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Para entender qué quieren decir Adorno y Horkheimer cuando comentan que “divertirse

significa estar de acuerdo”, hemos de echar un vistazo al capítulo “La Industria Cultural” de
su “Dialéctica de la Ilustración”. Comienzan desechando la idea de que exista un caos
cultural sino que, más bien, existe una homogeneidad en la cultura, una unidad donde la
diferencia es solo aparente y artificial, fabricada y promovida por la industria cultural,
industria dependiente económicamente de las otras más potentes (acero, petróleo, electricidad
y química) y al servicio del poder del monopolio, que en esencia crea a los consumidores
necesidades de los mismos productos que ella vende y publicita para que el consumidor sea
siempre eterno consumidor. Bajo esta idea de negocio, el arte se subordina a este mismo y se
reconoce como tal, permitiendo producir basura en masa y justificarse con ello, quedándose
el arte al servicio también del monopolio. Este arte ve satisfecha su búsqueda de un porqué de
existir, de una utilidad (condición que exige el capitalismo tardío para existir) en la fusión
con la publicidad.

Con esto, la industria cultural se presenta como una continuación de la vida real, como una
prolongación del sistema que impera. Es aquí donde entra la diversión. Cito: “La diversión es
la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío. Es buscada por quien quiere
sustraerse al proceso de trabajo mecanizado para poder estar de nuevo a su altura, en
condiciones de afrontarlo”.1 El sujeto explotado para rendir con máxima productividad va en
busca en sus descansos de actividades con las que divertirse, pero estas mismas actividades
están ya mediadas por el mismo poder que lo exprime para que trabaje con máxima
eficiencia, haciendo del descanso solo una medida necesaria para que el sujeto vuelva a
trabajar a máximo rendimiento.

Toda producción en la industria cultural es de nacimiento reproducción; nace del esquema


prescrito por la industria cultural. Así, toda la cultura que divierte resulta la misma y
planificada: el cantante pop con una cara perfecta o la película con una familia exitosa se
presenta como ideales de individuos que podríamos ser nosotros pero que, casualmente,
nunca somos. Es este querer y no poder que resume la necesidad que crea en los individuos la
industria cultural y que se ve nombrada como diversión: “El principio del sistema impone
presentarle todas las necesidades como susceptibles de ser satisfechas por la industria
cultural, pero, de otra parte, organizar con antelación esas mismas necesidades de tal forma
que en ellas se experimente a sí mismo sólo como eterno consumidor, como objeto de la
industria cultural”.2 Esto provoca que este placer que se promete, pero que nunca se culmina,
se manifieste y reprima como placer masoquista. Y al nunca verse satisfecho por completo, el
individuo sigue consumiéndolo en vistas de esa promesa eterna.

Es en este contexto, con el negocio aliado con la diversión para perpetuar el sistema a manos
del poder del monopolio, donde se dice: “Divertirse significa estar de acuerdo”. No solo
estar de acuerdo con el negocio, sino estar de acuerdo con el completo de la industria cultural,

1
Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. “La industrial cultural. Ilustración como engaño de
masas” en Dialéctica de la ilustración
2
Ídem.
con el monopolio. Un estar de acuerdo que consiste más en eliminar la posibilidad de
rebeldía, en ser subsumido al sistema y en promover la alienación de los sujetos, un “darse la
mano” aparente con la industria cultural, cuando realmente ella nos tiene agarrados por el
brazo. Se muestra en el texto una expresión común que muestra la maldad de todo esto:
“¡Hay que ver lo que la gente quiere!”. En ella se muestra al sujeto como pensante, como
libre que decide consumir esa porquería (¡hay que ver!), pero que esta “decisión” no es sino
una determinación de la industria cultural, la relación consumidor-objeto estaba establecida
de antemano.

De esta sentencia de la diversión como estar de acuerdo, vale la pena leer su continuación en
el texto: “Pero la afinidad originaria entre el negocio y la diversión aparece en el significado
mismo de esta última: en la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de acuerdo.
[...] Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso
allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se
afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa
realidad haya podido dejar aún. La liberación que promete la diversión es liberación del
pensamiento en cuanto negación”3. La diversión se usa como aparato que apacigua a los
individuos, les hace olvidar los males que el propio sistema les ha creado, eso sí, sin
permitírselo que se les pase por la cabeza la idea de que la realidad es mala: hay unos males
que padecen y de los que tienen que escapar, pero el pensamiento del porqué de estos males
está prohibido. La diversión es y debe ser impotente. El pensamiento que niega y enfrenta
esta situación es amputado por el brazo de la industria cultural llamado diversión. Así es
como se comprende que divertirse es estar de acuerdo, pues divertirse consiste en entrar en el
juego (un juego en el que ya habías entrado antes de que lo decidieras) de toda la industria
cultural, de seguir lo que ella te propone.

Para terminar, voy a ilustrar esto último, esta alianza de diversión y negocio, con un ejemplo
que escuché hace poco sobre Pong, el primer videojuego de la historia, que consiste en dos
jugadores que controlan cada uno una plataforma que se mueve horizontalmente en
posiciones opuestas para devolver una pelota. Quien no la devuelva, pierde el punto. Este
surgió en máquinas recreativas colocadas en lugares de ocio a donde iban los trabajadores a
echar sus descansos. Pues bien, si cada partida costaba unas monedas, los diseñadores, a
pedido de los dueños de los establecimiento, pedían que estas partidas no duraran más de
cierto tiempo para tener un tráfico de clientes, ya que si una partida se alargaba, no se
introducían más monedas y se perdían beneficios.Como se temía que dos jugadores se
pasaran la pelota sin ánimo de ganar, se hizo pues que hubiera ciertos lugares donde las
plataformas no llegaran y el punto fuese seguro. El Pong fue un éxito, los jugadores se iban
haciendo cada vez mejores (lo que alargaba los tiempos) y se llegaban a escuchar historias de
trabajadores que se pasaban la noche entera frente a estas recreativas. Sin embargo, los
desarrolladores de Pong no lo diseñaban en función de sus jugadores, sino de los dueños de
los salones, que eran quienes compraban sus máquinas. Estos les presionaban y exigían que
cada vez fueran más difíciles (en vista de los nuevos buenos jugadores) y que de partidas más

3
Ídem.
cortas, llegándose a establecer límites de tiempo no oficiales con medidas de dudosa
legalidad. Al fin y al cabo, se reducía todo a que la banca siempre debía ganar pero bajo la
ilusión de que el jugador tiene la sartén por el mango, y de que la victoria dependía de él,
como en los casinos. La industria cultural ofrecía un producto a los consumidores que ya
había sido mediado de antemano para que se diviertan, engañándoles y prometiéndoles un
placer que depende de ellos conseguirlo, pero que nunca se llegaba a ello, de forma que
volvieran a jugar y a gastar su dinero. Este producto nunca era fabricado pensando en ellos
como sujetos pensantes, sino como objetos que consumen y que hay que explotar. Una vez
salían de este entretenimiento, olvidados de sus penas por un descanso, volvían al trabajo. Y
así, ocio y trabajo, negocio y diversión se alineaban para estar de acuerdo con la industria
cultural y su monopolio.

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