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Y
ALFA
PEPA FRAILE
—Quiero el divorcio.
Y colgó el teléfono con un golpe sonoro y contundente, saboreando con
la lengua el grueso de sus labios. Segura, como no lo había estado nunca
tanto, de lo que acababa de decir.
Esas eran las primeras palabras verdaderas que salieron de su boca
desde hacía mucho tiempo. Conscientes y a pleno pulmón silbando, con
cada una de las letras que componían aquella sencilla melodía, el triunfo
que llevaba tantos años deseando. Sin ser del todo consciente así era, y
ahora lo sabía. Tarareó la que había sido su canción de siempre, disfrutando
del placer que la vieja melodía le causaba al despedirse de las últimas
escamas de una vieja piel que nunca volvería a ser suya.
Así se fraguaban los cimientos del principio de una nueva vida, la suya,
que estaba dispuesta a quemar sin dejar títere con cabeza. A la mierda los
feos, los tristes, los siesos y todos los que tuvieran más de treinta años, se
decía cada mañana delante del espejo mientras se maquillaba. Era una
especie de promesa que estaba dispuesta a cumplir. Disfrutando del fuego
de las llamas que se prendían de nuevo en su cuerpo, tras una ruptura que
nunca imaginó que iba a producirse, ardía en deseos de abrirle las puertas a
la vida de una vez por todas. Y sabía cómo hacerlo.
Había dado el paso, el más difícil, se repetía tensando el brazo mientras
apretaba el puño en signo de victoria. Se habían acabado las medias tintas,
los «pero», los «ya veremos», los «quizás» y toda la retahíla de sandeces
que la habían acompañado los últimos quince años que estaban a punto de
convertirse en historia.
A partir de ese momento no estaría segura de lo que quería. Y sí de lo
que no estaría dispuesta a perderse nunca más.
CAPÍTULO 1
La mirada felina tras unas copas, las que ya se había tomado esperando
a Diego; el vestido de blonda negro que tapaba las partes justas de su
cuerpo, rozando casi lo imposible; los inacabables tacones de aguja sobre
los que podía caminar con la soltura de una modelo y los labios de fuego
que perfilaban la insinuante sonrisa con la que abrió la puerta sorprendieron
al joven cuando abrió y se hizo a un lado, evidenciando las curvas perfectas
de su contorno. Apostado en el marco de la puerta, Diego no pudo evitar
observarla como quien examina de cerca la obra de arte que siempre ha
visto en la distancia y por fin puede analizar de cerca.
—Estás impresionante –dijo al fin, adentrándose hacia el interior del
apartamento mientras no paraba de mirarla.
—Lo sé, y gracias –contestó ella, dejándolo pasar acariciando su
espalda mientras él se detenía un segundo–. Tú también estás… muy bueno
–añadió, repasándolo con la vista de arriba abajo.
—¿Quieres algo antes de que…?
—No, o tendré que volver a maquillarme. ¿Un trago? –salió al paso,
anticipándose a que su fiel amante insistiera y ella no pudiera resistirse.
—Te lo acepto. whisky solo. No dejas de sorprenderme –añadió Diego,
dejando su americana sobre una de las sillas del comedor.
—¿Y eso? –preguntó ella, haciéndose la ingenua.
—Nunca te había visto con peluca. Parece natural. ¿Y las lentillas? Eres
tú, y sin embargo, hay algo en ti que me confunde.
—Eso es la noche –respondió ella, soltando una carcajada contenida.
—¿Algún motivo que deba conocer?
—Ninguno. Solo tomo mis precauciones. Ya sabes que me gusta ser
precavida.
—Explosiva –se relamió Diego–, esta noche serás mi rubia favorita. Esa
melena te favorece mucho. Y es toda para mí.
—Gracias otra vez, querido. Pero no soy de nadie. No lo olvides.
—Detecto cierta acidez en tus palabras. Siempre estás a la defensiva.
Era una forma de hablar. Y las normas son las normas, no te preocupes.
—¿ A dónde me llevas? –preguntó ella, ignorándolo.
—Es una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas, ya lo sabes. Pero por esta vez dejaré de…
—¿Controlar? Suelta amarras y confía en mí, aunque solo sea por hoy –
la cortó Diego, posando la yema de sus dedos en los labios de ella–. Señora
Matute, parece mentira que no se fie de mi criterio. ¿Acaso le he fallado
alguna vez?
La sonrisa picarona se escapó de entre los labios de Salma, sabiendo
que su amante estaba rendido a sus pies aunque quisiera disimular un poder
que nunca había tenido sobre ella. Prefería no pensar que aquel joven
pudiera encapricharse de su cuerpo más allá de lo que habitualmente
acordaban. Su relación era sexo y nada más, y hasta el momento había
funcionado a la perfección. Solía acudir sola a los lugares que frecuentaba
bajo sus diversas apariencias desde hacía algunos años. Sitios selectos en
los que la conocían, y de algún modo la protegían, sin saber su verdadera
identidad. Pero esa noche prefería ir acompañada y a la aventura de no
saber dónde. Por primera vez Diego la veía transformada en una de las
mujeres en que Salma se convertía.
—Por cierto, en lo de fallarme, solo si cambias esa vocal traviesa
llevarías parte de razón –pronunció al fin, haciéndole un guiño–. En lo
demás, puedo contarlas y me faltan dedos en las manos…
—De eso tampoco andamos mal. Mis manos, digo –añadió Diego,
moviendo los dedos de la que le quedaba libre–, conocen cada rincón de ese
maravilloso cuerpo.
—No lograrás provocarme, muchachito –lo retó, alargando la mano
hasta la cremallera del pantalón de Diego, oprimido desde dentro de sus
boxes–. Sobre la peluca, ni una palabra a nadie. ¿Entendido? Será nuestro
secreto.
Diego afirmó con gestos, la rodeó con los brazos por debajo de la
cintura y la atrajo hacia sí abriendo la palma de su mano hasta abarcar una
parte de sus nalgas.
—Vaya, veo que estás a punto de explotar. Cómo me gusta esa
fogosidad tuya –añadió ella, presionando con su pelvis sobre él.
—Así es siempre que te veo. Incluso en esos días en los que nadie se
atreve a contradecirte en la oficina siento tu fuego. Ese que intentas ocultar
en vano en este instante. Y hoy estás imponente –le susurró al oído, antes
de pasear la punta de su lengua, muy lentamente, por el lóbulo.
En pocos segundos, los dedos de Diego habían alcanzado el interior de
las diminutas braguitas de Salma y buscaban impacientes llegar hasta las
zonas húmedas que ya se rendían al deleite. Conocía aquel silencio de su
jefa y sabía que iba por buen camino.
—Fóllame de una vez –susurró ella al fin, facilitando que su lengua
recorriera la cavidad de su boca antes de ver como su joven amante se
arrodillaba frente a ella.
Diego observó su liguero antes de bajarle el tanga. Sus ojos inyectados
en deseo no perdían de vista el pubis de Salma y aquella pequeña obra de
arte en que se había convertido su sexo, depilado en uno de los centros más
caros de la ciudad. Ella se desprendió de los zapatos lentamente, sin perder
de vista la mirada que los ojos de Diego le mostraban mientras que sus
manos bordeaban el contorno de sus muslos para hundirse entre ellos.
—¿Te gusta? –preguntó él, sabiendo cual era la respuesta.
—Sigue y calla –contestó ella, sumándose con sus propios dedos al
gusto que la boca de aquel hombre le proporcionaba.
Disfrutaba acariciándose al mismo tiempo que sus amantes la poseían.
Y sabía que aquella práctica los excitaba. Su cuerpo y los secretos que se
escondían en cada punto de placer, sabiamente descubierto, se habían hecho
grandes amigos durante los últimos años.
Salma entró en el portal sabiendo que Diego mantenía sus ojos clavados
en su espalda, esperando a que ella se girara y lo despidiera de nuevo. No
fue así. Desde el ascensor pudo escuchar el chirriar de las ruedas del
deportivo. Estaba enfadado, incluso podía ponerse en su lugar, se dijo
sintiendo la culpa sobre sus hombros. Confiaba que su fiel cachorro
volviera a ser el mismo de siempre a la mañana siguiente, como había
ocurrido hasta la fecha. De lo contrario, y a pesar de no quererlo, debería
tomar la decisión más dolorosa.
Entró en casa, se desnudó, se quitó las lentillas y se metió en la ducha.
En albornoz, con el cabello mojado y el rostro desprovisto de toda máscara,
se observó en el espejo. Esa era ella. La auténtica. La que no podía
esconderse detrás de una coraza ante un simple espejo que le devolvía la
imagen de una mujer valiente, suficiente y autónoma con demasiadas
heridas de guerra marcadas donde nadie podía verlas.
Absorta en sus pensamientos y en la verdadera razón por la que había
pedido a Diego salir del club, el sonido de un mensaje en su móvil la alejó
del momento en que se había quedado estupefacta. Era él, el nuevo, y
hubiera jurado Gutiérrez también estaba allí, junto a él.
Diego: Señora Alfa. Buenas noches, preciosa. Mañana…bueno, en
pocas horas te veo, como siempre.
Salma: Buenas noches, yogurín. Descansa, que te lo has ganado.
CAPÍTULO 6
El primer asalto había ido bien. Salma había elegido un lugar tranquilo
en el que habían tomado su primera copa. Un club al que había ido algunas
veces al principio. Teresa se pegaba a ella intentando controlar las
sensaciones de encontrarse en su nuevo envoltorio. Tenía la impresión de
ser observada continuamente, como si quienes la miraban supieran que
dentro de aquella fachada casi perfecta había una madre que estaba
cometiendo un pecado.
Salma procuraba darle conversación, remarcando continuamente su
nombre para asegurarse de que recordaba que allí era Sofía, y no Teresa. A
ella le daba la risa y la miraba.
—¿Te parece que sigamos la ruta? ¿Te sientes bien?
—Estoy bien, para qué nos vamos a engañar. Este cóctel está buenísimo
–afirmó Teresa, saboreándolo. ¿Cuál es la siguiente parada?
—No muy lejos de aquí, pero pediré un taxi. ¿Cómo llevas los pies?
—Siguen dentro de los zapatos. Increíble. ¿Dónde los has comprado?
—En el centro. Con lo que cuestan, si te hacen rozaduras los denuncio –
exageró Salma, terminándose la copa.
—Hay un tío allí al fondo, junto a la puerta del baño, que no me ha
quitado el ojo de encima desde que hemos entrado.
—Lógico. Lo que me extraña es que solo haya sido uno.
—En realidad han sido unos cuantos –confesó Teresa–. Pero eran
feísimos –se carcajeó–, al menos ese está bueno, muy bueno.
—Algunos no tienen los encantos a la vista, ya me entiendes –la
sorprendió Salma, dándole un repaso al tipo que no dejaba de mirarlas–,
otros solo se conforman con mirar. Voy a pagar esto y nos largamos. Esto se
empieza a poner aburrido –añadió Salma, dejándola sola durante unos
segundos en los que el individuo aprovechó para acercarse a Teresa.
—¿Puedo invitarte a una copa? –preguntó él, lanzándole una mirada
felina.
—No, muchas gracias, contestó Teresa, sintiendo un escalofrío que puso
en tensión todo su cuerpo.
—Tu copa está vacía –insistió el extraño.
—Normal, ya se la ha bebido –intervino Salma, saliéndole al paso ¿Nos
vamos, Sofía? –indicó, ante el gesto de contrariedad del tipo.
—Claro, Victoria –le devolvió Teresa, sonriéndole al hombre–, otro día
será, majo –añadió.
—Conozco un lugar muy interesante en el que seguro que encajamos
los tres –insistió el desconocido, siguiéndolas mientras ellas se
encaminaban a la salida.
—No nos interesa, de verdad –respondió Teresa, incómoda –además,
nos esperan nuestros maridos ahí fuera, por si lo quieres saber –contraatacó
con lo primero que se le había venido a la cabeza.
Salma no quiso interponerse en el diálogo. Cogió a Teresa por el brazo y
ambas salieron de allí, dejando al solitario sujeto con dos palmos de narices.
—¿De verdad crees que estamos vestidas para que vengan nuestros
maridos a buscarnos? –la interpeló Salma, ya dentro del taxi–, no dejas de
sorprenderme –se carcajeó delante de su cara–, aunque te voy a decir una
cosa… Eres muy divertida.
—Es lo primero que se me ha ocurrido –se defendió Teresa, con cara de
circunstancias.
—Te iba a dar un aprobado alto, pero con esto has suspendido, y tienes
una opción de reválida para recuperar la triste excusa que acabas de poner.
—Ha sido gracioso, ¿no? Fíjate en la cara que se le ha quedado al tío.
Vamos a por ese aprobado –se animó Teresa, ya casi en su salsa.
—Mucho te tienes que esforzar, querida. Déjenos aquí, por favor –
indicó al taxista, que las miraba de reojo desde el espejo retrovisor.
—Yo no veo ningún Club.
—Tú verás lo que yo te diga –la cortó Salma, pagando la carrera y
bajando del coche. Permanecieron allí hasta el que hombre desapareció de
su vista.
—Cuando te pones mandona, das asco ¿sabes? –le devolvió Teresa,
ajustándose el vestido–. Ya no me acordaba de esa parte de tu carácter. Y
créeme, no la echaba de menos. Total, ¿a dónde dices que me llevas?
—A un Estrip Club que pega con tu vestido. Es nuestra segunda parada.
Siempre prefiero quedarme a un par de calles de distancia. Los taxistas son
muy curiosos y siempre saben más de lo que deben. Tomo mis medidas.
—Qué misteriosa te pones, chica. Eso sí, se nota que no has hecho esto
ni una ni dos veces antes.
Llegaron a las puertas de un lugar más bien discreto. Bajo el criterio de
Teresa aquello no parecía un Club pero no quiso opinar y arriesgarse a otra
bronca de Salma. Lo estaba pasando bien, se sentía más relajada que al
principio y se extrañó al comprobar que seguía en pie. No trasnochaba
desde hacía una eternidad, se dijo mientras seguía a su amiga a través de un
largo y oscuro pasillo que solo se iluminaba por una hilera de pequeñas
luces de color azul. Al fondo, alguien las esperaba sonriendo mientras
Salma le devolvía el gesto.
—Señoras, bienvenidas, saludó el portero.
El hombre más negro, más fornido y más alto que jamás había visto
Teresa. Su piel brillante y oscura como el azabache contrastaba con su
perfecta dentadura y unos ojos que parecían clavarse en ellas como una
lanza.
—Madre del amor hermoso, qué barbaridad –susurró Teresa, bajando la
vista ante la penetrante mirada que parecía dejarla desnuda.
Salma sonrió de nuevo, intuyendo que se iban despertando en su amiga
los viejos instintos. Se acercó a ella y le dijo al oído:
—Aquí hay unos cuantos como este. Y llevan menos ropa.
—Pues no sé a qué estamos esperando –le contestó ella, en voz alta.
—Tienen su mesa preparada en la sala de las hadas. La número sesenta
y nueve. Espero que disfruten de la experiencia y de nuestro espectáculo.
Afirmando con la cabeza, ambas mujeres se adentraron en el lugar y
fueron recorriendo parte del local, observando los diferentes ambientes que
se mezclaban con los clientes y las pantallas gigantes que proyectaban
películas de sexo. La sala a la que se dirigían estaba en uno de los extremos
del Club. Teresa intentaba disimular su asombro, observando con disimulo a
las personas que se iban cruzando a su paso y que también la miraban sin
reparos.
—Pero si esto parece un bosque encantado. Un bosque porno, para ser
exactos. Y todo es de color azul –comentó Teresa, no queriendo parecer
muy sorprendida, aunque su cara mostrara lo contrario.
—Ya te lo he dicho, pega con tu vestido –contestó Salma.
—¿Y qué hay en la sala de las hadas?
—Ahora lo verás. No te impacientes y vamos a sentarnos. ¿Qué te
apetece tomar?
—Lo mismo que tú –respondió Teresa.
—¿Estás segura?
—Si es bueno para ti, también lo será para mí. Además, creo que me
hace falta algo más fuerte. Por cierto, ¿es mi imaginación o tú también los
has visto?
—A qué te refieres –contestó Salma, atrayendo la atención de uno de
los camareros que pasaba por allí cerca.
—Me ha parecido ver a un tío montado encima de una mujer, haciendo
movimientos sospechosos. Diría que desnudo, pero no he podido fijarme
bien.
—Es posible. Lap Dance. Forma parte de los espectáculos –aclaró
Salma.
—Vale, ni idea de lo que es eso. En mi pueblo se llama restregarse. O
follar según se mire si la cosa va a más, aunque claro, como todo está tan
moderno… Tú y yo no íbamos a estos sitios tan extremos.
Teresa no sabía qué palabras utilizar para describir todas las sensaciones
que le provocaba encontrarse allí.
—Pues sí, al final si hay consenso pueden ir a una sala privada y follar.
El cliente, o la clienta, deciden. Aunque suene extraño, si no te mueves en
estos ambientes, todo está codificado, controlado y respetado. Ya irás
viendo.
—Entiendo. Al final esto acaba en final feliz, y aquí mismo. Muy
cómodo, así no tienen que moverse del sitio –ironizó Teresa, atraída por la
explicación de su amiga.
—Aquí tienen sus bebidas –anunció el camarero.
—¿Y todos son negros? –preguntó Teresa, fijándose en lo escultural de
aquella criatura que dejaba las bebidas sobre la mesa.
—No tengo ni idea.
—¿Pero no habías venido aquí antes?
—Pues sí, pero he estado en otras salas. La verdad es que más pendiente
de lo mío.
El interrogante se dibujó en la cara de Teresa, y se moría de ganas de
conocer los detalles de su misteriosa compañera. Salma permanecía en
silencio, ante la atenta mirada de su amiga.
—No creerás que voy a quedarme con las ganas, ¿verdad, Victoria? –
preguntó, marcando con retintín su nombre–, venga, cuéntame. Y no te
dejes nada en el tintero.
Salma sopesó las posibilidades que se abrían en ese instante y se debatió
durante unos segundos con cuál de las versiones quería que Teresa
conociera más sobre ella. Y decidió.
—Verás, Sofía –contestó, siguiéndole el juego–, yo vengo aquí desde
hace algún tiempo. Y nunca soy la misma. Mejor dicho, soy varias mujeres.
No sé si me explico.
—Hasta el momento muy bien. Solo hay que ver en quienes nos hemos
convertido esta noche. Después de esto te creo capaz de cualquier cosa.
—Exacto. Conoces mi vida como yo. Una buena parte. Para ser
sinceros, hasta que me desplacé a Barcelona para trabajar en La Agencia.
Luego todo cambió. Allí tuve que pasar lo mío. Sola, convaleciente todavía
y con un horizonte que al principio era más negro que el carbón. Después
siguieron los cambios. Poco a poco. Hasta que la cenicienta se convirtió en
princesa, pero sin príncipe fijo y sin más compromisos que los que yo
quisiera, que fueron más bien pocos. Me despojé de muchos prejuicios y
decidí que la vida eran dos días y uno me lo había pasado mirando hacia el
lado equivocado. Roberto había sido una pantalla; un reflejo de una realidad
demasiado limitada en la que yo solo era un trofeo y una gilipollas, como
bien sabes.
—Yo creo que te quería, al menos al principio –lo defendió Teresa,
arrepintiéndose de inmediato de lo que acababa de decir.
—No me jodas. Eso creía yo también, pero tuve mucho tiempo para
pensar y llegué a la conclusión de que lo que más le gustaba de mí era mi
dinero. Yo me partía los cuernos, y nunca mejor dicho, para ganarlo. Y él
era el mejor para gastárselo, hasta que se le acabó el chollo. A la vista está.
Arruinado y solo como se merece. Y no quiero gastar ni un minuto más en
recordarlo. Además, era muy malo en la cama –frivolizó, chascando los
dedos–. Eso tampoco lo supe hasta después. No te imaginas lo que hay por
ahí en el mercado.
—Bueno, yo también he tenido lo mío antes de Manu.
—Sí, sí –afirmó Salma, llevándose la copa a la boca–, si tú supieras.
—Pues suelta por esa boquita, que me tienes en ascuas.
Salma hizo un resumen de sus andaduras en redes sociales y de algunos
de los perfiles que había inventado para sus primeras citas; de los primeros
hombres con los que había empezado a conocer el sexo desde otros
horizontes; de las primeras experiencias en grupo y de cómo había ido
perfeccionando sus habilidades para que ninguno de ellos pudiera descubrir
quién era en realidad. No podía jugarse la reputación de borde que tanto
trabajo le había costado. Teresa la escuchaba, atenta y entusiasmada,
dejando su copa vacía antes de que Salma terminara de desvelarle algunos
secretos que la habían acompañado en los últimos años. Le habló de Diego,
el único al que había permitido una relación diferente y de su equivocado
enamoramiento. También le habló de sus normas, esas que aplicaba con
todos los que habían pasado efímeramente por su vida hasta el momento.
—¿Pedimos otra? –señaló Salma, elevando su copa también vacía.
—Esto está divino –afirmó Teresa, mojándose los labios con la lengua
paladeando los restos de la bebida–. Y yo no sé cómo acabaré la noche.
Pensé que no aguantaría el primer asalto, pero ya me ves, hecha una
campeona, vestida de Sofía y alucinando contigo. Chica, creo que me he
perdido cosas muy interesantes –sonrió Teresa, reclinándose hacia atrás en
la butaca–. Es cómoda, ¿eh? Además, esta posición es peligrosa.
Demasiado relajada.
—Ya puedes decirlo. Y no lo hagas. De lo contrario estarás dando una
señal a los bailarines.
—¿Una señal?
—¿Recuerdas lo del Lap dance? –sonrió Salma, viendo cómo uno de
los empleados del local se acercaba hasta ella.
—¿Tienen alguna preferencia? –le preguntó la chica que se había
aproximado a Sofía sin que ella se hubiera dado cuenta.
Teresa dio un respingo y miró a Salma, sin entender una palabra, y esta
se echó a reír mientras avisaba al camarero para que les trajeran dos nuevos
cócteles.
—Solo estábamos probando lo cómodos que son estos sofás. Muchas
gracias –salió Salma en su ayuda–, quizás un poco más tarde –le aclaró a la
camarera.
—Cuando gusten –contestó la muchacha muy educadamente–. Nuestro
nuevo espectáculo comienza en quince minutos. En la sala azul, la grande –
aclaró la joven, dirigiéndose a ambas mujeres.
—Muchas gracias. La conozco. Enseguida iremos.
—No las he visto por aquí antes –se interesó la mujer, haciéndole una
señal con la mano a uno de los empleados que pasaba por allí–, déjenme
que tengamos un detalle con ustedes. Siempre es agradable complacer a
nuestros clientes, y más si es su primera vez.
—Cierto –mintió Salma, pero tenemos muy buenas referencias de este
lugar. Muchas gracias –reiteró, afirmando ligeramente con la cabeza.
De repente, una mujer y un hombre se acercaron y se sentaron junto a
ellas. Salma mantenía una sonrisa mientras Teresa miraba la escena,
totalmente desconcertada. De repente se había puesto nerviosa.
—Buenas noches –dijo el chico, dirigiéndose a Teresa.
—¿Qué tal? –contestó Teresa, sintiendo la tensión en todos los
músculos de su cuerpo.
Otros dos camareros trajeron las bebidas y Teresa se agarró a ella,
dando dos sorbos seguidos.
Salma se había puesto a charlar con la mujer, una exótica fémina de
rasgos orientales que se comportaba con su amiga como si se conocieran de
siempre. Era incómodo, pensó Teresa, pero no tenía nada que perder, y
después de un suspiro y un trago más se lanzó.
—Muy bien. ¿Y tú? Soy Sofía.
—Encantado, Sofía. Yo soy Iván.
¿Y ahora qué? Pensó Teresa, buscando la manera de no parecer una
pardilla. Estaba claro que se estaba metiendo en la boca del lobo, y
mantenía restos de culpa en su conciencia, pero ya era tarde para
arrepentirse. Salma la observaba con disimulo y en un instante en que cruzó
una mirada con ella, le guiño un ojo.
—Encantada, Iván –respondió Teresa.
—En unos minutos comienza el espectáculo en la sala azul y tendré que
ausentarme durante un rato, pero luego puedo volver contigo.
—¿Eres uno de los bailarines? –se interesó Teresa, aliviada con la
perspectiva de no tener clavada su mirada durante mucho más tiempo en su
escote.
Alto, moreno y con una musculatura que cortaba la respiración, se dijo
ella experimentando un repentino pellizco en el estómago mientras el joven
le retiraba uno de los rizos de su melena.
—En efecto. Uno de ellos. Espero tu veredicto después de la actuación
–la invitó, levantándose y haciéndole una señal a Elena, su compañera,
quien parecía estar muy interesada en la charla que mantenía con Salma.
—Hasta ahora, Sofía y Victoria. Un placer –dijeron ambos,
despidiéndose de ellas con una elegante sonrisa que ambas correspondieron.
—¿Hay algo que no me hayas explicado todavía? –preguntó Teresa
bajando la voz y acercándose a Salma.
—Algo sobre qué.
—Sobre lo que me ha parecido ver, así por encima. Porque ese –añadió
refiriéndose al escultural acompañante que acababa de desaparecer–, se me
ha insinuado así, cómo te diría, elegante pero directo. No sé cómo
expresarlo. ¿Resulto atractiva? –soltó de repente junto a una risilla aguda,
fruto del segundo cóctel que ya se había terminado–. Y otra cosa, ¿tú estás
segura de que esto es bebida normal? Suerte que ya no les doy la teta a los
mellizos, que si no…
—Vamos por partes, que te veo muy embalada –apreció Salma,
viéndola sonreír–. Hay muchas cosas que todavía no te he contado, pero es
que en una noche no nos da para todo. Eso solo significa una cosa, así que
ya lo sabes. Además, las impresiones fuertes hay que dosificarlas para que
no se atraganten.
—¿Follas también con mujeres? –preguntó Teresa sin rodeos.
—Pues sí, a veces –contestó de igual manera su amiga, posando una de
sus manos sobre la rodilla de la sorprendida Sofía–. Aunque tiene que ser
muy especial y la verdad es que no ha ocurrido muchas veces. Es distinto,
más elegante, o no. Todo depende de lo que busques y de lo que te ofrezcan.
Nunca es igual, y siempre aprendes. Ser liberal en el sexo no significa que
te guste todo. En nuestro caso, hoy, creo que nos han catalogado como
pareja.
—¿Tú crees?
—Tiene toda la pinta. En tal caso, suelen acercarse mujeres y hombres.
Para tantear las posibilidades de compartir algo más que una charla, ya me
entiendes.
Teresa no pestañeaba. Y no porque fuera una mojigata, sino porque
intuía que todo aquello que le quedaba por descubrir de la que esa noche era
Victoria era solo la punta del iceberg.
—¿Pedimos otro? Esto está riquísimo –fue toda la respuesta que se le
ocurrió en ese momento.
—¿Estás Segura? Te veo muy lanzada.
—Segurísima. Tanto como que aquellos tipos de allí no nos quitan ojo
de encima desde hace ya un buen rato. Y no están nada mal, aunque igual
son gais. Vaya, ahora los he perdido de vista –se quejó Teresa, elevando el
cuello para buscarlos en la penumbra.
—Pareces un telescopio –se burló Salma, quitándole importancia al
comentario.
Allí todo el mundo miraba y observaba a los demás. Unos con más
gracia que otros. Solo era cuestión de tiempo que alguien se les acercara
ofreciéndoles algo más que un intercambio de palabras.
—No te lo he comentado, pero por si acaso. Cuando alguien se te
acerque y te acaricie el hombro mientras te pregunte cualquier cosa, tienes
que reaccionar.
—¿Reaccionar? Te refieres a que le ponga cara de perro, o qué hay que
hacer exactamente –volvió a reírse Teresa.
—Significa que puede querer sexo contigo. Si le retiras la mano, él o
ella entenderán que no estás en su lista de posibilidades. Si solo miras, o
asientes pensando que así eres más educada estarás dándole permiso.
Existen algunas palabras que también indican si se ha traspasado alguno de
tus límites. Bueno, no te quiero asustar, solo avisarte.
—¡Y me lo explicas ahora, cabrona! –se alteró Teresa, pronunciando la
expresión con un tono de voz más elevado de lo conveniente y girándose
hacia todos lados.
—Si estás borracha nos vamos.
—De eso nada, monada. Pedimos otro de estos –sugirió Teresa, ya más
calmada, señalando las copas vacías–, ya si eso luego nos vamos a dónde tú
digas. Eso sí, después de la actuación, que no quiero perdérmela.
—¿Podemos invitaros a esa copa? –escucharon ambas a su espalda.
Salma sabía que no era más que cuestión de tiempo y sonrió, sin
volverse.
—Todo depende –se dirigió a ellos sin mirarlos, mientras Teresa
observaba cómo se disponían a dar la vuelta y se encaraban hacia a ellas,
esperando ser invitados a acompañarlas. Teresa buscó en los ojos de Salma
la aprobación que esta le dio esbozando una sonrisa.
—No recuerdo haberos visto por aquí –habló uno de ellos.
—Yo tampoco –respondió Teresa, tomando la iniciativa por primera vez
en la noche mientras Salma continuaba sin girarse.
El extraño sonrió, acercándose un poco más a ella.
—Peter. Encantado.
—Victoria –nombró Teresa, señalando a su amiga–. Sofía –añadió,
apuntando con el dedo índice hacia su escote.
Salma se sintió incómoda y no solía dejarse llevar por los espontáneos,
pero accedió a los deseos de Teresa, dejando que ambos hombres se
sentaran junto a ellas. La luz de buena parte del local se había hecho más
tenue, y miró su reloj, ajena al interés que ambas habían despertado en los
recién llegados. Quedaban pocos minutos para que los bailarines ofrecieran
sus espectáculos más calientes. Y era el momento de salir de allí o dejarse
llevar. Era su primera vez en compañía y no podía evitar sentirse alerta y
estar pendiente de Teresa en todo momento. Su cuidado por ella restaba
habilidades en su habitual modus operandi, y no estaba acostumbrada.
Aquella noche la prioridad era ella y fue lo que pensó cuando la irritación
momentánea podía agriar la noche. Cuidarla y dejar que se divirtiera con
algunos de sus nuevos descubrimientos era su objetivo. No podía permitir
que los remordimientos pudieran estropear lo que ella y su marido habían
construido hasta el momento pensó, sin percibir que mientras ojeaba unos
correos personales en su teléfono, el acompañante de aquel falso inglés, se
había situado frente a ella.
—¿Concentrada en el trabajo? –le preguntó él, sacándola de sus
cavilaciones.
Salma se giró despacio repasando de reojo, y de abajo hacia arriba, el
aspecto del intruso hasta llegar a su rostro, aunque no podía apreciar todas
sus facciones. El foco que se situaba justo en la nuca del hombre se lo
impedía. Se percató de que él le ofrecía una sonrisa abierta cuando de
repente el Don Juan se agachó ofreciéndole su mano, algo que la
sorprendió. Al verlo de cerca cruzaron sus miradas y un frío repentino
recorrió todo su cuerpo dejándola helada. Su cerebro se activó y la alerta se
dibujó en su cara, aunque él no podía saberlo. Jugaba con ventaja, se dijo
intentando serenarse, y aún así se sintió desnuda por primera vez en mucho
tiempo. Confió en su sangre fría y en su profesional caracterización. Alargó
la mano y al contacto templado de aquel encaje apretó la mandíbula,
maldiciendo la hora en la que habían ido al Club.
—No creas, solo estaba disimulando –contestó al fin, enmascarando el
acento.
—Pues lo haces muy bien, ¿argentina? –preguntó él, acercándose al
hueco que Salma había dejado libre.
—Descendiente, sí. Pero vivo aquí hace algún tiempo –se extendió en
explicarle, sin saber muy bien por qué.
Recordó entonces que ese detalle no lo había comentado con Teresa.
Tampoco imaginó que lo encontraría allí, en otra ciudad.
Salma iba maldiciendo la suerte de que, a pesar de las escasas
probabilidades de encontrarlo allí, lo tenía delante de sus narices. Como si
no hubiera más sitios de copas en todo el planeta, pensó. Y, sin embargo,
allí estaba plantado delante suyo, con su eterna sonrisa, imaginándose que
con ella se iba a llevar el premio gordo de la noche. Se contuvo, no tenía
otra forma de resolver aquello, aunque se quedara con las ganas de decirle
que las compañías solía escogerlas de otro modo, que le estaba estorbando,
que si no había otro puto lugar en el que estar y que su entrada había sido de
todo menos triunfal. Ya no quedaban tipos que se dirigieran a una mujer con
aquella frase. Debían de estar todos muertos, ironizó en su cabeza aliviando
así parte de la tensión que la atenazaba. Y controló su primer instinto, el
que le salía justamente en el trabajo cuando quería sacudirse de un plumazo
a un baboso. Miró a Teresa y ella parecía sentirse muy cómoda con la
compañía así que contó hasta tres y decidió ponerse en su papel, el que le
tocaba actuar aquella noche.
—Estábamos a punto de ir a la sala –señaló con la cabeza, evitando en
lo que pudiera que Eduardo la siguiera mirando como quien ve una Diosa–.
El espectáculo promete –añadió, llevándose a los labios la copa que
acababan de traerle–. Yo que vosotros no me lo perdería –los invitó a
desaparecer de escena de la mejor forma que se le había ocurrido–. Y
tampoco creo que tardemos en marcharnos –aclaró, esquivándole de nuevo
la mirada a Eduardo.
—Tienes unos ojos preciosos y todavía no sé tu nombre –volvió al
ataque el hombre.
Ahora mismo me los arrancaría pensó Salma, violentada con una
situación que empezaba a ponerla nerviosa. Estaba segura de que no la
reconocería, pero aquel tío era muy observador y muy discreto repasándola,
aunque a ella no se le escapaba que le estaba haciendo una radiografía
completa.
—Ni yo el tuyo –respondió Salma, traicionada por la sensación de
sentirse en desventaja, a pesar de su apariencia.
—Eduardo. Mucho gusto –añadió, acercándose a su mejilla para
besarla.
Salma permaneció inmóvil, recibiendo el contacto de sus labios,
húmedos y carnosos, muy cerca de los suyos. Demasiado, se dijo mientras
percibía la suave fragancia que dejaba en el aire.
—¿A secas? Me refiero al nombre –puntualizó Salma, sosteniéndole la
mirada.
Salma quería saber si su colega iba al descubierto en aquellos
ambientes. Muchos lo hacían sin ningún pudor. Y la ponía caliente tenerlo
tan cerca, a pesar de lo embarazoso de la situación que estaba intentando
valorar mientras esperaba su respuesta. En cualquier otra ocasión, cuando
un hombre le gustaba el comienzo del juego sexual habría estado cargado
de miradas e insinuaciones que habrían terminado en alguna de las salas
que conocía muy bien. Sopesar hasta dónde estaba dispuesta a llegar
aquella noche con Eduardo era un reto que rondaba en su cabeza. Y eso
activaba todas sus armas, las mismas que chocaban con su presencia.
—Bueno, también tengo apellidos. Como tú, imagino. Aunque no creo
que el dato sea relevante. Solo te lo diré si prometes quedarte un rato más.
Charlando, o lo que tú quieras –flirteó ante la mirada fulminante que Salma
acababa de lanzarle.
—Yo soy Victoria –anunció ella–. A secas –añadió para evitarse que él
repitiera la misma pregunta. Sabía que era propenso a devolver las pelotas,
y eso le reventaba, aunque desconocía cómo sería cuando se vestía de
negro, como era el caso de esa noche.
—Siento parecer muy clásico, pero tengo la sensación de haberte visto
en algún otro lugar. ¿Es posible?–puntualizó Eduardo, sabiendo que podía
jugársela.
—No cuela, ni lo uno ni lo otro. Clásico no diría yo –arremetió Salma,
poniendo en marcha sus motores–, aunque sí un poco… cómo expresarlo
para no parecer demasiado directa…
—No importa. Déjalo. ¿Llevas aquí mucho tiempo? Lo digo por tu
acento.
—No demasiado aunque a veces me parece una eternidad –afirmó ella,
esquivándolo de nuevo–, aunque hay cosas que se pierden más deprisa de lo
que una querría.
La situación no iba a arreglarse, así que decidió zanjar el tema y sacar a
Teresa de su amigable encuentro. Ella y Peter charlaban, pegados el uno al
otro, con una conexión demasiado estrecha para tratarse de dos
desconocidos. Podía percibirlo. Y sin poder evitarlo le molestó.
—Querida, veo que vos la está pasando bien, y me alegro, pero te
recuerdo que tenemos una cita –interrumpió Salma con una cantinela que
Teresa recibió en sus oídos arqueando las cejas.
—¿Vos? –repitió perpleja, poniendo cara de chiste, a punto de estropear
la puesta en escena que Salma había preparado como parte de la
performance.
—Sí, yo también –contestó Teresa, sin saber si aquella era la respuesta
acertada o se estaba perdiendo algo.
Salma se acercó a su oído y le susurró:
—¿Me acompañas al baño?
—Claro, como en los viejos tiempos –sonrió nerviosa, esquivando a su
ligue. El hombre parecía haber triunfado con la despampanante mujer de
rizos negros que pensaba atrapar con sus habituales dotes de seductor–,
¿nos disculpáis? Volvemos enseguida –anunció Teresa, haciéndose la
interesante.
—Tenemos que largarnos de aquí, ¡ya! –le adelantó Salma mientras se
dirigían a los servicios–. Vaya mierda, joder. Me cago en todo –iba
despotricando sin parar–.¡No habrá más sitios en el mundo, que ha tenido
que venir aquí, esta noche, a casi seiscientos quilómetros de distancia! –se
quejó Salma–. Ahora te cuento. Por cierto, soy argentina, así que sígueme la
corriente mientras estemos con estos dos perlas. Un error por mi parte no
habértelo comentado antes. Me refiero a que cuando se presenta una
situación incómoda… ¡bah! –exclamó fastidiada–, acábate la copa en
cuanto volvamos y nos las piramos de aquí lo antes posible.
—Vale, vale, lo que tú digas. Para uno que se me acerca en condiciones
–se quejó Teresa–, es más joven que yo, eso salta a la vista. Pero oye, ¿tú
has visto lo bueno que está? Y total, tampoco voy a ponerme en un
compromiso aunque, ya que estamos, quería saber hasta dónde podíamos
llegar. Da gusto ver que aún te miran los hombres de esa manera. Bueno, si
me viera recién levantada saldría corriendo –bromeaba Teresa, parloteando
sin parar–. El otro también está como Dios, ¿te has fijado? Diría que te
miraba muy fijamente. Aunque claro, con el aspecto que tienes esta noche
cualquiera no se queda atrapado en tu cuerpo y en tu cara, chica.
—Si tú lo dices…
—¿Pero esto no iba de ligar? Ese tío te estaba devorando con los ojos,
que lo he visto nada más empezar. Yo no llegaré muy lejos, ya lo sabes. No
tengo intención de ser infiel a mi marido, ya sabes que me he vuelto muy
clásica pero tú, ¿dónde está el tornado? Me decepcionas, amiga –dejó caer
Teresa para picarla.
Salma estaba furiosa. Aquella forma de actuar parecía más la de dos
colegialas que de dos mujeres adultas que habían salido de caza.
De vuelta, con las pocas explicaciones que Salma le había dado, Teresa
se sentó de nuevo junto a su acompañante y empezó a charlar de nuevo con
él, dejando que Peter se acercara un poco más a ella.
—¿Os parece que nos acerquemos a la sala? –propuso Eduardo.
—Me parece una buena idea –respondió Peter invitando a Teresa a
levantarse–, Sofía, ¿me acompañas? ¿Nos acompañáis? –rectificó,
dirigiéndose también a Salma y a su compañero.
Teresa se puso en pie y miró a Salma, intentando descifrar en su mirada
qué tocaba hacer en ese momento pero su amiga seguía inmóvil,
debatiéndose en un mar de dudas. Cabían dos posibilidades: dar por zanjado
aquel desafortunado encuentro o seguir el juego más arriesgado en el que
había participado jamás. Aunque nunca lo reconocería, el problema no era
su cuerpo, su sonrisa y la más que razonable sospecha de que debajo de
aquellos pantalones había una buena recompensa para ella, reflexionaba en
silencio. El problema era él. Lo que representaba en su vida cotidiana y el
riesgo, por mínimo que fuera, de ser descubierta. En cualquier otra ocasión
se lo habría llevado a la cama sin pensárselo y lo habría castigado para que
la deseara con delirio.
—Quizás ellos prefieran quedarse solos –interpretó Peter, tomando la
mano de Teresa–, vamos y ya nos seguirán… o no –dejó caer detrás de una
seductora sonrisa–. ¿Pedimos otra copa? –sugirió, haciendo señales a la
camarera que pasaba por allí.
—Creo que esperaré un poco –contestó Teresa, comprobando los
efectos que el alcohol iba haciendo en su voluntad y en la falta de
costumbre.
—Quiero proponerte algunos juegos, no me falles preciosa –susurró
Peter en el oído de Teresa.
Ella lo miró abriendo mucho los ojos y volvió a sentarse. No estaba
preparada para aquello y de repente todo empezó a darle vueltas.
—Creo que lo mejor será dejarlo aquí –intervino Salma, viendo que la
situación de ambas se escapaba de las manos–, además, esto no funciona así
–remató, ante la atenta mirada de Eduardo, que permanecía en silencio.
Por deformación profesional, Eduardo estudiaba todos sus gestos, sus
palabras y aquella pose de mujer infranqueable, no dejaba de darle vueltas a
la cabeza. Y no conseguía localizar en qué momento podía haberse
producido ese encuentro del que estaba casi seguro. No iba a ser fácil con
Victoria, se decía mientras buscaba la forma de retenerlas. Se había puesto
caliente y quería follarse a aquella mujer allí mismo. Le gustaban los retos y
tenía uno delante de él.
—¡No! –exclamó Peter, pidiéndole a su amigo con gestos disimulados
que hiciera algo o aquel par de monumentos en forma de mujer
desaparecerían dejándolos con dos palmos de narices.
—Sí, sí –acertó a decir Teresa, palideciendo por momentos.
—Ha sido un placer –se despedía Salma sujetando a Teresa, viendo
como empezaban a doblársele las piernas.
—Tranquila, puedo yo sola –se avergonzó su amiga, sofocada por el
pésimo resultado en que se había convertido la noche.
Se dirigían a la puerta de salida, con la mayor dignidad que la
borrachera de Teresa permitía, cuando Salma sintió unos dedos alrededor de
su brazo. Se giró y era él, el maldito Eduardo, que no parecía darse por
vencido.
—Déjala en el hotel y vuelve tú sola. Te esperaré aquí –dijo sin
pensárselo dos veces.
—No se deja colgados a los amigos, ¿no te lo enseñaron de pequeñito
en el colegio? Además, ¿qué te hace pensar que estamos en un hotel? Eres
de los que hablan más de la cuenta y creen saberlo todo. Se nota que estás
fuera de tu ambiente. Creeme, cambia la táctica o volverás a casa como
llegaste, sin estrenarte –le lanzó, impostando el acento argentino.
—Te espero –repitió Eduardo, retrocediendo ante ella sin perder la
sonrisa, ignorando las lanzas envenenadas de aquella fémina que
acrecentaba en él su deseo de poseerla.
El duelo verbal despertó el deseo de Salma, pero no iba a ponérselo
fácil. Le gustaba el juego, pensó lamentándose.
—Esperar es de cobardes. Si había alguna posibilidad creo que no será
esta noche.
—Una hora –le devolvió Eduardo, ignorando la chulería de la mujer–,
estaré aquí una hora.
Estaba retándola, se dijo Salma sonriendo al darse la vuelta para que no
la viera.
—Lo siento mucho, vaya mierda de amiga que tienes –se lamentó
Teresa, avergonzada del triste papel que estaba jugando en la que suponía
su gran noche–, después de todo, te he hecho perder el tiempo.
—Era previsible, pequeña. Llevas demasiado tiempo fuera del mercado.
Pero no te preocupes, había que largarse de ahí cuanto antes. Cuando
lleguemos te lo contaré todo.
El taxi las llevó hasta el hotel y Teresa hizo verdaderos esfuerzos por no
vomitar en el ascensor. Iba tocándose la peluca, queriéndosela arrancar y
Salma se reía con ella. Era una gran mujer, aunque quizás el tiempo en el
que la noche no tenía fronteras había terminado. Había apostado fuerte y el
resultado no podía haber sido peor.
Teresa entró dando un traspié, buscando desesperada la puerta del
lavabo. Indicó a Salma con la mano que la dejara sola y durante unos
minutos vomitó todo lo que había bebido. Salma la esperó con una copa en
la mano, algo arrepentida.
—He traído la solución a tu problema. Toma –le dijo alargándole dos
pastillas con un vaso de agua–, una ducha y con esto dormirás como un
lirón el resto de la noche. Mañana serás una mujer nueva.
Teresa se abrazó a ella y empezó a llorar como una niña y Salma tuvo
que hacer verdaderos esfuerzos para no sumarse al llanto.
—Eres una tía cojonuda, y te he estropeado el plan. Y ese Eduardo está
colado por ti, te lo digo. Porque aunque esté borracha sé lo que me digo y
además… –siguió Teresa, balbuceando frases que apenas podían
entenderse.
—Ese tío trabaja para mí. Es uno de los nuevos en la empresa. Y es
bueno, aunque nunca se lo diga. Ya sabes que soy bastante borde.
—Esa es tu careta, pero eres una persona especial –pronunció Teresa
con algunos esfuerzos.
—Deja de hacerme la pelota –se burló Salma–, solo me protejo, y no me
va mal. En la jungla en la que tengo que lidiar cada día con ricachones,
estraperlistas del siglo XXI y empresarios que son capaces de vender su
alma al diablo por unos buenos dividendos, las mujeres seguimos siendo un
trofeo. Así que no me queda otra que marcar las distancias. Al principio era
agotador, pero ya tengo mucha práctica.
—¿Y estás segura de que no te habrá reconocido? –preguntó Teresa,
acomodándose entre las almohadas.
—No. Pero nunca me ha pasado lo de hoy. Al menos de una forma tan
directa. En estos sitios te encuentras con gente que conoces de aquí y de
allá. Divierte mucho observar cómo se comportan en esos ambientes. Y no
te digo nada cuando los ves desnudos. Para descojonarse, te lo juro. Y mira,
fuera complejos. Cada uno a lo suyo.
—Yo no he visto a nadie en pelotas, pero me habría gustado –aclaró
Teresa, achinando los ojos mientras soltaba unas carcajadas incontroladas.
—No era el momento, y tampoco hemos estado en las salas en las que
cualquier cosa es posible.
—Vaya –se quejó Teresa, bostezando–, pues sí que es casualidad lo
tuyo, chica. Qué mala pata, porque tenía un polvo el tío. Reconócelo.
—Después del susto me he planteado follármelo, pero no he dado el
paso. Lo bueno de esto – aclaró señalando su cara–, es que tú los reconoces
pero ellos a ti no. Juego con esa ventaja. Voy a por unas toallitas o dejarás la
almohada para tirarla.
Las revelaciones parecían haber espabilado a Teresa, pero solo era
momentáneo. Las pastillas que le había dado Salma le harían efecto en unos
minutos, se dijo observando cómo se relajaba y enroscaba su cuerpo como
un bebé.
—No sé si los dos Kilos de maquillaje saldrán de esta cara alguna vez –
balbuceó Teresa entre bostezos.
—Y tanto, ya verás –la ayudó Salma–, ahora a dormir. Con lo que te has
tomado no tendrás resaca.
—Vas preparada para todo, eres una máquina de pensar –sonrió Teresa,
dejando caer sus párpados mientras Salma acariciaba su brazo–, te quiero
mucho, amiga. Lo siento, de verdad, te he fastidiado la noche –fueron las
últimas palabras que pronunció antes dejarse caer en un plácido sueño.
Había transcurrido casi una hora desde que ambas amigas volvieran al
hotel y Salma continuaba inquieta. El recuerdo de Eduardo la martilleaba y
no dejaba de dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado. Sin
pensárselo dos veces abrió el armario, eligió un nuevo modelo y decidió
hacer lo que más deseaba en ese momento; volver a verlo. Comprobó que
su aspecto era igualmente irreconocible pero esta vez su atuendo estaría
acorde a su propósito. Se repasó el labial, se perfumó y bajó en busca del
taxi que ya la estaba esperando, con la esperanza de que siguiera allí.
—Te adoro –dijo él, acercándose a sus labios antes de abrir la puerta.
Sus vidas volvían a separarse en unos minutos y cada uno llegaría a su
puesto de trabajo como si pocas horas antes no hubieran compartido la
misma cama. Así había sido siempre, aunque Salma sabía que aquella
noche había cruzado una puerta difícil de cerrar.
—No te quiero ver llegar tarde, que nos conocemos –contestó ella, de
nuevo la mujer Alfa que lo amenazaba por cualquier cosa.
—En cuanto te pones los pantalones y la americana te conviertes en esa
señora tan odiosa que solo sabe mandar y mandar. No sabes cómo me sienta
–añadió, agarrándose entre las piernas, en un gesto obsceno que Salma
contestó levantando su dedo corazón.
—Haré ver que no he oído ni visto nada –contestó ella, dedicándole una
sonrisa irónica al ver cómo las puertas del ascensor estaban a punto de
liberarla de su vista.
—¡Un momento, un momento –repitió Diego, sujetando las hojas de las
puertas.
—Por favor –ya está bien–, lo reprendió ella–, parecemos dos
adolescentes. ¿Quieres dejar ya que me vaya?
—Me olvidé de decírtelo. El viernes a última hora hubo un poco de
revuelo en la oficina. Ya te habías ido y como tenía prohibido molestarte y
soy muy obediente…
El suspense la irritaba y lo miró fulminándolo, con ganas de soltarle un
puñetazo. Elevó la cabeza cerrando los ojos, salió del ascensor y dejó su
maletín en el rellano. Se cruzó de brazos, echó un vistazo al reloj de pulsera
y suspiró.
—Si es importante, te despediré por no haberme avisado anoche. Si es
una de tus bromas infantiles, te despediré por idiota. Tienes diez segundos
en soltar lo que tengas que decir. Los mismos que durará mi paciencia.
—Vale –afirmó Diego, ayudándose de gestos con las manos–, supongo
que no será distinto a otras veces, digo yo. El caso es que aparecieron unos
tipos con cara de mal follados, cuando casi no quedaba nadie. Y entraron en
el despacho del director general. Luego supe que se trataba de dos agentes
de la policía judicial. Después de media hora se fueron. Fin de la historia.
Salma lo escuchaba atenta. Como comentaba Diego, había pasado otras
veces. La Agencia había estado en el punto de mira debido a grandes
dividendos y movimientos económicos que se movían en el ambiguo
margen de la legalidad. Arqueó una ceja y se llevó la mano a los labios, en
silencio, ante la atenta mirada de su secretario. Unos segundos más tarde se
giró, apretó el botón del ascensor y recogió de nuevo su maletín.
—¿Y quién había por allí trabajando?
—Además de yo, estaba Mariló, que por cierto se puso nerviosísima.
Vamos, como si fueran a esposarla allí mismo. Pobre mujer. Y algunos
analistas. Que recuerde ahora…bueno, el hombre nube, como tú le llamas
se acababa de largar también. Qué tipo más raro, ¿no?
—Está bien, nos vemos en la oficina –fue todo lo que dijo Salma antes
de dejarlo casi con la palabra en la boca.