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Augustinus De Trinitate, Liber VIII

CAPÍTULO II

PARA COMPRENDER CÓMO DIOS ES VERDAD, HEMOS DE RECHAZAR TODO PENSAMIENTO


CORPÓREO

3. En los cuerpos es posible que este o aquel oro sean igualmente oro verdadero, pero en uno la
masa de oro es mayor que en otro, porque en ellos la grandeza no se identifica con la verdad; y
una cosa es allí ser oro y otra ser grande. Y lo mismo sucede en la naturaleza del alma. Decir que
un alma es grande no es lo mismo que decir que es verdadera. Incluso el que no es magnánimo
tiene un alma verdadera; y es porque la esencia del cuerpo o del alma no es la esencia de la
verdad, como lo es la Trinidad, Dios único, grande, verídico y verdad.

Y si por representarlo nos afanamos, en la medida que nos lo otorgue y permita, no pensemos en
ningún contacto de unión o amplexo espacial, cual si fueran tres cuerpos; ni se ha de imaginar
allí trabazón alguna de miembros, cual si fuera, según narran las fábulas, un Gerión tricorpóreo;
sino que hemos de rechazar sin titubeos de nuestro espíritu cualquier imagen donde tres sean
mayores que uno y uno menor que los otros dos. Así quedará descartado todo elemento corpóreo.

Y en lo espiritual, nada de lo que se nos ocurra mudable se tenga por Dios. No es pequeña
noción, cuando del abismo de nuestra vileza nos elevamos a estas cumbres, si antes de
comprender lo que es Dios podemos saber ya lo que no es. Dios, ciertamente, ni es cielo, ni
tierra, ni algo semejante al cielo o a la tierra, ni algo parecido a lo que vemos en el cielo o a lo
que no vemos, pero cuya existencia quizá es posible en el cielo.

Aumenta en tu pensamiento, cuanto puedas, ya sea el volumen, ya en claridad, mil veces o hasta
el infinito, esta luz del sol; ni aun esto sería Dios. Finge a los ángeles, espíritus puros,
animadores de los cuerpos celestes, pues los transforman y alteran a voluntad, siempre bajo el
imperio del Señor, reunidos todos en un ser, y su número millares de millares1: ni aun esto sería
Dios; y eso aun imaginando a dichos espíritus sin formas corpóreas, cosa asaz difícil al
pensamiento carnal.

¡Oh alma, sobrecargada con un cuerpo corruptible y agobiada por varios y múltiples
pensamientos terrenos; oh alma, comprende, si puedes, cómo Dios es verdad!2 Está escrito: Dios
es luz3; pero no creas que es esta luz que contemplan los ojos, sino una luz que el corazón intuye
cuando oyes decir: Dios es verdad. No preguntes qué es la verdad, porque al momento cendales
de corpóreas imágenes y nubes de fantasmas se interponen en tu pensamiento, velando la
serenidad que brilló en el primer instante en tu interior, cuando dije: "Verdad". Permanece, si
puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor de la verdad; pero, si esto no te es posible,
volverás a caer en los pensamientos terrenos en ti habituales. Y ¿cuál es, te ruego, el peso que te
arrastra hacia la sima, sino la viscosidad de tus sórdidas apetencias y los errores de tu
peregrinación?

CAPÍTULO III

1
DIOS, BIEN SUPREMO. EL ALMA ES BUENA CUANDO SE CONVIERTE A DIOS

4. Mira de nuevo, si puedes. Ciertamente no amas sino lo bueno, pues buena es la tierra con las
cresterías de sus montañas, y el tempero de sus alcores, y las llanuras de sus campiñas; buena la
amena y fértil heredad, buena la casa con simetría en sus estancias, amplia y bañada de luz;
buenos los animales, seres vivientes; bueno el aire salobre y templado, buena la sana y sabrosa
vianda, buena la salud, sin dolores ni fatigas; buena la faz del hombre de líneas regulares,
iluminada por suave sonrisa y vivos colores; buena el alma del amigo por la dulzura de su
corazón y la fidelidad de su amor; bueno el varón justo, buenas las riquezas, instrumento de vida
fácil; bueno el cielo con su sol, su luna y sus estrellas; buenos los ángeles con su santa
obediencia; bueno el humano lenguaje, lleno de una dulce enseñanza y sabias advertencias para
el que escucha; buena la poesía, armoniosa en sus números y grave en sus sentencias.

¿Qué más? Bueno es esto y bueno aquello; prescinde de los determinativos esto o aquello y
contempla el Bien puro, si puedes; entonces verás a Dios, Bien imparticipado, Bien de todo bien.
Y en todos estos bienes que enumeré y otros mil que ce pueden ver o imaginar, no podemos
decir, si juzgamos según verdad, que uno es mejor que otro, si no tenemos impresa en nosotros la
idea del bien, según el cual declaramos buena una cosa y la preferimos a otra.

Dios se ha de amar, pero no como se ama este o aquel bien, sino corno se ama el Bien mismo.
Busquemos el bien del alma, no el bien que aletea al juzgar, sino el Bien al cual se adhiere el
amor. Y ¿qué bien es éste, sino Dios? No es buena el alma, ni el ángel, ni el cirio; sólo el Bien es
bueno.

Así, quizá se comprada con más facilidad lo que intento decir. Cuando, por ejemplo, oigo hablar
de un alma buena, oigo dos palabras, y por estas palabras entiendo dos cosas: el alma y su
bondad. Nada hizo el alma para ser alma, pues carecía de existencia para poder actuar en su ser;
mas para que el alma sea buena es necesaria la acción positiva de la voluntad. Y esto no porque
el alma no sea algo bueno; de otra manera, ¿cómo podría decirse con toda certeza que es mejor
que el cuerpo?; pero aun no es buena el alma si le falta la acción de la voluntad para hacerse
mejor. Y si rehúsa el actuar, se la culpa con justicia, y de ella se dice rectamente que no es un
alma buena. Se diferencia de la que obra bien, y pues ésta es digna de elogio, la que así no obra
es vituperable. Mas, cuando actúa con intención de hacerse buena, no alcanzará su propósito de
no dirigir sus afanes hacia una meta que no sea ella. Y ¿hacia quién dirigir sus actividades en
anhelos de bondad, sino hacia el Bien que ama, ansía y consigue? Y si se aleja otra vez y malea
por el hecho de distanciarse del bien, de no permanecer el bien en ella, del que se aleja, no
tendría a quien convertirse de nuevo si enmendarse quisiera.

5. Por tanto, no existirían bienes caducos de no existir un Bien inconmutable. Cuando oyes
ponderar este o aquel bien, aunque en otras circunstancias pudiera no ser bueno, si puedes
contemplar, al margen del bien participado, el Bien de donde trae el bien su bondad, y además
puedes contemplar el Bien cuando oyes hablar de este o el otro bien: si puedes, digo,
prescindiendo de estos bienes participados, sondear el Bien en sí mismo, entonces verás a Dios.
Y si por amor a Él te adhirieras, serías al instante feliz.

2
¡Qué vergüenza, amar las cosas Porque son buenas y apegarse a ellas y no amar el Bien que las
hace buenas! El alma, por el hecho de ser alma, antes at de ser buena por la conversión al Bien
inconmutable; el alma, repito, cuando nos agrada hasta preferirla a esta luz corpórea, si bien lo
meditamos, no nos agrada en sí misma, sino por el primor del arte con que fue creada. Se elogia
su creación allí donde se ve el ideal de su existencia. Esta es la Verdad y el Bien puro: no hay
aquí sino el bien, y, por consiguiente, el Bien sumo. El bien sólo es susceptible de aumento o
disminución cuando es bien de otro bien.

El alma, pare ser buena, se convierte al Bien de quien recibe el ser alma. Y es entonces cuando a
la naturaleza se acompasa la voluntad para que el alma se perfeccione en el bien, y se ama este
bien mediante la conversión de la voluntad, bien de donde brota todo bien, que ni por la aversión
de la voluntad es posible perder. En apartándose el alma del Bien sumo, deja de ser buena, pero
no deja de ser alma; y esto es ya un bien muy superior al cuerpo; la voluntad puede perder lo que
con la voluntad se adquiere. El alma, con anhelos de convertirse a Aquel de quien recibe el ser,
ya existía, porque el que quiere existir antes de tener existencia no existe. Y éste es nuestro bien,
y a su resplandor vemos si debiera existir o no cuanto comprendemos que debe o debió existir; y
donde vemos también que no es posible la existencia si no debe existir, aunque no
comprendamos su modo existencial. Y dicho Bien no se encuentra lejos de cada uno de
nosotros: En Él vivimos, nos movemos y somos4.

CAPÍTULO IV

LA FE, PREÁMBULO DEL AMOR

6. Es necesario permanecer cabe Él y adherirse a Él por amor si anhelamos gozar de su


presencia, porque de Él traemos el ser y sin Él no podríamos existir. Caminamos aún por fe y no
por especie5, porque, en expresión del Apóstol, no vemos aún a Dios cara a cara6; pero, si ahora
no le amamos, nunca le veremos.

Mas ¿quién ama lo que ignora? Se puede conocer una cosa y no amarla; pero pregunto: ¿es
posible amar lo que se desconoce? Y si esto no es posible, nadie ama a Dios antes de conocerlo.
Y ¿qué es conocer a Dios, sino contemplarle y percibirle con la mente con toda firmeza? No es
Dios cuerpo para que se le busque con los ojos de la carne.

Pero antes que podamos contemplar y conocer a Dios como es dado contemplarlo y conocerlo,
cosa asequible a los limpios de corazón: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios7, es menester amarle por fe; de otra manera el corazón no puede ser purificado ni
hacerse idóneo y apto para la visión. ¿Dónde, pues, encontrar las tres virtudes que el artificio de
los Libros santos tiende a edificar en nuestras almas, fe, esperanza y caridad8, sino en el alma de
aquel que cree lo que intuye, y espera y ama lo que cree? Se ama, pues, lo que se ignora, pero se
cree.

Hemos de evitar, es cierto, que el alma, cuando cree lo que no ve, se finja algo irreal y espere y
ame lo que es falso. Pues en esta hipótesis la caridad no brotaría de un corazón puro de una
conciencia recta y de una fe no fingida, fin del precepto, en expresión del Apóstol9.

3
7. Cuando prestamos fe a lo que oímos o leemos acerca de algunas cosas materiales nunca vistas,
es para nuestro espíritu una necesidad imaginar sus líneas y contornos corpóreos, conforme le
viniere al pensamiento, ya esta representación sea falsa, ya, caso rarísimo, se ajuste a la verdad.
De nada aprovecha creer estas cosas, pero sí el referirlas a un fin útil, insinuado por estas
imágenes.

¿Quién, al escuchar o leer los escritos de San Pablo o lo que se ha escrito acerca de su persona,
no se representa en su ánimo el rostro del Apóstol y los nombres de todas las cosas que allí se
mencionan? Y siendo las Cartas del Apóstol familiares a una muchedumbre de creyentes, la
imagen es en cada uno de líneas y formas diversas, y es muy incierto averiguar cuál de ellos se
aproxima más al original. Mas nuestra fe no se ocupa del óvalo facial y de los contornos
somáticos de los personajes, sino de la vida íntima que, con la gracia de Dios, llevaron, poniendo
en práctica cuanto de sus personas nos refieren las Escrituras. Útil es creer esto y apetecible en
extremo, y nunca debemos desesperar de conseguirlo.

Único era el rostro adorable del Salvador, sea el que fuere; no obstante, varía hasta el infinito en
la diversidad de los pensamientos humanos. En la fe que tenemos de nuestro Señor Jesucristo, no
es lo que salva la ficción del alma, quizá muy distanciada de la realidad, sino nuestro
pensamiento sobre la naturaleza específica del hombre. Llevamos como grabada en el alma la
noción de la naturaleza humana y según esta noticia reconocemos al momento al que tiene forma
humana, al hombre.

CAPÍTULO V

CÓMO SE AMA A LA TRINIDAD SIN CONOCERLA

Nuestro pensamiento es informado según esta noticia cuando creemos en un Dios hecho hombre
por nosotros para darnos ejemplo de humildad y una prueba de su amor divino. Es para nosotros
de utilidad suma creer y retener, con inalterable firmeza en el corazón, cómo la humildad obliga
a Dios a nacer de una mujer, y entre vejaciones innúmeras fue conducido por los mortales a la
muerte, siendo medicina eficaz contra la hinchazón de nuestra soberbia y sacramento recóndito
que desata el nudo del pecado.

Y, pues sabemos qué es la omnipotencia, creemos en un Dios todopoderoso, en la virtud de sus


milagros y en su resurrección. Razonamos siempre sobre estos hechos al tenor de nuestras ideas,
injertadas por el Hacedor en nuestra naturaleza o adquiridas mediante la experiencia, sobre los
géneros y las especies, de suerte que nuestra fe no es ficción. Nunca vimos el rostro de la Virgen
María, de quien, sin contacto de varón y sin detrimento de su virginidad en el parto, nació Cristo
milagrosamente. Tampoco conocemos las líneas somáticas de Lázaro, ni la topografía de
Betania, ni la roca sepulcral, ni la losa que Él mandó remover cuando le resucitó; ni liemos visto
el monumento nuevo excavado en la peña donde Cristo volvió a la vida; ni el monte de los
Olivos, desde donde subió al cielo; y los que no hemos visto estas cosas, no podemos siquiera
saber si son como nos las figuramos, aunque es muy verosímil que no sean así.

Cuando se ofrece a nuestra vista la imagen de un hombre, de un lugar o de cualquier otro cuerpo,
y es tal cual nos lo imaginábamos antes de verlo, nuestra sorpresa no es pequeña; pero esto nunca

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o muy contadas veces sucede; no obstante, creemos firmemente en su existencia, porque
preopinamos según una noticia general o particular que es, para nosotros, certeza. Creemos que
nuestro Señor Jesucristo nació de una virgen que se llamaba María. Y sabemos, no lo creemos,
qué es una virgen, un nacimiento y un nombre propio. Mas no sabemos ni creemos si el
semblante de María es como nos lo imaginamos al mencionar y recordar estas cosas. Salva, pues,
la integridad de nuestra fe, podemos decir: "Quizá tuviera estas o aquellas facciones"; pero nadie,
sin naufragar en sus creencias cristianas, puede decir: "Quizá Cristo haya nacido de una virgen".

8. Porque anhelamos comprender, cuanto es posible, la eternidad, igualdad y unidad de un Dios


trino, antes de entender es necesario creer ° y vigilar para que nuestra fe no sea fingida; pues un
día hemos de gozar de esta misma Trinidad, para vivir felices. Si, pues, nuestra fe es falsa, vana
será nuestra esperanza, y no es casto nuestro amor. Pero ¿cómo amar por fe esta Trinidad
desconocida? ¿Será, acaso, guiados por una idea genérica o específica, como cuando amamos al
apóstol San Pablo? Ignoramos en absoluto si su rostro es como nosotros lo imaginamos, pero al
menos sabemos qué es un hombre.

Y para no ir más lejos, nosotros lo somos y es manifiesto que él también lo fue, y que su alma,
unida a su cuerpo, vivió esta vida mortal. Creemos que existió en el Apóstol cuanto en nosotros
encontramos, según la especie y el género, dentro de cuyo ámbito se contiene la naturaleza
humana.

Pero ¿qué sabemos nosotros en particular o en general de la Trinidad excelsa? ¿Existen acaso
otras muchas trinidades y conocemos algunas por experiencia, de suerte que, aplicando la regla
de la analogía, según un concepto genérico o específico podemos rastrear lo que es aquélla y la
amamos sin conocerla por la semejanza que ofrece con algo ya conocido? Evidentemente no.
¿Podremos amar a esta Trinidad invisible, sin parecido en la creación, mediante la fe, como
amarnos por fe la resurrección de nuestro Señor de entre los muertos, aunque no hayamos visto
resucitar a ningún muerto? Pero sabemos lo que es morir y vivir, pues vivimos y de cuando en
vez hemos contemplado algún moribundo y hemos visto algún muerto, y tenemos de ello
experiencia. Y ¿qué es la resurrección, sino una reviviscencia, es decir, un tornar de la muerte a
la vida?

Cuando decimos y creemos que existe la Trinidad, sabemos le que es una trinidad, pues
conocemos el número tres; mas éste no es objeto de nuestro amor, porque cuando nos viere en
gana podemos formar una triada cualquiera, por ejemplo, silenciando otros mil, at jugar a la
morra con tres dedos.

¿O es que amamos, no una trinidad cualquiera, sino la Trinidad, que es Dios? Sí; en la Trinidad
amamos a Dios, pero jamás hemos visto un dios, porque Dios es único10 e invisible, al que sólo
por fe podemos amar. La cuestión estriba en saber de qué analogías y comparaciones nos
servimos cuando creemos en Dios, a quien amamos sin conocerlo.

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