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Guía n°4

Unidad 1: Decisiones humanas ¿pasionales o racionales?...

Objetivo: Leer comprensivamente el cuento Finlandia de Hernan Casciari y reflexionar sobre las
decisiones, acciones, motivaciones, convicciones y dilemas que se enfrentan los seres humanos en
la narrativa.

A continuación leeremos el cuento Finlandia y responderemos las preguntas que van


INICIO aparareciendo en el trasncurso de la lectura. Luego, deberás desarrollar el item PRACTICA.

FINLANDIA
Hernán Casciari

El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el
auto. Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había
chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante
los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

1. ¿Cuál es evento más importante que sucede al inicio del relato?

a) Hizo marchaatrás con el auto.


b) Creyó matar a su sobrina.
c) Supo que todo futuro posible sería un infierno.

Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi
abuela paterna (por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa, porque
en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni
buena ni mala, en la vida).

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa


familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un
reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás
para encarar la tranquera y salir a la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto,
y se detiene el mundo para siempre.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre
de su hija. Mi madre, o mi abuela, alguien, también grita:

—¡La agarró!

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya
no era. Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a
causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que
efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto. Los veo levantarse, con el
gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir
hasta mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo
real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría
diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No
pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está
durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me queda pensar por
última vez en mí antes de dejarme matar.

«Ojalá el Negro me mate» —pienso—, «ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande
su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta
noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas
las bajezas: me iría a Finlandia». Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi
vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.
2. ¿Por qué deseaba que el Negro lo matará?

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera, vivía en una casa
preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pimpón en la terraza y toda la vida por delante,
trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces
mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en
las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no
tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja
durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas
opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir de inmediato,
sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es
que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la
catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino
algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría
escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa
opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los
amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a
escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la
distracción. La culpa estaría allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido
momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía
desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al
asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para
ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin, o
agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria
después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían
fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me
ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o
escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un
marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de
semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la
tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

3. ¿Qué podría ser agorafobico, entendiendo que la palabra proviene del griego
agora = asamblea, plaza pública, mercado, discurso y fobia = temor?

a) Miedo al ahora. b) Miedo al miedo. c) Miedo a las plazas. d) Miedo a a los espacios amplios.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes,
recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado
transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del
tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.

4. ¿Qué giro da la historia con la muerte de la sobrina del narrador?

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida. Han pasado diez años
desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por qué
entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más
importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre
dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y
recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el
exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de


la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y
dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos
secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del
amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A
veces es Finlandia.

PRACTICA

A continuación, responde estás preguntas de reflexión fundamentando con argumentos tu opinión y


compartelas con tus compañeros.

1. ¿Por qué el personaje del cuento pensó que merecía un castigo? Evalúa sus argumentos de acuerdo
con la información que aporta.

2. ¿Qué harías en una situación similar a la del narrador del cuento?

3. Sobre las decisiones qué pensó el personaje del cuento de Casciari, ¿Fueron racionales o emocionales?
Fundamenta tu opinión basandote en lo que hemos leido y comentado en las clases anteriores sobre este
tema.

TIPS DE ESCRITURA

CONECTORES CAUSALES porque, ya que, visto que, puesto que, dado que, como, etc.
CONECTORES CONSECUTIVOS por ello, por eso, por esa razón, por ese motivo, en

¿QUÉ APRENDÍ?

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