mala leche con la que lo observaba.
—Buenos días –contestó Eduardo haciéndole una reverencia. Después
se quedó mirándola atentamente, sin complejos, provocándola.
—Lo eran hasta cuando casi me tiras al suelo –dijo Salma sin bajar la
guardia.
Tenía que continuar siendo la borde de siempre con él, aunque de buena
gana se habría tirado a comerle la boca. Desde la poca distancia que los
separaba podía percibir la fragancia que desprendía el señor nube.
—¿A ti también te ha convocado el jefe? –preguntó Eduardo, metiendo
las manos en los bolsillos–, ahora está con una llamada importante, así que
creo que bajaré a la cafetería a tomar algo. Estoy molido del fin de semana.
—La edad, que no perdona –le contestó ella sin mirarlo, alargando el
cuello hacia la puerta del director–, y sí, parece que hay reunión pero no
tengo ni idea de qué se trata.
—¿Vienes?
—¿Perdona?
—A la cafetería –aclaró él sin dejar de prestarle atención. Era tan borde
como apetecible, pensó.
Era una oportunidad que Salma quería darse. La de conocer un poco
más al hombre con el que había compartido todos los rincones de su cuerpo
apenas hacía unas horas. Alguien que la había trastornado indebidamente,
según las reglas que se había marcado en su singular peregrinación con los
amantes que llegaban, follaban y desaparecían de su vida sin dejar huella.
Sin embargo, algo que se resistía a reconocer había alterado sus principios.
—Pareces cansada, ahora en serio –añadió Eduardo viéndola dubitativa
y lejana. Con una mirada perdida en alguna parte a la que él querría
acompañarla.
Sus aventuras con Peter seguían siendo muy instructivas y provechosas,
aunque cada vez le costaba más frecuentar los ambientes en los que el
alcohol, el sexo y el desfase empezaban a pasarle factura. No creía en el
amor, el que muchos nombraban en mayúsculas, y prefería mantenerse al
margen de compromisos. O eso creía hasta el momento.
Mientras esperaba la respuesta de la que él había bautizado como la
«señora de hierro» sonó su teléfono. Era Peter.
—Disculpa –se dirigió a Salma, dejándola en el pasillo–, ahora voy. Ve
pidiéndome un bocadillo de algo rico y un café bien cargado –dijo con toda
naturalidad, dejando a Salma con la boca abierta mientras veía cómo
desaparecía de su vista.

—Dime. Espero que sea importante, porque acabas de joderme un


instante de paz con la jefa. Ya sabes de quien hablo.
—Lo es, señor analista. La operación se pondrá en marcha esta semana
–le anunció Peter–, así que pon toda tu atención a los movimientos extraños
que puedas detectar. Lo digo por si han tenido un chivatazo. El viernes a
última hora hicieron una visita los agentes Alex y Verónica. Creo que se
han puesto nerviosos y no tenemos mucho más tiempo para darles el palo.
¿Entendidos? Tenemos la lista de todos los que están en el ajo. Ahora están
cotejando movimientos bancarios y evasión de capital. Qué cabrones.
Manejan el dinero como quieren y en esta ocasión la información
privilegiada los va a joder a base de bien. Dicho queda. Por cierto, ¿cómo te
encuentras?
—Hecho papilla –contestó Eduardo, soplando al recordar la falta de
sueño que arrastraba desde hacía cuarenta y ocho horas–, creo que tendré
que espaciar más estas juergas de fin de semana. Debo de estar haciéndome
mayor.
—Bah, tonterías. ¿No será que te has colado por la vampira aquella del
Club? Te conozco y no puedes mentirme.
—Qué va. Pero si ni siquiera sé su nombre.
—¿No era Victoria? A mí la otra me gustaba. Un poco rarita, pero tenía
unas tetas y unos ojos impresionantes. Lástima de la borrachera con la que
se fue.
—Victoria era un nombre falso, estoy seguro. Además, que no tío. Que
no es eso. Es este trabajo estresante, la falta de sueño, los números que
aparecen en mis pesadillas todas las noches, atacándome. Yo que sé. Y esta
mujer, mi jefa hasta dentro de poco, que me confunde. No puede ser más
estúpida, te lo juro. Acabo de toparme con ella y es que con cada frase
envenenada que me lanza más caliente me pone. ¿Sabes si está en la lista?
—Ni idea, todavía no nos han pasado los datos. Supongo que están
constatando la información para no dar un paso en falso.
—De acuerdo. Ahora tengo que dejarte. Voy con mi jefa a tomar un
café. Eso si no se ha arrepentido ya, que será lo más probable. Mantenme
informado.
—A sus órdenes. Y no te olvides de los pobres. Y de las vacaciones que
nos podríamos pegar con un movimiento certero de esos que ves a diario.
Tengo ganas de ser rico. Y recuerda tirártela antes de que sea demasiado
tarde. He visto un perfil en Facebook que se le parece bastante. Y no veas
cómo cambia. Parece una pantera. Aunque no estoy seguro de que sea ella.
—Adiós –se despidió Eduardo de su colega, ignorando las propuestas
que le hacía a diario.
Volvió al mismo pasillo en el que había dejado a Salma hacía unos
minutos y ya no estaba. Se le había vuelto a escapar. Se acercó hasta su
despacho y no había nadie. Miró a su alrededor y, viendo que tendría que
desayunar solo, cogió su chaqueta y avisó a Mariló:
—Estoy en la cafetería. No tardo nada y mi móvil está encendido. Lo
digo por si urge. Ya sabes…
—Desde luego. Que aproveche –contestó la administrativa, regalándole
una sonrisa bobalicona al tiempo que le guiñaba un ojo.
Riéndose del atrevimiento de la mujer, Eduardo bajó las escaleras y
salió a la calle. Era una mañana de lunes como otra cualquiera, y el Sol se
resistía a aparecer de entre las nubes. Entró en el bar y miró hacia ambos
lados. Luis, el dueño, lo saludó y para su sorpresa le hizo gestos con la
cabeza, indicándole hacia uno de los rincones menos visibles del local.
Estaba allí, de espaldas, hablando por teléfono. Se acercó a ella, pidiéndole
permiso para sentarse. Salma afirmó, señalándole al bocadillo que ya le
habían preparado.
—Tengo que dejarte, cariño. Luego te llamo, que tengo trabajo. Sí, de
acuerdo, vale. Ya sabes que no soy muy partidaria de esos temas pero si tú
lo dices. Vale, ya me cuentas. Un beso.
—Espero no haber interrumpido nada importante –se disculpó Eduardo,
sentándose–, qué buena pinta tiene este bocata. ¿De qué es?
—Tortilla de patatas con pimientos verdes. La mujer de Luis es una
excelente cocinera. Espero que no seas alérgico al pimiento.
—No conozco a nadie que lo sea. Esto huele que alimenta.
—¿Has estado a dieta el fin de semana? –preguntó Salma con ironía.
—Nunca he hecho dieta. Tengo la suerte de comer de todo y no
engordarme. Supongo que más temprano que tarde tendré que tomar
medidas o esta barriga empezará a manifestarse. ¿Y tú?
Salma sonrió observando la musculatura de sus brazos a través de la
camisa. Aquello era pura mentira. Lo había visto desnudo y sabía a la
perfección cuando una figura como la suya solo se conseguía a base de
pesas y esfuerzo, pero no quiso contradecirlo.
—Pocas veces. Tampoco puedo quejarme. Aunque procuro ir al
gimnasio dos o tres veces en semana. ¿Estás contento con tu trabajo? –
preguntó Salma, sorprendiendo a Eduardo con una pregunta que no se
imaginaba.
—Pues sí, la verdad –contestó con la boca llena de comida–, perdón.
—Me alegro. No es fácil al principio. Aunque estés familiarizado con el
mundo bursátil y sus tejemanejes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que se nos hace tarde y si no te das prisa con tu fantástico bocadillo
el jefe nos pondrá de patitas en la calle, a los dos. Al parecer hay cierta
tensión. Ahora nos explicarán.
—Diré que me lo envuelvan, así ya tengo la comida preparada.
—Estas cosas hay que organizarlas el fin de semana. Lo de la comida,
digo.
—Es que he estado fuera y llegué anoche, demasiado tarde para
planificar nada que no fuera dormir lo suficiente.
—Claro. No se puede estar en todas partes y rendir por igual. Los
excesos pasan factura –dejó caer ella, deseando volver a tenerlo sobre su
cuerpo mientras un sofoco inesperado alteraba los colores de su cara.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente, ¿vamos? –indicó levantándose–, voy a pagar. Hoy
invito yo, aunque no te acostumbres.
¿De verdad era la misma mujer de las frases cortantes? De repente había
percibido en ella cierta humanidad. Una pequeña brecha en el armazón de
hierro que llevaba como traje desde que se había presentado en la oficina el
primer día.
—Pues muchas gracias. Esto lo arreglamos rápido. Te invito a cenar. Tú
decides, en casa o en algún restaurante que sea de tu gusto. Todavía no
conozco mucho el ambiente nocturno en la ciudad.
—No vayas tan rápido, señor nube. Creo que tendré algo muy
importante que hacer y no será posible.
—¿Mañana entonces? –insistió él, viendo en su cambio de actitud
alguna posibilidad de entrarle.
—Está bien. Mañana. Luego concretamos.
Salieron juntos del bar, charlando acerca de las bajadas y subidas de la
bolsa; de lo difícil que resultaban algunas operaciones y del buen tiempo
que se esperaba para toda la semana. Eduardo disfrutaba con la nueva
Salma, aunque estaba preparado para cualquier cambio. La señora era de
armas tomar y podía esperarse cualquier desaire cuando menos lo esperara.
Mientras compartían aquellas frases, Diego los observaba desde el
despacho de su jefa. Atento a cada gesto de uno o del otro, tensando la
mandíbula mientras la rabia se apoderaba de él sin poder evitar los celos
que tanto había escondido hasta el momento.

—Buenos días, Diego. No te he visto llegar –saludó Salma a su


secretario cuando se disponía a entrar en el despacho del director.
—Lógico, estabas muy entretenida con el nuevo. Aquí tienes los
dosieres de los clientes que tienes que visitar esta mañana.
—Muchas gracias. Nos vemos luego –le contestó, percibiendo en él
cierta irritabilidad.
—Por cierto, ha llamado una tal Teresa. Parecía urgente. Hace un
minuto para ser exactos.
—Me cago en todo. Tenía que haberlo hecho yo y se me olvidó por
completo. Me he dejado el pijama en su casa. Debe de ser eso –mintió.
Vaya despiste. Y tú tienes la culpa –acusó a Diego, guiñándole un ojo–, en
cuanto salga de ahí, que espero que sea pronto, le devuelvo la llamada. ¿No
te ha dicho si pasaba algo?
—No. Tampoco he querido preguntarle. Apenas la conozco. Solo de
referencias por su hermano o su marido. Ah, Manuel también ha dado aviso
a recursos humanos de que se ausentaría unos días. Parece que anda el río
revuelto.
—Parece –se despidió Salma, antes de dejarlo tras la puerta del gran
jefe–, nos vemos luego –le señaló con gestos.
Parecía relajada, se dijo Diego volviendo a su sitio, imaginando si la
razón era su último encuentro.

—Buenos días –pronunció Salma, extendiendo el saludo a todos los allí


congregados.
—Buenos días, al final he preferido una reunión conjunta, así solo lo
explicaré una vez. Espero que todos hayan desayunado bien porque lo que
tengo que decirles no es muy agradable, y mejor que les coja con el
estómago lleno.
Los presentes murmuraron entre ellos, discretamente, dejando ver en
sus caras el gesto de la sorpresa.
—El pasado viernes se personaron aquí dos agentes de la Unidad
Central de Delincuencia Económica y Fiscal. Otra vez los tenemos encima,
pero ya estamos acostumbrados. Aunque tengo que reconocer que, a
diferencia de otras ocasiones, fue una verdadera sorpresa.
El silencio imperaba en la sala y todos estaban deseando saber qué
había ocurrido. Los analistas llevaban siempre consigo un dispositivo que
les permitía estar en contacto con la empresa cuando ocurría algo
imprevisto y había que actuar pronto. La bolsa y las empresas que tenían en
sus carteras de clientes no dejaban de hacer negocios ni los fines de semana,
ni la Navidad ni ninguna fiesta de guardar. Todos los presentes disponían de
contratos blindados a responder las veinticuatro horas del día durante los
trescientos sesenta y cinco días del año. Por ese motivo, la noticia les
pillaba desprevenidos. Todos menos Volkens, quien había sido invitado
expresamente. Estaba en el punto de mira de Salazar. Era bueno en su
trabajo y quería hacerle una propuesta.
—Sí, sé lo que estarán pensando. Después de su visita hablé con la
central y todo parece estar controlado. Sabemos lo que nos jugamos y ahora
también sabemos que alguno de nuestros eslabones ha fallado.
—¿Y traían orden de registro?
—¿Incautaron alguna documentación importante?
—¿Se ha filtrado alguna documentación que pueda comprometernos?
Las preguntas se sucedían y los interrogantes, junto con la preocupación
por saber quién se había pasado de listo, se dibujaban en las caras de todos.
—Solo quería reunirlos para exponerles que a continuación tendré una
conversación privada con cada uno de ustedes. Por separado –aclaró el
director–, Volkens, usted será el primero.
—Será un placer –afirmó el nuevo, ante la mirada atenta de todos sus
compañeros.
Eduardo había escuchado con atención, y había puesto su micro
grabadora en marcha. Quizás en aquella reunión saldrían a la luz las
evidencias que Peter había comentado con él apenas un rato antes. Pero no,
parecía que lo más suculento se quedaría entre las cuatro paredes del
despacho al que llamaban «el confesionario». Dotado de un sistema de
insonorización, se hacía imposible que las conversaciones fueran
interceptadas por terceros, incluso teniendo algunos micrófonos ocultos
dentro de la empresa como era el caso desde su llegada. Se sintió incómodo
e imaginó que su presencia era el punto discordante para que Salazar, el
director, se extendiera en más explicaciones que las que había dado. Tenía
que aprovechar la ocasión que le acababan de brindar.
—Señores y señora, aquí finaliza la reunión. Por cierto, Gutiérrez y
Ruán se ausentarán durante unos días. Quedaban algunos flecos en la
operación que acababan de cerrar. Nada que deba de preocuparnos, al
menos de momento –dejó caer el director.
Salieron de allí y cada uno volvió a su puesto, aunque expectantes por
saber cuándo les tocaría pasar por el interrogatorio que siempre los ponía en
jaque. La última vez que había sucedido algo parecido habían saltado dos
analistas de los más prestigiosos. Hartos de ganar dinero y con la avaricia
de atesorar más, impresa en sus cerebros, se habían convertido en
confidentes de uno de los fiscales más implacables de la ciudad que
investigaban varias de las operaciones más suculentas que la empresa había
llevado a cabo en los meses anteriores.
—Vaya, parece que los últimos son los primeros –comentó Eduardo con
Salma, de vuela al despacho.
—Sí, eso parece –contestó ella, fastidiada por el recuerdo de la primera
y única vez que había jugado sus cartas–, ¿a qué hora quedamos mañana? –
preguntó ante la sorpresa de Eduardo.
—¿Te parece bien a las siete y media?
—¿No es un poco pronto para cenar? A esas horas suelo estar todavía
por aquí. Está bien. La empresa no se hundirá sin mí porque acabe un poco
antes. Pásame la dirección de tu casa por teléfono.
—No puedo.
—¿Y eso? –le preguntó Salma, arqueando las cejas.
—Porque no lo tengo –sonrió él.
—Trae –le pidió ella, escribiéndoselo sobre la mano–, aquí lo tienes.
Apúntalo antes de lavártelas, porque no te lo daré dos veces, y se fue
derecha a su despacho sin darle tiempo a que pudiera contestarle.
Hacía años que no se dejaba llevar por el instinto que tanto había
doblegado hasta eliminarlo de su vida. El ímpetu casi juvenil que la había
llevado a una acción como la que acababa de acometer; la espontaneidad de
abandonarse a un deseo sin pensar en las consecuencias; las ganas de
conocer a alguien sin la máscara con la que solía esconder quién era en
realidad. Y aunque seguía resistiéndose, la huella de Volkens sobre su
cuerpo y los besos que todavía conservaba en su recuerdo la habían llevado
a dar un paso del que seguramente se arrepentiría, pensó.
—¿Se puede? –preguntó Diego, asomando la cabeza.
—Ya estás dentro. Pasa –lo invitó.
—Esta noche tengo quedada con unos colegas de la Universidad. Pero
he estado pensando que quizás mañana podemos cenar juntos. Me han
hablado de un sitio que estoy seguro que te gustará.
—Mañana tengo planes, Diego. Quizás deberías cenar más días con tus
colegas, como dices tú, y menos conmigo.
—Yo decido con quién quiero estar cada día, y con quien despertarme
cada mañana.
—Lo mismo que yo –contraatacó Salma, viendo venir que la
conversación no iba a gustarle–, así que…
—Por un momento pensé que lo de ayer era un paso, y no una
excepción.
—Temía que irías por ahí, querido. Ya sabes cuales son las normas. No
quiero que te confundas. Me gustas, y lo sabes de sobras. Pero no podemos
cambiar lo que tenemos o tendré que tomar decisiones que no sé por qué
imaginé que acabarías haciendo tú. Y créeme que lo último que deseo es
hacerte daño. Eres una bocanada de aire fresco en mi vida, y seguirás
siéndolo hasta que lo que hay entre nosotros se rompa. Supongo que llevo
mucho tiempo sin buscar algo excepcional y a veces incluso me cuesta
reconocerlo cuando lo veo.
—¿Y el sexo pervertido no lo es? Claro que no –respondió él ante la
reacción sorpresiva de su jefa.
Salma frunció el ceño y se levantó muy lentamente. Se dirigió a Diego
manteniéndole la mirada. Fría, falta de sentimientos.
—Si vuelves a hablarme así, te pondré de patitas en la calle. Y te juro
por tu madre que no vacilaré ni un segundo. ¿Se puede saber de qué estás
hablando?
—Lo sabes muy bien.
—No, explícamelo porque lo que llega a mi cabeza en este mismo
instante no es nada bueno, te lo aseguro –lo amenazó Salma, buscando
cómo conectar los impulsos que estaba recibiendo ante el único hombre que
conocía gran parte de su verdad. Y no era toda–, ¿dónde has pasado el fin
de semana? –lo interrogó Salma, esperando una respuesta clara y concisa.
—Pues mira, igual que tú dices a veces, resulta que no es asunto tuyo. Y
claro, yo no puedo despedirte porque soy tu empleado. Así que me ahorraré
las amenazas. Déjalo, ya se nos pasará y volveremos a divertirnos como lo
hemos hecho hasta ahora.
—No has contestado a mi pregunta –insistió Salma, dispuesta a
averiguarlo fuera como fuera.
Sonó el interfono y ella no estaba dispuesta a contestar. Miró la pantalla
y vio que se trataba de Salazar. Contuvo la respiración y se acercó hasta el
teléfono.
—Salma, ¿tendrás unos minutos a eso de las doce? Ahora tengo una
reunión muy importante. Pásate por mi despacho.
—Está bien. A las doce estaré allí.
Diego había desaparecido. Salió hecha una furia, dando un portazo que
retumbó provocando que los más cercanos se giraran. Caminó a paso ligero
ante la mirada de Mariló y algunos de los analistas que todavía debatían las
razones por las que nuevamente se verían interrogados.
—¿Necesitas alguna cosa? –quiso saber la administrativa, sin que su
pregunta obtuviera ninguna respuesta.
Despareció durante unos minutos y volvió a entrar en la oficina. Cogió
su móvil y llamó a Diego. No estaba en su mesa y lo habían visto salir.
—Dime –contestó él después de varios tonos de llamada.
—¿Se puede saber dónde te has metido? Estamos en horas de trabajo y
te necesito aquí. ¡Ya! –ordenó, presa de la rabia.
—Vaya, ahora resulta que me necesitas. ¿Igual que anoche, o solo para
que te fotocopie algún informe de mierda?
Diego sabía cómo irritarla y estaba poniéndola a prueba. Nunca se había
atrevido a hablarle así si el tono de la conversación no encajaba en el
lenguaje de la ironía o el sarcasmo con el que solían tratar algunos temas.
En esta ocasión, había llegado la impotencia y el resentimiento se habían
apoderado de él.
—Ven ahora mismo. Necesito que hablemos –añadió Salma, aflojando
el tono con el que se había dirigido a él hasta entonces.
—Estaré ahí en una hora aproximadamente. Tengo una visita con el
médico. Olvidé decírtelo. Como estabas tan ocupada con tus cosas…
—Está bien. No juegues con fuego o terminarás quemándote –fue lo
último que pronunció ella antes de colgarle.

Durante la mañana fue incapaz de concentrarse en su trabajo. No hacía


más que darle vueltas a los papeles, a los mensajes pendientes de contestar
y a algunas llamadas que debía atender y postergaba. Estaba harta de ser la
mujer Alfa; la persona autosuficiente que parecía no tener límites; la borde
en la que se había convertido; la señora de las normas inquebrantables. Se
sentía sola y vacía, y la sensación de debilidad la carcomía. Necesitaba unas
vacaciones. Alejarse de todo y de todos los que la rodeaban. ¿Y por qué se
sentía de repente tan vulnerable? ¿Qué era lo que provocaba en ella aquel
baile de sensaciones que tan bien había sabido controlar desde que se
convirtiera en la mujer que era ahora?
La respuesta no era qué, sino quién, y no pensaba reconocerlo. Antes
muerta, pensó barriendo de su cabeza la imagen que una y otra vez se
proyectaba en su recuerdo.
Sin darse cuenta, las lágrimas resbalaban por sus mejillas cayendo sobre
el teclado. Y las miró, viéndolas desaparecer por entre las ranuras que
separaban cada letra sin recordar cuándo había sido la última vez que había
dejado asomar la pena en un cuerpo que había adiestrado para no sentir
nada que no fuera placentero.
—Disculpa, ¿molesto? –preguntó Eduardo apareciendo por detrás de la
puerta, sorprendiéndola–. ¿Te encuentras bien? Venía a comentarte lo que
he hablado con Salazar, pero creo que he escogido un mal momento.
—No sé para qué sirve la inútil de Mariló, la verdad. Se supone que
está, además de para ver las páginas de moda en su ordenador, para
avisarme de las visitas.
—Entendido. Nos vemos en otro momento –reculó Eduardo,
lamentándose de que la bonanza de aquella mujer hubiera durado tan poco
tiempo.
—No hombre, pasa. Ya que has franqueado mis murallas, ahora no te
quedes ahí –lo invitó ella–, estoy deseosa de saber qué mosca te ha picado.
Estaba rara de cojones, pensó Eduardo entrando hacia el interior del
despacho. Salma se había soltado el pelo y su melena lucía suelta sobre los
hombros dándole un aire más afable. También percibió el brillo y el leve
enrojecimiento de los ojos. Después de varias semanas intentando ver en
ella algo más que un cuerpo de infarto detrás de la armadura, por fin parecía
que asomaba algún sentimiento humano.
—Gracias –dijo Eduardo, manteniendo las distancias que lo separaban
desde la butaca en la que se había sentado junto a la mesa de reuniones.
Salma se levantó y se acercó hasta él. No sabía por qué había venido a
explicarle nada a ella y tampoco le importaba en ese momento. Se sentó en
el butacón contiguo al que estaba Volkens y cruzó las piernas, dirigiendo la
mirada al hombre que la estaba zarandeando por dentro. Era guapo, se dijo
mientras lo observaba atentamente, y seguramente tendría novia.
—Oye, ¿sabes qué te digo? Que no sé hasta qué punto me importa lo
que te haya dicho el director. Yo tengo cita a las doce con él. Imagino que te
habrá hecho un interrogatorio elegante, como es su estilo, y también
directo. Están buscando quién se ha podido ir de la lengua. En este negocio,
la información privilegiada corre hacia ambos lados, y la ambición de
algunos no tiene límite. Aquí ganamos mucha pasta, como habrás podido
comprobar en tu nómina de los últimos meses. Y podría ser mucho más si te
aplicaras –lo recriminó–. Al final, todos tenemos algo que callar por
pequeño que sea. Seguro que tú también. Dime, ¿estás casado?
Eduardo, que hasta ese momento la escuchándola embelesado, se echó
para atrás sorprendido por la pregunta y sonrió. Tardó unos segundos
cruciales que sabía que crearían el clima perfecto para que ella entrara en el
laberinto de las dudas.
—No hay que negar que vas al grano –pronunció al fin, después de
mojarse los labios con la lengua–. No. No estoy casado ni tengo nadie a
quien deba regalarle ningún anillo de compromiso en este preciso momento
de mi vida. Lo hubo, pero eso ya pasó –desveló ante la atenta mirada de
Salma–. Ahora me toca a mí. ¿Tú sí estás casada? –devolvió la pregunta,
intuyendo la respuesta.
—No. Y nunca volveré a cometer semejante error. No creo en el amor y
está sobrevalorado. La vida es demasiado interesante como para tenerla que
desperdiciar con una sola persona. O al menos que lo parezca.
—¿Hablamos de fidelidad? –quiso saber él, ahondando en una
información muy valiosa que estaba recogiendo para saber cómo debía de
tratarla en adelante–. Te miro y no sé, es como si te hubiera visto en otra
parte –añadió de repente, fijándose en algunos gestos que le resultaban
familiares.
Él tampoco había podido quitarse de la cabeza las curvas que lo seguían
atormentando, quemándolo por dentro cada instante en el que se acordaba
de Victoria. Había sido sexo, lo tenía claro. Sexo a secas y, sin embargo, la
imagen de aquellos ojos negros lo perturbaba desde entonces. Ahora miraba
a Salma, deseándola de igual manera aunque sabía que ella era, de
momento, un imposible.
—Todos tenemos un doble, al menos eso dicen –salió al paso ella,
elucubrando sobre la posibilidad y la amenaza de ser descubierta por
Eduardo, algo que al mismo tiempo la excitaba.
Nunca antes había tenido la tentación refleja, como le pasaba ahora, de
dar pistas acerca de su otra identidad. Con él era distinto.
—¿Te apetece una copa? –preguntó levantándose para ir hasta el
pequeño mueble bar que tenía al otro extremo del despacho–, aquí nos
tratan de fábula, ya ves. Saben que sin esto a veces resulta inaguantable
seguir aquí –añadió levantando las botellas.
—Ya lo veo. Algunos no os priváis de nada. No me apetece alcohol a
estas horas, pero por acompañarte, lo que tú tomes estará bien para mí
también.
Con toda la parsimonia del mundo y sabiendo que él no le quitaba la
vista de encima Salma se recreó en abrir dos botellines de bíter con alcohol,
volcarlos lentamente sobre los vasos, a los que había añadido sendos
cubitos de hielo y unas rodajas de limón. Con la punta del zapato empujó la
puerta del mini bar y se acercó hasta Eduardo, ofreciéndole el vaso. Él rozó
sus dedos sin que ella pareciera molestarse y permaneció en ellos unos
segundos. Tiempo suficiente para que una corriente interna, casi eléctrica,
hiciera saltar la alarma en sus cabezas. Sonrieron al mismo tiempo.
—Por los placeres de la vida –brindó Salma, elevando su vaso.
—Por los placeres de algunos momentos, como este –matizó Eduardo,
sorbiendo sin dejar de mirarla.
—Y dime –siguió Salma con el interrogatorio–, ¿hasta cuándo piensas
trabajar con nosotros?
—Eso no depende de mí –se justificó–, y que conste que estoy
encantado de colaborar en la empresa, pero nunca se sabe. Tengo otros
horizontes profesionales y espero que lleguen pronto –añadió, jugando al
despiste–, cabe la posibilidad de que vuelva a Alemania. Todo depende –
dejó en suspense.
—¿Quizás eres tú el que ha dado el soplo de la operación que ahora se
está investigando?
—¿Estás interrogándome tú ahora? Pensé que eso era cosa del director y
de recursos humanos –contestó Eduardo, queriendo parecer molesto–, no
sabía que también había sabuesos encubiertos.
Ese había sido un golpe bajo que Salma no se esperaba. Creía que lo
tenía comiendo de su mano, aunque al parecer se estaba equivocando y
aquel hombre también sabía cómo envenenar dardos.
—Estoy disfrutando de tu presencia, sin más. Perdón si te ha molestado.
¿De qué quieres que hablemos?
—De ti.
Salma se había metido un pedazo de hielo en la boca, y lo mordió. Su
guardia peligraba y aunque tenía mucho trabajo, se sentía relajada.
—Tienes cinco minutos, ni uno más –contestó ella.
—Me lo pones difícil, pero voy a lanzarme aunque arriesgue más de lo
que creo que estás acostumbrada a permitir –se atrevió a decir,
incorporándose para acercarse a ella–. En cinco minutos no me da tiempo
de averiguar apenas nada de ti. Ahora ya sé que estás divorciada, que no
crees en el amor y que eres un buen partido. Al menos así piensa tu
secretario. No he podido evitar fijarme en vuestra relación y diría que en
estos momentos debe de estar creciendo su mala leche. Lo acabo de ver
pasar y en cuanto ha detectado mi presencia se ha dado media vuelta,
aunque he sentido el odio hacia mí a través de la cristalera. Una apuesta
audaz, de eso no cabe la menor duda. Puede que para los demás pase
desapercibido vuestro juego, pero ese pavo está colado por ti. El coche que
conduces no se lo puede costear cualquiera. Ni esos zapatos que, aunque
para mi gusto no le hacen justicia a tus piernas, valen un dineral. Te cuidas,
salta a la vista, y bajo la máscara de acero que se interpone entre lo que
aparentas y lo que escondes podría haber una persona mucho más
interesante de lo que te empeñas en mostrar. Eres un lobo feroz y solitario,
y te esfuerzas en ello. Créeme que lo llevo sufriendo en mis carnes desde
que llegué, aunque tengo que reconocer que me gusta. Eso es todo, y me
sobran cuatro minutos para preguntarte algunas cosas, ¿puedo? –sonrió
Eduardo, llevándose el vaso a la boca sin dejar de examinar la reacción que
había tenido el análisis que acababa de hacerle.
Salma enmudeció durante unos instantes. No esperaba el atrevimiento
ni el estudio que acababa de hacerle, aunque solo necesitó acercarse a él
para empoderarse de nuevo y contraatacar.
—Esos minutos que te sobran los podemos emplear más tarde. Muy
arriesgado, sí señor. Más de lo que permito a nadie aquí. Pero está bien. Me
gustan los hombres que se la juegan y van de cara. Es tu día de suerte.
—Cuando tú quieras. Ahora creo que tengo trabajo y ya he agotado el
tiempo de descanso.
—Una cosa –lo paró, sujetándolo por el codo cuando Eduardo hizo el
gesto de abrir la puerta del despacho.
—Dime.
—¿Hoy no tenías planes, no?
Déjame que lo piense –la hizo esperar, elevando la vista hasta el techo
como si estuviera recordando–, no. Te había invitado a cenar y si no
recuerdo mal tú sí los tenías.
—Ya no. ¿En tu casa, a la misma hora que habíamos quedado para
mañana?
—Claro –contestó Eduardo, disimulando la sorpresa–, si me disculpas,
el deber me llama.
—No te creo. Desde que has llegado a La Agencia pasas más tiempo
con la vista puesta en los demás que en tu trabajo. Pero eres rápido y
todavía no he podido amenazarte con un despido si no cumples los
objetivos mínimos, porque los cumples por los pelos. Te veo algo oxidado;
lento de reflejos en algunas operaciones en las que si no matas, mueres.
Aunque eso tiene arreglo si te aplicas. Estás por debajo de la media de tus
compañeros –le soltó Salma, dejándole claro que ella también se había
fijado en algunas cosas–, tus zapatos son de marca, aunque de las del
montón. Y tus trajes también, aunque el porte mejora la calidad del patrón.
—Touché –fue todo lo que Eduardo le contestó antes de marcharse.
A los dos minutos recibía Salma la ubicación de Eduardo, y sonrió. Casi
como no recordaba hacía muchos años cuando se había sentido enamorada.
Despejó los pensamientos rosa de su cabeza y se sumergió en la pantalla del
ordenador, aunque la concentración iba a durarle poco tiempo. Descolgó el
teléfono, marcando el número de la administrativa que la sacaba de quicio.
—Mariló, localízame a Diego, por favor. Rapidito, que no tengo todo el
día y me espera el director en menos de un cuarto de hora.
—Pues verá, Matute. Es que ha venido, pero como tenía la visita del
señor Volkens se ha dado la vuelta. Me estoy asomando, pero no lo veo en
su sitio. Si quiere salgo a buscarlo. No tenía buena cara, al menos me
parecía…
—Mariló, ya. ¿Se puede saber por qué ahora me tratas de usted y me
nombras con el apellido?
—Ay no sé. Como la veo tan tensa. No quiero parecer, es que no sé…
—No lo entiendo, de verdad. En fin, vuelve a llamarme de tú o la
tendremos bien gorda. Matute solo para los peces gordos, esos que te miran
las tetas antes que los ojos, ¿vale?
—De acuerdo, como veas. Y si necesitas algo, aquí estoy. Ah, ¿voy a
buscar a Diego entonces?
—No te preocupes, ahora lo llamo a su teléfono. No andará lejos por la
cuenta que le trae.
—Pobrecillo.
—¿Pobrecillo? –la interrogó Salma, llegando a su límite con aquella
mujer por segunda vez en la misma mañana.
—A ver. Que no lo sé bien, bien. Pero diría que su madre, o su padre,
alguno ha tenido un accidente. Pero no estoy segura. Perdón…
Salma colgó el teléfono y marcó de inmediato el número de Diego.
Estaba furiosa. Aquello tenía que terminar cuanto antes. La relación entre
ellos estaba llegando a su fin y cuanto antes le pusiera las tres letras, mejor.
Pensaba en él, en su juventud y en su ímpetu. Y en su forma de amarla,
mientras los tonos de la llamada se sucedían sin que nadie descolgara al
otro lado. Del enfado pasó a la preocupación. Salió del despacho y se
dirigió a Mariló de nuevo, que estaba enfrascada con un documento,
completamente pegada a la pantalla del ordenador.
—Si es que así no hay manera. Localízame a Diego. Llámalo hasta que
te descuelgue el teléfono. Yo voy con Salazar y luego me pondré a ello.
Infórmate bien, por favor, de qué es lo que ha pasado.
—De acuerdo. Ahora mismo –contestó la mujer, solícita.
De camino al despacho de su jefe sonó su teléfono. Era Teresa. De
nuevo ella, pensó. Hecha un valle de lágrimas y hablando sin dejar que
nadie la parara. Explicándole entre sollozos la carta que había descubierto
en la mesilla de noche de Manu. Unas letras escritas hacía varias semanas,
por la fecha que ponía al comienzo.
—A ver, Teresa. Tranquilízate –la consoló Salma–. Él está ahora de
viaje, pero volverá en unos días. Entonces podréis aclarar las cosas. Si
quieres, este fin de semana vuelvo a Madrid y nos echamos unos vinos. Esta
vez en tu casa. Cuando los niños estén ya durmiendo. Pero llama a la
canguro, por lo que pueda pasar, que nos conocemos y tienes mal beber.
Por más que intentaba consolarla, no había forma de conseguirlo. Teresa
sollozaba y apenas se la entendía. Había estado en la consulta de una
terapeuta que parecía haberle dicho muchas cosas, pero no lograba entender
ninguna.
—Y para colmo, hace un rato me ha llamado Peter –logró explicarle al
final de su lamento–. El tío el Club al que fuimos, recuerdas? –le confesó,
no esperando ninguna respuesta, mientras el ruido de estar sonándose la
nariz invadía el aparato–, qué desgraciada soy, si es que…
—Por favor, Teresa, discúlpame pero es que no puedo atenderte. Estoy a
punto de entrar en una reunión muy importante y tengo que dejarte. ¡En
serio que todavía no has borrado de tu teléfono a un desconocido en tu
primera noche después de mil años, con el añadido de que podría ser
cualquiera que conociera a tu marido! –la recriminó.
—¿Mi marido? Mira, que no quiero ni oír hablar de él en este momento.
¡Lo odio! Seguro que me ha estado engañando con otras tías. ¡Qué ingenua
soy!, de verdad.
—Está bien, luego te llamo. A más tardar esta tarde.
Ante la situación y sabiéndole muy mal, Salma optó por cortar la
llamada, cerrar los ojos y rezar para que las cosas no fueran a más. Como si
ella ya no tuviera bastante con sus problemas. Ahora Teresa… chascó con
la lengua y aporreó la puerta del director general importándole muy poco lo
que pudiera explicarle. Desde hacía algunos días estaba replanteándose
cambiar de trabajo, de rumbo, de ciudad y hasta de planeta.
Después de casi una hora en la que Salazar había estado poniéndola al
corriente de los detalles que prefería no haber escuchado, Salma salió de allí
con la sensación de haber corrido durante horas sin parar, como si le faltara
el aliento. Agotada por fuera y acelerada por dentro, casi entumecida. Sin
haber sido consciente de su situación hasta ese momento ella, igual que un
grupo selecto de analistas, podían verse implicados en la trama que estaba
investigando el ministerio fiscal. Por alguna razón, en otras ocasiones la
empresa había podido esquivar a la justicia, tapando la boca de unos y otros
para que todos tuvieran algo que callar. Ella había sido invitada a tomar
parte de aquello solo como deferencia y en contadas ocasiones,
aprovechando así los dividendos de una inversión segura que le había
reportado las ganancias de varios años de trabajo.
Se sentía furiosa y su cabeza no dejaba de dar vueltas. El perjuicio no
quedaba solo en una demanda en la que se vería envuelta. Lo que más le
preocupaba era su carrera profesional, por la que tanto había luchado
durante largos años de escalada en los que, por fin, había logrado todo el
prestigio que siempre había deseado. No podía creerlo.
—Malditos desgraciados, se oyó decir camino de su despacho, justo
antes de que volviera a sonar su teléfono.
Rabiosa, descolgó sin ni siquiera fijarse en el número, deseosa de que
fuera alguien a quien poder enviar a la mierda y así aliviar la furia que
llevaba dentro.
—Salma, soy yo –fue todo lo que escuchó antes de despegar la pantalla
de su oreja, como si lo que había dentro de ella fuera a envenenarla.
—Lo que me faltaba hoy. ¿Acaso he pisado una mierda esta mañana y
no me di cuenta? Increíble. Pero increíble de verdad. Hoy parece que me
crecen los enanos, aunque lo último de lo que tengo ganas es de montar un
circo, ¿sabes? Y para que lo sepas, eres un desgraciado ¿me oyes? No sé
cómo has conseguido mi número pero ya lo estás borrando de tu agenda.
El silencio fue toda la respuesta durante varios segundos en los que ella
pensó en colgar. Pero algo llamaba su atención, y entonces recordó el
episodio de semanas atrás.
—Ah, y como vuelvas a amenazarme con algún imbécil al que mandas
que me llame, te vas a enterar. ¡Me has entendido! No va a haber suficiente
bola del mundo en la que te puedas esconder.
—Salma, por favor, no me cuelgues. Solo te pido un minuto –le rogó
Roberto, su ex marido–, estoy en un aprieto y necesito que me ayudes. Por
favor. Ya querría yo esconderme, pero no puedo.
Su voz sonaba lastimera, aunque ella conocía muy bien sus artimañas
para fingir. Era un experto. Respiró fuerte y cerró los ojos. Al fin y al cabo,
podría desahogarse con él, insultándolo a su antojo. No le vendría mal,
pensó acercándose otra vez el aparato.
—Tienes justo sesenta segundos, y más vale que sea importante. Das
pena, y solo por eso, por el gusto de verte arrastrándote hasta mí con vaya
usted a saber qué cuento, voy a escucharte.
—Necesito dinero –confesó escueto y directo–, y si no saldo una deuda
que contraje hace unos meses quizás no vuelva a molestarte.
—¿En serio? Vamos, hombre, no me hagas reír. ¿Desde cuándo tienes tú
problemas en el juego? –preguntó de forma sarcástica.
—Si no fuera importante no te habría llamado. Y no es en el juego. Se
trata de unas inversiones que hice el año pasado. Todo ha salido mal y ahora
debo mucho.
—Dejaste de ser importante para mí hace tiempo, y gracias al cielo le
doy cada día que pasa. Solo por casualidad, ¿cuánto es para ti mucho? Por
ver si me carcajeo o directamente me parto de la risa. La última vez que tú y
yo tuvimos algo que ver te recuerdo que me dejaste sin un céntimo.
Arruinada con todas las letras pendientes.
—Como unos trescientos mil –dejó caer él.
—Y no pensarás que voy a dártelos así, como el que deja una propina.
¿Tú sabes cuánto cuesta ganar eso? Ah, no perdona. Que la que trabajaba
catorce horas al día era yo mientras tú te ibas tirando a mis amigas.
—No, yo solo quería que me los prestaras. Tengo alguna información
sobre bolsa y creo que voy a recuperarlos enseguida. Te pagaré intereses, te
lo prometo.
—O sea, quieres que te de un dineral, el que debes, para invertirlo en
bolsa y sacar tajada. ¿No?
—Bueno, es la forma en que puedo recuperarlos más rápidamente. He
tenido un soplo, ya sabes.
—Ni sé, ni quiero saber. Lo siento, pero no puedo ayudarte. Estoy en un
momento delicado. Nada que tenga que explicarte a ti. Eso es todo.
—¿Crees que Manu accedería a hacerme ese favor? Tú lo conoces bien.
—Más de lo que él se cree. Mira, apunta su teléfono. Dile que vienes de
mi parte, a ver si él se ablanda contigo. No sé si está en Barcelona o no –
mintió–, pero es igual. A mí me dejas en paz desde este momento.
—De acuerdo, pásamelo a este número.
—Pienso bloquearte en cuanto cuelgues y si vuelves a llamarme o se te
ocurre amenazarme de nuevo, te empapelo. Te lo aseguro.
—¿Amenazarte? Yo no he hecho tal cosa.
—¿Recuerdas a Domenech?
—No tengo ni idea de quién es ese. No recuerdo conocer a nadie con
ese nombre –le aseguró Roberto, con la naturalidad.
—¿Seguro?
—Claro que estoy seguro.
—Pues solo te digo que si vuelve a llamar amenazándome te
arrepentirás.
—Te juro que no sé de quién me hablas. De todas formas, haz lo que
quieras, créeme o no lo hagas.
—Está bien. Ahora hasta nunca. Espero que lo soluciones y olvídate de
mí, pero para siempre. Ya ni siquiera te odio. Solo eres un vago recuerdo en
una época de mi vida de la que pasé página.
—Gracias, Salma. Eres buena persona.
—Qué poco me conoces. En fin, lo dicho. Que te vaya bonito. Chao.
Y colgó, sin dejar que Roberto pudiera devolverle un adiós que
esperaba fuera para siempre.
Se sentía agotada. Eduardo, Diego, Teresa, el ministerio fiscal, y para
rematar el pastel el inútil de Roberto. Resopló, dirigiéndose de nuevo a su
despacho con la idea de largarse de allí y acabar una jornada de trabajo que
pocas satisfacciones le había dado. Y al pensar en la satisfacción, unida al
deseo de volverse a encontrar con el señor nube en unas horas, sintió un
vuelco en el estómago que casi le dio coraje. ¿Cómo no podía controlar esas
sensaciones? No tenía ni idea, y tampoco iba a averiguarlo antes de tiempo.
—Mariló, tengo que salir a una reunión importante. Así que no vuelvo
hasta mañana. Si llega Diego le dices… bueno, no le digas nada. Ya lo
llamaré más tarde.
—Como quieras. Pareces cansada sí. Te irá bien irte a casa después de
esa reunión. No te preocupes, yo le digo –se despidió la secretaria, viéndola
salir hacia el ascensor.
CAPÍTULO 12

Llegaba quince minutos tarde a su cita y eso la irritaba. Prefería llegar


con tiempo y esperar en cualquier lado, pero el aparcamiento en la zona
donde vivía Eduardo había resultado un tormento. Al final había optado por
dejar el coche en un parking a cinco manzanas de allí y pedir un taxi.
Después de salir de la oficina se había ido a comer a un japonés donde
sus dueños la conocían. Era una clienta habitual desde hacía años y degustar
sus platillos era un regalo que pocas veces podía concederse por falta de
tiempo. Encantadores como siempre y tras las consabidas reverencias
Aneko y Dai, el matrimonio que regentaba el restaurante, la recibieron
encantados, reservándole un lugar tranquilo y discreto en el que podría
relajarse tomando su plato favorito: Hataca Ramen con muchas hojas de
mostaza. Le parecía exquisito. Una infusión relajante y un cigarrillo, ya en
la calle, eran para Salma la fórmula perfecta para encarar la tarde en
positivo. Y se avecinaba movidita, pensó sonriendo mientras el taxista le
entregaba la copia del cobro de la carrera.
En la despensa siempre guardaba buenos vinos y cajas de bombones de
los caros, y pocas veces las empezaba. Eso es lo que llevaría a su cita,
aunque no fuera nada original. No sabía qué cenarían y le parecía un tanto
cursi preguntarle a Eduardo qué iba a preparar.
Elegir qué prendas ponerse le había llevado más tiempo del esperado.
Para Eduardo, igual que para el resto de la empresa, la imagen que ella
proyectaba distaba mucho de la que podrían imaginarse en alguien que
quisiera parecer sexy. Era su objetivo, aunque detrás de los trajes de colores
neutros, se escondiera un verdadero tornado. El conjunto de lencería, de
color negro y blonda, era un acierto seguro. El vestido verde oliva,
entallado y con escote de pico la había hecho dudar, pero era el que más le
gustaba de los últimos que había comprado. Para la ocasión había elegido
unos zapatos de color crudo y gran tacón. Esperaba sacarle partido a la
conversación que mantendrían sobre ese particular. Al salir, retocó el
carmín de los labios y echó un vistazo a la imagen que arrojaba frente al
espejo. Para su edad no estaba mal, sonrió abiertamente recordando que
Eduardo era más joven que ella, aunque por pocos años. Su cerebro conectó
con Diego de inmediato, al que no había podido localizar en todo el día.
Borró su imagen de la cabeza. No existía ningún contrato que hubiera que
rescindir. Y salió del portal hacia el garaje, dispuesta a dejarse llevar por lo
que los acontecimientos pudieran depararle en su primera cita abierta y sin
careta con el míster nube.
—Soy yo –aclaró después de escuchar el pitido del interfono.
—Sí, te he visto. Sube –contestó él.
Era un edificio antiguo, aunque bien conservado. Siempre le habían
gustado las fachadas modernistas del Ensanche de la ciudad, y los pisos con
grandes patios interiores desde los que podían observarse aquellos
cerramientos hechos de vidrio plomado tan característicos. Ella había
vivido en aquella zona hacía ya unos años, y la recordaba con un punto de
nostalgia. Subió en el ascensor, antiguo como las molduras y las puertas de
madera que se ajustaban al pequeño cubículo y apretó el botón,
desencadenando el típico ruido de sus poleas. Eduardo vivía en el ático. Al
llegar, él la estaba esperando apoyado en el marco de la puerta. Sonriente.
—Llegas justo a tiempo –la abordó, acercándose para besarla.
—Me he retrasado, y mira que es algo que no soporto. Pero chico, aquí
no hay quien aparque ni pagando. Casi me vuelvo a casa para dejar el coche
–explicó ella, disimulando la sensación que le habían provocado sus besos.
—Relájate, que no estamos en la oficina. Aquí no hay que fichar ni voy
a pedirte que recuperes el tiempo de retraso –contestó él, haciéndose a un
lado–, pasa, estás en tu casa. Deja aquí la chaqueta si quieres. Bueno, la
americana –matizó brindándose a ayudarla.
—Gracias, he traído un vino y unos bombones. Llámame vulgar. Lo
entenderé, y por estar en campo contrario no tomaré represalias contigo.
—Bien jugada esa. Por cierto, muy buen vino –apreció Eduardo
fijándose en la botella–, ah –añadió–, puedes dejarte la tensión colgada
junto a la americana. Acabo de perfumar el piso entero con incienso anti
malos rollos. Quiero decir que no te servirá de nada estar de mala leche.
—De acuerdo, lo intentaré, y no creas que será fácil.
—¿Una copa? Yo también he comprado una botella de Ribera de Duero.
Podemos empezar con este.
—Me parece bien. ¿Desde dónde me has visto? Abajo me has dicho…
—Sí, acababa de encenderme un cigarrillo y me he asomado a la
terraza. Has llegado en taxi.
—Así es. Déjame verla –le pidió Salma, dirigiéndose a las puertas
acristaladas del salón, desde donde se apreciaba la zona exterior del piso.
—Tú misma –la invitó él–, mientras voy a descorchar la botella y voy a
acompañarte.
La brisa era agradable y Salma aprovechó para airear su melena y
refrescarse el cuello. La noche era perfecta. A un lado de la terraza había
una zona de descanso, adornada con unas butacas, unas plantas altas y un
pequeño tablero. Minimalista pero con encanto, pensó. Al otro lado
Eduardo había organizado las cosas para la cena.
—Menuda terraza tienes aquí, y las vistas son muy agradables. Me
recuerda viejos tiempos –comentó ella, aceptando la copa que Eduardo le
brindaba.
—No te lo he dicho. Vienes muy elegante y ese color te sienta muy bien
–apreció Eduardo, mirándola de arriba abajo sin disimulo.
—Tú en cambio… –contraatacó ella, pinzando con los dedos la pechera
del delantal que todavía no se había quitado.
—Es que el aceite dentro de una sartén me da mucho respeto. Enseguida
que acabe con la cocina me cambio, no te preocupes. No querría por nada
del mundo hacerle el feo a esos zapatos.
—¿Fetichismo? –lanzó ella.
—Puro paganismo. Me gustan las cosas buenas y caras. Y sé apreciarlas
en cuanto las veo –pronunció, fijando la mirada en los ojos de Salma–,
aunque no siempre están al alcance de cualquiera.
—Entendido –afirmó ella, sin esquivar sus ojos ni un segundo–, y creo
que algo se está quemando ahí dentro –sonrió viendo como Eduardo dejaba
la copa y salía corriendo.
Volvió a quedarse sola. Y tomó dos tragos de vino. Buen caldo, saboreó
relamiéndose.
—¡Salma! –gritó Eduardo desde la cocina –está sonando tu teléfono.
Lo pensó dos veces. Si era Diego no iba a contestar. Si era Teresa
tampoco. Y dejó de sonar.
—¿Te has traído el móvil aquí?
—Siempre llevo mis móviles encima. Pero claro, como eres un analista
del montón no puedes entenderlo. El que sonaba era el privado. Discúlpame
un segundo, voy a silenciarlo.
Eduardo resopló. Aquella mujer seguía siendo un témpano de hielo que
él se iba a encargar de deshacer con toda la artillería. Estaba en su casa,
bebiendo de su vino y sentándose a su mesa. Había algunas mujeres que
habían pasado algunas horas entre las sábanas de su dormitorio. Y de todas,
la única que había provocado en él un torbellino de sensaciones
contradictorias era ella. Odiosa y sabrosa al mismo tiempo. Tanto que ya
sentía la excitación en medio de sus piernas.
Salma volvió al distribuidor y buscó entre sus cosas. Arrugó los labios
comprobando que quien la llamaba era Soldevila. Dudó en devolvérsela. No
era el mejor momento para recibir malas noticias. Al final, marcó el
número.
—Hola Ignasi, ¿qué me cuentas?
—Tengo alguna novedad para ti.
—Estoy en mitad de una cena, pero dime. ¿Algo de lo que deba
preocuparme?
—En cierto modo –contestó el hombre.
—Dispara.
—Se trata de tu secretario.
—¿Qué pasa con él?
—He localizado la cuenta corriente asociada al teléfono que me diste, y
corresponde al abonado Diego Elizalde. ¿Es él?
—Maldito cabrón de mierda. Sí, el mismo. ¿Significa eso que quien me
ha estado amenazando ha sido él?
—No necesariamente. Solo te digo que él es el titular de varios
teléfonos. Por suerte, aunque sean de prepago actualmente todos los
dispositivos tienen que estar identificados, bien por nombre o bien por
número de cuenta bancaria. Y hay algo más, pero tengo que contrastarlo
antes de decir nada.
—Gracias. Solucionaré esto lo antes posible. Cría cuervos –se lamentó
Salma–, y de lo otro, ya sabes… ¿has podido averiguar alguna cosa? –
preguntó bajando la voz.
—Estoy en ello, pero resulta difícil porque pierdo la pista de su
historial. Lo único que sé es que no aparece como empleado de bolsa
anteriormente. Es decir, que no se había dedicado a ello antes de llegar a La
Agencia.
—Debe de haber algún error. Llegó desde otra de las oficinas. De
acuerdo. Ahora estoy ocupada y no puedo darte ningún otro dato, pero
mañana a primera hora me pondré en contacto contigo.
—Muy bien, yo sigo investigando. Al final saldrá.
—Eso espero. Gracias Ignasi. Mañana hablamos –se despidió, colgando
el teléfono y desconectándolo.
Estaba furiosa, tanto que al llegar de nuevo a la terraza llenó su copa y
de dos tragos se la bebió. Eduardo la observaba, contemplando su figura y
las largas piernas que se intuían bajo la falda.
—¿Decías que tenías tabaco por ahí? Invítame a un cigarrillo, por favor.
Me los he dejado en casa.
—Claro, voy a por él. Es tabaco rubio. No sé qué fumas habitualmente.
—Ahora mismo, lo que me des. Incluso un puro de esos habanos que
apestan.
—¿Malas noticias? Lo digo por la cara con la que has entrado. A ver si
nos van a estropear la cena. Después de pasarme toda la tarde en la cocina –
exageró Eduardo, haciendo aspavientos con las manos.
—Nada que no pueda arreglarse con un par de firmas y un poco más de
paciencia –mintió ella.
—Pues entonces a despreocuparse. Voy a quitarme el delantal y te traigo
el pitillo.
Volvía a estar sola, aunque en su cabeza bailaban los insultos y la rabia
sin control. ¿Cómo se le ocurría al imbécil de Diego jugársela así? Se
preguntaba conociendo la respuesta. Habían llegado muy lejos y él había
terminado por romper las reglas de un juego de debía de haberse terminado
hacía tiempo. Siempre que lo hacían, follaban como animales en celo.
Habían jugado, sí, y ella no había visto lo que para cualquiera habría sido
evidente. Hasta Eduardo lo había detectado. Del amor al odio hay una línea
casi imperceptible que Diego acababa de cruzar. Y tendría que pararlo
cuanto antes. ¿Y este? Se preguntó Salma, echándole un vistazo a la copa
que acababa de dejar su anfitrión? ¿Todo es mentira? ¿De dónde coño sale?
¿Primer empleo como analista? Las preguntas se sobreponían y quedaban
sin respuesta.
Eduardo tocó su espalda, provocándole un sobresalto con el que casi se
echa el vino encima de la ropa.
—Perdona, no quería asustarte. Te he visto muy concentrada y con la
mirada puesta en el horizonte. Trabajas demasiado.
—Vaya con el psicólogo. Si es que eres una caja de sorpresas –
pronunció ella, apretando la mandíbula intentando controlarse para no
perder los estribos.
Eduardo traía puesta una camisa negra ceñida al cuerpo y remangada
hasta la mitad del antebrazo. Había vuelto a perfumarse. Y ella luchaba por
inhibir las sensaciones que le provocaba su presencia. No podía remediar
recordar el cuerpo que se escondía detrás de la ropa y su instinto la llevaba
a imaginar cómo arrancarle los botones de un tirón. Se llevó la copa a la
mano, apurando el trago, y trató de mitigar el deseo que crecía en su
interior.
—Salma, sigues muy tensa. Déjate llevar al menos por unas horas. Deja
de ser la mujer de hierro que te empeñas en aparentar. De verdad, no soy tu
enemigo, te lo aseguro.
—No sé de qué me estás hablando –contestó ella–, necesito otra copa–,
le ordenó Salma, alargándole la que ya había vaciado–. Una más y pareceré
normal.
—Las que necesites –se brindó Eduardo sujetándole la mano,
obligándola a acercarse a él, –voy por ella. Mientras tanto puedes sentarte.
Traeré el primer plato. No es bueno beber con el estómago vacío.
Eduardo volvió a ausentarse y Salma se acomodó en una de las sillas.
—Et voilà, aquí tenemos la ensalada griega. Espero que te guste.
—Claro –contestó ella, acercándose a echar un vistazo a la presentación
del plato–, como mínimo tiene un aspecto excelente.
—¿Eres vegetariana?
—Me lo como todo, así en general –apuntó ella, reclinándose sobre la
silla mientras Eduardo servía su plato.
—¿Tienes frío? Parece que se ha levantado un poco de brisa.
—Para nada. Anda y siéntate. Que no quiero parecer esa mujer de la que
hablas. Comamos y charlemos –lo invitó Salma, degustando algunos
pedacitos del queso feta que tanto le gustaba.
La conversación fue animándose y las copas de vino ayudaban a ambos
comensales a relajarse. Parecían viejos amigos, aunque en realidad cada
uno de ellos iba calibrando la situación respecto al otro. Llegó el segundo
plato. Un delicioso asado de solomillo con patatas bañadas en crema de
leche.
—¿Es una receta alemana?
—No te sabría decir, aunque sí que recuerdo a mi tía cocinándola
algunas veces. Si te soy sincero lo he hecho sin receta.
—¿Así que has hecho un experimento conmigo? Voy a ver si apruebas o
suspendes –dijo Salma, llevándose el tenedor a la boca.
Eduardo esperaba el resultado, entre divertido y expectante. Era
atractiva y el brillo en sus ojos cambiaba por completo su semblante. La
miró y en un acto reflejo se inclinó hacia ella, recogiendo de la comisura de
sus labios un resto de crema que sobresalía de entre ellos. Después lo lamió
sin dejar de mirarla. Salma sonrió, sin más. Tomó su copa con ambas manos
y se la acercó lentamente a la boca, relamiéndose.
—¿Traes aquí a todas tus citas? –atacó ella después de un rato en el que
parecía haber bajado la guardia.
—La verdad es que no. No tengo tiempo, y tampoco he encontrado la
cita perfecta. Algún lio aquí y allá, pero nada importante –se justificó
Eduardo de forma natural–. Y vivo en esta zona desde hace poco. Mis
amistades están casi todas repartidas por ahí. Inclusive Madrid, donde he
trabajado algún tiempo –mintió.
—De manera que soy la cita ideal.
—Diríamos que especial. Al menos de momento. Eres mi jefa, y eso
impone.
—No me hagas reír. Has llegado a la oficina y como quien no quiere la
cosa te has sabido codear con los más importantes. Me he fijado en eso. Te
has ganado su confianza y entras y sales como Pedro por su casa.
Al pronunciar ese nombre, Salma no pudo evitar la risa, resultado de la
bebida y casualmente del amigo que pocas horas antes había contactado con
Teresa. Se llevó los dedos a la boca y los sacudió, haciendo gestos como si
quisiera borrar lo que acababa de decir.
—Cada uno usa sus habilidades como mejor sabe. Es lícito, ¿no?
—En eso estoy de acuerdo. Disculpa, ¿me indicas dónde está el baño?
—Claro, al fondo del pasillo, dentro del dormitorio. El piso es pequeño
y la ciudad muy cara.
—Vuelvo enseguida –gesticuló Salma, indicando con el pulgar hacia
dónde se dirigía.
Eduardo se relajó, sacando el teléfono de su bolsillo. Tenía que
entretenerse con algo que despistara sus ganas de lanzarse sobre ella. ¿Sería
una de las implicadas en el caso que estaba a punto de estallarles en la cara?
Esperaba noticias de Peter, al que parecía habérselo tragado la tierra
cuando, de repente, vio entrar una llamada suya.
—Buenas noches, señor de la bolsa financiera. ¿Te engancho muy
ocupado?
—Hola Peter, la verdad es que no es buen momento. Estaba pensando
en ti justo en este momento. ¿Algo que no pueda esperar a mañana?
—Sí, en realidad puede esperar. Y no me digas que estás pensando en
mí porque me pongo cachondo.
—Al grano, que nos conocemos –lo instó Eduardo.
—Te echo de menos, tío, ahora en serio. A ver cuándo acaba todo esto y
vuelves a ser una persona normal. Reconozco que también añoro a la
morenaza de ojos azules que casi me llevo al huerto. Tengo que confesarte
algo que no te va a gustar.
—Dime, pero rápido que no quiero estropear la velada –lo apremió
Eduardo, bajando la voz.
—La he llamado. Mira, no lo he podido remediar. En realidad han sido
varias veces.
—Vale, ¿Y qué?
—Ah, nada. Solo quería que lo supieras. Está bien, ya te dejo. Te deseo
el gatillazo del mes, por cabrón y por dejarme aquí abandonado a media
conversación.
—Si hay alguna novedad importante, muy importante para ser precisos,
me das un toque más tarde. Si no, hablamos mañana. Te lo prometo –lo
despidió Eduardo, silenciando su teléfono para no volver a ser molestado en
las próximas horas.
Salma no volvía, y le parecía de mal gusto ir a buscarla. Aunque quiso
resistirse, la curiosidad lo apremió y se levanto con la excusa de llevar
algunas cosas a la cocina. Faltaba el postre. Desde allí no se oía nada y
finalmente decidió asomarse al pasillo, solo eso, aunque sus pies lo llevaron
hasta la entrada del dormitorio donde se encontraba Salma. Allí la vio,
quieta, con los zapatos en la mano, observando en la penumbra el detalle de
una de las láminas enmarcadas que colgaban de la pared.
—Perdón –se justificó ella–, es que no he podido evitar acercarme a esta
imagen. Es uno de mis cuadros favoritos. Eso sí, curioso para que adorne un
dormitorio.
—¿Por qué? –quiso saber Eduardo, acercándose por la espalda.
—Siempre que lo miro descubro algún pequeño detalle. Es curiosa la
mezcla de humanos y animales sobreviviendo en una mentira. Del Edén al
purgatorio y de allí al averno. El mundo tal y como es. Extraño, fantástico,
abocado a la entrega y a la lujuria más absoluta e irreal. El vicio y el
pecado. El jardín de las Delicias. Me gusta mucho.
—El placer, incluso el que llega desde el dolor y la expiación. Me quedo
con eso. Efímero y divino. Tanto como las vidas de aquellos que no saben
apreciar ninguna de las dos cosas.
—¿Y qué es la vida sin placer? –respondió ella, girándose para
encontrárselo a pocos centímetros de su cuerpo –, aunque el castigo
también es placentero en ocasiones. Un oxímoron perfecto –remató Salma,
sabiendo que sus palabras lo provocaban.
—Solo para mentes abiertas –le devolvió él, sin retroceder ni un
milímetro de donde estaba Salma.
—¿Cómo la tuya quizás? –preguntó Salma, con la ventaja que le
otorgaba saber de sus artes amatorias.
—Sigo pensando que esos ojos con los que ahora me miras los he visto
antes en alguna parte, y no pararé hasta averiguarlo.
—Está claro que me confundes con otra. No lo estropees, señor nube.
Sería una pena justo en este preciso momento. Cuando te pones así pareces
un poli.
Eduardo bajo la mirada a los labios de Salma. Sensuales, húmedos,
carnosos y entreabiertos, ignorando el breve instante en el que se había
sentido vulnerable.
Con el cuerpo tenso, controlando los impulsos de su cerebro, se acercó a
ella con el deseo irrefrenable de arrancarle la ropa y poseerla. Salma podía
oler su perfume y el murmullo de la respiración agitada que se percibía a
través de la camisa. Copió su gesto, mirándolo muy fijamente a la boca y
permaneció a la espera de un contacto que deseaba con urgencia,
preguntándose si usaría con ella algunos de los objetos que había
descubierto pocos minutos antes.
En el dormitorio de su hombre nube no solo se había recreado en la
lámina del Bosco. La curiosidad la había llevado a abrir las puertas del
armario, incluso algunos cajones. De forma intuitiva y ayudándose con las
manos hurgó entre algunas de las prendas colgadas en las perchas. Y la
había encontrado. Una bolsa de cuero que no pudo resistirse a abrir,
descubriendo en su interior algunos objetos parecidos a los que había
utilizado en la sala «El placer de los castigos», como se llamaba el lugar en
el que habían dado rienda suelta a sus instintos.
—¿Piensas usar todas tus armas? –lo retó, levantándose y acercándose
un poco más hasta casi rozar los labios sedientos de Eduardo.
—Las que sean necesarias. Y te lo advierto, cuando empiece no podré
parar. Tienes tres segundos para desaparecer de mi vista o no respondo de
mis actos.
Salma sonrió, abriendo suavemente los labios y Eduardo la abarcó con
sus brazos por la cintura atrayéndola hacia él. Ella tensó la espalda y se
reclinó, disimulando una resistencia que solo formaba parte del juego que
estaba a punto de comenzar.
—Has perdido la oportunidad –le susurró él acariciando con la nariz
parte del cuello de ella–, y llevo mucho tiempo pensando en este momento.
Desde que te vi por primera vez. Me pone muy caliente tu forma de
maltratarme. Tus desplantes son mi mejor afrodisíaco.
—Lo supe desde el principio y disimulas muy mal –contestó ella
llevando las manos al culo de Eduardo para atraerlas hacia su pelvis.
El tornado había llegado al cuerpo de Salma, arrastrándolo todo a su
paso. Eduardo sujetó de repente las mandíbulas de ella con una mano y la
atrajo hacia él, arrancándole un beso en el que sus lenguas volvían a
encontrarse. Tensas, duras, luchando a muerte. Se miraron, recorriendo con
ellas todas las partes de la boca, entrando y saliendo, marcando el preludio
de otra penetración que ambos deseaban. El roce de los pechos de Salma
mostraban a través de su vestido la turgencia de sus pezones, y Eduardo
empezó a acariciarlos lamiendo su cuello. Salma acercó su mano hasta la
entrepierna de su amante, masajeando la dureza de su pene a través de los
pantalones.
Ella había ido allí buscando sexo, y ambos lo sabían. Las normas, los
prejuicios, la razón… todo perdía sentido experimentando de nuevo
aquellas sensaciones junto al hombre que se había clavado en su
pensamiento y ahora penetraría todo su cuerpo, castigándola para llevarla al
éxtasis.
Salma desabrochó la cremallera y bajó unos centímetros los pantalones
de él. Se deslizó lentamente hacia abajo, marcando con sus uñas el
recorrido que iba haciendo hacia el abdomen de su amante mientras este
elevaba el mentón, apretaba las mandíbulas y cerraba los ojos. Eduardo no
podía pensar; ni siquiera controlar lo que estaba a punto de suceder, y se
venció a la lujuria. Tenía que aguantar. Tenía que haberse aliviado antes de
la cita, se arrepentía experimentando el placer que la lengua, los dientes, los
labios y los movimientos de Salma le brindaban a su pene erecto y
entregado a las sensaciones que recorrían todo su cuerpo. Sus dedos se
colaron en la melena de Salma y la sujetó por la cabeza masajeando sus
sienes, dirigiendo los movimientos acompasados que ella propiciaba
abriendo y cerrando la boca introduciendo y sacando de ella el miembro de
Eduardo.
—No sigas, déjame descansar unos minutos –le rogó él, conteniéndose
para no correrse.
Salma disminuyó el ritmo, terminó de bajar los pantalones de Eduardo y
le quitó el bóxer. Se agarró a sus caderas y subió hasta encontrarse de nuevo
con sus labios. Lo recordaba. Volvía a tenerlo bajo su dominio y ese
pensamiento la volvía loca. Sonriéndole, sin pronunciar ni una palabra, ella
se giró indicándole que bajara la cremallera de su vestido. Después volvió a
ponerse frente a él y lo empujó, dejándolo caer sobre el colchón. Estaba en
sus manos, pensó. Ante sus ojos, abiertos e inyectados de lascivia, Salma
deslizó su ropa hacia abajo. Primero una manga y luego la otra, dejando
caer su vestido al suelo. Era muy estimulante verlo así, tirado en la cama,
abierto de piernas, sosteniéndose sobre los codos.
—Ni se te ocurra moverte –le ordenó, observando como Eduardo la
miraba mientras su verga latía al compás de pequeños movimientos que la
dotaban de voluntad propia.
Salma alargó las manos hacia la espalda y manteniéndole la mirada se
desabrochó el sujetador dejándolo caer junto al vestido. En aquel instante
era inmensa, se sentía completa siendo para él la mujer Alfa que Eduardo
creía no conocer. Sin buscar la respuesta acercó los pulgares hasta las tiras
del tanga y los bajó en varias veces hacia arriba y hacia abajo pareciendo
que dudaba. Eduardo se había trasladado a otra dimensión y no creía lo que
le estaba pasando. Ella era la señora Alfa, incluso en la cama, y él una
víctima en su propia casa. Y le gustaba. Estaba acostumbrado a ser el
dominador y no el dominado.
—¿Ahora te escondes? –preguntó él viendo como Salma se dirigía a una
de las puertas del armario y le daba la espalda.
—¿Te gusta lo que ves? –lo incitó ella, dejando que Eduardo se recreara
con la vista de unas nalgas perfectas tapadas únicamente por un tanga
brasileño.
Él se desprendió de los pantalones y la alcanzó con el brazo, tirándola
sobre la cama. Las puertas del armario se habían quedado abiertas y dentro
estaba lo que Salma necesitaba, aunque podía esperar. En un movimiento
rápido Eduardo se situó sobre ella, a horcajadas, atrapándola entre las
piernas. Salma se removía lentamente debajo de él, frotando su miembro
contra su abdomen. En su cabeza se reproducían las imágenes de la lujuria
y el desenfreno al que la había sometido en su primer encuentro. La espera
y el preliminar le parecían una eternidad. Y deseó su cuerpo una vez más,
aunque el juego no había hecho más que empezar. Eduardo bajó la vista y
comprobó la erección que los pezones de Salma le mostraban, invitándolo a
succionarlos. Se inclinó, abriendo la boca ante el rico manjar que sus
relieves le brindaban y los tomó entre sus labios, primero uno y después el
otro, recorriendo en círculos cada uno de ellos con la punta de su lengua
caliente. Salma se estremecía arqueando la espalda, liberando de entre su
garganta pequeños gemidos que impulsaban a Eduardo a seguir su juego.
—Saca lo que tienes ahí dentro –le pidió al fin a Eduardo, dirigiendo la
mirada hacia el interior del mueble.
—No creo que sea necesario –contestó él, alcanzando con una de sus
manos el sexo de Salma, preparado para recibirlo–. Quizás por esta vez no
lo has calculado bien y no te has dado cuenta de que aquí las órdenes las
doy yo.
—¿Acaso tienes miedo de mi? –jadeó Salma, queriéndose librar del
cuerpo de su amante.
Eduardo se detuvo y la miró, arqueando las cejas, y sonrió seducido por
la provocación tan típica de su carácter. Mientras, Salma permanecía
inmóvil y con los brazos sujetos a los barrotes del cabecero de la cama,
expuesta y dominante al mismo tiempo, esperando una respuesta. Se sentía
sexy y estaba deseando que aquel hombre clavara su verga dentro de su
cuerpo y lo azotara igual que lo había hecho la primera vez. Quería algo
más que un buen polvo y estaba pidiéndolo desde la profundidad de su
desafiante mirada; con la respiración agitada que mostraban sus pechos
desnudos; con todo su ser.
—¿Te gusta jugar fuerte, verdad? –la desafió Eduardo, liberándola de
sus dedos, que permanecían juguetones todavía dentro de la vagina.
—Prueba, a ver qué pasa –lo retó ella.
Eduardo se acercó al armario, mostrando su cuerpo desnudo y de
espaldas. Su figura, no demasiado musculosa, resultaba apetecible y todas
las partes de la anatomía de su hombre nube favorecían su geometría. Le
había dicho que no se cuidaba mucho pero observándolo de cerca y con la
luz suficiente no podía ser cierto.
—Tu culo no está nada mal. Ni tus brazos. Te había subestimado.
—Y no debiste –contestó él–. Pensé que las mujeres os fijabais más en
otras partes.
—¿Cómo cuales? –preguntó Salma, distraída.
—Como esta –contestó él girándose poco a poco hasta ponerse de
frente, mostrándole el aspecto rígido de su enorme polla.
Y no solo eso. Eduardo llevaba en las manos varios artilugios entre los
que pudo identificar un látigo y unas esposas.
—Esto se pone interesante –apreció ella, mojándose los labios con la
lengua–, dime qué vas a hacerme.
—Lo sabes bien. Y te gusta. No es la primera vez. A mí no puedes
engañarme.
Salma supo controlar la reacción de alerta que le causaron las palabras
que acababa de pronunciar Eduardo. Durante unos instantes estuvo dudando
del juego. ¿Sabía quién era ella realmente?
—Tendrás que comprobarlo por ti mismo, no voy a dártelo todo
masticado.
—Date la vuelta –le ordenó él, acercándose a la cama.
Salma se levantó aproximándose a Eduardo, con la vista fijada en los
objetos. Sonrió, levantó el mentón sin dejar de mirarlo y alargó sus manos
hasta el miembro de él, acercándolo a su boca.
—Ahora no. Date la vuelta te he dicho. Chica desobediente equivale a
castigo doble.
Salma obedeció, se giró y se apoyó en el colchón a cuatro patas.
Eduardo dejó el látigo sobre un lateral del colchón y se inclinó para ponerle
un antifaz. Todo se volvió oscuro. Después, tomó sus muñecas y fijó cada
una de ellas a ambas esposas que unió a los barrotes de la cabecera. Bordeó
la cama y dándole la espalda le abrió las piernas.
—¿Estás cómoda?
Ella no contestó. En lugar de eso las separó un poco más, provocándolo,
ofreciéndose a las fantasías que liberaba su mente; dispuesta a dejarse llevar
una vez más por el placer de la oscuridad de una noche que estaba segura
que no olvidaría. Giró levemente el cuello y reclinó la cabeza, dejándola
por debajo de sus brazos, en signo de sumisión. No podía ver dónde se
encontraba Eduardo y este, esperando una respuesta, se paseaba lentamente
alrededor suyo, en silencio. De repente, Salma sintió sobre su espalda las
caricias de las cuerdas recorriéndola, causándole un suave escalofrío que se
extendía por todas sus terminaciones nerviosas.
—¿Alguna palabra de seguridad? –le preguntó él a ella.
—Elígela tú mismo.
—Peligro –anunció Eduardo.
—De acuerdo, aunque no creo que sea necesario.
—¿Tan segura estás? Has abierto mi armario sin permiso, como una
ladrona. Has husmeado entre algunas de mis cosas mejor guardadas.
Diríamos que mis secretos, y eso tiene un precio. Ahora tendré que darte tu
merecido.
—Lo siento –contestó ella, sometiéndose al juicio de él–, castígame
entonces.
—¿Quién eres de verdad, Salma? –preguntó inquisitivo, azotando el
látigo junto a ella, sin rozarle el cuerpo.
—La que ves aquí y ahora. Lo demás no importa –contestó Salma,
expectante ante el juego que acababa de comenzar.
El silencio se adueñó del espacio durante unos segundos en los que
Salma, desprovista de visión, acentuaba el oído sin éxito. De repente
percibió un leve calor entre sus piernas. Era el vaho de la respiración
agitada de Eduardo, acariciando su piel. Y notó la punta de la lengua. Muy
sutil, casi sin rozarla, húmeda y caliente, acercándose a su clítoris. Ella se
movía buscando con anhelo la intensidad de su lengua, y Eduardo la
castigaba sin procurarle el febril deseo que crecía en su interior. Quería que
la penetrara con la lengua, con los dedos, con lo que fuera. Y no podía
moverse ni veía los movimientos de él.
—Todo a su tiempo –pronunció él, susurrándole al oído–, lo bueno se
hace esperar –añadió percibiendo la premura de su sexo, abierto y húmedo,
invitándolo a entrar.
Ella suspiró impaciente, rogando arrancarle un beso aunque sabía que
debía complacerlo y esperar.
—¿Quién más sabe que estamos aquí?
—Nadie –respondió ella, adoptando un tono lastimero.
—Mentirosa –la acusó, alejándose de ella.
—¿Acaso tenía que hacerlo?
—A tu secretario, por ejemplo –mencionó Eduardo–, ¿también juegas
con él?
—Eso es algo que a ti no tiene que importarte en absoluto –contestó ella
con voz determinante.
La excitación de Salma se iba transformando en crispación. Estaba
dispuesta a ceder pero tal cosa no incluía hablar de Diego. Había logrado
olvidarlo, al menos por unas horas.
—Suéltame. No tienes ni idea. Y créeme que acabas de cagarla.
—¿De qué? –preguntó Eduardo, dando un nuevo latigazo a los pies de
la cama.
—¡Desátame! ¡Ya!
Eduardo no contestó y cada segundo que pasaba la rabia se acrecentaba
dentro de Salma. Lo había estropeado todo. Apretó las mandíbulas,
luchando por esconder las lágrimas que gritaban por salir. Sus muros habían
empezado a quebrantarse de la forma menos prevista y el mismo tipo al que
ahora odiaba con todas sus fuerzas era el culpable de su flaqueza. La misma
que se había jurado mantener hasta el final de sus días.
—Está bien, si es lo que quieres…
Salma permaneció callada, a la espera de verse liberada de las esposas y
el turbante. Eduardo se acercó y mientras deshacía el nudo que la mantenía
a oscuras besó sus labios. Salma lo esquivó, queriéndose zafar inútilmente
de los barrotes que la mantenían presa de aquel loco, se dijo.
Eduardo procedió a liberarla. Sin prisa, parecía divertirle. Se sentó sobre
la cama, desnudo, y en su mirada había algo distinto que no podía
interpretar.
—¿Y quién eres, cuando no eres la que está aquí y ahora?
—No sé de qué me hablas. Estás tarado. Y no pienso quedarme a ver
cómo te transformas en el hombre lobo o en caperucita roja ni un minuto
más.
—Quieta –ordenó, Eduardo, sujetándola por una de las muñecas–, no te
he dicho que puedas irte todavía.
—¿Y quién me lo va a impedir? –preguntó Salma, lanzándole fuego por
los ojos.
—El mismo que se folló la otra noche a Victoria.
Salma se quedó paralizada. Atónita. Y antes de que pudiera elaborar una
respuesta que la sacara de allí cuanto antes, Eduardo se acercaba de nuevo a
su boca para besarla cuando ella le propició un bofetón con la mano libre
que le quedaba. Aturdido por el impacto, se llevó la mano a la mejilla e
inmediatamente reaccionó saltando sobre Salma, reduciéndola debajo de él.
Ella se removía, poniendo a prueba su fuerza y su destreza, aunque sin
éxito. Aquel tipo era más fuerte de lo que parecía a simple vista pensó,
tratando de serenarse ante el giro que había dado la noche.
—Por favor, déjame –suplicó ella en tono lastimero.
—Me impresionas. Creo que es la primera vez que te oigo esa expresión
tan habitual y tan humana –dijo con ironía–. Lo siento, pero no cuela –
sonrió él–, dejaste una huella en mí demasiado fuerte para poderla borrar en
tan pocos días. Antes te hice una pregunta y no me has contestado. ¿Quién
eres en realidad?
—No sé de qué me hablas –insistió ella, dejando de hacer fuerza con su
cuerpo, dominado todavía por él.
—Lo sabes de sobras. No he podido olvidar tus ojos. No tan oscuros
como los que ahora me miran con asombro. Tampoco tu cuerpo desnudo, ni
la marca que me ha confirmado lo que sospechaba. En la oscuridad, sí, pero
la vi. Esa mancha en la cadera. Madrid, un club, una sala privada en la que
tú y tu amiga… ¿te suena?
—Tienes mucha imaginación –se defendió ella, descubierta por primera
vez.
—No menos que tú –le contestó Eduardo, acercándose de nuevo a su
boca.
Salma no se resistió y dejó que la lengua de su amante penetrara en ella.
Eduardo aflojó la presión que todavía ejercía sobre sus muñecas,
deleitándose de la calidez con la que Salma parecía recibirlo de nuevo. Con
la guardia baja, Salma aprovechó para librarse de entre sus piernas y en un
movimiento rápido se giró y se subió sobre él.
—No juzgues nunca la debilidad de tu adversario –lo amenazó Salma–,
podría sorprenderte.
—No pienso hacerlo.
—Ahora, vas a dejarme marchar. No quiero volver a saber nada de ti
nunca. ¿Te queda claro?
Sus palabras no se correspondían con la verdad, pero Salma era incapaz
de actuar de otro modo. No sentía vergüenza, ni siquiera le preocupaba que
el analista la hubiera descubierto. Luchaba contra lo que todo su ser gritaba
desde dentro y ni aún así iba a dejar de controlar su vida.
Se levantó, empezó a recoger algunas de las prendas esparcidas por el
suelo y sin mirarlo se dirigió al baño. Necesitaba una ducha y dejar que el
agua arrastrara todo lo que acababa de pasar. Se vestiría, desaparecería de
su casa y de su vida. Fin de la historia, se dijo abriendo el grifo. Estaba
cansada de fingir y aunque su resistencia era feroz algo en ella había
despertado un sentimiento añejo, tan viejo como los tiempos: el amor.
Estaba aburrida del trabajo, de su soledad, de la imagen que todos conocían
de ella. Se sentía asustada por primera vez desde hacía una eternidad. Y las
lágrimas que recorrían sus mejillas se fundían con el agua que tanto
necesitaba para olvidarlo. De repente, sin esperarlo, lo vio entrar en el baño.
Desnudo, como lo había dejado en la cama, Eduardo abrió la hoja del cristal
que los separaba y entró sin pedir permiso.
—¿Se puede saber qué haces? No piensas dejarme en paz o qué, maldito
hombre nube.
Sin darle ninguna respuesta, Eduardo puso sus manos sobre la cintura
de ella y la giró lentamente, poniéndola de espaldas a él. Salma no opuso
resistencia y alzó los brazos para apoyarlos en las baldosas, dejando que
Eduardo tomara la iniciativa. Él empezó a recorrer su cuerpo en pequeños
círculos, despacio, deleitándose en cada movimiento, repitiéndolo como un
mantra. Alargó las caricias a los brazos, las axilas, el contorno de la cintura,
las nalgas, todo en silencio. Solo el agua que caía sobre sus cuerpos era
testigo de aquel momento. Poco a poco Eduardo sintió que su amante
lograba relajarse y se entregaba al contacto a través de aquel momento casi
mágico que volvían a vivir.
—Eres enigmática, señora Alfa. No he podido dejar de pensar en
aquella noche –le susurró en el oído sin que ella diera muestras de rechazo.
Sus dedos se dirigieron hacia los muslos y acariciaron la redondez de
sus nalgas. Perfectamente esculpidas. Salma sintió una punzada en su sexo,
el latido agudo y casi doloroso de la excitación que ya no podía disimular.
Abrió sus piernas reclamándolo, y dejó que Eduardo explorara nuevamente
con los dedos la humedad de sus genitales mientras la erección de su
miembro urgía del contacto con el cuerpo que de nuevo se brindaba a él.
Salma inclinó las caderas hacia atrás y lo buscó. Alcanzó su pene erecto,
tomándolo con fuerza, y lo condujo hasta el camino que ahora deseaba.
Eduardo la envistió con fuerza por primera vez aquella noche, sujetándola
de las caderas mientras ella se acariciaba el clítoris.
—Necesito salir un instante –jadeó él, deteniéndose cuando ella estaba a
punto de correrse.
—Ni se te ocurra –ordenó Salma–, si me dejas así te mato –articuló casi
sin fuerzas.
—Pero…
—No tienes que preocuparte. No hay riesgos –aclaró Salma,
apretándolo contra ella–, sigue, fóllame como tú sabes.
Las palabras de Salma fueron culto para Eduardo, y este aceleró sus
embestidas hasta que ambos, exhaustos, se unieron en las convulsiones de
sus cuerpos. Segundos más tarde Salma se giró hacia él y se besaron, como
lo hacen los amantes verdaderos. Sus lenguas volvían a explorar las bocas
hambrientas de nuevos deseos. Y Eduardo la abarcó, abrazándola.

—No quiero que te vayas. Quédate conmigo esta noche –susurró de


nuevo en su oído, acariciando con la respiración de su nariz el cuello de
Salma.
—No tengo por costumbre hacerlo. Es una de mis normas. No creo que
sea buena idea, de verdad.
—¿Y cuántas normas más tienes?
—No creerás que voy a contártelo todo esta noche, ¿verdad? Anda,
déjame algo seco y cómodo que ponerme. Estoy cansada y tengo el pelo
muy mojado todavía. Luego me iré a casa, que mañana me espera un día
duro. Igual que a ti.
—Insisto, dejémonos de sarcasmos y falsas identidades por unas horas.
Quiero disfrutar este momento. No eres quien dices, pero aquí puedes
quitarte la máscara. Prometo guardar el secreto.
—Mejor será, por la cuenta que te trae. Además, después del polvo te
vuelves muy filosófico –contestó Salma, esforzándose por no facilitarle las
cosas a pesar de sentir unas ganas inmensas de relajarse en la misma cama
en la que minutos antes había estado esposada. Se sentía vulnerable–, tengo
hambre.
—¿Ves? Todavía nos queda el postre –sonrió Eduardo, acariciando su
cara.
Un rostro que por primera vez observaba en su natural estado. Sin
maquillajes, sin adornos, con la misma mirada que lo había embrujado
desde el primer día sin saber quién era en realidad.
Salieron a la terraza y terminaron con todo lo que había en la mesa.
Eduardo era un buen amante, y también un buen anfitrión.
—¿Una copa de algún digestivo para la señora? –preguntó haciendo una
reverencia.
—Algo que no sea muy fuerte, que tengo que conducir –dijo ella,
encendiéndose un cigarrillo.
—Está bien, ahora te traigo alguna exquisitez de las que se deja alguna
vez Peter. Él entiende de esto más que yo, y creo que todas tienen mucho
alcohol. Si no quieres dormir aquí yo mismo te llevo a casa. No querría que
te detuvieran por ahí, a estas horas.
—Ni hablar. Bueno, tú trae la copa y ya vemos –contestó ella, abriendo
un hilo de esperanza al ofrecimiento de Eduardo–, y dime, ¿a qué se dedica
tu amigo inglés? Qué empeño tenéis todos en poneros nombres extranjeros.
—Perdona, pero el mío es de verdad. Peter no es inglés. Vivió unos
años en Londres y luego vino con eso. Una cursilada, pero me he
acostumbrado a llamarlo así. Bueno, y llegados a este punto tú tampoco te
quedas corta –carraspeó Eduardo riéndose de ella–, te hiciste pasar por
argentina en nuestro primer encuentro. Me quedé alucinado. Muy bien
impostado, por cierto.

Eduardo ya sabía quién era Salma y temía por su seguridad y su puesto


en la empresa. La redada estaba prevista en unos días y todavía no había
podido conocer con detalle la implicación que tenía ella en el caso que se
estaba a punto de cerrar. Peter no le había aclarado ese punto. ¿Qué
ocurriría cuando supiera quién era él de verdad? La duda ensombreció
durante unos instantes una velada que empezaba a resultar perfecta.
—¿Y cómo se gana la vida tu falso amigo inglés?
—Qué curiosa eres –la acusó él, buscando la manera de salir al paso.
—Lo soy porque mi amiga Teresa… Bueno, Sofía para él, está
pasándolo muy mal. Es el peor momento para que nadie le haga ojitos e
intente ligársela. Su marido es un cabrón que le pone los cuernos, además
de otros turbios asuntos que ahora no vienen al caso. Y yo una cabrona por
no haberla advertido antes, ni de lo uno ni de lo otro. Te lo cuento para que
lo informes. Teresa tiene gemelos y todavía no han cumplido un año, a ver
si con esto se le pasa la calentura y no la mete en un lío mayor. Su brillante
carrera se vio interrumpida por su empeño en tener hijos. Que son
adorables, te lo prometo, pero una cosa no quita la otra. Ya sabemos cómo
funciona esto de dejar a las mujeres fuera de juego en el asqueroso y
machista entorno empresarial, en cuanto hay la menor ocasión.
La cara de Eduardo iba cambiando cada segundo. ¿Ella dándole tanta
información? Sabían que Manuel Gutiérrez era uno de los implicados en el
caso y que La Agencia lo había enviado de viaje para evitar riesgos y
declaraciones incómodas a las que podía enfrentarse en los próximos días.
Una maniobra con la que la empresa intentaba ganar tiempo para su
defensa. Lo que no sabía era que su mujer era la exuberante y cándida
Sofía.
—Vaya, lo siento. Comparto lo que dices y me parece muy injusto.
¿Quizás por eso no te plantearías tener hijos? –arriesgó Eduardo, entrando
en una cuestión espinosa de la que Salma no solía hablar con nadie.
—Voy a contestarte porque pocas personas tienen los cojones de
preguntarme algo tan íntimo, además sin conocerme. Y mira, hoy me pillas
de buenas –le aclaró, lanzándole una mirada felina–. Nunca me lo planteé,
la verdad –respondió Salma con voz tranquila y para sorpresa de Eduardo,
que reconocía que aquella no había sido la pregunta más acertada–, además,
ese tren ya pasó para mí –dejó caer Salma como final a la explicación.
Los ojos de Eduardo se clavaron en ella, buscando en lo que acaba de
decir su amada una razón y una verdad. Y creyó encontrarla en el fondo de
sus ojos, en una mirada perdida y triste, casi translúcida, pero no quiso
insistir.
—Son una gran responsabilidad, o eso creo. Tampoco me lo he
planteado en serio nunca. Disculpa si la pregunta te ha molestado.
—Así es. Y no se me escapa que todavía no me has contestado. ¿Cómo
se gana la vida tu amigo?
El momento había llegado. Y Eduardo estaba a punto de sincerarse
cuando sonó su teléfono. Resopló, más aliviado que molesto. Miró la
pantalla y comprobó que se trataba del número con una clave que la oficina
utilizaba para identificar cuestiones urgentes. Elevó las cejas y se levantó,
disculpándose ante Salma, que lo observaba con curiosidad.
Tardó unos minutos en volver, el tiempo que aprovechó Salma para
terminar con toda la fruta y el resto de repostería que todavía quedaba en la
mesa. Con gesto tenso, Eduardo se sentó frente a Salma, tomó sus manos y
respiró hondo. Ella lo miraba relajada, dejando ver con el brillo de sus ojos
el efecto de los dos chupitos que se había servido en su ausencia.
—Mi querido hombre nube. Traes la misma cara que si te hubieran
robado los ahorros de tu vida. O la que pondría un hombre cuando tiene que
decirle a su mujer que la engaña con otro y no sabe cómo empezar. Créeme,
sé de lo que hablo. Y te digo una cosa. Nada de eso me afectaría. Me
vacuné para siempre, te lo aseguro. Así que suelta por esa boquita lo que
sea y dejémonos de tonterías. Si estás casado, comprometido o algo
parecido dilo ahora. Tampoco creerás que estoy colada por tus huesos por
más buenos polvos que me hayas echado –añadió, restándole importancia a
sus verdaderos sentimientos–. Podré superarlo.
Eduardo sonrió condescendiente, intuyendo que detrás de sus palabras
asomaba el miedo.
—No es nada de eso, te lo aseguro. Soy soltero, ya lo sabes. Nunca me
casé y no pensaba hacerlo. Aunque todo puede cambiar.
—Me abrumas con tanta azúcar. Hace un rato no me pareciste tan
romántico.
—Hace un rato –la cortó–, no sabía lo que iba a suceder en pocas horas.
De hecho pensé que aún podría tomar algunas decisiones y no sé cómo
empezar a contarte eso.
No sabía cómo afrontar lo que ya era inevitable, se sentía incómodo y
Salma empezó a alarmarse observando cómo Eduardo se acariciaba una y
otra vez las sienes.
—Venga hombre, suéltalo ya. Que me tienes en ascuas. A ver, ¿quién
era? Si quieres puedo hacerte las preguntas así como si estuviéramos en un
interrogatorio. Trae las esposas. Esto vuelve a ser divertido –se arrellanó
Salma en la butaca, cruzando las piernas y lanzándole una mirada
provocadora.
—Podría ser perfectamente un interrogatorio.
—Pues eso, lo que te acabo de decir. A ver, empecemos otra vez, ¿quién
era?
—Peter –contestó Eduardo, acercándose a ella.
—¿Le habías hablado de nuestra cita? Suele ser habitual entre amigos.
Es un clásico. Seguro que se lo has contado y quería saber qué tal había ido
el asunto. Si es que… –dejó caer Salma, aflojando los brazos mientras
ponía los ojos en blanco–, le habrás dicho que de maravilla, ¿no?
—No. Bueno, sí. Sabía que nos íbamos a ver hoy. Pero no es lo que te
estás imaginando.
—Veamos. Entonces es que se le ha olvidado la receta de la tortilla
francesa y te llama a estas horas, más de las once de la noche, para que le
recuerdes los ingredientes.
—Me llama porque tenemos un asunto entre manos muy serio, y temo
por tu seguridad.
Lo hacía a propósito. A Salma le encantaba su faceta irónica. La que
muchos temían en La Agencia, donde se había ganado la fama a pulso. Era
experta en dejar fuera de juego a los mediocres y no le parecía que Eduardo
fuera uno de ellos. No pensaba reconocerlo pero veía en él algo distinto, y
podía llamarse enamoramiento, aunque de momento solo eran leves
indicios que se debatían en su fuero interno. Se llevó la copa a la boca,
agotando los restos de licor que quedaban en su interior. Y se levantó,
acercándose a él, insinuándose. La situación la estaba calentando y deseaba
tocarlo. Le mostró su mano abierta, y movió los dedos varias veces antes de
llevársela al abultado paquete de entre sus piernas.
—Te veo muy interesado en volver a la cama. ¿Vamos?
—Salma, tenemos que hablar.
—Qué aburrido te pones con eso, ¿no? De acuerdo, hablemos a ver si
así te relajas un poco.
El gesto adusto de Eduardo y su mirada clavada en ella no eran de deseo
en esta ocasión. Salma esperó unos segundos antes de atacarlo de nuevo,
masajeándolo por encima del bóxer. Necesitaba saber por dónde podía
abordarlo y no parecía que su ofrecimiento estuviera dando muchos
resultados.
—Me has preguntado antes a qué se dedicaba Peter.
—Efectivamente. Ahora me dirás que trabaja de pescadero, camarero
o…
—Es policía –atajó Eduardo para no dilatar más la sorpresa.
Salma se retiró dejando espacio entre los dos. Seguía sonriendo, más
fruto de los efectos del alcohol que de la noticia que acababa de recibir.
—Policía es una profesión como otra cualquiera, ¿no? Mira, se lo diré a
Teresa, por si eso la consuela. Creo que con la crisis matrimonial que se le
avecina saber que al menos se ha ligado a un poli le parecerá, cuanto
menos, interesante. Bueno, no me hagas mucho caso. Y bien, ¿estaba de
guardia?
—Sí –afirmó Eduardo.
—Con lo dicharachero que eres en la oficina, lo bien que sabes follar y
lo encantador que has sido esta noche parece que esa llamada te ha
trastornado. ¿Algún asesinato?
—Somos compañeros de trabajo.
Aquello sí que no se lo esperaba. ¿Había entendido bien? ¿Cuántos
trabajos tenía Eduardo? ¿Era una broma pesada?
—A ver, repítemelo, porque no acabo de entenderlo. Compañeros de
qué exactamente –quiso que le aclarara.
—Compañeros de profesión, exactamente –puntualizó él–, yo también
soy policía, Salma. Y no es buena idea que lo supieras. Ni antes ni ahora.
Pero…
—¡¿Pero?! –gritó Salma–. No tiene ninguna gracia, te lo aseguro. Eres
un maldito agente de bolsa que ha tambaleado los cimientos que tanto
tiempo llevo construyendo alrededor de los mentirosos y los desgraciados
que se creen más que nadie. Esos que quieren parecer más inteligentes que
una mujer; los que pensaron que me hundiría en la mierda para siempre
después de saber que, además de una gran cornuda, sería una mujer baldía
para siempre. Los mismos que ahora lamen mi culo con cada orden que doy
y acatan antes de que yo tosa. Todas y cada una de ellas ¡me oyes! A ver,
hombre nube de pacotilla, enséñame la placa. Venga, enséñamela –vociferó
Salma, elevando los brazos una y otra vez, con la copa vacía en una mano y
la botella de licor en la otra.
Eduardo la dejó hablar. Sabía que lo que tenía que anunciarle la pondría
todavía más furiosa. Y pensó que la mejor forma de bajarle los humos sería
poniéndose a su altura.
—Tú tampoco eres una Santa, ¿no? Vas por ahí vestida de devora
hombres, con un aspecto que nada se parece al tuyo.
—¡¿Cómo?! Y qué tiene que ver eso con lo que me acabas de decir.
Eres bueno en la cama, no te lo voy a negar. Pero como contrincante
dialéctico estás muerto…¡Ya!
Tranquilízate, por favor, sentémonos ahí dentro –pronunció Eduardo,
señalando el sofá del salón–, y hablemos de todo esto como personas
civilizadas. Estoy francamente preocupado por ti. De verdad. Eres una puta
mentirosa. Sí, tú también –pronunció elevando el tono de su voz–, pero,
joder, no he podido sacarte de mi cabeza desde que te conocí en el Club.
—Sí claro. Menos lobos, caperucita de cartón piedra. ¿Y cuando te has
acostado conmigo hoy estabas pensando en Victoria? Te anuncio que
también soy Tamara, Berta, Amanda… ¿Cuál prefieres? Y ahora qué,
¿Tengo que entender que cuando me has esposado a los barrotes de tu cama,
cuando me la has metido hasta el fondo no pensabas en mí, sino en la sexy
Victoria que te dio unas cuantas lecciones?
La furia de Eduardo iba creciendo a medida que la locura de Salma iba
desatando su lengua. Quería explicarle la verdad. Advertirle del peligro que
corría y de las consecuencias que se desprenderían si el hecho delictivo en
el que estaba involucrada la encausaba como sospechosa de fraude
económico y cómplice de las operaciones interceptadas. Pero no había
forma de abordar el tema si ella seguía atacándolo de aquella forma. Se
acercó con cautela y la sujetó con fuerza por las muñecas, acompañándola
hacia el salón, pese a la resistencia de Salma y al forcejeo que libraba con
él, negándose a hacerle caso.
—Estás borracha. No sabes ni lo que dices. Y tampoco te hagas la
brava. Que algunas de esas lecciones de las que hablas también te las di yo.
O no te acuerdas ya de…
—No podría acordarme de tantos, la verdad –le escupió Salma,
acercándose a su cuello y dejándolo con la palabra en la boca–, fuiste uno
de muchos. Y sé fingir muy bien. ¿O te crees que lo del otro día era
improvisado? Nadie me conoce en realidad. ¡Nadie!
—¿Estás segura de eso?
—Por supuesto –contestó ella, elevando el mentón mientras retaba la
mirada de Eduardo.
Estaba menos borracha de lo que quería aparentar. Furiosa como no lo
había estado hacía muchos años y algo aturdida, sí, pero lo suficientemente
consciente para recoger toda la información que iba dándole el desgraciado
del ¿agente de bolsa? ¿agente de policía? El mismo que había despertado en
ella una pizca de esperanza en un concepto olvidado desde hacía mucho
tiempo: el amor.
—Yo creo que tu secretario te conoce a la perfección.
—No me creo nada –espetó ella, volviéndolo a retar acercándose a él
con el mentón adelantado.
—El mismo que te acompaña en ocasiones a uno de tus paseos
nocturnos, ahora encajo las piezas. Ese que te mira con ojos de cordero
degollado mientras lanza flechas envenenadas a cualquiera que se atreva a
mirarte con ojos que no sean de trabajo. Quien se ha procurado una
cuartada de principiantes para amenazarte y en el que tienes tanta
confianza. Ese mismo del que debes guardarte muy bien, porque en el
momento en que confirme que nunca lo verás como a alguien importante en
tu vida, te traicionará.
Eduardo había conseguido llevarla hasta la sala y cerrar las puertas
aunque Salma seguía en pie. Escuchando los detalles que él no podía saber
a menos que…
—¡Me has estado espiando! ¿es eso?
—Forma parte de mi trabajo –pronunció él, imprimiendo en sus
palabras un gesto de dulzura que Salma rechazó cuando quiso acercarse a
ella.
Lo único que sintió Eduardo fue el calor de una bofetada inesperada que
Salma le propinó con todas sus fuerzas. Y viendo cómo se disponía a
propinarle la segunda, la reacción del agente fue refleja. La redujo
agarrándola por las muñecas nuevamente para, en un movimiento rápido
con el que giró los brazos de ella hacia su espalda, impedirle que volviera a
agredirlo. Salma se removía como un animal al que acaban de apresar,
queriéndose zafar de la postura en la que la obligaba a estar. Eduardo sabía
que era cuestión de tiempo, y por eso se mantuvo firme no dejándola
moverse hasta que ella pareció rendirse.
—Si no te tranquilizas no podré explicártelo. No soy tu enemigo, de
verdad. Solo necesito que me facilites algunas piezas de este puzle que
Peter todavía no me ha dado. Él lleva el mando del caso, pero estamos en la
misma unidad e intercambiamos toda la información. La intervención en La
Agencia será inmediata y no sé qué papel juegas tú en todo esto. Sabemos
que Manu y el gran jefe son los principales implicados y ellos lo tienen
crudo, te lo aseguro. Pero en cada una de sus grandes operaciones, como
buenos tiburones que son, arrastran a los peces más pequeños. Y esos son
los que acaban arruinándose en el mejor de los casos. ¿Me entiendes?
Salma permanecía en silencio y había dejado de oponer resistencia a la
fuerza de Eduardo, que la mantenía pegada a él, contándole todo lo que en
ese momento a ella le sonaba a película de suspense.
—¿Crees que si te dejo los brazos libres podrás permanecer quieta, sin
darme otro bofetón? No quiero lastimarte. Te lo juro.
Transcurrieron unos segundos tras los que ella, con la vista perdida en
alguna parte a la que Eduardo no podía alcanzar, afirmó con la cabeza
dándole a entender que no armaría un alboroto. Y Eduardo aflojó la presión
con la que la sujetaba, sin soltarla del todo.
Se veía hermosa pensó Eduardo, no pudiendo evitar acariciar con sus
labios el cuello de aquella mujer que lo había embrujado sin remedio. De
una manera como no le había sucedido nunca. Era irracional, lo sabía, y no
podía evitar sentirse atraído, además de por su cuerpo entero, por su
carácter áspero y desafiante; por la capacidad de trabajo que demostraba a
diario ante el séquito de vejestorios y envidiosos a los que tenía que
esquivar día tras día; por unos ojos que desprendían fuego a todo el que
quisiera traspasar los muros que la blindaban a sentir la verdad; por la
figura que tenía frente a él, casi desnuda, y que ahora parecía someterse a
las evidencias. Sintió lástima. Y la besó en la boca sin esperar que ella lo
correspondiera. No lo hizo, pero tampoco lo rechazó. Salma percibió un
escalofrío repentino y su cuerpo empezó a temblar como una hoja. Igual
que lo hicieron sus labios. Y el llanto la traicionó sin que pudiera evitar que
las lágrimas resbalaran, libres al fin, por sus mejillas. Lloró durante unos
minutos en los que él la mantuvo cerca de su cuerpo, abrazándola como a
una niña desvalida. Era la primera vez que se mostraba ante él totalmente
vulnerable. Tenía que aprovechar ese momento para explicarle toda la
verdad, aunque sus ánimos no fueran los más adecuados para hacerlo.
La información fue llegando a Salma, quien afirmaba con un gesto
negativo o positivo a las preguntas que el agente de policía iba formulando.
Eduardo se arriesgaba mucho, lo sabía, y se había saltado varios protocolos
alertándola de los posibles peligros que podrían salpicarla si finalmente era
encausada.
—¿Ya has acabado? –preguntó ella, viendo como él se levantaba y
cruzaba los brazos.
El breve silencio de Eduardo la alertó, tranquilizándola cuando este
sonrió, afirmando con la cabeza.
—Sí –contestó al fin.
—¿Puedo quedarme a dormir aquí?
—Por supuesto.
—Estoy agotada, y no tengo fuerzas ni para vestirme. Mañana no iré a
la oficina. Tengo que poner en orden mi cabeza y mi trabajo. Me atrevería a
decir que hasta mi vida. Pero ahora no.
—Tienes razón, creo que lo mejor será que descansemos por hoy.
Mañana será otro día –sugirió él, ayudándola a incorporarse del sofá–, todo
a su tiempo. Me parece una buena decisión. Y todavía tenemos unas horas
para aclarar algunos términos de la investigación. A primera hora hablaré
con Peter, ya hemos quedado en eso.
—El tornado ha dejado paso a la calma de las tormentas.
—¿El tornado? no te entiendo –comentó Eduardo, con gesto divertido.
—No importa, cosas mías.
Enroscada en la cama, como si fuera un bebé, dejó que el agotamiento
se hiciera dueño de su cuerpo y en menos de cinco minutos cayó en la
oscuridad del sueño. Durante unos minutos Eduardo acarició su espalda
desnuda y su melena mientras la respiración de Salma se iba haciendo más
profunda.
CAPÍTULO 13

Eduardo se despertó al comprobar con la palma de su mano que el otro


lado de la cama estaba vacío. Se levantó y se dirigió a la cocina. El
delicioso olor a café lo tranquilizó hasta que llegó a la puerta y comprobó
que Salma no estaba allí. Fue al baño, y tampoco había nadie. Algo no iba
bien, se dijo peinándose el pelo con los dedos de las manos. Entonces se dio
cuenta. La ropa de Salma no estaba y en una de las butacas del salón, junto
a la camisa que él le había prestado la noche anterior, vio una nota doblada
y sellada con los labios rojos impresos en ella. Un tanto nervioso la abrió:
«Has sido un soplo, el aire que me hacía falta para sentir que volvía a
estar viva. Viva de verdad. No sé cómo explicar lo que siento contigo. Y
créeme que lo lamento pero no estoy preparada para amar. Olvidé hacerlo
hace mucho tiempo, tanto que ni me acuerdo. Tanto que quizás ya sea
demasiado tarde. No intentes presionarme. Ni saber dónde estoy hasta que
lo que tenga que pasar, pase. No me escondo y asumiré mis
responsabilidades, sean las que sean, como la persona adulta que soy, pero
necesito tiempo y algo de distancia. Volveré cuando sea necesario, a saldar
mis cuentas con quien las haya contraído. Salma: el tornado.»
Releyó la nota varias veces y la estrujó, tirándola al suelo con rabia. Fue
a buscar su teléfono y marcó el número de Peter.
—Dime, campeón. ¿Cómo ha ido la noche? Mejor me lo cuentas luego
y con todos los detalles. Necesito que vengas en el menor tiempo posible.
Búscate la excusa que quieras.
—No estoy para gilipolleces –le soltó Eduardo.
—Oye, que si has tenido un gatillazo no es culpa mía. ¿Qué mosca te ha
picado?
—¿Cuándo será la intervención? –lo apremió Eduardo–, necesito
saberlo ya.
—Pues creo que el miércoles –contestó Peter–. Es decir, dentro de
cuarenta y ocho horas.
—Voy para la oficina ahora mismo. Te veo en veinte minutos –anunció
Eduardo, vistiéndose mientras se despedía de su compañero–, necesito la
información de caso. Salma se ha ido, y no sé dónde puede estar. ¿Por
casualidad no sabrás la dirección de su amiga?
—¿Le has contado alguna cosa de la que tengas que arrepentirte? –
preguntó Peter, alertado por el estado de ánimo que escuchaba en su
compañero.
Eduardo colgó el teléfono sin contestar. La impotencia le corroía las
tripas. Desaparecer del mapa no era la mejor estrategia que podía adoptar
Salma en ese momento. Y que se fuera de la lengua era un riesgo que no
había calculado. Desconocía la confianza que podía tener ella con Salazar y
hasta qué punto podía sentirse en el deber de advertirlo de lo que iba a
suceder. Se maldijo por la debilidad y la falta de profesionalidad que había
tenido. Un desliz imperdonable, que podía costarle la carrera si echaba a
perder todos los meses que la unidad llevaba trabajando en el caso, sería el
fin de su carrera.

—¿Qué tal Ignacio? Me pillas a punto de subir al avión. Acaban de


avisar del embarque. ¿Puedo llamarte más tarde? –preguntó Salma al
detective.
—Claro, luego hablamos. Solo avanzarte que tu analista tiene algunos
asuntillos escondidos en la manga. Ten cuidado. No es quien dice ser.
—Sí. Lo sé. Él mismo me lo confesó anoche. Es agente de la Brigada
Central de Delincuencia Económica i Fiscal. Si es que tengo un ojo con los
hombres… –se quejó Salma, escondida tras unas enormes gafas de sol que
tapaban sus ojeras y los ojos enrojecidos de llorar–. En realidad también
quería contactar contigo pero anoche, digamos, estaba muy ocupada. Vuelo
a Madrid y me instalaré en casa de Teresa un par o tres de días. Nadie lo
sabe. ¿Puedo venir a verte esta tarde o mañana?
—Desde luego, te haré un hueco a última hora de hoy si te va bien. ¿A
las nueve de la noche?
—Se trata de La Agencia. TEX Company, donde trabajo. Necesito
resolver unas dudas y nadie mejor que tú para aconsejarme. Es posible que
tengas que llevarme tabaco a la cárcel.
—No me jodas –soltó Soldevila, poco dado a dejarse llevar por las
reacciones espontáneas.
—No sé si estoy metida en un lío o no. Ya te contaré. Es indignante.
Tantos años labrándome el puesto que hoy ocupo y por cuatro menudencias
puede irse todo al traste. Bueno, algunas irregularidades de las que te daré
detalle.
—Nos vemos en unas horas y no te preocupes que me pondré con lo
tuyo en cuanto haga un par de llamadas.
—Agendado. Muchísimas gracias. Por cierto, en cuanto aterrice te hago
la transferencia de lo que acordamos.
—Exacto. No tengas prisa. Luego lo hablamos.

Salma tomó un taxi desde el aeropuerto hasta casa de Teresa. Ni


siquiera la había avisado de su llegada. Al sonar el timbre sintió un nudo en
la garganta. Algo se había roto en su interior y se deshacía quemándole en
el estómago.
—¿Tienes alojamiento para una desgraciada que no sabe dónde
meterse?
—¡Qué sorpresa! –exclamó Teresa al abrir la puerta y observarla de
arriba abajo, deteniéndose en la bolsa que Salma traía consigo–. Pasa, pasa
–la invitó haciéndose a un lado–, los mellizos acaban de darme un respiro.
Se han ido con Viviana a dar una vuelta por el parque. Y cuando iba a
meterme en la ducha, justo hace unos minutos… –cortó la frase, señalando
el teléfono que tenía en la otra mano–, Sssss… –siseó, acercándose el dedo
índice a la boca–, es Peter.
Salma sintió un sudor frío y repentino. Intuía que la llamada no era
casual y que Eduardo, que ya conocía la verdad, estaba buscándola. Señaló
con urgencia hacia el teléfono de Teresa, abriendo y cerrando sin parar los
dedos índice y corazón. Teresa entendió los gestos que Salma le hacía,
acompañados con la negación de su cara.
—No te preocupes, está en silencio. Pero entra ya, mujer. No sé qué
debe de estar pasando pero por la cara que traes nada bueno. ¿Me
equivoco?
Salma accedió al hall, se quitó la chaqueta y se dirigió al salón
principal. Lanzó la bolsa al suelo y se tiró de espaldas en uno de los sofás.
Se tapó la cara con las manos y masajeó su rostro durante unos segundos.
Teresa miraba sin saber qué hacer. Tenía a Peter al otro lado del teléfono y
deseaba hablar con él. Finalmente, y muy a su pesar, se excusó con lo
primero que le vino a la cabeza.
—Disculpa, tengo que dejarte. Ha llegado el fontanero y ahora no puedo
atenderte. Ya sabes, en las casas siempre hay alguna cosa por arreglar.
Luego te llamo. O mañana. En cuanto pueda, vaya. Sí, sí. No te preocupes.
Si hay novedades yo te digo –dejó caer como despedida, ante la mirada
atónita de Salma.
Sus sospechas se confirmaban, y era lógico que Eduardo empezara a
buscarla allí. Suspiró todo lo hondo que sus pulmones le permitían y sintió
una punzada penetrante en el centro del pecho, reconociendo el malestar
que tantos años había mantenido a raya: la ansiedad descontrolada.
Después de colgar, Teresa se sentó junto a su amiga, en silencio. La
conocía, y pocas veces se mostraba tan frágil. Ni siquiera en los peores
momentos de su vida había dado tregua al fracaso en ninguna de sus facetas
como mujer o como profesional.
—¿Qué quería ese gilipollas? –preguntó al fin, despreciando la relación
que Teresa había iniciado con Peter–, nadie sabe que estoy aquí, y así tiene
que mantenerse. Espero que no sea demasiado tarde para advertírtelo, que
ya nos conocemos. Te pinchas y sueltas por esa boca hasta el primer padre
nuestro que rezaste con cinco años.
—Oye, no te pases. Y te lo voy a consentir porque mira, eres quien eres,
pero no te explayes conmigo de esa forma. Que puedo haber perdido
muchas facultades, a la vista está. Mira estos papeles –le indicó, lanzándole
unos documentos en los que se veía impreso el nombre de un prestigioso
bufete de abogados–, pero todavía guardo mi dignidad a buen recaudo.
Salma los ojeó sin demasiado interés, leyéndolos por encima hasta que
vio la palabra divorcio en una de las últimas frases. Tragó saliva y miró a
Teresa.
—Querría decirte que lo siento, pero no sería sincera. Siento que hayas
estado tan ciega. Y siento que tengas una mierda de amiga, o sea, yo. Debí
de advertirte cuando sospeché que Manu no era trigo limpio, pero no me
creí en el derecho de desmoronar tu castillo. Tu vida de cuento de hadas. Lo
siento.
—¿Tú sabías que Manu se quería divorciar? –la interpeló Teresa,
acercándose a ella con los ojos como platos.
—No, mujer, qué iba a saber yo eso. Yo sabía… bueno es igual ahora
mismo. Cuanto menos cosas te cuente de los trapos sucios que van a salir
volando por los aires en menos que canta un gallo, mejor. He pasado la
noche con Eduardo. Y todo fue muy bien hasta que…bueno, hasta que le
hice algunas preguntas. ¿O fue él quien me dio las respuestas que nunca le
había pedido? No sé, no me acuerdo. Lo único que tengo claro es que puedo
estar metida en un buen lío y que ese Peter está, igual que Eduardo,
involucrado hasta el fondo en un asunto que debes conocer tú también. Me
he ido de su casa hoy sin despedirme, y no le he anunciado dónde pensaba
pasar los próximos días, así que…
—Era lo primero que tenías que haberme dicho, señora Alfa. Si no me
falla la intuición era lo que andaba buscando desde que me ha saludado.
Este Peter… Me ha llamado con no sé qué excusa, ahora ni me acuerdo,
pero creo que lo único que quería saber era dónde estabas. Haz el favor de
ponerme al corriente, que no quiero seguir siendo la tonta del bote.
—¿Y? –la interrogó Salma, incorporándose en el sofá.
—Y nada. Tranquila, ¿eh? No he dicho ninguna impertinencia Además,
yo qué iba a saber que eras tú la que estaba llamando a mi puerta…
¿Quieres tomar algo?
—Lo más fuerte que tengas en el mueble bar, por favor.
—¿A estas horas? Si no son ni las once de la mañana. Está bien –asintió
Teresa, viendo que su amiga no estaba en condiciones. Y cuando eso
ocurría no había que llevarle la contraria.
—Mejor tráete la botella, y dos copas. Creo que tú también la
necesitarás.
Teresa obedeció, se sentó junto a su compañera de fatigas y esta,
después de dos tragos largos, se lanzó a contar todo lo que había ocurrido.
Teresa la escuchaba con atención. Sorprendida al principio, preocupada
después, retorciendo sus cabellos en pequeños bucles que iba fabricando
con los dedos. Era una costumbre que tenía desde siempre cuando algo la
ponía nerviosa. En pocas semanas, su vida había hecho un giro de ciento
ochenta grados. Tan repentino todo, tan increíblemente surrealista que
todavía no había reaccionado a la situación que se le venía encima. Los
pequeños estaban fuera de casa y, conociendo a la asistenta sabía que
tardarían más de lo previsto, así que se relajó. La muchacha había
aprovisionado el carrito doble de los mellizos con algunas galletas, zumo y
otros entretenimientos que les permitiría estar de paseo casi hasta la hora de
comer. Como siempre, llevaba su móvil colgado del cuello para cualquier
imprevisto. Repasando con la cabeza la situación, se animó a tomar una
copa cuando Salma ya iba por la segunda.
—¿Entonces? –preguntó Teresa–, ni siquiera sé con quién estoy
casada–, asintió, meneando la cabeza de izquierda a derecha sin parar.
—En realidad más bien diría que la cuestión es en quién se ha
convertido. Haciendo honor a la verdad creo que cuando os conocisteis
todavía jugaba limpio. Lo que ocurre es que la codicia y la ambición de
poder juntas son un cóctel muy explosivo. El dinero fácil es tentador. Y
créeme si te digo que es un excelente analista y un excelente bróker
también, aunque se prestó al juego de los grandes. Yo no sé ni cómo me
dejé llevar. Bueno sí, por el impulso de ayudar a alguien que lo necesitaba y
claro, de paso, aprovechar el tirón. Maldita la hora en que… –se lamentó
Salma, alargando el vaso de whisky vacío para que Teresa lo volviera a
rellenar.
—Todo se va al garete –volvió a quejarse Teresa, dejando arrastrar las
palabras que empezaban a brotar de sus labios con dificultad–, creo que
estoy borracha. ¿Tú no?
—Pues mira, no.
—Tu teléfono ha sonado varias veces. ¿No piensas cogerlo? –preguntó
Teresa, sujetándose las sienes con las palmas de las manos–, la cabeza me
va a estallar.
—No tengo ningún interés –contestó Salma, arrellanándose en el sofá–.
Además, no creo que sea nadie interesante. Y con Soldevila he quedado
esta tarde. ¿Te acuerdas del viejo Soldevila, verdad?
—¿El detective? ¿Todavía sigue en activo? Pensé que ya estaría
jubilado.
—Podría estarlo pero ahí sigue, incapaz de abandonar la primera línea.
Aunque por lo que sé ahora selecciona los trabajos. No creo que tarde en
dedicarse a su otra gran afición.
—¿Y cuál es?
—Colabora con la policía en algunos casos de personas desaparecidas.
Expedientes de esos que nunca se solventaron y que de vez en cuando se
reabren si aparecen indicios o prácticas mal gestionadas a las que pueden
agarrarse los abogados.
—Ya –afirmó Teresa sin demasiado interés–, su hija despareció hace ya
más de veinte años, verdad? Recuerdo vagamente las noticias. Una tragedia.
—Cierto. Nuria Soldevila. Nunca lo han superado. Ni él ni su mujer.
Una lástima. Jamás supieron qué había ocurrido realmente. Y esa puede que
sea una de las razones por las que no renuncia a su trabajo. Hijos…no me lo
quiero ni imaginar.
—¿También es abogado, verdad?
—En efecto, y ejerció durante unos años. Hasta que un pez gordo
pringado en un asunto turbio se buscó la manera de involucrarlo a él. Juego
sucio y cuchillo navajero. Era brillante pero fue cesado durante unos años y,
aunque consiguió limpiar su mácula y que se hiciera justicia, nunca más
quiso volver a la profesión. Y después de eso se puso por su cuenta.
Teresa y Salma permanecieron en silencio unos segundos hasta que la
calma fue interrumpida de nuevo por el sonido de un teléfono. Distinto a los
anteriores. Y ambas dirigieron la mirada en la misma dirección. Con
fastidio y alguna dificultad, causada por las copas que llevaba encima,
Salma se levantó del sofá y se acercó al bolso. Removió entre las cosas y
sacó el aparato. Era el teléfono del trabajo. No sabía qué hacer. A pesar de
haber dado instrucciones exactas a Mariló de que no quería que nadie la
molestara, habiendo remarcado un mensaje claro de que ni siquiera Diego,
aquella agotadora e incorregible mujer parecía no haber hecho bien su
trabajo. Diego le había dejado varios Whatsapp y ahora insistía en
localizarla. Su secretario la había traicionado y la traición no tenía perdón.
Recordó la cara de odio con que la miró la última vez que se habían visto y
recordó que él era quien había urdido la miserable trama para hacerle creer
que alguien desconocido sabía de sus otras actividades extra laborales.
«Qué desgraciado, masculló entre dientes, con lo bien que podía haberle ido
en la vida y tenía que enamorarse de mi». Se lo pensó dos veces y al final
decidió descolgar el aparato.
—Llevo varias horas intentado localizarte. ¿Cómo es que no has venido
a la oficina esta mañana?
Su voz sonaba metálica. Fría como un témpano. Y Salma sonrió entre
dientes, relamiéndose sin que él pudiera verla.
—¿Ah, sí? ¿Tanto me echas de menos? Mi pequeño príncipe azul –
añadió, sabiendo cuánto le molestaban esos adjetivos con los que intentaba
restarle hombría.
—En realidad no, pero tienes sobre la mesa unos documentos
importantes que tendrás que firmar si no quieres que la operación que
estábamos a punto de cerrar se vaya al garete –le aclaró Diego, sosteniendo
el tono gélido de su voz.
—Vaya, qué lástima. No me pillas en buen momento, la verdad.
Pásaselo al jefe. Él también puede hacer eso por mí.
—Como prefieras –respondió lacónico.
—Me alegra que ya no me quieras. Que no desees recorrer mi cuerpo
con tu lengua desde un extremo al otro. Que no necesites apretar tu pecho
contra mis tetas y sorber mis pezones hasta ponerlos duros como una
piedra. También me alegra que por fin te hayas decidido a follarte a otras de
tu edad. No disfrutarás tanto como conmigo, pero…
—¿Estás borracha? –la cortó Diego.
—Puede que sí, puede que no –contestó ella, bailando con las palabras
como si estuviera cantándolas.
—¿Te has ido a refugiar a casa de tu amiga Teresa? Mariló me ha
dicho…
—¡Mariló es una inútil! Tenían que haberla despedido hace mucho
tiempo pero no. Ahí está, como una idiota con esa sonrisa de boba que
cualquier día le quitaré de un tortazo. Y no, Teresa sería la última persona a
la que molestaría con mis asuntos –mintió Salma, incómoda y divertida al
mismo tiempo a causa del alcohol que llevaba en el cuerpo sin haber
comido nada.
—No te creo. Es la única persona de tu verdadera confianza. Mejor
dicho –rectificó el muchacho–, la única que conoce tus miserias, y algunas
partes de tu historia, ¿me equivoco? Quizás ni siquiera ella sepa de tus
juegos aquí y allá, dejándotela meter por cualquier desconocido. Estás ahí,
con quién si no. Así que blanco y en botella.
—Qué listo pareces y qué poco inteligente eres en realidad, muchachito.
No juegues con fuego, Diego. No me pongas a prueba o te…
—¿Me despedirás? –se adelantó él a terminar la frase–, quizás te ocurra
a ti antes que a mí, querida Salma. Las malas lenguas y las noticias frescas
son muy habituales en nuestros círculos, sobre todo las que tienen que ver
con el dinero que unos nos ganamos con el sueldo, y algunos favores en
especias, y otros a base de lamerle el culo al jefe –arremetió Diego,
queriéndola poner a prueba.
—En otras circunstancias no te consentiría este arrebato adolescente del
que eres víctima ahora mismo. A tu edad yo también era impetuosa. En
realidad todavía lo soy, ya me conoces, sobre todo si la presa lo merece –
ironizó Salma creciéndose con las palabras–. Pero tienes razón en una cosa,
y es que quizás me vaya de La Agencia antes que tú. No te preocupes tanto
por mí. Y sí, las noticias frescas van que vuelan en ambos sentidos. Ya
verás lo contentos que se ponen tus padres cuando les llegue una citación
del juzgado, casualmente a tu nombre, en la que te inculpan en un caso de
chantaje. ¿Te suena? Eres muy joven y estás muy rico, doy fe. Te quise
convencer varias veces de que una mujer como yo no te convenía para
enamorarte, pero no me hiciste caso. Sabes cómo llevarme al cielo con tus
artes amatorias, no seré yo la que lo ponga en duda. Pero si me arrastras al
barro soy la mejor de las luchadoras. Y si te metes en el centro de un
tornado no saldrás vivo. Te lo aseguro. Tiene su gracia que quisieras
amedrentarme de una forma tan infantil. Tiene su gracia –repitió,
sosteniendo unas risas que acababa de fabricar en su garganta.
—No sé de qué me hablas.
—Lo sabes perfectamente. ¿O pensabas que no lo averiguaría? Qué
poco me conoces. Pero déjalo, tengo dolor de cabeza y voy a echarme un
sueñecito ahora mismo. Aquí hace mucho Sol y los camareros están
estupendos para alegrarse la vista y relajarse. Me están poniendo caliente –
detalló Salma para despistarlo–. Y no te ofusques, querido Diego, volveré a
La Agencia cuando lo crea oportuno, y entonces hablaremos cara a cara.
Ah, tengo el móvil en modo que no se puede localizar mi ubicación, a no
ser que vuelvas a contratar a alguien para que me espíe, claro, pero esta vez
tendrás que pagarle algo más, o de lo contrario… Por cierto, ¿cómo está tu
madre?
—No creo que eso te importe mucho. Y no eres tan lista como te crees.
Descubriré dónde te encuentras, no creo que sea tan difícil. E iré a buscarte.
Diego colgó el teléfono y Salma se llevó el aparato al pecho,
estrujándolo con ambas manos. Había sentido algo muy especial por aquel
muchacho, un sentimiento muy intenso que nunca se había parecido al
amor. Durante todo el tiempo en el que lo habían pasado bien ella había
ganado la seguridad que un día dejó en el camino; había conseguido
resarcirse de quienes la creyeron muerta para siempre; había decidido quién
quería ser, o eso le pareció hasta conocerlo a él. A Eduardo. No sopesó, y si
lo imaginó quiso borrarlo de su pensamiento, que Diego se enamoraría de
ella y que no solo buscaría su cuerpo para saciar la necesidad de satisfacer
los instintos que mueven a un joven de poco más de veinte años. Los de
alguien que tenía el mundo a sus pies y se empeñaba en estropearlo. Había
prometido acatar las normas que ella siempre había dispuesto y, muy a su
pesar, había sucedido. En su afán de poseerla, no solo en las tórridas noches
en las que el sexo sin límites se convertía en fuego para ambos, había
elegido el camino equivocado.
Apagó el teléfono y lo guardó en el bolso. Se giró hacia el mueble bar y
cogió otra botella de whisky. Con ella en la mano alzó los brazos y se
encogió de hombros. Solo quedaba un trago, y se lo bebió a morro
dejándose caer de nuevo en el sofá.
—Estos muchachos son los que nunca maduran –dijo Teresa,
restregándose los ojos.
—Argumenta eso, que no tengo la cabeza para pensar mucho, Teresa.
—Pues que ven en sus relaciones maduras la figura de una madre, más
que la de una mujer. Pero si podría ser tu hijo…
—No te pases bonita. Que seas psicóloga, además de abogada, no te da
pábulo a psicoanalizar lo que me pasa.
—No te ofendas, mujer. Cuántas no querrían tirarse a un monumento
como ese, con todo bien puesto en su sitio, duro como una piedra de los
pies a la cabeza –remarcó Teresa, soltando una risilla aguda que a Salma le
daba mucha rabia.
—Mira, duro es poco. Incansable. Tres y hasta cuatro asaltos en alguna
ocasión han caído en la que los dos íbamos hasta arriba –señaló Salma,
estirándose hacia arriba un mechón del cabello.
—¿Sí? –interrogó Teresa sorprendida–, nunca he sido capaz de más de
dos, y no con pocos esfuerzos y concentración. Tú eres una máquina,
amiga. Un tornado que se crece y sube y sube –gesticuló Teresa con los ojos
muy abiertos y una sonrisa en la boca.
—Todo es cuestión de práctica –asintió Salma–, pero date cuenta, ¿para
qué me ha servido tanta energía y tantos esfuerzos por mantenerme como si
no hubieran pasado los años? Mi vida amorosa, la que intenté tomarme en
serio, se resume en un vago que me desplumó y solo me dejó los cuernos
encima de la cabeza. Y más deudas que pelos tenía en ella. Por no hablar
del poli que nos ha engañado a todos con sus aires de analista y buen
hacer…del que en mala hora me he enamorado. Lo demás han sido espejos
rotos en los que me he reflejado eso sí, consciente de mi doble juego, y con
los que solo he obtenido el placer que me pertenecía. Nada más. Algo muy
distinto a la felicidad.
—¡Un momento, un momento, para, no sigas, no sigas –repetía sin cesar
Teresa dando saltitos en el sofá mientras iba sujetándole las manos a Salma
–¿a ver, repítelo?
—El qué –se sorprendió Salma, despistada.
—Eso que has dicho antes de lo del espejismo.
—He dicho espejo roto, no espejismo –le aclaró Salma, presa de un
hipo repentino–. No recuerdo. Estoy un poco borracha. Y creo que debería
de estar preocupada pero mira, ni siquiera eso. En cuanto todo el asunto de
estos desgraciados acabe volveré a empezar de nuevo. No sé ni dónde ni
haciendo qué, pero necesito un cambio. Ya estoy harta de tanto número y de
tanto imbécil rico. Bueno, a decir verdad igual termino con mis huesos en la
cárcel, así que no necesitaré nada. Asunto arreglado.
—No, no, no… no te hagas la despistada. Eduardo. ¿Qué pasa con él?
—Hasta ayer bien. Después de lo que he descubierto, borrón y cuenta
nueva.
—¡Estás enamorada! Lo has dicho. ¡Lo he oído!
—Y qué –afirmó, encogiéndose de hombros–. Otro mentiroso. Como
yo, no voy a negarlo. Esas no son formas de mantener una relación sana. No
hay vuelta de hoja y preferiría cambiar de tema si no te importa.
—Exacto. Como tú. Así que estáis en tablas –reafirmó Teresa–. Ese
volver a empezar podría ser con él –la animó Teresa, eufórica–. Yo en
cambio volveré a empezar y no sé qué será de mí y de mis hijos –se
lamentó, pasando de la risa al llanto en un segundo–, una auténtica
fracasada. Esa es la fotografía de lo que queda de mí en este momento –
añadió, abrazándose a Salma sin poder dejar de llorar.
—Podemos montar algún negocio –se le ocurrió a Salma–, entre mis
ahorros, que están a buen recaudo, y lo que Manu tendrá que apoquinar con
el divorcio, podremos sumar una buena cantidad. Yo soy la de los números
y tú la de las letras. El binomio perfecto –remató Salma abrazando a su
amiga, hecha un mar de lágrimas.
—Aquí la única emprendedora eres tú. La que tiene las agallas para
lanzarse a la piscina. Yo he sido siempre una especie de acompañante tuya –
se lamentó Teresa, levantándose del sofá en dirección al lavabo–, voy a
darme una ducha o de lo contrario no podré atender a Joan y a María
cuando lleguen. Lo último que me falta es que me los quiten si el cabrón de
Manu me denuncia por incapacidad para cuidar de mis hijos. Por cierto, la
pantalla de tu teléfono, el otro, está encendida. Alguien te llama. Chica, qué
solicitada estás –dejó caer sin mirar la procedencia de la llamada–, ahora
vuelvo.
Con cierta dificultad, y bajo los efectos de media botella de whisky en
ayunas, Salma se levantó dando tumbos del sofá. No se tenía en pie.
—Voy a apagarlo ahora mismo –dijo en voz alta, aunque su amiga ya no
podía escucharla–, y con tu permiso registraré tu armario para coger una
toalla. Creo que es buena idea lo de la ducha.
Tomó el móvil entre las manos e iba a colgar, pero se equivocó de botón
y se activó la llamada. Chascó con la lengua en el paladar, enfadada por la
torpeza y justo cuando se disponía a apretar el botón para desconectar el
teléfono escuchó su voz:
—Salma, contesta, sé que estás ahí. Por favor, no cuelgues y déjame que
te explique.
Durante unos segundos Salma quedó hipnotizada. Era su voz, la que no
quería escuchar a pesar de estar echándolo de menos. No podía engañarse.
Y lo odiaba, tanto como le atraía aquel maldito hombre que se había
cruzado en su vida para ponerla del revés. Respiró despacio, varias veces, y
se acercó el aparato a la oreja.
—Mira, señor nube, creo que entre tú y yo ya solo queda un litigio del
que, en el mejor de los casos, saldré arruinada aunque airosa. No tenemos
nada más que decirnos. Si es como me lo has contado solo queda que
vengas a visitarme cuando el juez tenga a bien citarme para lo que sea que
se me acusa. Voy a colgar. Adiós.
—Hay algo más. Dame unos segundos y te lo explicaré –se apresuró
Eduardo–. Diego te ha metido en un buen lio comprando unas acciones que
él sabía que subirían en pocas horas. Uso de información privilegiada. ¿Te
suena? Además, está montando su propia empresa desde hace unos meses.
Pretende llevarse a algunos clientes poderosos que están descontentos de
Salazar. Y, curiosamente, tú también has hecho unos buenos dividendos con
esa compra.
—¡Qué estás diciendo! –gritó Salma–, yo no he comprado nada.
—Pues lamentándolo mucho tengo que decirte que tu firma está
estampada en la autorización de compra. Junto a la suya.
—¡Maldito mal nacido! –fue todo lo que dijo Salma antes de lanzar su
teléfono contra el suelo, haciéndolo añicos.
—¡Qué estás haciendo! ¿Ha pasado algo? –se sorprendió Teresa,
apareciendo de nuevo en el comedor.
—¡Vamos a ver, Teresita, tú no estabas en la ducha! –le gritó Salma,
fuera de sí.
—Oye, oye, perdona pero esta es mi casa. Y que yo sepa puedo entrar y
salir por donde me de la real gana. Qué mal te sienta la bebida, guapa.
Inmóvil y con los brazos caídos, Salma permanecía como una estatua
mirando a Teresa. Sin pronunciar palabra. Después de unos segundos, se
dejó caer de rodillas al suelo encorvándose poco a poco hasta quedar como
una madeja de lana, llevándose las manos a la cara para tapársela. Gritó
hacia dentro varias veces hasta que, en silencio, rompió con el llanto
desconsolado que nacía de sus entrañas. Teresa corrió hacia ella, envuelta
en la toalla que se había puesto. Se agachó, la tomó entre sus brazos y la
acunó como a un bebé, dejándola llorar hasta que se quedó dormida sobre la
alfombra. La dejó allí mismo y la tapó con una manta. Miró el reloj y se
apresuró a ducharse ya que los mellizos no tardarían en llegar. A su paso
recogió el teléfono que Salma había estampado contra el suelo. Había
rebotado en uno de los juguetes de los pequeños, volando en dirección
contraria hacia la puerta por la que ahora pasaba ella. Lo cogió para dejarlo
encima de una mesita auxiliar que tenía a mano y entonces comprobó que
quien fuera que había al otro lado, permanecía allí, llamándola.
—¿Diga? –preguntó con un hilo de voz.
Después de ver la reacción de su amiga su mente había elaborado una
rocambolesca historia en la que la palabra asesinato la atenazaba. ¿Y si
aquella llamada era la de alguien que la había amenazado de muerte? A
pesar de la imaginaria e infundada sospecha, la curiosidad pudo con ella.
—¿Sofía? Más bien, ¿Teresa? –preguntó la voz masculina al otro lado.
—¿Quién pregunta por ella? Aquí no vive nadie con este nombre –se le
ocurrió decir para despistar al desconocido.
—Gracias a Dios que eres tú, Teresa. Lo siento, soy Eduardo el amigo
de Peter. ¿Me recuerdas?
Teresa sonrió y suspiró al mismo tiempo. Acababa de reconocer la voz
del hombre y eso la tranquilizó. Miró a Salma, encogida y dormida, y
contestó:
—Hola Eduardo. No sé qué le has contado pero se ha derrumbado. Y
pocas veces he visto así a Salma. Si le haces daño yo misma me encargaré
de que te arrepientas –lo amenazó.
—Necesito saber tu dirección. Tengo que ir a hablar con ella, por favor
–suplicó él.
Las dudas la mantenían en silencio. Sabía que no era la solución que
querría Salma pero algo le decía que aquel hombre estaba preocupado y
quería protegerla.
—¿Qué ocurre? O me lo cuentas o lamentándolo mucho no podré darte
la información que me pides.
—Puedo conseguirla por mis propios medios –aclaró Eduardo.
—Pues si es así, ¿para qué la quieres? Averígualo tú mismo –dijo, a
punto de colgar la llamada.
—Te lo ruego, no tenemos tiempo que perder, en pocas horas Salma
será acusada de un delito de estafa fiscal, entre otras cosas que ahora
preferiría no contarte por teléfono. Todo el tiempo que ganemos es crucial.
Yo me estoy jugando el tipo también, ¿sabes? Necesito que me escuche y
necesito interrogarla antes de que sea demasiado tarde para ella. ¿Lo
entiendes?
Durante los segundos que Teresa dudaba acerca de la verdad que el
policía le estaba explicando Eduardo se mantuvo en silencio, aguantando la
tensión.
—Está bien –dijo al fin–, si eres capaz de comprar un billete de avión
nos vemos en unas horas –añadió dándole las señas de su domicilio–,
¿interrogarla? No entiendo nada.
CAPÍTULO 14

—¿Estás segura de todo lo que me has contado?


—Tan segura como que ahora me tiraría al río si la jaqueca me lo
permitiera.
Eduardo había llegado a las siete de la tarde. No había podido conseguir
un vuelo más temprano. Después de que Teresa lograra subirla casi a rastras
al dormitorio, Salma había dormido durante unas horas. Eduardo se
presentó en casa de los Gutiérrez y, sin más preámbulo, habían empezado
las preguntas. Mientras Teresa seguía atónita ante la visita y la información
que Eduardo había confesado, él persistía en saber los detalles. Necesitaba
conocer todo lo referente a los entramados que La Agencia llevaba
realizando al menos los últimos tres años. Salma, lenta de reflejos y agotada
como no recordaba haber estado desde hacía muchos años, contestaba con
apatía a todas las cuestiones que Eduardo le iba planteando.
—Creo que con esto habrá suficiente para una buena defensa, al menos
para ti. No soy abogado, como tú, pero creo que con un poco de suerte
podrás capear el temporal.
—Así que policías… todavía no puedo creerlo –intervino Teresa en el
momento en el que Eduardo hablaba por teléfono con Peter–, esto es ciencia
ficción. ¿Qué más puede pasar? –se quejó sin esperar respuesta.
—¿Y qué me espera? –preguntó Salma, ignorando los suspiros que su
amiga iba sumando–. Porque con lo que me estás diciendo no me quedo
muy tranquila, la verdad.
—No podemos estar seguros –respondió el policía–, pero creo que los
tenemos cogidos por los huevos.
—Permíteme que lo dude. Esta gente se rodea de los poderosos. De esos
que no salen en las televisiones, pero mandan de verdad. Y son los que se
alían con quienes tienen tanto que callar que son capaces de vender el alma
de su madre y la suya propia al diablo con tal de no perder ni uno solo de
sus privilegios.
—¿Tú has oído eso de que la policía no es tonta?
Salma, que durante toda la entrevista que había mantenido con Eduardo
había permanecido con la mirada perdida, buscando algún lugar en su
mente donde refugiarse, giró la cabeza y lo miró atentamente. Sin que nadie
lo esperara, arrancó en unas risas imparables que iban creciendo y que la
hacían sujetarse la barriga con las manos. Eduardo y Teresa, que no había
querido dejar ni un segundo sola a su amiga, se miraban y sonreían
contagiados por las carcajadas de Salma. En un momento de resuello,
Salma respiró profundamente y pareció calmarse.
—No sé si la policía es tonta o no. Hacía tiempo que no me reía de esta
manera. Al menos me quedo con eso. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí, en
esta comisaría improvisada?
—Más de dos horas –apuntó Teresa–. Menos mal que Viviana hoy no
tenía prisa. Los mellizos ya están acostados y por suerte ella también puede
quedarse esta noche. Ha debido de verme muy mal.
—Gracias, amiga. Por estar todo el tiempo aquí, pendiente de la
fracasada de mierda que tienes delante de ti.
—Yo no diría tanto –añadió Eduardo, sintiéndose ignorado mientras las
mujeres se abrazaban como si él no estuviera presente–. Entiendo que no se
fiara de mí –afirmó el hombre, refiriéndose a Teresa–, pero ha sido de gran
ayuda.
—Y no me fio –expresó ella, escondiendo una sonrisilla que la delataba
bajo el aspecto de seriedad que había mantenido todo el tiempo–. Bueno, os
dejo solos un momento. Voy a subir a ver cómo están los niños. Y a
contestar una llamada de Manu. No quise atenderlo antes. Es un
desgraciado, pero también se merece saber que sus hijos están bien, aunque
yo no le importe nada.
—Claro que le importas. Lo cortés no quita lo valiente, mujer –quiso
consolarla Salma, cuyo aspecto era como si le hubiera pasado una
locomotora por encima–, seguro que en mayor o menor medida también se
ha visto arrastrado por la vorágine y los billetes, pero …
—No necesito que te compadezcas de mí –la paró Teresa.
—Y sobre todo no vayas a contarle nada a tu marido –apuntó Eduardo.
—Perdona, creo que me subestimas. No sé ni cómo me mantengo en pie
con el agotamiento que llevo encima y la situación que estoy viviendo. Mi
marido también está implicado en esta asquerosa trama que ha salpicado a
todos. Bueno, a casi todos. Y confío en que mi hermano no esté involucrado
en este asunto. No sé si podría aguantarlo.
El silencio de Eduardo provocó un escalofrío que recorrió todo el
cuerpo de Teresa, enfriándolo, e inmediatamente se acercó a él.
—Por favor, dime que mi hermano no está metido en el ajo –lo
interpeló, sujetándolo por los hombros.
—Estoy hablando mucho más de lo que me está permitido. De hecho no
puedo hablar del caso porque todavía no hay caso. Estamos a punto de
intervenir la empresa y ya me he jugado mucho. El puesto de varias vidas.
E incluso acompañar a alguno de los implicados a la cárcel si se descubre,
por ejemplo, que estoy aquí preparando las argumentaciones que Salma
tendrá que defender cuando el fiscal le pregunte…
—Muy bien, pero… ¿y mi hermano? –insistió Teresa con las lágrimas a
punto de resbalar por sus mejillas.
—No puedo saberlo con certeza, pero Miguel no ha estado muy de
acuerdo con las decisiones de tu marido en los últimos meses. No puedo
decir más.
—¿No puedes o no quieres? –se lamentó Teresa llevándose las manos a
la boca.
—No creo que tengas que preocuparte por él, de verdad. No sé más,
pero no he visto nada raro en… bueno, no he visto nada demasiado ilegal –
se retractó, a punto de desvelar más información que debía permanecer
fuera de circulación hasta la redada en La Agencia–. Solo te apuntaré que
intervino en alguna operación de una farmacéutica. Pero creo, y solo digo
creo, que finalmente no llegaron a un acuerdo del que ahora tenga que
arrepentirse.
—Está bien –resopló Teresa, encogida y resignada–, esto es como un
castillo de naipes que se viene abajo. Voy a llamar a Manu.
Salma y Eduardo la vieron desaparecer tras las cortinas que daban al
jardín delantero de la casa.
—Menuda choza, ¿no? Unos tanto y otros tan poco –se quejó Eduardo
echando un vistazo a su alrededor.
—Manu ya tenía esta casa cuando conoció a Teresa. Su familia tiene
dinero y nunca le ha faltado nada. Qué pena me da mi amiga. Cuando veo
estas situaciones me alegro de no haber tenido hijos.
—Espero que se porte como un hombre y no deje a Teresa en la
estacada, con dos criaturas. Y dime, ¿cómo te encuentras? ¿Quieres que
salgamos a dar un paseo? Te vendría bien un poco de aire fresco, y algo de
comer. Te noto… –expresó Eduardo señalándose la boca con el dedo índice.
—No sé cómo has tenido el valor de venir hasta aquí. Te juro que si no
estuviera como estoy te habría dado una patada en la entrepierna. ¿Qué me
notas? –preguntó ella, percatándose de la cara que ponía Eduardo–, ¿es que
me huele el aliento?
Eduardo arqueó las cejas, abrió los ojos y, esbozando una media sonrisa,
fue bajando el rostro hasta pegarlo a su cuello sin perderle la mirada. Ella lo
contemplaba concentrada en sus movimientos, cómicos como otras veces
en las que se habían encontrado ante situaciones incómodas.
—¿Vamos a ver, señor nube, eso es un sí o un no?
—Eso es un poco –confesó al fin, mostrando una pequeña distancia con
los dedos índice y pulgar.
—¿Y ahora me lo dices? –se alteró Salma, levantándose del sofá en el
que permanecía sentada desde que apareciera él–. Te odio, que lo sepas –
apuntó, dirigiéndose a la cocina.
Cuando él llegó, Salma se estaba comiendo unos trozos de manzana que
iba pelando sobre la marcha. Masticaba deprisa, casi engullendo, y se
acompañaba de un gran vaso de agua del que iba dando sorbos.
—Es normal, llevas muchas horas sin comer nada y por lo que me han
contado lo único que te has metido en el cuerpo es una buena dosis de
alcohol. A todos nos huele el aliento alguna vez. Aunque quizás a las
señoras alfa no les ocurra lo mismo. Mira que si te estás volviendo humana
y no te has dado cuenta… –ironizó Eduardo, observando el pantalón de
chándal y la camiseta de media manga, casi traslúcida, con la que iba
vestida–, estás muy… cómo decirlo, diferente. Incluso me atrevería a
asegurar que sin maquillaje pareces más joven. Y el cabello suelto y
despeinado te da un aire muy alocado y juvenil.
—Pues yo te veo, cómo decirlo, más idiota que de costumbre. Tanto que
empieza a peligrar esa bonita dentadura que te ha acompañado hasta hoy y
que quizás pierdas del puñetazo que te voy a dar. Y deja ya de clavar tus
ojos en mis tetas, que la resaca no quita que no me haya dado cuenta. Te
veo un poco salido.
La mirada de Eduardo, fija en sus ojos, la estaba poniendo nerviosa.
Disimulando la sensación de verse radiografiada por el hombre que había
despertado en ella sentimientos dormidos que luchaba por desterrar, se dio
la vuelta y continuó pelando la manzana que se estaba comiendo. No tardó
mucho en sentir la respiración de él pegada a su cuello, y el picoteo de unos
besos que erizaban el vello de todo su cuerpo. Eduardo la sujetó por los
hombros y la fue girando poco a poco hasta tenerla de nuevo frente a él, a
pocos centímetros de su boca. Tocó sus labios, como si ella misma no
estuviera presente en un fotograma que paralizaba la escena en aquel
momento, perfilándolos muy despacio con los dedos, en silencio, mientras
ella masticaba con disimulo los restos de la fruta que permanecían en su
boca.
—Eduardo –pronunció ella, susurrando su nombre en contra de una
voluntad que había dejado de hacerle caso.
—Dime, señora mía. Tienes un trocito de manzana en la comisura de los
labios. ¿Puedo quitártelo? –preguntó él, esperando la respuesta.
—Tú mismo, si tanta ilusión te hace…
Eduardo tomó el mentón de Salma entre sus dedos y lo elevó hacia él.
Con una lentitud que Salma percibía casi excesiva acercó sus labios hasta
los de ella y empezó a lamerlos con su lengua, transgrediendo las fronteras
de una voluntad, la de ella, libre de propósitos. Estaba allí, y eso era lo
único que le importaba en aquel instante. Salma cerró los ojos, casi
desbordada, dejándose acariciar la espalda mientras él avanzaba queriendo
entrar en su boca. Sin presión, sin prisas, abandonándose a las sensaciones
que invadían su cuerpo. Y abrió los labios para conectar su lengua a la de
él. Cálidas y enérgicas, encontrándose por fin con la verdad que solo tenía
un nombre. Y llevada por el deseo y el calor que desprendían sus cuerpos se
abrazó a él, apretándolo contra su pecho; recreándose en la certeza de que
los besos eran ciertos. Libres de máscaras, libres de las falsas apariencias
que ya no eran necesarias. Eduardo la sujetó por la cintura y la elevó,
dejando que ella se encaramara a su cuello y pendiera de él. Habían
olvidado dónde estaban y el tiempo se había parado durante unos minutos
hasta que alguien carraspeó a pocos metros de donde se encontraban:
—No es que yo quiera molestaros pero… casi sería mejor que subierais
a la habitación.
Ante la presencia de Teresa, que volvía con los ojos enrojecidos, Salma
y Eduardo se separaron.
—Disculpa, Teresa. No… –pronunció Eduardo algo soliviantado.
—No pasa nada. Bueno, nada y todo –matizó antes de echarse a llorar.
Salma salió a su encuentro y la abarcó con los brazos.
—Volverá en unos días, cuando termine no sé qué demonios me ha
dicho. Le he preguntado varias veces y le he rogado que fuera honesto
conmigo. Que no tengo edad para que me engañen como a una adolescente.
—¿Y? –preguntó Salma viendo que no aclaraba los pormenores de la
conversación con el que muy pronto sería su ex marido.
—Me ha pedido el divorcio –anunció con un hilo de voz, echándose a
llorar de nuevo.
—Lo lamento –intervino Eduardo.
—Todo se arreglará, no lo dudes ni un momento –la consoló Salma–.
Ahora vamos a preparar algo para la cena. Mejor date una ducha
reconfortante y luego bajas a ayudarme. ¿Te quedas? –preguntó, girándose
hacia Eduardo.
—Tengo que hacer algunas gestiones y no quiero importunar con mi
presencia. Vosotras tendréis muchas cosas de las que hablar. Además –
añadió antes de que su teléfono sonara–, si me disculpáis, es Peter.
—Pues resuelve lo que tengas que resolver. Por mi no hay problema en
que nos acompañes –lo animó Teresa, limpiándose las lágrimas con un paño
de la cocina–. ¿Vuelves a Barcelona esta noche?
—Gracias, pero he hecho una reserva en un hotel del centro. Ahora
llamaré un taxi. Bueno, o luego. Voy a atender a Peter que si no, no parará
de llamar hasta que no le explique.
—Vaya dos –se quejó Salma, dirigiéndose de nuevo a la cocina.
Pasaron unos minutos y Eduardo seguía conversando con su colega.
Salma no había podido evitarlo; lo había espiado entornando la puerta que
tenía la estancia, que también daba al jardín. Hablaban casi en clave y
resultaba difícil encajar la conversación entera. Una llamada telefónica, de
nuevo a su móvil, la alertó.
—¡Ignasi! –exclamó, recordando que había faltado a su cita.
—Me ha extrañado que no vinieras. ¿Todo bien? Marta ya me ha dicho
que o llego en veinte minutos a casa o me tocará dormir en el sofá –
comentó riéndose–, por eso te llamo.
—Discúlpame, te lo suplico. Se me ha olvidado por completo. No sé
dónde tengo la cabeza. Y bueno, eso y que la tarde se ha complicado como
no puedes imaginarte.
—No te preocupes, si todavía estás aquí mañana puedo hacerte un
hueco.
—Te digo algo a primera hora. Recuerdos a Marta y discúlpame con
ella. Si te saca de la cama dile que solo yo he tenido la culpa.
Con las risas del detective y una breve despedida Salma colgó el
teléfono. En ese momento Eduardo entraba en el salón y ella fue a buscarlo.
—¿Tu amigo inglés tiene todo controlado?
La cara de Eduardo mostraba preocupación y su silencio alertó a Salma,
que acababa de girarse viendo que Teresa bajaba las escaleras acompañada
de uno de sus hijos.
—Peter me envía saludos para ti.
—Pues se los devuelves con acuse de recibo incluido. No quiero saber
nada de los hombres por lo menos en cien años –se lamentó Teresa dejando
al pequeño Joan en la alfombra–, ahora se ha desvelado. Viviana está
leyendo y no quiero molestarla, y este pequeño monstruito quiere leche. Es
un tragón.
—Eduardo –la cortó Salma, ¿tienes algo que decirme? –lo instó, dando
unos pasos hacia él.
—¿Conoces a un buen abogado?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Salma, que continuaba agarrada a su
teléfono después de la conversación con Soldevila. Tragó saliva, respiró
hondo y contestó:
—Al mejor.
CAPÍTULO 15

El sonido del timbre lo sorprendió. Buscó la hora en su muñeca y


arqueó las cejas, caminando hacia el vestíbulo. Abrió la puerta y sus
miradas volvieron a cruzarse, después de casi seis meses.
Había perdido la esperanza de un reencuentro. El mismo que había
soñado tantas veces desde que, tras un gesto de agradecimiento disimulado
y una mirada gélida que pronosticaba lo que iba a suceder, había
desaparecido de la sala en la que había sido juzgada. Una absolución que
quedaba en multa y un agotamiento extremo que no le había permitido ni
siquiera alegrarse cuando su abogado, Ignasi Soldevila, se había abrazado a
ella.
Nadie conocía su paradero desde entonces, ni siquiera Teresa, a quien
Eduardo había preguntado miles de veces utilizando todas las artimañas
habidas y por haber para que, en un descuido, mencionara algún dato con el
que tirar del hilo. Eso había sido su relación, un hilo mal tejido y roto que
probablemente no fuera a unirse nunca más. Ella, Teresa, también la echaba
de menos, más que nunca tras iniciar los trámites de un divorcio que no se
auguraba tan fácil como Manu le había dado a entender. El acuerdo,
firmado casi a ciegas por una mujer desbordada por las circunstancias, no la
favorecía. Ni a ella ni a los mellizos, que se verían obligados a ausentarse
de su madre quince días al mes. Por suerte, Soldevila, ausente del ejercicio
de la abogacía durante muchos años, se había hecho cargo de los trámites y
había tomado las riendas para representarla.
El éxito en la defensa de Salma y la cara de tristeza con la que Teresa se
había presentado en su oficina lo habían ablandado. Sería la última vez que
se presentara en un juzgado como abogado y pensaba sacarle hasta el
último céntimo al que ya no era su marido.
—Parece que hayas visto a un fantasma –sonrió Salma, de frente a él,
con los brazos cruzados y viendo la cara de pasmo de Eduardo, apostado en
el marco de la puerta–, igual es que te pillo en mal momento. Si es así no…
—Son casi las once de la noche, no he pedido ninguna pizza y la última
persona que imaginaba que aparecería tras la puerta eres tú. Pasa –la invitó
haciéndose a un lado.
Salma bajó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarlo y él la observó de
nuevo, de arriba abajo, mientras caminaba por el pasillo hacia el salón.
—Si eres tan amable –señaló con el pulgar hacia atrás–, las maletas
están junto al ascensor. Tenía que asegurarme primero de que no me dejabas
entrar por lástima.
Eduardo gesticuló con la cabeza y en unos segundos volvía arrastrando
el equipaje. Sin girarse para comprobar la expresión de él, Salma dejó el
bolso y el teléfono sobre una de las butacas y se dirigió, abriendo las
puertas de par en par, a la terraza. Encendió un cigarrillo y se apoyó sobre el
murete que cercaba la azotea.
—¿Una copa? –le brindó él–, ¿has cenado?
—Si tú tomas algo conmigo, te acompaño. Sí, he picado un poco en el
avión, gracias.
Transcurrieron unos minutos en los que ambos permanecieron callados,
como si se hubieran visto pocas horas antes y no tuvieran nada que decirse.
Él, tratando de imaginar dónde había estado todos los meses que duró su
ausencia; ella, disfrutando de la brisa cálida de la noche, saboreando el
cava.
—Es de los mejores que he probado últimamente. ¿Lo tenías preparado
para alguna ocasión en especial? –inició Salma la conversación, sorteando
la mirada fija que Eduardo clavaba en ella–, aunque, ahora que pienso, la vi
en tu nevera la última vez que estuve aquí. De eso interpreto que yo soy la
ocasión especial que estabas aguardando. ¿Has visto qué morena estoy?
El Silencio del policía la inquietaba. Le había dado muchas vueltas;
tantas como había cambiado de opinión el día que compró el billete de
vuelta a Barcelona. Y que Eduardo no expresara lo que pasaba por su
cabeza la incomodaba, aunque no estaba segura de dar la imagen de
imperturbabilidad que tan bien la caracterizaba. Esperó, bebiendo varios
sorbos seguidos de su copa.
—¿Y eso es todo lo que tienes que decirme? –expresó él, encarándose a
ella–, ni una llamada, ni una pista, ni un recado a Teresa para confirmar que
estabas viva… creo que me merecía algo más que el silencio –la recriminó
sin alterarse, viendo como Salma mudaba el gesto de autosuficiencia con el
que se había presentado en su casa–, ¿has vendido tu piso? Porque no he
visto ningún cartel anunciándolo.
—¿Me estás diciendo que has estado merodeando por mi casa?
—Te estoy diciendo que estaba preocupado y que, aunque no haya
creído que Teresa no conocía tu paradero, tenía algún derecho a saber de ti.
Pero no importa. Está claro que la señora se sirve lo que más le gusta de
cada plato, sin importarle más que su propia satisfacción. Después de
haberte metido en la boca del lobo; de que las personas a las que nos
interesas procuráramos ayudarte, incluso jugándonos el pan de cada día; de
que nos alegráramos de un veredicto que distaba mucho de lo que se
auguraba te fuera favorable, te presentas aquí como si tal cosa de repente,
maletas en mano, hablándome de tu bronceado y de no sé qué coño del
cava, como si todo siguiera en su sitio. Así eres tú. Un tornado que lo arrasa
todo, destruyendo lo que haya a su paso y desapareciendo del mapa como si
nunca hubiera sucedido. Esa eres tú –repitió.
Los reproches se habían agrupado en su garganta y habían salido uno a
uno sin que Eduardo fuera capaz de retenerlos ni un minuto más en su
interior. Estaba furioso. Tanto que al verla la hubiera zarandeado hasta
sacarle las disculpas que tantas veces había imaginado en su cabeza.
—En otras circunstancias –contestó ella casi impasible–, no te habría
permitido más que la primera frase. Pero estoy en campo contrario y tengo
todas las de perder. No te preocupes, termino mi copa y me voy a mi casa.
Esa que no he vendido por el momento –remarcó Salma con retintín–, y no
soy como dices, aunque tú no sepas verlo. He estado viviendo en Tenerife.
Tengo un apartamento en la isla, herencia de una tía mía. De ahí este color.
He necesitado distancia, paz interior, calma para pensar qué venía después
de todo lo que ha pasado. Qué me convenía. Qué rumbo quería tomar y a
qué iba a dedicarme después de lo ocurrido. Y la única forma de saberlo era
escuchándome en la soledad en la que he vivido durante este tiempo. No es
que crea que te debo tantas explicaciones y, en cualquier caso, podrías
haberte hecho cargo de la situación tan estresante en la que me he visto
envuelta, imaginándome entre rejas por algún tiempo.
—Claro, como no me he comprado las gafas de vidente, no puedo saber
lo que hay detrás de unos hechos que no demuestran más que indiferencia y
egoísmo por tu parte. Gracias por interesarte, por conocer si he tenido algún
problema en el trabajo después del juicio en el que me salvé, por los pelos,
de que me abrieran un expediente. Eso en el mejor de los casos. Gracias por
no dar señales de vida durante casi ciento ochenta días. Gracias por
demostrarme que te importo una mierda. Si cabía la menor duda, ya lo he
pillado.
—¿Has contado los días? –se sorprendió Salma, mostrando una sonrisa
disimulada tras el trago con el que apuraba las últimas gotas de su copa.
—¿Y qué importa eso? –le reprochó Eduardo con desdén.
—Nadie había contado nunca, al menos que yo sepa, los días que me
había ausentado de su vida.
—Seguro que tu ex secretario sí. Por cierto, también se ha librado de la
justicia. Algunos lo llamarían una buena defensa. Otros lo llamamos una
buena billetera, la de sus padres. No tardará en venir a buscarte –añadió
Eduardo con ironía–, seguro que él también te ha echado en falta. Sobre
todo esas maniobras orquestales que os traíais entre manos. Te la jugó bien
y, apuesto a que aún así, si te hace un favorcillo de los suyos podrías
perdonarlo.
—Eso es un golpe bajo y tienes la suerte de que no quiero empezar una
guerra contigo. De todo lo bueno que pasó entre nosotros, gracias. Aunque
nada fue verdad. Ninguno fue sincero con el otro. Pero no hay problema.
Estoy muy acostumbrada a las mentiras. Y ahora –puso la copa sobre la
mesa de la terraza–, te dejo con tus cábalas y tu mal humor.
—¡¿Mi mal humor?! –estalló Eduardo, viendo que se iba –cómo puedes
ser tan cínica. Eso, vete a refugiarte como mejor te parezca.
—Eso voy a hacer. No te molesto más.
Apretando las mandíbulas y preso de la rabia, Eduardo observaba cómo
Salma recogía su chaqueta, su bolso y las maletas. Quería salir detrás de
ella y abrazarla, pero algo lo mantenía inmóvil, clavado en el suelo contra
su voluntad. Se iba. Desaparecía de nuevo ante su vista. La mujer indómita
con la que había soñado noche tras noche esperando su regreso.
Sonó su teléfono. Era Peter y no podía llamar en peor momento, se dijo
colgando la llamada. Pero no sirvió de nada. Su compañero era insistente y
volvió a llamarlo. Rabioso, descolgó:
—¿Qué tripa se te ha roto ahora?
—Eduardo, soy yo. ¿Va todo bien? Aunque creo que sobra la pregunta.
—De puta madre –contestó él.
—Ya veo –replicó su compañero.
—Acabo de llegar a Madrid, era para avisarte.
—No soy tu madre, ni tu niñera. No hace falta que me des explicaciones
de todos tus movimientos.
—Entonces supongo que tampoco querrás saber que Salma ha
aterrizado hace un rato en Barcelona. Lo digo por si quieres ir a verla. Me
ha comentado Teresa que ha vuelto a activar su teléfono. Pero veo que no
estás de humor.
—Ha estado aquí, aunque podría habérselo ahorrado –soltó Eduardo,
casi arrojando las palabras.
—¿Salma? Vaya, iba a decir que me alegraba mucho, aunque no sé si es
lo apropiado en este caso, dada la mala leche que tienes conmigo. ¿Habéis
discutido?
—Mira, no tengo ganas de hablar ahora. Disfruta de tus vacaciones con
Teresa. A la vuelta hablamos. Te dejo que voy a acostarme.
—Como veas. Cuídate. Buenas noches.
Eduardo recogió las copas y la botella. Arrastrando los pasos salió de la
terraza. Pensativo y abatido, dejó las cosas sobre el mármol de la cocina y
se disponía a acostarse cuando el timbre del telefonillo lo sobresaltó.
—¿Puedes abrirme un momento?
Sin contestar, presionó sobre el interruptor durante unos segundos.
Esperó en el descansillo, escuchando el mecanismo y el sonido ascendente
del ascensor. Abrió la puerta y la vio salir. Ella, con la mirada seria y cara
de pocos amigos se acercó a él:
—Siento molestarte de nuevo. Con las prisas me he dejado el teléfono
sobre la butaca. ¿Puedes dármelo?
Eduardo se hizo a un lado y la invitó a entrar.
—Tú misma –le dijo, observando como ella evitaba su mirada.
La esperó apostado en la puerta y la vio salir de nuevo con el móvil en
la mano.
—Gracias. Espero que todo te vaya muy bien y tengas toda la suerte que
te mereces –le deseó Salma, dejando sobre su mejilla un beso rápido–, no te
entretengo más.
Eduardo cerró los ojos y dejó que su aroma lo impregnara.
—No quiero –dejó caer casi en un susurro, agarrándola por el codo para
impedir que ella siguiera avanzando–, no quiero que todo me vaya muy
bien… si no es contigo –fue lo último que dijo antes de sujetarle el brazo
con fuerza y atraerla hacia él buscando su boca.
Se enzarzaron en un beso cálido y húmedo en el que ambos se
abandonaron dejándose llevar por el instinto desenfrenado de volver a tocar
sus cuerpos. Las caricias iban creciendo y Eduardo masajeaba sus pechos,
su espalda, sus caderas. Ella, que todavía llevaba el bolso en una mano y el
móvil en la otra recibía las caricias que tanto había anhelado durante los
últimos meses.
—Entra o no soy dueño de mis actos –susurró él en su oído,
impregnándolos de la humedad de su respiración, cada vez más agitada–,
ahora avisamos al taxista y que se largue –la instó, llevándola al interior–, y
las maletas… –recordó fastidiado, separándose de su cara unos centímetros.
—Ya he pagado la carrera. Por eso no te preocupes. Y las maletas están
abajo. Solo hay que subirlas –contestó ella, sonriéndose.
—¿Entonces? –se preguntó él, recorriéndola con la mirada.
—Entonces nada –respondió Salma, desabrochándole los primeros
botones de la camisa–, o vas a buscarlas en menos de dos segundos o
tendrás un problema. Me has puesto muy caliente, y eso puede ser
perjudicial para la salud de los vecinos, si es que hay alguno que tenga
interés en lo que puede estar a punto de pasar.
—Eres mala.
—Y te encanta –replicó ella–, ¿algo que objetar?
Sin esperar la respuesta, Eduardo salió escaleras abajo a toda prisa.
Mientras llegaba, Salma entró y se sirvió una copa.
—Has tardado un poco –pronunció al escuchar el sonido de la puerta–,
tápate los ojos, que quiero darte una sorpresa. Por cierto, ¿las esposas las
guardas en el mismo sitio?
—No creo que me sorprendas más de lo que lo has hecho otras veces,
aunque quién sabe, eres una mujer con muchos recursos.
Salma se giró y sintió un escalofrío erizando todos los poros de su
cuerpo. De forma refleja, reculó unos pasos y miró hacia ambos lados,
buscando la forma de protegerse.
—Cualquiera diría que soy un espectro –se carcajeó, viendo el miedo
reflejado en la cara de Salma.
—¿Dónde está Eduardo? No tardará en llegar y entonces sí que te
habrás metido en un buen lío –lo increpó Salma, viendo como Diego
avanzaba despacio hacia ella.
—Creo que tardará un buen rato en llegar, por eso no te preocupes.
Mientras tanto, tú y yo vamos a divertirnos como en los viejos tiempos.
Nada, algo rápido, de esos que a ti tanto te gustan. Desnúdate –le ordenó el
joven, con los ojos inyectados en rabia y una gélida sonrisa que le daba a
sus facciones un aire de locura que Salma no había visto antes en el que
hasta hacía pocos meses había sido su fiel secretario.
—Déjate de tonterías y lárgate de aquí antes de que sea demasiado tarde
–lo instó ella, marcándole con la mano una distancia que cada vez se hacía
más corta entre ambos. En la otra, mantenía agarrado el vaso de whisky que
se había servido.
—No son tonterías, querida Señora Alfa. Vengo a reclamar lo que es
mío. Y eso es tu cuerpo, aunque sea la última vez. Parecía que todo iba
bien, yo te amo y lo sabes, y lo único que he recibido a cambio es tu
indiferencia y tu desdén. Por no hablar del cambiazo tan mal escogido entre
yo y el gilipollas ese al que solo se le pondrá dura cuando empuña un arma.
Salma intentaba pensar deprisa. Tenía que entretenerlo como fuera.
Buscar algún tema que distrajese a Diego mientras se le ocurría cómo
librarse de él. Eduardo no aparecía y temía que el muchacho hubiera hecho
algo de lo que tuviera que arrepentirse para toda la vida.
—¿Quieres algo de beber? –le ofreció, elevando su vaso–. Eduardo
tiene un buen repertorio, así que acércate y escoge lo que te apetezca –lo
invitó, haciéndose un hueco entre la butaca y el mueble sobre el que había
dejado su teléfono.
—Buen intento –sonrió Diego de forma sarcástica–, pero no cuela.
Además ya vengo servido de casa. Ahora solo quiero follarte como a ti te
gusta, sin preámbulos ni juegos malabares de por medio. Aunque he oído
algo de las esposas. Dónde están, ¿en algún armario del poli? Entra a la
habitación y búscalas. Y no te despistes. Te sigo –la invitó, haciéndole una
reverencia para que pasara delante suyo.
—Yo he venido solo a despedirme de él –afirmó Salma, intentando
controlar el nerviosismo que le provocaba no saber dónde se había metido
el dichoso señor nube.
—Si claro, y pensabas despedirte a lo grande, por lo que veo. En ropa
interior. Negra y de encaje, mi preferida –pronunció Diego, relamiéndose
mientras hablaba–. Pero no importa, así tendremos más tiempo para jugar
con lo que encontremos por aquí. Seguro que hay más cosas interesantes
con las que pasar un buen rato. Hoy serás mi sumisa. Estoy deseándolo.
Salma abrió las puertas del armario observaba por Diego, que no le
quitaba el ojo de encima. Sabía dónde estaban. Sacó la bolsa de deporte
para dejarla sobre la cama y, sin soltar el vaso, lentamente abrió la
cremallera en la que sabía que encontraría las esposas y algunos otros
objetos que había probado con Eduardo la última noche que se habían visto.
Introdujo la mano palpando en su interior, rezando por encontrar lo que
estaba buscando.
—Dame, que le echaré un trago a eso. Si no nos lo bebemos se va a
calentar.
Salma lo miró, disimulando con una falsa sonrisa la ira que la recorría
de arriba abajo. Una furia extrema, mezclada con asco, que tenía que
ocultar a toda costa. Diego se acercó unos pasos hasta ella, alargando el
brazo sin alcanzarla del todo. Y Salma se precipitó sobre él elevando la
mano para arrojarle el whisky sobre la cara. Diego retrocedió al sentir el
escozor en sus ojos, pero este duró menos tiempo del previsto. Rabioso, se
abalanzó sobre ella y en pocos movimientos logró sujetar sus muñecas por
la espalda de Salma, que intentaba librarse de él sin éxito.
—¿Era esto lo que buscabas? –le mostró victorioso, enseñándole el
látigo de cuero con el que ella había estado a punto de defenderse.
Diego había logrado arrebatárselo, y ahora lo sujetaba por el mango.
Había sido más rápido y ahora la mantenía esposada por la espalda y
permanecía subido a horcajadas sobre sus nalgas.
—Me sorprende tu destreza, pequeño –quiso provocarlo, sabiendo
cuánto le molestaban los adjetivos que ponían en duda su condición de
macho y su poder sobre ella–, veo que has aprovechado bien estos meses.
No recuerdo que supieras artes marciales cuando estábamos juntos.
—Soy cinturón negro de kárate desde los dieciocho años, para tu
información. Aunque claro, nunca te ha importado mucho nada que no
fuera mi polla y mi fidelidad. Trabajando más horas que un reloj cuando
había que tener las cosas a punto; sirviéndote de tu perro guardián a tu
antojo y dejándome tirado en la cuneta cuando no te apetecía. He sido
invisible para ti, ya lo entendí. Y me has ignorado muchas veces para
dedicarte a tirarte a otros tíos –le reprochó él, rompiéndole las bragas de un
tirón–, quiero follarte aquí y ahora y no podrá ser como a mí me gusta,
mirándote a los ojos para ver cuándo te corres… Te he echado de menos
durante todo este tiempo y no has querido saber nada de mí. Como ahora ya
tienes repuesto –le escupió Diego, abriéndose la bragueta.
—No es así, y lo sabes. Tu inteligencia es tu mayor valía y llegarás
hasta donde te propongas, pero no de esta manera. ¿Te has metido algo?
Tienes los ojos fuera de las órbitas, y ese enrojecimiento…
—¡Y qué si lo he hecho! –gritó él.
—Que eso no te llevará a ninguna parte, de verdad –afirmó Salma,
sintiendo el peso de él sobre su espalda–. También he valorado siempre tus
dotes como hombre, nunca lo he negado y hemos pasado muy buenos ratos
de sexo juntos. Solo sexo, recuérdalo bien. Y me equivoqué, y te pido
perdón. Intenté por todos los medios evitar que traspasáramos los límites de
una relación que no iba a ser para siempre. También lo sabes y lo habíamos
hablado en más de una ocasión.
—Tú y tus putas normas –ironizó Diego, buscando con su verga entre
las piernas de Salma, sujetándola por las caderas–, déjate de cuentos.
—Déjame, por favor –le suplicó Salma en un grito ahogado mientras
Diego arrastraba su cuerpo hacia fuera de la cama y se hacía un hueco entre
sus muslos.
—Yo te amaba. Hasta el fondo de mi corazón, y lo rompiste. Ahora ya
lo sé. Esta relación que para ti no ha sido más que un entretenimiento se
acabará, pero cuando yo decida. Y decido que será hoy, a mi manera.
Diego presionó la nuca de Salma con la mano abierta, hundiendo su
rostro entre las sábanas mientras con la otra sujetaba su miembro. De un
solo movimiento se encajó en ella y la penetró, cabalgando sobre sus nalgas
como tantas veces había hecho.
—Eres una diosa, y estás mojada. Increíble –se jactó, moviéndose sobre
su presa–.¿Ves como te gusta? –jadeó, envistiéndola cada vez con más
fuerza mientras sus manos recorrían sus curvas.
Salma había cerrado los ojos. Y también había dejado de resistirse
cuando, de repente, tras un impacto seco que los zarandeó a ambos, el
cuerpo de Diego cayó sobre su espalda y su pene, todavía erecto y caliente,
resbalaba desde el interior de sus muslos.
—¡Hijo de puta! –oyó gritar –¡Voy a matarte, desgraciado de mierda!
Salma tomó impulso y como pudo se volteó viendo la sangre que
Eduardo mostraba en una de las cejas. Este, fuera de control, zarandeaba y
asestaba puñetazos sin parar a Diego, que intentaba defenderse de los
golpes con poco acierto. Los excesos de bebidas y otras sustancias que
habitaban en su cuerpo mermaban sus habilidades como yudoca. Eduardo
trazó algunos movimientos con piernas y manos hasta que, en un golpe
directo a la cara, quedó inmóvil en el suelo.
—¡Déjalo, por Dios, que vas a matarlo! –gritaba Salma, todavía con las
esposas puestas –¡Y quítame esto de una vez! –le chilló a Eduardo.
Pasaron más de cuarenta minutos antes de que llegara la policía y
arrestara a Diego. Agresión, allanamiento de morada y violación. Ese era el
resumen de la denuncia que Salma y Diego firmaron al día siguiente,
sobrepasados por unas circunstancias que ni en sus peores sueños habían
imaginado.

—Mi vida se derrumba –fueron las primeras palabras que pronunció


Salma saliendo del juzgado y en dirección a la cafetería.
—Ha sido muy humillante. Y muy traumático. No puedo ponerme en tu
lugar porque eres tú la que ha sufrido el escarnio de este loco que, más
pronto que tarde, recibirá su merecido –auguró Eduardo, abrazándola.
—La justicia no existe, ni la verdad tampoco. Solo la forma en que se
cuentan las cosas y la victoria del más convincente o el más poderoso.
Ambos sabemos lo que significa eso.
Eduardo se rascó la cabeza de forma refleja, sin saber muy bien que
decir frente a palabras tan grandes.
—Instálate en casa unos días hasta ver qué haces. ¿Ahora eres una
desempleada, no? ¿Sabes cocinar? –soltó, esperando la reacción de Salma.
Ella lo miró y en sus ojos todavía quedaban la tristeza que se había
instalado en ellos desde su llegada. No podía quitárselo de la cabeza. Ni su
recuerdo, ni los últimos minutos, ni la culpa de haber llevado las cosas tan
lejos. Un remordimiento que pesaba sobre su espalda y la aplastaba.
—Era broma –aclaró Eduardo viendo que no reaccionaba a la
propuesta–, ven a casa al menos hoy –repitió–, quiero cuidarte –dejó caer
en tono lastimero, temiendo que ella no aceptara su propuesta.
Salma permaneció callada durante unos instantes que a Eduardo se le
hicieron eternos. Amaba a la mujer Alfa. Su señora. Y no quería perderla de
nuevo. Pero sabía que no podría retenerla contra su voluntad. A ella no,
porque era un espíritu libre. Así que elaboró en su mente la resignación con
la que debería respetar el rechazo que imaginaba que llegaría de un
momento a otro.
—Cocino muy bien, y desde muy joven, así que no me vayas de listillo,
señor nube. Pero tengo mis normas y no me gusta que las ignoren cuando
me meto en faena –lo advirtió, removiendo el café con leche que todavía no
se había tomado–. Y desempleada sí, pero por poco tiempo. Teresa y yo ya
tenemos pensado cual será nuestro negocio. Peter, ella y los niños llegan
este fin de semana y ya habíamos quedado para hablar de nuestras cosas.
Creo que se instalan en casa de Peter los cuatro. Tu amigo no sabe la que se
le viene encima –sonrió por primera vez en muchas horas–. ¿Habrá sitio en
tu terraza para cuatro más? Necesito que vayas a comprar algunas cosas que
no he visto en la cocina. Yo pasaré por casa a recoger ropa y algunos
enseres personales. Y toallas. Las tuyas están hechas una porquería. ¿En
unas horas quedamos en tu casa? ¿Tienes unas llaves para prestarme,
aunque solo sea provisional? Seguro que llego antes que tú. Y desde este
momento, mentiras las justas, necesito saber que será así. Por mi parte está
pactado desde ahora. También necesitaré un espacio de trabajo para
organizarme con el proyecto. Y ahora que lo pienso un poco de…
El silencio de Eduardo se prolongaba y Salma estaba perdiendo la
paciencia.
—¿Se puede saber qué te pasa? Además de medio alemán pareces
medio bobo. ¿He dicho alguna inconveniencia? Creo que eso es algo a lo
que tendrás que acostumbrarte. Mis filtros son escasos y estoy muy
acostumbrada a vivir sola, a mi aire, así que no sé cómo nos las vamos a…
Eduardo interrumpió su frase tapándole la boca con un beso que fue
haciéndose más intenso. La agarró entre sus brazos y la apretó contra él.
—Eduardo… –se quejó ella.
—Qué.
—A las relaciones hay que llegar limpio. Nuevo no, pero sí limpio.
—Bueno, has visto que me he duchado esta mañana. Mira, huelo bien –
gesticuló él, abriendo los brazos para acercarle sus axilas a la nariz.
Las carcajadas de Salma inundaron la cafetería y no podía parar de
reírse.
—No se puede ser más payaso… ¿o sí?
—No te apuestes nada conmigo, que tienes las de perder. ¿Quieres
cocinar algo especial para la cena? Pues nada, voy a la compra. Pásame por
teléfono lo que necesites –se levantó para pagar la consumición.
—Lo que yo quiero ya está listo para comer –contestó ella, guiñándole
un ojo.
—Eres increíble –le susurró Eduardo al oído.
—Todavía no lo sabes bien.
—Te amo –confesó él, cogiéndole la mano.
Salma no contestó. Prefirió mirarlo y guardarse la respuesta. No estaba
segura de nada. Durante los últimos meses había logrado recuperar la
ilusión de volver a empezar y aunque el vértigo se apoderaba de ella a cada
instante tenía que arriesgar. Se abrazó a Eduardo y juntos dieron los
primeros pasos de una nueva historia que estaba a punto de comenzar.
EPÍLOGO

—¿Puedes abrir tú? Ya han llamado varias veces y no puedo estar en


todo. Deben de ser ellos –resopló Salma, limpiándose las manos de harina.
—Voy, es que estaba en el baño. Necesitaba una ducha –contestó
Eduardo.
—¡Pero qué alegría volver a verte! –exclamó Teresa, apresurándose a
entrar con uno de los mellizos en brazos y una maleta gigante que arrastraba
tras de ella–, ¿me ayudas? –le pidió a Eduardo.
—Claro, pasad –los invitó, haciéndose a un lado.
Tras el equipaje de Teresa estaba Peter, acompañado del otro mellizo.
Eduardo sonrió.
—Vaya, parece que se te da muy bien esto. Quién te lo iba a decir.
—Eso, eso –fue toda la respuesta de su compañero de trabajo.
—Siento el retraso –se excusó Teresa al ver a Salma metida en la
cocina–, con estos niños no se llega a tiempo a ninguna parte.
—No os preocupéis. Yo también me he despistado con la hora y todavía
está por terminar el segundo plato. Deja el equipaje en la habitación del
fondo. La he modificado un poco en estos meses. Y para los mellizos está la
de al lado.
—Serán un par de semanas, luego te dejaremos tranquila –se justificó
Teresa, abrazando a Salma–, el tiempo necesario para que nos den las llaves
del piso. Peter está muy ilusionado. Le encantan los niños, y desde el
primer momento le ha caído muy bien a Joan y a María.
—¿Nos necesitáis por aquí? –se asomó Eduardo a la cocina.
—Por supuesto. Encárgate de servir algo a nuestros invitados y después
dejadnos un ratito tranquilas a Teresa y a mí. ¿Los peques ya han comido?
—Sí. Al bajar del avión. Estaban hambrientos y siguen siendo relojes de
precisión. Y no veas el humor que tienen cuando se les pasa la hora.
—Perfecto. Pues nada, quédate conmigo aquí y me ayudas con esto.
Que esta semana soy yo la cocinera.
Eduardo y Peter tomaban unas cervezas mientras los mellizos
exploraban divertidos cada rincón de la terraza. Salma había habilitado una
pequeña zona de juegos y la había protegido para que ninguno de ellos
pudiera asomarse.
—¿Tú estás seguro de dónde te has metido? –interrogó Eduardo a su
compañero, señalando a Joan y a María, que no paraban de moverse–, si
hace unos meses me lo hubieran dicho…
—Estoy enamorado de esta mujer. Y sé lo que piensas, pero es todo lo
que te puedo decir. Lo hemos hablado largo y tendido. No creas que no me
ha costado convencerla para que diera este paso. Es una movida. La casa ya
está en venta y no creo que tarde en encontrar comprador. Está todo más o
menos pensado. Y vosotros ¿para cuándo?
—Con Salma hay que ir muy despacio, y tengo que aceptarlo así.
Todavía no hace un año desde que pasó todo. Estamos bien y no hacemos
planes para el futuro, de momento–. Sigue siendo muy Alfa –señaló,
haciendo el símbolo de las comillas con los dedos–, aunque haya
dulcificado su carácter. Está encantada con el nuevo proyecto, y me tiene de
los nervios con los preparativos. Qué intensidad de mujer –se quejó
Eduardo, al tiempo que sonreía.

—¿Y cómo es que no te decides ya? Este piso es estupendo. Y menudas


vistas –sonsacó Teresa a Salma.
—Sí, conseguimos alquilarlo a buen precio. Una tontería, pero
preferimos mudarnos a un lugar que no fuera ni su casa ni la mía. Hasta
estar seguros…
—Después de todo, os veo estupendos. No entiendo por qué ese miedo
tuyo.
—Porque hay errores que no quiero volver a cometer –confesó Salma.
—Ya, ya. Pero cada relación es distinta. Y Eduardo parece hecho a tu
medida.
—No te lo voy a negar. Es bueno en casi todo. Pero el miedo y la
inseguridad me atenazan. Llevo muchos años sin darle explicaciones a
nadie cuando vuelvo del trabajo, cuando estoy de mal humor, cuando no
quiero hablar con nadie…
—Eso también ha cambiado, lo veo. Y créeme que no te imaginas
cuanto me alegro. Tengo unas ganas impresionantes de empezar. Tu mirada
es distinta y tus ojos vuelven a brillar como cuando éramos jóvenes. Por
cierto, no llevas maquillaje, tienes poquísimas arrugas y tu figura sigue
siendo envidiable. Te odio con todas mis fuerzas.
—Como si tuvieras quejas de tu aspecto, bonita. ¿Todavía estamos así?
Voy a tener que ponerte las pilas y hablar con el poli bueno –ironizó,
cruzándose de brazos.
—Ahora me dirás que el tuyo es malo.
—En absoluto. Fíjate que se me han quitado las ganas de salir de
noche… con eso te lo digo todo. Por cierto, ¿has traído los documentos?
Esta tarde hay que ponerse en serio, porque mañana vamos a la inmobiliaria
a firmar el alquiler. A partir de entones todo irá muy rápido.
—Sí. Los llevo en el bolso.
—Perfecto, luego cuando los hombres se hagan cargo del paseo, la
merienda, el baño y la cena de los niños nosotras acabaremos de darle una
vuelta a los números. Ya estoy imaginando el rótulo en la entrada.
Necesitamos contactar con una consultora para la contratación de los
administrativos. ¿Ya te ha ingresado Manu lo que acordasteis?
—¿Hombres? –se sorprendió Teresa, girándose hacia ella para
comprobar si era broma o no.
—Por supuesto, ¿acaso lo habías dudado?
—Ah, no. Por mi perfecto –sonrió Teresa, llevándose las manos a la
boca.
—¿Pero tienes el dinero o no?
—Sí, sí. Manu me hizo el pago la semana pasada –afirmó Teresa
mudando, de repente, la sonrisa en tristeza–, todavía lo pienso y no me hago
a la idea. Apenas hablamos. Suerte que tengo a Peter.
—Te lo digo desde el cariño. Tu relación con él es buena ahora, pero no
dejes que eso te ciegue. A partir de este momento tendrás que tomar las
riendas de tu vida. La tuya y la de tus hijos. Lo demás llegará si tiene que
llegar.
—Tú siempre tan directa –se quejó Teresa–, te quiero y te odio a partes
iguales.
—Soy realista, y aunque las cosas entre Eduardo y yo son muy distintas
que al principio, no quiero volver a equivocarme. Reconozco mis barreras,
y estas todavía están muy firmes. Han sido muchos años de vida loca. Y los
he disfrutado mucho, te lo aseguro.
—Me hace mucha ilusión que seamos socias –retomó Teresa, sabiendo
que Salma tenía razón, aunque solo en parte.
—Y a mí –afirmó Salma–, pero te advierto, soy una jefa bastante
cabrona.
—Porque ya no te acuerdas de cómo era yo. Y ahora, después de los
gemelos…témeme –la amenazó soltando una carcajada.
—¿Ya habéis tenido tiempo suficiente para criticarnos? –se asomó
Eduardo, ofreciéndoles una olivas.
—¿Tú qué opinas?
—Mejor no pregunto.
—Así me gusta. Por cierto, tenéis trabajo con María i Joan. Diría que
desde hoy y hasta mañana hasta la hora de la comida. Ya sabes, tenemos
que cerrar el contrato y perfilar algunas cosillas. El local está listo para
entrar. Era el mejor, pero habrá que amueblarlo. Así que…
—Ya me ha contado Peter. Nada, pues nosotros de niñeros y vosotras de
empresarias. Ya lo tenemos todo organizado.
—Perfecto.
—Voy a ver cómo se maneja Peter con mis dos monstruitos. Os dejo
solos un instante –dijo Teresa.
Eduardo se acercó a Salma por detrás. La sujetó por la cintura y fue
salpicando su cuello de pequeños besos. Sabía que le encantaba.
—Vas a conseguir que me salte uno de estos buñuelos a la cara, y
entonces no respondo.
—Cómo me gustas así, borde como tú sabes.
—Pues la paleta está caliente, no te digo más.
—Así ya somos dos.
—Eduardo… –se quejó ella, simulando un enfado que no tenía.
—Mi señora, tengo que hablar con usted muy seriamente. Aunque no sé
cuándo, con la que se nos ha venido encima.
—Sobre qué –lo interpeló Salma –¿no me lo puedes decir ahora?
—No estoy seguro.
—Prueba, hombre nube.
—Han llegado los papeles para iniciar el proceso de adopción –soltó
Eduardo, sin pensárselo dos veces–, sé que no estás convencida, pero…
Salma se giró, paleta en mano, y por un momento Eduardo pensó que le
iba a estampar la espumadera en la cara. Con ella nunca se sabía qué
reacción iba a tener. O pocas veces. Las veces que Eduardo la había
tanteado acerca de las posibilidades que tenían, ella se había mostrado
recelosa, aunque nunca había negado la posibilidad.
—Espera, déjame hablar y no vayas a darme con eso –bromeó–. Ya sé
que no te he consultado. Pero es un proceso muy lento que no garantiza
nada en absoluto. Solo ha sido para conocer si hay alguna posibilidad, nada
más –se excusó él, viendo la cara inexpresiva de Salma.
—De acuerdo –pronunció Salma, sin más. Ya hablaremos cuando estos
se vayan a su nidito de amor y pañales. No quiero un bebé. Lo sabes. Hay
muchos niños que llevan esperando demasiado tiempo; que crecen solos
viendo cómo ellos o ellas no son los elegidos. Me refiero a que…
Eduardo no le dio tiempo a seguir y le tapó la boca son sus labios. Un
beso que fue correspondido por ella, dejándose llevar por lo que sentía.
—De verdad, que no se os puede dejar solos ni un minuto. Qué
intensidad la vuestra –pronunció Teresa–, además, hay niños presentes. Así
que un poquito de compostura –los amonestó Teresa, que venía con los
mellizos pegados a su falda–. Está bien, os dejo acabar con… bueno, con lo
que sea que estabais arreglando. Porque la escena suena a arreglo total, ¿eh?
Y luego me dicen a mí –afirmó Teresa, refunfuñando por el pasillo en
dirección a la terraza.
—Salma –dijo Eduardo cuando volvieron a quedarse solos.
—Qué… más noticias sorpresivas no, por favor.
—Te amo.
—Cursi.
Eduardo se disponía a salir de la cocina, acostumbrado a las respuestas
esquivas de la mujer con la que quería compartir la vida. Era paciente, y
solo había que esperar.
—Espera –pronunció ella, sujetándolo con la mano que le quedaba
libre.
—A mi no se me dan bien estas cosas, ya lo sabes –la advirtió
Eduardo–. La última vez que freí buñuelos parecían pelotitas de alquitrán.
—No es eso, tonto.
Salma se aceró a él, lenta y misteriosamente. Lo miró a los ojos y apoyó
su mentón en el cuello de Eduardo y susurró en su oído.
—Te amo.
FIN
ACERCA DE LA AUTORA

Pepa Fraile Colorado (Barcelona 1965)


Licenciada en Ciencias de la Información, ha colaborado en diversos
medios de comunicación y combina su tiempo y la creación de sus
personajes con el trabajo en la administración pública.
Apasionada de la vida, las letras y la lectura, ha publicado hasta la fecha
las siguientes novelas:
Las siete verdades de Elena (2013, suspense romántico)
El secreto de Amalia (2013, fantasía, romance paranormal)
El nombre oculto de Casandra (2015 aventuras, romance erótico)
El círculo de Alma (2016, saga familiar, histórica y suspense)
Lucía y el reposo de las palabras (2018, saga familiar, romántica)
El pasado, el presente, el amor, el origen, los recuerdos las vivencias
cotidianas y las realidades cruzadas se mezclan en la memoria y en las
revelaciones que sus mujeres, protagonistas de todas sus obras, destilan a lo
largo de cada historia.
Conoce más sobre la autora en:
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https://www.instagram.com/pepafraile

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